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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
1
Cap Alabanza a la Trinidad, el hombre y su encuentro con Cristo Pág
PRIMERA PARTE: ORACIONES DE JUAN PABLO II PARA EL GRAN
JUBILEO
6
I Año: A Jesucristo 6
II Año: Al Espíritu Santo 7
III Año: Dios Padre 9
Oración de Juan Pablo II para el gran jubileo del año 2000 11
SEGUNDA PARTE: LA GLORIA DE LA TRINIDAD 13
SECCIÓN I: LA GLORIA DE LA TRINIDAD 14
1 En las fuentes y en el estuario de la historia de la salvación 14
2 La gloria de la Trinidad en la creación 16
3 La gloria de la Trinidad en la historia 18
4 La gloria de la Trinidad en la Encarnación 20
5 La gloria de la Trinidad en el bautismo de Cristo 22
6 La gloria de la Trinidad en la Tranfiguración 24
7 La gloria de la Trinidad en la Pasión 26
8 La gloria de la Trinidad en la Resurrección 29
9 La gloria de la Trinidad en la Ascensión 31
10 La gloria de la Trinidad en Pentecostés 33
11 La gloria de la Trinidad en el hombre vivo 35
12 La gloria de la Trinidad en la vida de la Iglesia 37
13 La gloria de la Trinidad en la Jerusalén celestial 39
SECCIÓN II: EL ENCUENTRO ENTRE EL HOMBRE Y DOS 41
14 El hombre "buscado" por Dios y "en busca" de Dios 41
15 "Espera y asombro del hombre ante el misterio" 43
16 La escucha de la Palabra y del Espíritu en la revelación cósmica 45
17 El encuentro decisivo con Cristo Palabra encarnada 47
18 La metánoia, consecuencia del encuentro con Cristo 49
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Cap Alabanza a la Trinidad, el hombre y su encuentro con Cristo Pág
19 El cristiano discípulo de Cristo 51
20 El cristiano animado por el Espíritu 53
21 En Cristo y en el Espíritu la experiencia del Dios "Abbá" 55
SECCIÓN III: LA EUCARISTÍA 57
22 La Eucaristía suprema celebración terrena de la "gloria" 57
23 La Eucaristía, memorial de las maravillas de Dios 59
24 La Eucaristía, sacrificio de alabanza 61
25 La Eucaristía banquete de comunión con Dios 63
26 La Eucaristía abre al futuro de Dios 65
27 La Eucaristía, sacramento de unidad 67
28 La Palabra, la Eucaristía y los cristianos desunidos 69
SECCIÓN IV: TRABAJAR POR EL REINO DE DIOS EN EL MUNDO 71
29 Fe, esperanza y caridad en la perspectiva ecuménica 71
30 Fe, esperanza y caridad en la perspectiva del diálogo interreligioso 73
31 Cooperar a la llegada del reino de Dios en el mundo 75
32 El valor del compromiso en las realidades temporales 77
33 El compromiso por la libertad y la justicia 79
34 El compromiso por evitar la catástrofe ecológica 81
35 El compromiso por un futuro digno del hombre 83
SECCIÓN V: LOS NUEVOS CIELOS Y LA NUEVA TIERRA 85
36 Hacia cielos nuevos y una tierra nueva 85
37 La Iglesia, esposa del Cordero, ataviada para su esposo 87
38 La "recapitulación" de todas las cosas en Cristo 89
39 María, icono escatológico de la Iglesia 91
40 María, peregrina en la fe, estrella del tercer milenio 93
TERCERA PARTE: INAUGURACIÓN Y CLAUSURA DEL GRAN
JUBILEO
95
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3
Cap Alabanza a la Trinidad, el hombre y su encuentro con Cristo Pág
1. Esta noche santa comienza el Gran Jubileo, un tiempo de gran alegría y
esperanza. Apertura de la Pueerta Santa de la Basílica de San Pedro
95
2. Un año de gracia y de misericordia. Apertura de la Puereta Santa de San
Juan de Letran
99
3. Cristo nos conceda la Paz. Apertura de la Puerta Santa de Santa María la
Mayor
101
4. El Espíritu Santo guia nuestros pasos hacia la unidad y la comunión plena.
Apertura de la Puerta Santa en San Pablo Extramuros
103
5. Se cierra la Puerta Santa, pero queda abierto más que nunca el Corazón de
Cristo. Clausura del Gran Jubileo
106
6. Acto de consagración a la Virgen del Tercer Milenio. Oración de Juan
Pablo II ante la imagen de Fátima.
110
APÉNDICE I 113
Tertio millennio adveniente 114
APÉNDICE II 140
Incarnationis mysterium 141
APÉNDICE III 154
Novo millennio ineunte 155
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
4
PRIMERA PARTE
ORACIONES DE JUAN PABLO II PARA EL
GRAN JUBILEO
A JESUCRISTO
AL ESPÍRITU SANTO
AL PADRE
ORACIÓN PARA EL GRAN JUBILEO
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
5
ORACIÓN DE JUAN PABLO II
PARA EL PRIMER AÑO DE PREPARACIÓN
DEL GRAN JUBILEO DEL 2000
I año: Jesucristo
Señor Jesús, plenitud de los tiempos y señor de la historia, dispón nuestro corazón a celebrar con fe
el Gran Jubileo del Año 2000, para que sea un año de gracia y de misericordia. Danos un corazón
humilde y sencillo, para que contemplemos con renovado asombro el misterio de la Encarnación,
por el que tú, Hijo del Altísimo, en el seno de la Virgen, santuario del Espíritu, te hiciste nuestro
Hermano.
(Gloria y alabanza a ti, oh Cristo, ahora y por siempre).
Jesús, principio y perfección del hombre nuevo, convierte nuestros corazones a ti, para que,
abandonando las sendas del error, caminemos tras tus huellas por el sendero que conduce a la vida.
Haz que, fieles a las promesas del Bautismo, vivamos con coherencia nuestra fe, dando testimonio
constante de tu palabra, para que en la familia y en la sociedad resplandezca la luz vivificante del
Evangelio.
(Gloria y alabanza a ti, oh Cristo, ahora y por siempre).
Jesús, fuerza y sabiduría de Dios, enciende en nosotros el amor a la divina Escritura, donde resuena
la voz del Padre, que ilumina e inflama, alimenta y consuela. Tú, Palabra del Dios vivo, renueva en
la Iglesia el ardor misionero, para que todos los pueblos lleguen a conocerte, verdadero Hijo de
Dios y verdadero Hijo del hombre, único Mediador entra el hombre y Dios.
(Gloria y alabanza a ti, oh Cristo, ahora y por siempre).
Jesús, fuente de unidad y de paz, fortalece la comunión en tu Iglesia, da vigor al movimiento
ecuménico, para que con la fuerza de tu Espíritu, todos tus discípulos sean uno. Tú que nos has
dado como norma de vida el mandamiento nuevo del amor, haznos constructores de un mundo
solidario, donde la guerra sea vencida por la paz, la cultura de la muerte por el compromiso en favor
de la vida.
(Gloria y alabanza a ti, oh Cristo, ahora y por siempre).
Jesús, Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad, luz que ilumina a todo hombre, da a quien
te busca con corazón sincero la abundancia de tu vida. A ti, Redentor del hombre, principio y fin del
tiempo y del cosmos, al Padre, fuente inagotable de todo bien, y al Espíritu Santo, sello del infinito
amor, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
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ORACIÓN DE JUAN PABLO II
PARA EL SEGUNDO AÑO DE PREPARACIÓN
DEL GRAN JUBILEO DEL 2000
II año: el Espíritu Santo
Espíritu Santo, dulce huésped del alma,
muéstranos el sentido profundo del gran jubileo
y prepara nuestro espíritu para celebrarlo con fe,
en la esperanza que no defrauda,
en la caridad que no espera recompensa.
Espíritu de verdad, que conoces las profundidades de Dios,
memoria y profecía de la Iglesia,
dirige la humanidad para que reconozca en Jesús de Nazaret
el Señor de la gloria, el Salvador del mundo,
la culminación de la historia.
¡Ven, Espíritu de amor y de paz!
Espíritu creador, misterioso artífice del Reino,
guía la Iglesia con la fuerza de tus santos dones
para cruzar con valentía el umbral del nuevo milenio
y llevar a las generaciones venideras
la luz de la Palabra que salva.
Espíritu de santidad, aliento divino que mueve el universo,
ven y renueva la faz de la tierra.
Suscita en los cristianos el deseo de la plena unidad,
para ser verdaderamente en el mundo signo e instrumento
de la íntima unión con Dios y de la unidad del género humano.
¡Ven, Espíritu de amor y de paz!
Espíritu de comunión, alma y sostén de la Iglesia,
haz que la riqueza de los carismas y ministerios
contribuya a la unidad del Cuerpo de Cristo,
y que los laicos, los consagrados y los ministros ordenados
colaboren juntos en la edificación del único reino de Dios.
Espíritu de consuelo, fuente inagotable de gozo y de paz,
suscita solidaridad para con los necesitados,
da a los enfermos el aliento necesario,
infunde confianza y esperanza en los que sufren,
acrecienta en todos el compromiso por un mundo mejor.
¡Ven, Espíritu de amor y de paz!
Espíritu de sabiduría, que iluminas la mente y el corazón,
orienta el camino de la ciencia y de la técnica
al servicio de la vida, de la justicia y de la paz.
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
7
Haz fecundo el diálogo con los miembros de otras religiones,
y que las diversas culturas se abran a los valores del Evangelio.
Espíritu de vida, por el cual el Verbo se hizo carne
en el seno de la Virgen, mujer del silencio y de la escucha,
haznos dóciles a las muestras de tu amor
y siempre dispuestos a acoger los signos de los tiempos
que tú pones en el curso de la historia.
¡Ven, Espíritu de amor y de paz!
A ti, Espíritu de amor,
junto con el Padre omnipotente
y el Hijo unigénito,
alabanza, honor y gloria
por los siglos de los siglos. Amén.
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
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ORACIÓN DE JUAN PABLO II
PARA EL TERCER AÑO DE PREPARACIÓN
DEL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000
III año: Dios Padre
Bendito seas, Señor,
Padre que estás en el cielo,
porque en tu infinita misericorda
te has inclinado sobre la miseria del hombre
y nos has dado a Jesús, tu hijo, nacido de mujer,
nuestro salvador y amigo, hermano y redentor.
Gracias padere bueno,
por el don del año jubilar:
haz que sea un tiempo favorable,
el año del gran retorno a la casa paterna,
donde tú, lleno de amor,
esperas a tus hijos descarriados
para darles el abrazo del perdón
y sentarlos a tu mesa
vestidos con traje de fiesta.
A ti, Padre, nuestras alabanzas por siempre
Padre clemente,
que en el Año Santo
se fortalezca nuestro amor a ti y al prógimo;
que los discípulos de Cristo
promuevan la justicia y la paz;
se anuncie a los pobres la buena nueva
y que la Madre Iglesia
haga sentir su amor de predilección
por los pequeños y marginados.
A ti, Padre, nuestras alabanzas por siempre
Padre justo,
que el Gran Jubileo sea una ocación propicia
para que todos los católicos descubran el gozo
de vivir a la esucha de la palabra,
abandonándose a tu voluntad;
que experimenten el valor de la comunión fraterna
partiendo juntos el pan
y alabándote con himnos y cánticos espirituales.
A ti, Padre, nuestras alabanzas por siempre.
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
9
Padre, rico en misericordia,
que el santo jubileo sea un tiempo de apertura.
de diálogo y de encuentro
con todos los que creen en Cristo
y con los miembros de otras religiones;
en tu inmenso amor,
muestra generosamente tu misericordia con todos.
A ti, Padre, nuestras alabanzas por siempre.
Padre omnipotente,
haz que todos tus hijos sientan
que en tu camnino hacia ti,
meta última del hombre,
les acompaña bondadosa la Virgen María,
icono del amor puro,
elegida por ti para ser Madre de Cristo y de la Iglesia.
A ti, Padre, nuestras alabanzas por siempre.
A ti, Padre de la vida,
principio sin principio,
suma bondad y eterna luz,
con el Hijo y el Espíritu,
honor y gloria, alabanza y gratirud,
por los siglos sin fin.
Amén.
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
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ORACIÓN DE JUAN PABLO II
PARA EL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000
1. Bendito seas, Padre,
que en tu infinito amor
nos has dado a tu Hijo unigénito,
hecho carne por obra del Espíritu Santo
en el seno purísimo de la Virgen María
y nacido en Belén hace dos mil años.
Él se hizo nuestro compañero de viaje
y dio nuevo significado a la historia,
que es un camino recorrido juntos
en las penas y los sufrimientos,
en la fidelidad y el amor,
hacia los cielos nuevos y la tierra nueva
en los cuales Tú,
vencida la muerte, serás todo en todos.
¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad,
único y eterno Dios!
2. Que por tu gracia, Padre, el Año jubilar
sea un tiempo de conversión profunda
y de gozoso retorno a ti;
que sea un tiempo de reconciliación entre los hombres
y de nueva concordia entre las naciones;
un tiempo en que las espadas se cambien por arados
y al ruido de las armas le sigan los cantos de la paz.
Concédenos, Padre, poder vivir el Año jubilar
dóciles a la voz del Espíritu,
fieles en el seguimiento de Cristo,
asiduos en la escucha de la Palabra
y en el acercarnos a las fuentes de la gracia.
¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad,
único y eterno Dios!
3. Sostén, Padre, con la fuerza del Espíritu,
los esfuerzos de la Iglesia en la nueva evangelización
y guía nuestros pasos por los caminos del mundo,
para anunciar a Cristo con la propia vida
orientando nuestra peregrinación terrena
hacia la Ciudad de la luz.
Que los discípulos de Jesús brillen por su amor
hacia los pobres y oprimidos;
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
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que sean solidarios con los necesitados
y generosos en las obras de misericordia;
que sean indulgentes con los hermanos
para alcanzar de ti ellos mismos indulgencia y perdón.
¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad,
único y eterno Dios!
4. Concede, Padre, que los discípulos de tu Hijo,
purificada la memoria y reconocidas las propias culpas,
sean una sola cosa para que el mundo crea.
Se extienda el diálogo
entre los seguidores de las grandes religiones
y todos los hombres descubran la alegría
de ser hijos tuyos.
A la voz suplicante de María,
Madre de todos los hombres,
se unan las voces orantes
de los apóstoles y de los mártires cristianos,
de los justos de todos los pueblos
y de todos los tiempos,
para que el Año santo sea para cada uno
y para la Iglesia
causa de renovada esperanza y de gozo en el Espíritu.
¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad,
único y eterno Dios!
5. A ti, Padre omnipotente,
origen del cosmos y del hombre,
por Cristo, el que vive,
Señor del tiempo y de la historia,
en el Espíritu que santifica el universo,
alabanza, honor y gloria
ahora y por los siglos de los siglos. Amén.
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
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SEGUNDA PARTE
LA GLORIA DE LA TRINIDAD
SECCIÓN I
LA GLORIA DE LA TRINIDAD
SECCIÓN II
EL ENCUENTRO ENTRE EL HOMBRE Y DIOS
SECCIÓN III
LA EUCARISTÍA
SECCIÓN IV
TRABAJAR POR EL REINO DE DIOS EN EL MUNDO
SECCIÓN V
LOS NUEVOS CIELOS Y LA NUEVA TIERRA
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
13
SECCION I: LA GLORIA DE LA TRINIDAD
(1) En las fuentes y en el estuario de la historia de la salvación Miércoles 19 de Enero de 2000
1. "Trinidad superesencial, infinitamente divina y buena, custodia de la divina sabiduría de los
cristianos, llévanos más allá de toda luz y de todo lo desconocido hasta la cima más alta de las
místicas Escrituras, donde los misterios sencillos, absolutos e incorruptibles de la teología se
revelan en la tiniebla luminosa del silencio". Con esta invocación de Dionisio el Areopagita, teólogo
de Oriente (Teología mística I, 1), comenzamos a recorrer un itinerario arduo pero fascinante en la
contemplación del misterio de Dios. Después de reflexionar, durante los años pasados, sobre cada
una de las tres personas divinas -el Hijo, el Espíritu Santo y el Padre-, en este Año jubilar nos
proponemos abarcar con una sola mirada la gloria común de los Tres que son un solo Dios, "no una
sola persona, sino tres Personas en una sola naturaleza" (Prefacio de la solemnidad de la santísima
Trinidad). Esta opción corresponde a la indicación de la carta apostólica Tertio millennio
adveniente, la cual pone como objetivo de la fase celebrativa del gran jubileo "la glorificación de la
Trinidad, de la que todo procede y a la que todo se dirige, en el mundo y en la historia" (n. 55).
2. Inspirándonos en una imagen del libro del Apocalipsis (cf. Ap 22, 1), podríamos comparar este
itinerario con el viaje de un peregrino por las riberas del río de Dios, es decir, de su presencia y de
su revelación en la historia de los hombres.
Hoy, como síntesis ideal de este camino, reflexionaremos en los dos puntos extremos de ese río: su
manantial y su estuario, uniéndolos entre sí en un solo horizonte. En efecto, la Trinidad divina está
en el origen del ser y de la historia, y se halla presente en su meta última.
Constituye el inicio y el fin de la historia de la salvación. Entre los dos extremos, el jardín del Edén
(cf. Gn 2) y el árbol de la vida de la Jerusalén celestial (cf. Ap 22), se desarrolla una larga historia
marcada por las tinieblas y la luz, por el pecado y la gracia. El pecado nos alejó del esplendor del
paraíso de Dios; la redención nos lleva a la gloria de un nuevo cielo y una nueva tierra, donde "no
habrá ya muerte ni llanto ni gritos ni fatigas" (Ap 21, 4).
