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Tema: Cambio de comportamiento de un personaje (esposo)
Equipo Nº 4
Integrantes:
 JENI ELIZABETH VEGA TAPIA
 IRÁN OLVERA HERNANDEZ
 DIEGO ANTONIO DE PICENO VEGA
 AMY DORLET CARBAJAL BELTRAN
Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del
pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.
Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente
fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero
nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro
quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como
candeleros.
Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del
traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio
a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las
extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.
Yo me encontraba detrás de la ventana ansioso por salir y cambiar a mi vieja
esposa. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer vieja que ya no me
gustaba, dijo piensas cambiarme verdad, entre mis pensamientos pasaba dile, dile
cuanto quieres cambiarla por lo vieja y fea que está.
Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre,
creía que no la cambiaria ya que no le dije nada pero la verdad es que si quiero una
nueva esposa. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora
proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Esa era mi oportunidad para
agarrar a mi esposa de las greñas y llevarla hacia el mercader y cambiarla, pero
algo me lo impedía.
Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.
-¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin, llevándose los platos.
Quería gritarle cuanto deseaba cambiarla por una rubia mujer pero no pude, y los
dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos
dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de
piedra.
Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad
tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes
y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al
atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.
Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos.
Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.
Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía.
Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la
fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus
opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por
sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero, pero lo que no
saben es que yo sí quería cambiarla pero algo me lo impedía, no sabía que era.
Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir
a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor,
cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los
dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.
Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo
no tuviera una mujer como las de otros, claro debe sentirse culpable si ella aún fuera
joven, aún seríamos la pareja perfecta. Se puso a pensar desde el primer momento
que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la
tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en
retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Era obvio que por estar
así no la mimaría, sus payasadas no me iban, así que preferí dejarla sin regalos no
se merece nada.
Ella creía que por echarme la culpa me sentiría el ser más feo del mundo pero no,
en esos momentos deseaba que pasara el mercader y dársela para que me diera
una mujer hermosa.
Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos
recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de
salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no
pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni
se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera,
de saber Dios cuántas manos… El mercader les hizo sencillamente algunas
reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que
no resistió la prueba de las primeras lluvias.
El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo
también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su
mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a
un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso
el grito en el cielo.
Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres
brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas
de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su
procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había
recibido una mujer falsificada.
El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron
los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un
cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a
remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su
esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.
Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud
general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba
trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo
gala entre tanta desolación ¡puf! en serio creía que llamaría la atención aparte de
vieja payasa. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba
naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero no es así dentro
de mi estaba ansioso por tener una rubia pero en mi corazón había algo.
Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del
mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban
al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y
desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién
casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que
ahora será fiel hasta que la muerte los separe de la mujer ennegrecida, ésa que él
mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.
Al final de todo esto que pasó, me dio ver que yo no cambié a Sofía por más que
quisiera ya que yo estoy enamorado plenamente de ella como desde el primer día
que la conocí, si la cambiara por otra no tendría el mismo afecto que tenía hacia
ella.

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Cambio de comportamiento de un personaje (esposo)

  • 1. La parábola del trueque Tema: Cambio de comportamiento de un personaje (esposo) Equipo Nº 4 Integrantes:  JENI ELIZABETH VEGA TAPIA  IRÁN OLVERA HERNANDEZ  DIEGO ANTONIO DE PICENO VEGA  AMY DORLET CARBAJAL BELTRAN Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos. Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros. Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas. Yo me encontraba detrás de la ventana ansioso por salir y cambiar a mi vieja esposa. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer vieja que ya no me gustaba, dijo piensas cambiarme verdad, entre mis pensamientos pasaba dile, dile cuanto quieres cambiarla por lo vieja y fea que está. Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre, creía que no la cambiaria ya que no le dije nada pero la verdad es que si quiero una nueva esposa. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Esa era mi oportunidad para agarrar a mi esposa de las greñas y llevarla hacia el mercader y cambiarla, pero algo me lo impedía. Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario. -¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin, llevándose los platos. Quería gritarle cuanto deseaba cambiarla por una rubia mujer pero no pude, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.
  • 2. Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas. Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana. Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero, pero lo que no saben es que yo sí quería cambiarla pero algo me lo impedía, no sabía que era. Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales. Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros, claro debe sentirse culpable si ella aún fuera joven, aún seríamos la pareja perfecta. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Era obvio que por estar así no la mimaría, sus payasadas no me iban, así que preferí dejarla sin regalos no se merece nada. Ella creía que por echarme la culpa me sentiría el ser más feo del mundo pero no, en esos momentos deseaba que pasara el mercader y dársela para que me diera una mujer hermosa. Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de saber Dios cuántas manos… El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias. El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo. Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas
  • 3. de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada. El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia. Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación ¡puf! en serio creía que llamaría la atención aparte de vieja payasa. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero no es así dentro de mi estaba ansioso por tener una rubia pero en mi corazón había algo. Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte los separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico. Al final de todo esto que pasó, me dio ver que yo no cambié a Sofía por más que quisiera ya que yo estoy enamorado plenamente de ella como desde el primer día que la conocí, si la cambiara por otra no tendría el mismo afecto que tenía hacia ella.