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La Dictadura de la Incompetencia, Xavier Roig.

Parte del capítulo 5.


La educación básica: el arte de quitarse el muerto de encima
  Es curioso.., cuando criticas la educación y sus elementos clave —como la escuela o los maestros—
todo el mundo se te echa encima. Es la monda, la culpa siempre es de otro. Pero teniendo en cuenta que la
educación está estrictamente regulada, que el Estado te dice a qué escuela debes llevar a tu hijo y cuál es
el dedo que los niños deben meterse en la nariz, alguna responsabilidad tendrán los empleados que
manejan este servicio, ¿no? Esto me recuerda una frase que escuché hace años: «Si todos los padres dicen
que tienen unos hijos tan maravillosos, ¿cómo es que, después, salen unos adultos tan estúpidos?».

Igual como sucede con la cultura, en el ámbito de la educación se plantea una discusión absolutamente
aberrante. No se discute cuál es el modelo de funcionamiento óptimo, el que puede beneficiar más al
alumno, sino que todo se centra en quién es su propietario. ¿Esta escuela es pública o es privada? ¿Cuál
tiene que prevalecer? Como es lógico, nunca se habla de resultados económicos —cuando hablábamos de
cultura ya hemos visto que tener resultados económicos positivos no quiere decir ser menos «social»—.
Cuando preguntas quién se supone que debe solucionar todos los problemas, la respuesta, curiosamente,
es siempre la misma: los estamentos públicos. Para variar. A veces parece que existan deseos de que el
sistema privado tenga tantas pérdidas que llegue a ser inviable. Entonces vendrá el aparato estatal —que
ya hace tiempo que le tiene un ojo puesto encima— y se lo quedará, y todos viviremos mejor y libres de
preocupaciones económicas —los maestros de la pública cobran más que los de la privada y a las cinco
en punto de la tarde, si quieren, les cae el lápiz de las manos.

Con una escuela ocurre como con cualquier empresa: puede tener mejores o peores instalaciones, puede
disponer de una materia prima —los alumnos— más o menos buena, pero si no cuenta con buenos profe -
sionales —es decir, buenos maestros—no puede funcionar bien de ningún modo. Y déjenme dudar de la
mayoría de profesores que corren por nuestras aulas.

   Hace meses la consultora McKinsey, viendo que algunos gobiernos empezaban a estar un poco moscas
porque en el ranking de países con el mejor sistema educativo siempre repetían los mismos, realizó un
estudio para ver si podía dar con el quid de la cuestión. ¿Por qué los mejor situados eran siempre
Finlandia, Corea, Singapur, Hong Kong, Canadá, etc.? ¿Qué tenían en común? El estudio concluyó que
sólo tres cosas. Primera: seleccionaban a los maestros entre los mejor calificados de cada ramo —es decir,
calidad—. Segunda: los maestros llevaban a cabo formación continua, eran evaluados y si era
conveniente se les podía echar—es decir, competitividad—. Tercera: cuando un alumno se torcía, el
maestro correspondiente le dedicaba un sobreesfuerzo que podía llegar al 20 0/~ de horas extras —es
decir, responsabilidad en los resultados—. Lo que tenían en común todos estos países, a la cabeza en
educación, no eran ni maestros mejor pagados ni mejores infraestructuras. La conclusión era simple:
ningún sistema educativo puede tener una calidad superior a la de sus maestros. Hay otros aspectos
importantes, sí señor Pero vienen después.
   En general, el sistema educativo europeo meridional ha seguido un camino totalmente insensato. Es un
sistema que, con una pátina progre, antiamericana y kumbayá (aunque profundamente anticristiana) se ha
dedicado a hacer experimentos con lo que no convenía y que no tenía derecho a hacer.
   Este espíritu ha ejercido hasta ahora una influencia decisiva en el sistema educativo sureuropeo. Ya me
perdonarán si soy demasiado di-recto: yo, por ejemplo, no tengo la más mínima confianza en el sistema
educativo catalán actual. Simplemente, no creo en él. Pienso que es un desastre que ha ido haciéndose
cada vez mayor gracias a la aportación de supuestos expertos —a menudo sumamente incompetentes y
mediocres— que en realidad estaban ideologizados hasta la médula. Si me pidieran que les dijera qué es
lo que no me gusta de nuestro sistema educativo, haría una lista bastante larga. Los efectos del desastre
varían según los lugares y las sociedades. En Francia parece que tienen problemas con la educación, pero
ya me gustaría a mí que aquí tuviéramos un nivel como el que corre por su territorio. En Italia todavía se
salvan un poco, porque no se fían ni un pelo del poder...
   Ahora los responsables españoles de turno se agarran a la integración de los inmigrantes para disimular
el desastre. La especie humana siempre tiene tendencia a buscar explicaciones retorcidas para asegurarse
de que quien quiera contradecirlas no lo tenga fácil. Lo que nos dicen, poco más o menos, es: «Se ha
realizado una gran tarea de integración con los inmigrantes. Lo más importante está a salvo». Y es verdad
que la escuela integra y alberga conflictos. No es que digan que quien ha provocado el desastre educativo
es la inmigración, porque el discurso, además de inexacto, sería políticamente incorrecto; el mensaje
subliminal que quieren hacerte llegar más bien sería: «Si no tuviéramos tantos problemas añadidos, nos
podríamos dedicar a ajustar la maquinaria formativa».
   Y no es verdad. Ya hace muchos años que nuestro sistema educativo es un desastre; esto viene de
mucho antes de que tuviéramos tanta inmigración. Los malos resultados de ahora son consecuencia de
decisiones que se tomaron hace tiempo. Los efectos de cualquier política—y más aún si es educativa—
tardan años en hacerse patentes. Cuando mi hijo era pequeño el sistema educativo ya daba pena, y no
había inmigración. Entonces sólo protestábamos cuatro, y nos arrinconaban, nos señalaban con el dedo y
nos acusaban de inadaptados y de poco progresistas. Pero ya hace años que se escuchan voces que
denuncian que ni el profesorado ni otros devotos de los métodos aceptados hasta ahora están a la altura.
Lo que sucede es que hasta hoy nunca había venido nadie de fuera a observarlo y a decimos que nuestro
sistema hace aguas. Que nadie se engañe, sin estos señores de la OCDE seguiríamos tan satisfechos
como siempre con nuestra querida y desastrosa vía educativa. Con inmigración o sin ella.
   El mes de noviembre de 2009, la Fundación Jaume Bofil publicó un estudio titulado «Modelos
educativos familiares en Cataluña», realizado con una muestra de 1.060 familias y 1.189 profesores, y
coordinado por el sociólogo Javier Elzo. Sus conclusiones son devastadoras; las familias progresistas
fracasan en la educación. El estudio afirma que «hay una idea muy extendida en el sentido de que la
familia es cosa de derechas». Este estudio nos puede dar una idea de los resultados obtenidos por los
diferentes sistemas educativos españoles.
   Y si digo «sistemas educativos» es porque, en España, no existe un único modelo, sino tantos como
autonomías. Yeso no es malo. Mírenlo desde una perspectiva optimista: el sistema autonómico ha
permitido que media España estuviera, al menos, un poco mejor educada. Las autonomías del norte
(exceptuando Cataluña y alguna otra) obtienen mejores resultados que las del sur y las que podríamos
denominar como «creativo-mediterráneas» (es decir, aquellas comunidades que, considerándose
económicamente avanzadas, se han dedicado a hacer experimentos falsamente «progresistas» sin medir
sus consecuencias).
   La situación creada por determinados gobiernos parece indicar que un sistema educativo cualquiera es
el resultado de muchos años (¿siglos?) de trayectoria. Los experimentos que se han querido llevar a cabo
para crear «el hombre nuevo» parecen más propios de regímenes dictatoriales que otra cosa. Forma parte
del dirigismo barnizado de superioridad moral. Es lógico. Los responsables educativos que han diseñado
los sistemas que se ven por nuestros parajes, si bien algunos de ellos luchadores antifranquistas, no
proceden de una tradición democrática, sino de referentes que se encontraban detrás del Muro de Berlín.
Parece, sin embargo, que empiezan a correr aires de cambio.


