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revista de creación literaria otoño-invierno 12 
n17 
revista de 
creación 
literaria 
la eanz hoja 
ubllanc 
otoño-invierno 12 
Asociación Literaria Verbo Azul 
n17 
la hoja azul en blanco
la hoja azul en blanco 
Asociación Literaria Verbo Azul 
EDITA: 
Asociación Literaria Verbo Azul 
Avda. de los Castillos s/n 
Castillo Pequeño 28925 Alcorcón (Madrid) 
DIRECCIÓN: 
Ana Garrido 
Juan José Alcolea 
EVALUACIÓN Y COORDINACIÓN: 
José Bárcena, Hortensia Higuero, Enrique Eloy de 
Nicolás, Ángel Muñoz, Isidro Sánchez Brun, Isabel 
Miguel, Ana Bella López Biedma, Antonio del Arco, 
Fernando Fiestas, Cristina Cocca. 
PORTADA: 
Parcial exposición de Marina Lange Enero 2012 en el 
M.A.V.A. de Alcorcón. Ftg. Ignacio López Fando 
DIBUJOS: 
Jesús Contero, Fernando Fiestas, Rocío Ordóñez. 
FOTOGRAFÍAS: 
María Roldán, Cristina F. Zambrano, Ignacio López 
Fando. 
DISEÑO Y MAQUETACIÓN: 
HabitacionDesdoblada.com 
COLABORAN: 
Concejalía de Cultura Ayuntamiento de Alcorcón 
Depósito Legal: M-01703-03 
Imprime: Gráfi cas Pedraza S.L. 
n17 
otoño-invierno 12 
revista de 
creación 
literaria 
jjosealcolea@gmail.com 
zaius1@terra.es 
verboazul@gmail.com 
www.verboazul.blogspot.com 
La Hoja Azul en Blanco no se responsabiliza de las 
ideas expresadas por los autores
Museo Municipal de Arte en Vidrio de Alcorcón. 
Parcial exposición de Marina Lange. Enero 2012
3 
De la consumación y la alquimia 
La luz desnuda a tientas los rincones, acaricia las sombras, las desata. Y es 
que acaso alguna vez es necesaria para encender las voces y los ecos, para engala-nar 
el aire, los paisajes. Desde más allá de la sed llega una brisa, un temblor irisado 
de silencios. Es precisamente a ese lugar al norte de las nubes, a ese rincón sin 
horas del fuego y de la arena, al que Verbo Azul quiere dedicar este número de su 
Hoja Azul en Blanco. 
Presa de cal por el aire, la piedra se vuelve llanto, se sabe corazón, caute-rio, 
vida. Apenas roza el mar y se desangra mágica, absoluta, para precipitarse 
de nuevo ante los ojos como un amanecer desordenado, como el grito de un dios 
naciendo entre la nieve. En estas páginas, nuestro tributo al vidrio, esa materia 
frágil que amalgama las formas y las hace crecer, determinarse. A través del tra-bajo 
de Marina Lange, hemos conocido su universo inmemorial y arcano, lleno 
de seducción y de misterio. Desde aquí nuestro agradecimiento a Marina, que tan 
generosamente se ha brindado a colaborar con nosotros, y al fotógrafo Ignacio 
López Fando, que nos ha cedido la serie de fotografías que realizó sobre la obra 
de esta artista de la Laponia sueca. Así mismo, queremos agradecer también muy 
especialmente la colaboración de Luz Pichel, cuya palabra poética fue -es- punto 
de encuentro y desencadenante de la fusión. 
Pero a veces la realidad es un disparo, un golpe que atraviesa la conciencia y 
nos deja ateridos, yertos. Cuando nos encontrábamos preparando la revista, nos 
llegó, como un mazazo, como una sinrazón, como una hoguera, la noticia del falle-cimiento 
del grandísimo poeta y excepcional persona, Vicente Martín. Como no 
podía ser de otra manera, Verbo Azul quiere también rendir aquí, desde el dolor 
y la admiración más sinceros, su homenaje y reconocimiento al poeta, al amigo. 
No es que el mundo se acabe, Vicente, no es que falten colores para escribir 
los pájaros, pero nos han arrancado las certezas, se han oscurecido las distancias. 
Dale alas de sal a los glaciares, quédate en las miradas y en los versos. Préstale 
ahora “tu voz a las encinas y tu cuerpo, / como un campo de olivos, a la lluvia”. 
Callemos, dejemos hablar al viento y a las ramas. Aún hay tiempo de sol para 
intentarlo. 
ANA GARRIDO 
Presidenta de Verbo Azul.
¿Grietas? Marina Lange
5 
Ahora es el comienzo de las lluvias, 
agua, todavía sin mástil, 
sin vasija, ni dirección, ni barco. 
Botones, 
retales, 
briznas, briznas, briznas de ala de avispa 
de jaboncillo de costurera, 
un movimiento hacia la luz, 
el aire desplazando una hoja de olivo, 
un gromo de buxo. 
Hay algo vegetal en todo esto, es 
como si fueran a salvarse las frutas, se acerca 
una hilera de gorriones 
transparentes. 
A la patinadora, ¿quién la ha visto? 
quen a veu saltar? 
delgadísima elástica libre 
equivoca la música rompe 
los ritmos dibuja 
un difícil pentagrama de alambre 
ese lío de abrazos 
(ese arame, ese debuxo, esas apertas) 
se equivoca 
se cae 
se alza 
promete seguir viva 
A Marina Lange 
(hei danzar, hei danzar, hei danzar). 
La ciudad de los niños del frío se despereza 
(a cidade dos nenos do frío espreguízase) 
se despereza,
6 
van abriendo los ojos, 
son cuerpecitos de color verde-agua. 
Non era doado vivir alá (qué difícil dormir, amar, la tos, los tenedores). 
No era fácil vivir entonces dentro del invierno allá. 
La helada, ¿cuántos años 
duró? 
y la gente, que cruza los parques con hambre hablando sola, dice: 
necesitan calor, 
necesitan un poco de calor 
todo o mundo precisa un chisco de calor –dicen los distraídos de los 
LUZ PICHEL, 2012 
[autobuses.
7 
Ya ni todas las palabras 
No lo sabíamos, 
por eso, tal vez, dejamos 
nuestros cuerpos secándose; 
si hubieras dicho una palabra 
esta casa ahora 
tendría más luz, 
y todos los obstáculos 
serían solamente un centímetro de espuma 
en un vaso de cerveza. 
Yo también pude haber dicho algo: 
una montaña, una lluvia 
que se miran detrás de la ventana, 
pero no lo sabíamos 
y callamos, 
dejamos transcurrir el tiempo 
mirándonos sin más, 
sin vernos, 
mudos. 
Ya es inútil; 
ya ni todas las palabras 
pueden hacer nada por salvarnos; 
nos hemos quedado secos, 
nos han ido, en la piel, 
saliendo espinas. 
DAVINA PAZOS
Wall Street sobre escombros Marina Lange
9 
Dulcísimos Arropes 
MIRO la levedad de la mañana con ojos distraídos de tanto 
adivinar. La luz nunca perfora las paredes. Su misterio hace 
que no sepamos desde dónde nos llega lo sagrado; lo eternal 
pasajero que nos habla mientras la vida cruza palabras y 
distancias, redondos plenilunios que nos llenan vasos 
intemporales: dulcísimos arropes que nos sacian apetitos y 
fuegos transparentes, más allá de preguntas o arpegios 
retardados sobre el silencio mismo. 
ANTONIO GARCÍA DE DIONISIO
10 
Manifi esto 
En el día de hoy, 
escondida tras las balas 
de esta nube de algodón, 
ante mí y mi consecuencia 
ratifi co mi deseo de vivir arrodillada 
y ocultar el pensamiento 
en el limbo que ha formado la memoria. 
Me propongo con fi rmeza 
elevarme hasta la altura 
de cualquier ser maltratado. 
Sonreír a aquel que dude 
de mi estado independiente 
o el morado-amarillento 
de mi lápiz cubre ojeras. 
Desde hoy, 
por si a alguien, sin querer, 
se le anuda la conciencia, 
me declaro inexistente 
para el resto de mis días. 
ROSA JIMENA 
19.03.10
11 
En tu busca 
Hemos dado la vuelta 
a la piel del lenguaje 
para conocer el amor. 
No está compuesto de palabras 
ni de rumores ni de signos, 
es el idioma del silencio 
al mirarse a los ojos, 
del suave avance de las bocas, 
de los susurros al oído, 
de los cabellos enlazados. 
Son las alas sin plumas 
para emprender el vuelo 
sobre toda costumbre 
y el desafío de las dagas 
adelgazando el aire, 
es el alimento fugaz 
de las voces que no se encuentran 
entre espejos en fl or. 
Como entrar por la misma puerta 
en tu busca dos veces, 
perdida en laberintos de nostalgia 
y llevarte de un sueño 
hacia otro sueño. 
Como cuando me sobran los pronombres 
ante la verticalidad de las cascadas. 
FERNANDO FIESTAS 
Verbo Azul
Mar tranquilo Marina Lange
13 
Transparente usura 
Tiene tanto de mar 
su liquida certeza, 
tan ebria es por la luz 
su contingente albura, 
que bien pudiera ser 
alma en que escape 
el sueño indoblegable de la tierra. 
Tiene tanto de Dios 
su transparente usura, 
tan críptica a la imagen su mirada 
que al cielo puede ahondar 
y en esa hondura 
quebrar 
del 
grácil 
JUAN JOSÉ ALCOLEA 
Verbo Azul 
vuelo 
a la paloma. 
Tiene tanto de amor 
en desnudada anchura, 
tan celda abierta al otro 
en su murada, 
que acaso pueda ser 
cauterio dulce 
que al más virgen umbral 
alza la vida.
14 
La espera 
Con el cuello subido, 
soplándose la palma de las manos, 
alguien espera, y porque espera, teme. 
La espera no es un tiempo solamente perdido, 
sino una tarde rota que anochece en dos mundos: 
y dos sombras sumadas son como una ceguera. 
La espera no es amor. La espera es un incendio 
donde se queman todos los abrazos 
y unas manos febriles y sonámbulas 
descubren cómo hieren 
los bordes del olvido. 
Se comienza a esperar siempre un poquito antes de que 
llegue la hora, 
y luego se agigantan los minutos, el reloj se apelmaza, 
y, a fuerza de esperar, el tiempo se hace corcho; 
y ya no hay ni una célula 
del hombre –donde siempre– detenido, 
que no se vuelva espera. 
Y aunque ella llegue al fi n, se excuse, fi nja 
—a la hora de siempre— 
venir desconsolada y pida un beso 
con labios marilyn, 
la espera sigue. 
(Porque él estaba allí, pero ya no era el mismo, 
y ella, aun viniendo tarde, no ha llegado completa) 
La espera no concluye, se prolonga 
en el gesto, en la boca, en la mirada, 
en la voz distraída 
que espacia las respuestas.
15 
JOSÉ LUIS MORALES 
Y, aunque quieran 
ser amables y cálidos, la espera 
invadirá la tarde, 
se sentará entre ellos 
en el parque, en el cine, en la terraza 
donde toman café, 
y seguirá creciendo. 
La espera es un vaivén de escaparates 
sin nada que mostrar, salvo el refl ejo 
de quien tal vez no venga o llegue hablando 
mal de la lluvia al descender del taxi. 
Y pronto habrá una cita 
a la que ya no acudan el amor, sino el nudo 
de la costumbre. Y poco 
a poco, la rutina de esperar será estéril. 
Pero mañana aún –o un mes entero– 
a la hora de siempre y en el lugar de siempre, 
seguirá habiendo alguien 
que espera, porque ignora 
que incluso el desamor 
acude tarde.
Quema. Marina Lange
17 
A la altura del fuego 
Es de noche de nuevo en la ciudad del agua, 
en las habitaciones 
pequeñas del crepúsculo. 
Es de noche en los ojos de los muertos. 
La mano del orfebre selecciona 
los brotes amarillos, 
las piedras esmaltadas 
para la ceremonia de los límites. 
Es la hora del mosto, 
la estación de la ofrenda. 
Las mariposas duermen en medio de la luz, 
a la sombra de una casa vacía. 
Aquí, donde comienza la región de los valles, 
donde reposan todos los presagios, 
hemos libado el vino de los dioses, 
la indigencia del aire 
en las proximidades del solsticio. 
Hemos jurado el nombre de los justos. 
(Los bosques devastados nos preceden 
bajo un cielo sin mácula) 
Semejantes ahora, necesarios, 
recogemos el llanto de las copas, 
alguna fl or caída 
a la altura del fuego. 
ANA GARRIDO 
Verbo Azul
18 
Orígenes 
I 
La salvación nos ha llegado 
de las manos del día. Tristes 
pasos, tristes luces calladas, 
tristes olvidos. Nada 
puede llenar todos mis sueños 
ausentes. Al fi n 
puedo conocer dónde vive el deseo 
que cuando me traspasa con sus dedos 
es la lejana caricia de un extraño. 
II 
Digo adiós a las sombras 
del día que se alejaban 
desnudas como pámpanos negros 
entre las ramas del camino. 
Adiós a la simetría de los ojos 
del corazón, a los vestigios de 
la lluvia. Ilusoria nostalgia 
nos devuelve a los orígenes del agua 
donde navegan los líquenes oscuros 
de las palabras mudas. 
JOSÉ MARÍA MUÑOZ QUIRÓS
19 
A punto de romper 
He aquí la nada 
con toda su humanidad 
como una lágrima vacilante al borde del abismo, 
inconsolable y muda. 
El momento absoluto bajando por la pendiente, 
suspirando la entrega, 
- la nada - 
transparente, a punto de romper... 
Cierro los ojos 
y percibo líquida la luz, 
el vuelo contenido de una alondra 
que se detiene en mí, 
nuestros besos no tienen tiempo 
nacen, de corazón a corazón, 
en un mundo que todavía no existe... 
CECILIA ORTEGA 
Verbo Azul
Amenaza Marina Lange
21 
Cata apresurada de Silvia Eliade 
Golosa balsámica envolvente 
fresca en nariz fruta roja 
con un recuerdo fi nal de monte bajo 
de nuez moscada y juventud perdida 
Silvia Eliade 
tres días en caserón de roble 
con jacuzzi frente al mar 
cosecha del ochenta y dos 
reserva ducal 
ávida boca 
para tu dulce cuello embotellado. 
RAFAEL SOLER 
(De Maneras de volver)
22 
Cristal de agua y luz 
Tú pintas el prodigio de las manchas, 
la conjunción confusa de la mezcla, 
las rayas verticales que aprisionan 
tu idea del dibujo. 
La luz de los pinceles 
ilumina la tela con el óleo 
y en todos los espejos queda inmóvil 
tu ruido del color. 
Bodegones, paisajes, quietas calles 
de edifi cios en paz, algún retrato 
sobre un fondo de sol casi muy quieto, 
huyen de la paleta a la blancura, 
de la anarquía al orden de tus líneas. 
El cuerpo de esos cuerpos es un alma 
que pintas al trasluz, y es la silueta 
de tu defi nición de los tamaños. 
No entiendo de escultura 
ni me rinde el lenguaje de las luces 
que emociona tu voz. 
Y siempre que me hablas, 
el mundo es una frase inalcanzable 
que no quiero soñar en mis renuncias. 
Qué lentitud la luz de la esperanza 
mientras nos deletrea 
su lluvia este camino 
por los cuerpos. 
ISIDRO SÁNCHEZ BRUN 
Verbo Azul
23 
EROS Y THANATOS 
Recuerdo fugitivo 
Era una tarde de esas que la lluvia 
vaciaba las calles y las plazas, 
encendía los sueños de cada chimenea 
y los labios hablaban 
con silencios de siempre. 
La penumbra era otra 
y era otra la luz y las cigüeñas, 
la vida de las sombras era otra, 
eran otras las manos, 
otras las caricias, 
otros los nombres, verbos y adjetivos, 
otros sus titilantes bailes en la pared 
y otras las siluetas 
convertidas en pájaros o nubes, 
leones, elefantes, codornices, 
desvelando los ojos 
hambrientos 
de niños y mayores. 
Junto al fuego las horas 
respondían 
al íntimo calor de los lugares húmedos. 
Jugábamos a médicos 
descubríamos 
emociones prohibidas, 
la turbadora esencia 
de un ritual antiguo, clandestino. 
Mientras, 
en el tejado, 
la lengua de la noche 
lamía con su tambor de agua 
las venas del invierno. 
NIEVES ÁLVAREZ 
Verbo Azul
Fernando Fiestas. El jinete
25 
Ulises habla a Penélope 
Escucha como el mar te ata al silencio, 
cómo deja las islas despobladas 
de dioses y designios. 
Escucha al mar, amor, porque te llamo. 
Mas solo me responde 
la luna sepulcral que me desvela. 
Tengo los ojos llenos de nostalgia, 
yo que fui también nadie, 
que he vencido a la noche desde el llanto 
y en las olas dejé 
aterida mi sombra, 
yo, Penélope, tengo 
tus ojos ya varados en los míos, 
de tus labios, el nombre de mi barca, 
de tus dedos, las alas de los pájaros. 
Escucha el vendaval que me entreteje 
los hilos de tu seda a mis abismos, 
escucha como un canto de sirenas 
ausenta en tus oídos mi voz que te reclama. 
Y siente como el mar 
le devuelve esta ausencia a tus paisajes, 
como torna tangible mi cuerpo en la caricia 
para hacer de mis sueños, tu primera memoria. 
Y te nombro los últimos naufragios, 
el sol que se hace invierno en la tormenta, 
el dolor que desviste mis ropas de mendigo. 
Voy a volver, Penélope, 
con la vida mordiendo la esperanza 
porque quiero habitar 
nuevamente, la luz de tus espejos. 
CRISTINA COCCA 
Verbo Azul
27 
Aquí quedan mis versos, 
aquí os dejo 
todo cuanto de mí puedo contaros. 
Si quedara desnudo totalmente, 
si me robaran todo, hasta los pájaros, 
los árboles y el aire, si borraran 
de los mapas los ríos y los valles, 
las montañas y el mar, si me quitaran 
incluso la palabra y no pudiera 
saludar, por ejemplo, a los gorriones 
que vienen a piar a mi ventana, 
ni contarle 
una historia de amor a las encinas 
o dar los buenos días a la lluvia 
o al viento 
o al granizo 
o al reloj que me dice un nuevo día, 
si me quitaran todo, hasta la voz, 
os hablarían mis manos. 
Y si, además, también, se me llevaran 
los brazos y las manos, 
si me dejan sin piernas, 
si me sacan los ojos y me arrancan 
de un golpe el corazón..., 
en tal caso 
aquí quedan mis versos, 
aquí os digo 
cuanto mi corazón puede contaros. 
VICENTE MARTÍN 
(De Silencios Fingidos) 
Poeta y amigo. 
D.E.P.
28 
El bosque 
Con la memoria de Vicente Martín 
Atravesar el bosque de los días, 
rozar sus árboles, 
olmos, alisos, fresnos… 
hablarles a través de lo cercano, 
preguntar porque callan 
cuanto saben del paso de los hombres 
cruzar el bosque, hallarnos 
en las encrucijadas con los desasosiegos, 
no mirar las orillas, y elegirnos: 
ser el árbol sin más 
que fl oreció en otoño, 
que escucha como el viento nos sugiere 
envejecer, callar, cuánta tristeza, sabernos hijos 
de san Juan de la Cruz y no sabernos 
ser un árbol que pueda 
recordar los relatos futuros de la llama, 
y contar como duelen 
los murmullos vigías y los nidos de aceros; ser el árbol 
que conoció gramáticas rebeldes, lo sagrado 
de la palabra madre, que ignora cómo pudo 
la ternura mudarse en abandono 
un árbol que pregunte qué camino 
nos devuelve a la infancia, 
la longitud sin dueños y la edad 
que alcanzan los olvidos, y por qué 
viven juntos los álamos y buscan las riberas, 
que es posible morir cientos de veces 
y solamente una. 
Atravesar el bosque de los días, 
desbordarlo, 
y preguntar contigo, Vicente, en la Moaña, 
de qué pudo servir 
gritar imán, arquero, 
saeta y transeúnte, 
de qué pueden servirnos los gorriones, 
de qué buscarles
29 
la canción y dejar que posen en las ramas 
si los labios que intentan el poema 
son pájaros helados, dos pájaros helados. 
Atravesar el bosque y esperar 
con Pedro, con Morales, 
Manolo, Nicolás, con Juanjo y Ana, 
con Olga y Antolín, beber el blanco drama 
de no ser todos 
hasta que llegues tú, Vicente, sólo nombre. 
Es preciso sabernos 
palabra, parte izquierda, sabernos caridad o redimidos, 
y después refugiarnos en cabañas 
huir del tiempo, crear Castilla, llegar a las tabernas, 
allí donde residen tabacos antiquísimos, 
allí donde las copas 
vaciadas nos protegen de los dioses, 
allí donde un amigo se posa en el costado 
constante del dolor 
y hace que ceda; 
es preciso sabernos 
abejas que laboran entre los edifi cios. 
Las ciudades, la tarde, 
los bosques invisibles, eso somos 
un veintiocho de julio, 
encinas para el último automóvil 
que recorrió los páramos, dos goznes 
de versos todavía somos 
porque queden 
entornadas las puertas 
que guardan la memoria del camino, 
entreabierto 
el instante que habrá 
de fundirnos en luz 
antes de para siempre separarnos. 
FRANCISCO CARO 
Verbo Azul
31 
Algunas veces pasa, 
no son muchas 
ni todas, pero pasa. 
Una mañana poco sorprendente 
los gusanos despiertan confundidos 
y traman un camino secundario. 
Algunas veces 
nadie tiene razón 
y un hombre ruge sed 
desde una cama indestructible. 
Termina de pasar la mañana, terminan 
de espabilarse los gusanos 
y ya es la tarde. Tarde. 
Un fogonazo azul 
entra en casa a arrancar 
de cuajo el minutero. 
Es efi caz y humilde. 
Por eso ya no hay tarde tampoco. Se revoca. 
Es la noche un hostal para gorriones 
que cantan sin vocales 
la canción de los niños muy despacio. 
Eran la noche y las encinas 
también tuyas 
allí donde la madre 
ya no te echa de menos. 
ANTOLÍN AMADOR 
Verbo Azul
32 
Voz y silencio 
Es un tiempo de sombras en el verso. 
Un tiempo perdulario en la palabra 
que sustenta la noche como llanto; 
como piel que protege tus encinas, 
tus ángeles que esperan 
ISABEL MIGUEL 
Verbo Azul 
y el recuerdo. 
Es tiempo de metáforas truncadas, 
poemas abortados, signos rotos. 
No hay camino de vuelta. 
La poesía, 
ladrona de tus horas, 
se lamenta, Vicente, en tu silencio. 
A Vicente Martín, poeta.
33 
Hasta la orilla llega la botella, 
restos de su etiqueta nos anuncian 
que el alcohol 
-más de cuarenta grados comprimidos-allí 
encontró cobijo. 
Buscamos el mensaje eseoese 
del náufrago perdido, 
miramos en su boca, la acercamos 
como si caracola. 