3. La primera mirada sobre este horizonte nos la ofrece la página inicial de la sagrada Escritura, que
señala el momento en que la fuerza creadora de Dios saca al mundo de la nada: "En el principio
creó Dios los cielos y la tierra" (Gn 1, 1). Esta mirada se profundiza en el Nuevo Testamento,
remontándose hasta el centro de la vida divina, cuando san Juan, al inicio de su evangelio,
proclama: "En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios" (Jn
1, 1). Antes de la creación y como fundamento de ella, la revelación nos hace contemplar el
misterio del único Dios en la trinidad de las personas: el Padre y su Palabra, unidos en el Espíritu.
El autor bíblico que escribió la página de la creación no podía sospechar la profundidad de este
misterio. Mucho menos podía alcanzarlo la pura reflexión filosófica, ya que la Trinidad está por
encima de las posibilidades de nuestro entendimiento, y sólo puede conocerse por revelación.
Y, sin embargo, este misterio que nos supera infinitamente es también la realidad más cercana a
nosotros, porque está en las fuentes de nuestro ser. En efecto, en Dios "vivimos, nos movemos y
existimos" (Hch 17, 28) y a las tres personas divinas se aplica lo que san Agustín dice de Dios: es
"intimior intimo meo" (Conf. III, 6, 11). En lo más íntimo de nuestro ser, donde ni siquiera nuestra
mirada logra llegar, la gracia hace presentes al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, un solo Dios en
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
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tres personas. El misterio de la Trinidad, lejos de ser una árida verdad entregada al entendimiento,
es vida que nos habita y sostiene.
4. Esta vida trinitaria, que precede y funda la creación, es el punto de partida de nuestra
contemplación en este Año jubilar. Dios, misterio de los orígenes de donde brota todo, se nos
presenta como Aquel que es la plenitud del ser y comunica el ser, como luz que "ilumina a todo
hombre" (Jn 1, 9), como el Viviente y dador de vida. Y se nos presenta sobre todo como Amor,
según la hermosa definición de la primera carta de san Juan (cf. 1 Jn 4, 8). Es amor en su vida
íntima, donde el dinamismo trinitario es precisamente expresión del amor eterno con que el Padre
engendra al Hijo y ambos se donan recíprocamente en el Espíritu Santo. Es amor en la relación con
el mundo, ya que la libre decisión de sacarlo de la nada es fruto de este amor infinito que se irradia
en la esfera de la creación. Si los ojos de nuestro corazón, iluminados por la revelación, se hacen
suficientemente puros y penetrantes, serán capaces de descubrir en la fe este misterio, en el que
todo lo que existe tiene su raíz y su fundamento.
5. Pero, como aludí al inicio, el misterio de la Trinidad está también ante nosotros como la meta a la
que tiende la historia, como la patria que anhelamos. Nuestra reflexión trinitaria, siguiendo los
diversos ámbitos de la creación y de la historia, se orientará a esta meta, que el libro del Apocalipsis
con gran eficacia nos señala como culminación de la historia.
Esta es la segunda y última parte del río de Dios, al que nos referimos antes. En la Jerusalén
celestial el origen y el fin se vuelven a unir. En efecto, Dios Padre se sienta en el trono y dice: "Mira
que hago nuevas todas las cosas" (Ap 21, 5). A su lado se encuentra el Cordero, es decir, Cristo, en
su trono, con su luz, con el libro de la vida, en el que se hallan escritos los nombres de los
redimidos (cf. Ap 21, 23. 27; 22, 1. 3). Y, al final, en un diálogo dulce e intenso, el Espíritu ora en
nosotros y juntamente con la Iglesia, la esposa del Cordero, dice: "Ven, Señor Jesús" (cf. Ap 22, 17.
20).
Para concluir este primer esbozo de nuestra larga peregrinación en el misterio de Dios, volvamos a
la oración de Dionisio el Areopagita, que nos recuerda la necesidad de la contemplación: "Es en el
silencio donde se aprenden los secretos de esta tiniebla (...) que brilla con la luz más resplandeciente
(...). A pesar de ser perfectamente intangible e invisible, colma con esplendores más bellos que la
belleza las inteligencias que saben cerrar los ojos" (Teología mística, I, 1).
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
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(2) La gloria de la Trinidad en la creación Miércoles 26 de Enero de 2000
1. "¡Qué amables son todas sus obras! y eso que es sólo una chispa lo que de ellas podemos
conocer. (...) Nada ha hecho incompleto. (...) ¿Quién se saciará de contemplar su gloria? Mucho
más podríamos decir y nunca acabaríamos; broche de mis palabras: "Él lo es todo".
¿Dónde hallar fuerza para glorificarle? ¡Él es mucho más grande que todas sus obras!" (Si 42, 22.
24-25; 43, 27-28).
Con estas palabras, llenas de estupor, un sabio bíblico, el Sirácida, expresaba su admiración ante el
esplendor de la creación, alabando a Dios. Es un pequeño retazo del hilo de contemplación y
meditación que recorre todas las sagradas Escrituras, desde las primeras líneas del Génesis, cuando
en el silencio de la nada surgen las criaturas, convocadas por la Palabra eficaz del Creador.
"Dijo Dios: "Haya luz", y hubo luz" (Gn 1, 3). Ya en esta parte del primer relato de la creación se ve
en acción la Palabra de Dios, de la que san Juan dirá: "En el principio existía la Palabra (...) y la
Palabra era Dios. (...) Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe" (Jn 1, 1. 3).
San Pablo reafirmará en el himno de la carta a los Colosenses que "en él (Cristo) fueron creadas
todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles: los tronos, las dominaciones,
los principados, las potestades. Todo fue creado por él y para él; él existe con anterioridad a todo, y
todo tiene en él su consistencia" (Col 1, 16-17). Pero en el instante inicial de la creación se
vislumbra también al Espíritu: "el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas" (Gn 1, 2).
Podemos decir, con la tradición cristiana, que la gloria de la Trinidad resplandece en la creación.
2. En efecto, a la luz de la Revelación, es posible ver cómo el acto creativo es apropiado ante todo
al "Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de rotación" (St 1, 17). Él resplandece
sobre todo el horizonte, como canta el Salmista: "¡Oh Señor, Dios nuestro, ¡qué admirable es tu
nombre en toda la tierra! Tú ensalzaste tu majestad sobre los cielos" (Sal 8, 2).
Dios "afianzó el orbe, y no se moverá" (Sal 96, 10) y frente a la nada, representada simbólicamente
por las aguas caóticas que elevan su voz, el Creador se yergue dando consistencia y seguridad:
"Levantan los ríos, Señor, levantan los ríos su voz, levantan los ríos su fragor; pero más que la voz
de las aguas caudalosas, más potente que el oleaje del mar, más potente en el cielo es el Señor" (Sal
93, 3-4).
3. En la sagrada Escritura la creación a menudo está vinculada también a la Palabra divina que
irrumpe y actúa: "La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos (...). Él lo
dijo, y existió; él lo mandó, y surgió" (Sal 33, 6. 9); "Él envía su mensaje a la tierra; su palabra
corre veloz" (Sal 147, 15). En la literatura sapiencial veterotestamentaria la Sabiduría divina,
personificada, es la que da origen al cosmos, actuando el proyecto de la mente de Dios (cf. Pr 8,
22-31). Ya hemos dicho que san Juan y san Pablo verán en la Palabra y en la Sabiduría de Dios el
anuncio de la acción de Cristo: "del cual proceden todas las cosas y para el cual somos" (1 Co 8, 6),
porque "por él hizo (Dios) también el mundo" (Hb 1, 2).
4. Por último, otras veces, la Escritura subraya el papel del Espíritu de Dios en el acto creador:
"Envías tu Espíritu y son creados, y renuevas la faz de la tierra" (Sal 104, 30). El mismo Espíritu es
representado simbólicamente por el soplo de la boca de Dios, que da vida y conciencia al hombre
(cf. Gn 2, 7) y le devuelve la vida en la resurrección, como anuncia el profeta Ezequiel en una
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
16
página sugestiva, donde el Espíritu actúa para hacer revivir huesos ya secos (cf. Ez 37, 1-14). Ese
mismo soplo domina las aguas del mar en el éxodo de Israel de Egipto (cf. Ex 15, 8. 10). También el
Espíritu regenera a la criatura humana, como dirá Jesús en el diálogo nocturno con Nicodemo: "En
verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios.
Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu" (Jn 3, 5-6).
5. Pues bien, frente a la gloria de la Trinidad en la creación el hombre debe contemplar, cantar,
volver a sentir asombro. En la sociedad contemporánea la gente se hace árida "no por falta de
maravillas, sino por falta de maravilla" (G.K. Chesterton). Para el creyente contemplar lo creado es
también escuchar un mensaje, oír una voz paradójica y silenciosa, como nos sugiere el "Salmo del
sol": "El cielo proclama la gloria de Dios; el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día
le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que
resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje" (Sal 19,
2-5).
Por consiguiente, la naturaleza se transforma en un evangelio que nos habla de Dios: "de la
grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13, 5).
San Pablo nos enseña que "lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la
inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad" (Rm 1, 20). Pero esta capacidad
de contemplación y conocimiento, este descubrimiento de una presencia trascendente en lo creado,
nos debe llevar también a redescubrir nuestra fraternidad con la tierra, a la que estamos vinculados
desde nuestra misma creación (cf. Gn 2, 7). Esta era precisamente la meta que el Antiguo
Testamento recomendaba para el jubileo judío, cuando la tierra descansaba y el hombre cogía lo que
de forma espontánea le ofrecía el campo (cf. Lv 25, 11-12). Si la naturaleza no es violentada y
humillada, vuelve a ser hermana del hombre.
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
17
(3) La gloria de la Trinidad en la historia Miércoles 9 de febrero de 2000
1. Como habéis escuchado en la lectura, este encuentro ha tomado como punto de partida el "Gran
Hallel", el salmo 136, que es una solemne letanía para solista y coro: es un himno al hesed de Dios,
es decir, a su amor fiel, que se revela en los acontecimientos de la historia de la salvación,
particularmente en la liberación de la esclavitud de Egipto y en el don de la tierra prometida. El
Credo del Israel de Dios (cf. Dt 26, 5-9; Jos 24, 1-13) proclama las intervenciones divinas dentro de
la historia humana: el Señor no es un emperador impasible, rodeado de una aureola de luz y
relegado en los cielos dorados. Él observa la miseria de su pueblo en Egipto, escucha su grito y baja
para liberarlo (cf. Ex 3, 7-8).
2. Pues bien, ahora trataremos de ilustrar esta presencia de Dios en la historia, a la luz de la
revelación trinitaria, que, aunque se realizó plenamente en el Nuevo Testamento, ya se halla
anticipada y bosquejada en el Antiguo. Así pues, comenzaremos con el Padre, cuyas características
ya se pueden entrever en la acción de Dios que interviene en la historia como padre tierno y solícito
con respecto a los justos que acuden a él. Él es "padre de los huérfanos y defensor de las
viudas" (Sal 68, 6); también es padre en relación con el pueblo rebelde y pecador.
Dos páginas proféticas de extraordinaria belleza e intensidad presentan un delicado soliloquio de
Dios con respecto a sus "hijos descarriados" (Dt 32, 5). Dios manifiesta en él su presencia constante
y amorosa en el entramado de la historia humana. En Jeremías el Señor exclama: "Yo soy para
Israel un padre (...) ¿No es mi hijo predilecto, mi niño mimado? Pues cuantas veces trato de
amenazarlo, me acuerdo de él; por eso se conmueven mis entrañas por él, y siento por él una
profunda ternura" (Jr 31, 9. 20). La otra estupenda confesión de Dios se halla en Oseas: "Cuando
Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. (...) Yo le enseñé a caminar, tomándolo por
los brazos, pero no reconoció mis desvelos por curarlo. Los atraía con vínculos de bondad, con
lazos de amor, y era para ellos como quien alza a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y
le daba de comer. (...) Mi corazón está en mí trastornado, y se han conmovido mis entrañas" (Os 11,
1. 3-4. 8).
3. De estos pasajes de la Biblia debemos sacar como conclusión que Dios Padre de ninguna manera
es indiferente frente a nuestras vicisitudes. Más aún, llega incluso a enviar a su Hijo unigénito,
precisamente en el centro de la historia, como lo atestigua el mismo Cristo en el diálogo nocturno
con Nicodemo: "Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea
en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para
juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3, 16-17). El Hijo se inserta dentro del
tiempo y del espacio como el centro vivo y vivificante que da sentido definitivo al flujo de la
historia, salvándola de la dispersión y de la banalidad.
Especialmente hacia la cruz de Cristo, fuente de salvación y de vida eterna, converge toda la
humanidad con sus alegrías y sus lágrimas, con su atormentada historia de bien y mal: "Cuando sea
levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32). Con una frase lapidaria la carta a los
Hebreos proclamará la presencia perenne de Cristo en la historia: "Jesucristo es el mismo ayer, hoy
y siempre" (Hb 13, 8).
4. Para descubrir debajo del flujo de los acontecimientos esta presencia secreta y eficaz, para intuir
el reino de Dios, que ya se encuentra entre nosotros (cf. Lc 17, 21), es necesario ir más allá de la
superficie de las fechas y los eventos históricos. Aquí entra en acción el Espíritu Santo. Aunque el
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
18
Antiguo Testamento no presenta aún una revelación explícita de su persona, se le pueden "atribuir"
ciertas iniciativas salvíficas. Es él quien mueve a los jueces de Israel (cf. Jc 3, 10), a David (cf. 1 S
16, 13), al rey Mesías (cf. Is 11, 1-2; 42, 1), pero sobre todo es él quien se derrama sobre los
profetas, los cuales tienen la misión de revelar la gloria divina velada en la historia, el designio del
Señor encerrado en nuestras vicisitudes. El profeta Isaías presenta una página de gran eficacia, que
recogerá Cristo en su discurso programático en la sinagoga de Nazaret: "El Espíritu del Señor
Yahveh está sobre mí, pues Yahveh me ha ungido, me ha enviado a predicar la buena nueva a los
pobres, a sanar los corazones quebrantados, a anunciar a los cautivos la liberación, y a los reclusos
la libertad, y a promulgar el año de gracia de Yahveh" (Is 61, 1-2; cf. Lc 4, 18-19).
5. El Espíritu de Dios no sólo revela el sentido de la historia, sino que también da fuerza para
colaborar en el proyecto divino que se realiza en ella. A la luz del Padre, del Hijo y del Espíritu, la
historia deja de ser una sucesión de acontecimientos que se disuelven en el abismo de la muerte; se
transforma en un terreno fecundado por la semilla de la eternidad, un camino que lleva a la meta
sublime en la que "Dios será todo en todos" (1 Co 15, 28). El jubileo, que evoca "el año de gracia"
anunciado por Isaías e inaugurado por Cristo, quiere ser la epifanía de esta semilla y de esta gloria,
para que todos esperen, sostenidos por la presencia y la ayuda de Dios, en un mundo nuevo, más
auténticamente cristiano y humano.
Así pues, cada uno de nosotros, al balbucear algo del misterio de la Trinidad operante en nuestra
historia, debe hacer suyo el asombro adorante de san Gregorio Nacianceno, teólogo y poeta, cuando
canta: "Gloria a Dios Padre y al Hijo, rey del universo. Gloria al Espíritu, digno de alabanza y todo
santo. La Trinidad es un solo Dios, que creó y llenó todas las cosas..., vivificándolo todo con su
Espíritu, para que cada criatura rinda homenaje a su Creador, causa única del vivir y del durar. La
criatura racional, más que cualquier otra, lo debe celebrar siempre como gran Rey y Padre
bueno" (Poemas dogmáticos, XXI, Hymnus alias: PG 37, 510-511).
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(4) La gloria de la Trinidad en la Encarnación Miércoles 5 de abril 2000
1. "Una sola fuente y una sola raíz, una sola forma luce con un triple esplendor. Donde brilla la
profundidad del Padre, irrumpe el poder del Hijo, sabiduría artífice del universo entero, fruto
engendrado por el corazón paterno. Y allí resplandece la luz unificante del Espíritu". Así cantaba a
inicios del siglo V Sinesio de Cirene en el Himno II, celebrando al alba de un nuevo día la Trinidad
divina, única en la fuente y triple en el esplendor. Esta verdad del único Dios en tres personas
iguales y distintas no está relegada a los cielos; no puede interpretarse como una especie de
"teorema aritmético celeste", del que no se sigue nada para la existencia del hombre, como suponía
el filósofo Kant.
2. En realidad, como hemos escuchado en el relato del evangelista san Lucas, la gloria de la
Trinidad se hace presente en el tiempo y en el espacio, y encuentra su epifanía más elevada en
Jesús, en su encarnación y en su historia. San Lucas lee la concepción de Cristo precisamente a la
luz de la Trinidad: lo atestiguan las palabras del ángel, dirigidas a María y pronunciadas dentro de la
modesta casa de la aldea de Nazaret, en Galilea, que la arqueología ha sacado a la luz. En el
anuncio de Gabriel se manifiesta la trascendente presencia divina: el Señor Dios, a través de María
y en la línea de la descendencia davídica, da al mundo a su Hijo: "Concebirás en el seno y darás a
luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el
Señor Dios le dará el trono de David, su padre" (Lc 1, 31-32).