Hablemos de responsabilidades
  Dejemos de teorizar y seamos algo más prácticos. Es mejor que nos arremanguemos y tratemos de
identificar el origen del problema —aunque no sea con precisión suiza— que tienen algunos países con el
tema de la educación. No cometamos el error de pensar que los mismos que han provocado el desastre
pueden proponemos soluciones. Ya lo veo venir: pedirán la implicación de los padres, que se articulará
mediante una especie de campamentos boy scout con una mano de pintura asambleísta, todo controlado
por el aparato del Estado —en este caso son las comunidades autónomas las que ejercen de Estado—, de
forma que, cuando se demuestre que las cosas siguen yendo tan mal como antes, puedan decir al
contribuyente, una vez más, que la culpa es suya. Los contribuyentes somos usuarios, y deberíamos
empezar a acostumbramos a que no nos líen con problemas que tienen que solucionar los que se supone
que han recibido la formación adecuada para hacerlo y que además cobran por ello. No es asumo nuestro.
Bien que pagamos por este servicio.
   Los principales responsables de la educaci6n académica son los maestros. Ya está bien de pasar la
patata caliente a los demás. ¿Dónde se ha visto que un cliente tenga que involucrarse en el proceso pro -
ductivo y organizativo de quien le presta servicio? La escuela, no lo olvidemos, debe dar un servicio de
formación intelectual. A los padres deben pedimos que hagamos de padres, que realicemos tareas comple -
mentarias, pero no que comprendamos las dificultades de las escuelas, ni que ayudemos a gestionar la
educación. Es un error que perjudica a la propia escuela. Las escuelas y los maestros deben tener
autoridad en el área de su competencia. Y tienen que ejercerla. La disciplina en el colegio no puede ser
transgredida por una supuesta participación de los padres. Cada palo debe aguantar la vela que le toca.
Esta moda de decir que entre todos lo haremos todo sólo sirve para no llegar a ninguna parte y para diluir
responsabilidades Tanto de los padres como de los maestros.
   En cuanto a responsabilidades se refiere, hay dos clases de actitudes ante la vida. La de aquellos que
creen en la responsabilidad individual y la de aquellos que ponen el acento en la responsabilidad
colectiva. Los primeros se basan en un principio relativamente evidente: los actos de los individuos tienen
consecuencias. Los segundos creen que Tas consecuencias son el resultado de los actos de toda la
sociedad, o sea, de una nebulosa dentro de la cual es imposible encontrar un responsable. Un ejemplo
práctico: el embarazo no deseado de una chica humilde en el mundo occidental. Los primeros piensan que
hay suficiente informaci6n y suficientes medios preventivos al alcance de todos para evitar un embarazo,
y que si la chica es capaz de ira una gran superficie ella solita para comprarse un reproductor de MP 3
también puede entrar en una farmacia para cuidar de su salud. Los segundos, por el contrario, creen que la
chica es víctima de una sociedad injusta y que, por lo tanto, el Ayuntamiento debe crear centros de
información para explicar que los niños no vienen de París.
   Cuando un colectivo se acostumbra a echarla culpa de todo a la sociedad, se encuentra en la situación a
la que ha llegado el sistema educativo que nos rodea. Si ustedes preguntan a los diferentes actores del
sistema quién creen que es el responsable del desastre, verán que todos señalan hacia otro lado. No hay
ninguno que entone un mea culpa. Mala señal.
   Como en el caso de la cultura, ya hace mucho tiempo que la discusión parte de una base
premeditadamente errónea. ¿Dónde está escrito que una institución pública no deba ser competitiva?
Entre 2004 y 2007 formé parte del Consejo Social de la Universitat Pompeu Fabra. Lo dejé porque no
podía cumplir con mis obligaciones —viajaba tanto que no podía asistir nunca a las reuniones—. Sea
como sea, de mi paso por aquel organismo sólo saqué una idea clara: al sistema de enseñanza publica no
le gusta ni le interesa competir. Y a fin de que todo siga igual, los centros ocultan las estadísticas. No
había forma de que las universidades catalanas, pese a que no era el caso de la Pompeu Fabra —ya que
sus alumnos se sitúan bastante bien, profesionalmente—, proporcionaran datos sobre el «éxito» de su
gestión formativa. El objetivo era muy claro: que nadie pudiera medir sus resultados profesionales como
educadores y abonarse el hecho de tener que competir o de justificarse.
   En este punto, justo es decir que no toda la clase docente tiene este mismo talante. No hace mucho me
paró por la calle una maestra que había escrito cartas para expresar su disconformidad con algunos
artículos sobre los maestros y la escuela que yo había publicado en el diario Avui. Charlamos un rato
sobre el sentido de mis críticas y pude comprobar que no me había expresado suficientemente bien. En
cambio, me felicitó por un artículo en el que contaba lo que antes he mencionado sobre el estudio de
McKinsey. Me dijo que la mayoría de maestros catalanes no estaban bien formados y que habría que
echarlos sin contemplaciones—por cierto, si no quieres caldo, tres tazas: ahora resulta que la sexta hora
ha servido para que de golpe y porrazo entraran miles de maestros, ¡muchos de los cuales hacía años que
suspendían unos exámenes de acceso de por sí poco exigentes! Pues bien, la maestra de quien les hablo
era una maestra de maestros —preparaba a los maestros para las labores educativas—y trabajaba en el
sector público. Como pueden ver, hay profesionales con grandes inquietudes que son conscientes de la
situación.
Lo que quiero decir con este ejemplo es que convendría que el colectivo educativo no se tomara siempre
las críticas de forma corporativa. Hay maestros buenos, y también Tos hay muy buenos. Tanto en la
escuela pública como en la privada. Pero son una minoría. Y Toque hace falta es encontrar el modo de
que estos buenos maestros sobresalgan, lleguen alo más alto del sistema educativo y tengan suficiente
influencia para «crear escuela». Y es que no se trata de averiguar qué les conviene a los maestros, sino
qué le conviene a la sociedad —que al fin y al cabo es quien utiliza sus servicios.
   Recientemente tuve el privilegio de reunirme con un grupo de trabajo de profesores queme invitaron a
dar mi opinión (como usuario del sistema, claro está). Me alegré de que nos pusiéramos rápidamente de
acuerdo en un aspecto fundamental: mientras el director de la escuela no pueda castigar a Tos malos
maestros (despidiéndonos, si es preciso) y premiar a los buenos, no hay nada que hacer. Y esto vale para
la escuela y pan la tienda de la esquina.

