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—
Una noche de invierno —
dijo el barón Saint-Hé-
lier, —
saha del Club con los bolsillos vacíos y tan des-
plumado por una serie de contrarías, que no me quedó
ni para desayunarme el día siguiente. Tentando la
postrer batalla, aventuré hasta las joyas de mi querida,
una linda muneca, una esclava fiel, que me recibía
siempre aInorosa y risueña en un nido del barrio de
Europa. Esa noche no me atreví á presentarme en casa
de la desdichada joven, y vagué casi á, la ventura á
través de la ciudad, bajo el cielo brumoso, trémulas de
rabia las manos, dispuestas al crimen, apretados los
dientes, torva la faz, inspirando tal vez piedad ó pavor.
¡quién sabe!, y anhelando un cataclismo, un diluvio, el
cólera, una confiagración universal, algo en fin terrible
y siniestro que barriese de un
golpe á la humanidad
entera. En aquel momento de angustia, la virtud. y el
vicio, el honor y la infamia, todas nuestras convencio-
nes sociales me parecían ambiguas é irrisorias; pero no
encontré persona alguna á quien robar ó á quien dar
muerte, y llegado sin saber cómo á mi casa¡ en la calle
Notre-Dame-de-Lorette, decidí levantarme la tapa de
los sesos.
Me encerré en mi cuarto, y escribí una larga carta de
despedida¡ luego desplegué maquinalmente un perió-
dico á fin de ver la fecha de mi muerte, cuando mis ojos
recorrieron este anuncio de la cuarta página:
HUÉBFANA INGLEBA, 19 anos, linda, 8 millones, sin falta
ninguna que reparar, contraería matrimonio con hombre
joven de 25 á, 80 anos, Bin fortuna, pero bajo ciertas condi-
ciones. (Nada de agencias.) EscrIbir á las iniciales: W. D...¡
en Neuilly-sur-Seine.
¡Qué rayo de luz! Envié una carta á la dirección
indicada¡ y gi acias á los dos luises que el ansia de vivir
me dió fuerzas de pedir prestad.os. resolví aguardar la
respue-ta. Un telegrama firmado W. D. par
el mismo día, en
Neuilly.
A pesar de mis aprietos, poseía aún trajes suntuosos,
de irreprochable elegancia¡ pues nunca reparé en el
precio. Tras un buen almuerzo y acicalado por un pelu-
quero de moda, tomé un coche del Casino, y penetré en
él rizados los bigotes, con aire de conquistador y ensa-
yando sonrisas, sin fumar, chupando una tras otra pas-
tillas perfumadas contra el tabaco.
Zn tanto duró el trayecto, estuve refiexionando sobre
el anuncio misterioso. 1Qué extraña senorita será esa
que, sin ninguna falta que reparar, arroja tres millones
á las barbas de un desconocido? <Bah!, las inglesas son
tan originales, tan excéntricas! Se dice hermosa, y es tal
vez feísima; se declara virgen, y quizá esté encinta...
ó es ya mamá! 1Las condiciones del matrimonio?... Sean
las que fueren¡ las acepto de antemano. Ayer, me re-
signaba á morir; no
tengo derecho á mostrarme exi-
gente hoy. Queréis el régimen dotal? Convenido. Sois
protestante? Lo seré yo también. 1Sors inglesa? Una
orden, un simple gesto, y me naturalizo inglés.
Estaba dispuesto á no asustarme por nada. Un deseo
súbito d.e riqueza me enardeció comunicándome nobles
ardores juveniles, y vime escapando á la crápula, escu-
rriéndome de los lazos con
que me aprisionaron los
garitos, emancipado de mi vida infernal, resucitado en
un paraíso!
En la entrada de una modesta casa de Neu!Hy aguar-
dábame una
vieja dama vestida de negro con sencillez
no exenta de buen gusto. Un ancho sombrero negro
también¡ con bridas violeta¡ cubría á medias sus ca-
bellos grises.
—
1El senor barón Gustavo Saint-Hélier?
—
Servidor de usted, senora.
—
Gracias. Yo me llamo mistress Winifred Dowler:
soy el aya de la senorita.
