1. 70 AÑOS DE LA LIBERACIÓN DE AUSCHWITZ
«VEÍA LAS LLAMAS DEL CREMATORIO
Y GENTE AHORCADA»
Celina Biniaz volvió ayer al campo de la barbarie nazi, de donde escapó
salvada por Schindler
Cracovia amanece seducida por la nieve.
Hace frío. El cielo sacude oscuro la mirada
del recuerdo. No hay piedad en el
termómetro de los años. La música es la
misma. Caen copos sin dirección que
reconocen a viejos amigos. Ahora con
algunas canas extras. Supervivientes de la
barbarie nazi devueltos al lugar del olvido.
Todos ellos en fila, como entonces,
esperando un autobús a primera hora de la
mañana con dirección a Auschwitz. Pero la
película ha cambiado. Hoy las caras
apagadas viajan sonrientes. Han vuelto
para conmemorar el 70 aniversario de la liberación del campo de concentración
por el Ejército Rojo. La última oportunidad que les queda –muchos rebasan los
90 años– de contar su historia y honrar el recuerdo de los que no salieron por
la puerta. Sin embargo, lo harán sin Putin y Obama, ambos ausentes en el
evento.
Eso será hoy. Ayer, muchos de los supervivientes se acercaron a la prensa
para compartir su historia. No quieren que nadie se olvide de ella. Su memoria
bebe frágil de las aguas del tiempo, pero vive con entereza el paso de los años.
Les da igual que el cuerpo les empiece a fallar. Mientras su voz les acompañe,
seguirán hablando de su experiencia, aunque las pesadillas cieguen todavía
sus noches. «He dormido muy mal. Soñé que estaba en el campo. Fue
horrible», reconoce David Wisnia nada más llegar a Auschwitz.
Ninguno de ellos ha podido borrar de su memoria lo ocurrido, aunque hayan
intentado olvidar. «Es la única forma de seguir adelante», reconoce Celina
Biniaz (Cracovia, 28 de mayo de 1931) en conversación con EL MUNDO. Su
testimonio recorre el río de la vida como un susurro, con voz templada, serena,
remota en la cercanía y pausada en el viaje al pasado. Desde que fuera
trasladada de pequeñita junto con sus padres a un gueto. Allí, comenzó a
trabajar en la fábrica textil de Madritsch. No tuvo tiempo de estudiar. Creció
entre máquinas y producción. Lo mejor que le podía pasar para la época.
Porque lo malo vendría después.
2. En 1942, el gueto fue liquidado y Celina y su familia fueron trasladados al
campo de concentración de Plaszow, pero siguieron trabajando para la misma
fábrica. Hasta que lo cerraron. Entonces, Oskar Schindler le pidió a Madritsch
que le diera una lista con los mejores trabajadores para llevárselos a su fábrica
en Checoslovaquia. Sin embargo, aunque ellos estaban en la lista, Celina y su
madre fueron trasladadas a Auschwitz en mitad de la noche. «Era de
psicópatas. Entrabas al campo y había una orquesta tocando». Es decir, lo que
parecía una entrada al cielo, se convertía en un traslado al infierno antes de
que eligieran quién seguía vivo o quién era mandado a las cámaras de gas.
Su llegada la cegaba la luna, sin que supieran muy bien dónde las llevaban.
«Ninguno sabíamos lo que pasaba allí», pero la evidencia golpeó a Celina.
Aquel olor, el ambiente cargado, los cuerpos entumecidos. El horror, la barbarie
y la muerte. Sin embargo, ella y su madre sólo estuvieron unos meses.
Schindler ordenó que ambas fueran trasladadas a Brünnlitz, su fábrica,
aludiendo que habían sido llevadas allí por error. «Él me salvó la vida. Se lo
agradeceré por siempre. Era un buen hombre. Incluso nos envió cartas
después».
Ella fue una de las 1.100 jóvenes que salvó Schindler. «Le gustaba ayudar a
las familias. Sabía que era la única forma de que hubiese una siguiente
generación». Pero ese no fue el único argumento. Las manos de Celina le
servían para trabajar en su fábrica. Sus pequeños dedos podían limpiar las
máquinas como nadie. Esa fue su suerte. Hasta que se acabó la guerra y
liberaron Auschwitz. Entonces, pasó una temporada en Alemania antes de
viajar a Estados Unidos.
Su historia viajó con ella, pero aguardó en silencio. Nunca quiso contar nada.
Ni siquiera a sus hijos. «Quería que sacaran sus propias conclusiones». Sólo
en 1993, cuando Steven Spielberg estrenó La lista de Schindler, comenzó a
contar su relato. «Me dio voz. Pensé que la película era mi vida. Y a partir de
entonces cuento mi historia. Es importante para que las próximas generaciones
aprendan y evitar otro genocidio».
Celina repite la palabra esperanza. Es una de sus favoritas. De vuelta a
Auschwitz, la sigue teniendo. No olvida, pero tampoco tiene rencor. Los ojos le
brillan ligeramente al percibir el interés de su auditorio. Su emoción apenas es
comparable con la que sintió aquel 27 de enero de 1945, cuando se liberó el
campo, pero es consciente de que puede ser la última vez que cuente su
historia. Por eso no le importa responder las preguntas que haga falta. Ni entrar
en detalles. «Vi las llamas del crematorio, gente colgada, muriendo de un
disparo… Todo tipo de barbaridades». Desde entonces, tiene miedo a la
autoridad. No le gusta que le den ordenes ni las da. Sus últimos años los quiere
dedicar a trasladar su palabra, a no borrarla, a hacerla visible. Es lo único que
le queda. «No sé si voy a vivir muchos años más». Eso sí, con un mensaje
claro: «Siempre les digo lo mismo a los jóvenes. Lo peor es el odio y los
prejuicios. Ahí empiezan los problemas».