3. Aquí tiene valor doble el término "Hijo", porque en Cristo se unen íntimamente la relación filial
con el Padre celestial y la relación filial con la madre terrena. Pero en la Encarnación participa
también el Espíritu Santo, y es precisamente su intervención la que hace que esa generación sea
única e irrepetible: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios" (Lc 1, 35). Las palabras
que el ángel proclama son como un pequeño Credo, que ilumina la identidad de Cristo en relación
con las demás Personas de la Trinidad. Es la fe común de la Iglesia, que san Lucas pone ya en los
inicios del tiempo de la plenitud salvífica: Cristo es el Hijo del Dios Altísimo, el Grande, el Santo,
el Rey, el Eterno, cuya generación en la carne se realiza por obra del Espíritu Santo. Por eso, como
dirá san Juan en su primera carta, "Todo el que niega al Hijo, tampoco posee al Padre. Quien
confiesa al Hijo, posee también al Padre" (1 Jn 2, 23).
4. En el centro de nuestra fe está la Encarnación, en la que se revela la gloria de la Trinidad y su
amor por nosotros: "Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su
gloria" (Jn 1, 14). "Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16). "En esto se
manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que
vivamos por medio de él" (1 Jn 4, 9). Estas palabras de los escritos de san Juan nos ayudan a
comprender que la revelación de la gloria trinitaria en la Encarnación no es una simple iluminación
que disipa las tinieblas por un instante, sino una semilla de vida divina depositada para siempre en
el mundo y en el corazón de los hombres.
En este sentido es emblemática una declaración del apóstol san Pablo en la carta a los Gálatas: "Al
llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para
rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de
que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá,
Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de
Dios" (Ga 4, 4-7, cf. Rm 8, 15-17). Así pues, el Padre, el Hijo y el Espíritu están presentes y actúan
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
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en la Encarnación para hacernos participar en su misma vida. "Todos los hombres -reafirmó el
concilio Vaticano II- están llamados a esta unión con Cristo, que es la luz del mundo. De él
venimos, por él vivimos y hacia él caminamos" (Lumen gentium, 3). Y, como afirmaba san
Cipriano, la comunidad de los hijos de Dios es "un pueblo congregado por la unidad del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo" (De orat. Dom., 23).
5. "Conocer a Dios y a su Hijo es acoger el misterio de la comunión de amor del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo en la propia vida, que ya desde ahora se abre a la vida eterna por la participación
en la vida divina. Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de
Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta
inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo" (Evangelium vitae, 37-38).
Con este estupor y con esta acogida vital debemos adorar el misterio de la santísima Trinidad, que
"es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo.
Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina" (Catecismo de la
Iglesia católica, n. 234).
En la Encarnación contemplamos el amor trinitario que se manifiesta en Jesús; un amor que no
queda encerrado en un círculo perfecto de luz y de gloria, sino que se irradia en la carne de los
hombres, en su historia; penetra al hombre, regenerándolo y haciéndolo hijo en el Hijo.
Por eso, como decía san Ireneo, la gloria de Dios es el hombre vivo: "Gloria enim Dei vivens homo,
vita autem hominis visio Dei"; no sólo lo es por su vida física, sino sobre todo porque "la vida del
hombre consiste en la visión de Dios" (Adversus haereses IV, 20, 7). Y ver a Dios significa ser
transfigurados en él: "Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le
veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2).
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(5) La gloria de la Trinidad en el bautismo de Cristo Miércoles 12 de abril 2000
1. La lectura que acabamos de proclamar nos hace remontarnos a las riberas del Jordán. Hoy
visitamos espiritualmente las orillas de ese río, que fluye a lo largo de los dos Testamentos bíblicos,
para contemplar la gran epifanía de la Trinidad en el día en que Jesús se presenta en el escenario de
la historia, precisamente en aquellas aguas, para comenzar su ministerio público.
El arte cristiano personificará ese río con los rasgos de un anciano que asiste asombrado a la visión
que se realiza en sus aguas. En efecto, como afirma la liturgia bizantina, en él "se lava el Sol,
Cristo". Esa misma liturgia, en la mañana del día de la teofanía o epifanía de Cristo, imagina un
diálogo con el río: "Jordán, ¿qué has visto como para turbarte tanto? He visto al Invisible desnudo y
me dio un escalofrío. Pues, ¿cómo no estremecerse y no ceder ante él? Los ángeles se estremecieron
al verlo, el cielo enloqueció, la tierra tembló, el mar retrocedió con todos los seres visibles e
invisibles. Cristo apareció en el Jordán para santificar todas las aguas".
2. La presencia de la Trinidad en ese acontecimiento está afirmada explícitamente en todas las
redacciones evangélicas del episodio. Acabamos de escuchar la más amplia, la de san Mateo, que
ofrece también un diálogo entre Jesús y el Bautista. En el centro de la escena destaca la figura de
Cristo, el Mesías que realiza en plenitud toda justicia (cf. Mt 3, 15). Él es quien lleva a
cumplimiento el proyecto divino de salvación, haciéndose humildemente solidario con los
pecadores.
Su humillación voluntaria le obtiene una exaltación admirable: sobre él resuena la voz del Padre
que lo proclama: "Mi Hijo predilecto, en quien tengo mis complacencias" (Mt 3, 17).
Es una frase que combina en sí misma dos aspectos del mesianismo de Jesús: el davídico, a través
de la evocación de un poema real (cf. Sal 2, 7), y el profético, a través de la cita del primer canto del
Siervo del Señor (cf. Is 42, 1). Por consiguiente, se tiene la revelación del íntimo vínculo de amor
de Jesús con el Padre celestial así como su investidura mesiánica frente a la humanidad entera.
3. En la escena irrumpe también el Espíritu Santo bajo forma de "paloma" que "desciende y se
posa" sobre Cristo. Se puede recurrir a varias referencias bíblicas para ilustrar esta imagen: a la
paloma que indica el fin del diluvio y el inicio de una nueva era (cf. Gn 8, 8-12; 1 P 3, 20-21); a la
paloma del Cantar de los cantares, símbolo de la mujer amada (cf. Ct 2, 14; 5, 2; 6, 9); a la paloma
que es casi un símbolo de Israel en algunos pasajes del Antiguo Testamento (cf. Os 7, 11; Sal 68,
14).
Es significativo un antiguo comentario judío al pasaje del Génesis (cf. Gn 1, 2) que describe el
aletear con ternura materna del Espíritu sobre las aguas iniciales: "El Espíritu de Dios aleteaba
sobre la superficie de las aguas como una paloma que aletea sobre sus polluelos sin
tocarlos" (Talmud, Hagigah 15 a). Sobre Jesús desciende, como fuerza de amor sobreabundante, el
Espíritu Santo. El Catecismo de la Iglesia católica, refiriéndose precisamente al bautismo de Jesús,
enseña: "El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene a "posarse" sobre él. De
él manará este Espíritu para toda la humanidad" (n. 536).
4. Así pues, en el Jordán se halla presente toda la Trinidad para revelar su misterio, autenticar y
sostener la misión de Cristo, y para indicar que con él la historia de la salvación entra en su fase
central y definitiva. Esa historia involucra el tiempo y el espacio, las vicisitudes humanas y el orden
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cósmico, pero en primer lugar implica a las tres Personas divinas. El Padre encomienda al Hijo la
misión de llevar a cumplimiento, en el Espíritu, la "justicia", es decir, la salvación divina.
Cromacio, obispo de Aquileya, en el siglo IV, en una de sus homilías sobre el bautismo y sobre el
Espíritu Santo, afirma: "De la misma forma que nuestra primera creación fue obra de la Trinidad,
así también nuestra segunda creación es obra de la Trinidad. El Padre no hace nada sin el Hijo y sin
el Espíritu Santo, porque la obra del Padre es también del Hijo y la obra del Hijo es también del
Espíritu Santo. Sólo existe una sola y la misma gracia de la Trinidad. Así pues, somos salvados por
la Trinidad, pues originariamente hemos sido creados sólo por la Trinidad" (sermón 18 A).
5. Después del bautismo de Cristo, el Jordán se convirtió también en el río del bautismo cristiano: el
agua de la fuente bautismal es, según una tradición de las Iglesias de Oriente, un Jordán en
miniatura. Lo demuestra la siguiente oración litúrgica: "Así pues, te pedimos, Señor, que la acción
purificadora de la Trinidad descienda sobre las aguas bautismales y se les comunique la gracia de la
redención y la bendición del Jordán en la fuerza, en la acción y en la presencia del Espíritu
Santo" (Grandes Vísperas de la Santa Teofanía de nuestro Señor Jesucristo, Bendición de las
aguas).
En una idea semejante parece inspirarse también san Paulino de Nola en algunos versos preparados
como inscripción para grabar en un baptisterio: "De esta fuente, generadora de las almas
necesitadas de salvación, brota un río vivo de luz divina. El Espíritu Santo desciende del cielo a este
río y une sus aguas sagradas con el manantial celeste; la fuente se impregna de Dios y engendra
mediante una semilla eterna un linaje santo con sus aguas fecundas" (Carta 32, 5). Al salir del agua
regeneradora de la fuente bautismal, el cristiano comienza su itinerario de vida y testimonio.
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(6) La gloria de la Trinidad en la Tranfiguración Miércoles 26 de abril 2000
1. En esta octava de Pascua, considerada como un único gran día, la liturgia repite sin cesar el
anuncio de la resurrección: "¡Verdaderamente Jesús ha resucitado!". Este anuncio abre un horizonte
nuevo a la humanidad entera. En la Resurrección se hace realidad lo que en la Transfiguración del
monte Tabor se vislumbraba misteriosamente. Entonces el Salvador reveló a Pedro, Santiago y Juan
el prodigio de gloria y de luz confirmado por la voz del Padre: "Este es mi Hijo predilecto" (Mc 9,
7).
En la fiesta de Pascua estas palabras se nos presentan en su plenitud de verdad. El Hijo predilecto
del Padre, Cristo crucificado y muerto, ha resucitado por nosotros. A su luz, los creyentes vemos la
luz y, "exaltados por el Espíritu -como afirma la liturgia de la Iglesia de Oriente-, cantamos a la
Trinidad consustancial a lo largo de todos los siglos" (Grandes Vísperas de la Transfiguración de
Cristo). Con el corazón rebosante de alegría pascual subamos hoy espiritualmente al monte santo,
que domina la llanura de Galilea, para contemplar el acontecimiento que allí se realiza, anticipando
los sucesos pascuales.
2. Cristo es el centro de la Transfiguración. Hacia él convergen dos testigos de la primera Alianza:
Moisés, mediador de la Ley, y Elías, profeta del Dios vivo. La divinidad de Cristo, proclamada por
la voz del Padre, también se manifiesta mediante los símbolos que san Marcos traza con sus rasgos
pintorescos. La luz y la blancura son símbolos que representan la eternidad y la trascendencia: "Sus
vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, como no los puede blanquear lavandera sobre
la tierra" (Mc 9, 3). Asimismo, la nube es signo de la presencia de Dios en el camino del Éxodo de
Israel y en la tienda de la Alianza (cf. Ex 13, 21-22; 14, 19. 24; 40, 34. 38).
Canta también la liturgia oriental, en el Matutino de la Transfiguración: "Luz inmutable de la luz del
Padre, oh Verbo, con tu brillante luz hoy hemos visto en el Tabor la luz que es el Padre y la luz que
es el Espíritu, luz que ilumina a toda criatura".
3. Este texto litúrgico subraya la dimensión trinitaria de la transfiguración de Cristo en el monte,
pues es explícita la presencia del Padre con su voz reveladora. La tradición cristiana vislumbra
implícitamente también la presencia del Espíritu Santo, teniendo en cuenta el evento paralelo del
bautismo en el Jordán, donde el Espíritu descendió sobre Cristo en forma de paloma (cf. Mc 1, 10).
De hecho, el mandato del Padre: "Escuchadlo" (Mc 9, 7) presupone que Jesús está lleno de Espíritu
Santo, de forma que sus palabras son "espíritu y vida" (Jn 6, 63; cf. 3, 34-35).
Por consiguiente, podemos subir al monte para detenernos a contemplar y sumergirnos en el
misterio de luz de Dios. El Tabor representa a todos los montes que nos llevan a Dios, según una
imagen muy frecuente en los místicos. Otro texto de la Iglesia de Oriente nos invita a esta ascensión
hacia las alturas y hacia la luz: "Venid, pueblos, seguidme. Subamos a la montaña santa y celestial;
detengámonos espiritualmente en la ciudad del Dios vivo y contemplemos en espíritu la divinidad
del Padre y del Espíritu que resplandece en el Hijo unigénito" (tropario, conclusión del Canon de
san Juan Damasceno).
4. En la Transfiguración no sólo contemplamos el misterio de Dios, pasando de luz a luz (cf. Sal 36,
10), sino que también se nos invita a escuchar la palabra divina que se nos dirige. Por encima de la
palabra de la Ley en Moisés y de la profecía en Elías, resuena la palabra del Padre que remite a la
del Hijo, como acabo de recordar. Al presentar al "Hijo predilecto", el Padre añade la invitación a
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escucharlo (cf. Mc 9, 7).
La segunda carta de san Pedro, cuando comenta la escena de la Transfiguración, pone fuertemente
de relieve la voz divina. Jesucristo "recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime gloria
le dirigió esta voz: "Este es mi Hijo predilecto, en quien me complazco".
Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con él en el monte santo. Y así se
nos hace más firme la palabra de los profetas, a la cual hacéis bien en prestar atención, como a
lámpara que luce en lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en vuestros corazones el
lucero de la mañana" (2 P 1, 17-19).
5. Visión y escucha, contemplación y obediencia son, por consiguiente, los caminos que nos llevan
al monte santo en el que la Trinidad se revela en la gloria del Hijo. "La Transfiguración nos concede
una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo "el cual transfigurará este miserable cuerpo
nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3, 21). Pero nos recuerda también que "es
necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios" (Hch 14,
22)" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 556).
La liturgia de la Transfiguración, como sugiere la espiritualidad de la Iglesia de Oriente, presenta en
los apóstoles Pedro, Santiago y Juan una "tríada" humana que contempla la Trinidad divina. Como
los tres jóvenes del horno de fuego ardiente del libro de Daniel (cf. Dn 3, 51-90), la liturgia
"bendice a Dios Padre creador, canta al Verbo que bajó en su ayuda y cambia el fuego en rocío, y
exalta al Espíritu que da a todos la vida por los siglos" (Matutino de la fiesta de la Transfiguración).
También nosotros oremos ahora al Cristo transfigurado con las palabras del Canon de san Juan
Damasceno: "Me has seducido con el deseo de ti, oh Cristo, y me has transformado con tu divino
amor. Quema mis pecados con el fuego inmaterial y dígnate colmarme de tu dulzura, para que, lleno
de alegría, exalte tus manifestaciones".
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(7) La gloria de la Trinidad en la Pasión Miércoles 3 de mayo 2000
1. Al final del relato de la muerte de Cristo, el Evangelio hace resonar la voz del centurión romano,
que anticipa la profesión de fe de la Iglesia: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (Mc
15, 39). En las últimas horas de la existencia terrena de Jesús se actúa en las tinieblas la suprema
epifanía trinitaria. En efecto, el relato evangélico de la pasión y muerte de Cristo registra, aun en el
abismo del dolor, la permanencia de su relación íntima con el Padre celestial.
Todo comienza durante la tarde de la última cena en la tranquilidad del Cenáculo, donde, sin
embargo, ya se cernía la sombra de la traición. Juan nos ha conservado los discursos de despedida
que subrayan estupendamente el vínculo profundo y la recíproca inmanencia entre Jesús y el Padre:
"Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. (...) Quien me ha visto a mí, ha visto al
Padre. (...) Lo que yo os digo, no lo digo por cuenta propia. El Padre que permanece en mí, él
mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí" (Jn 14, 7. 9-11).
Al decir esto, Jesús citaba las palabras que había pronunciado poco antes, cuando declaró de modo
lapidario: "Yo y el Padre somos uno. (...) El Padre está en mí y yo en el Padre" (Jn 10, 30. 38). Y en
la oración que corona los discursos del Cenáculo, dirigiéndose al Padre en la contemplación de su
gloria, reafirma: "Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como
nosotros" (Jn 17, 11). Con esta confianza absoluta en el Padre, Jesús se dispone a cumplir su acto
supremo de amor (cf. Jn 13, 1).
2. En la Pasión, el vínculo que lo une al Padre se manifiesta de modo particularmente intenso y, al
mismo tiempo, dramático. El Hijo de Dios vive plenamente su humanidad, penetrando en la
oscuridad del sufrimiento y de la muerte que pertenecen a nuestra condición humana. En
Getsemaní, durante una oración semejante a una lucha, a una "agonía", Jesús se dirige al Padre con
el apelativo arameo de la intimidad filial: "¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta
copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú" (Mc 14, 36).
Poco después, cuando se desencadena contra él la hostilidad de los hombres, recuerda a Pedro que
esa hora de las tinieblas forma parte de un designio divino del Padre: "¿Piensas que no puedo yo
rogar a mi Padre, que pondría al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles? Mas,
¿cómo se cumplirían las Escrituras de que así debe suceder?" (Mt 26, 53-54).
3. También el diálogo procesal con el sumo sacerdote se transforma en una revelación de la gloria
mesiánica y divina que envuelve al Hijo de Dios: «El sumo sacerdote le dijo: "Te conjuro por Dios
vivo a que me digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios". Díjole Jesús: "Tú lo has dicho. Y yo os
digo que a partir de ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre
las nubes del cielo"» (Mt 26, 63-64).