Inmediatamente informé á la dama respecto á mi
edad y mis referencias. Mistress Dowler¡ después de
oirme con atención, exclamó:
—
El gran número de postulantes nos
obliga á tomar
ciertas precauciones. Sería altamente desagradable para
la senorita recibir á personas mal educadas, ó exentas
por completo de méritos para conseguir agradarle. Así,
á fin de evitar pasos y entrevistas inútiles, procedo yo
por mí misma í un examen
previo, el cual, por lo de-
© Biblioteca Nacional de España
má,s no obliga en nad.a la voluntad de la senorita, quien
es Arbitra de aceptar ó no Ena segunda entrevista con
el hombre que he juzgado digno de presentarle. Pase
usted, senor barón. Voy á anunciarle.
—
!Bravo! —
pensé entre mí. —
Ya empiezo por no
disgustar al aya.
Penetramos en un. hotel rodeado de vastos jardines,
y mistress Dowler me hizo los honores de un maravi-
lloso salón.
—
Está usted —
me dijo —
en casa de miss Maude
Carberry, á quien amo y respeto sobre todas las cosas.
Espero, senor barón, que no olvidará usted la reserva
que exige una entrevista inicial.
—
Pierda usted cuidado —
respondí á mistres Wini-.
fred al alejarse.
Transcurridos pocos minutos, vi avanzar en dirección
mía á, una joven de aventajada estatura, de belleza im-
ponente, majestuosa, de rostro y presencia de empera-
triz romana, circuída la altiva cabeza de una aureola
de cabellos cobrizos que reflejaba tonos de oro antiguo,
y posesora de negros ojos en que relampagueaba intensa
luz. El blanco peplo que descendía castamente de sus
hombros dejaba adivinar formas exquisitas y deliciosas.
Inclinéme sobrecogido de amorosa admiración, y ella
me invitó á tomar asiento junto á la lumbre.
Mies Maude in genióse en adornar romancescamente la
singularidad de nuestra entrevista. Sola en el mundo,
libre de sus millones, huía el clima de ! ondres y vivía
d.ichosa en su hotel de Neuilly. Hablamos de diversas
cosas, de teatros, de bailes, de carreras, de toilettes, y
me despedí de la preciosa hija del Támesis radiante de
esperanza.
Inesperados socorros de mi familia, que me
llegaron
como llovidos del cielo, permitiéronme obsequiar con
ramilletes á mi amada. Nuestras conversaciones empe-
zaban á ser íntimas.
—
Créame usted, barón —
suspiraba Maude, llena de
gracias virginales¡ —
el amor de la carne deja tras de sí
tan sólo pesares y amarguras. El hombre y la mujer
envejecen, pero su alma es inmortal: yo deseo la unión
de dos almas y no la de dos cuerpos, 1comprende usted?
El cuerpo se torna polvo, in puíverem reverteris; el alma
se eleva hasta los cielos. Olvidemos, pues, nuestros
cuerpos y regocijemos nuestras almas.
Esa filosofía espiritualista me dejó má,s helado que
un carámbano. Después reflexioné: «Mande es inocente:
el matrimonio disipará todos sus errores y blasfemias.»
Deseoso de agradarle, incriminé la bestialidad de los
amores modernos, y la joven, con las manos
juntas é
iluminada la faz, prorrumpió:
—
¡Oh amigo mío! ¡Cuán dulce me es oirle hablar á
usted. así!
Una manana sorprendióme ver un cubierto más en la
mesa de la rica huérfana.
—
Quién es el invitadoP —
pregunté á mistress
Dowler.
—
El doctor Sunckett, de Londres.
Mi novia y el galeno se paseaban por el parque. Fuí
á juntarme con ellos, y después de las presentaciones,
el doctor William Sunckett, hombre de rostro severo
rodeado de un collar de barba gris ¡
me tomó aparte, y
en tanto la joven leía en una piadosa obra en rústica,
me dijo:
Caballero, estoy encargado d.e examinar á usted.
—
No padezco ninguna e n ferme dad. ¡
doctor.
—
Sírvase usted venir conmigo,
En un cuarto del primer piso> bien abrigado y cer> a
das las puertas. me desnudé ante el doctor Junckett
quien me auscultó, me palpó y me hizo toser y virar á
izquierda y A derecha: una inspección verdadera ante
un consejo de revisión, exceptuando el tribunal admi-
nistrativo y los gendarmes.
—
Apto para el servicio> gverdad? —
le pregunté
riendo.
—
Puede usted vestirse —
respondió fríamente.
Terminado el almuerzo, permanecí solo con miss
Carberry, En lugar de mostrarse contenta del examen
médico, Maude tenía el aire afligido. 1Qué diablos le
habría dicho el doctorP AAcaso habría mentido atribu-
yéndome una enfermedad vergonzosa¡ un caso redhi-
bitorio?