Y escuchamos y vemos a Neptuno 
abrazado al tridente 
y bailando 
(torpemente, por cierto) 
pasodobles 
MANUEL LAESPADA
Cristina F. Zambrano
35 
No quiero aceptar 
No quiero aceptar las heridas 
que quedan en el alma 
más allá de las dudas, 
ni detenerlas en la memoria 
de un corazón sin pulso, 
como un amanecer que huye. 
Voy a dejarte por última vez un adiós 
descalzo de palabras, sin revelaciones, 
sin preguntas en la soledad más sola 
y esperaré un tiempo azogado 
que fi ltre mi desconcierto. 
JOSÉ MANUEL F. FEBLES 
Verbo Azul
María Roldán
37 
Huye la luz 
Huye la luz. 
Caminas casi a oscuras, 
en medio de la nada de tu acera. 
Cómo tiembla el fulgor de la farola, 
sobre la dura opresión de tu cadena. 
Calle adelante 
un asalto, 
una caída. 
Un ramalazo de sangre por tus venas. 
Maldices a esa cruz 
que te derriba y clava 
de rodillas 
sobre afi ladas piedras. 
Han borrado cada letra de tu nombre. 
Han sembrado en tu boca fl ores muertas. 
El miedo y sus aristas sobrecogen 
como el rugir del mar en la tormenta. 
Cuánto rencor quemándote la entraña. 
Y cuánta soledad 
de noche negra. 
Llora la luna. 
Redonda va cayendo 
hasta el mar acuchillado de tus penas. 
Y se deja morir. 
Muere contigo, 
en todas las esquinas de la Tierra. 
MARY-SANTOS CABALLERO MURILLO 
Verbo Azul
38 
Esta intimidad de una luz a solas. 
Esta intimidad con la que el agua de la piel 
refl eja en los árboles más tristes 
toda la respiración de una noche. 
Esta distancia fugaz que tiene el pensamiento único. 
Y el hecho cierto de saber de las lunas que dejamos 
HORTENSIA HIGUERO 
Verbo Azul 
escritas en los ojos. 
Esta mirada al interior del alma es la que recoge ahora 
la humildad de todas las palabras. 
La luz que se agiganta aún ante la muerte.
39 
Hielo azul 
Azul de hielo sumergido, 
cascada de voces de ausencia, 
un puñal, 
la nada oculta por la niebla, 
palabras que entran y escarban 
y duelen 
y queman 
y apagan... 
Apagan luces manchadas, ahora, de silencio, 
destrozando fl ores, 
abriendo heridas, 
castigando almas que ahora ya solo reptan 
sin hambre, 
calladas, 
hundidas en el desierto. 
ROCÍO ORDÓÑEZ RIVERA 
Verbo Azul
María Roldán
41 
Alta como un madero telefónico 
desprovisto de tordos 
ARMANDO GALLEGO 
Verbo Azul 
y lugareños 
donde se ocultan los planetas 
con silueta de gato persa, 
mi voz es para ti un trueno de sangre, 
con viveza, color de abejaruco 
en el barro cocido de un camino 
hacia ninguna parte, 
y, sin éxito, hechizo 
de plata 
en los bolsillos 
de las luciérnagas, 
en las cortezas de los pinos 
más altos, 
mi voz puede adoptar 
formas perversas, 
sierpes y abrojos 
en una caja de sombras y melancolía, 
lobos y enjambres a merced del napalm 
de las botellas. 
Voz
Jesús Contero
43 
A veces promesa 
Al amanecer, 
cuando el día nace 
rodeado de ese cíngulo de luz madura 
y los pájaros salen de los árboles 
con una eclosión de trinos en los picos… 
En este conciso instante 
cuando la aurora abre sus puertas 
y descuelga su brillo de bonanza 
y un murmullo de vida recupera las alas, 
siento una llamarada de fuego 
-ese son del alma a veces promesa-que 
incendia mi corazón 
con un abrazo desnudo y casto. 
En esos momentos del amanecer 
cuando renace la vida 
y el paisaje recupera su sonido de luz, 
ese allegro del alma, a veces promesa, 
renace y vuela con alas incendiadas 
por este interior mío 
y me regala instantes de dicha 
antes de abandonarme. 
Es entonces 
cuando escucho la llamada peregrina, 
desnuda y casta 
que me cautiva, penetra mis venas 
y recorre mi alma palmo a palmo 
y es entonces cuando el verso ingenuo 
incendia mis rincones, me seduce 
y me conmueve con su voz de fuego. 
TERESA DE JESÚS RODRÍGUEZ LARA 
Verbo Azul
Cristina F. Zambrano
45 
La fe, en la locura 
La voz, como el trueno, amarga 
La vida grave, la muerte aguda 
Esperando, detrás de los cristales, 
Tan próxima y tan leve 
Dialogo rotundo, decisivo paso a paso 
Contrapunto sereno y terrorífi co 
Sin sentido genial, perturbador 
Como el silencio. Dramático 
La delicia entrecortada en la batuta 
Lo blanco que se crece, 
Lo negro perdura, se resiste 
Me atormenta entre timbales lúdicos 
La voz, la luz, la sed. 
El eco de sus pasos se acerca inexorable 
La sombra de su miedo se acrecienta 
El hambre de su ausencia me devora 
Ahora, un lamento entre versos de gozo 
La antítesis, la coronación de un drama 
Explosión de armonía y reverencia 
Es la fe en la locura vacilante. 
JOSÉ MARÍA GARRIDO 
Juan Sebastian Bach 
Cantata nº 1 
“En los brazos de la muerte”
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Sin ser el dios de tu secreto 
Sin ser el dios de tu secreto eres el agua de mi boca. 
Yo sí sé la luz de todas tus cortinas cuando no callas, 
cuando escucho, tu silencio en la arista de nuestros labios; 
en los verbos de mis dudas, 
escribiendo tu fi gura en las brasas del fuego 
en el sabor del ascua donde el hambre ha sido sueño. 
Segura estoy de tus palabras, de lo que puedes ver en tu 
mirada, 
de los futuros de este poema que con calma sorprendes, 
de la sed de tus maneras repitiendo lo que la vida quiere. 
Nunca diré mi nombre porque mi nombre soy yo. 
Nunca atrás. Siempre ASTRA. 
LOLA SANZ MURILLO 
Verbo Azul 
A Ángel González-Pedro Guerra
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Sólo fue un accidente 
Y como le decía, maestra, que llevo apenas una semana aquí y ya he podido 
calar a cada uno de los habitantes de la casa, o eso creía yo, porque lo que acaba de 
pasar, no me lo esperaba. 
A una de las hijas hay que obligarla a comer, y si se descuidan, tira lo que le 
dejan preparado; trabaja abajo, en la panadería, mire usted que contrasentido. La 
pequeña es casi una cría, pero es la mejor moza. Tiene buen carácter, con ella me 
divierto, le gusta jugar con el gato, ya le digo, maestra, que apenas es una niña, 
aunque se ocupa de todo lo de la casa. La vieja está siempre en la cama, mientras 
la mimen, todo va bien. 
La mayor no estaba en casa cuando usted me mandó aquí, trabaja fuera. Vino 
a los dos días, de vacaciones, y me pareció guapa. Le escondí el peine, para probar 
su genio, y revolvió por toda la casa, molestó a todo el mundo, tuve miedo de que 
me descubriera, pero no, no cree en los trasgos. 
El caso es que a media mañana, la pequeña le prepara el desayuno a su her-mana 
y se lo baja a la tienda. Entre cliente y cliente, la vendedora se lo va tomando, 
no le queda más remedio, porque está a la vista de todos y no puede hacer tram-pas. 
Al subir la chica con los cacharros ya vacíos… 
¡Le juro, maestra, que no fue cosa mía! ¡Fue un accidente! ¡Sí, sí, un accidente 
fortuito! El caso es que se tropezó en la escalera, se cayó y los platos y la taza se 
rompieron. La mayor salió tan rápidamente que todavía sonaban los cascos cuan-do 
asomó el hocico al rellano, como una furia: 
– ¡¿Qué pasó?! ¡¿Qué hiciste?! ¡¿Qué se rompió?! 
Sí, sí, maestra, en vez de preguntarle si se había hecho daño, a la pobre mu-chacha, 
aquella energúmena se lanzó a por los trozos de loza, empujando a su 
hermana que se afanaba, aterrada la inocente, también en recogerlos. No puedo 
acordarme de todos los dardos hirientes que salieron por aquella boca que a mí me 
había parecido agraciada. A todos nos llamó inútiles, desastrosos, incabales, de-rrochones. 
Rebuscó cada una de las esquirlas, con los ojos encendidos como teas 
verdes, con las venas de cuello hinchadas, escupiendo improperios sin parar: seres 
odiosos, seres detestables, seres indeseables, seres inmundos… así insultaba. 
El enfado le llegó a desesperación al darse cuenta de que la recomposición de 
las piezas era imposible. La pequeña lloraba, acongojada, en la cocina, aunque yo 
le devolví el prendedor del pelo, y le puse otra vez el estropajo de fregar en su sitio, 
y le traje al gato para que la consolara. 
El episodio fue perdiendo intensidad, pero no fue capaz, aquella fi era corru-pia, 
de comprender que lo ocurrido sólo había sido un accidente y que lo único 
importante era el golpe de la chica y el disgusto que se tragó; a esa le importan 
más las cosas que las personas, y la verdad, no me gusta. Tras el huracán llegó 
una calma tensa; después de quedarse ronca de tanto vituperar, se encerró en un 
mutismo resentido, más lacerante aún que el incisivo vituperio verbal. Subió los
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pedazos a la cocina y los arrojó sobre la encimera, en un reproche cruel a su her-mana 
menor, que ni se atrevía a echarlos a la basura. 
– ¿Qué hago con eso? 
– ¡Qué va a ser! ¿Te parece poco lo que hiciste hoy? Ahora qué queda, si no 
tirarlo. Estarás contenta. 
– Fue sin querer. 
– Estaría bueno, que encima hubiera sido queriendo, era lo que faltaba, qué 
menos. 
Y fueron estas sus últimas palabras antes de enfurruñarse. Está anochecien-do, 
y tras la comida más triste que recuerdo, tras una tarde lúgubre y hosca que 
me ha quitado las ganas de jugar, le escribo a usted para suplicarle que me mande 
a otra casa, porque no quiero vivir con alguien capaz de valorar más a la vajilla que 
a las personas. No estoy cómodo y quiero irme. Tengo miedo. 
EVA BARRO GARCÍA 
Verbo Azul
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Dorita, mon amour 
Ignoraba quién era Miguel Ángel, Brancusi le sonaba a pastelillo relleno de 
crema, de Benlliure tenía oído de su relación con el cine, y Rodin, decían que había 
creado “El Pensador”, una estatua muy conocida, según la amiga de Dorita y com-pañera 
en la clase de escultura. Ésta le contó a Dorita una anécdota acerca de un 
escultor obsesionado con las posturas raras, que un día se quedó meditando sobre 
su próxima creación y al levantar la cabeza vio su imagen refl ejada en un espejo 
situado enfrente de él y del impacto sufrido, le surgió la decisión de ser el modelo 
de su propio arte. 
Un gran comienzo le pareció a Dorita la iniciativa del artista. A ella le entu-siasmaba 
llegar a ser una gran escultora, admirada por todos. 
La clase de escultura a la que asistía estaba situada en el antiguo Casino. En 
los grandes salones habían habilitado talleres de diversas prácticas artísticas y el 
formar parte de tal ambiente le parecía de una importancia excepcional. 
Todos sus compañeros poseían dotes por debajo de las suyas, lo había com-probado 
Dorita según les veía moldear las fi guras siguiendo las instrucciones del 
maestro respecto a los bocetos escogidos. 
Un buen día irrumpió en la clase cierto señor de gran porte, colega del maes-tro, 
comentarios aparte, un tanto avejentado parecía o realmente tenía más años 
de los que hubiera preferido Dorita. Sin embargo, la admiración mostrada por 
nuestra protagonista cuando éste comparaba los modelos que pretendían esculpir 
los alumnos con los originales de los respectivos creadores, fue muy acusada por 
el visitante, y la disertación sobre el “David”, al cual Dorita intentaba dar forma, 
la dejó boquiabierta. 
Durante los días sucesivos, el visitante ilustrado en escultura frecuentaba asi-duamente 
los talleres y las animadas charlas con Dorita. Cada día se la veía mas 
animada a seguir esculpiendo su “David”, en cuerpo para la escultura y en alma 
para el visitante. 
El término de las clases se acercaba, el curso tocaba a su fi n. El visitante no 
podía disimular su inclinación por Dorita, y ésta suponemos debía compensarle, 
aunque no podríamos asegurarlo, con cuantiosísimas atenciones. 
La exposición sobre los trabajos se instalaría en el Salón Goyesco del Casino, 
con sus arañas pendientes de los inalcanzables encofrados y coronando así las 
esculturas ya culminadas. 
Esto le parecía a Dorita un sueño y estaba segura de que su “David” ocuparía 
el lugar más privilegiado, ya que se consideraba una obra un tanto ecléctica, adje-tivo 
otorgado por el visitante ilustrado y, en estos momentos, íntimo ya de Dorita. 
Se entregarían menciones a las diferentes obras y Dorita aspiraba con su “David” 
a la más importante. 
Llegó el día tan esperado. El jurado lo formaban: el profesor de escultura, sin 
voto por supuesto, el profesor de cerámica, dos señores a los que no se les había 
visto nunca por allí, según se dijo impartían clases de artes plásticas en otra ciu-dad, 
y nuestro visitante ilustrado.
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Dorita sonreía sin cesar, debido a los nervios del momento. Su triunfo sería 
rotundo. 
El grupo de entendidos observaba las obras deambulando por el salón y ano-taban 
y anotaban en sus respectivos cuadernos. Ya se aproximaban a su “David”, 
pensó Dorita, ya tenía el éxito en las manos. 
El quinteto se situó enfrente de la escultura. A medida que recorrían el “Da-vid”, 
empezando por la testa, continuando por el torso y descendiendo, sus ojos se 
agrandaban y la admiración y el asombro se fundieron en sus rostros al comprobar 
cómo el miembro generacional, íntegro, se desplomaba, rompiéndose en añicos 
contra la encerada tarima de roble soriano, dejando a nuestro insigne modelo tan 
ecléctico e incompleto como no se había fi gurado nunca el entendido e ilustrado 
visitante, íntimo de nuestra Dorita, como ya sabíamos, la que en su afán creativo, 
no consideró que la ley de la gravedad, es inexorable. 
MARISA GONZÁLEZ 
Verbo Azul
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Príncipes tomate 
Lucas fue un niño con suerte porque le contaban cuentos de hadas las noches 
de los fi nes de semana: su padre los sábados y su madre los domingos. No tardó 
en advertir que muchas veces uno y otro contaban el mismo cuento y, aunque la 
historia era igual, su padre y su madre lo hacían de forma distinta, cada uno con su 
propio estilo. Incluso un mismo cuento contado por la misma persona podía variar 
ligeramente de una semana a otra. Así, aun conociendo de antemano el desenlace, 
Lucas permanecía totalmente enganchado a la narración, apreciando todos los 
detalles, novedades y diferencias en cada frase, cada personaje y cada descripción. 
Lucas se dio cuenta de que lo mismo ocurría con la comida. La tortilla de patatas, 
aunque era una misma receta, salía diferente si la preparaba papá o mamá, igual 
que ocurría con el gazpacho, el cocido, la paella o incluso los espaguetis. 
Poco a poco, Lucas veía personajes en los ingredientes: príncipes tomate, 
princesas lechuga, dragones ajo, lobos fi lete o hadas madrinas pechuga con polvos 
mágicos de pimentón. También veía castillos en sartenes, lagos en jarras y casas 
en platos, o espadas en cuchillos y varitas mágicas en tenedores. Pero sobre todo le 
atraían las tramas de sus cuentos receta: la imposición de una prohibición al pro-tagonista 
y la siguiente trasgresión en un cascar y batir de huevos, la partida del 
héroe hacia un viaje de aventuras al introducir la bandeja en el horno, la batalla en 
una ebullición y la victoria defi nitiva frente al villano al dar la vuelta a la tortilla sin 
romperse. Por supuesto, siempre había un fi nal feliz con boda, con la mesa puesta 
y los platos preparados para el banquete. 
Ya de mayor, Lucas componía cuentos dulces, salados y picantes, novelas al 
dente, historias crudas y relatos gratinados. Por supuesto, regentaba su propio 
restaurante de autor. 
JOSETO ROMERO 
Verbo Azul
Rocío Ordóñez Rivera
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Tal vez, en el azul más profundo 
¿Volverá a suceder? 
Flotar, ingrávida, en las aguas de este mar a merced de las mínimas olas que 
sustentan el vaivén de mis pensamientos para después, con un leve y diestro giro, 
dejar mi cuerpo suavemente suspendido en la superfi cie con el rostro bajo el agua, 
abandonado todo en la seguridad y el placer que me ofrece la deriva; esperar sin 
tiempo con la vista varada en el fondo donde un paraíso hundido bajo las algas 
siempre me reclama. 
Es una pasión translúcida que me aborda cada vez con más frecuencia des-atando 
en mí el deseo incontrolable de vivirlo aunque sea una sola vez más antes 
de partir: 
Mis sentidos se van diluyendo poco a poco con el fl uir del tiempo. El tacto, 
fresco y suave, equitativamente distribuido por cada centímetro de mi piel, se con-vierte 
en una prolongación de mi propia sustancia por el azul del agua. Dejo de 
percibir los límites de mi cuerpo y me siento fundida con el extenso edredón que 
arropa la vida submarina. Extendiendo la mano, abro los dedos para que se deslice 
a su antojo el espíritu invisible que se aloja dentro de mí. 
Cierro los ojos porque no hay obstáculos; porque sé que conservaré tan bella 
imagen navegando bajo mis párpados eternamente con la certeza de que perma-necerá 
incólume entre apasionadas caricias con el transcurrir de los años; porque 
no necesito mirarlo para conocer su esplendor, para ver la vítrea alcoba que desde 
hace siglos me acoge. Me espera... Su profundo y frágil color es mi luz. 
El olor a mar, a sal, a la brisa de azahar que presuroso liba el aire, es el liviano 
perfume de mi cuello. Es el aroma incorpóreo que se acurruca de noche entre mis 
sábanas y vaporiza mis sueños aun en la dolorosa distancia. 
Su sonido rítmico y quedo me mece a su voluntad, que es la mía. ¿Para qué 
otras palabras? Su silencio expreso en el instante fascinado que arrebata el aliento 
del alma es un sello de fi delidad contra la lenta agonía de soledad y sufrimiento. 
Mis labios hace ya tiempo que no desean otros que sus entregados besos de 
sal rociados con lágrimas forjadas en la perpetuidad del roce inverosímil de un 
amor con agridulce sabor a inmortal. 
El abismo oculto en la apocalíptica densidad de su oquedad más profunda, en 
su desconocido azul, me llama; me llama y me absorbe en una creciente diástole 
hacia la que me abandono serena acompañada por un tenue rayo de luz. Des-ciendo 
inexpugnable, ansiosa por penetrar en el corazón puro del Edén donde mi 
ávido amante espera jubiloso para envolverme con su abrazo húmedo y llevarme 
consigo entre fogosos remolinos de arena, agua y sal. Y así, en el azul más profun-do, 
su amor intangible al fi n me devora. 
¿Volverá a suceder? 
ENCARNA MARTÍNEZ OLIVERAS 
Verbo Azul
Cristina F. Zambrano
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El halcón de Preguezuelo 
Debía de tener alrededor de ocho años cuando mis padres decidieron com-prar 
una casa en la villa de Gascueña, pueblo perteneciente a la Alcarria de Cuen-ca, 
donde comencé a pasar los meses de vacaciones de verano a excepción de quin-ce 
días que disfrutábamos en la playa, jornadas de ocio que me hicieron amar el 
mar y todo lo relacionado con él. 
Los casi tres meses de asueto que pasaba en alcarreñas tierras daban para 
hacer infi nidad de cosas, incluso caer en el tedio o el aburrimiento. Solíamos jun-tarnos 
los chavales que vivíamos en el Arrabal -nuestro barrio- y los juegos consis-tían 
en trastear todo lo habido y por haber. Descubrir lugares “desconocidos” de 
la villa, meternos en corrales, cuevas y casas abandonadas donde nos fi gurábamos 
vivir una aventura como si de robinsones o conquistadores españoles del Nuevo 
Mundo se tratara. Hacíamos con plena libertad todo lo que en Madrid, con los 
consiguientes riesgos y peligros que conlleva vivir en una capital, no podíamos 
hacer. 
Otras veces a lo largo del caluroso verano, acudíamos a los lavaderos y tras 
llenar las pilas donde las mujeres lavaban la ropa -siempre en hora de la siesta 
para que no hubiera nadie- nos metíamos para remojar nuestras posaderas, o nos 
íbamos introduciendo vestidos, uno por uno en los tres pilones del pueblo ante las 
llamadas de atención de los lugareños, momento en el salíamos corriendo para 
evitar algún que otro pescozón. 
El entretenimiento en otras ocasiones consistía en subir monte a través 
el cerro de San Ginés -como las cabras montesas- y una vez culminado, recorrer 
la derruida ermita que ya conocíamos más que de sobra, esperando encontrar en 
alguna de sus paredes, pisos o techos, algún tesoro escondido de milenarios tiem-pos. 
Lo cierto es que todas estas “aventuras” las hacíamos juntos los chavales 
del pueblo pero había mañanas o tardes en las que era yo solo, sin compañía, 
quien realizaba dichas excursiones. Es curioso que fui más feliz disfrutándolas 
solo que en compañía de otros niños. 
Estando sin acompañantes podía montarme mi propia historia cosa que 
con el resto de la pandilla no era factible. Siempre querían que fuéramos soldados, 
vaqueros o indios,… yo por el contrario siempre quise ser un descubridor español, 
un guerrero medieval que defi ende su castillo, un conquistador de tierras, tesoros 
y mujeres… 
Sí, mis queridos lectores, también cortejar jovencitas, aunque os resulte 
extraño en un niño. Desde crío traté de conquistar féminas -adolescentes de más 
edad que la mía- a las que me declaraba expresándoles mi amor. Cosa que mi ma-dre 
llevaba mal y me recriminaba al no tener edad para esas lides. 
Nunca me gustó ser niño, no es que fuera traumático ni que tuviera una 
infancia difícil, es que era muy aburrido. Siempre deseé crecer para poder delei-tarme, 
disfrutar y compartir lo que es para mí lo mejor que existe en la tierra: la 
mujer.
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Volviendo a mi niñez, en los días de estío veraniego, había tardes en las 
que preparábamos una excursión con baño incluido al molino de Preguezuelo. 
Dicha propiedad se encontraba a media legua de la villa y teníamos la suerte de 
que Faustino, tío de Salva -uno de los chicos de nuestra pandilla- estaba a cargo de 
dicha hacienda con lo que cuando se ausentaban “los amos”, nos dejaba bañarnos 
en la alberca del molino como si de una piscina se tratara. El agricultor, hombre 
amante de los animales, llegaba hasta allí montando en su burro Potes. 