¿Por qué no hay calidad?
   El origen de todos los males que sufre el sistema educativo público europeo meridional quizá
deberíamos buscarlo lejos de las escuelas, posiblemente deberíamos dirigir la mirada hacia los escaños de
los parlamentos, llenos de profesionales del sistema educativo que de esta forma pueden hacerse sus
propias reglas. Y esto es peligroso, incluso para ellos mismos. Buena parte de los diputados son maestros
o profesores (en el caso de Cataluña, una cuarta parte, aproximadamente) e intervienen como parte
interesada en la elaboración de leyes y disposiciones. Yo sólo hago una pregunta: ¿verdad que mirarían
con desconfianza cámaras parlamentarias con una proporción tan elevada de banqueros o promotores
inmobiliarios? Personalmente, si, a pesar de tener una cuarta parte del parlamento copado con gente de mi
ramo, mi sector estuviera en crisis permanente, con los clientes descontentos —pese a ser un sector de
alta demanda, donde lo que no falta son clientes—, quizá me preguntaría si estos representantes hacen
bien su trabajo, ¿no creen?
   Me inclino a pensar que el sistema educativo falla porque dejado se ha convertido en un monopolio
publico. Y ya se sabe que los monopolios, tanto si son públicos como si son privados, no funcionan
nunca; no prestan el servicio que tienen que dar y la calidad general de su producto disminuye
irremediablemente. El símil más exacto sería el mercado de tabacos. El estanco puede ser privado —
como algunas escuelas—, pero todo lo que se vende y todo lo que sucede en su interior está regulado por
el Estado. Se trata de un monopolio público con distribuidores que pueden ser privados.
   Así es difícil mejorar la calidad. No existe competencia diferencia-dora: todos son igual de malos. La
Administración, por el mero hecho de conceder ayudas y subvenciones a centros privados, ya se cree con
derecho a intervenir en su gestión. Es inaudito que en una democracia la gran discusión acerca de la
enseñanza se plantee sobre el eje público/ privado, y no desde la perspectiva ganancias/pérdidas (es decir,
buenos/ malos resultados). El discurso que se deriva de esta discusión público/ privado es lo que
realmente interesa a los estatistas: «Estás obligado a hacerlo que yo te digo, o no lo estás.» Se dictan
programas, duraciones, calendarios, horas de patio, etc. Y este es el error más grave. Evidentemente, es el
modelo que mejor se adapta al perfecto funcionario colectivista —nada de competitividad, y su discurso
acaba haciendo mella entre los más indefensos: los americanos —todos los anglosajones, de hecho— son
malos, el mercado libre es una perversión, el fascismo y el comunismo no están al mismo nivel, ya que
las intenciones finales del comunismo —vayan ustedes a saber por qué— son buenas, etc.
   La anécdota que protagonizó Ségo1ene Royal, candidata a la presidencia de la República Francesa, es
muy representativa del corporativismo imperante, que se ha convertido en un poder fáctico —o no tan
fáctico, ¡ya hemos visto que están en el Parlamento!—. Su candidatura quedó en la cuerda floja porque se
descubrió una grabación donde decía a sus colaboradores de campaña que quizá ya había llegado la hora
de hacer que los maestros públicos de secundaria trabajaran más, que el sistema educativo francés no
funcionaba por falta de dedicación. Huelga decir que los colectivos de maestros salieron de sus casillas y
pidieron ala gente que no la votara. La señora Royal perdió de vista un hecho importante, y es que tenía el
enemigo en casa: ¿cuántos maestros había en sus listas? Los herederos de Sartre —estos sí que son de
ámbito globalizado y hace años que tienen oficinas abiertas por toda Europa— tachan de «neocons» a la
señora Royal, al señor Blair, por supuesto al señor Sarkozy ya todo quisqui —tanto si es de derechas
como si es de izquierdas que les pase por delante y pretenda zarandear el sistema. Yen gran parte lo que
no toleran es que, para luchar contra el inmovilismo imperante, venga alguien y pretenda cargarse sus
privilegios.

   Contrariamente a lo que se podría esperar teniendo en cuenta todo lo que se invierte en él y las grandes
declaraciones que se hacen, el sistema educativo actual es socialmente muy injusto. Y loes por los
motivos que he mencionado anteriormente, porque en lugar de aspirar a obtener la mejor educación para
el máximo número posible de personas, se basa en la dicotomía público/privado y no en esta otra: genera
beneficios! no genera beneficios. A las clases humildes no les queda más remedio que apuntarse al carro
publico, lo cual, tal como están aquí las cosas, equivale a seguir cebando cierta mediocridad ¿Se les
ofrece alguna otra salida? Permítanme que precise un poco más mi afirmación; ¿es normal que yo pague
sólo 1.200 € al año por la matrícula de mi hijo en la universidad pública cuando, por ingresos, podría
pagar más? ¿Por qué la universidad pública está subvencionada, también, para aquellos que no lo
necesitamos? Si los que podemos pagáramos más por la matrícula, ¿no tendríamos una universidad con
más recursos?
   Sin embargo, claro está, ello probablemente conllevada más nivel de exigencia, y el paso siguiente
quizá sería la libertad de elección —aunque fuera pública—, Y estas cosas no gustan. Los estamentos
públicos educativos no están dispuestos a admitir que alguien diga: «Pago más ya cambio quiero escoger
aquel centro específico», o bien: «Pago más, pero este profesor es malo, falta con frecuencia a clase y
quiero que lo despidan!». En Cuba tienen un dicho que define perfectamente el sistema que han montado
allí—el día que se pongan manos a la obra, se las verán negras para arreglarlo: «Fidel hace ver que nos
paga, y nosotros hacemos ver que trabajamos» El sistema educativo subvencionado parece aplicar un
lema similar: «Los matriculados hacen ver que pagan, y nosotros hacemos ver que enseñamos».
El fracaso escolar es un buen instrumento para medir la temperatura del sistema. A pesar de todo lo que
se diga (y, en el fondo, lo que se desee), la enseñanza privada mantiene todavía ciertas ventajas respecto a
la pública. Miren, si no, la siguiente tabla:
Por lo tanto, estamos ante un sistema injusto donde la injusticia, al contrario de lo que parece, viene
provocada por la falta de posibilidades a la hora de poder elegir. ¿O es que aún se criticará a la escuela
privada (donde los maestros, repito, ganan menos) por el hecho de obtener mejores resultados?

   Algunos dirán que el fracaso escolar se acumula en la escuela pública debido a la falta de recursos
económicos de las familias (por cierto, sólo el 3% de los encuestados abandonaron por este motivo) o por
la estructura socioeconómica familiar. Si esta última fuera la causa, también podríamos aducir que la
escuela pública ha fracasado en sumisión como empresa de capital público: compensar las desigualdades
sociales. Si no cumple con esta misión, ¿qué sentido tiene que siga actuando como lo hace ahora?
   Si alguien quiere echarle la culpa a los tópicos de siempre (es decir, difuminar responsabilidades) y no
al sistema instalado desde el poder, allá él. Pues resulta que el fracaso escolar también va por
comunidades autónomas. Y resulta que no necesariamente las más ricas son las mejores. Fíjense en los
siguientes mapas (donde se indica el nivel de fracaso escolar) y, lo que es peor, su evolución:
Nos encontramos ante el mismo fenómeno que hemos visto cuando hablábamos de cultura: en vez de
dejar que los propios usuarios asignen los recursos, se ha decidido que todo el mundo pague poco, que el
perfil sea bajo y que sea el Estado quien decida dónde deben ir a parar estos recursos. Pobres pero iguales,
y de paso se ahorran tener que rendir cuentas a nadie y siguen cortando el bacalao ellos solos. No
obstante, los políticos de izquierdas con medios pueden escapar de las garras del sistema con el que han
enfangado al resto de la población. Es mucha la progresía que lleva sus hijos a escuelas privadas.
¿Demuestran tener cierta inteligencia al querer evitar la inoperancia de un sistema que han montado ellos
mismos? Sí, sin lugar a dudas. Ahora bien, también hay que reconocerles cobardía, mala fe y una cara de
cemento armado.
Los resultados cantan. Esta generación será la primera que tendrá menos titulaciones que sus padres. ¿De
veras nadie pagará por este experimento fracasado?