Cuando fue crucificado, los espectadores le recordaron sarcásticamente esta proclamación: «Ha
puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: "Soy
Hijo de Dios"» (Mt 27, 43). Pero para esa hora se le había reservado el silencio del Padre, a fin de
que se solidarizara plenamente con los pecadores y los redimiera. Como enseña el Catecismo de la
Iglesia católica: «Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado. Pero, en el
amor redentor que le unía siempre al Padre, nos asumió desde el alejamiento con relación a
Dios» (n. 603).
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4. En realidad, en la cruz Jesús sigue manteniendo su diálogo íntimo con el Padre, viviéndolo con
toda su humanidad herida y sufriente, sin perder jamás la actitud confiada del Hijo que es "uno" con
el Padre. En efecto, por un lado está el silencio misterioso del Padre, acompañado por la oscuridad
cósmica y subrayado por el grito: «"¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?". Que quiere decir: "¡Dios mío, Dios
mío!, ¿por qué me has abandonado?"» (Mt 27, 46).
Por otro, el Salmo 22, aquí citado por Jesús, termina con un himno al Señor soberano del mundo y
de la historia; y este aspecto se manifiesta en el relato de Lucas, según el cual las últimas palabras
de Cristo moribundo son una luminosa cita del Salmo con la añadidura de la invocación al Padre:
"Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46; cf. Sal 31, 6).
5. También el Espíritu Santo participa en este diálogo constante entre el Padre y el Hijo. Nos lo dice
la carta a los Hebreos, cuando describe con una fórmula en cierto modo trinitaria la ofrenda
sacrificial de Cristo, declarando que «por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a
Dios» (Hb 9, 14). En efecto, en su pasión, Cristo abrió plenamente su ser humano angustiado a la
acción del Espíritu Santo, y este le dio el impulso necesario para hacer de su muerte una ofrenda
perfecta al Padre.
Por su parte, el cuarto evangelio relaciona estrechamente el don del Paráclito con la "ida" de Jesús,
es decir, con su pasión y su muerte, cuando cita estas palabras del Salvador: «Pero yo os digo la
verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero
si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). Después de la muerte de Jesús en la cruz, en el agua que brota
de su costado herido (cf. Jn 19, 34), es posible reconocer un símbolo del don del Espíritu (cf. Jn 7,
37-39). El Padre, entonces, glorifica a su Hijo, dándole la capacidad de comunicar el Espíritu a
todos los hombres.
Elevemos nuestra contemplación a la Trinidad, que se revela también en el día del dolor y de las
tinieblas, releyendo las palabras del "testamento" espiritual de santa Teresa Benedicta de la Cruz
(Edith Stein): «No nos puede ayudar únicamente la actividad humana, sino la pasión de Cristo:
participar en ella es mi verdadero deseo. Acepto desde ahora la muerte que Dios me ha reservado,
en perfecta unión con su santa voluntad. Acoge, Señor, para tu gloria y alabanza, mi vida y mi
muerte por las intenciones de la Iglesia. Que el Señor sea acogido entre los suyos, y venga a
nosotros su Reino con gloria» (La fuerza de la cruz).
Dirijo un saludo cordial a los polacos presentes en esta audiencia, en particular al cardenal
Macharski, de Cracovia; a mons. Zbigniew Kraszewski, de Varsovia; a mons. Roman Andrzejewski,
de Wloclawek; a los sacerdotes que han venido, juntamente con sus fieles, a la canonización de sor
Faustina; a las religiosas de la Bienaventurada Virgen María de la Misericordia; a los miembros de
"Solidaridad", que han participado, encabezados por su presidente, dr. Marian Krzaklewski, en el
jubileo del mundo del trabajo en Roma; a los numerosos grupos parroquiales y de jóvenes; al grupo
de invidentes de Laski, cerca de Varsovia; a los coros de Sandomierz y de Wyrzysk, al coro
"Halka".
1. Nuestros pensamientos se dirigen hoy a la Madre de Dios, a la Reina de Polonia, cuya fiesta se
celebra precisamente el 3 de mayo. Con ocasión de esta solemnidad del 3 de mayo, vienen a la
memoria las palabras que el rey Juan Casimiro pronunció ante la imagen de la Virgen de las
Gracias, en la catedral de Lvov, el 1 de abril de 1656: "Gran Madre de Dios-hombre, santísima
Virgen, yo, Juan Casimiro, rey por la misericordia de tu Hijo, Rey de reyes, (...) rey postrado a tus
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
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santísimos pies, hoy te tomo como mi protectora y reina de mis Estados". Con este histórico y
solemne acto, el rey Juan Casimiro puso todo nuestro país bajo la protección de la Madre de Dios.
El 3 de mayo es también el aniversario de la Constitución de 1791. Esta coincidencia ha permitido
que en el mismo día celebremos la fiesta religiosa y la fiesta nacional.
No es lícito olvidar estos acontecimientos enraizados tan profundamente en la historia de la nación.
Han entrado con tanta fuerza en la conciencia de los polacos, que su recuerdo ha superado todos los
momentos más difíciles vividos por la nación: el período de las reparticiones, que duró más de cien
años; el tiempo de dos guerras mundiales; las persecuciones; y los muchos años de dominación del
sistema comunista.
2. Hoy nuestros pensamientos se dirigen también a los santos mártires, testigos de Cristo en los
comienzos de nuestra historia: san Adalberto y san Estanislao. El testimonio del martirio de san
Adalberto, el testimonio de su sangre, selló de modo particular el bautismo recibido por nuestros
antepasados hace mil años. Su martirio puso las bases del cristianismo en toda Polonia. San
Estanislao, patrono del orden moral, vela en cierto sentido por esta herencia.
Vela por lo que es más importante en la vida del cristiano y por los fundamentos de nuestra patria.
Vela por el orden moral en la vida de las personas y de la sociedad. ¿Qué es este orden moral? Está
relacionado con la observancia de la ley, con la fidelidad a los mandamientos y a la conciencia
cristiana. Gracias a él podemos distinguir el bien del mal, y liberarnos de diversas formas de
esclavitud moral. Estos dos santos, Adalberto y Estanislao, completan el tríptico de las fiestas
patronales: la Madre de Dios, Reina de Polonia, san Adalberto y san Estanislao.
3. El testimonio del martirio, dado hace mil años en nuestra tierra por el obispo de Praga y por el
obispo de Cracovia, perdura a lo largo de los siglos de generación en generación, y produce frutos
de santidad siempre nuevos. Uno de estos frutos es también la canonización de sor Faustina
Kowalska, que tuvo lugar el domingo pasado. Esta sencilla religiosa recordó al mundo que Dios es
amor, que es rico en misericordia, y que su amor es más fuerte que la muerte, más poderoso que el
pecado y que cualquier mal. El amor levanta al hombre de las mayores caídas y lo libra de los
mayores peligros.
4. "No olvidemos las hazañas de Dios" (cf. Sal 78, 7), exclama el salmista, admirado por la
sabiduría y la bondad de Dios. Que esta reflexión sea para nosotros motivo de aliento, a fin de
conservar la gran riqueza que encierra la historia de nuestra patria desde sus comienzos. Que se
transmita de generación en generación el recuerdo de las maravillas de Dios que se realizaban y se
realizan en nuestra tierra. No pertenecen sólo al pasado. Son una fuente incesante de la fuerza de la
nación en su camino de fidelidad al Evangelio, en su camino hacia el futuro.
¡Alabado sea Jesucristo!
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(8) La gloria de la Trinidad en la Resurrección Miércoles 10 de mayo 2000
1. El itinerario de la vida de Cristo no culmina en la oscuridad de la tumba, sino en el cielo
luminoso de la resurrección. En este misterio se funda la fe cristiana (cf. 1 Co 15, 1-20), como nos
recuerda el Catecismo de la Iglesia católica: "La resurrección de Jesús es la verdad culminante de
nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central,
transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo
Testamento, predicada como parte esencial del misterio pascual al mismo tiempo que la cruz" (n.
638).
Afirmaba un escritor místico español del siglo XVI: "En Dios se descubren nuevos mares cuanto
más se navega" (fray Luis de León). Queremos navegar ahora en la inmensidad del misterio hacia la
luz de la presencia trinitaria en los acontecimientos pascuales. Es una presencia que se dilata
durante los cincuenta días de Pascua.
2. A diferencia de los escritos apócrifos, los evangelios canónicos no presentan el acontecimiento de
la resurrección en sí, sino más bien la presencia nueva y diferente de Cristo resucitado en medio de
sus discípulos. Precisamente esta novedad es la que subraya la primera escena en la que queremos
detenernos. Se trata de la aparición que tiene lugar en una Jerusalén aún sumergida en la luz tenue
del alba: una mujer, María Magdalena, y un hombre se encuentran en una zona de sepulcros. En un
primer momento, la mujer no reconoce al hombre que se le ha acercado; sin embargo, es el mismo
Jesús de Nazaret a quien había escuchado y que había transformado su vida.
Para reconocerlo es necesaria otra vía de conocimiento diversa de la razón y los sentidos. Es el
camino de la fe, que se abre cuando ella oye que le llaman por su nombre (cf. Jn 20, 11-18).
Fijemos nuestra atención, dentro de esta escena, en las palabras del Resucitado. Él declara: "Subo a
mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios" (Jn 20, 17). Aparece, pues, el Padre celestial,
con respecto al cual Cristo, con la expresión "mi Padre", subraya un vínculo especial y único,
distinto del que existe entre el Padre y los discípulos: "vuestro Padre". Tan sólo en el evangelio de
san Mateo, Jesús llama diecisiete veces a Dios "mi Padre". El cuarto evangelista usará dos vocablos
griegos diversos: uno, hyiós, para indicar la plena y perfecta filiación divina de Cristo; el otro,
tékna, referido a nuestro ser hijos de Dios de modo real, pero derivado.
3. La segunda escena nos lleva de Jerusalén a la región septentrional de Galilea, a un monte.
Allí tiene lugar una epifanía de Cristo, en la que el Resucitado se revela a los Apóstoles (cf. Mt 28,
16-20). Se trata de un solemne acontecimiento de revelación, reconocimiento y misión.
En la plenitud de sus poderes salvíficos, él confiere a la Iglesia el mandato de anunciar el
Evangelio, bautizar y enseñar a vivir según sus mandamientos. La Trinidad emerge en esas palabras
esenciales que resuenan también en la fórmula del bautismo cristiano, tal como lo administrará la
Iglesia: "Bautizad (a todas las gentes) en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt
28, 19).
Un antiguo escritor cristiano, Teodoro de Mopsuestia (siglo IV-V), comenta: "La expresión en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo indica quién da los bienes del bautismo: el nuevo
nacimiento, la renovación, la inmortalidad, la incorruptibilidad, la impasibilidad, la inmutabilidad,
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
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la liberación de la muerte, de la esclavitud y de todos los males, el gozo de la libertad y la
participación en los bienes futuros y sublimes. ¡Por eso somos bautizados! Se invoca, por tanto, al
Padre, al Hijo y al Espíritu Santo para que conozcas la fuente de los bienes del bautismo" (Homilía
II sobre el bautismo, 17).
4. Llegamos, así, a la tercera escena que queremos evocar. Nos remonta al tiempo en que Jesús
caminaba todavía por las calles de Tierra Santa, hablando y actuando. Durante la solemnidad judía
otoñal de las Tiendas, proclama: "Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como
dice la Escritura: "De su seno manarán ríos de agua viva"" (Jn 7, 38). El evangelista san Juan
interpreta estas palabras precisamente a la luz de la Pascua de gloria y del don del Espíritu Santo:
"Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había
Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado" (Jn 7, 39).
Vendrá la glorificación de la Pascua, y con ella también el don del Espíritu en Pentecostés, que
Jesús anticipará a sus Apóstoles al atardecer del mismo día de su resurrección.
Apareciéndose en el Cenáculo, soplará sobre ellos y les dirá: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,
22).
5. Así pues, el Padre y el Espíritu están unidos al Hijo en la hora suprema de la redención.
Esto es lo que afirma san Pablo en una página muy luminosa de la carta a los Romanos, en la que
evoca a la Trinidad precisamente en relación con la resurrección de Cristo y de todos nosotros: "Y si
el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, aquel que resucitó
a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que
habita en vosotros" (Rm 8, 11).
El Apóstol indica en esta misma carta la condición para que se cumpla dicha promesa: "Porque, si
confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los
muertos, serás salvo" (Rm 10, 9). A la naturaleza trinitaria del acontecimiento pascual, corresponde
el aspecto trinitario de la profesión de fe. En efecto, "nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!", si no es
bajo la acción del Espíritu Santo" (1 Co 12, 3), y quien lo dice, lo dice "para gloria de Dios
Padre" (Flp 2, 11).
Acojamos, pues, la fe pascual y la alegría que deriva de ella recordando un canto de la Iglesia de
Oriente para la Vigilia pascual: "Todas las cosas son iluminadas por tu resurrección, oh Señor, y el
paraíso ha vuelto a abrirse. Toda la creación te bendice y diariamente te ofrece un himno. Glorifico
el poder del Padre y del Hijo, alabo la autoridad del Espíritu Santo, Divinidad indivisa, increada,
Trinidad consustancial que reina por los siglos de los siglos" (Canon pascual de san Juan
Damasceno, Sábado santo, tercer tono).
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(9) La gloria de la Trinidad en la Ascensión Miércoles 24 de mayo 2000
1. El misterio de la Pascua de Cristo envuelve la historia de la humanidad, pero al mismo tiempo la
trasciende. Incluso el pensamiento y el lenguaje humano pueden, de alguna manera, aferrar y
comunicar este misterio, pero no agotarlo. Por eso, el Nuevo Testamento, aunque habla de
"resurrección", como lo atestigua el antiguo Credo que san Pablo mismo recibió y transmitió en la
primera carta a los Corintios (cf. 1 Co 15, 3-5), recurre también a otra formulación para delinear el
significado de la Pascua. Sobre todo en san Juan y en san Pablo se presenta como exaltación o
glorificación del Crucificado. Así, para el cuarto evangelista, la cruz de Cristo ya es el trono real,
que se apoya en la tierra pero penetra en los cielos. Cristo está sentado en él como Salvador y Señor
de la historia.
En efecto, Jesús, en el evangelio de san Juan, exclama: "Yo, cuando sea levando de la tierra, atraeré
a todos hacia mí" (Jn 12, 32; cf. 3, 14; 8, 28). San Pablo, en el himno insertado en la carta a los
Filipenses, después de describir la humillación profunda del Hijo de Dios en la muerte en cruz,
celebra así la Pascua: "Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre.
Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda
lengua confiese que Cristo Jesús es Señor, para gloria de Dios Padre" (Flp 2, 9-11).
2. La Ascensión de Cristo al cielo, narrada por san Lucas como coronamiento de su evangelio y
como inicio de su segunda obra, los Hechos de los Apóstoles, se ha de entender bajo esta luz. Se
trata de la última aparición de Jesús, que "termina con la entrada irreversible de su humanidad en la
gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 659). El
cielo es, por excelencia, el signo de la trascendencia divina. Es la zona cósmica que está sobre el
horizonte terrestre, dentro del cual se desarrolla la existencia humana.
Cristo, después de recorrer los caminos de la historia y de entrar también en la oscuridad de la
muerte, frontera de nuestra finitud y salario del pecado (cf. Rm 6, 23), vuelve a la gloria, que desde
la eternidad (cf. Jn 17, 5) comparte con el Padre y con el Espíritu Santo. Y lleva consigo a la
humanidad redimida. En efecto, la carta a los Efesios afirma: "Dios, rico en misericordia, por el
grande amor con que nos amó, (...) nos vivificó juntamente con Cristo (...) y nos hizo sentar en los
cielos con Cristo Jesús" (Ef 2, 4-6). Esto vale, ante todo, para la Madre de Jesús, María, cuya
Asunción es primicia de nuestra ascensión a la gloria.
3. Frente al Cristo glorioso de la Ascensión nos detenemos a contemplar la presencia de toda la
Trinidad. Es sabido que el arte cristiano, en la así llamada Trinitas in cruce ha representado muchas
veces a Cristo crucificado sobre el que se inclina el Padre en una especie de abrazo, mientras entre
los dos vuela la paloma, símbolo del Espíritu Santo (así, por ejemplo, Masaccio en la iglesia de
Santa María Novella, en Florencia). De ese modo, la cruz es un símbolo unitivo que enlaza la
unidad y la divinidad, la muerte y la vida, el sufrimiento y la gloria.
De forma análoga, se puede vislumbrar la presencia de las tres personas divinas en la escena de la
Ascensión. San Lucas, en la página final del Evangelio, antes de presentar al Resucitado que, como
sacerdote de la nueva Alianza, bendice a sus discípulos y se aleja de la tierra para ser llevado a la
gloria del cielo (cf. Lc 24, 50-52), recuerda el discurso de despedida dirigido a los Apóstoles. En él
aparece, ante todo, el designio de salvación del Padre, que en las Escrituras había anunciado la
muerte y la resurrección del Hijo, fuente de perdón y de liberación (cf. Lc 24, 45-47).
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
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4. Pero en esas mismas palabras del Resucitado se entrevé también el Espíritu Santo, cuya presencia
será fuente de fuerza y de testimonio apostólico: "Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi
Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo
alto" (Lc 24, 49). En el evangelio de san Juan el Paráclito es prometido por Cristo, mientras que
para san Lucas el don del Espíritu también forma parte de una promesa del Padre mismo.
Por eso, la Trinidad entera se halla presente en el momento en que comienza el tiempo de la Iglesia.