Un médico era el propietario del molino, los terrenos colindantes y el 
derruido castillo árabe -hay quien dice que la fortaleza no le pertenecía- y para 
nosotros era un lujo poder bañarnos allí. 
Debíamos de ser entre cuatro y seis chavales los que, montados en nuestras 
respectivas bicicletas, pedaleábamos hasta aquel rincón después de comer, a ple-no 
sol y sin echarnos la siesta. A mí nunca se me dio bien montar en bici, era de los 
normalitos, y casi siempre llegaba el último o de los últimos, cosa que nunca me 
importó ya que prefería pedalear a mi aire, imaginando historias, deleitándome en 
el paisaje de bajos y pelados cerros, viñas -de las que nos infl ábamos a comer uvas 
con los consiguientes dolores de tripa- e interminables olivares. 
En aquellos años llamábamos erróneamente a aquel término Prizuelo o 
Prieguezuelo y fue allí, en la misma carretera a pie de coger el camino que lleva al 
molino y al castillo donde vi por primera vez un bello y majestuoso halcón. 
Los restos de la fortaleza árabe de Preguezuelo se encuentran en lo alto 
de un cerro y para acceder a él, hay que pasar por los terrenos pertenecientes al 
molino con lo que lo visitábamos cuando los propietarios del molino no estaban. 
Con los años ya siendo adolescente fui a verlo en un par de ocasiones y en una de 
ellas, me llamaron la atención los propietarios de las tierras adyacentes y el molino 
alegando que al castillo no se podía subir, que no estaba permitido visitarlo ya que 
también era de ellos. 
El término de Preguezuelo pertenece a la villa de Gascueña y allí en el pue-blo 
pregunté en más de una ocasión a varios lugareños si el castillo pertenecía al 
médico dueño del molino o no. La contestación de los del lugar era que el castillo 
no entraba con los terrenos del molino pero sinceramente al no haber visto las 
escrituras de la compra-venta no puedo asegurar, ni me importa en absoluto, a 
quién pertenecen las ruinas de lo que fue fortaleza árabe. 
En la parte baja del castillo existe un foso natural por el que pasa un arroyo 
en el que abundan los juncos. Siendo niño se veía una boca que era una de las sali-das 
de huida que todos los castillos tenían por, si las cosas se ponían feas, escapar 
de allí. Quise meterme con la esperanza de poder ver aquellas galerías, aquellos 
pasadizos que tal vez me llevarían a alguna mazmorra donde encontrar algún ob-jeto 
de los tiempos medievales de guerras entre moros y cristianos, pero, aparte 
del agua que tenían -había que mojarse y meterse a gatas- a los pocos metros de 
iniciar “la aventura”, la galería estaba cegada por la tierra caída a lo largo de los 
años. 
Antes de que el molino perteneciera al médico, había tenido otros morado-res 
que trabajaban y vivían en él. 
Juana Cantero Canales -abuela de mi mujer- se crió allí ya que sus padres 
eran los encargados del molino en las décadas anteriores a nuestra última guerra
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civil. Aquella anciana menuda, que había sido muy guapa siendo moza, me con-taba 
que su padre Demetrio -apodado en el pueblo como “el tío raquilla”- ponía 
huerta en aquellas tierras y en más de una ocasión al cavar con la azada salieron 
restos de huesos humanos que tiraba a unos pozos cegados del derruido castillo y 
pequeñas monedas plateadas y doradas que aquel hombre, sin darle mayor impor-tancia, 
metía en un bote de cristal. 
Siendo adolescente me gustaba correr y en más de una ocasión entrenaba 
haciéndolo desde Gascueña a Tinajas. Preguezuelo está más o menos en la mitad 
del trecho y al pasar por aquel término, siempre he visto un halcón. Estas aves 
rapaces de color gris azulado y vientre blanquecino con manchas oscuras, conoci-das 
como halcón peregrino, pueden llegar a vivir hasta quince años, se alimentan 
de aves de tamaño medio, presas que cazan al vuelo, y raramente de pequeños 
mamíferos como ratas, liebres, ratones y ardillas. Son aves territoriales y general-mente 
vuelven a anidar donde la vez anterior utilizando cortados rocosos, peque-ñas 
oquedades o construcciones hechas por el hombre, con lo que aquel paraje de 
Preguezuelo es un lugar idóneo para ellos tanto en las cornisas de pared del cerro 
como en lo alto de las deterioradas torres que le quedan al viejo castillo. Entorno 
en el que abundan los pinos, agua y los chopos, chopera que podía ser mía desde 
hace años pero eso es otra historia. 
Ahora, a mis cuarenta y cuatro años, sigo pasando por allí, pero ya no voy 
corriendo ni en bicicleta. Voy en coche y no hay día en el que al levantar la vista 
al cielo, no vea un halcón peregrino sobrevolando aquellos cielos. Sé que no es el 
mismo pero también sé que es un descendiente del majestuoso halcón que vi por 
primera vez siendo niño. A veces paro el coche en la cuneta y me bajo un rato a 
verlo, a contemplarlo tan bello, tan rápido, tan poderoso, tan libre. 
Todo ha cambiado, todo cambia con el paso del tiempo, pero hay cosas 
que me gusta que sigan siendo iguales. Cosas como pasar por Preguezuelo y que 
las ruinas majestuosas de la fortaleza árabe sigan allí, vetustas, orgullosas de su 
pasado guerrero, regias. 
Cosas como que un magnífi co halcón me reciba -saludándome quizás- do-minando 
los cielos de aquel entrañable y bello paraje. 
FERNANDO JOSÉ BARÓ 
Verbo Azul
Fernando Fiestas
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De arriba abajo 
En lo alto de la azotea hacía un calor asfi xiante y demasiado viento, tanto que le 
costaba incluso respirar. De pronto se sintió preocupada. ¿Y si con un vendaval como 
aquel no llegaba a caer al suelo y se ponía a volar como un pájaro? Tal vez debería es-perar 
a que parase, así tendría la seguridad de que caería a plomo sobre el pavimento y 
no saldría volando para terminar posándose en una de aquellas nubes que eran arras-tradas 
a toda velocidad sabe Dios dónde. Hizo un gesto de fastidio. Otra vez estaba su 
imaginación haciendo de las suyas. Bien sabía ella que sólo los pájaros vuelan, pero le 
gustaba tanto imaginar situaciones imposibles que no había podido evitar la tentación 
de hacerlo también en un momento como aquel. 
Se acercó al borde de la cornisa mientras agarraba con fuerza la barandilla y miró 
hacia abajo preocupada. Si no calculaba bien y se desviaba podía caer en los setos del 
jardín y no en la acera, en cuyo caso el resultado tal vez no fuese el esperado. Se incli-nó 
hacia delante y recorrió la calle con la vista. Parecía vacía, no había riesgo de que 
alguien la viese e intentase convencerla de que estaba haciendo una tontería. No, de 
eso no tenía que preocuparse. A esas horas casi todo el vecindario estaría durmiendo 
la siesta o viendo la tele y un domingo de agosto a las cuatro de la tarde no era el mejor 
momento para pasear. Calculó la altura que la separaba del suelo. Era considerable, tal 
vez 20 metros, como le comentó el portero la primera vez que la vio subir allí arriba 
cargada con la máquina de escribir, la banqueta y la mesa plegable. Hoy también se 
había encontrado con él en la escalera, la verdad es que no había día que no se topase 
con Manuel, bien fuese al subir o bajar de la azotea. 
–Qué, Paloma, ¿va a escribir otro bestseller? –le había preguntado con ese tonillo 
socarrón que le caracterizaba–. Tenga cuidado que a lo mejor se la lleva el viento. 
El maldito viento. ¿Por qué soplaba hoy con tanta fuerza? Quitaba las ganas de 
todo. Ayer, cuando tomó la decisión, tan solo una ligera brisa había acariciado su pelo, 
la temperatura era agradable y la ropa tendida desprendía ese aroma a suavizante que 
tanto le gustaba y que había descrito con todo detalle en su última obra. Fue precisa-mente 
al hacer aquella descripción, tan crucial para el desenlace de la historia, cuando 
se dio cuenta de que no podía seguir así, ¡le costaba tanto pulsar las teclas…! La maldita 
artritis cada día se lo ponía más difícil, además su cabeza tampoco era la de antes, nun-ca 
le había costado tanto encontrar las palabras exactas ni los adjetivos adecuados para 
conseguir que una sensación tomase cuerpo. Entre unas cosas y otras había tenido que 
rehacer el texto varias veces, con la considerable pérdida de tiempo que eso suponía. 
Echó la vista atrás y revivió el momento en que entró en el despacho de Ángel 
Saavedra. Estaba nerviosa, cosa poco habitual en ella, y sin decir nada esperó a que él 
hablase primero. 
–Mientras leía me parecía estar oliendo a ropa limpia. Paloma, eres un genio 
¡y eso que trabajas como en el siglo pasado! –le había comentado su editor sujetando 
el borrador de la novela. 
Sonrió al evocar aquel cumplido y se sintió orgullosa de sus éxitos. Recordó la fa-cilidad 
con la que escribía hace unos años, cómo las ideas originales se peleaban entre 
ellas para ser las primeras en llegar hasta sus dedos y convertirse en historias; rara vez 
cometía errores y nunca equivocaba las palabras. No quiso entretenerse demasiado en 
ese recuerdo, lo apartó rápido de su mente y buscó en el bolsillo del vaquero una goma
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con la que hacerse una coleta que evitase que el cabello, demasiado largo para su edad, 
se le fuese constantemente a la cara. 
–Tenía que haberlo hecho ayer –pensó mientras se recogía el pelo. 
Sí, ayer. Recién tomada la decisión le hubiese resultado más fácil, pero no era el 
momento; demasiada gente en la calle; Manuel fregando el último tramo de escalera y 
la vecina del cuarto a punto de subir a tomar el sol como hacía cada día a esa hora. No, 
no habría podido, alguien la habría sorprendido y se lo habrían impedido. Para asuntos 
tan importantes como el que tenía entre manos necesitaba tranquilidad y sobre todo 
soledad. No le apetecía dar explicaciones a nadie. Por otro lado, ¿qué les iba a decir? 
¿Qué era algo necesario? Menuda tontería. La tomarían por loca y estaría en boca de 
todo el vecindario. Eso seguro. 
Miró de nuevo hacia abajo y se sintió triste. Terminar así parecía un poco injusto, 
la verdad. Retrocedió unos pasos alejándose de la cornisa y se volvió lentamente. Miró 
la máquina de escribir, que descansaba en el suelo dentro de su funda. Era una Olivetti 
Pluma 22 de los años 60. Con ella escribió el relato con el que ganó su primer certamen 
literario y con ella había escrito también su última novela, la que tanto trabajo le había 
dado. 
–No, no es justo. Escribiré una última nota, algo que sirva de recuerdo, y dé una 
pequeña explicación del porqué de un fi nal tan dramático –dijo en voz alta a pesar de 
que solo la acompañaba el viento. 
Se agachó y abrió la cremallera de la funda en que estaba guardada la máquina. 
De su interior sacó los folios que siempre llevaba allí y luego, muy despacio, como 
quien saca un objeto de cristal de roca de una caja en la que hubiese un gran letrero con 
la palabra frágil, fue sacando la Olivetti color crema. La colocó con cuidado en el poyete 
donde se dejaban las pinzas de tender la ropa, puesto que hoy no había subido la mesa 
plegable, y metió un folio en el rodillo. Fijó los márgenes como a ella le gustaban y clavó 
la vista en el papel. ¿Por dónde empezar? Lo que menos le apetecía en ese momento era 
ponerse a teclear sin tener una idea exacta de que escribir. 
–¡Esto es ridículo! –dijo cogiendo la máquina bruscamente y dirigiéndose a toda 
velocidad hacia la cornisa del edifi cio. Sacó los brazos por encima de la barandilla y 
sostuvo la máquina en el aire el tiempo justo para asegurarse de que no había nadie 
en la calle, tras lo cual, y casi a cámara lenta, separó las manos de la Olivetti que se 
precipitó al vacío y, ajena a la fuerza del viento, se estrelló contra el suelo haciéndose 
mil pedazos. 
–¡Pues no ha volado! –pensó un poco decepcionada. 
Durante un buen rato no pudo apartar la vista de lo que, tan solo hacía unos se-gundos, 
había sido su herramienta de trabajo. Fijó en su retina cada uno de los detalles 
de la escena que acababa de fabricar, y se preparó para regresar a su apartamento. Allí 
comenzaría a escribir un nuevo libro, cuyo primer capítulo se abriría con la detallada 
descripción de una máquina de escribir destrozada tras ser lanzada desde un rascacie-los 
por el asesino de un famoso escritor. Salió de la azotea y cogió el ascensor pregun-tándose 
si el ordenador que acababa de comprar le facilitaría tanto la tarea de escribir 
como le había asegurado su editor. 
MARTA SÁNCHEZ VALDENEBRO
61 
Crecer 
Los niños estaban inquietos, no había manera de llevarlos al orden. La clásica 
advertencia “como sigáis así, no van a venir” ya no daba resultado. 
─-Anita, anda, llévatelos a la terraza a que corran un poco─ le pidió la madre. 
Anita, que iba a cumplir nueve años, tenía una reconocida buena mano para 
los pequeños. Hacía de maestra o de mamá en los juegos con sus hermanos y, 
cuando salían al campo con otras familias, se encargaba de entretener a los chiqui-llos 
mientras las madres charlaban. 
Aquellos Reyes eran los primeros en los que ya sabía el secreto. No se lo había 
dicho nadie, pero el año anterior descubrió, en el fondo del bolso materno, una 
moto en miniatura que, después, apareció entre los juguetes que le trajeron los 
Reyes a su hermano pequeño. Aquel hallazgo fue un revulsivo en sus sentimien-tos: 
por un lado, una fuerte decepción, la primera importante en su vida, y por el 
otro, una sensación de madurez, de sabiduría... Al fi n sus dudas y pesquisas se ha-bían 
acabado: llevaba tiempo observando y haciéndose preguntas pero, ahora que 
la magia tomaba tierra, el constatar que ya no podría creer en un trasvase entre el 
mundo tangible y el de los sueños la llenaba de melancolía. 
Estaba dispuesta a preservar su secreto y a que sus hermanos siguieran dis-frutando 
del bellísimo cuento. 
Subieron a la terraza. Las Navidades allí, tan al Sur, eran templadas y llenas 
de luz. La terraza donde se asoleaban las sábanas, semejaba una barca reposando 
al sol con las velas ondeando al viento, y jugaron a piratas. La llegada de Paca, a 
recoger la ropa blanca, le puso fi n. 
El sol empezó a bajar por el lado del aljibe. El viento trajo la llamada a la 
oración desde la Mezquita del Tesorillo: “Allahu akbar” . “Dios es el más grande”, 
tradujo Ana. Los niños se quedaron quietos, atentos al ritmo de la voz. A veces, en 
la madrugada, cuando el viento venía del sur, esa misma voz los arrullaba en sus 
lechos y los envolvía con la paz de lo conocido. 
El cielo empezó a cambiar de color: un azul casi añil sustituía al blanco azula-do 
de las primeras horas de la tarde. 
Se asomaron al grueso barandal de la terraza, los pequeños con las cabezas 
entre los balaustres. El telón del crepúsculo bajo rápidamente. Ana miró al este. 
Allá, por el lado de las montañas de la Mujer Muerta, lejos, casi sobre Argelia, 
acababa de aparecer la primera estrella.
62 
─ Quizá sea Venus─ pensó, recordando las lecciones de su padre. 
Las demás estrellas aparecieron enseguida. La primera aumentó su tamaño 
y entonces, dijo: 
─ Mirad, allí está la Estrella de los Reyes, fi jaos qué deprisa vienen─ . 
Se hizo el silencio. Anita sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas al compás 
de la emoción que su propia mentira le producía. 
Un grito unánime atravesó el espacio: 
─ Sí, es verdad, ya vienen, vamos, vamos a casa ─y bajaron corriendo las es-caleras. 
─Mamá, mamá, ya vienen, los hemos visto, ya vienen─ 
La hermana, mayor, se demoró en el descenso. 
CONCHA GARCÍA DE LOS ARCOS 
Verbo Azul 
(Primer premio Concurso Literario 
Ciudad Lineal 2011. Madrid)
63 
¿Soy yo el cuerpo con el que me identifi co? 
Mi cuerpo es como una casa: Tiene las ventanas por donde entra la luz, por 
otras el aire para ventilarse. La boca es la cocina por donde pasan los alimentos y 
también tiene su retrete. Es un hábitat de los llamados inteligentes, con un orde-nador 
central, el cerebro, que, a través del complejo cableado del sistema nervioso, 
sabe controlarlo todo. El armazón son los huesos. Las tuberías son las venas, im-pulsadas 
por el corazón. y así podríamos seguir con muchas más analogías. 
Pero, en esta noche de luna llena, cuando todo está funcionando perfecta-mente, 
me surgen, como en otras ocasiones, esas preguntas que me atormentan: 
¿Quién habita esta casa? ¿O es simplemente un edifi cio vacío? 
ÁNGEL MUÑOZ 
Verbo Azul
64 
Un vértigo interno 
A Fernando Fiestas 
Eso es imposible, se dijo varias veces, uno no puede precipitarse de esta ma-nera, 
cómo podría ser, uno no puede caer dentro de sí mismo, nadie puede… Y, sin 
embargo, eso fue realmente lo que le ocurrió aquella tarde de mayo apenas unos 
minutos después de salir de la ofi cina. Había cogido el ascensor del edifi cio donde 
iba a comer a diario y, en el momento en que éste se ponía en marcha con una pe-queña 
sacudida, le asaltó aquella extraña sensación; el ascensor inició su ascenso, 
y él empezó a caer dentro de sí mismo, caía por el espacio de su propia conciencia 
y, por tanto, en presencia de todas las visiones que cabe esperar encontrar en una 
experiencia semejante: recuerdos, imágenes e impresiones recientes de todo lo 
que había ocupado aquel día y el día anterior, así como la noche y, por lo tanto, 
sus sueños y el esfuerzo que le había supuesto levantarse aquella mañana, y las 
imágenes (¿o eran sus propias fantasías?) de aquellos con los que se había cruzado 
o con los que había estado hablando, además, por supuesto, de las palabras y los 
sentimientos vinculados a esas conversaciones y, junto a ello, un cúmulo de obje-tos 
diversos: su corbata, el espejo donde se había mirado, las hojas, el ordenador, 
el lápiz, los zapatos brillantes de la secretaria, el sol intenso que se refl ejaba en 
el pequeño cristal de su reloj, incluso el ruido persistente de una alarma que ha-bía 
saltado en un edifi cio vecino y le impidió concentrarse durante un largo rato. 
Sin que comprendiera aún cómo podía estar ocurriendo, aquella caída constituía, 
al mismo tiempo, un insólito reencuentro con su pasado y con el cúmulo de sus 
sensaciones más recientes, con el mundo real e inventado que poblaba aquel in-terminable 
paisaje interior por el que se precipitaba aumentando a cada instante 
su vértigo, que no era, en realidad, sino la manifestación de que había perdido pie 
dentro de sí mismo. 
Era algo semejante, me dijo, a lo que debió vivir aquel famoso personaje del 
escritor inglés Lewis Carroll, pero, sin embargo, distinto y, sobre todo, peor, por-que 
no era por ningún túnel, ni a través de ningún pasadizo extraño e inesperado 
por donde se precipitaba para llegar a otro mundo: durante todo el tiempo que 
duró su experiencia, él seguía allí, dentro de sí, en aquel lugar o espacio (era difícil 
decidir qué palabra convenía emplear) que se conoce como la conciencia, que unos 
llaman el mundo interior y otros el espíritu, y que vivimos a menudo como una 
persecución de nuestra propia sombra. 
No se trataba, desde luego, de un cambio de ánimo, o de una sensación pa-sajera 
como tantas, el rapto, por ejemplo, de quien se cree en algún infi erno o el 
que llora un éxtasis que ha sentido al alcance de la mano, ni se trataba del acceso 
a otra época porque dentro de él las fronteras del tiempo se hubieran desvaneci-do 
milagrosamente; no, él se precipitaba realmente, había sido como propulsado 
por una fuerza difícil de explicar y recorría un espacio propio, el espacio de su 
mente, sin comprender por qué, pero preguntándose mientras lo sufría si no le 
era posible hacer algo para evitarlo. Y en un esfuerzo por tranquilizarse y detener
65 
esa sensación, se apoyó contra una de las paredes del ascensor y, por extraño que 
pareciera, trató de desafi ar su propia conciencia o darle un sentido de realidad, 
pero era evidente que si aquello le estaba ocurriendo era porque había perdido el 
control sobre la manera en que su conciencia operaba, y, fi nalmente, su empeño 
no hizo sino empeorar las cosas. En su esfuerzo por calmarse, en un gesto instin-tivo, 
había cerrado los ojos, y en medio de esa oscuridad, su vértigo se multiplicó 
hasta el punto de obligarle prácticamente a echarse al suelo temiendo precipitarse 
él mismo a algún vacío, aunque fuera difícil concebir cómo, puesto que estaba 
encerrado en aquel pequeño espacio de cristal. El sudor le había empezado a em-papar 
prácticamente la frente, y dijo haber sentido un pequeño temblor, la prueba, 
según él, de que la resistencia de su cuerpo estaba empezando a fl aquear, pero aún 
le quedaba por vivir el último capítulo de esa experiencia: la visión de su propia 
fi gura, de su cuerpo mismo, como parte de ese peculiar espectáculo íntimo al que 
asistía desde hacía algunos momentos. Aquello era mucho más de lo que podía 
concebir: ¿él mismo precipitándose entre sus propios recuerdos? ¿Qué era enton-ces 
lo que estaba viviendo? 
El ascensor se detuvo indicando con un pitido que había llegado al último 
piso. Abrió los ojos y contempló la amplia panorámica de los tejados de la ciudad. 
Se incorporó y, casi al mismo tiempo, las puertas se abrieron. Dio dos pasos con 
difi cultad, casi tropezando, y salió. 
En esos momentos, me dijo, creía haber visto una forma terrible de la inmor-talidad. 
RAMÓN DE LA VEGA 
Verbo Azul
66 
Jardineros del lenguaje. 
Montero Glenz 
“Navajero de la literatura”, le llamó Raúl del 
Pozo, cuando Montero Glenz irrumpió en el 
panorama literario. Este virtuoso de la pluma 
y el ingenio, jardinero del lenguaje exuberante, 
pirotécnico de las palabras, provocador como 
nadie en el predicado, iluminó el mercado li-terario 
con su primera novela, una obra inso-lente, 
brillante y canalla, “Sed de champán”. 
Ingenioso y chulapón, se recrea con viveza y 
originalidad al tejer un lenguaje mordaz y esti-mulante, 
describiendo a los personajes con un 
donaire que atrapa al lector. A una puta la pre-senta 
de esta guisa: “Una negra de novela con 
las piernas engrasadas como armas de fuego. 