La educación universitaria: ¡lo que faltaba!
  En este punto quiero hacer un inciso para explicar una experiencia personal. Tal y como ya les he
contado, formé parte del Consejo Social de la Universitat Pompeu Fabra. Una de las funciones de este
consejo es aprobar los presupuestos, que incluyen los premios —las primas en forma de paga extra— que
deben recibirlos profesores que lo han hecho bien—la cuantía era tan ridícula que dudo mucho que nadie
se esforzara motivado por el premio económico—. Mientras discutíamos esta cuestión, la conversación
derivó hacia un problema grave y que es habitual en la universidad pública: hay profesores que con
demasiada frecuencia no van a dar clase —en general, porque ese día no les apetece—. Puesto que
discutíamos sobre cómo se podía controlarla asistencia de los profesores a clase, yo hice una sugerencia
de una lógica aplastante: que despidieran a los profesores que no se presentaban al trabajo, que es lo que
harían en cualquier lugar que se rigiera por el sentido común. Cae por su propio peso, ¿no?
  ¡Virgen santísima, la que se armó! Me pusieron la cabeza como un bombo: que lo que proponía era
imposible, que el cargo de profesor era vitalicio, que era muy complicado, por no decir imposible, etc.
Piensen que estoy hablando de la Pompeu Fabra, la universidad pública «elitista» de Cataluña, según
algunos. Y yo me pregunto: ¿y qué tenemos que hacer con los empleados —por muy profesores que sean
— que no acuden al trabajo? Los lectores de estas páginas que trabajen en la empresa privada ya saben
qué les sucede si no van a trabajar, ¿verdad? Pues como pueden ver, y a pesar de que no estamos en la
India, todavía hay castas.
La universidad pública, hoy en día, es una lotería. Si pillas buenos profesores, fantástico Si no, te
aguantas; te ha tocado. Ya se sabe, como pagamos poquito, hacen ver que trabajan. En este caso, la
competencia de las universidades privadas pone a prueba el sistema. Y no hace falta ser un genio para
adivinar que la situación empeorará. Se llame Pompeu Fabra o Manolita Chen, tanto da.

   Después de esta anécdota tan ilustrativa, hagamos un examen de la situación de los estudios superiores.
Me tildarán de pesado, pero vuelvo a utilizar Estados Unidos como referente. Este país destina a la
educación, en general, el 7,4 % del PIB, mientras que en la Europa «rica» —los antiguos 15 miembros de
la UE— destinamos el 5,5 % —dos puntitos menos—. Pero es que si nos centramos en la educación
universitaria, la cosa empeora. Ellos destinan el 2,9 %, del PIB, y nosotros, ¡el 1,5 %! (Fuente: OCDE,
«Education at a glance 2007”)
   Ciertamente, Estados Unidos no está a la cabeza del ranking por lo que respecta a la calidad de la
enseñanza preuniversitaria, pero lo compensa con creces a la hora de preparar profesionales capaces de
hacer avanzar el país técnica y científicamente. ¡Y de qué formal
   Otra vez se desmonta un cliché falso. Europa no es el continente culto y educado que pensamos que es
—la verdad es que sólo lo pensamos nosotros—. Si los americanos tienen las mejores universidades debe
ser porque se lo han ido cunando durante muchos años. Y la Fundación Nobel también lo debe ver así al
menos a la hora de otorgar sus premios.




  Las cifras cantan y dejan en evidencia la absurdidad del prejuicio que se produce en muchos países de
Europa. Digo prejuicio porque, al fin y al cabo, en Estados Unidos el 70°/o del gasto en educación es
público —en España, el 85 % (Fuente: OCDE, «Education at a glance 2007»). Ya ven que «lo social» en
América también Cuenta. Pero allí se establecen las herramientas necesarias para comparar, premiar o
castigar. Público no tiene por qué ser sinónimo de blindaje frente al mercado, ni debe significar una
patente de corso para pasarse por el arco de triunfo las preferencias del contribuyente.
  La diferencia es que allí a la hora de gestionar los recursos no se paran a pensar si son públicos o
privados, allí sólo tienen en mente una cosa: «Tienes que funcionar y ser competitivo, seas público o pri -
vado». Si tienes dinero, paga —aunque la universidad sea pública—; si no tienes, existe todo un sistema
de becas —¡y préstamos que hay que devolver!— que te ayudarán... si te esfuerzas, claro está.
  Aquí las cosas van de otra forma. Aquí todo el mundo paga poco... de matrícula. ¿Por qué no existen
mecanismos para que un ciudadano de clase humilde pueda enviar a su hijo a una universidad de élite? Si
los gobiernos dan «cheques sociales» para que los jóvenes puedan tener acceso a la vivienda, ¿por qué no
pueden hacer lo mismo con la educación? ¿No será porque la educación ya está «controlada», y la
vivienda todavía no?



Conclusión. La educación: ¿una inversión para el futuro de nuestros hijos o
para el futuro del Estado?
  El actual sistema educativo público sería más justo si fuera más abierto, si aceptara la competencia
entre centros, si fuera suficientemente transparente para mostrar qué centro es mejor y cuál es peor—y,
por lo tanto, cuál merece un castigo—. Y, sobre todo, si dejara escoger al contribuyente. En definitiva, si
fuera un sistema más libre donde todo el mundo pudiera elegir, también los más humildes. Pero, claro
está, ¿dejarán los interesados que se desmonte el monopolio? Si una cuarta parte de los parlamentarios
hubieran sido empleados de CAMPSA (les repito que el 25 % de los parlamentarios catalanes son
profesionales de la educación), ese monopolio seguramente no se habría desmontado nunca. Así pues,
estamos ante un grave problema. Muy grave y de difícil solución


   Podríamos decir que los objetivos que persigue nuestro sistema educativo quedan perfectamente
sintetizados en un anuncio de dos chimpancés que emitió hace tiempo TV3 (Televisió de Catalunya) para
promocionar uno de aquellos maratones tan aplaudidos. Era un reclamo lacrimógeno en el que salían dos
chimpancés a quienes encargaban la realización de un ejercicio. Uno lo hacía bien y el otro no lo
conseguía; pero, finalmente, el chimpancé que lo había hecho bien compartía el plátano de premio con el
que lo había hecho mal. Todo estaba diseñado —el entorno, la imagen, los colores, la cara de malvado del
científico que los entrenaba— para lanzar varios mensajes impactantes, sobre todo para determinados
cerebros ya socialmente bastante ablandados, Mensaje número i: premiar a los que hacen bien su trabajo
es una perversidad. Mensaje número 2: tanto si alcanzas los objetivos que te han marcado como si no,
recibirás el mismo premio que aquel que los ha alcanzado. Moraleja final: no te mates trabajando, no hace
falta. Estos son los principios sobre los cuales ha sido edificado nuestro sistema educativo. Y ahora que el
sistema empieza a hacer aguas, todo el mundo critica estos principios... ¡pero sólo cuando se aplican al
alumnado! De nuevo intentan desviar la atención: el problema original no es que se hayan aplicado unos
principios erróneos en cuanto a la forma en que hay que tratar a los alumnos. El problema original es que
estos principios erróneos se han aplicado antes para seleccionar al profesorado. ¿Y qué quieren que
transmita un profesorado así?
   El sistema educativo actual de algunos países de Europa —incluido el nuestro— parece la mejor forma
que ha encontrado la burocracia de Estado para asegurarse el futuro. Esta política cultural y de educación
es ideal para «ablandar» el país. Lo hace endeble intelectualmente. Sirve para generar individuos
acrílicos, sin sentido de la competitividad que no se hagan muchas preguntas cuando se hable de temas
«sociales» —que, mira por dónde, siempre acaban conllevando limitaciones de las libertades individuales
y cebando el sector público—. Un sistema educativo para cerebros que no pasen nunca de ochenta por
hora, que no discutan nunca, aunque las decisiones públicas sean aberrantes.
   Entre nosotros, la enseñanza pública está diseñada para ser el vivero de futuras mentalidades
funcionariales, de individuos que acepten que todo lo que es público es mejor, más justo y —lo que es
más peligroso— moralmente más correcto que lo que es privado, sin molestarse a medir qué aporta cada
uno a la sociedad. El sistema estatal se ha procurado una cantera que garantice la pervivencia de la
especie funcionarial. Natural. En realidad estamos ante un fenómeno biológico universal: la
autoprotección de la especie.