Es lo que reafirma san Lucas también en el segundo relato de la Ascensión de Cristo, el de los
Hechos de los Apóstoles. En efecto, Jesús exhorta a los discípulos a "aguardar la Promesa del
Padre", es decir, "ser bautizados en el Espíritu Santo", en Pentecostés, ya inminente (cf. Hch 1, 4-5).
5. Así pues, la Ascensión es una epifanía trinitaria, que indica la meta hacia la que se dirige la flecha
de la historia personal y universal. Aunque nuestro cuerpo mortal pasa por la disolución en el polvo
de la tierra, todo nuestro yo redimido está orientado hacia las alturas y hacia Dios, siguiendo a
Cristo como guía.
Sostenidos por esta gozosa certeza, nos dirigimos al misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo,
que se revela en la cruz gloriosa del Resucitado, con la invocación, impregnada de adoración, de la
beata Isabel de la Trinidad: "¡Oh Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme
completamente de mí para establecerme en ti, inmóvil y quieta, como si mi alma estuviese ya en la
eternidad...! Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada predilecta y el lugar de tu descanso...
¡Oh mis Tres, mi todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad en la que me pierdo, yo
me abandono a ti..., a la espera de poder contemplar a tu luz el abismo de tu grandeza!" (Elevación
a la Santísima Trinidad, 21 de noviembre de 1904).
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
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(10) La gloria de la Trinidad en Pentecostés Miércoles 31 de mayo 2000
1. El Pentecostés cristiano, celebración de la efusión del Espíritu Santo, presenta varios aspectos en
los escritos neotestamentarios. Comenzaremos con el que nos delinea el pasaje de los Hechos de los
Apóstoles que acabamos de escuchar. Es el más inmediato en la mente de todos, en la historia del
arte e incluso en la liturgia.
San Lucas, en su segunda obra, sitúa el don del Espíritu dentro de una teofanía, es decir, de una
revelación divina solemne, que en sus símbolos remite a la experiencia de Israel en el Sinaí (cf. Ex
19). El fragor, el viento impetuoso, el fuego que evoca el fulgor, exaltan la trascendencia divina. En
realidad, es el Padre quien da el Espíritu a través de la intervención de Cristo glorificado. Lo dice
san Pedro en su discurso: "Jesús, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu
Santo prometido y lo ha derramado, como vosotros veis y oís" (Hch 2, 33). En Pentecostés, como
enseña el Catecismo de la Iglesia católica, el Espíritu Santo "se manifiesta, da y comunica como
Persona divina (...). En este día se revela plenamente la santísima Trinidad" (nn. 731-732).
2. En efecto, toda la Trinidad está implicada en la irrupción del Espíritu Santo, derramado sobre la
primera comunidad y sobre la Iglesia de todos los tiempos como sello de la nueva Alianza
anunciada por los profetas (cf. Jr 31, 31-34; Ez 36, 24-27), como confirmación del testimonio y
como fuente de unidad en la pluralidad. Con la fuerza del Espíritu Santo, los Apóstoles anuncian al
Resucitado, y todos los creyentes, en la diversidad de sus lenguas y, por tanto, de sus culturas y
vicisitudes históricas, profesan la única fe en el Señor, "anunciando las maravillas de Dios" (Hch 2,
11).
Es significativo constatar que un comentario judío al Éxodo, refiriéndose al capítulo 10 del Génesis,
en el que se traza un mapa de las setenta naciones que, según se creía, constituían la humanidad
entera, las remite al Sinaí para escuchar la palabra de Dios: "En el Sinaí la voz del Señor se dividió
en setenta lenguas, para que todas las naciones pudieran comprender" (Éxodo Rabba', 5, 9). Así,
también en el Pentecostés que relata san Lucas, la palabra de Dios, mediante los Apóstoles, se
dirige a la humanidad para anunciar a todas las naciones, en su diversidad, "las maravillas de
Dios" (Hch 2, 11).
3. Sin embargo, en el Nuevo Testamento hay otro relato que podríamos llamar el Pentecostés de san
Juan. En efecto, en el cuarto evangelio la efusión del Espíritu Santo se sitúa en la tarde misma de
Pascua y se halla íntimamente vinculada a la Resurrección. Se lee en san Juan: "Al atardecer de
aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar
donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz esté con
vosotros". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al
Señor. Jesús les dijo otra vez: "La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os
envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos"" (Jn 20, 19-23).
También en este relato de san Juan resplandece la gloria de la Trinidad: de Cristo resucitado, que se
manifiesta en su cuerpo glorioso; del Padre, que está en la fuente de la misión apostólica; y del
Espíritu Santo, derramado como don de paz. Así se cumple la promesa hecha por Cristo, dentro de
esas mismas paredes, en los discursos de despedida a los discípulos: "El Paráclito, el Espíritu Santo,
que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he
dicho" (Jn 14, 26). La presencia del Espíritu en la Iglesia está destinada al perdón de los pecados, al
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
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recuerdo y a la realización del Evangelio en la vida, en la actuación cada vez más profunda de la
unidad en el amor.
El acto simbólico de soplar quiere evocar el acto del Creador que, después de modelar el cuerpo del
hombre con polvo del suelo, "insufló en sus narices un aliento de vida" (Gn 2, 7).
Cristo resucitado comunica otro soplo de vida, "el Espíritu Santo". La redención es una nueva
creación, obra divina en la que la Iglesia está llamada a colaborar mediante el ministerio de la
reconciliación.
4. El apóstol san Pablo no nos ofrece un relato directo de la efusión del Espíritu, pero cita sus frutos
con tal intensidad que se podría hablar de un Pentecostés paulino, también presentado en una
perspectiva trinitaria. Según dos pasajes paralelos de las cartas a los Gálatas y a los Romanos, el
Espíritu es el don del Padre, que nos transforma en hijos adoptivos, haciéndonos partícipes de la
vida misma de la familia divina. Por eso afirma san Pablo: "No recibisteis un espíritu de esclavos
para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar:
¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de
Dios. Y, si somos hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo" (Rm 8,
15-17; cf. Ga 4, 6-7).
Con el Espíritu Santo en el corazón podemos dirigirnos a Dios con el nombre familiar abbá, que
Jesús mismo usaba con respecto a su Padre celestial (cf. Mc 14, 36). Como él, debemos caminar
según el Espíritu en la libertad interior profunda: "El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz,
paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5, 22-23).
Concluyamos esta contemplación de la Trinidad en Pentecostés con una invocación de la liturgia de
Oriente: "Venid, pueblos, adoremos a la Divinidad en tres personas: el Padre, en el Hijo, con el
Espíritu Santo. Porque el Padre, desde toda la eternidad, engendra un Hijo coeterno que reina con
él, y el Espíritu Santo está en el Padre, es glorificado con el Hijo, potencia única, sustancia única,
divinidad única... ¡Gloria a ti, Trinidad santa!" (Vísperas de Pentecostés).
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(11) La gloria de la Trinidad en el hombre vivo Miércoles 7 de junio 2000
1. En este Año jubilar nuestra catequesis trata de buen grado sobre el tema de la glorificación de la
Trinidad. Después de haber contemplado la gloria de las tres divinas personas en la creación, en la
historia, en el misterio de Cristo, nuestra mirada se dirige ahora al hombre, para descubrir en él los
rayos luminosos de la acción de Dios.
"Él tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre" (Jb 12, 10).
Esta sugestiva declaración de Job revela el vínculo radical que une a los seres humanos con "el
Señor que ama la vida" (Sb 11, 26). La criatura racional lleva inscrita en su ser una íntima relación
con el Creador, un vínculo profundo, constituido ante todo por el don de la vida. Don que es
concedido por la Trinidad misma e implica dos dimensiones principales, como trataremos ahora de
ilustrar a la luz de la palabra de Dios.
2. La primera dimensión fundamental de la vida que se nos concede es la física e histórica, el
"alma" (nefesh) y el "espíritu" (ruah), a los que se refería Job. El Padre entra en escena como fuente
de este don en los mismos inicios de la creación, cuando proclama solemnemente: "Hagamos al ser
humano a nuestra imagen y semejanza (...). Creó Dios al ser humano a imagen suya; a imagen de
Dios lo creó; varón y mujer los creó" (Gn 1, 26-27). Con el Catecismo de la Iglesia católica
podemos sacar esta consecuencia: "La imagen divina está presente en todo hombre. Resplandece en
la comunión de las personas, a semejanza de la unión de las personas divinas entre sí" (n. 1702). En
la misma comunión de amor y en la capacidad generadora de las parejas humanas brilla un reflejo
del Creador. El hombre y la mujer en el matrimonio prosiguen la obra creadora de Dios, participan
en su paternidad suprema, en el misterio que san Pablo nos invita a contemplar cuando exclama:
"Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está presente en todos" (Ef
4, 6).
La presencia eficaz de Dios, al que el cristiano invoca como Padre, se manifiesta ya en los inicios
de la vida de todo hombre, y se extiende luego sobre todos sus días. Lo atestigua una estrofa muy
hermosa del Salmo 139: "Tú has creado mis entrañas; me has tejido en el seno materno. (...)
Conocías hasta el fondo de mi alma, no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba
formando y entretejiendo en lo profundo de la tierra. Mi embrión (golmi) tus ojos lo veían; en tu
libro estaban inscritos todos mis días, antes que llegase el primero" (Sal 139, 13. 15-16).
3. En el momento en que llegamos a la existencia, además del Padre, también está presente el Hijo,
que asumió nuestra misma carne (cf. Jn 1, 14) hasta el punto de que pudo ser tocado por nuestras
manos, ser escuchado con nuestros oídos, ser visto y contemplado por nuestros ojos (cf. 1 Jn 1, 1).
En efecto, san Pablo nos recuerda que "no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden
todas las cosas y para el cual somos nosotros; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las
cosas y por el cual existimos nosotros" (1 Co 8, 6). Asimismo, toda criatura viva está encomendada
también al soplo del Espíritu de Dios, como canta el Salmista: "Envías tu Espíritu y los creas" (Sal
104, 30). A la luz del Nuevo Testamento es posible leer en estas palabras un anuncio de la tercera
Persona de la santísima Trinidad. Así pues, en el origen de nuestra vida se halla una intervención
trinitaria de amor y bendición.
4. Como he insinuado, existe otra dimensión en la vida que Dios da a la criatura humana. La
podemos expresar mediante tres categorías teológicas neotestamentarias. Ante todo, tenemos la zoê
aiônios, es decir, la "vida eterna", celebrada por san Juan (cf. Jn 3, 15-16; 17, 2-3) y que se debe
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
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entender como participación en la "vida divina". Luego, está la paulina kainé ktisis, la "nueva
criatura" (cf. 2 Co 5, 17; Ga 6, 15), producida por el Espíritu, que irrumpe en la criatura humana
transfigurándola y comunicándole una "vida nueva" (cf. Rm 6, 4; Col 3, 9-10; Ef 4, 22-24). Es la
vida pascual: "Del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en
Cristo" (1 Co 15, 22). Y tenemos, por último, la vida de los hijos de Dios, la hyiothesía (cf. Rm 8,
15; Ga 4, 5), que expresa nuestra comunión de amor con el Padre, siguiendo a Cristo, con la fuerza
del Espíritu Santo: "La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el
Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo,
también heredero" (Ga 4, 6-7).
5. Esta vida trascendente, infundida en nosotros por gracia, nos abre al futuro, más allá del límite de
nuestra caducidad propia de criaturas. Es lo que san Pablo afirma en la carta a los Romanos,
recordando una vez más que la Trinidad es fuente de esta vida pascual: "Si el Espíritu de Aquel que
resucitó a Jesús de entre los muertos (es decir, el Padre) habita en vosotros, Aquel que resucitó a
Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que
habita en vosotros" (Rm 8, 11).
"Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios. Un nuevo
estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e
inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo (...) (cf. 1 Jn 3, 1-2). Así alcanza su culmen la
verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su procedencia
divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor. A la
luz de esta verdad, san Ireneo precisa y completa su exaltación del hombre: "el hombre que vive" es
"gloria de Dios", pero "la vida del hombre consiste en la visión de Dios" (cf. san Ireneo, Adversus
haereses IV, 20, 7)" (Evangelium vitae, 38).
Concluyamos nuestra reflexión con la oración que eleva un sabio del Antiguo Testamento al Dios
vivo y amante de la vida: "Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo
odiases, no lo habrías hecho. Y ¿cómo habría permanecido algo si no hubieses querido? ¿Cómo se
habría conservado lo que no hubieses llamado? Mas tú con todas las cosas eres indulgente, porque
son tuyas, Señor que amas la vida, pues tu espíritu incorruptible está en todas ellas" (Sb 11, 24 12,
1).
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
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(12) La gloria de la Trinidad en la vida de la Iglesia Miércoles 14 de junio 2000
1. La Iglesia en su peregrinación hacia la plena comunión de amor con Dios se presenta como un
"pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo". Esta estupenda
definición de san Cipriano (De Orat. Dom., 23; cf. Lumen gentium, 4) nos introduce en el misterio
de la Iglesia, convertida en comunidad de salvación por la presencia de Dios Trinidad. Como el
antiguo pueblo de Dios, en su nuevo Éxodo está guiada por la columna de nube durante el día y por
la columna de fuego durante la noche, símbolos de la constante presencia divina. En este horizonte
queremos contemplar la gloria de la Trinidad, que hace a la Iglesia una, santa, católica y apostólica.
2. La Iglesia es, ante todo, una. En efecto, los bautizados están misteriosamente unidos a Cristo y
forman su Cuerpo místico por la fuerza del Espíritu Santo. Como afirma el concilio Vaticano II, "el
modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios, Padre e Hijo en el
Espíritu Santo, en la Trinidad de personas" (Unitatis redintegratio, 2).
Aunque en la historia esta unidad haya experimentado la prueba dolorosa de tantas divisiones, su
inagotable fuente trinitaria impulsa a la Iglesia a vivir cada vez más profundamente la koinonía o
comunión que resplandecía en la primera comunidad de Jerusalén (cf. Hch 2, 42; 4, 32).
Desde esta perspectiva se ilumina el diálogo ecuménico, dado que todos los cristianos son
conscientes del fundamento trinitario de la comunión: "La koinonía es obra de Dios y tiene un
carácter marcadamente trinitario. En el bautismo se encuentra el punto de partida de la iniciación de
la koinonía trinitaria por medio de la fe, a través de Cristo, en el Espíritu... Y los medios que el
Espíritu ha dado para sostener la koinonía son la Palabra, el ministerio, los sacramentos y los
carismas" (Perspectivas sobre la koinonía, Relación del III quinquenio, 1985-1989, del diálogo
entre católicos y pentecostales, n. 31). A este respecto, el Concilio recuerda a todos los fieles que
"cuanto más estrecha sea su comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu, más íntima y fácilmente
podrán aumentar la fraternidad mutua" (Unitatis redintegratio, 7).
3. La Iglesia es también santa. En el lenguaje bíblico, el concepto de "santo", antes de ser expresión
de la santidad moral y existencial del fiel, remite a la consagración realizada por Dios a través de la
elección y la gracia ofrecida a su pueblo. Así pues, es la presencia divina la que "consagra en la
verdad" a la comunidad de los creyentes (cf. Jn 17, 17. 19).
Y la liturgia, que es la epifanía de la consagración del pueblo de Dios, constituye el signo más
elevado de esa presencia. En ella se realiza la presencia eucarística del cuerpo y la sangre del Señor,
pero también "nuestra eucaristía, es decir, nuestro agradecimiento, nuestra alabanza por habernos
redimido con su muerte y hecho partícipes de su vida inmortal mediante su resurrección. Tal culto,
tributado así a la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, acompaña y se enraiza ante todo en la
celebración de la liturgia eucarística. Pero debe asimismo llenar nuestros templos" y la vida de la
Iglesia (Dominicae Coenae, 3). Y precisamente "al unirnos en mutua caridad y en la misma
alabanza a la santísima Trinidad, estamos respondiendo a la íntima vocación de la Iglesia y tomando
parte en la liturgia de la gloria perfecta degustada anticipadamente" (Lumen gentium, 51).
4. La Iglesia es católica, enviada para anunciar a Cristo al mundo entero con la esperanza de que
todos los príncipes de los pueblos se reúnan con el pueblo del Dios de Abraham (cf. Sal 47, 10; Mt
28, 19). Como afirma el concilio Vaticano II, "la Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza,
misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
37
plan de Dios Padre. Este designio dimana del "amor fontal" o caridad de Dios Padre, que, siendo
principio sin principio, del que es engendrado el Hijo y del que procede el Espíritu Santo por el
Hijo, creándonos libremente por su benignidad excesiva y misericordiosa y llamándonos, además,
por pura gracia a participar con él en la vida y la gloria, difundió con liberalidad y no deja de
difundir la bondad divina, de modo que el que es Creador de todas las cosas se hace por fin "todo en
todas las cosas" (1 Co 15, 28), procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad" (Ad
gentes, 2).
5. La Iglesia, por último, es apostólica. Según el mandato de Cristo, los Apóstoles deben ir a
enseñar a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
enseñándoles a observar todo lo que él ha mandado (cf. Mt 28, 19-20). Esta misión se extiende a
toda la Iglesia, que, a través de la Palabra, hecha viva, luminosa y eficaz por el Espíritu Santo y por
los sacramentos, "se cumple el designio de Dios, al que Cristo amorosa y obedientemente sirvió,
para gloria del Padre, que lo envió a fin de que todo el género humano forme un único pueblo de
Dios, se una en un único cuerpo de Cristo y se edifique en un único templo del Espíritu Santo" (Ad
gentes, 7).