Lleva una bala en cada ojo...” Impresionante 
total. Leerle es un placer para quien valora el 
ingenio y la originalidad. Se le intuye cínico y 
ambicioso, y lo que más le caracteriza es que 
es literario hasta para toser. 
Arturo Pérez Reverte, confuso, escribiendo 
de Montero: “Le envidio la prosa a ese hijo de 
puta, lo juro. Por sus páginas contundentes 
como un puñetazo o un golpe de navaja en la 
entrepierna”. 
Le pidieron a mi paisano madrileño, Montero 
Glenz, que diera un consejo para los escrito-res 
primerizos. Montero sacó de su montera 
lo siguiente: “No doy consejos, tan sólo sugie-ro, 
y aquí van mis dos sugerencias: la primera 
que lea y la segunda que disfrute lo que lea”. 
Al que ama el ajardinamiento del lenguaje se 
le alterará el pulso al leer a Montero Glenz, no 
le cabe otra, al quedar seducido por la prosa 
luminosa que cala los sentidos, haciendo per-der 
el aliento ante el gozo de la borrachera de 
originalidad y seducción de este atrevido es-critor. 
Montero Glenz vive fuera de los libros como 
si estuviera dentro, alborotando a los pensa-dores, 
mostrándose como una montaña de 
alegría, pregonando que en la estación de los 
sueños está prohibido, terminantemente, que-darse 
dormido, que hay que vivir intensamente 
ya que cada día en la vida de un ser humano 
es un día más y un día menos. Mostrándonos 
su afectividad, bien sabe que el hombre es 
triste pero si se le quiere se pone alegre. 
Es un arquitecto de sentimientos y sensacio-nes 
literarias, conoce al dedillo las coordena-das 
de la conciencia y del alma, por eso su 
pluma es onírica. 
“Jardinero de la originalidad” 
JOSÉ BÁRCENA 
Verbo Azul
67 
Aproximaciones críticas y otros argumentos 
MANERAS DE VOLVER. 
Rafael Soler 
Alguna vez el hombre, el poeta, se sienta a contemplar el 
mundo sin disfraces, a cara descubierta, dejando que cada luz vaya 
posándose, con su efecto inmediato, para iluminar todas las espe-ras, 
todas las penumbras. Rafael Soler regresa así, con las manos 
abiertas y el corazón en vuelo, para ofrecernos en estas “Maneras de 
volver” (Vitruvio, 2011) una visión nueva, diferente. Su mirada, a un 
tiempo descarnada y dulce, disecciona la realidad al margen de los 
ecos. Fruto de la más variada y ecléctica poética, el poemario recrea 
un erotismo fértil, primigenio, en el que la palabra acoge, muta, desordena; es un golpe de sol 
entre rocas, una encina en el agua. 
“Yo no traje los acantilados/ a este páramo de sangre”, nos dice Soler a modo de 
disculpa. Y es a partir de esta premisa como va construyendo, sombra a sombra, un conjunto 
de poemas grito, de asideros al borde del relámpago. Nada es aquí lo que parece ser; el poeta 
se implica y nos implica, nos sacude con el gesto fugaz de la inocencia, con la complicidad de 
la memoria justa. Y es que todo crece alrededor de los escombros, todo fl uye más allá de las 
ausencias. “Maneras de volver” es, pues, una obra cálida, de compromiso, que busca en el lector 
un posicionamiento íntimo, sustancial. Nacen así, junto a la más acendrada ternura, versos fuer-tes, 
durísimos, de emoción contenida y cuidada forma. El poeta se debate entre la necesidad y el 
desarraigo, entre la negación y la búsqueda. “De ocasiones perdidas los bolsillos llenos” - dice, 
y desde esa misma concepción convexa de la vida, va componiendo un mosaico desde el que 
podemos vislumbrar una personalidad poliédrica, multiforme. 
Articulado en tres partes -tres maneras distintas de volver- el poemario representa un 
itinerario personal y poético, no en vano es esta la carta de embarque con la que Rafael Soler 
regresa al mundo de la edición después de un prolongado silencio. “En este lado la tierra es un 
presagio”, una barca varada, una voz sufi ciente. Y en esa desolación, en ese deslumbramiento 
sobrevive el poeta a solas con sus miedos. 
La voz poética de Rafael Soler regresa renovada del dolor, del intercambio. Y lo hace 
con toda la intensidad, con el mar gritando a plena luz entre sus versos. Es la suya una mirada 
cáustica sobre las cosas, sobre todo lo que de realidad hay en el ser humano. Es, podríamos de-cir, 
un poeta del desarraigo, un hombre en lucha consigo mismo, con su propia manera de ser y 
de relacionarse. “Afuera quedáis todos/ ceñida la costumbre de preguntar lo justo entre la niebla 
triste” - dice - y sin embargo se aplica en contradecir esta afi rmación durante todo el poemario. 
No es, como podría deducirse, una obra triste, dolorida; el poeta conoce la desolación, todos los 
caminos y las luchas, pero no se resigna, antes bien, se esfuerza por seguir adelante en unos 
versos cargados de positivismo, de propósitos. “Ahora necesito/ una frente nueva que me separe 
del suelo”. 
Y sigue caminando. “No basta desearlo”, hay que intentar volver de la renuncia y rees-cribir 
los sueños. Al otro lado siempre habrá alguien dispuesto a la esperanza. 
Ana Garrido
68 
MEMORIA DE LO USADO. 
Manuel Cortijo Rodríguez 
Manuel Cortijo Rodríguez se asoma a un tiempo pasado, a 
unos días fi nitos que recobran su plenitud en el recuerdo. “Memoria de 
lo usado” (Diputación de Albacete, 2012) es una obra de madurez, de 
reposo, de respuesta. Tal vez era imprescindible el tiempo trascurrido, 
la larga espera, la confusión, a veces, del dónde y para qué. Tal vez no 
somos nosotros lo que decidimos, tal vez es el poema el que busca su 
edad precisa para darse a conocer, para encontrar la mano que vaya, 
poco a poco, haciéndolo caligráfi ca vida, musical vivencia, sesgo. 
Tal vez su anticipación hubiera sido un libro malogrado, una urgencia sin sazón sufi cien-te, 
sin envero. Por eso, Manolo Cortijo, tan fácil en entregar su amistad, su bonhomía, su bienha-llada 
licencia, ha demorado este trabajadísimo regalo, este sabio acontecer de su trayectoria en 
verso y en lugar, en habitación impresa, en gozosa sinfonía. 
“Hacemos por volver, y es siempre el mismo/ aire quien nos empuja”, siempre la misma 
sed, la misma franqueza. Pero el paisaje es otro, otra la forma de mirar, la transparencia. Versos 
cargados de nostalgia que son, a un tiempo, introspección y búsqueda, apertura y hallazgo. 
El poeta no se conforma con la luz, quiere hacernos partícipes de cada iluminación, de cada 
regreso. Así, con esa serenidad que dan los años, nos muestra un mundo, el suyo, en una 
suerte de aproximación, de advenimiento. El tiempo como alambique, como útero, como camino 
inexcusable de la vida, de la misma muerte, es, ha sido y será la manera elegida por el poeta 
para desguarecer sus últimas defensas, para abrir las puertas a ese lírico interior celosamente 
abrigado, largamente vivido. 
Concebida como itinerario, como camino iniciático, la obra está divida en tres tramos, 
tres miradas que, a partir del poema prólogo, nos sitúan en la localización espacio temporal del 
poeta. En ANTES, el poema va reinventando nítidos momentos y personajes fuertemente pren-didos 
en el álbum vital del escritor. La recreación de esos momentos de niñez, de aprendimiento, 
de participación en la vida que se percibe como nebulosa posible, “vivir, mientras venían / de 
cara la media y el sol de la inocencia”. Y, aquí y en todo momento a lo largo del libro, la refl exión 
metapoética imprescindible, la introspección, el dialogo del hombre con el hombre. 
La fugacidad del instante, su incertidumbre, nártex y atrio de la refl exión vital, ocupa la 
segunda parte de este poemario, AHORA. “Ahora, madre, ya ves / que sé cuanto dolor fui tuyo”. 
La búsqueda como resurrección, como motivo, como descubrimiento. 
En la última parte, DESPUÉS, la mordedura de lo por venir da lugar a poemas de un 
enorme dramatismo, de desgarrada fuerza poética al albur de los fi lamentos del lenguaje. La 
palabra como redención, como asidero, como bálsamo, única realidad y única creencia. “Quedar 
con el futuro es un afán de irse…/el saldo que nos cuadra el desamparo / del nombre de las 
pérdidas”. “Un día te despiertas y te encuentras / que no hay nada alrededor, sólo hora vendidas 
/ de palabras sin aire”. 
“Ahora es tiempo de un tiempo por venir, / por escribir la vida en descendente”, ahora 
es tiempo de arenas y de dólmenes, “en tanto el tiempo quiera/ llevarnos en su andar, mientras 
vivimos”. Quizá la vida aún nos acompañe. 
Ana Garrido /Juan José Alcolea
69 
Manuel Laespada Vizcaíno obtuvo con “El envés del espejo” 
(Vitruvio, 2011) el V Premio de Poesía “Vicente Martín” del Ayunta-miento 
de Torrejón de la Calzada (Madrid). Es esta una obra de trán-sito, 
un intento de reconciliación con la inmanencia. El poeta camina, 
observa, se interroga, acaso sin esperar respuesta, en un itinerario a 
modo de viaje interior y circular, de refl exión interna y necesaria. Y es 
que aún quedan colores a la luz de la sombra, aún gritan las cigarras 
en el pecho, las gaviotas alrededor de la esperanza. 
Versos ágiles, brillantes, cargados unas veces de fi na ironía y otras - las más- de una 
exquisita ternura. Metáforas que sorprenden y sacuden, que acarician y lloran, que germinan 
más allá de los escombros. “Todo lo que hemos sido/ queda cuando pasamos/ en la memoria 
oculta de la piedra”. Y es precisamente en ese pasar, en ese abozalarse los rincones, donde el 
autor encuentra su bagaje poético, el punto de partida, la emoción que le da vida y lo sustenta. 
“Por el dolor se sabe que vivimos”- afi rma el poeta a modo de sentencia a partir de la 
cual articula el poemario. Por el dolor existe el hombre y su recuerdo. Y lo hace a modo de ar-tifi 
cio, como si se dirigiera a un interlocutor inanimado, malaviz, que encarna toda la sed, todo 
lo perdido. Porque “El envés el espejo” es, a fi n de cuentas, una obra catártica, liberadora que, 
a través de una cuidadísima transposición lírica, trata de exorcizar todos los demonios, todas 
las mentiras. Es un espejo universal y cóncavo, ideado casi a manera de esperpento revisitado, 
una realidad que muestra al mismo tiempo que deforma. Y es precisamente en esa deformación 
donde lo refl ejado encuentra su verdadera esencia, los límites de lo que le es irrenunciable y 
propio. Laespada Vizcaíno nos pone frente a un escenario - el nuestro - para enfrentarnos a 
lo que seguramente no queremos ver, para hacernos partícipes de nuestro dolor, de nuestra 
desmemoria. Quizá sea esta su intención última, ayudarnos a descubrir, ante nosotros mismos y 
ante los demás, lo que el corazón guarda, lo que atesora. 
El poeta atraviesa un mundo sinuoso, difícil, un mundo que le es hostil, a veces hasta 
imbatible. Pero no lo hace solo, invoca al menos, sobre todo hacia el fi nal del poemario, un amor 
redentor y cuasi místico, un tú impersonal y trascendente. “Otros (acaso yo)/ buscamos la coar-tada 
de unos labios/ donde habitamos y que nos redimen”. 
“La piedra, el sol, el agua nos recuerda/ que inútil es huir, que no hay caminos”. No hay 
caminos, es cierto, al menos un camino trazado mínimamente transitable. El camino, el destino 
ha de ser siempre único, individual y ajeno a cualquier intento de dirección externa. Cuando no 
basta el aire para llenar los pulmones, cuando necesitamos más de un asombro, más de una 
sequedad, sólo permanece la palabra. Y el corazón en llamas. 
Ana Garrido 
EL ENVÉS DEL ESPEJO. 
Manuel Laespada
70 
A veces el viento llega y nos sorprende absortos, desguarne-cidos, 
a solas con nuestra propia tristeza; a veces se precipita el sol 
sobre los ojos y amanece, como a tientas, una nueva esperanza. A 
partir de una sinécdoque un tanto arriesgada, Teresa Núñez teje una 
personalísima visión de la vida de Francisco de Asís, El juglar de los 
pájaros (CELYA, 2011). Contra lo que pudiera parecer en una primera 
y no demasiado detenida aproximación, no es este un libro de temá-tica 
religiosa. La autora se apoya en la fi gura histórica del santo para 
intentar una trasposición alegórica de su propia personalidad poética. 
Siendo uno de sus libros más trabajado, quizá sea también del que se sienta más pro-fundamente 
satisfecha. Con él obtuvo el V Premio de Poesía “Ciudad de Pamplona”, galardón 
que viene a sumarse a su ya larguísima lista de reconocimientos. Con una mirada sutil, sigilosa, 
casi de puntillas, la autora se adentra en la trayectoria vital de un hombre, Francisco, para darnos 
cuenta de lo que de íntegro hay en cada ser humano. “La estirpe que me nutre ya no lleva familia/ 
ni apellido/ ni mundo”. Teresa Núñez acaricia la luz y la dibuja, habla desde el corazón de las 
luciérnagas. Y ahí, en ese rincón furtivo al norte de la prisa, nos devuelve esa misma luz, ese 
milagro. 
Estructurado en cinco tramos que son al mismo tiempo los cinco capítulos principales 
de la vida del protagonista, el poemario funciona como un mecanismo perfecto. Cada pieza, cada 
elemento está donde debe estar, en el lugar exacto que le corresponde. Nada puede cambiarse, 
nada puede ser alterado sin que el conjunto se desestabilize o se resienta. Así, encontramos, a 
modo de columna vertebral, tres poemas titulados unívocamente Mi dama, que marcan el deve-nir 
biográfi co, la transformación del hombre y del espacio. 
Con un lenguaje exquisitamente cuidado y una versifi cación limada hasta el extremo, 
Teresa Núñez parte de un posicionamiento noético de la realidad que sostiene toda la línea 
argumental de su obra. Su mirada no juzga, no interpela, se limita a plantearnos, “granada a 
fuego vivo”, la senda hacia un amor universal y absoluto. La voz poética se desdobla, pasa del 
yo lírico en primera persona al narrador omnisciente para ofrecernos una mejor y más completa 
aproximación a la historia. 
La autora, convencida de que aún es posible la esperanza, con una forma de expre-sión 
que en ocasiones raya el más puro misticismo, nos recuerda la forma inhabitable de las nu-bes, 
la voz que hace posible la palabra. Y se entrega, la herida por los ojos y el corazón en vuelo. 
“Cuando la sombra” volverán a agitarse los heraldos, volverán a decirse las esclusas. “Dadme la 
piedra,/ la piedra con que manchar la espiga./ Nunca el olvido”. Nunca. 
Ana Garrido 
EL JUGLAR DE LOS PÁJAROS. 
Teresa Núñez
71 
“El color de la tinta (Poesía 1962-2012)” (Vitruvio, 2012) reco-ge 
toda la producción poética de Nicolás del Hierro, al menos la que 
él mismo ha seleccionado a la luz de su mirada actual. Desde que en 
1962 publicara “Profecías de la guerra”, han sido cincuenta años de 
incansable labor, una vida absolutamente volcada en la Poesía. Poeta 
de palabra recia, fi rme, de hondo humanismo, nos ofrece aquí una 
retrospectiva revisada de su obra, una obra compacta, limpia, perso-nalísima. 
Porque el poeta, ese hombre nacido por y para la esperanza, 
atraviesa los puentes y los valles, se da sin tregua en la consumación 
de los veneros, en la resurrección de los abrazos. 
La escritura de Nicolás del Hierro parte de un posicionamiento a ras de tierra, de un 
compromiso solidario con la realidad. Lejos de modas y movimientos generacionales, nunca ha 
querido someterse a reglas externas y ha seguido su camino, su propio e irrenunciable camino, 
al margen de cualquier norma. Manchego de nacimiento y de corazón, nunca ha renunciado a 
la herencia recibida en su Piedrabuena natal a orillas de su añorado Bullaque. “Es el viento leja-no,/ 
la palabra, el origen,/ un camino hacia el prisma/ que incendiaba la sangre” –dice, y en ese 
mismo incendio se consume. 
El libro, además de los poemas seleccionados por su autor, incluye dos poemarios inédi-tos, 
de los que precisamente el último da título general a la obra. Nicolás del Hierro es - ha sido 
siempre - un poeta sobrio, contenido, sin demasiadas concesiones a la imagen. Sin embargo, 
en los últimos tiempos se ha decantado por un tono más lírico, más esteticista, donde la palabra 
alcanza toda su fuerza expresiva, toda su capacidad de sugerencia. Metáforas frescas, cuida-dísimas, 
poemas que son destello, fl oración, alimento. “No dejes que te atrape, no, la noche/ 
con el dolor prendido en tu mirada,/ la tarde y su crepúsculo dorado/ pueden darle más luz a tu 
esperanza”. 
“El color de la tinta” es, como decimos, un libro imprescindible para conocer el legado de 
un autor, la tinta de esos versos escritos entre el desencanto y la desolación, entre la contempla-ción 
del pasado y la confi anza absoluta en un futuro todavía oscuro pero que se adivina cierto, 
inevitable. Nicolás del Hierro es un poeta intuitivo, cercano, absolutamente vitalista. Siempre ha 
sabido “que hay un charco de luz/ donde los pájaros”, “que está la tierra a punto, que habitamos/ 
el momento ideal para un principio”. Y es por eso, tal vez, que no ha querido renunciar tampoco 
aquí, en esta desmedida primavera, a lo que ha sido siempre nota característica de su poesía. Su 
mirada, atenta a todo lo que le es propio, necesario, recala una vez más en un cierto pesimismo, 
en una postura ciertamente crítica, doliente. 
“Sí,/ si todo es muy sencillo:/ basta romper un poco con el miedo/ y decirle que sí a las 
amapolas”, basta dejar amanecer a las cigüeñas. “¿O es, acaso, el misterio/ lo que alimenta el 
alma?”. 
Ana Garrido 
EL COLOR DE LA TINTA. 
Nicolás del Hierro
72 
Esperar es a veces aprender a mirar, sentarse a ver caer el 
sol sobre los ojos, el cielo sobre la lentitud de los veneros; mirar es 
rendirse sin rencor a la palabra. Miguel Galanes, poeta de recono-cida 
trayectoria y extensísima obra, ha querido aquí, en este “Divino 
Carnaval” (Vitruvio, 2012) que ahora nos ofrece, asomarse a su propia 
realidad desde una nueva perspectiva, desde una nueva esquina del 
silencio. Sabedor de que todo lo tocante al hombre es efímero, busca 
dejar constancia de su paso, noticia de su devenir sobre la tierra. 
El poemario presenta una estructura cíclica, bidireccional, en dos partes, dos modos 
de aproximación, precedidos de varios textos en prosa que pretenden situar al lector, hacerle 
partícipe del posicionamiento inicial del poeta. Ya desde el subtítulo, El canto de Deucalión, 
nos remite a un mundo mítico, arcano, en una alegoría de un nuevo nacimiento, de una nueva 
oportunidad para la dicha. 
Galanes nos devuelve a un punto primigenio, idílico, y desde él refl exiona sobre la sole-dad 
como única manera de relacionarse en un mundo inhóspito, triste, ajeno. Desde el castillo 
de Calatrava la Nueva, última posesión de la esperanza, el poeta reconoce rostros, paisajes, 
circunstancias, y forja así un inteligente juego de contrastes que busca provocar en el lector un 
cierto recogimiento cuasi místico. “Un pozo es un círculo hacia/ adentro. El centro de otro centro”. 
Una a una las máscaras van cayendo, van agotando el roce de la piel, la necesidad de la palabra. 
Todo queda, al fi n, al descubierto. 
Maestro de poetas, Miguel Galanes se mueve como nadie en el verso clásico, pero tam-poco 
renuncia a la levedad del versolibrismo. Sin embargo, en este libro ha preferido mantenerse 
dentro de la métrica, dejándose mecer por el ritmo ágil del eneasílabo. Contra lo que pudiera 
pensarse, la voz del autor surge clara, alta, libre, como si la misma constricción le diese a la 
expresión poética unas alas desconocidas, mucho más elevadas y ciertas. 
El libro está escrito en un lenguaje fl uido, lleno de referencias clásicas, que no desdice 
en absoluto su vocación de universalidad. El poeta encuentra en la otredad su complemento, la 
fuerza que precisa para llevar a cabo una renovación que adivina urgente, irrenunciable. Es un 
diálogo del hombre con el hombre, la naturaleza misma dando voz a los sin voz en una idealiza-ción 
cuasi panteística. 
Rindámonos al tacto y a la alquimia, aún es tiempo de soles y de labios, “que el claros-curo 
carnaval,/ y los alardes de este mundo,/ al estar vivo, así lo afi rman”. 
Ana Garrido 
DIVINO CARNAVAL. 
Miguel Galanes
73 
PEREGRINO DE SUEÑOS. 
Elisabeth Porrero 
Quien, además de tener la posibilidad de recrearse en la lec-tura 
de “Peregrino de sueños” (Colección Ojo de Pez, Biblioteca de 
Autores Manchegos) de Elisabeth Porrero, ha sido señalado por la 
suerte de recibir desde la propia voz de esta joven realidad poética el 
regalo de su lectura, tiene una doble capacidad de acercamiento a los 
poemas que en el citado libro se desgranan. 
Porque Elisabeth, per se, sin el muro protector de su capaci-dad 
poética, es una persona entrañable, cercana y comunicativa que, 
a través de esa voz a la que ella misma personifi ca a lo largo del texto, 
enseguida se posa en los cordiales rincones de quien la escucha. 
“Peregrino de sueños” es un libro iniciático, no sólo por ser el punto de salida editorial 
de esta poeta, sino porque, como ya indica Pedro A. González Moreno en su introducción, todo 
viaje, toda peregrinación es, tiene un marcado carácter de iniciación y a la vez de permanencia. 
Desde el principio la autora pone como cimientos de su caminar, y, a la vez, como re-ceptores 
de su diálogo poético cuatro elementos básicos: La voz del propio cantor como instru-mento 
y como esperanza (“por encima del tiempo está tu voz/… Tu voz es la derrota de todos 
los olvidos”, “Tu siempre haces posible la belleza”), el recuerdo y por ende su contrario el olvido 
(“El recuerdo es el punto de partida/ y también de destino…”, “Coleccionar instantes es vivir”), 
el paisaje, éste en sus múltiples acepciones, tanto de los encontrados en el horizonte óptico 
de su mirada, como de los paisajes humanos a los que accede desde su personal apreciación 
subjetiva. Esta multiplicidad de escenarios obrarán como hitos de su viaje y como hacedores de 
su propia identidad y de su autobiografía (“Es cierto que el paisaje/ va trazando en las venas… 
senderos íntimos”), y por último el camino como razón última de la existencia en una personal 
visión del fl uir machadiano (“siempre hay guardado un río en la memoria/ que fl uye ajeno al 
tiempo y su erosión”). 