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La dictadura de la incompetencia. la educación básica

  • 1. La Dictadura de la Incompetencia, Xavier Roig. Parte del capítulo 5. La educación básica: el arte de quitarse el muerto de encima Es curioso.., cuando criticas la educación y sus elementos clave —como la escuela o los maestros— todo el mundo se te echa encima. Es la monda, la culpa siempre es de otro. Pero teniendo en cuenta que la educación está estrictamente regulada, que el Estado te dice a qué escuela debes llevar a tu hijo y cuál es el dedo que los niños deben meterse en la nariz, alguna responsabilidad tendrán los empleados que manejan este servicio, ¿no? Esto me recuerda una frase que escuché hace años: «Si todos los padres dicen que tienen unos hijos tan maravillosos, ¿cómo es que, después, salen unos adultos tan estúpidos?». Igual como sucede con la cultura, en el ámbito de la educación se plantea una discusión absolutamente aberrante. No se discute cuál es el modelo de funcionamiento óptimo, el que puede beneficiar más al alumno, sino que todo se centra en quién es su propietario. ¿Esta escuela es pública o es privada? ¿Cuál tiene que prevalecer? Como es lógico, nunca se habla de resultados económicos —cuando hablábamos de cultura ya hemos visto que tener resultados económicos positivos no quiere decir ser menos «social»—. Cuando preguntas quién se supone que debe solucionar todos los problemas, la respuesta, curiosamente, es siempre la misma: los estamentos públicos. Para variar. A veces parece que existan deseos de que el sistema privado tenga tantas pérdidas que llegue a ser inviable. Entonces vendrá el aparato estatal —que ya hace tiempo que le tiene un ojo puesto encima— y se lo quedará, y todos viviremos mejor y libres de preocupaciones económicas —los maestros de la pública cobran más que los de la privada y a las cinco en punto de la tarde, si quieren, les cae el lápiz de las manos. Con una escuela ocurre como con cualquier empresa: puede tener mejores o peores instalaciones, puede disponer de una materia prima —los alumnos— más o menos buena, pero si no cuenta con buenos profe - sionales —es decir, buenos maestros—no puede funcionar bien de ningún modo. Y déjenme dudar de la mayoría de profesores que corren por nuestras aulas. Hace meses la consultora McKinsey, viendo que algunos gobiernos empezaban a estar un poco moscas porque en el ranking de países con el mejor sistema educativo siempre repetían los mismos, realizó un estudio para ver si podía dar con el quid de la cuestión. ¿Por qué los mejor situados eran siempre Finlandia, Corea, Singapur, Hong Kong, Canadá, etc.? ¿Qué tenían en común? El estudio concluyó que sólo tres cosas. Primera: seleccionaban a los maestros entre los mejor calificados de cada ramo —es decir, calidad—. Segunda: los maestros llevaban a cabo formación continua, eran evaluados y si era conveniente se les podía echar—es decir, competitividad—. Tercera: cuando un alumno se torcía, el maestro correspondiente le dedicaba un sobreesfuerzo que podía llegar al 20 0/~ de horas extras —es decir, responsabilidad en los resultados—. Lo que tenían en común todos estos países, a la cabeza en educación, no eran ni maestros mejor pagados ni mejores infraestructuras. La conclusión era simple: ningún sistema educativo puede tener una calidad superior a la de sus maestros. Hay otros aspectos importantes, sí señor Pero vienen después. En general, el sistema educativo europeo meridional ha seguido un camino totalmente insensato. Es un sistema que, con una pátina progre, antiamericana y kumbayá (aunque profundamente anticristiana) se ha dedicado a hacer experimentos con lo que no convenía y que no tenía derecho a hacer. Este espíritu ha ejercido hasta ahora una influencia decisiva en el sistema educativo sureuropeo. Ya me perdonarán si soy demasiado di-recto: yo, por ejemplo, no tengo la más mínima confianza en el sistema educativo catalán actual. Simplemente, no creo en él. Pienso que es un desastre que ha ido haciéndose
  • 2. cada vez mayor gracias a la aportación de supuestos expertos —a menudo sumamente incompetentes y mediocres— que en realidad estaban ideologizados hasta la médula. Si me pidieran que les dijera qué es lo que no me gusta de nuestro sistema educativo, haría una lista bastante larga. Los efectos del desastre varían según los lugares y las sociedades. En Francia parece que tienen problemas con la educación, pero ya me gustaría a mí que aquí tuviéramos un nivel como el que corre por su territorio. En Italia todavía se salvan un poco, porque no se fían ni un pelo del poder... Ahora los responsables españoles de turno se agarran a la integración de los inmigrantes para disimular el desastre. La especie humana siempre tiene tendencia a buscar explicaciones retorcidas para asegurarse de que quien quiera contradecirlas no lo tenga fácil. Lo que nos dicen, poco más o menos, es: «Se ha realizado una gran tarea de integración con los inmigrantes. Lo más importante está a salvo». Y es verdad que la escuela integra y alberga conflictos. No es que digan que quien ha provocado el desastre educativo es la inmigración, porque el discurso, además de inexacto, sería políticamente incorrecto; el mensaje subliminal que quieren hacerte llegar más bien sería: «Si no tuviéramos tantos problemas añadidos, nos podríamos dedicar a ajustar la maquinaria formativa». Y no es verdad. Ya hace muchos años que nuestro sistema educativo es un desastre; esto viene de mucho antes de que tuviéramos tanta inmigración. Los malos resultados de ahora son consecuencia de decisiones que se tomaron hace tiempo. Los efectos de cualquier política—y más aún si es educativa— tardan años en hacerse patentes. Cuando mi hijo era pequeño el sistema educativo ya daba pena, y no había inmigración. Entonces sólo protestábamos cuatro, y nos arrinconaban, nos señalaban con el dedo y nos acusaban de inadaptados y de poco progresistas. Pero ya hace años que se escuchan voces que denuncian que ni el profesorado ni otros devotos de los métodos aceptados hasta ahora están a la altura. Lo que sucede es que hasta hoy nunca había venido nadie de fuera a observarlo y a decimos que nuestro sistema hace aguas. Que nadie se engañe, sin estos señores de la OCDE seguiríamos tan satisfechos como siempre con nuestra querida y desastrosa vía educativa. Con inmigración o sin ella. El mes de noviembre de 2009, la Fundación Jaume Bofil publicó un estudio titulado «Modelos educativos familiares en Cataluña», realizado con una muestra de 1.060 familias y 1.189 profesores, y coordinado por el sociólogo Javier Elzo. Sus conclusiones son devastadoras; las familias progresistas fracasan en la educación. El estudio afirma que «hay una idea muy extendida en el sentido de que la familia es cosa de derechas». Este estudio nos puede dar una idea de los resultados obtenidos por los diferentes sistemas educativos españoles. Y si digo «sistemas educativos» es porque, en España, no existe un único modelo, sino tantos como autonomías. Yeso no es malo. Mírenlo desde una perspectiva optimista: el sistema autonómico ha permitido que media España estuviera, al menos, un poco mejor educada. Las autonomías del norte (exceptuando Cataluña y alguna otra) obtienen mejores resultados que las del sur y las que podríamos denominar como «creativo-mediterráneas» (es decir, aquellas comunidades que, considerándose económicamente avanzadas, se han dedicado a hacer experimentos falsamente «progresistas» sin medir sus consecuencias). La situación creada por determinados gobiernos parece indicar que un sistema educativo cualquiera es el resultado de muchos años (¿siglos?) de trayectoria. Los experimentos que se han querido llevar a cabo para crear «el hombre nuevo» parecen más propios de regímenes dictatoriales que otra cosa. Forma parte del dirigismo barnizado de superioridad moral. Es lógico. Los responsables educativos que han diseñado los sistemas que se ven por nuestros parajes, si bien algunos de ellos luchadores antifranquistas, no proceden de una tradición democrática, sino de referentes que se encontraban detrás del Muro de Berlín. Parece, sin embargo, que empiezan a correr aires de cambio. Hablemos de responsabilidades Dejemos de teorizar y seamos algo más prácticos. Es mejor que nos arremanguemos y tratemos de identificar el origen del problema —aunque no sea con precisión suiza— que tienen algunos países con el