—
Gustavo —
empezó la joven,
—
he vacilado mucho
tiempo en hacer á usted una confesión de que sin em-
bargo no es posible que prescinda. Así, tiempo es ya de
que no la demore. Yo pertenezco á una secta religiosa,
bendecida por el Altísimo, la cual impone castidad ab-
soluta á sus
miembros, castidad eterna.
—
1Se chancea usted, Maude?
—
No¡Gustavo. Usted me ama, yo también; nuestras
almas se unirán en cele»te deliquio; pero conviene
que yo tenga seguridad absoluta de no faltar al jura-
mento prestado. No sabe usted cuánto me cuesta exigir
de usted análogo sacrificio.
—
óY... qué sacrificio es ese, senorita?
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Mi deseo es
gozar de amores místicos, tener un es-
poso inmaterial: es la condición de mi matrimonio.
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?Un esposo... inmaterial?
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usted?... no me atrevo á extenderme más. Mistress
Dowler explicará á usted...
Retiróse, y el aya me desarrolló el programa. Se tra-
taba sencillamente de «desvirilizarme. »
—
La senorita merece este sacrificio. ¡Tres millones,
senor barón, tres millones!
—
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Miss Maude es ciertamente riquísima, yo pobre; pero
ni por tres millones, ni por cien¡ni por mil, ni por la
mayor fortuna del mundo, 1entiende usted., mistress?...
yo no me dejo... 1Y esto existe en Inglaterra? AHay una
sociedad que...?
—
La sociedad data de 1887 y cuenta ya más de mil
doscientas jóvenes guapas y ricas del gran mundo.
—
¡Pero eso es la extinción de la raza humana! ¡Qué
horrible estupidez! Dígale usted á miss Carberry que
vaya á reclutar un esposo entre los eunucos del sultán!
I<'urioso, al ver deshecho mi noviazgo por lo que
nunca pude sospechar, me levanté de la silla.
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Está usted. en un error, senor barón —
concluyó
la vieja, que en aquel momento me pareció horrible
arpía, —
¡hubiera estado usted tan bien cuidado entre
nosotras!
Abandoné el hotel como alma que lleva el diablo, con
algo d.e susto en el cuerpo, casi temiend.o que pudiese
sucederme lo que rechacé horrorizado.
Volví el rostro mirando á las ventanas¡ y divisé á,
miss Maude reclinada en una de ellas.
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Miss Maude

  • 1. — Una noche de invierno — dijo el barón Saint-Hé- lier, — saha del Club con los bolsillos vacíos y tan des- plumado por una serie de contrarías, que no me quedó ni para desayunarme el día siguiente. Tentando la postrer batalla, aventuré hasta las joyas de mi querida, una linda muneca, una esclava fiel, que me recibía siempre aInorosa y risueña en un nido del barrio de Europa. Esa noche no me atreví á presentarme en casa de la desdichada joven, y vagué casi á, la ventura á través de la ciudad, bajo el cielo brumoso, trémulas de rabia las manos, dispuestas al crimen, apretados los dientes, torva la faz, inspirando tal vez piedad ó pavor. ¡quién sabe!, y anhelando un cataclismo, un diluvio, el cólera, una confiagración universal, algo en fin terrible y siniestro que barriese de un golpe á la humanidad entera. En aquel momento de angustia, la virtud. y el vicio, el honor y la infamia, todas nuestras convencio- nes sociales me parecían ambiguas é irrisorias; pero no encontré persona alguna á quien robar ó á quien dar muerte, y llegado sin saber cómo á mi casa¡ en la calle Notre-Dame-de-Lorette, decidí levantarme la tapa de los sesos. Me encerré en mi cuarto, y escribí una larga carta de despedida¡ luego desplegué maquinalmente un perió- dico á fin de ver la fecha de mi muerte, cuando mis ojos recorrieron este anuncio de la cuarta página: HUÉBFANA INGLEBA, 19 anos, linda, 8 millones, sin falta ninguna que reparar, contraería matrimonio con hombre joven de 25 á, 80 anos, Bin fortuna, pero bajo ciertas condi- ciones. (Nada de agencias.) EscrIbir á las iniciales: W. D...