La Iglesia una, santa, católica y apostólica es pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu
Santo. Estas tres imágenes bíblicas señalan de modo luminoso la dimensión trinitaria de la Iglesia.
En esta dimensión se encuentran todos los discípulos de Cristo, llamados a vivirla de modo cada
vez más profundo y con una comunión cada vez más viva. El mismo ecumenismo tiene en la
referencia trinitaria su sólido fundamento, dado que el Espíritu "une a los fieles con Cristo,
mediador de todo don de salvación, y les da, a través de él, acceso al Padre, que en el mismo
Espíritu pueden llamar "Abbá, Padre"" (Comisión conjunta católicos y evangélicos luteranos,
Iglesia y justificación, n. 64). Así pues, en la Iglesia encontramos una grandiosa epifanía de la gloria
trinitaria. Por tanto, recojamos la invitación que nos dirige san Ambrosio: "Levántate, tú que antes
estabas acostado, para dormir... Levántate y ven de prisa a la Iglesia: aquí está el Padre, aquí está el
Hijo, aquí está el Espíritu Santo" (In Lucam, VII).
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ
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(13) La gloria de la Trinidad en la Jerusalén celestial Miércoles 28 de junio 2000
1. "Mientras la Iglesia peregrina en este mundo lejos de su Señor, se considera como desterrada, de
manera que busca y medita gustosamente las cosas de arriba. Allí está sentado Cristo a la derecha
de Dios; allí está escondida la vida de la Iglesia junto con Cristo en Dios hasta que se manifieste
llena de gloria en compañía de su Esposo" (Lumen gentium, 6). Estas palabras del concilio Vaticano
II señalan el itinerario de la Iglesia, que sabe que no tiene "aquí ciudad permanente", sino que "anda
buscando la del futuro" (Hb 13, 14), la Jerusalén celestial, "la ciudad del Dios vivo" (Hb 12, 22).
2. Una vez que hayamos llegado a la meta última de la historia, como anuncia san Pablo, no
veremos ya "en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. (...) Entonces conoceré como
soy conocido" (1 Co 13, 12). Y san Juan repite que "cuando se manifieste, seremos semejantes a él,
porque le veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2).
Así pues, más allá de la frontera de la historia, nos espera la epifanía luminosa y plena de la
Trinidad. En la nueva creación Dios nos regalará la comunión perfecta e íntima con él, que el cuarto
evangelio llama "la vida eterna", fuente de un "conocimiento" que en el lenguaje bíblico es
comunión de amor. "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú
has enviado, Jesucristo" (Jn 17, 3).
3. La resurrección de Cristo inaugura este horizonte de luz que ya el primer Testamento canta como
reino de paz y alegría, en el que "el Señor eliminará a la muerte definitivamente y enjugará las
lágrimas de todos los rostros" (Is 25, 8). Entonces, finalmente, "la misericordia y la fidelidad se
encontrarán, la justicia y la paz se besarán" (Sal 85, 11). Pero son sobre todo las últimas páginas de
la Biblia, es decir, la gloriosa visión conclusiva del Apocalipsis, las que nos revelan la ciudad que es
meta última de nuestra peregrinación, la Jerusalén celestial.
Allí encontraremos ante todo al Padre, "el alfa y la omega, el principio y el fin" de toda la creación
(Ap 21, 6). Él se manifestará plenamente como el Emmanuel, el Dios que mora con la humanidad,
eliminando las lágrimas y el luto y renovando todas las cosas (cf. Ap 21, 3-5).
Pero en el centro de esa ciudad se alzará también el Cordero, Cristo, al que la Iglesia está unida con
un vínculo nupcial. De él recibe la luz de la gloria, con él está íntimamente unida, ya no mediante
un templo, sino de modo directo y total (cf. Ap 21, 9. 22. 23). Hacia esa ciudad nos impulsa el
Espíritu Santo. Es él quien sostiene el diálogo de amor de los elegidos con Cristo: "El Espíritu y la
Esposa dicen: ¡Ven!" (Ap, 22, 17).
4. Hacia esa plena manifestación de la gloria de la Trinidad se dirige nuestra mirada, rebasando los
límites de nuestra condición humana, superando el peso de nuestra miseria y de la culpabilidad que
penetran nuestra existencia terrena. Para ese encuentro imploramos diariamente la gracia de una
continua purificación, conscientes de que en la Jerusalén celestial "no entrará nada impuro, ni los
que cometen abominación y mentira, sino solamente los inscritos en el libro de la vida del
Cordero" (Ap 21, 27). Como enseña el concilio Vaticano II, la liturgia que celebramos durante
nuestra vida es casi un "pregustar" esa luz, esa contemplación, ese amor perfecto: "En la liturgia
terrena pregustamos y participamos en la liturgia celeste que se celebra en la ciudad santa,
Jerusalén, hacia la que nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del
Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero" (Sacrosanctum Concilium, 8).
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  • 1. ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 1
  • 2. Cap Alabanza a la Trinidad, el hombre y su encuentro con Cristo Pág PRIMERA PARTE: ORACIONES DE JUAN PABLO II PARA EL GRAN JUBILEO 6 I Año: A Jesucristo 6 II Año: Al Espíritu Santo 7 III Año: Dios Padre 9 Oración de Juan Pablo II para el gran jubileo del año 2000 11 SEGUNDA PARTE: LA GLORIA DE LA TRINIDAD 13 SECCIÓN I: LA GLORIA DE LA TRINIDAD 14 1 En las fuentes y en el estuario de la historia de la salvación 14 2 La gloria de la Trinidad en la creación 16 3 La gloria de la Trinidad en la historia 18 4 La gloria de la Trinidad en la Encarnación 20 5 La gloria de la Trinidad en el bautismo de Cristo 22 6 La gloria de la Trinidad en la Tranfiguración 24 7 La gloria de la Trinidad en la Pasión 26 8 La gloria de la Trinidad en la Resurrección 29 9 La gloria de la Trinidad en la Ascensión 31 10 La gloria de la Trinidad en Pentecostés 33 11 La gloria de la Trinidad en el hombre vivo 35 12 La gloria de la Trinidad en la vida de la Iglesia 37 13 La gloria de la Trinidad en la Jerusalén celestial 39 SECCIÓN II: EL ENCUENTRO ENTRE EL HOMBRE Y DOS 41 14 El hombre "buscado" por Dios y "en busca" de Dios 41 15 "Espera y asombro del hombre ante el misterio" 43 16 La escucha de la Palabra y del Espíritu en la revelación cósmica 45 17 El encuentro decisivo con Cristo Palabra encarnada 47 18 La metánoia, consecuencia del encuentro con Cristo 49 ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 2
  • 3. Cap Alabanza a la Trinidad, el hombre y su encuentro con Cristo Pág 19 El cristiano discípulo de Cristo 51 20 El cristiano animado por el Espíritu 53 21 En Cristo y en el Espíritu la experiencia del Dios "Abbá" 55 SECCIÓN III: LA EUCARISTÍA 57 22 La Eucaristía suprema celebración terrena de la "gloria" 57 23 La Eucaristía, memorial de las maravillas de Dios 59 24 La Eucaristía, sacrificio de alabanza 61 25 La Eucaristía banquete de comunión con Dios 63 26 La Eucaristía abre al futuro de Dios 65 27 La Eucaristía, sacramento de unidad 67 28 La Palabra, la Eucaristía y los cristianos desunidos 69 SECCIÓN IV: TRABAJAR POR EL REINO DE DIOS EN EL MUNDO 71 29 Fe, esperanza y caridad en la perspectiva ecuménica 71 30 Fe, esperanza y caridad en la perspectiva del diálogo interreligioso 73 31 Cooperar a la llegada del reino de Dios en el mundo 75 32 El valor del compromiso en las realidades temporales 77 33 El compromiso por la libertad y la justicia 79 34 El compromiso por evitar la catástrofe ecológica 81 35 El compromiso por un futuro digno del hombre 83 SECCIÓN V: LOS NUEVOS CIELOS Y LA NUEVA TIERRA 85 36 Hacia cielos nuevos y una tierra nueva 85 37 La Iglesia, esposa del Cordero, ataviada para su esposo 87 38 La "recapitulación" de todas las cosas en Cristo 89 39 María, icono escatológico de la Iglesia 91 40 María, peregrina en la fe, estrella del tercer milenio 93 TERCERA PARTE: INAUGURACIÓN Y CLAUSURA DEL GRAN JUBILEO 95 ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 3
  • 4. Cap Alabanza a la Trinidad, el hombre y su encuentro con Cristo Pág 1. Esta noche santa comienza el Gran Jubileo, un tiempo de gran alegría y esperanza. Apertura de la Pueerta Santa de la Basílica de San Pedro 95 2. Un año de gracia y de misericordia. Apertura de la Puereta Santa de San Juan de Letran 99 3. Cristo nos conceda la Paz. Apertura de la Puerta Santa de Santa María la Mayor 101 4. El Espíritu Santo guia nuestros pasos hacia la unidad y la comunión plena. Apertura de la Puerta Santa en San Pablo Extramuros 103 5. Se cierra la Puerta Santa, pero queda abierto más que nunca el Corazón de Cristo. Clausura del Gran Jubileo 106 6. Acto de consagración a la Virgen del Tercer Milenio. Oración de Juan Pablo II ante la imagen de Fátima. 110 APÉNDICE I 113 Tertio millennio adveniente 114 APÉNDICE II 140 Incarnationis mysterium 141 APÉNDICE III 154 Novo millennio ineunte 155 ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 4
  • 5. PRIMERA PARTE ORACIONES DE JUAN PABLO II PARA EL GRAN JUBILEO A JESUCRISTO AL ESPÍRITU SANTO AL PADRE ORACIÓN PARA EL GRAN JUBILEO ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 5
  • 6. ORACIÓN DE JUAN PABLO II PARA EL PRIMER AÑO DE PREPARACIÓN DEL GRAN JUBILEO DEL 2000 I año: Jesucristo Señor Jesús, plenitud de los tiempos y señor de la historia, dispón nuestro corazón a celebrar con fe el Gran Jubileo del Año 2000, para que sea un año de gracia y de misericordia. Danos un corazón humilde y sencillo, para que contemplemos con renovado asombro el misterio de la Encarnación, por el que tú, Hijo del Altísimo, en el seno de la Virgen, santuario del Espíritu, te hiciste nuestro Hermano. (Gloria y alabanza a ti, oh Cristo, ahora y por siempre). Jesús, principio y perfección del hombre nuevo, convierte nuestros corazones a ti, para que, abandonando las sendas del error, caminemos tras tus huellas por el sendero que conduce a la vida. Haz que, fieles a las promesas del Bautismo, vivamos con coherencia nuestra fe, dando testimonio constante de tu palabra, para que en la familia y en la sociedad resplandezca la luz vivificante del Evangelio. (Gloria y alabanza a ti, oh Cristo, ahora y por siempre). Jesús, fuerza y sabiduría de Dios, enciende en nosotros el amor a la divina Escritura, donde resuena la voz del Padre, que ilumina e inflama, alimenta y consuela. Tú, Palabra del Dios vivo, renueva en la Iglesia el ardor misionero, para que todos los pueblos lleguen a conocerte, verdadero Hijo de Dios y verdadero Hijo del hombre, único Mediador entra el hombre y Dios. (Gloria y alabanza a ti, oh Cristo, ahora y por siempre). Jesús, fuente de unidad y de paz, fortalece la comunión en tu Iglesia, da vigor al movimiento ecuménico, para que con la fuerza de tu Espíritu, todos tus discípulos sean uno. Tú que nos has dado como norma de vida el mandamiento nuevo del amor, haznos constructores de un mundo solidario, donde la guerra sea vencida por la paz, la cultura de la muerte por el compromiso en favor de la vida. (Gloria y alabanza a ti, oh Cristo, ahora y por siempre). Jesús, Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad, luz que ilumina a todo hombre, da a quien te busca con corazón sincero la abundancia de tu vida. A ti, Redentor del hombre, principio y fin del tiempo y del cosmos, al Padre, fuente inagotable de todo bien, y al Espíritu Santo, sello del infinito amor, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén. ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 6
  • 7. ORACIÓN DE JUAN PABLO II PARA EL SEGUNDO AÑO DE PREPARACIÓN DEL GRAN JUBILEO DEL 2000 II año: el Espíritu Santo Espíritu Santo, dulce huésped del alma, muéstranos el sentido profundo del gran jubileo y prepara nuestro espíritu para celebrarlo con fe, en la esperanza que no defrauda, en la caridad que no espera recompensa. Espíritu de verdad, que conoces las profundidades de Dios, memoria y profecía de la Iglesia, dirige la humanidad para que reconozca en Jesús de Nazaret el Señor de la gloria, el Salvador del mundo, la culminación de la historia. ¡Ven, Espíritu de amor y de paz! Espíritu creador, misterioso artífice del Reino, guía la Iglesia con la fuerza de tus santos dones para cruzar con valentía el umbral del nuevo milenio y llevar a las generaciones venideras la luz de la Palabra que salva. Espíritu de santidad, aliento divino que mueve el universo, ven y renueva la faz de la tierra. Suscita en los cristianos el deseo de la plena unidad, para ser verdaderamente en el mundo signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad del género humano. ¡Ven, Espíritu de amor y de paz! Espíritu de comunión, alma y sostén de la Iglesia, haz que la riqueza de los carismas y ministerios contribuya a la unidad del Cuerpo de Cristo, y que los laicos, los consagrados y los ministros ordenados colaboren juntos en la edificación del único reino de Dios. Espíritu de consuelo, fuente inagotable de gozo y de paz, suscita solidaridad para con los necesitados, da a los enfermos el aliento necesario, infunde confianza y esperanza en los que sufren, acrecienta en todos el compromiso por un mundo mejor. ¡Ven, Espíritu de amor y de paz! Espíritu de sabiduría, que iluminas la mente y el corazón, orienta el camino de la ciencia y de la técnica al servicio de la vida, de la justicia y de la paz. ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 7
  • 8. Haz fecundo el diálogo con los miembros de otras religiones, y que las diversas culturas se abran a los valores del Evangelio. Espíritu de vida, por el cual el Verbo se hizo carne en el seno de la Virgen, mujer del silencio y de la escucha, haznos dóciles a las muestras de tu amor y siempre dispuestos a acoger los signos de los tiempos que tú pones en el curso de la historia. ¡Ven, Espíritu de amor y de paz! A ti, Espíritu de amor, junto con el Padre omnipotente y el Hijo unigénito, alabanza, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén. ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 8
  • 9. ORACIÓN DE JUAN PABLO II PARA EL TERCER AÑO DE PREPARACIÓN DEL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000 III año: Dios Padre Bendito seas, Señor, Padre que estás en el cielo, porque en tu infinita misericorda te has inclinado sobre la miseria del hombre y nos has dado a Jesús, tu hijo, nacido de mujer, nuestro salvador y amigo, hermano y redentor. Gracias padere bueno, por el don del año jubilar: haz que sea un tiempo favorable, el año del gran retorno a la casa paterna, donde tú, lleno de amor, esperas a tus hijos descarriados para darles el abrazo del perdón y sentarlos a tu mesa vestidos con traje de fiesta. A ti, Padre, nuestras alabanzas por siempre Padre clemente, que en el Año Santo se fortalezca nuestro amor a ti y al prógimo; que los discípulos de Cristo promuevan la justicia y la paz; se anuncie a los pobres la buena nueva y que la Madre Iglesia haga sentir su amor de predilección por los pequeños y marginados. A ti, Padre, nuestras alabanzas por siempre Padre justo, que el Gran Jubileo sea una ocación propicia para que todos los católicos descubran el gozo de vivir a la esucha de la palabra, abandonándose a tu voluntad; que experimenten el valor de la comunión fraterna partiendo juntos el pan y alabándote con himnos y cánticos espirituales. A ti, Padre, nuestras alabanzas por siempre. ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 9
  • 10. Padre, rico en misericordia, que el santo jubileo sea un tiempo de apertura. de diálogo y de encuentro con todos los que creen en Cristo y con los miembros de otras religiones; en tu inmenso amor, muestra generosamente tu misericordia con todos. A ti, Padre, nuestras alabanzas por siempre. Padre omnipotente, haz que todos tus hijos sientan que en tu camnino hacia ti, meta última del hombre, les acompaña bondadosa la Virgen María, icono del amor puro, elegida por ti para ser Madre de Cristo y de la Iglesia. A ti, Padre, nuestras alabanzas por siempre. A ti, Padre de la vida, principio sin principio, suma bondad y eterna luz, con el Hijo y el Espíritu, honor y gloria, alabanza y gratirud, por los siglos sin fin. Amén. ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 10
  • 11. ORACIÓN DE JUAN PABLO II PARA EL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000 1. Bendito seas, Padre, que en tu infinito amor nos has dado a tu Hijo unigénito, hecho carne por obra del Espíritu Santo en el seno purísimo de la Virgen María y nacido en Belén hace dos mil años. Él se hizo nuestro compañero de viaje y dio nuevo significado a la historia, que es un camino recorrido juntos en las penas y los sufrimientos, en la fidelidad y el amor, hacia los cielos nuevos y la tierra nueva en los cuales Tú, vencida la muerte, serás todo en todos. ¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios! 2. Que por tu gracia, Padre, el Año jubilar sea un tiempo de conversión profunda y de gozoso retorno a ti; que sea un tiempo de reconciliación entre los hombres y de nueva concordia entre las naciones; un tiempo en que las espadas se cambien por arados y al ruido de las armas le sigan los cantos de la paz. Concédenos, Padre, poder vivir el Año jubilar dóciles a la voz del Espíritu, fieles en el seguimiento de Cristo, asiduos en la escucha de la Palabra y en el acercarnos a las fuentes de la gracia. ¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios! 3. Sostén, Padre, con la fuerza del Espíritu, los esfuerzos de la Iglesia en la nueva evangelización y guía nuestros pasos por los caminos del mundo, para anunciar a Cristo con la propia vida orientando nuestra peregrinación terrena hacia la Ciudad de la luz. Que los discípulos de Jesús brillen por su amor hacia los pobres y oprimidos; ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 11