A lo largo del libro, las personifi caciones, las suaves aliteraciones (“se torna brisa suave 
que besa cicatrices”), los juegos casi visuales de su decir y siempre la justeza en el adjetivo y la 
economía en el adverbio imprimen a su lenguaje un personal desarrollo eufónico y deslizante, 
llenos de lirismo y personalidad. 
Nuestro saludo ante este primer libro, que pone muy alto el nivel para la posterior y ya 
necesaria y esperada obra de esta joven poeta manchega. 
Juan José Alcolea
Indice de textos publicados 
LUZ PICHEL. Ahora .................................................................................... 5 
DAVINA PAZOS. Ya ni todas las palabras .................................................. 7 
ANTONIO GARCÍA DE DIONISIO. Dulcísimos Arropes .......................... 9 
ROSA JIMENA. Manifi esto ....................................................................... 10 
FERNANDO FIESTAS. En tu busca ........................................................... 11 
JUAN JOSÉ ALCOLEA. Transparente usura ............................................13 
JOSÉ LUIS MORALES. La espera .............................................................14 
ANA GARRIDO. A la altura del fuego ........................................................17 
JOSÉ MARÍA MUÑOZ QUIRÓS. Orígenes .............................................. 18 
CECILIA ORTEGA. A punto de romper .....................................................19 
RAFAEL SOLER. Cata apresurada de Silvia Eliade ..................................21 
ISIDRO SÁNCHEZ BRUN. Cristal de agua y luz ...................................... 22 
NIEVES ÁLVAREZ. EROS Y THANATOS. Recuerdo fugitivo ................. 23 
CRISTINA COCCA. Ulises habla a Penélope ............................................ 25 
VICENTE MARTÍN. Aquí .......................................................................... 27 
FRANCISCO CARO. El bosque .................................................................28 
ANTOLÍN AMADOR. Algunas veces pasa .................................................31 
ISABEL MIGUEL. Voz y silencio .............................................................. 32 
MANUEL LAESPADA. Hasta .................................................................... 33 
JOSÉ MANUEL F. FEBLES. No quiero aceptar ....................................... 35 
MARY-SANTOS CABALLERO MURILLO. Huye la luz ........................... 37 
HORTENSIA HIGUERO. Esta ..................................................................38 
ROCÍO ORDÓÑEZ RIVERA. Hielo azul ................................................... 39 
ARMANDO GALLEGO. Voz .......................................................................41 
TERESA DE JESÚS RODRÍGUEZ LARA. A veces promesa ....................42 
JOSÉ MARÍA GARRIDO. La fe, en la locura ............................................ 43 
LOLA SANZ MURILLO. Sin ser el dios de tu secreto ............................... 45 
EVA BARRO GARCÍA. Sólo fue un accidente ........................................... 47 
MARISA GONZÁLEZ. Dorita, mon amour ...............................................49 
JOSETO ROMERO. Príncipes tomate .......................................................51 
ENCARNA MARTÍNEZ OLIVERAS. Tal vez, en el azul más profundo ... 52 
FERNANDO JOSÉ BARÓ. El halcón de preguezuelo .............................. 53 
MARTA SÁNCHEZ VALDENEBRO. De arriba abajo .............................. 56 
CONCHA GARCÍA DE LOS ARCOS. Crecer .............................................58 
ÁNGEL MUÑOZ. ¿Soy yo el cuerpo con el que me identifi co? ................60 
RAMÓN DE LA VEGA. Un vértigo interno ...............................................62 
JOSÉ BÁRCENA. Jardineros del lenguaje ................................................ 63 
Aproximaciones críticas y otros argumentos ............................................64
Hoja Azul en Blanco nº17 de Verbo Azul

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Hoja Azul en Blanco nº17 de Verbo Azul

  • 1. revista de creación literaria otoño-invierno 12 n17 revista de creación literaria la eanz hoja ubllanc otoño-invierno 12 Asociación Literaria Verbo Azul n17 la hoja azul en blanco
  • 2. la hoja azul en blanco Asociación Literaria Verbo Azul EDITA: Asociación Literaria Verbo Azul Avda. de los Castillos s/n Castillo Pequeño 28925 Alcorcón (Madrid) DIRECCIÓN: Ana Garrido Juan José Alcolea EVALUACIÓN Y COORDINACIÓN: José Bárcena, Hortensia Higuero, Enrique Eloy de Nicolás, Ángel Muñoz, Isidro Sánchez Brun, Isabel Miguel, Ana Bella López Biedma, Antonio del Arco, Fernando Fiestas, Cristina Cocca. PORTADA: Parcial exposición de Marina Lange Enero 2012 en el M.A.V.A. de Alcorcón. Ftg. Ignacio López Fando DIBUJOS: Jesús Contero, Fernando Fiestas, Rocío Ordóñez. FOTOGRAFÍAS: María Roldán, Cristina F. Zambrano, Ignacio López Fando. DISEÑO Y MAQUETACIÓN: HabitacionDesdoblada.com COLABORAN: Concejalía de Cultura Ayuntamiento de Alcorcón Depósito Legal: M-01703-03 Imprime: Gráfi cas Pedraza S.L. n17 otoño-invierno 12 revista de creación literaria jjosealcolea@gmail.com zaius1@terra.es verboazul@gmail.com www.verboazul.blogspot.com La Hoja Azul en Blanco no se responsabiliza de las ideas expresadas por los autores
  • 3. Museo Municipal de Arte en Vidrio de Alcorcón. Parcial exposición de Marina Lange. Enero 2012
  • 4. 3 De la consumación y la alquimia La luz desnuda a tientas los rincones, acaricia las sombras, las desata. Y es que acaso alguna vez es necesaria para encender las voces y los ecos, para engala-nar el aire, los paisajes. Desde más allá de la sed llega una brisa, un temblor irisado de silencios. Es precisamente a ese lugar al norte de las nubes, a ese rincón sin horas del fuego y de la arena, al que Verbo Azul quiere dedicar este número de su Hoja Azul en Blanco. Presa de cal por el aire, la piedra se vuelve llanto, se sabe corazón, caute-rio, vida. Apenas roza el mar y se desangra mágica, absoluta, para precipitarse de nuevo ante los ojos como un amanecer desordenado, como el grito de un dios naciendo entre la nieve. En estas páginas, nuestro tributo al vidrio, esa materia frágil que amalgama las formas y las hace crecer, determinarse. A través del tra-bajo de Marina Lange, hemos conocido su universo inmemorial y arcano, lleno de seducción y de misterio. Desde aquí nuestro agradecimiento a Marina, que tan generosamente se ha brindado a colaborar con nosotros, y al fotógrafo Ignacio López Fando, que nos ha cedido la serie de fotografías que realizó sobre la obra de esta artista de la Laponia sueca. Así mismo, queremos agradecer también muy especialmente la colaboración de Luz Pichel, cuya palabra poética fue -es- punto de encuentro y desencadenante de la fusión. Pero a veces la realidad es un disparo, un golpe que atraviesa la conciencia y nos deja ateridos, yertos. Cuando nos encontrábamos preparando la revista, nos llegó, como un mazazo, como una sinrazón, como una hoguera, la noticia del falle-cimiento del grandísimo poeta y excepcional persona, Vicente Martín. Como no podía ser de otra manera, Verbo Azul quiere también rendir aquí, desde el dolor y la admiración más sinceros, su homenaje y reconocimiento al poeta, al amigo. No es que el mundo se acabe, Vicente, no es que falten colores para escribir los pájaros, pero nos han arrancado las certezas, se han oscurecido las distancias. Dale alas de sal a los glaciares, quédate en las miradas y en los versos. Préstale ahora “tu voz a las encinas y tu cuerpo, / como un campo de olivos, a la lluvia”. Callemos, dejemos hablar al viento y a las ramas. Aún hay tiempo de sol para intentarlo. ANA GARRIDO Presidenta de Verbo Azul.
  • 6. 5 Ahora es el comienzo de las lluvias, agua, todavía sin mástil, sin vasija, ni dirección, ni barco. Botones, retales, briznas, briznas, briznas de ala de avispa de jaboncillo de costurera, un movimiento hacia la luz, el aire desplazando una hoja de olivo, un gromo de buxo. Hay algo vegetal en todo esto, es como si fueran a salvarse las frutas, se acerca una hilera de gorriones transparentes. A la patinadora, ¿quién la ha visto? quen a veu saltar? delgadísima elástica libre equivoca la música rompe los ritmos dibuja un difícil pentagrama de alambre ese lío de abrazos (ese arame, ese debuxo, esas apertas) se equivoca se cae se alza promete seguir viva A Marina Lange (hei danzar, hei danzar, hei danzar). La ciudad de los niños del frío se despereza (a cidade dos nenos do frío espreguízase) se despereza,
  • 7. 6 van abriendo los ojos, son cuerpecitos de color verde-agua. Non era doado vivir alá (qué difícil dormir, amar, la tos, los tenedores). No era fácil vivir entonces dentro del invierno allá. La helada, ¿cuántos años duró? y la gente, que cruza los parques con hambre hablando sola, dice: necesitan calor, necesitan un poco de calor todo o mundo precisa un chisco de calor –dicen los distraídos de los LUZ PICHEL, 2012 [autobuses.
  • 8. 7 Ya ni todas las palabras No lo sabíamos, por eso, tal vez, dejamos nuestros cuerpos secándose; si hubieras dicho una palabra esta casa ahora tendría más luz, y todos los obstáculos serían solamente un centímetro de espuma en un vaso de cerveza. Yo también pude haber dicho algo: una montaña, una lluvia que se miran detrás de la ventana, pero no lo sabíamos y callamos, dejamos transcurrir el tiempo mirándonos sin más, sin vernos, mudos. Ya es inútil; ya ni todas las palabras pueden hacer nada por salvarnos; nos hemos quedado secos, nos han ido, en la piel, saliendo espinas. DAVINA PAZOS
  • 9. Wall Street sobre escombros Marina Lange
  • 10. 9 Dulcísimos Arropes MIRO la levedad de la mañana con ojos distraídos de tanto adivinar. La luz nunca perfora las paredes. Su misterio hace que no sepamos desde dónde nos llega lo sagrado; lo eternal pasajero que nos habla mientras la vida cruza palabras y distancias, redondos plenilunios que nos llenan vasos intemporales: dulcísimos arropes que nos sacian apetitos y fuegos transparentes, más allá de preguntas o arpegios retardados sobre el silencio mismo. ANTONIO GARCÍA DE DIONISIO
  • 11. 10 Manifi esto En el día de hoy, escondida tras las balas de esta nube de algodón, ante mí y mi consecuencia ratifi co mi deseo de vivir arrodillada y ocultar el pensamiento en el limbo que ha formado la memoria. Me propongo con fi rmeza elevarme hasta la altura de cualquier ser maltratado. Sonreír a aquel que dude de mi estado independiente o el morado-amarillento de mi lápiz cubre ojeras. Desde hoy, por si a alguien, sin querer, se le anuda la conciencia, me declaro inexistente para el resto de mis días. ROSA JIMENA 19.03.10
  • 12. 11 En tu busca Hemos dado la vuelta a la piel del lenguaje para conocer el amor. No está compuesto de palabras ni de rumores ni de signos, es el idioma del silencio al mirarse a los ojos, del suave avance de las bocas, de los susurros al oído, de los cabellos enlazados. Son las alas sin plumas para emprender el vuelo sobre toda costumbre y el desafío de las dagas adelgazando el aire, es el alimento fugaz de las voces que no se encuentran entre espejos en fl or. Como entrar por la misma puerta en tu busca dos veces, perdida en laberintos de nostalgia y llevarte de un sueño hacia otro sueño. Como cuando me sobran los pronombres ante la verticalidad de las cascadas. FERNANDO FIESTAS Verbo Azul
  • 14. 13 Transparente usura Tiene tanto de mar su liquida certeza, tan ebria es por la luz su contingente albura, que bien pudiera ser alma en que escape el sueño indoblegable de la tierra. Tiene tanto de Dios su transparente usura, tan críptica a la imagen su mirada que al cielo puede ahondar y en esa hondura quebrar del grácil JUAN JOSÉ ALCOLEA Verbo Azul vuelo a la paloma. Tiene tanto de amor en desnudada anchura, tan celda abierta al otro en su murada, que acaso pueda ser cauterio dulce que al más virgen umbral alza la vida.
  • 15. 14 La espera Con el cuello subido, soplándose la palma de las manos, alguien espera, y porque espera, teme. La espera no es un tiempo solamente perdido, sino una tarde rota que anochece en dos mundos: y dos sombras sumadas son como una ceguera. La espera no es amor. La espera es un incendio donde se queman todos los abrazos y unas manos febriles y sonámbulas descubren cómo hieren los bordes del olvido. Se comienza a esperar siempre un poquito antes de que llegue la hora, y luego se agigantan los minutos, el reloj se apelmaza, y, a fuerza de esperar, el tiempo se hace corcho; y ya no hay ni una célula del hombre –donde siempre– detenido, que no se vuelva espera. Y aunque ella llegue al fi n, se excuse, fi nja —a la hora de siempre— venir desconsolada y pida un beso con labios marilyn, la espera sigue. (Porque él estaba allí, pero ya no era el mismo, y ella, aun viniendo tarde, no ha llegado completa) La espera no concluye, se prolonga en el gesto, en la boca, en la mirada, en la voz distraída que espacia las respuestas.
  • 16. 15 JOSÉ LUIS MORALES Y, aunque quieran ser amables y cálidos, la espera invadirá la tarde, se sentará entre ellos en el parque, en el cine, en la terraza donde toman café, y seguirá creciendo. La espera es un vaivén de escaparates sin nada que mostrar, salvo el refl ejo de quien tal vez no venga o llegue hablando mal de la lluvia al descender del taxi. Y pronto habrá una cita a la que ya no acudan el amor, sino el nudo de la costumbre. Y poco a poco, la rutina de esperar será estéril. Pero mañana aún –o un mes entero– a la hora de siempre y en el lugar de siempre, seguirá habiendo alguien que espera, porque ignora que incluso el desamor acude tarde.
  • 18. 17 A la altura del fuego Es de noche de nuevo en la ciudad del agua, en las habitaciones pequeñas del crepúsculo. Es de noche en los ojos de los muertos. La mano del orfebre selecciona los brotes amarillos, las piedras esmaltadas para la ceremonia de los límites. Es la hora del mosto, la estación de la ofrenda. Las mariposas duermen en medio de la luz, a la sombra de una casa vacía. Aquí, donde comienza la región de los valles, donde reposan todos los presagios, hemos libado el vino de los dioses, la indigencia del aire en las proximidades del solsticio. Hemos jurado el nombre de los justos. (Los bosques devastados nos preceden bajo un cielo sin mácula) Semejantes ahora, necesarios, recogemos el llanto de las copas, alguna fl or caída a la altura del fuego. ANA GARRIDO Verbo Azul
  • 19. 18 Orígenes I La salvación nos ha llegado de las manos del día. Tristes pasos, tristes luces calladas, tristes olvidos. Nada puede llenar todos mis sueños ausentes. Al fi n puedo conocer dónde vive el deseo que cuando me traspasa con sus dedos es la lejana caricia de un extraño. II Digo adiós a las sombras del día que se alejaban desnudas como pámpanos negros entre las ramas del camino. Adiós a la simetría de los ojos del corazón, a los vestigios de la lluvia. Ilusoria nostalgia nos devuelve a los orígenes del agua donde navegan los líquenes oscuros de las palabras mudas. JOSÉ MARÍA MUÑOZ QUIRÓS
  • 20. 19 A punto de romper He aquí la nada con toda su humanidad como una lágrima vacilante al borde del abismo, inconsolable y muda. El momento absoluto bajando por la pendiente, suspirando la entrega, - la nada - transparente, a punto de romper... Cierro los ojos y percibo líquida la luz, el vuelo contenido de una alondra que se detiene en mí, nuestros besos no tienen tiempo nacen, de corazón a corazón, en un mundo que todavía no existe... CECILIA ORTEGA Verbo Azul
  • 22. 21 Cata apresurada de Silvia Eliade Golosa balsámica envolvente fresca en nariz fruta roja con un recuerdo fi nal de monte bajo de nuez moscada y juventud perdida Silvia Eliade tres días en caserón de roble con jacuzzi frente al mar cosecha del ochenta y dos reserva ducal ávida boca para tu dulce cuello embotellado. RAFAEL SOLER (De Maneras de volver)
  • 23. 22 Cristal de agua y luz Tú pintas el prodigio de las manchas, la conjunción confusa de la mezcla, las rayas verticales que aprisionan tu idea del dibujo. La luz de los pinceles ilumina la tela con el óleo y en todos los espejos queda inmóvil tu ruido del color. Bodegones, paisajes, quietas calles de edifi cios en paz, algún retrato sobre un fondo de sol casi muy quieto, huyen de la paleta a la blancura, de la anarquía al orden de tus líneas. El cuerpo de esos cuerpos es un alma que pintas al trasluz, y es la silueta de tu defi nición de los tamaños. No entiendo de escultura ni me rinde el lenguaje de las luces que emociona tu voz. Y siempre que me hablas, el mundo es una frase inalcanzable que no quiero soñar en mis renuncias. Qué lentitud la luz de la esperanza mientras nos deletrea su lluvia este camino por los cuerpos. ISIDRO SÁNCHEZ BRUN Verbo Azul
  • 24. 23 EROS Y THANATOS Recuerdo fugitivo Era una tarde de esas que la lluvia vaciaba las calles y las plazas, encendía los sueños de cada chimenea y los labios hablaban con silencios de siempre. La penumbra era otra y era otra la luz y las cigüeñas, la vida de las sombras era otra, eran otras las manos, otras las caricias, otros los nombres, verbos y adjetivos, otros sus titilantes bailes en la pared y otras las siluetas convertidas en pájaros o nubes, leones, elefantes, codornices, desvelando los ojos hambrientos de niños y mayores. Junto al fuego las horas respondían al íntimo calor de los lugares húmedos. Jugábamos a médicos descubríamos emociones prohibidas, la turbadora esencia de un ritual antiguo, clandestino. Mientras, en el tejado, la lengua de la noche lamía con su tambor de agua las venas del invierno. NIEVES ÁLVAREZ Verbo Azul
  • 26. 25 Ulises habla a Penélope Escucha como el mar te ata al silencio, cómo deja las islas despobladas de dioses y designios. Escucha al mar, amor, porque te llamo. Mas solo me responde la luna sepulcral que me desvela. Tengo los ojos llenos de nostalgia, yo que fui también nadie, que he vencido a la noche desde el llanto y en las olas dejé aterida mi sombra, yo, Penélope, tengo tus ojos ya varados en los míos, de tus labios, el nombre de mi barca, de tus dedos, las alas de los pájaros. Escucha el vendaval que me entreteje los hilos de tu seda a mis abismos, escucha como un canto de sirenas ausenta en tus oídos mi voz que te reclama. Y siente como el mar le devuelve esta ausencia a tus paisajes, como torna tangible mi cuerpo en la caricia para hacer de mis sueños, tu primera memoria. Y te nombro los últimos naufragios, el sol que se hace invierno en la tormenta, el dolor que desviste mis ropas de mendigo. Voy a volver, Penélope, con la vida mordiendo la esperanza porque quiero habitar nuevamente, la luz de tus espejos. CRISTINA COCCA Verbo Azul
  • 27.
  • 28. 27 Aquí quedan mis versos, aquí os dejo todo cuanto de mí puedo contaros. Si quedara desnudo totalmente, si me robaran todo, hasta los pájaros, los árboles y el aire, si borraran de los mapas los ríos y los valles, las montañas y el mar, si me quitaran incluso la palabra y no pudiera saludar, por ejemplo, a los gorriones que vienen a piar a mi ventana, ni contarle una historia de amor a las encinas o dar los buenos días a la lluvia o al viento o al granizo o al reloj que me dice un nuevo día, si me quitaran todo, hasta la voz, os hablarían mis manos. Y si, además, también, se me llevaran los brazos y las manos, si me dejan sin piernas, si me sacan los ojos y me arrancan de un golpe el corazón..., en tal caso aquí quedan mis versos, aquí os digo cuanto mi corazón puede contaros. VICENTE MARTÍN (De Silencios Fingidos) Poeta y amigo. D.E.P.
  • 29. 28 El bosque Con la memoria de Vicente Martín Atravesar el bosque de los días, rozar sus árboles, olmos, alisos, fresnos… hablarles a través de lo cercano, preguntar porque callan cuanto saben del paso de los hombres cruzar el bosque, hallarnos en las encrucijadas con los desasosiegos, no mirar las orillas, y elegirnos: ser el árbol sin más que fl oreció en otoño, que escucha como el viento nos sugiere envejecer, callar, cuánta tristeza, sabernos hijos de san Juan de la Cruz y no sabernos ser un árbol que pueda recordar los relatos futuros de la llama, y contar como duelen los murmullos vigías y los nidos de aceros; ser el árbol que conoció gramáticas rebeldes, lo sagrado de la palabra madre, que ignora cómo pudo la ternura mudarse en abandono un árbol que pregunte qué camino nos devuelve a la infancia, la longitud sin dueños y la edad que alcanzan los olvidos, y por qué viven juntos los álamos y buscan las riberas, que es posible morir cientos de veces y solamente una. Atravesar el bosque de los días, desbordarlo, y preguntar contigo, Vicente, en la Moaña, de qué pudo servir gritar imán, arquero, saeta y transeúnte, de qué pueden servirnos los gorriones, de qué buscarles
  • 30. 29 la canción y dejar que posen en las ramas si los labios que intentan el poema son pájaros helados, dos pájaros helados. Atravesar el bosque y esperar con Pedro, con Morales, Manolo, Nicolás, con Juanjo y Ana, con Olga y Antolín, beber el blanco drama de no ser todos hasta que llegues tú, Vicente, sólo nombre. Es preciso sabernos palabra, parte izquierda, sabernos caridad o redimidos, y después refugiarnos en cabañas huir del tiempo, crear Castilla, llegar a las tabernas, allí donde residen tabacos antiquísimos, allí donde las copas vaciadas nos protegen de los dioses, allí donde un amigo se posa en el costado constante del dolor y hace que ceda; es preciso sabernos abejas que laboran entre los edifi cios. Las ciudades, la tarde, los bosques invisibles, eso somos un veintiocho de julio, encinas para el último automóvil que recorrió los páramos, dos goznes de versos todavía somos porque queden entornadas las puertas que guardan la memoria del camino, entreabierto el instante que habrá de fundirnos en luz antes de para siempre separarnos. FRANCISCO CARO Verbo Azul
  • 31.