¡ en Neuilly-sur-Seine. ¡Qué rayo de luz! Envié una carta á la dirección indicada¡ y gi acias á los dos luises que el ansia de vivir me dió fuerzas de pedir prestad.os. resolví aguardar la respue-ta. Un telegrama firmado W. D. par el mismo día, en Neuilly. A pesar de mis aprietos, poseía aún trajes suntuosos, de irreprochable elegancia¡ pues nunca reparé en el precio. Tras un buen almuerzo y acicalado por un pelu- quero de moda, tomé un coche del Casino, y penetré en él rizados los bigotes, con aire de conquistador y ensa- yando sonrisas, sin fumar, chupando una tras otra pas- tillas perfumadas contra el tabaco. Zn tanto duró el trayecto, estuve refiexionando sobre el anuncio misterioso. 1Qué extraña senorita será esa que, sin ninguna falta que reparar, arroja tres millones á las barbas de un desconocido? <Bah!, las inglesas son tan originales, tan excéntricas! Se dice hermosa, y es tal vez feísima; se declara virgen, y quizá esté encinta... ó es ya mamá! 1Las condiciones del matrimonio?... Sean las que fueren¡ las acepto de antemano. Ayer, me re- signaba á morir; no tengo derecho á mostrarme exi- gente hoy. Queréis el régimen dotal? Convenido. Sois protestante? Lo seré yo también. 1Sors inglesa? Una orden, un simple gesto, y me naturalizo inglés. Estaba dispuesto á no asustarme por nada. Un deseo súbito d.e riqueza me enardeció comunicándome nobles ardores juveniles, y vime escapando á la crápula, escu- rriéndome de los lazos con que me aprisionaron los garitos, emancipado de mi vida infernal, resucitado en un paraíso! En la entrada de una modesta casa de Neu!Hy aguar- dábame una vieja dama vestida de negro con sencillez no exenta de buen gusto. Un ancho sombrero negro también¡ con bridas violeta¡ cubría á medias sus ca- bellos grises. — 1El senor barón Gustavo Saint-Hélier? — Servidor de usted, senora. — Gracias. Yo me llamo mistress Winifred Dowler: soy el aya de la senorita. Inmediatamente informé á la dama respecto á mi edad y mis referencias. Mistress Dowler¡ después de oirme con atención, exclamó: — El gran número de postulantes nos obliga á tomar ciertas precauciones. Sería altamente desagradable para la senorita recibir á personas mal educadas, ó exentas por completo de méritos para conseguir agradarle. Así, á fin de evitar pasos y entrevistas inútiles, procedo yo por mí misma í un examen previo, el cual, por lo de- © Biblioteca Nacional de España
  • 2. má,s no obliga en nad.a la voluntad de la senorita, quien es Arbitra de aceptar ó no Ena segunda entrevista con el hombre que he juzgado digno de presentarle. Pase usted, senor barón. Voy á anunciarle. — !Bravo! — pensé entre mí. — Ya empiezo por no disgustar al aya. Penetramos en un. hotel rodeado de vastos jardines, y mistress Dowler me hizo los honores de un maravi- lloso salón. — Está usted — me dijo — en casa de miss Maude Carberry, á quien amo y respeto sobre todas las cosas. Espero, senor barón, que no olvidará usted la reserva que exige una entrevista inicial. — Pierda usted cuidado — respondí á mistres Wini-. fred al alejarse. Transcurridos pocos minutos, vi avanzar en dirección mía á, una joven de aventajada estatura, de belleza im- ponente, majestuosa, de rostro y presencia de empera- triz romana, circuída la altiva cabeza de una aureola de cabellos cobrizos que reflejaba tonos de oro antiguo, y posesora de negros ojos en que relampagueaba intensa luz. El blanco peplo que descendía castamente de sus hombros dejaba adivinar formas exquisitas y deliciosas. Inclinéme sobrecogido de amorosa admiración, y ella me invitó á tomar asiento junto á la lumbre. Mies Maude in genióse en adornar romancescamente la singularidad de nuestra entrevista. Sola en el mundo, libre de sus millones, huía el clima de ! ondres y vivía d.ichosa en su hotel de Neuilly. Hablamos de diversas cosas, de teatros, de bailes, de carreras, de toilettes, y me despedí de la preciosa hija del Támesis radiante de esperanza. Inesperados socorros de mi familia, que me llegaron como llovidos del cielo, permitiéronme obsequiar con ramilletes á mi amada. Nuestras conversaciones empe- zaban á ser íntimas. — Créame usted, barón — suspiraba Maude, llena de gracias virginales¡ — el amor de la carne deja tras de sí tan sólo pesares y amarguras. El hombre y la mujer envejecen, pero