  • 3. tema de la educación. No cometamos el error de pensar que los mismos que han provocado el desastre pueden proponemos soluciones. Ya lo veo venir: pedirán la implicación de los padres, que se articulará mediante una especie de campamentos boy scout con una mano de pintura asambleísta, todo controlado por el aparato del Estado —en este caso son las comunidades autónomas las que ejercen de Estado—, de forma que, cuando se demuestre que las cosas siguen yendo tan mal como antes, puedan decir al contribuyente, una vez más, que la culpa es suya. Los contribuyentes somos usuarios, y deberíamos empezar a acostumbramos a que no nos líen con problemas que tienen que solucionar los que se supone que han recibido la formación adecuada para hacerlo y que además cobran por ello. No es asumo nuestro. Bien que pagamos por este servicio. Los principales responsables de la educaci6n académica son los maestros. Ya está bien de pasar la patata caliente a los demás. ¿Dónde se ha visto que un cliente tenga que involucrarse en el proceso pro - ductivo y organizativo de quien le presta servicio? La escuela, no lo olvidemos, debe dar un servicio de formación intelectual. A los padres deben pedimos que hagamos de padres, que realicemos tareas comple - mentarias, pero no que comprendamos las dificultades de las escuelas, ni que ayudemos a gestionar la educación. Es un error que perjudica a la propia escuela. Las escuelas y los maestros deben tener autoridad en el área de su competencia. Y tienen que ejercerla. La disciplina en el colegio no puede ser transgredida por una supuesta participación de los padres. Cada palo debe aguantar la vela que le toca. Esta moda de decir que entre todos lo haremos todo sólo sirve para no llegar a ninguna parte y para diluir responsabilidades Tanto de los padres como de los maestros. En cuanto a responsabilidades se refiere, hay dos clases de actitudes ante la vida. La de aquellos que creen en la responsabilidad individual y la de aquellos que ponen el acento en la responsabilidad colectiva. Los primeros se basan en un principio relativamente evidente: los actos de los individuos tienen consecuencias. Los segundos creen que Tas consecuencias son el resultado de los actos de toda la sociedad, o sea, de una nebulosa dentro de la cual es imposible encontrar un responsable. Un ejemplo práctico: el embarazo no deseado de una chica humilde en el mundo occidental. Los primeros piensan que hay suficiente informaci6n y suficientes medios preventivos al alcance de todos para evitar un embarazo, y que si la chica es capaz de ira una gran superficie ella solita para comprarse un reproductor de MP 3 también puede entrar en una farmacia para cuidar de su salud. Los segundos, por el contrario, creen que la chica es víctima de una sociedad injusta y que, por lo tanto, el Ayuntamiento debe crear centros de información para explicar que los niños no vienen de París. Cuando un colectivo se acostumbra a echarla culpa de todo a la sociedad, se encuentra en la situación a la que ha llegado el sistema educativo que nos rodea. Si ustedes preguntan a los diferentes actores del sistema quién creen que es el responsable del desastre, verán que todos señalan hacia otro lado. No hay ninguno que entone un mea culpa. Mala señal. Como en el caso de la cultura, ya hace mucho tiempo que la discusión parte de una base premeditadamente errónea. ¿Dónde está escrito que una institución pública no deba ser competitiva? Entre 2004 y 2007 formé parte del Consejo Social de la Universitat Pompeu Fabra. Lo dejé porque no podía cumplir con mis obligaciones —viajaba tanto que no podía asistir nunca a las reuniones—. Sea como sea, de mi paso por aquel organismo sólo saqué una idea clara: al sistema de enseñanza publica no le gusta ni le interesa competir. Y a fin de que todo siga igual, los centros ocultan las estadísticas. No había forma de que las universidades catalanas, pese a que no era el caso de la Pompeu Fabra —ya que sus alumnos se sitúan bastante bien, profesionalmente—, proporcionaran datos sobre el «éxito» de su gestión formativa. El objetivo era muy claro: que nadie pudiera medir sus resultados profesionales como educadores y abonarse el hecho de tener que competir o de justificarse. En este punto, justo es decir que no toda la clase docente tiene este mismo talante. No hace mucho me paró por la calle una maestra que había escrito cartas para expresar su disconformidad con algunos artículos sobre los maestros y la escuela que yo había publicado en el diario Avui. Charlamos un rato sobre el sentido de mis críticas y pude comprobar que no me había expresado suficientemente bien. En cambio, me felicitó por un artículo en el que contaba lo que antes he mencionado sobre el estudio de McKinsey. Me dijo que la mayoría de maestros catalanes no estaban bien formados y que habría que echarlos sin contemplaciones—por cierto, si no quieres caldo, tres tazas: ahora resulta que la sexta hora
  • 4. ha servido para que de golpe y porrazo entraran miles de maestros, ¡muchos de los cuales hacía años que suspendían unos exámenes de acceso de por sí poco exigentes! Pues bien, la maestra de quien les hablo era una maestra de maestros —preparaba a los maestros para las labores educativas—y trabajaba en el sector público. Como pueden ver, hay profesionales con grandes inquietudes que son conscientes de la situación. Lo que quiero decir con este ejemplo es que convendría que el colectivo educativo no se tomara siempre las críticas de forma corporativa. Hay maestros buenos, y también Tos hay muy buenos. Tanto en la escuela pública como en la privada. Pero son una minoría. Y Toque hace falta es encontrar el modo de que estos buenos maestros sobresalgan, lleguen alo más alto del sistema educativo y tengan suficiente influencia para «crear escuela». Y es que no se trata de averiguar qué les conviene a los maestros, sino qué le conviene a la sociedad —que al fin y al cabo es quien utiliza sus servicios. Recientemente tuve el privilegio de reunirme con un grupo de trabajo de profesores queme invitaron a dar mi opinión (como usuario del sistema, claro está). Me alegré de que nos pusiéramos rápidamente de acuerdo en un aspecto fundamental: mientras el director de la escuela no pueda castigar a Tos malos maestros (despidiéndonos, si es preciso) y premiar a los buenos, no hay nada que hacer. Y esto vale para la escuela y pan la tienda de la esquina. ¿Por qué no hay calidad? El origen de todos los males que sufre el sistema educativo público europeo meridional quizá deberíamos buscarlo lejos de las escuelas, posiblemente deberíamos dirigir la mirada hacia los escaños de los parlamentos, llenos de profesionales del sistema educativo que de esta forma pueden hacerse sus propias reglas. Y esto es peligroso, incluso para ellos mismos. Buena parte de los diputados son maestros o profesores (en el caso de Cataluña, una cuarta parte, aproximadamente) e intervienen como parte interesada en la elaboración de leyes y disposiciones. Yo sólo hago una pregunta: ¿verdad que mirarían con desconfianza cámaras parlamentarias con una proporción tan elevada de banqueros o promotores inmobiliarios? Personalmente, si, a pesar de tener una cuarta parte del parlamento copado con gente de mi ramo, mi sector estuviera en crisis permanente, con los clientes