  • 32. 31 Algunas veces pasa, no son muchas ni todas, pero pasa. Una mañana poco sorprendente los gusanos despiertan confundidos y traman un camino secundario. Algunas veces nadie tiene razón y un hombre ruge sed desde una cama indestructible. Termina de pasar la mañana, terminan de espabilarse los gusanos y ya es la tarde. Tarde. Un fogonazo azul entra en casa a arrancar de cuajo el minutero. Es efi caz y humilde. Por eso ya no hay tarde tampoco. Se revoca. Es la noche un hostal para gorriones que cantan sin vocales la canción de los niños muy despacio. Eran la noche y las encinas también tuyas allí donde la madre ya no te echa de menos. ANTOLÍN AMADOR Verbo Azul
  • 33. 32 Voz y silencio Es un tiempo de sombras en el verso. Un tiempo perdulario en la palabra que sustenta la noche como llanto; como piel que protege tus encinas, tus ángeles que esperan ISABEL MIGUEL Verbo Azul y el recuerdo. Es tiempo de metáforas truncadas, poemas abortados, signos rotos. No hay camino de vuelta. La poesía, ladrona de tus horas, se lamenta, Vicente, en tu silencio. A Vicente Martín, poeta.
  • 34. 33 Hasta la orilla llega la botella, restos de su etiqueta nos anuncian que el alcohol -más de cuarenta grados comprimidos-allí encontró cobijo. Buscamos el mensaje eseoese del náufrago perdido, miramos en su boca, la acercamos como si caracola. Y escuchamos y vemos a Neptuno abrazado al tridente y bailando (torpemente, por cierto) pasodobles MANUEL LAESPADA
  • 36. 35 No quiero aceptar No quiero aceptar las heridas que quedan en el alma más allá de las dudas, ni detenerlas en la memoria de un corazón sin pulso, como un amanecer que huye. Voy a dejarte por última vez un adiós descalzo de palabras, sin revelaciones, sin preguntas en la soledad más sola y esperaré un tiempo azogado que fi ltre mi desconcierto. JOSÉ MANUEL F. FEBLES Verbo Azul
  • 38. 37 Huye la luz Huye la luz. Caminas casi a oscuras, en medio de la nada de tu acera. Cómo tiembla el fulgor de la farola, sobre la dura opresión de tu cadena. Calle adelante un asalto, una caída. Un ramalazo de sangre por tus venas. Maldices a esa cruz que te derriba y clava de rodillas sobre afi ladas piedras. Han borrado cada letra de tu nombre. Han sembrado en tu boca fl ores muertas. El miedo y sus aristas sobrecogen como el rugir del mar en la tormenta. Cuánto rencor quemándote la entraña. Y cuánta soledad de noche negra. Llora la luna. Redonda va cayendo hasta el mar acuchillado de tus penas. Y se deja morir. Muere contigo, en todas las esquinas de la Tierra. MARY-SANTOS CABALLERO MURILLO Verbo Azul
  • 39. 38 Esta intimidad de una luz a solas. Esta intimidad con la que el agua de la piel refl eja en los árboles más tristes toda la respiración de una noche. Esta distancia fugaz que tiene el pensamiento único. Y el hecho cierto de saber de las lunas que dejamos HORTENSIA HIGUERO Verbo Azul escritas en los ojos. Esta mirada al interior del alma es la que recoge ahora la humildad de todas las palabras. La luz que se agiganta aún ante la muerte.
  • 40. 39 Hielo azul Azul de hielo sumergido, cascada de voces de ausencia, un puñal, la nada oculta por la niebla, palabras que entran y escarban y duelen y queman y apagan... Apagan luces manchadas, ahora, de silencio, destrozando fl ores, abriendo heridas, castigando almas que ahora ya solo reptan sin hambre, calladas, hundidas en el desierto. ROCÍO ORDÓÑEZ RIVERA Verbo Azul
  • 42. 41 Alta como un madero telefónico desprovisto de tordos ARMANDO GALLEGO Verbo Azul y lugareños donde se ocultan los planetas con silueta de gato persa, mi voz es para ti un trueno de sangre, con viveza, color de abejaruco en el barro cocido de un camino hacia ninguna parte, y, sin éxito, hechizo de plata en los bolsillos de las luciérnagas, en las cortezas de los pinos más altos, mi voz puede adoptar formas perversas, sierpes y abrojos en una caja de sombras y melancolía, lobos y enjambres a merced del napalm de las botellas. Voz
  • 44. 43 A veces promesa Al amanecer, cuando el día nace rodeado de ese cíngulo de luz madura y los pájaros salen de los árboles con una eclosión de trinos en los picos… En este conciso instante cuando la aurora abre sus puertas y descuelga su brillo de bonanza y un murmullo de vida recupera las alas, siento una llamarada de fuego -ese son del alma a veces promesa-que incendia mi corazón con un abrazo desnudo y casto. En esos momentos del amanecer cuando renace la vida y el paisaje recupera su sonido de luz, ese allegro del alma, a veces promesa, renace y vuela con alas incendiadas por este interior mío y me regala instantes de dicha antes de abandonarme. Es entonces cuando escucho la llamada peregrina, desnuda y casta que me cautiva, penetra mis venas y recorre mi alma palmo a palmo y es entonces cuando el verso ingenuo incendia mis rincones, me seduce y me conmueve con su voz de fuego. TERESA DE JESÚS RODRÍGUEZ LARA Verbo Azul
  • 46. 45 La fe, en la locura La voz, como el trueno, amarga La vida grave, la muerte aguda Esperando, detrás de los cristales, Tan próxima y tan leve Dialogo rotundo, decisivo paso a paso Contrapunto sereno y terrorífi co Sin sentido genial, perturbador Como el silencio. Dramático La delicia entrecortada en la batuta Lo blanco que se crece, Lo negro perdura, se resiste Me atormenta entre timbales lúdicos La voz, la luz, la sed. El eco de sus pasos se acerca inexorable La sombra de su miedo se acrecienta El hambre de su ausencia me devora Ahora, un lamento entre versos de gozo La antítesis, la coronación de un drama Explosión de armonía y reverencia Es la fe en la locura vacilante. JOSÉ MARÍA GARRIDO Juan Sebastian Bach Cantata nº 1 “En los brazos de la muerte”
  • 47. 46 Sin ser el dios de tu secreto Sin ser el dios de tu secreto eres el agua de mi boca. Yo sí sé la luz de todas tus cortinas cuando no callas, cuando escucho, tu silencio en la arista de nuestros labios; en los verbos de mis dudas, escribiendo tu fi gura en las brasas del fuego en el sabor del ascua donde el hambre ha sido sueño. Segura estoy de tus palabras, de lo que puedes ver en tu mirada, de los futuros de este poema que con calma sorprendes, de la sed de tus maneras repitiendo lo que la vida quiere. Nunca diré mi nombre porque mi nombre soy yo. Nunca atrás. Siempre ASTRA. LOLA SANZ MURILLO Verbo Azul A Ángel González-Pedro Guerra
  • 48. 47 Sólo fue un accidente Y como le decía, maestra, que llevo apenas una semana aquí y ya he podido calar a cada uno de los habitantes de la casa, o eso creía yo, porque lo que acaba de pasar, no me lo esperaba. A una de las hijas hay que obligarla a comer, y si se descuidan, tira lo que le dejan preparado; trabaja abajo, en la panadería, mire usted que contrasentido. La pequeña es casi una cría, pero es la mejor moza. Tiene buen carácter, con ella me divierto, le gusta jugar con el gato, ya le digo, maestra, que apenas es una niña, aunque se ocupa de todo lo de la casa. La vieja está siempre en la cama, mientras la mimen, todo va bien. La mayor no estaba en casa cuando usted me mandó aquí, trabaja fuera. Vino a los dos días, de vacaciones, y me pareció guapa. Le escondí el peine, para probar su genio, y revolvió por toda la casa, molestó a todo el mundo, tuve miedo de que me descubriera, pero no, no cree en los trasgos. El caso es que a media mañana, la pequeña le prepara el desayuno a su her-mana y se lo baja a la tienda. Entre cliente y cliente, la vendedora se lo va tomando, no le queda más remedio, porque está a la vista de todos y no puede hacer tram-pas. Al subir la chica con los cacharros ya vacíos… ¡Le juro, maestra, que no fue cosa mía! ¡Fue un accidente! ¡Sí, sí, un accidente fortuito! El caso es que se tropezó en la escalera, se cayó y los platos y la taza se rompieron. La mayor salió tan rápidamente que todavía sonaban los cascos cuan-do asomó el hocico al rellano, como una furia: – ¡¿Qué pasó?! ¡¿Qué hiciste?! ¡¿Qué se rompió?! Sí, sí, maestra, en vez de preguntarle si se había hecho daño, a la pobre mu-chacha, aquella energúmena se lanzó a por los trozos de loza, empujando a su hermana que se afanaba, aterrada la inocente, también en recogerlos. No puedo acordarme de todos los dardos hirientes que salieron por aquella boca que a mí me había parecido agraciada. A todos nos llamó inútiles, desastrosos, incabales, de-rrochones. Rebuscó cada una de las esquirlas, con los ojos encendidos como teas verdes, con las venas de cuello hinchadas, escupiendo improperios sin parar: seres odiosos, seres detestables, seres indeseables, seres inmundos… así insultaba. El enfado le llegó a desesperación al darse cuenta de que la recomposición de las piezas era imposible. La pequeña lloraba, acongojada, en la cocina, aunque yo le devolví el prendedor del pelo, y le puse otra vez el estropajo de fregar en su sitio, y le traje al gato para que la consolara. El episodio fue perdiendo intensidad, pero no fue capaz, aquella fi era corru-pia, de comprender que lo ocurrido sólo había sido un accidente y que lo único importante era el golpe de la chica y el disgusto que se tragó; a esa le importan más las cosas que las personas, y la verdad, no me gusta. Tras el huracán llegó una calma tensa; después de quedarse ronca de tanto vituperar, se encerró en un mutismo resentido, más lacerante aún que el incisivo vituperio verbal. Subió los
  • 49. 48 pedazos a la cocina y los arrojó sobre la encimera, en un reproche cruel a su her-mana menor, que ni se atrevía a echarlos a la basura. – ¿Qué hago con eso? – ¡Qué va a ser! ¿Te parece poco lo que hiciste hoy? Ahora qué queda, si no tirarlo. Estarás contenta. – Fue sin querer. – Estaría bueno, que encima hubiera sido queriendo, era lo que faltaba, qué menos. Y fueron estas sus últimas palabras antes de enfurruñarse. Está anochecien-do, y tras la comida más triste que recuerdo, tras una tarde lúgubre y hosca que me ha quitado las ganas de jugar, le escribo a usted para suplicarle que me mande a otra casa, porque no quiero vivir con alguien capaz de valorar más a la vajilla que a las personas. No estoy cómodo y quiero irme. Tengo miedo. EVA BARRO GARCÍA Verbo Azul
  • 50. 49 Dorita, mon amour Ignoraba quién era Miguel Ángel, Brancusi le sonaba a pastelillo relleno de crema, de Benlliure tenía oído de su relación con el cine, y Rodin, decían que había creado “El Pensador”, una estatua muy conocida, según la amiga de Dorita y com-pañera en la clase de escultura. Ésta le contó a Dorita una anécdota acerca de un escultor obsesionado con las posturas raras, que un día se quedó meditando sobre su próxima creación y al levantar la cabeza vio su imagen refl ejada en un espejo situado enfrente de él y del impacto sufrido, le surgió la decisión de ser el modelo de su propio arte. Un gran comienzo le pareció a Dorita la iniciativa del artista. A ella le entu-siasmaba llegar a ser una gran escultora, admirada por todos. La clase de escultura a la que asistía estaba situada en el antiguo Casino. En los grandes salones habían habilitado talleres de diversas prácticas artísticas y el formar parte de tal ambiente le parecía de una importancia excepcional. Todos sus compañeros poseían dotes por debajo de las suyas, lo había com-probado Dorita según les veía moldear las fi guras siguiendo las instrucciones del maestro respecto a los bocetos escogidos. Un buen día irrumpió en la clase cierto señor de gran porte, colega del maes-tro, comentarios aparte, un tanto avejentado parecía o realmente tenía más años de los que hubiera preferido Dorita. Sin embargo, la admiración mostrada por nuestra protagonista cuando éste comparaba los modelos que pretendían esculpir los alumnos con los originales de los respectivos creadores, fue muy acusada por el visitante, y la disertación sobre el “David”, al cual Dorita intentaba dar forma, la dejó boquiabierta. Durante los días sucesivos, el visitante ilustrado en escultura frecuentaba asi-duamente los talleres y las animadas charlas con Dorita. Cada día se la veía mas animada a seguir esculpiendo su “David”, en cuerpo para la escultura y en alma para el visitante. El término de las clases se acercaba, el curso tocaba a su fi n. El visitante no podía disimular su inclinación por Dorita, y ésta suponemos debía compensarle, aunque no podríamos asegurarlo, con cuantiosísimas atenciones. La exposición sobre los trabajos se instalaría en el Salón Goyesco del Casino, con sus arañas pendientes de los inalcanzables encofrados y coronando así las esculturas ya culminadas. Esto le parecía a Dorita un sueño y estaba segura de que su “David” ocuparía el lugar más privilegiado, ya que se consideraba una obra un tanto ecléctica, adje-tivo otorgado por el visitante ilustrado y, en estos momentos, íntimo ya de Dorita. Se entregarían menciones a las diferentes obras y Dorita aspiraba con su “David” a la más importante. Llegó el día tan esperado. El jurado lo formaban: el profesor de escultura, sin voto por supuesto, el profesor de cerámica, dos señores a los que no se les había visto nunca por allí, según se dijo impartían clases de artes plásticas en otra ciu-dad, y nuestro visitante ilustrado.
  • 51. 50 Dorita sonreía sin cesar, debido a los nervios del momento. Su triunfo sería rotundo. El grupo de entendidos observaba las obras deambulando por el salón y ano-taban y anotaban en sus respectivos cuadernos. Ya se aproximaban a su “David”, pensó Dorita, ya tenía el éxito en las manos. El quinteto se situó enfrente de la escultura. A medida que recorrían el “Da-vid”, empezando por la testa, continuando por el torso y descendiendo, sus ojos se agrandaban y la admiración y el asombro se fundieron en sus rostros al comprobar cómo el miembro generacional, íntegro, se desplomaba, rompiéndose en añicos contra la encerada tarima de roble soriano, dejando a nuestro insigne modelo tan ecléctico e incompleto como no se había fi gurado nunca el entendido e ilustrado visitante, íntimo de nuestra Dorita, como ya sabíamos, la que en su afán creativo, no consideró que la ley de la gravedad, es inexorable. MARISA GONZÁLEZ Verbo Azul
  • 52. 51 Príncipes tomate Lucas fue un niño con suerte porque le contaban cuentos de hadas las noches de los fi nes de semana: su padre los sábados y su madre los domingos. No tardó en advertir que muchas veces uno y otro contaban el mismo cuento y, aunque la historia era igual, su padre y su madre lo hacían de forma distinta, cada uno con su propio estilo. Incluso un mismo cuento contado por la misma persona podía variar ligeramente de una semana a otra. Así, aun conociendo de antemano el desenlace, Lucas permanecía totalmente enganchado a la narración, apreciando todos los detalles, novedades y diferencias en cada frase, cada personaje y cada descripción. Lucas se dio cuenta de que lo mismo ocurría con la comida. La tortilla de patatas, aunque era una misma receta, salía diferente si la preparaba papá o mamá, igual que ocurría con el gazpacho, el cocido, la paella o incluso los espaguetis. Poco a poco, Lucas veía personajes en los ingredientes: príncipes tomate, princesas lechuga, dragones ajo, lobos fi lete o hadas madrinas pechuga con polvos mágicos de pimentón. También veía castillos en sartenes, lagos en jarras y casas en platos, o espadas en cuchillos y varitas mágicas en tenedores. Pero sobre todo le atraían las tramas de sus cuentos receta: la imposición de una prohibición al pro-tagonista y la siguiente trasgresión en un cascar y batir de huevos, la partida del héroe hacia un viaje de aventuras al introducir la bandeja en el horno, la batalla en una ebullición y la victoria defi nitiva frente al villano al dar la vuelta a la tortilla sin romperse. Por supuesto, siempre había un fi nal feliz con boda, con la mesa puesta y los platos preparados para el banquete. Ya de mayor, Lucas componía cuentos dulces, salados y picantes, novelas al dente, historias crudas y relatos gratinados. Por supuesto, regentaba su propio restaurante de autor. JOSETO ROMERO Verbo Azul
  • 54. 53 Tal vez, en el azul más profundo ¿Volverá a suceder? Flotar, ingrávida, en las aguas de este mar a merced de las mínimas olas que sustentan el vaivén de mis pensamientos para después, con un leve y diestro giro, dejar mi cuerpo suavemente suspendido en la superfi cie con el rostro bajo el agua, abandonado todo en la seguridad y el placer que me ofrece la deriva; esperar sin tiempo con la vista varada en el fondo donde un paraíso hundido bajo las algas siempre me reclama. Es una pasión translúcida que me aborda cada vez con más frecuencia des-atando en mí el deseo incontrolable de vivirlo aunque sea una sola vez más antes de partir: Mis sentidos se van diluyendo poco a poco con el fl uir del tiempo. El tacto, fresco y suave, equitativamente distribuido por cada centímetro de mi piel, se con-vierte en una prolongación de mi propia sustancia por el azul del agua. Dejo de percibir los límites de mi cuerpo y me siento fundida con el extenso edredón que arropa la vida submarina. Extendiendo la mano, abro los dedos para que se deslice a su antojo el espíritu invisible que se aloja dentro de mí. Cierro los ojos porque no hay obstáculos; porque sé que conservaré tan bella imagen navegando bajo mis párpados eternamente con la certeza de que perma-necerá incólume entre apasionadas caricias con el transcurrir de los años; porque no necesito mirarlo para conocer su esplendor, para ver la vítrea alcoba que desde hace siglos me acoge. Me espera... Su profundo y frágil color es mi luz. El olor a mar, a sal, a la brisa de azahar que presuroso liba el aire, es el liviano perfume de mi cuello. Es el aroma incorpóreo que se acurruca de noche entre mis sábanas y vaporiza mis sueños aun en la dolorosa distancia. Su sonido rítmico y quedo me mece a su voluntad, que es la mía. ¿Para qué otras palabras? Su silencio expreso en el instante fascinado que arrebata el aliento del alma es un sello de fi delidad contra la lenta agonía de soledad y sufrimiento. Mis labios hace ya tiempo que no desean otros que sus entregados besos de sal rociados con lágrimas forjadas en la perpetuidad del roce inverosímil de un amor con agridulce sabor a inmortal. El abismo oculto en la apocalíptica densidad de su oquedad más profunda, en su desconocido azul, me llama; me llama y me absorbe en una creciente diástole hacia la que me abandono serena acompañada por un tenue rayo de luz. Des-ciendo inexpugnable, ansiosa por penetrar en el corazón puro del Edén donde mi ávido amante espera jubiloso para envolverme con su abrazo húmedo y llevarme consigo entre fogosos remolinos de arena, agua y sal. Y así, en el azul más profun-do, su amor intangible al fi n me devora. ¿Volverá a suceder? ENCARNA MARTÍNEZ OLIVERAS Verbo Azul
  • 56. 55 El halcón de Preguezuelo Debía de tener alrededor de ocho años cuando mis padres decidieron com-prar una casa en la villa de Gascueña, pueblo perteneciente a la Alcarria de Cuen-ca, donde comencé a pasar los meses de vacaciones de verano a excepción de quin-ce días que disfrutábamos en la playa, jornadas de ocio que me hicieron amar el mar y todo lo relacionado con él. Los casi tres meses de asueto que pasaba en alcarreñas tierras daban para hacer infi nidad de cosas, incluso caer en el tedio o el aburrimiento. Solíamos jun-tarnos los chavales que vivíamos en el Arrabal -nuestro barrio- y los juegos consis-tían en trastear todo lo habido y por haber. Descubrir lugares “desconocidos” de la villa, meternos en corrales, cuevas y casas abandonadas donde nos fi gurábamos vivir una aventura como si de robinsones o conquistadores españoles del Nuevo Mundo se tratara. Hacíamos con plena libertad todo lo que en Madrid, con los consiguientes riesgos y peligros que conlleva vivir en una capital, no podíamos hacer. Otras veces a lo largo del caluroso verano, acudíamos a los lavaderos y tras llenar las pilas donde las mujeres lavaban la ropa -siempre en hora de la siesta para que no hubiera nadie- nos metíamos para remojar nuestras posaderas, o nos íbamos introduciendo vestidos, uno por uno en los tres pilones del pueblo ante las llamadas de atención de los lugareños, momento en el salíamos corriendo para evitar algún que otro pescozón. El entretenimiento en otras ocasiones consistía en subir monte a través el cerro de San Ginés -como las cabras montesas- y una vez culminado, recorrer la derruida ermita que ya conocíamos más que de sobra, esperando encontrar en alguna de sus paredes, pisos o techos, algún tesoro escondido de milenarios tiem-pos. Lo cierto es que todas estas “aventuras” las hacíamos juntos los chavales del pueblo pero había mañanas o tardes en las que era yo solo, sin compañía, quien realizaba dichas excursiones. Es curioso que fui más feliz disfrutándolas solo que en compañía de otros niños. Estando sin acompañantes podía montarme mi propia historia cosa que con el resto de la pandilla no era factible. Siempre querían que fuéramos soldados, vaqueros o indios,… yo por el contrario siempre quise ser un descubridor español, un guerrero medieval que defi ende su castillo, un conquistador de tierras, tesoros y mujeres… Sí, mis queridos lectores, también cortejar jovencitas, aunque os resulte extraño en un niño. Desde crío traté de conquistar féminas -adolescentes de más edad que la mía- a las que me declaraba expresándoles mi amor. Cosa que mi ma-dre llevaba mal y me recriminaba al no tener edad para esas lides. Nunca me gustó ser niño, no es que fuera traumático ni que tuviera una infancia difícil, es que era muy aburrido. Siempre deseé crecer para poder delei-tarme, disfrutar y compartir lo que es para mí lo mejor que existe en la tierra: la mujer.