  • 12. que sean solidarios con los necesitados y generosos en las obras de misericordia; que sean indulgentes con los hermanos para alcanzar de ti ellos mismos indulgencia y perdón. ¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios! 4. Concede, Padre, que los discípulos de tu Hijo, purificada la memoria y reconocidas las propias culpas, sean una sola cosa para que el mundo crea. Se extienda el diálogo entre los seguidores de las grandes religiones y todos los hombres descubran la alegría de ser hijos tuyos. A la voz suplicante de María, Madre de todos los hombres, se unan las voces orantes de los apóstoles y de los mártires cristianos, de los justos de todos los pueblos y de todos los tiempos, para que el Año santo sea para cada uno y para la Iglesia causa de renovada esperanza y de gozo en el Espíritu. ¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios! 5. A ti, Padre omnipotente, origen del cosmos y del hombre, por Cristo, el que vive, Señor del tiempo y de la historia, en el Espíritu que santifica el universo, alabanza, honor y gloria ahora y por los siglos de los siglos. Amén. ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 12
  • 13. SEGUNDA PARTE LA GLORIA DE LA TRINIDAD SECCIÓN I LA GLORIA DE LA TRINIDAD SECCIÓN II EL ENCUENTRO ENTRE EL HOMBRE Y DIOS SECCIÓN III LA EUCARISTÍA SECCIÓN IV TRABAJAR POR EL REINO DE DIOS EN EL MUNDO SECCIÓN V LOS NUEVOS CIELOS Y LA NUEVA TIERRA ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 13
  • 14. SECCION I: LA GLORIA DE LA TRINIDAD (1) En las fuentes y en el estuario de la historia de la salvación Miércoles 19 de Enero de 2000 1. "Trinidad superesencial, infinitamente divina y buena, custodia de la divina sabiduría de los cristianos, llévanos más allá de toda luz y de todo lo desconocido hasta la cima más alta de las místicas Escrituras, donde los misterios sencillos, absolutos e incorruptibles de la teología se revelan en la tiniebla luminosa del silencio". Con esta invocación de Dionisio el Areopagita, teólogo de Oriente (Teología mística I, 1), comenzamos a recorrer un itinerario arduo pero fascinante en la contemplación del misterio de Dios. Después de reflexionar, durante los años pasados, sobre cada una de las tres personas divinas -el Hijo, el Espíritu Santo y el Padre-, en este Año jubilar nos proponemos abarcar con una sola mirada la gloria común de los Tres que son un solo Dios, "no una sola persona, sino tres Personas en una sola naturaleza" (Prefacio de la solemnidad de la santísima Trinidad). Esta opción corresponde a la indicación de la carta apostólica Tertio millennio adveniente, la cual pone como objetivo de la fase celebrativa del gran jubileo "la glorificación de la Trinidad, de la que todo procede y a la que todo se dirige, en el mundo y en la historia" (n. 55). 2. Inspirándonos en una imagen del libro del Apocalipsis (cf. Ap 22, 1), podríamos comparar este itinerario con el viaje de un peregrino por las riberas del río de Dios, es decir, de su presencia y de su revelación en la historia de los hombres. Hoy, como síntesis ideal de este camino, reflexionaremos en los dos puntos extremos de ese río: su manantial y su estuario, uniéndolos entre sí en un solo horizonte. En efecto, la Trinidad divina está en el origen del ser y de la historia, y se halla presente en su meta última. Constituye el inicio y el fin de la historia de la salvación. Entre los dos extremos, el jardín del Edén (cf. Gn 2) y el árbol de la vida de la Jerusalén celestial (cf. Ap 22), se desarrolla una larga historia marcada por las tinieblas y la luz, por el pecado y la gracia. El pecado nos alejó del esplendor del paraíso de Dios; la redención nos lleva a la gloria de un nuevo cielo y una nueva tierra, donde "no habrá ya muerte ni llanto ni gritos ni fatigas" (Ap 21, 4). 3. La primera mirada sobre este horizonte nos la ofrece la página inicial de la sagrada Escritura, que señala el momento en que la fuerza creadora de Dios saca al mundo de la nada: "En el principio creó Dios los cielos y la tierra" (Gn 1, 1). Esta mirada se profundiza en el Nuevo Testamento, remontándose hasta el centro de la vida divina, cuando san Juan, al inicio de su evangelio, proclama: "En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios" (Jn 1, 1). Antes de la creación y como fundamento de ella, la revelación nos hace contemplar el misterio del único Dios en la trinidad de las personas: el Padre y su Palabra, unidos en el Espíritu. El autor bíblico que escribió la página de la creación no podía sospechar la profundidad de este misterio. Mucho menos podía alcanzarlo la pura reflexión filosófica, ya que la Trinidad está por encima de las posibilidades de nuestro entendimiento, y sólo puede conocerse por revelación. Y, sin embargo, este misterio que nos supera infinitamente es también la realidad más cercana a nosotros, porque está en las fuentes de nuestro ser. En efecto, en Dios "vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17, 28) y a las tres personas divinas se aplica lo que san Agustín dice de Dios: es "intimior intimo meo" (Conf. III, 6, 11). En lo más íntimo de nuestro ser, donde ni siquiera nuestra mirada logra llegar, la gracia hace presentes al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, un solo Dios en ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 14
  • 15. tres personas. El misterio de la Trinidad, lejos de ser una árida verdad entregada al entendimiento, es vida que nos habita y sostiene. 4. Esta vida trinitaria, que precede y funda la creación, es el punto de partida de nuestra contemplación en este Año jubilar. Dios, misterio de los orígenes de donde brota todo, se nos presenta como Aquel que es la plenitud del ser y comunica el ser, como luz que "ilumina a todo hombre" (Jn 1, 9), como el Viviente y dador de vida. Y se nos presenta sobre todo como Amor, según la hermosa definición de la primera carta de san Juan (cf. 1 Jn 4, 8). Es amor en su vida íntima, donde el dinamismo trinitario es precisamente expresión del amor eterno con que el Padre engendra al Hijo y ambos se donan recíprocamente en el Espíritu Santo. Es amor en la relación con el mundo, ya que la libre decisión de sacarlo de la nada es fruto de este amor infinito que se irradia en la esfera de la creación. Si los ojos de nuestro corazón, iluminados por la revelación, se hacen suficientemente puros y penetrantes, serán capaces de descubrir en la fe este misterio, en el que todo lo que existe tiene su raíz y su fundamento. 5. Pero, como aludí al inicio, el misterio de la Trinidad está también ante nosotros como la meta a la que tiende la historia, como la patria que anhelamos. Nuestra reflexión trinitaria, siguiendo los diversos ámbitos de la creación y de la historia, se orientará a esta meta, que el libro del Apocalipsis con gran eficacia nos señala como culminación de la historia. Esta es la segunda y última parte del río de Dios, al que nos referimos antes. En la Jerusalén celestial el origen y el fin se vuelven a unir. En efecto, Dios Padre se sienta en el trono y dice: "Mira que hago nuevas todas las cosas" (Ap 21, 5). A su lado se encuentra el Cordero, es decir, Cristo, en su trono, con su luz, con el libro de la vida, en el que se hallan escritos los nombres de los redimidos (cf. Ap 21, 23. 27; 22, 1. 3). Y, al final, en un diálogo dulce e intenso, el Espíritu ora en nosotros y juntamente con la Iglesia, la esposa del Cordero, dice: "Ven, Señor Jesús" (cf. Ap 22, 17. 20). Para concluir este primer esbozo de nuestra larga peregrinación en el misterio de Dios, volvamos a la oración de Dionisio el Areopagita, que nos recuerda la necesidad de la contemplación: "Es en el silencio donde se aprenden los secretos de esta tiniebla (...) que brilla con la luz más resplandeciente (...). A pesar de ser perfectamente intangible e invisible, colma con esplendores más bellos que la belleza las inteligencias que saben cerrar los ojos" (Teología mística, I, 1). ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 15
  • 16. (2) La gloria de la Trinidad en la creación Miércoles 26 de Enero de 2000 1. "¡Qué amables son todas sus obras! y eso que es sólo una chispa lo que de ellas podemos conocer. (...) Nada ha hecho incompleto. (...) ¿Quién se saciará de contemplar su gloria? Mucho más podríamos decir y nunca acabaríamos; broche de mis palabras: "Él lo es todo". ¿Dónde hallar fuerza para glorificarle? ¡Él es mucho más grande que todas sus obras!" (Si 42, 22. 24-25; 43, 27-28). Con estas palabras, llenas de estupor, un sabio bíblico, el Sirácida, expresaba su admiración ante el esplendor de la creación, alabando a Dios. Es un pequeño retazo del hilo de contemplación y meditación que recorre todas las sagradas Escrituras, desde las primeras líneas del Génesis, cuando en el silencio de la nada surgen las criaturas, convocadas por la Palabra eficaz del Creador. "Dijo Dios: "Haya luz", y hubo luz" (Gn 1, 3). Ya en esta parte del primer relato de la creación se ve en acción la Palabra de Dios, de la que san Juan dirá: "En el principio existía la Palabra (...) y la Palabra era Dios. (...) Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe" (Jn 1, 1. 3). San Pablo reafirmará en el himno de la carta a los Colosenses que "en él (Cristo) fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles: los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades. Todo fue creado por él y para él; él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia" (Col 1, 16-17). Pero en el instante inicial de la creación se vislumbra también al Espíritu: "el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas" (Gn 1, 2). Podemos decir, con la tradición cristiana, que la gloria de la Trinidad resplandece en la creación. 2. En efecto, a la luz de la Revelación, es posible ver cómo el acto creativo es apropiado ante todo al "Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de rotación" (St 1, 17). Él resplandece sobre todo el horizonte, como canta el Salmista: "¡Oh Señor, Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Tú ensalzaste tu majestad sobre los cielos" (Sal 8, 2). Dios "afianzó el orbe, y no se moverá" (Sal 96, 10) y frente a la nada, representada simbólicamente por las aguas caóticas que elevan su voz, el Creador se yergue dando consistencia y seguridad: "Levantan los ríos, Señor, levantan los ríos su voz, levantan los ríos su fragor; pero más que la voz de las aguas caudalosas, más potente que el oleaje del mar, más potente en el cielo es el Señor" (Sal 93, 3-4). 3. En la sagrada Escritura la creación a menudo está vinculada también a la Palabra divina que irrumpe y actúa: "La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos (...). Él lo dijo, y existió; él lo mandó, y surgió" (Sal 33, 6. 9); "Él envía su mensaje a la tierra; su palabra corre veloz" (Sal 147, 15). En la literatura sapiencial veterotestamentaria la Sabiduría divina, personificada, es la que da origen al cosmos, actuando el proyecto de la mente de Dios (cf. Pr 8, 22-31). Ya hemos dicho que san Juan y san Pablo verán en la Palabra y en la Sabiduría de Dios el anuncio de la acción de Cristo: "del cual proceden todas las cosas y para el cual somos" (1 Co 8, 6), porque "por él hizo (Dios) también el mundo" (Hb 1, 2). 4. Por último, otras veces, la Escritura subraya el papel del Espíritu de Dios en el acto creador: "Envías tu Espíritu y son creados, y renuevas la faz de la tierra" (Sal 104, 30). El mismo Espíritu es representado simbólicamente por el soplo de la boca de Dios, que da vida y conciencia al hombre (cf. Gn 2, 7) y le devuelve la vida en la resurrección, como anuncia el profeta Ezequiel en una ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 16
  • 17. página sugestiva, donde el Espíritu actúa para hacer revivir huesos ya secos (cf. Ez 37, 1-14). Ese mismo soplo domina las aguas del mar en el éxodo de Israel de Egipto (cf. Ex 15, 8. 10). También el Espíritu regenera a la criatura humana, como dirá Jesús en el diálogo nocturno con Nicodemo: "En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu" (Jn 3, 5-6). 5. Pues bien, frente a la gloria de la Trinidad en la creación el hombre debe contemplar, cantar, volver a sentir asombro. En la sociedad contemporánea la gente se hace árida "no por falta de maravillas, sino por falta de maravilla" (G.K. Chesterton). Para el creyente contemplar lo creado es también escuchar un mensaje, oír una voz paradójica y silenciosa, como nos sugiere el "Salmo del sol": "El cielo proclama la gloria de Dios; el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje" (Sal 19, 2-5). Por consiguiente, la naturaleza se transforma en un evangelio que nos habla de Dios: "de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13, 5). San Pablo nos enseña que "lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad" (Rm 1, 20). Pero esta capacidad de contemplación y conocimiento, este descubrimiento de una presencia trascendente en lo creado, nos debe llevar también a redescubrir nuestra fraternidad con la tierra, a la que estamos vinculados desde nuestra misma creación (cf. Gn 2, 7). Esta era precisamente la meta que el Antiguo Testamento recomendaba para el jubileo judío, cuando la tierra descansaba y el hombre cogía lo que de forma espontánea le ofrecía el campo (cf. Lv 25, 11-12). Si la naturaleza no es violentada y humillada, vuelve a ser hermana del hombre. ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 17
  • 18. (3) La gloria de la Trinidad en la historia Miércoles 9 de febrero de 2000 1. Como habéis escuchado en la lectura, este encuentro ha tomado como punto de partida el "Gran Hallel", el salmo 136, que es una solemne letanía para solista y coro: es un himno al hesed de Dios, es decir, a su amor fiel, que se revela en los acontecimientos de la historia de la salvación, particularmente en la liberación de la esclavitud de Egipto y en el don de la tierra prometida. El Credo del Israel de Dios (cf. Dt 26, 5-9; Jos 24, 1-13) proclama las intervenciones divinas dentro de la historia humana: el Señor no es un emperador impasible, rodeado de una aureola de luz y relegado en los cielos dorados. Él observa la miseria de su pueblo en Egipto, escucha su grito y baja para liberarlo (cf. Ex 3, 7-8). 2. Pues bien, ahora trataremos de ilustrar esta presencia de Dios en la historia, a la luz de la revelación trinitaria, que, aunque se realizó plenamente en el Nuevo Testamento, ya se halla anticipada y bosquejada en el Antiguo. Así pues, comenzaremos con el Padre, cuyas características ya se pueden entrever en la acción de Dios que interviene en la historia como padre tierno y solícito con respecto a los justos que acuden a él. Él es "padre de los huérfanos y defensor de las viudas" (Sal 68, 6); también es padre en relación con el pueblo rebelde y pecador. Dos páginas proféticas de extraordinaria belleza e intensidad presentan un delicado soliloquio de Dios con respecto a sus "hijos descarriados" (Dt 32, 5). Dios manifiesta en él su presencia constante y amorosa en el entramado de la historia humana. En Jeremías el Señor exclama: "Yo soy para Israel un padre (...) ¿No es mi hijo predilecto, mi niño mimado? Pues cuantas veces trato de amenazarlo, me acuerdo de él; por eso se conmueven mis entrañas por él, y siento por él una profunda ternura" (Jr 31, 9. 20). La otra estupenda confesión de Dios se halla en Oseas: "Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. (...) Yo le enseñé a caminar, tomándolo por los brazos, pero no reconoció mis desvelos por curarlo. Los atraía con vínculos de bondad, con lazos de amor, y era para ellos como quien alza a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer. (...) Mi corazón está en mí trastornado, y se han conmovido mis entrañas" (Os 11, 1. 3-4. 8). 3. De estos pasajes de la Biblia debemos sacar como conclusión que Dios Padre de ninguna manera es indiferente frente a nuestras vicisitudes. Más aún, llega incluso a enviar a su Hijo unigénito, precisamente en el centro de la historia, como lo atestigua el mismo Cristo en el diálogo nocturno con Nicodemo: "Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3, 16-17). El Hijo se inserta dentro del tiempo y del espacio como el centro vivo y vivificante que da sentido definitivo al flujo de la historia, salvándola de la dispersión y de la banalidad. Especialmente hacia la cruz de Cristo, fuente de salvación y de vida eterna, converge toda la humanidad con sus alegrías y sus lágrimas, con su atormentada historia de bien y mal: "Cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32). Con una frase lapidaria la carta a los Hebreos proclamará la presencia perenne de Cristo en la historia: "Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8). 4. Para descubrir debajo del flujo de los acontecimientos esta presencia secreta y eficaz, para intuir el reino de Dios, que ya se encuentra entre nosotros (cf. Lc 17, 21), es necesario ir más allá de la superficie de las fechas y los eventos históricos. Aquí entra en acción el Espíritu Santo. Aunque el ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 18