descontentos —pese a ser un sector de alta demanda, donde lo que no falta son clientes—, quizá me preguntaría si estos representantes hacen bien su trabajo, ¿no creen? Me inclino a pensar que el sistema educativo falla porque dejado se ha convertido en un monopolio publico. Y ya se sabe que los monopolios, tanto si son públicos como si son privados, no funcionan nunca; no prestan el servicio que tienen que dar y la calidad general de su producto disminuye irremediablemente. El símil más exacto sería el mercado de tabacos. El estanco puede ser privado — como algunas escuelas—, pero todo lo que se vende y todo lo que sucede en su interior está regulado por el Estado. Se trata de un monopolio público con distribuidores que pueden ser privados. Así es difícil mejorar la calidad. No existe competencia diferencia-dora: todos son igual de malos. La Administración, por el mero hecho de conceder ayudas y subvenciones a centros privados, ya se cree con derecho a intervenir en su gestión. Es inaudito que en una democracia la gran discusión acerca de la enseñanza se plantee sobre el eje público/ privado, y no desde la perspectiva ganancias/pérdidas (es decir, buenos/ malos resultados). El discurso que se deriva de esta discusión público/ privado es lo que realmente interesa a los estatistas: «Estás obligado a hacerlo que yo te digo, o no lo estás.» Se dictan programas, duraciones, calendarios, horas de patio, etc. Y este es el error más grave. Evidentemente, es el modelo que mejor se adapta al perfecto funcionario colectivista —nada de competitividad, y su discurso acaba haciendo mella entre los más indefensos: los americanos —todos los anglosajones, de hecho— son malos, el mercado libre es una perversión, el fascismo y el comunismo no están al mismo nivel, ya que las intenciones finales del comunismo —vayan ustedes a saber por qué— son buenas, etc. La anécdota que protagonizó Ségo1ene Royal, candidata a la presidencia de la República Francesa, es muy representativa del corporativismo imperante, que se ha convertido en un poder fáctico —o no tan fáctico, ¡ya hemos visto que están en el Parlamento!—. Su candidatura quedó en la cuerda floja porque se
  • 5. descubrió una grabación donde decía a sus colaboradores de campaña que quizá ya había llegado la hora de hacer que los maestros públicos de secundaria trabajaran más, que el sistema educativo francés no funcionaba por falta de dedicación. Huelga decir que los colectivos de maestros salieron de sus casillas y pidieron ala gente que no la votara. La señora Royal perdió de vista un hecho importante, y es que tenía el enemigo en casa: ¿cuántos maestros había en sus listas? Los herederos de Sartre —estos sí que son de ámbito globalizado y hace años que tienen oficinas abiertas por toda Europa— tachan de «neocons» a la señora Royal, al señor Blair, por supuesto al señor Sarkozy ya todo quisqui —tanto si es de derechas como si es de izquierdas que les pase por delante y pretenda zarandear el sistema. Yen gran parte lo que no toleran es que, para luchar contra el inmovilismo imperante, venga alguien y pretenda cargarse sus privilegios. Contrariamente a lo que se podría esperar teniendo en cuenta todo lo que se invierte en él y las grandes declaraciones que se hacen, el sistema educativo actual es socialmente muy injusto. Y loes por los motivos que he mencionado anteriormente, porque en lugar de aspirar a obtener la mejor educación para el máximo número posible de personas, se basa en la dicotomía público/privado y no en esta otra: genera beneficios! no genera beneficios. A las clases humildes no les queda más remedio que apuntarse al carro publico, lo cual, tal como están aquí las cosas, equivale a seguir cebando cierta mediocridad ¿Se les ofrece alguna otra salida? Permítanme que precise un poco más mi afirmación; ¿es normal que yo pague sólo 1.200 € al año por la matrícula de mi hijo en la universidad pública cuando, por ingresos, podría pagar más? ¿Por qué la universidad pública está subvencionada, también, para aquellos que no lo necesitamos? Si los que podemos pagáramos más por la matrícula, ¿no tendríamos una universidad con más recursos? Sin embargo, claro está, ello probablemente conllevada más nivel de exigencia, y el paso siguiente quizá sería la libertad de elección —aunque fuera pública—, Y estas cosas no gustan. Los estamentos públicos educativos no están dispuestos a admitir que alguien diga: «Pago más ya cambio quiero escoger aquel centro específico», o bien: «Pago más, pero este profesor es malo, falta con frecuencia a clase y quiero que lo despidan!». En Cuba tienen un dicho que define perfectamente el sistema que han montado allí—el día que se pongan manos a la obra, se las verán negras para arreglarlo: «Fidel hace ver que nos paga, y nosotros hacemos ver que trabajamos» El sistema educativo subvencionado parece aplicar un lema similar: «Los matriculados hacen ver que pagan, y nosotros hacemos ver que enseñamos». El fracaso escolar es un buen instrumento para medir la temperatura del sistema. A pesar de todo lo que se diga (y, en el fondo, lo que se desee), la enseñanza privada mantiene todavía ciertas ventajas respecto a la pública. Miren, si no, la siguiente tabla:
  • 6. Por lo tanto, estamos ante un sistema injusto donde la injusticia, al contrario de lo que parece, viene provocada por la falta de posibilidades a la hora de poder elegir. ¿O es que aún se criticará a la escuela privada (donde los maestros, repito, ganan menos) por el hecho de obtener mejores resultados? Algunos dirán que el fracaso escolar se acumula en la escuela pública debido a la falta de recursos económicos de las familias (por cierto, sólo el 3% de los encuestados abandonaron por este motivo) o por la estructura socioeconómica familiar. Si esta última fuera la causa, también podríamos aducir que la escuela pública ha fracasado en sumisión como empresa de capital público: compensar las desigualdades sociales. Si no cumple con esta misión, ¿qué sentido tiene que siga actuando como lo hace ahora? Si alguien quiere echarle la culpa a los tópicos de siempre (es decir, difuminar responsabilidades) y no al sistema instalado desde el poder, allá él. Pues resulta que el fracaso escolar también va por comunidades autónomas. Y resulta que no necesariamente las más ricas son las mejores. Fíjense en los siguientes mapas (donde se indica el nivel de fracaso escolar) y, lo que es peor, su evolución:
  • 7. Nos encontramos ante el mismo fenómeno que hemos visto cuando hablábamos de cultura: en vez de dejar que los propios usuarios asignen los recursos, se ha decidido que todo el mundo pague poco, que el perfil sea bajo y que sea el Estado quien decida dónde deben ir a parar estos recursos. Pobres pero iguales, y de paso se ahorran tener que rendir cuentas a nadie y siguen cortando el bacalao ellos solos. No obstante, los políticos de izquierdas con medios pueden escapar de las garras del sistema con el que han enfangado al resto de la población. Es mucha la progresía que lleva sus hijos a escuelas privadas. ¿Demuestran tener cierta inteligencia al querer evitar la inoperancia de un sistema que han montado ellos mismos? Sí, sin lugar a dudas. Ahora bien, también hay que reconocerles cobardía, mala fe y una cara de cemento armado. Los resultados cantan. Esta generación será la primera que tendrá menos titulaciones que sus padres. ¿De veras nadie pagará por este experimento fracasado? La educación universitaria: ¡lo que faltaba! En este punto quiero hacer un inciso para explicar una experiencia personal. Tal y como ya les he contado, formé parte del Consejo Social de la Universitat Pompeu Fabra. Una de las funciones de este consejo es aprobar los presupuestos, que incluyen los premios —las primas en forma de paga extra— que deben recibirlos profesores que lo han hecho bien—la cuantía era tan ridícula que dudo mucho