  • 57. 56 Volviendo a mi niñez, en los días de estío veraniego, había tardes en las que preparábamos una excursión con baño incluido al molino de Preguezuelo. Dicha propiedad se encontraba a media legua de la villa y teníamos la suerte de que Faustino, tío de Salva -uno de los chicos de nuestra pandilla- estaba a cargo de dicha hacienda con lo que cuando se ausentaban “los amos”, nos dejaba bañarnos en la alberca del molino como si de una piscina se tratara. El agricultor, hombre amante de los animales, llegaba hasta allí montando en su burro Potes. Un médico era el propietario del molino, los terrenos colindantes y el derruido castillo árabe -hay quien dice que la fortaleza no le pertenecía- y para nosotros era un lujo poder bañarnos allí. Debíamos de ser entre cuatro y seis chavales los que, montados en nuestras respectivas bicicletas, pedaleábamos hasta aquel rincón después de comer, a ple-no sol y sin echarnos la siesta. A mí nunca se me dio bien montar en bici, era de los normalitos, y casi siempre llegaba el último o de los últimos, cosa que nunca me importó ya que prefería pedalear a mi aire, imaginando historias, deleitándome en el paisaje de bajos y pelados cerros, viñas -de las que nos infl ábamos a comer uvas con los consiguientes dolores de tripa- e interminables olivares. En aquellos años llamábamos erróneamente a aquel término Prizuelo o Prieguezuelo y fue allí, en la misma carretera a pie de coger el camino que lleva al molino y al castillo donde vi por primera vez un bello y majestuoso halcón. Los restos de la fortaleza árabe de Preguezuelo se encuentran en lo alto de un cerro y para acceder a él, hay que pasar por los terrenos pertenecientes al molino con lo que lo visitábamos cuando los propietarios del molino no estaban. Con los años ya siendo adolescente fui a verlo en un par de ocasiones y en una de ellas, me llamaron la atención los propietarios de las tierras adyacentes y el molino alegando que al castillo no se podía subir, que no estaba permitido visitarlo ya que también era de ellos. El término de Preguezuelo pertenece a la villa de Gascueña y allí en el pue-blo pregunté en más de una ocasión a varios lugareños si el castillo pertenecía al médico dueño del molino o no. La contestación de los del lugar era que el castillo no entraba con los terrenos del molino pero sinceramente al no haber visto las escrituras de la compra-venta no puedo asegurar, ni me importa en absoluto, a quién pertenecen las ruinas de lo que fue fortaleza árabe. En la parte baja del castillo existe un foso natural por el que pasa un arroyo en el que abundan los juncos. Siendo niño se veía una boca que era una de las sali-das de huida que todos los castillos tenían por, si las cosas se ponían feas, escapar de allí. Quise meterme con la esperanza de poder ver aquellas galerías, aquellos pasadizos que tal vez me llevarían a alguna mazmorra donde encontrar algún ob-jeto de los tiempos medievales de guerras entre moros y cristianos, pero, aparte del agua que tenían -había que mojarse y meterse a gatas- a los pocos metros de iniciar “la aventura”, la galería estaba cegada por la tierra caída a lo largo de los años. Antes de que el molino perteneciera al médico, había tenido otros morado-res que trabajaban y vivían en él. Juana Cantero Canales -abuela de mi mujer- se crió allí ya que sus padres eran los encargados del molino en las décadas anteriores a nuestra última guerra
  • 58. 57 civil. Aquella anciana menuda, que había sido muy guapa siendo moza, me con-taba que su padre Demetrio -apodado en el pueblo como “el tío raquilla”- ponía huerta en aquellas tierras y en más de una ocasión al cavar con la azada salieron restos de huesos humanos que tiraba a unos pozos cegados del derruido castillo y pequeñas monedas plateadas y doradas que aquel hombre, sin darle mayor impor-tancia, metía en un bote de cristal. Siendo adolescente me gustaba correr y en más de una ocasión entrenaba haciéndolo desde Gascueña a Tinajas. Preguezuelo está más o menos en la mitad del trecho y al pasar por aquel término, siempre he visto un halcón. Estas aves rapaces de color gris azulado y vientre blanquecino con manchas oscuras, conoci-das como halcón peregrino, pueden llegar a vivir hasta quince años, se alimentan de aves de tamaño medio, presas que cazan al vuelo, y raramente de pequeños mamíferos como ratas, liebres, ratones y ardillas. Son aves territoriales y general-mente vuelven a anidar donde la vez anterior utilizando cortados rocosos, peque-ñas oquedades o construcciones hechas por el hombre, con lo que aquel paraje de Preguezuelo es un lugar idóneo para ellos tanto en las cornisas de pared del cerro como en lo alto de las deterioradas torres que le quedan al viejo castillo. Entorno en el que abundan los pinos, agua y los chopos, chopera que podía ser mía desde hace años pero eso es otra historia. Ahora, a mis cuarenta y cuatro años, sigo pasando por allí, pero ya no voy corriendo ni en bicicleta. Voy en coche y no hay día en el que al levantar la vista al cielo, no vea un halcón peregrino sobrevolando aquellos cielos. Sé que no es el mismo pero también sé que es un descendiente del majestuoso halcón que vi por primera vez siendo niño. A veces paro el coche en la cuneta y me bajo un rato a verlo, a contemplarlo tan bello, tan rápido, tan poderoso, tan libre. Todo ha cambiado, todo cambia con el paso del tiempo, pero hay cosas que me gusta que sigan siendo iguales. Cosas como pasar por Preguezuelo y que las ruinas majestuosas de la fortaleza árabe sigan allí, vetustas, orgullosas de su pasado guerrero, regias. Cosas como que un magnífi co halcón me reciba -saludándome quizás- do-minando los cielos de aquel entrañable y bello paraje. FERNANDO JOSÉ BARÓ Verbo Azul
  • 60. 59 De arriba abajo En lo alto de la azotea hacía un calor asfi xiante y demasiado viento, tanto que le costaba incluso respirar. De pronto se sintió preocupada. ¿Y si con un vendaval como aquel no llegaba a caer al suelo y se ponía a volar como un pájaro? Tal vez debería es-perar a que parase, así tendría la seguridad de que caería a plomo sobre el pavimento y no saldría volando para terminar posándose en una de aquellas nubes que eran arras-tradas a toda velocidad sabe Dios dónde. Hizo un gesto de fastidio. Otra vez estaba su imaginación haciendo de las suyas. Bien sabía ella que sólo los pájaros vuelan, pero le gustaba tanto imaginar situaciones imposibles que no había podido evitar la tentación de hacerlo también en un momento como aquel. Se acercó al borde de la cornisa mientras agarraba con fuerza la barandilla y miró hacia abajo preocupada. Si no calculaba bien y se desviaba podía caer en los setos del jardín y no en la acera, en cuyo caso el resultado tal vez no fuese el esperado. Se incli-nó hacia delante y recorrió la calle con la vista. Parecía vacía, no había riesgo de que alguien la viese e intentase convencerla de que estaba haciendo una tontería. No, de eso no tenía que preocuparse. A esas horas casi todo el vecindario estaría durmiendo la siesta o viendo la tele y un domingo de agosto a las cuatro de la tarde no era el mejor momento para pasear. Calculó la altura que la separaba del suelo. Era considerable, tal vez 20 metros, como le comentó el portero la primera vez que la vio subir allí arriba cargada con la máquina de escribir, la banqueta y la mesa plegable. Hoy también se había encontrado con él en la escalera, la verdad es que no había día que no se topase con Manuel, bien fuese al subir o bajar de la azotea. –Qué, Paloma, ¿va a escribir otro bestseller? –le había preguntado con ese tonillo socarrón que le caracterizaba–. Tenga cuidado que a lo mejor se la lleva el viento. El maldito viento. ¿Por qué soplaba hoy con tanta fuerza? Quitaba las ganas de todo. Ayer, cuando tomó la decisión, tan solo una ligera brisa había acariciado su pelo, la temperatura era agradable y la ropa tendida desprendía ese aroma a suavizante que tanto le gustaba y que había descrito con todo detalle en su última obra. Fue precisa-mente al hacer aquella descripción, tan crucial para el desenlace de la historia, cuando se dio cuenta de que no podía seguir así, ¡le costaba tanto pulsar las teclas…! La maldita artritis cada día se lo ponía más difícil, además su cabeza tampoco era la de antes, nun-ca le había costado tanto encontrar las palabras exactas ni los adjetivos adecuados para conseguir que una sensación tomase cuerpo. Entre unas cosas y otras había tenido que rehacer el texto varias veces, con la considerable pérdida de tiempo que eso suponía. Echó la vista atrás y revivió el momento en que entró en el despacho de Ángel Saavedra. Estaba nerviosa, cosa poco habitual en ella, y sin decir nada esperó a que él hablase primero. –Mientras leía me parecía estar oliendo a ropa limpia. Paloma, eres un genio ¡y eso que trabajas como en el siglo pasado! –le había comentado su editor sujetando el borrador de la novela. Sonrió al evocar aquel cumplido y se sintió orgullosa de sus éxitos. Recordó la fa-cilidad con la que escribía hace unos años, cómo las ideas originales se peleaban entre ellas para ser las primeras en llegar hasta sus dedos y convertirse en historias; rara vez cometía errores y nunca equivocaba las palabras. No quiso entretenerse demasiado en ese recuerdo, lo apartó rápido de su mente y buscó en el bolsillo del vaquero una goma
  • 61. 60 con la que hacerse una coleta que evitase que el cabello, demasiado largo para su edad, se le fuese constantemente a la cara. –Tenía que haberlo hecho ayer –pensó mientras se recogía el pelo. Sí, ayer. Recién tomada la decisión le hubiese resultado más fácil, pero no era el momento; demasiada gente en la calle; Manuel fregando el último tramo de escalera y la vecina del cuarto a punto de subir a tomar el sol como hacía cada día a esa hora. No, no habría podido, alguien la habría sorprendido y se lo habrían impedido. Para asuntos tan importantes como el que tenía entre manos necesitaba tranquilidad y sobre todo soledad. No le apetecía dar explicaciones a nadie. Por otro lado, ¿qué les iba a decir? ¿Qué era algo necesario? Menuda tontería. La tomarían por loca y estaría en boca de todo el vecindario. Eso seguro. Miró de nuevo hacia abajo y se sintió triste. Terminar así parecía un poco injusto, la verdad. Retrocedió unos pasos alejándose de la cornisa y se volvió lentamente. Miró la máquina de escribir, que descansaba en el suelo dentro de su funda. Era una Olivetti Pluma 22 de los años 60. Con ella escribió el relato con el que ganó su primer certamen literario y con ella había escrito también su última novela, la que tanto trabajo le había dado. –No, no es justo. Escribiré una última nota, algo que sirva de recuerdo, y dé una pequeña explicación del porqué de un fi nal tan dramático –dijo en voz alta a pesar de que solo la acompañaba el viento. Se agachó y abrió la cremallera de la funda en que estaba guardada la máquina. De su interior sacó los folios que siempre llevaba allí y luego, muy despacio, como quien saca un objeto de cristal de roca de una caja en la que hubiese un gran letrero con la palabra frágil, fue sacando la Olivetti color crema. La colocó con cuidado en el poyete donde se dejaban las pinzas de tender la ropa, puesto que hoy no había subido la mesa plegable, y metió un folio en el rodillo. Fijó los márgenes como a ella le gustaban y clavó la vista en el papel. ¿Por dónde empezar? Lo que menos le apetecía en ese momento era ponerse a teclear sin tener una idea exacta de que escribir. –¡Esto es ridículo! –dijo cogiendo la máquina bruscamente y dirigiéndose a toda velocidad hacia la cornisa del edifi cio. Sacó los brazos por encima de la barandilla y sostuvo la máquina en el aire el tiempo justo para asegurarse de que no había nadie en la calle, tras lo cual, y casi a cámara lenta, separó las manos de la Olivetti que se precipitó al vacío y, ajena a la fuerza del viento, se estrelló contra el suelo haciéndose mil pedazos. –¡Pues no ha volado! –pensó un poco decepcionada. Durante un buen rato no pudo apartar la vista de lo que, tan solo hacía unos se-gundos, había sido su herramienta de trabajo. Fijó en su retina cada uno de los detalles de la escena que acababa de fabricar, y se preparó para regresar a su apartamento. Allí comenzaría a escribir un nuevo libro, cuyo primer capítulo se abriría con la detallada descripción de una máquina de escribir destrozada tras ser lanzada desde un rascacie-los por el asesino de un famoso escritor. Salió de la azotea y cogió el ascensor pregun-tándose si el ordenador que acababa de comprar le facilitaría tanto la tarea de escribir como le había asegurado su editor. MARTA SÁNCHEZ VALDENEBRO
  • 62. 61 Crecer Los niños estaban inquietos, no había manera de llevarlos al orden. La clásica advertencia “como sigáis así, no van a venir” ya no daba resultado. ─-Anita, anda, llévatelos a la terraza a que corran un poco─ le pidió la madre. Anita, que iba a cumplir nueve años, tenía una reconocida buena mano para los pequeños. Hacía de maestra o de mamá en los juegos con sus hermanos y, cuando salían al campo con otras familias, se encargaba de entretener a los chiqui-llos mientras las madres charlaban. Aquellos Reyes eran los primeros en los que ya sabía el secreto. No se lo había dicho nadie, pero el año anterior descubrió, en el fondo del bolso materno, una moto en miniatura que, después, apareció entre los juguetes que le trajeron los Reyes a su hermano pequeño. Aquel hallazgo fue un revulsivo en sus sentimien-tos: por un lado, una fuerte decepción, la primera importante en su vida, y por el otro, una sensación de madurez, de sabiduría... Al fi n sus dudas y pesquisas se ha-bían acabado: llevaba tiempo observando y haciéndose preguntas pero, ahora que la magia tomaba tierra, el constatar que ya no podría creer en un trasvase entre el mundo tangible y el de los sueños la llenaba de melancolía. Estaba dispuesta a preservar su secreto y a que sus hermanos siguieran dis-frutando del bellísimo cuento. Subieron a la terraza. Las Navidades allí, tan al Sur, eran templadas y llenas de luz. La terraza donde se asoleaban las sábanas, semejaba una barca reposando al sol con las velas ondeando al viento, y jugaron a piratas. La llegada de Paca, a recoger la ropa blanca, le puso fi n. El sol empezó a bajar por el lado del aljibe. El viento trajo la llamada a la oración desde la Mezquita del Tesorillo: “Allahu akbar” . “Dios es el más grande”, tradujo Ana. Los niños se quedaron quietos, atentos al ritmo de la voz. A veces, en la madrugada, cuando el viento venía del sur, esa misma voz los arrullaba en sus lechos y los envolvía con la paz de lo conocido. El cielo empezó a cambiar de color: un azul casi añil sustituía al blanco azula-do de las primeras horas de la tarde. Se asomaron al grueso barandal de la terraza, los pequeños con las cabezas entre los balaustres. El telón del crepúsculo bajo rápidamente. Ana miró al este. Allá, por el lado de las montañas de la Mujer Muerta, lejos, casi sobre Argelia, acababa de aparecer la primera estrella.
  • 63. 62 ─ Quizá sea Venus─ pensó, recordando las lecciones de su padre. Las demás estrellas aparecieron enseguida. La primera aumentó su tamaño y entonces, dijo: ─ Mirad, allí está la Estrella de los Reyes, fi jaos qué deprisa vienen─ . Se hizo el silencio. Anita sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas al compás de la emoción que su propia mentira le producía. Un grito unánime atravesó el espacio: ─ Sí, es verdad, ya vienen, vamos, vamos a casa ─y bajaron corriendo las es-caleras. ─Mamá, mamá, ya vienen, los hemos visto, ya vienen─ La hermana, mayor, se demoró en el descenso. CONCHA GARCÍA DE LOS ARCOS Verbo Azul (Primer premio Concurso Literario Ciudad Lineal 2011. Madrid)
  • 64. 63 ¿Soy yo el cuerpo con el que me identifi co? Mi cuerpo es como una casa: Tiene las ventanas por donde entra la luz, por otras el aire para ventilarse. La boca es la cocina por donde pasan los alimentos y también tiene su retrete. Es un hábitat de los llamados inteligentes, con un orde-nador central, el cerebro, que, a través del complejo cableado del sistema nervioso, sabe controlarlo todo. El armazón son los huesos. Las tuberías son las venas, im-pulsadas por el corazón. y así podríamos seguir con muchas más analogías. Pero, en esta noche de luna llena, cuando todo está funcionando perfecta-mente, me surgen, como en otras ocasiones, esas preguntas que me atormentan: ¿Quién habita esta casa? ¿O es simplemente un edifi cio vacío? ÁNGEL MUÑOZ Verbo Azul
  • 65. 64 Un vértigo interno A Fernando Fiestas Eso es imposible, se dijo varias veces, uno no puede precipitarse de esta ma-nera, cómo podría ser, uno no puede caer dentro de sí mismo, nadie puede… Y, sin embargo, eso fue realmente lo que le ocurrió aquella tarde de mayo apenas unos minutos después de salir de la ofi cina. Había cogido el ascensor del edifi cio donde iba a comer a diario y, en el momento en que éste se ponía en marcha con una pe-queña sacudida, le asaltó aquella extraña sensación; el ascensor inició su ascenso, y él empezó a caer dentro de sí mismo, caía por el espacio de su propia conciencia y, por tanto, en presencia de todas las visiones que cabe esperar encontrar en una experiencia semejante: recuerdos, imágenes e impresiones recientes de todo lo que había ocupado aquel día y el día anterior, así como la noche y, por lo tanto, sus sueños y el esfuerzo que le había supuesto levantarse aquella mañana, y las imágenes (¿o eran sus propias fantasías?) de aquellos con los que se había cruzado o con los que había estado hablando, además, por supuesto, de las palabras y los sentimientos vinculados a esas conversaciones y, junto a ello, un cúmulo de obje-tos diversos: su corbata, el espejo donde se había mirado, las hojas, el ordenador, el lápiz, los zapatos brillantes de la secretaria, el sol intenso que se refl ejaba en el pequeño cristal de su reloj, incluso el ruido persistente de una alarma que ha-bía saltado en un edifi cio vecino y le impidió concentrarse durante un largo rato. Sin que comprendiera aún cómo podía estar ocurriendo, aquella caída constituía, al mismo tiempo, un insólito reencuentro con su pasado y con el cúmulo de sus sensaciones más recientes, con el mundo real e inventado que poblaba aquel in-terminable paisaje interior por el que se precipitaba aumentando a cada instante su vértigo, que no era, en realidad, sino la manifestación de que había perdido pie dentro de sí mismo. Era algo semejante, me dijo, a lo que debió vivir aquel famoso personaje del escritor inglés Lewis Carroll, pero, sin embargo, distinto y, sobre todo, peor, por-que no era por ningún túnel, ni a través de ningún pasadizo extraño e inesperado por donde se precipitaba para llegar a otro mundo: durante todo el tiempo que duró su experiencia, él seguía allí, dentro de sí, en aquel lugar o espacio (era difícil decidir qué palabra convenía emplear) que se conoce como la conciencia, que unos llaman el mundo interior y otros el espíritu, y que vivimos a menudo como una persecución de nuestra propia sombra. No se trataba, desde luego, de un cambio de ánimo, o de una sensación pa-sajera como tantas, el rapto, por ejemplo, de quien se cree en algún infi erno o el que llora un éxtasis que ha sentido al alcance de la mano, ni se trataba del acceso a otra época porque dentro de él las fronteras del tiempo se hubieran desvaneci-do milagrosamente; no, él se precipitaba realmente, había sido como propulsado por una fuerza difícil de explicar y recorría un espacio propio, el espacio de su mente, sin comprender por qué, pero preguntándose mientras lo sufría si no le era posible hacer algo para evitarlo. Y en un esfuerzo por tranquilizarse y detener
  • 66. 65 esa sensación, se apoyó contra una de las paredes del ascensor y, por extraño que pareciera, trató de desafi ar su propia conciencia o darle un sentido de realidad, pero era evidente que si aquello le estaba ocurriendo era porque había perdido el control sobre la manera en que su conciencia operaba, y, fi nalmente, su empeño no hizo sino empeorar las cosas. En su esfuerzo por calmarse, en un gesto instin-tivo, había cerrado los ojos, y en medio de esa oscuridad, su vértigo se multiplicó hasta el punto de obligarle prácticamente a echarse al suelo temiendo precipitarse él mismo a algún vacío, aunque fuera difícil concebir cómo, puesto que estaba encerrado en aquel pequeño espacio de cristal. El sudor le había empezado a em-papar prácticamente la frente, y dijo haber sentido un pequeño temblor, la prueba, según él, de que la resistencia de su cuerpo estaba empezando a fl aquear, pero aún le quedaba por vivir el último capítulo de esa experiencia: la visión de su propia fi gura, de su cuerpo mismo, como parte de ese peculiar espectáculo íntimo al que asistía desde hacía algunos momentos. Aquello era mucho más de lo que podía concebir: ¿él mismo precipitándose entre sus propios recuerdos? ¿Qué era enton-ces lo que estaba viviendo? El ascensor se detuvo indicando con un pitido que había llegado al último piso. Abrió los ojos y contempló la amplia panorámica de los tejados de la ciudad. Se incorporó y, casi al mismo tiempo, las puertas se abrieron. Dio dos pasos con difi cultad, casi tropezando, y salió. En esos momentos, me dijo, creía haber visto una forma terrible de la inmor-talidad. RAMÓN DE LA VEGA Verbo Azul
  • 67. 66 Jardineros del lenguaje. Montero Glenz “Navajero de la literatura”, le llamó Raúl del Pozo, cuando Montero Glenz irrumpió en el panorama literario. Este virtuoso de la pluma y el ingenio, jardinero del lenguaje exuberante, pirotécnico de las palabras, provocador como nadie en el predicado, iluminó el mercado li-terario con su primera novela, una obra inso-lente, brillante y canalla, “Sed de champán”. Ingenioso y chulapón, se recrea con viveza y originalidad al tejer un lenguaje mordaz y esti-mulante, describiendo a los personajes con un donaire que atrapa al lector. A una puta la pre-senta de esta guisa: “Una negra de novela con las piernas engrasadas como armas de fuego. Lleva una bala en cada ojo...” Impresionante total. Leerle es un placer para quien valora el ingenio y la originalidad. Se le intuye cínico y ambicioso, y lo que más le caracteriza es que es literario hasta para toser. Arturo Pérez Reverte, confuso, escribiendo de Montero: “Le envidio la prosa a ese hijo de puta, lo juro. Por sus páginas contundentes como un puñetazo o un golpe de navaja en la entrepierna”. Le pidieron a mi paisano madrileño, Montero Glenz, que diera un consejo para los escrito-res primerizos. Montero sacó de su montera lo siguiente: “No doy consejos, tan sólo sugie-ro, y aquí van mis dos sugerencias: la primera que lea y la segunda que disfrute lo que lea”. Al que ama el ajardinamiento del lenguaje se le alterará el pulso al leer a Montero Glenz, no le cabe otra, al quedar seducido por la prosa luminosa que cala los sentidos, haciendo per-der el aliento ante el gozo de la borrachera de originalidad y seducción de este atrevido es-critor. Montero Glenz vive fuera de los libros como si estuviera dentro, alborotando a los pensa-dores, mostrándose como una montaña de alegría, pregonando que en la estación de los sueños está prohibido, terminantemente, que-darse dormido, que hay que vivir intensamente ya que cada día en la vida de un ser humano es un día más y un día menos. Mostrándonos su afectividad, bien sabe que el hombre es triste pero si se le quiere se pone alegre. Es un arquitecto de sentimientos y sensacio-nes literarias, conoce al dedillo las coordena-das de la conciencia y del alma, por eso su pluma es onírica. “Jardinero de la originalidad” JOSÉ BÁRCENA Verbo Azul