su alma es inmortal: yo deseo la unión de dos almas y no la de dos cuerpos, 1comprende usted? El cuerpo se torna polvo, in puíverem reverteris; el alma se eleva hasta los cielos. Olvidemos, pues, nuestros cuerpos y regocijemos nuestras almas. Esa filosofía espiritualista me dejó má,s helado que un carámbano. Después reflexioné: «Mande es inocente: el matrimonio disipará todos sus errores y blasfemias.» Deseoso de agradarle, incriminé la bestialidad de los amores modernos, y la joven, con las manos juntas é iluminada la faz, prorrumpió: — ¡Oh amigo mío! ¡Cuán dulce me es oirle hablar á usted. así! Una manana sorprendióme ver un cubierto más en la mesa de la rica huérfana. — Quién es el invitadoP — pregunté á mistress Dowler. — El doctor Sunckett, de Londres. Mi novia y el galeno se paseaban por el parque. Fuí á juntarme con ellos, y después de las presentaciones, el doctor William Sunckett, hombre de rostro severo rodeado de un collar de barba gris ¡ me tomó aparte, y en tanto la joven leía en una piadosa obra en rústica, me dijo: Caballero, estoy encargado d.e examinar á usted. — No padezco ninguna e n ferme dad. ¡ doctor. — Sírvase usted venir conmigo, En un cuarto del primer piso> bien abrigado y cer> a das las puertas. me desnudé ante el doctor Junckett quien me auscultó, me palpó y me hizo toser y virar á izquierda y A derecha: una inspección verdadera ante un consejo de revisión, exceptuando el tribunal admi- nistrativo y los gendarmes. — Apto para el servicio> gverdad? — le pregunté riendo. — Puede usted vestirse — respondió fríamente. Terminado el almuerzo, permanecí solo con miss Carberry, En lugar de mostrarse contenta del examen médico, Maude tenía el aire afligido. 1Qué diablos le habría dicho el doctorP AAcaso habría mentido atribu- yéndome una enfermedad vergonzosa¡ un caso redhi- bitorio? — Gustavo — empezó la joven, — he vacilado mucho tiempo en hacer á usted una confesión de que sin em- bargo no es posible que prescinda. Así, tiempo es ya de que no la demore. Yo pertenezco á una secta religiosa, bendecida por el Altísimo, la cual impone castidad ab- soluta á sus miembros, castidad eterna. — 1Se chancea usted, Maude? — No¡Gustavo. Usted me ama, yo también; nuestras almas se unirán en cele»te deliquio; pero conviene que yo tenga seguridad absoluta de no faltar al jura- mento prestado. No sabe usted cuánto me cuesta exigir de usted análogo sacrificio. — óY... qué sacrificio es ese, senorita? — Mi deseo es gozar de amores místicos, tener un es- poso inmaterial: es la condición de mi matrimonio. — ?Un esposo... inmaterial? — Sí, un ser al abrigo de toda pasión... 1comprende usted?... no me atrevo á extenderme más. Mistress Dowler explicará á usted... Retiróse, y el aya me desarrolló el programa. Se tra- taba sencillamente de «desvirilizarme. » — La senorita merece este sacrificio. ¡Tres millones, senor barón, tres millones! — Entonces, usted pretende cort... ¡Nunca, en la vida! Miss Maude es ciertamente riquísima, yo pobre; pero ni por tres millones, ni por cien¡ni por mil, ni por la mayor fortuna del mundo, 1entiende usted., mistress?... yo no me dejo... 1Y esto existe en Inglaterra? AHay una sociedad que...? — La sociedad data de 1887 y cuenta ya más de mil doscientas jóvenes guapas y ricas del gran mundo. — ¡Pero eso es la extinción de la raza humana! ¡Qué horrible estupidez! Dígale usted á miss Carberry que vaya á reclutar un esposo entre los eunucos del sultán! I<'urioso, al ver deshecho mi noviazgo por lo que nunca pude sospechar, me levanté de la silla. — Está usted. en un error, senor barón — concluyó la vieja, que en aquel momento me pareció horrible arpía, — ¡hubiera estado usted tan bien cuidado entre nosotras! Abandoné el hotel como alma que lleva el diablo, con algo d.e susto en el cuerpo, casi temiend.o que pudiese sucederme lo que rechacé horrorizado. Volví el rostro mirando á las ventanas¡ y divisé á, miss Maude reclinada en una de ellas. — !Cielos! — exclamé apretando el paso al advertir que la joven inglesa agitaba unas tijerillas de oro, DUBUT DE LAFDREST. © Biblioteca Nacional de España