que nadie se esforzara motivado por el premio económico—. Mientras discutíamos esta cuestión, la conversación derivó hacia un problema grave y que es habitual en la universidad pública: hay profesores que con demasiada frecuencia no van a dar clase —en general, porque ese día no les apetece—. Puesto que discutíamos sobre cómo se podía controlarla asistencia de los profesores a clase, yo hice una sugerencia de una lógica aplastante: que despidieran a los profesores que no se presentaban al trabajo, que es lo que harían en cualquier lugar que se rigiera por el sentido común. Cae por su propio peso, ¿no? ¡Virgen santísima, la que se armó! Me pusieron la cabeza como un bombo: que lo que proponía era imposible, que el cargo de profesor era vitalicio, que era muy complicado, por no decir imposible, etc. Piensen que estoy hablando de la Pompeu Fabra, la universidad pública «elitista» de Cataluña, según algunos. Y yo me pregunto: ¿y qué tenemos que hacer con los empleados —por muy profesores que sean — que no acuden al trabajo? Los lectores de estas páginas que trabajen en la empresa privada ya saben qué les sucede si no van a trabajar, ¿verdad? Pues como pueden ver, y a pesar de que no estamos en la
  • 8. India, todavía hay castas. La universidad pública, hoy en día, es una lotería. Si pillas buenos profesores, fantástico Si no, te aguantas; te ha tocado. Ya se sabe, como pagamos poquito, hacen ver que trabajan. En este caso, la competencia de las universidades privadas pone a prueba el sistema. Y no hace falta ser un genio para adivinar que la situación empeorará. Se llame Pompeu Fabra o Manolita Chen, tanto da. Después de esta anécdota tan ilustrativa, hagamos un examen de la situación de los estudios superiores. Me tildarán de pesado, pero vuelvo a utilizar Estados Unidos como referente. Este país destina a la educación, en general, el 7,4 % del PIB, mientras que en la Europa «rica» —los antiguos 15 miembros de la UE— destinamos el 5,5 % —dos puntitos menos—. Pero es que si nos centramos en la educación universitaria, la cosa empeora. Ellos destinan el 2,9 %, del PIB, y nosotros, ¡el 1,5 %! (Fuente: OCDE, «Education at a glance 2007”) Ciertamente, Estados Unidos no está a la cabeza del ranking por lo que respecta a la calidad de la enseñanza preuniversitaria, pero lo compensa con creces a la hora de preparar profesionales capaces de hacer avanzar el país técnica y científicamente. ¡Y de qué formal Otra vez se desmonta un cliché falso. Europa no es el continente culto y educado que pensamos que es —la verdad es que sólo lo pensamos nosotros—. Si los americanos tienen las mejores universidades debe ser porque se lo han ido cunando durante muchos años. Y la Fundación Nobel también lo debe ver así al menos a la hora de otorgar sus premios. Las cifras cantan y dejan en evidencia la absurdidad del prejuicio que se produce en muchos países de Europa. Digo prejuicio porque, al fin y al cabo, en Estados Unidos el 70°/o del gasto en educación es público —en España, el 85 % (Fuente: OCDE, «Education at a glance 2007»). Ya ven que «lo social» en América también Cuenta. Pero allí se establecen las herramientas necesarias para comparar, premiar o castigar. Público no tiene por qué ser sinónimo de blindaje frente al mercado, ni debe significar una patente de corso para pasarse por el arco de triunfo las preferencias del contribuyente. La diferencia es que allí a la hora de gestionar los recursos no se paran a pensar si son públicos o privados, allí sólo tienen en mente una cosa: «Tienes que funcionar y ser competitivo, seas público o pri - vado». Si tienes dinero, paga —aunque la universidad sea pública—; si no tienes, existe todo un sistema de becas —¡y préstamos que hay que devolver!— que te ayudarán... si te esfuerzas, claro está. Aquí las cosas van de otra forma. Aquí todo el mundo paga poco... de matrícula. ¿Por qué no existen mecanismos para que un ciudadano de clase humilde pueda enviar a su hijo a una universidad de élite? Si los gobiernos dan «cheques sociales» para que los jóvenes puedan tener acceso a la vivienda, ¿por qué no
  • 9. pueden hacer lo mismo con la educación? ¿No será porque la educación ya está «controlada», y la vivienda todavía no? Conclusión. La educación: ¿una inversión para el futuro de nuestros hijos o para el futuro del Estado? El actual sistema educativo público sería más justo si fuera más abierto, si aceptara la competencia entre centros, si fuera suficientemente transparente para mostrar qué centro es mejor y cuál es peor—y, por lo tanto, cuál merece un castigo—. Y, sobre todo, si dejara escoger al contribuyente. En definitiva, si fuera un sistema más libre donde todo el mundo pudiera elegir, también los más humildes. Pero, claro está, ¿dejarán los interesados que se desmonte el monopolio? Si una cuarta parte de los parlamentarios hubieran sido empleados de CAMPSA (les repito que el 25 % de los parlamentarios catalanes son profesionales de la educación), ese monopolio seguramente no se habría desmontado nunca. Así pues, estamos ante un grave problema. Muy grave y de difícil solución Podríamos decir que los objetivos que persigue nuestro sistema educativo quedan perfectamente sintetizados en un anuncio de dos chimpancés que emitió hace tiempo TV3 (Televisió de Catalunya) para promocionar uno de aquellos maratones tan aplaudidos. Era un reclamo lacrimógeno en el que salían dos chimpancés a quienes encargaban la realización de un ejercicio. Uno lo hacía bien y el otro no lo conseguía; pero, finalmente, el chimpancé que lo había hecho bien compartía el plátano de premio con el que lo había hecho mal. Todo estaba diseñado —el entorno, la imagen, los colores, la cara de malvado del científico que los entrenaba— para lanzar varios mensajes impactantes, sobre todo para determinados cerebros ya socialmente bastante ablandados, Mensaje número i: premiar a los que hacen bien su trabajo es una perversidad. Mensaje número 2: tanto si alcanzas los objetivos que te han marcado como si no, recibirás el mismo premio que aquel que los ha alcanzado. Moraleja final: no te mates trabajando, no hace falta. Estos son los principios sobre los cuales ha sido edificado nuestro sistema educativo. Y ahora que el sistema empieza a hacer aguas, todo el mundo critica estos principios... ¡pero sólo cuando se aplican al alumnado! De nuevo intentan desviar la atención: el problema original no es que se hayan aplicado unos principios erróneos en cuanto a la forma en que hay que tratar a los alumnos. El problema original es que estos principios erróneos se han aplicado antes para seleccionar al profesorado. ¿Y qué quieren que transmita un profesorado así? El sistema educativo actual de algunos países de Europa —incluido el nuestro— parece la mejor forma que ha encontrado la burocracia de Estado para asegurarse el futuro. Esta política cultural y de educación es ideal para «ablandar» el país. Lo hace endeble intelectualmente. Sirve para generar individuos acrílicos, sin sentido de la competitividad que no se hagan muchas preguntas cuando se hable de temas «sociales» —que, mira por dónde, siempre acaban conllevando limitaciones de las libertades individuales y cebando el sector público—. Un sistema educativo para cerebros que no pasen nunca de ochenta por hora, que no discutan nunca, aunque las decisiones públicas sean aberrantes. Entre nosotros, la enseñanza pública está diseñada para ser el vivero de futuras mentalidades funcionariales, de individuos que acepten que todo lo que es público es mejor, más justo y —lo que es más peligroso— moralmente más correcto que lo que es privado, sin molestarse a medir qué aporta cada uno a la sociedad. El sistema estatal se ha procurado una cantera que garantice la pervivencia de la especie funcionarial. Natural. En realidad estamos ante un fenómeno biológico universal: la autoprotección de la especie.