  • 68. 67 Aproximaciones críticas y otros argumentos MANERAS DE VOLVER. Rafael Soler Alguna vez el hombre, el poeta, se sienta a contemplar el mundo sin disfraces, a cara descubierta, dejando que cada luz vaya posándose, con su efecto inmediato, para iluminar todas las espe-ras, todas las penumbras. Rafael Soler regresa así, con las manos abiertas y el corazón en vuelo, para ofrecernos en estas “Maneras de volver” (Vitruvio, 2011) una visión nueva, diferente. Su mirada, a un tiempo descarnada y dulce, disecciona la realidad al margen de los ecos. Fruto de la más variada y ecléctica poética, el poemario recrea un erotismo fértil, primigenio, en el que la palabra acoge, muta, desordena; es un golpe de sol entre rocas, una encina en el agua. “Yo no traje los acantilados/ a este páramo de sangre”, nos dice Soler a modo de disculpa. Y es a partir de esta premisa como va construyendo, sombra a sombra, un conjunto de poemas grito, de asideros al borde del relámpago. Nada es aquí lo que parece ser; el poeta se implica y nos implica, nos sacude con el gesto fugaz de la inocencia, con la complicidad de la memoria justa. Y es que todo crece alrededor de los escombros, todo fl uye más allá de las ausencias. “Maneras de volver” es, pues, una obra cálida, de compromiso, que busca en el lector un posicionamiento íntimo, sustancial. Nacen así, junto a la más acendrada ternura, versos fuer-tes, durísimos, de emoción contenida y cuidada forma. El poeta se debate entre la necesidad y el desarraigo, entre la negación y la búsqueda. “De ocasiones perdidas los bolsillos llenos” - dice, y desde esa misma concepción convexa de la vida, va componiendo un mosaico desde el que podemos vislumbrar una personalidad poliédrica, multiforme. Articulado en tres partes -tres maneras distintas de volver- el poemario representa un itinerario personal y poético, no en vano es esta la carta de embarque con la que Rafael Soler regresa al mundo de la edición después de un prolongado silencio. “En este lado la tierra es un presagio”, una barca varada, una voz sufi ciente. Y en esa desolación, en ese deslumbramiento sobrevive el poeta a solas con sus miedos. La voz poética de Rafael Soler regresa renovada del dolor, del intercambio. Y lo hace con toda la intensidad, con el mar gritando a plena luz entre sus versos. Es la suya una mirada cáustica sobre las cosas, sobre todo lo que de realidad hay en el ser humano. Es, podríamos de-cir, un poeta del desarraigo, un hombre en lucha consigo mismo, con su propia manera de ser y de relacionarse. “Afuera quedáis todos/ ceñida la costumbre de preguntar lo justo entre la niebla triste” - dice - y sin embargo se aplica en contradecir esta afi rmación durante todo el poemario. No es, como podría deducirse, una obra triste, dolorida; el poeta conoce la desolación, todos los caminos y las luchas, pero no se resigna, antes bien, se esfuerza por seguir adelante en unos versos cargados de positivismo, de propósitos. “Ahora necesito/ una frente nueva que me separe del suelo”. Y sigue caminando. “No basta desearlo”, hay que intentar volver de la renuncia y rees-cribir los sueños. Al otro lado siempre habrá alguien dispuesto a la esperanza. Ana Garrido
  • 69. 68 MEMORIA DE LO USADO. Manuel Cortijo Rodríguez Manuel Cortijo Rodríguez se asoma a un tiempo pasado, a unos días fi nitos que recobran su plenitud en el recuerdo. “Memoria de lo usado” (Diputación de Albacete, 2012) es una obra de madurez, de reposo, de respuesta. Tal vez era imprescindible el tiempo trascurrido, la larga espera, la confusión, a veces, del dónde y para qué. Tal vez no somos nosotros lo que decidimos, tal vez es el poema el que busca su edad precisa para darse a conocer, para encontrar la mano que vaya, poco a poco, haciéndolo caligráfi ca vida, musical vivencia, sesgo. Tal vez su anticipación hubiera sido un libro malogrado, una urgencia sin sazón sufi cien-te, sin envero. Por eso, Manolo Cortijo, tan fácil en entregar su amistad, su bonhomía, su bienha-llada licencia, ha demorado este trabajadísimo regalo, este sabio acontecer de su trayectoria en verso y en lugar, en habitación impresa, en gozosa sinfonía. “Hacemos por volver, y es siempre el mismo/ aire quien nos empuja”, siempre la misma sed, la misma franqueza. Pero el paisaje es otro, otra la forma de mirar, la transparencia. Versos cargados de nostalgia que son, a un tiempo, introspección y búsqueda, apertura y hallazgo. El poeta no se conforma con la luz, quiere hacernos partícipes de cada iluminación, de cada regreso. Así, con esa serenidad que dan los años, nos muestra un mundo, el suyo, en una suerte de aproximación, de advenimiento. El tiempo como alambique, como útero, como camino inexcusable de la vida, de la misma muerte, es, ha sido y será la manera elegida por el poeta para desguarecer sus últimas defensas, para abrir las puertas a ese lírico interior celosamente abrigado, largamente vivido. Concebida como itinerario, como camino iniciático, la obra está divida en tres tramos, tres miradas que, a partir del poema prólogo, nos sitúan en la localización espacio temporal del poeta. En ANTES, el poema va reinventando nítidos momentos y personajes fuertemente pren-didos en el álbum vital del escritor. La recreación de esos momentos de niñez, de aprendimiento, de participación en la vida que se percibe como nebulosa posible, “vivir, mientras venían / de cara la media y el sol de la inocencia”. Y, aquí y en todo momento a lo largo del libro, la refl exión metapoética imprescindible, la introspección, el dialogo del hombre con el hombre. La fugacidad del instante, su incertidumbre, nártex y atrio de la refl exión vital, ocupa la segunda parte de este poemario, AHORA. “Ahora, madre, ya ves / que sé cuanto dolor fui tuyo”. La búsqueda como resurrección, como motivo, como descubrimiento. En la última parte, DESPUÉS, la mordedura de lo por venir da lugar a poemas de un enorme dramatismo, de desgarrada fuerza poética al albur de los fi lamentos del lenguaje. La palabra como redención, como asidero, como bálsamo, única realidad y única creencia. “Quedar con el futuro es un afán de irse…/el saldo que nos cuadra el desamparo / del nombre de las pérdidas”. “Un día te despiertas y te encuentras / que no hay nada alrededor, sólo hora vendidas / de palabras sin aire”. “Ahora es tiempo de un tiempo por venir, / por escribir la vida en descendente”, ahora es tiempo de arenas y de dólmenes, “en tanto el tiempo quiera/ llevarnos en su andar, mientras vivimos”. Quizá la vida aún nos acompañe. Ana Garrido /Juan José Alcolea
  • 70. 69 Manuel Laespada Vizcaíno obtuvo con “El envés del espejo” (Vitruvio, 2011) el V Premio de Poesía “Vicente Martín” del Ayunta-miento de Torrejón de la Calzada (Madrid). Es esta una obra de trán-sito, un intento de reconciliación con la inmanencia. El poeta camina, observa, se interroga, acaso sin esperar respuesta, en un itinerario a modo de viaje interior y circular, de refl exión interna y necesaria. Y es que aún quedan colores a la luz de la sombra, aún gritan las cigarras en el pecho, las gaviotas alrededor de la esperanza. Versos ágiles, brillantes, cargados unas veces de fi na ironía y otras - las más- de una exquisita ternura. Metáforas que sorprenden y sacuden, que acarician y lloran, que germinan más allá de los escombros. “Todo lo que hemos sido/ queda cuando pasamos/ en la memoria oculta de la piedra”. Y es precisamente en ese pasar, en ese abozalarse los rincones, donde el autor encuentra su bagaje poético, el punto de partida, la emoción que le da vida y lo sustenta. “Por el dolor se sabe que vivimos”- afi rma el poeta a modo de sentencia a partir de la cual articula el poemario. Por el dolor existe el hombre y su recuerdo. Y lo hace a modo de ar-tifi cio, como si se dirigiera a un interlocutor inanimado, malaviz, que encarna toda la sed, todo lo perdido. Porque “El envés el espejo” es, a fi n de cuentas, una obra catártica, liberadora que, a través de una cuidadísima transposición lírica, trata de exorcizar todos los demonios, todas las mentiras. Es un espejo universal y cóncavo, ideado casi a manera de esperpento revisitado, una realidad que muestra al mismo tiempo que deforma. Y es precisamente en esa deformación donde lo refl ejado encuentra su verdadera esencia, los límites de lo que le es irrenunciable y propio. Laespada Vizcaíno nos pone frente a un escenario - el nuestro - para enfrentarnos a lo que seguramente no queremos ver, para hacernos partícipes de nuestro dolor, de nuestra desmemoria. Quizá sea esta su intención última, ayudarnos a descubrir, ante nosotros mismos y ante los demás, lo que el corazón guarda, lo que atesora. El poeta atraviesa un mundo sinuoso, difícil, un mundo que le es hostil, a veces hasta imbatible. Pero no lo hace solo, invoca al menos, sobre todo hacia el fi nal del poemario, un amor redentor y cuasi místico, un tú impersonal y trascendente. “Otros (acaso yo)/ buscamos la coar-tada de unos labios/ donde habitamos y que nos redimen”. “La piedra, el sol, el agua nos recuerda/ que inútil es huir, que no hay caminos”. No hay caminos, es cierto, al menos un camino trazado mínimamente transitable. El camino, el destino ha de ser siempre único, individual y ajeno a cualquier intento de dirección externa. Cuando no basta el aire para llenar los pulmones, cuando necesitamos más de un asombro, más de una sequedad, sólo permanece la palabra. Y el corazón en llamas. Ana Garrido EL ENVÉS DEL ESPEJO. Manuel Laespada
  • 71. 70 A veces el viento llega y nos sorprende absortos, desguarne-cidos, a solas con nuestra propia tristeza; a veces se precipita el sol sobre los ojos y amanece, como a tientas, una nueva esperanza. A partir de una sinécdoque un tanto arriesgada, Teresa Núñez teje una personalísima visión de la vida de Francisco de Asís, El juglar de los pájaros (CELYA, 2011). Contra lo que pudiera parecer en una primera y no demasiado detenida aproximación, no es este un libro de temá-tica religiosa. La autora se apoya en la fi gura histórica del santo para intentar una trasposición alegórica de su propia personalidad poética. Siendo uno de sus libros más trabajado, quizá sea también del que se sienta más pro-fundamente satisfecha. Con él obtuvo el V Premio de Poesía “Ciudad de Pamplona”, galardón que viene a sumarse a su ya larguísima lista de reconocimientos. Con una mirada sutil, sigilosa, casi de puntillas, la autora se adentra en la trayectoria vital de un hombre, Francisco, para darnos cuenta de lo que de íntegro hay en cada ser humano. “La estirpe que me nutre ya no lleva familia/ ni apellido/ ni mundo”. Teresa Núñez acaricia la luz y la dibuja, habla desde el corazón de las luciérnagas. Y ahí, en ese rincón furtivo al norte de la prisa, nos devuelve esa misma luz, ese milagro. Estructurado en cinco tramos que son al mismo tiempo los cinco capítulos principales de la vida del protagonista, el poemario funciona como un mecanismo perfecto. Cada pieza, cada elemento está donde debe estar, en el lugar exacto que le corresponde. Nada puede cambiarse, nada puede ser alterado sin que el conjunto se desestabilize o se resienta. Así, encontramos, a modo de columna vertebral, tres poemas titulados unívocamente Mi dama, que marcan el deve-nir biográfi co, la transformación del hombre y del espacio. Con un lenguaje exquisitamente cuidado y una versifi cación limada hasta el extremo, Teresa Núñez parte de un posicionamiento noético de la realidad que sostiene toda la línea argumental de su obra. Su mirada no juzga, no interpela, se limita a plantearnos, “granada a fuego vivo”, la senda hacia un amor universal y absoluto. La voz poética se desdobla, pasa del yo lírico en primera persona al narrador omnisciente para ofrecernos una mejor y más completa aproximación a la historia. La autora, convencida de que aún es posible la esperanza, con una forma de expre-sión que en ocasiones raya el más puro misticismo, nos recuerda la forma inhabitable de las nu-bes, la voz que hace posible la palabra. Y se entrega, la herida por los ojos y el corazón en vuelo. “Cuando la sombra” volverán a agitarse los heraldos, volverán a decirse las esclusas. “Dadme la piedra,/ la piedra con que manchar la espiga./ Nunca el olvido”. Nunca. Ana Garrido EL JUGLAR DE LOS PÁJAROS. Teresa Núñez
  • 72. 71 “El color de la tinta (Poesía 1962-2012)” (Vitruvio, 2012) reco-ge toda la producción poética de Nicolás del Hierro, al menos la que él mismo ha seleccionado a la luz de su mirada actual. Desde que en 1962 publicara “Profecías de la guerra”, han sido cincuenta años de incansable labor, una vida absolutamente volcada en la Poesía. Poeta de palabra recia, fi rme, de hondo humanismo, nos ofrece aquí una retrospectiva revisada de su obra, una obra compacta, limpia, perso-nalísima. Porque el poeta, ese hombre nacido por y para la esperanza, atraviesa los puentes y los valles, se da sin tregua en la consumación de los veneros, en la resurrección de los abrazos. La escritura de Nicolás del Hierro parte de un posicionamiento a ras de tierra, de un compromiso solidario con la realidad. Lejos de modas y movimientos generacionales, nunca ha querido someterse a reglas externas y ha seguido su camino, su propio e irrenunciable camino, al margen de cualquier norma. Manchego de nacimiento y de corazón, nunca ha renunciado a la herencia recibida en su Piedrabuena natal a orillas de su añorado Bullaque. “Es el viento leja-no,/ la palabra, el origen,/ un camino hacia el prisma/ que incendiaba la sangre” –dice, y en ese mismo incendio se consume. El libro, además de los poemas seleccionados por su autor, incluye dos poemarios inédi-tos, de los que precisamente el último da título general a la obra. Nicolás del Hierro es - ha sido siempre - un poeta sobrio, contenido, sin demasiadas concesiones a la imagen. Sin embargo, en los últimos tiempos se ha decantado por un tono más lírico, más esteticista, donde la palabra alcanza toda su fuerza expresiva, toda su capacidad de sugerencia. Metáforas frescas, cuida-dísimas, poemas que son destello, fl oración, alimento. “No dejes que te atrape, no, la noche/ con el dolor prendido en tu mirada,/ la tarde y su crepúsculo dorado/ pueden darle más luz a tu esperanza”. “El color de la tinta” es, como decimos, un libro imprescindible para conocer el legado de un autor, la tinta de esos versos escritos entre el desencanto y la desolación, entre la contempla-ción del pasado y la confi anza absoluta en un futuro todavía oscuro pero que se adivina cierto, inevitable. Nicolás del Hierro es un poeta intuitivo, cercano, absolutamente vitalista. Siempre ha sabido “que hay un charco de luz/ donde los pájaros”, “que está la tierra a punto, que habitamos/ el momento ideal para un principio”. Y es por eso, tal vez, que no ha querido renunciar tampoco aquí, en esta desmedida primavera, a lo que ha sido siempre nota característica de su poesía. Su mirada, atenta a todo lo que le es propio, necesario, recala una vez más en un cierto pesimismo, en una postura ciertamente crítica, doliente. “Sí,/ si todo es muy sencillo:/ basta romper un poco con el miedo/ y decirle que sí a las amapolas”, basta dejar amanecer a las cigüeñas. “¿O es, acaso, el misterio/ lo que alimenta el alma?”. Ana Garrido EL COLOR DE LA TINTA. Nicolás del Hierro
  • 73. 72 Esperar es a veces aprender a mirar, sentarse a ver caer el sol sobre los ojos, el cielo sobre la lentitud de los veneros; mirar es rendirse sin rencor a la palabra. Miguel Galanes, poeta de recono-cida trayectoria y extensísima obra, ha querido aquí, en este “Divino Carnaval” (Vitruvio, 2012) que ahora nos ofrece, asomarse a su propia realidad desde una nueva perspectiva, desde una nueva esquina del silencio. Sabedor de que todo lo tocante al hombre es efímero, busca dejar constancia de su paso, noticia de su devenir sobre la tierra. El poemario presenta una estructura cíclica, bidireccional, en dos partes, dos modos de aproximación, precedidos de varios textos en prosa que pretenden situar al lector, hacerle partícipe del posicionamiento inicial del poeta. Ya desde el subtítulo, El canto de Deucalión, nos remite a un mundo mítico, arcano, en una alegoría de un nuevo nacimiento, de una nueva oportunidad para la dicha. Galanes nos devuelve a un punto primigenio, idílico, y desde él refl exiona sobre la sole-dad como única manera de relacionarse en un mundo inhóspito, triste, ajeno. Desde el castillo de Calatrava la Nueva, última posesión de la esperanza, el poeta reconoce rostros, paisajes, circunstancias, y forja así un inteligente juego de contrastes que busca provocar en el lector un cierto recogimiento cuasi místico. “Un pozo es un círculo hacia/ adentro. El centro de otro centro”. Una a una las máscaras van cayendo, van agotando el roce de la piel, la necesidad de la palabra. Todo queda, al fi n, al descubierto. Maestro de poetas, Miguel Galanes se mueve como nadie en el verso clásico, pero tam-poco renuncia a la levedad del versolibrismo. Sin embargo, en este libro ha preferido mantenerse dentro de la métrica, dejándose mecer por el ritmo ágil del eneasílabo. Contra lo que pudiera pensarse, la voz del autor surge clara, alta, libre, como si la misma constricción le diese a la expresión poética unas alas desconocidas, mucho más elevadas y ciertas. El libro está escrito en un lenguaje fl uido, lleno de referencias clásicas, que no desdice en absoluto su vocación de universalidad. El poeta encuentra en la otredad su complemento, la fuerza que precisa para llevar a cabo una renovación que adivina urgente, irrenunciable. Es un diálogo del hombre con el hombre, la naturaleza misma dando voz a los sin voz en una idealiza-ción cuasi panteística. Rindámonos al tacto y a la alquimia, aún es tiempo de soles y de labios, “que el claros-curo carnaval,/ y los alardes de este mundo,/ al estar vivo, así lo afi rman”. Ana Garrido DIVINO CARNAVAL. Miguel Galanes
  • 74. 73 PEREGRINO DE SUEÑOS. Elisabeth Porrero Quien, además de tener la posibilidad de recrearse en la lec-tura de “Peregrino de sueños” (Colección Ojo de Pez, Biblioteca de Autores Manchegos) de Elisabeth Porrero, ha sido señalado por la suerte de recibir desde la propia voz de esta joven realidad poética el regalo de su lectura, tiene una doble capacidad de acercamiento a los poemas que en el citado libro se desgranan. Porque Elisabeth, per se, sin el muro protector de su capaci-dad poética, es una persona entrañable, cercana y comunicativa que, a través de esa voz a la que ella misma personifi ca a lo largo del texto, enseguida se posa en los cordiales rincones de quien la escucha. “Peregrino de sueños” es un libro iniciático, no sólo por ser el punto de salida editorial de esta poeta, sino porque, como ya indica Pedro A. González Moreno en su introducción, todo viaje, toda peregrinación es, tiene un marcado carácter de iniciación y a la vez de permanencia. Desde el principio la autora pone como cimientos de su caminar, y, a la vez, como re-ceptores de su diálogo poético cuatro elementos básicos: La voz del propio cantor como instru-mento y como esperanza (“por encima del tiempo está tu voz/… Tu voz es la derrota de todos los olvidos”, “Tu siempre haces posible la belleza”), el recuerdo y por ende su contrario el olvido (“El recuerdo es el punto de partida/ y también de destino…”, “Coleccionar instantes es vivir”), el paisaje, éste en sus múltiples acepciones, tanto de los encontrados en el horizonte óptico de su mirada, como de los paisajes humanos a los que accede desde su personal apreciación subjetiva. Esta multiplicidad de escenarios obrarán como hitos de su viaje y como hacedores de su propia identidad y de su autobiografía (“Es cierto que el paisaje/ va trazando en las venas… senderos íntimos”), y por último el camino como razón última de la existencia en una personal visión del fl uir machadiano (“siempre hay guardado un río en la memoria/ que fl uye ajeno al tiempo y su erosión”). A lo largo del libro, las personifi caciones, las suaves aliteraciones (“se torna brisa suave que besa cicatrices”), los juegos casi visuales de su decir y siempre la justeza en el adjetivo y la economía en el adverbio imprimen a su lenguaje un personal desarrollo eufónico y deslizante, llenos de lirismo y personalidad. Nuestro saludo ante este primer libro, que pone muy alto el nivel para la posterior y ya necesaria y esperada obra de esta joven poeta manchega. Juan José Alcolea
  • 75.
  • 76. Indice de textos publicados LUZ PICHEL. Ahora .................................................................................... 5 DAVINA PAZOS. Ya ni todas las palabras .................................................. 7 ANTONIO GARCÍA DE DIONISIO. Dulcísimos Arropes .......................... 9 ROSA JIMENA. Manifi esto ....................................................................... 10 FERNANDO FIESTAS. En tu busca ........................................................... 11 JUAN JOSÉ ALCOLEA. Transparente usura ............................................13 JOSÉ LUIS MORALES. La espera .............................................................14 ANA GARRIDO. A la altura del fuego ........................................................17 JOSÉ MARÍA MUÑOZ QUIRÓS. Orígenes .............................................. 18 CECILIA ORTEGA. A punto de romper .....................................................19 RAFAEL SOLER. Cata apresurada de Silvia Eliade ..................................21 ISIDRO SÁNCHEZ BRUN. Cristal de agua y luz ...................................... 22 NIEVES ÁLVAREZ. EROS Y THANATOS. Recuerdo fugitivo ................. 23 CRISTINA COCCA. Ulises habla a Penélope ............................................ 25 VICENTE MARTÍN. Aquí .......................................................................... 27 FRANCISCO CARO. El bosque .................................................................28 ANTOLÍN AMADOR. Algunas veces pasa .................................................31 ISABEL MIGUEL. Voz y silencio .............................................................. 32 MANUEL LAESPADA. Hasta .................................................................... 33 JOSÉ MANUEL F. FEBLES. No quiero aceptar ....................................... 35 MARY-SANTOS CABALLERO MURILLO. Huye la luz ........................... 37 HORTENSIA HIGUERO. Esta ..................................................................38 ROCÍO ORDÓÑEZ RIVERA. Hielo azul ................................................... 39 ARMANDO GALLEGO. Voz .......................................................................41 TERESA DE JESÚS RODRÍGUEZ LARA. A veces promesa ....................42 JOSÉ MARÍA GARRIDO. La fe, en la locura ............................................ 43 LOLA SANZ MURILLO. Sin ser el dios de tu secreto ............................... 45 EVA BARRO GARCÍA. Sólo fue un accidente ........................................... 47 MARISA GONZÁLEZ. Dorita, mon amour ...............................................49 JOSETO ROMERO. Príncipes tomate .......................................................51 ENCARNA MARTÍNEZ OLIVERAS. Tal vez, en el azul más profundo ... 52 FERNANDO JOSÉ BARÓ. El halcón de preguezuelo .............................. 53 MARTA SÁNCHEZ VALDENEBRO. De arriba abajo .............................. 56 CONCHA GARCÍA DE LOS ARCOS. Crecer .............................................58 ÁNGEL MUÑOZ. ¿Soy yo el cuerpo con el que me identifi co? ................60 RAMÓN DE LA VEGA. Un vértigo interno ...............................................62 JOSÉ BÁRCENA. Jardineros del lenguaje ................................................ 63 Aproximaciones críticas y otros argumentos ............................................64