  • 19. Antiguo Testamento no presenta aún una revelación explícita de su persona, se le pueden "atribuir" ciertas iniciativas salvíficas. Es él quien mueve a los jueces de Israel (cf. Jc 3, 10), a David (cf. 1 S 16, 13), al rey Mesías (cf. Is 11, 1-2; 42, 1), pero sobre todo es él quien se derrama sobre los profetas, los cuales tienen la misión de revelar la gloria divina velada en la historia, el designio del Señor encerrado en nuestras vicisitudes. El profeta Isaías presenta una página de gran eficacia, que recogerá Cristo en su discurso programático en la sinagoga de Nazaret: "El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, pues Yahveh me ha ungido, me ha enviado a predicar la buena nueva a los pobres, a sanar los corazones quebrantados, a anunciar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad, y a promulgar el año de gracia de Yahveh" (Is 61, 1-2; cf. Lc 4, 18-19). 5. El Espíritu de Dios no sólo revela el sentido de la historia, sino que también da fuerza para colaborar en el proyecto divino que se realiza en ella. A la luz del Padre, del Hijo y del Espíritu, la historia deja de ser una sucesión de acontecimientos que se disuelven en el abismo de la muerte; se transforma en un terreno fecundado por la semilla de la eternidad, un camino que lleva a la meta sublime en la que "Dios será todo en todos" (1 Co 15, 28). El jubileo, que evoca "el año de gracia" anunciado por Isaías e inaugurado por Cristo, quiere ser la epifanía de esta semilla y de esta gloria, para que todos esperen, sostenidos por la presencia y la ayuda de Dios, en un mundo nuevo, más auténticamente cristiano y humano. Así pues, cada uno de nosotros, al balbucear algo del misterio de la Trinidad operante en nuestra historia, debe hacer suyo el asombro adorante de san Gregorio Nacianceno, teólogo y poeta, cuando canta: "Gloria a Dios Padre y al Hijo, rey del universo. Gloria al Espíritu, digno de alabanza y todo santo. La Trinidad es un solo Dios, que creó y llenó todas las cosas..., vivificándolo todo con su Espíritu, para que cada criatura rinda homenaje a su Creador, causa única del vivir y del durar. La criatura racional, más que cualquier otra, lo debe celebrar siempre como gran Rey y Padre bueno" (Poemas dogmáticos, XXI, Hymnus alias: PG 37, 510-511). ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 19
  • 20. (4) La gloria de la Trinidad en la Encarnación Miércoles 5 de abril 2000 1. "Una sola fuente y una sola raíz, una sola forma luce con un triple esplendor. Donde brilla la profundidad del Padre, irrumpe el poder del Hijo, sabiduría artífice del universo entero, fruto engendrado por el corazón paterno. Y allí resplandece la luz unificante del Espíritu". Así cantaba a inicios del siglo V Sinesio de Cirene en el Himno II, celebrando al alba de un nuevo día la Trinidad divina, única en la fuente y triple en el esplendor. Esta verdad del único Dios en tres personas iguales y distintas no está relegada a los cielos; no puede interpretarse como una especie de "teorema aritmético celeste", del que no se sigue nada para la existencia del hombre, como suponía el filósofo Kant. 2. En realidad, como hemos escuchado en el relato del evangelista san Lucas, la gloria de la Trinidad se hace presente en el tiempo y en el espacio, y encuentra su epifanía más elevada en Jesús, en su encarnación y en su historia. San Lucas lee la concepción de Cristo precisamente a la luz de la Trinidad: lo atestiguan las palabras del ángel, dirigidas a María y pronunciadas dentro de la modesta casa de la aldea de Nazaret, en Galilea, que la arqueología ha sacado a la luz. En el anuncio de Gabriel se manifiesta la trascendente presencia divina: el Señor Dios, a través de María y en la línea de la descendencia davídica, da al mundo a su Hijo: "Concebirás en el seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre" (Lc 1, 31-32). 3. Aquí tiene valor doble el término "Hijo", porque en Cristo se unen íntimamente la relación filial con el Padre celestial y la relación filial con la madre terrena. Pero en la Encarnación participa también el Espíritu Santo, y es precisamente su intervención la que hace que esa generación sea única e irrepetible: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios" (Lc 1, 35). Las palabras que el ángel proclama son como un pequeño Credo, que ilumina la identidad de Cristo en relación con las demás Personas de la Trinidad. Es la fe común de la Iglesia, que san Lucas pone ya en los inicios del tiempo de la plenitud salvífica: Cristo es el Hijo del Dios Altísimo, el Grande, el Santo, el Rey, el Eterno, cuya generación en la carne se realiza por obra del Espíritu Santo. Por eso, como dirá san Juan en su primera carta, "Todo el que niega al Hijo, tampoco posee al Padre. Quien confiesa al Hijo, posee también al Padre" (1 Jn 2, 23). 4. En el centro de nuestra fe está la Encarnación, en la que se revela la gloria de la Trinidad y su amor por nosotros: "Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria" (Jn 1, 14). "Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16). "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él" (1 Jn 4, 9). Estas palabras de los escritos de san Juan nos ayudan a comprender que la revelación de la gloria trinitaria en la Encarnación no es una simple iluminación que disipa las tinieblas por un instante, sino una semilla de vida divina depositada para siempre en el mundo y en el corazón de los hombres. En este sentido es emblemática una declaración del apóstol san Pablo en la carta a los Gálatas: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios" (Ga 4, 4-7, cf. Rm 8, 15-17). Así pues, el Padre, el Hijo y el Espíritu están presentes y actúan ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 20
  • 21. en la Encarnación para hacernos participar en su misma vida. "Todos los hombres -reafirmó el concilio Vaticano II- están llamados a esta unión con Cristo, que es la luz del mundo. De él venimos, por él vivimos y hacia él caminamos" (Lumen gentium, 3). Y, como afirmaba san Cipriano, la comunidad de los hijos de Dios es "un pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (De orat. Dom., 23). 5. "Conocer a Dios y a su Hijo es acoger el misterio de la comunión de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la propia vida, que ya desde ahora se abre a la vida eterna por la participación en la vida divina. Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo" (Evangelium vitae, 37-38). Con este estupor y con esta acogida vital debemos adorar el misterio de la santísima Trinidad, que "es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 234). En la Encarnación contemplamos el amor trinitario que se manifiesta en Jesús; un amor que no queda encerrado en un círculo perfecto de luz y de gloria, sino que se irradia en la carne de los hombres, en su historia; penetra al hombre, regenerándolo y haciéndolo hijo en el Hijo. Por eso, como decía san Ireneo, la gloria de Dios es el hombre vivo: "Gloria enim Dei vivens homo, vita autem hominis visio Dei"; no sólo lo es por su vida física, sino sobre todo porque "la vida del hombre consiste en la visión de Dios" (Adversus haereses IV, 20, 7). Y ver a Dios significa ser transfigurados en él: "Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2). ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 21
  • 22. (5) La gloria de la Trinidad en el bautismo de Cristo Miércoles 12 de abril 2000 1. La lectura que acabamos de proclamar nos hace remontarnos a las riberas del Jordán. Hoy visitamos espiritualmente las orillas de ese río, que fluye a lo largo de los dos Testamentos bíblicos, para contemplar la gran epifanía de la Trinidad en el día en que Jesús se presenta en el escenario de la historia, precisamente en aquellas aguas, para comenzar su ministerio público. El arte cristiano personificará ese río con los rasgos de un anciano que asiste asombrado a la visión que se realiza en sus aguas. En efecto, como afirma la liturgia bizantina, en él "se lava el Sol, Cristo". Esa misma liturgia, en la mañana del día de la teofanía o epifanía de Cristo, imagina un diálogo con el río: "Jordán, ¿qué has visto como para turbarte tanto? He visto al Invisible desnudo y me dio un escalofrío. Pues, ¿cómo no estremecerse y no ceder ante él? Los ángeles se estremecieron al verlo, el cielo enloqueció, la tierra tembló, el mar retrocedió con todos los seres visibles e invisibles. Cristo apareció en el Jordán para santificar todas las aguas". 2. La presencia de la Trinidad en ese acontecimiento está afirmada explícitamente en todas las redacciones evangélicas del episodio. Acabamos de escuchar la más amplia, la de san Mateo, que ofrece también un diálogo entre Jesús y el Bautista. En el centro de la escena destaca la figura de Cristo, el Mesías que realiza en plenitud toda justicia (cf. Mt 3, 15). Él es quien lleva a cumplimiento el proyecto divino de salvación, haciéndose humildemente solidario con los pecadores. Su humillación voluntaria le obtiene una exaltación admirable: sobre él resuena la voz del Padre que lo proclama: "Mi Hijo predilecto, en quien tengo mis complacencias" (Mt 3, 17). Es una frase que combina en sí misma dos aspectos del mesianismo de Jesús: el davídico, a través de la evocación de un poema real (cf. Sal 2, 7), y el profético, a través de la cita del primer canto del Siervo del Señor (cf. Is 42, 1). Por consiguiente, se tiene la revelación del íntimo vínculo de amor de Jesús con el Padre celestial así como su investidura mesiánica frente a la humanidad entera. 3. En la escena irrumpe también el Espíritu Santo bajo forma de "paloma" que "desciende y se posa" sobre Cristo. Se puede recurrir a varias referencias bíblicas para ilustrar esta imagen: a la paloma que indica el fin del diluvio y el inicio de una nueva era (cf. Gn 8, 8-12; 1 P 3, 20-21); a la paloma del Cantar de los cantares, símbolo de la mujer amada (cf. Ct 2, 14; 5, 2; 6, 9); a la paloma que es casi un símbolo de Israel en algunos pasajes del Antiguo Testamento (cf. Os 7, 11; Sal 68, 14). Es significativo un antiguo comentario judío al pasaje del Génesis (cf. Gn 1, 2) que describe el aletear con ternura materna del Espíritu sobre las aguas iniciales: "El Espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas como una paloma que aletea sobre sus polluelos sin tocarlos" (Talmud, Hagigah 15 a). Sobre Jesús desciende, como fuerza de amor sobreabundante, el Espíritu Santo. El Catecismo de la Iglesia católica, refiriéndose precisamente al bautismo de Jesús, enseña: "El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene a "posarse" sobre él. De él manará este Espíritu para toda la humanidad" (n. 536). 4. Así pues, en el Jordán se halla presente toda la Trinidad para revelar su misterio, autenticar y sostener la misión de Cristo, y para indicar que con él la historia de la salvación entra en su fase central y definitiva. Esa historia involucra el tiempo y el espacio, las vicisitudes humanas y el orden ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 22
  • 23. cósmico, pero en primer lugar implica a las tres Personas divinas. El Padre encomienda al Hijo la misión de llevar a cumplimiento, en el Espíritu, la "justicia", es decir, la salvación divina. Cromacio, obispo de Aquileya, en el siglo IV, en una de sus homilías sobre el bautismo y sobre el Espíritu Santo, afirma: "De la misma forma que nuestra primera creación fue obra de la Trinidad, así también nuestra segunda creación es obra de la Trinidad. El Padre no hace nada sin el Hijo y sin el Espíritu Santo, porque la obra del Padre es también del Hijo y la obra del Hijo es también del Espíritu Santo. Sólo existe una sola y la misma gracia de la Trinidad. Así pues, somos salvados por la Trinidad, pues originariamente hemos sido creados sólo por la Trinidad" (sermón 18 A). 5. Después del bautismo de Cristo, el Jordán se convirtió también en el río del bautismo cristiano: el agua de la fuente bautismal es, según una tradición de las Iglesias de Oriente, un Jordán en miniatura. Lo demuestra la siguiente oración litúrgica: "Así pues, te pedimos, Señor, que la acción purificadora de la Trinidad descienda sobre las aguas bautismales y se les comunique la gracia de la redención y la bendición del Jordán en la fuerza, en la acción y en la presencia del Espíritu Santo" (Grandes Vísperas de la Santa Teofanía de nuestro Señor Jesucristo, Bendición de las aguas). En una idea semejante parece inspirarse también san Paulino de Nola en algunos versos preparados como inscripción para grabar en un baptisterio: "De esta fuente, generadora de las almas necesitadas de salvación, brota un río vivo de luz divina. El Espíritu Santo desciende del cielo a este río y une sus aguas sagradas con el manantial celeste; la fuente se impregna de Dios y engendra mediante una semilla eterna un linaje santo con sus aguas fecundas" (Carta 32, 5). Al salir del agua regeneradora de la fuente bautismal, el cristiano comienza su itinerario de vida y testimonio. ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 23
  • 24. (6) La gloria de la Trinidad en la Tranfiguración Miércoles 26 de abril 2000 1. En esta octava de Pascua, considerada como un único gran día, la liturgia repite sin cesar el anuncio de la resurrección: "¡Verdaderamente Jesús ha resucitado!". Este anuncio abre un horizonte nuevo a la humanidad entera. En la Resurrección se hace realidad lo que en la Transfiguración del monte Tabor se vislumbraba misteriosamente. Entonces el Salvador reveló a Pedro, Santiago y Juan el prodigio de gloria y de luz confirmado por la voz del Padre: "Este es mi Hijo predilecto" (Mc 9, 7). En la fiesta de Pascua estas palabras se nos presentan en su plenitud de verdad. El Hijo predilecto del Padre, Cristo crucificado y muerto, ha resucitado por nosotros. A su luz, los creyentes vemos la luz y, "exaltados por el Espíritu -como afirma la liturgia de la Iglesia de Oriente-, cantamos a la Trinidad consustancial a lo largo de todos los siglos" (Grandes Vísperas de la Transfiguración de Cristo). Con el corazón rebosante de alegría pascual subamos hoy espiritualmente al monte santo, que domina la llanura de Galilea, para contemplar el acontecimiento que allí se realiza, anticipando los sucesos pascuales. 2. Cristo es el centro de la Transfiguración. Hacia él convergen dos testigos de la primera Alianza: Moisés, mediador de la Ley, y Elías, profeta del Dios vivo. La divinidad de Cristo, proclamada por la voz del Padre, también se manifiesta mediante los símbolos que san Marcos traza con sus rasgos pintorescos. La luz y la blancura son símbolos que representan la eternidad y la trascendencia: "Sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, como no los puede blanquear lavandera sobre la tierra" (Mc 9, 3). Asimismo, la nube es signo de la presencia de Dios en el camino del Éxodo de Israel y en la tienda de la Alianza (cf. Ex 13, 21-22; 14, 19. 24; 40, 34. 38). Canta también la liturgia oriental, en el Matutino de la Transfiguración: "Luz inmutable de la luz del Padre, oh Verbo, con tu brillante luz hoy hemos visto en el Tabor la luz que es el Padre y la luz que es el Espíritu, luz que ilumina a toda criatura". 3. Este texto litúrgico subraya la dimensión trinitaria de la transfiguración de Cristo en el monte, pues es explícita la presencia del Padre con su voz reveladora. La tradición cristiana vislumbra implícitamente también la presencia del Espíritu Santo, teniendo en cuenta el evento paralelo del bautismo en el Jordán, donde el Espíritu descendió sobre Cristo en forma de paloma (cf. Mc 1, 10). De hecho, el mandato del Padre: "Escuchadlo" (Mc 9, 7) presupone que Jesús está lleno de Espíritu Santo, de forma que sus palabras son "espíritu y vida" (Jn 6, 63; cf. 3, 34-35). Por consiguiente, podemos subir al monte para detenernos a contemplar y sumergirnos en el misterio de luz de Dios. El Tabor representa a todos los montes que nos llevan a Dios, según una imagen muy frecuente en los místicos. Otro texto de la Iglesia de Oriente nos invita a esta ascensión hacia las alturas y hacia la luz: "Venid, pueblos, seguidme. Subamos a la montaña santa y celestial; detengámonos espiritualmente en la ciudad del Dios vivo y contemplemos en espíritu la divinidad del Padre y del Espíritu que resplandece en el Hijo unigénito" (tropario, conclusión del Canon de san Juan Damasceno). 4. En la Transfiguración no sólo contemplamos el misterio de Dios, pasando de luz a luz (cf. Sal 36, 10), sino que también se nos invita a escuchar la palabra divina que se nos dirige. Por encima de la palabra de la Ley en Moisés y de la profecía en Elías, resuena la palabra del Padre que remite a la del Hijo, como acabo de recordar. Al presentar al "Hijo predilecto", el Padre añade la invitación a ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 24
  • 25. escucharlo (cf. Mc 9, 7). La segunda carta de san Pedro, cuando comenta la escena de la Transfiguración, pone fuertemente de relieve la voz divina. Jesucristo "recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime gloria le dirigió esta voz: "Este es mi Hijo predilecto, en quien me complazco". Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con él en el monte santo. Y así se nos hace más firme la palabra de los profetas, a la cual hacéis bien en prestar atención, como a lámpara que luce en lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en vuestros corazones el lucero de la mañana" (2 P 1, 17-19). 5. Visión y escucha, contemplación y obediencia son, por consiguiente, los caminos que nos llevan al monte santo en el que la Trinidad se revela en la gloria del Hijo. "La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo "el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3, 21). Pero nos recuerda también que "es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios" (Hch 14, 22)" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 556). La liturgia de la Transfiguración, como sugiere la espiritualidad de la Iglesia de Oriente, presenta en los apóstoles Pedro, Santiago y Juan una "tríada" humana que contempla la Trinidad divina. Como los tres jóvenes del horno de fuego ardiente del libro de Daniel (cf. Dn 3, 51-90), la liturgia "bendice a Dios Padre creador, canta al Verbo que bajó en su ayuda y cambia el fuego en rocío, y exalta al Espíritu que da a todos la vida por los siglos" (Matutino de la fiesta de la Transfiguración). También nosotros oremos ahora al Cristo transfigurado con las palabras del Canon de san Juan Damasceno: "Me has seducido con el deseo de ti, oh Cristo, y me has transformado con tu divino amor. Quema mis pecados con el fuego inmaterial y dígnate colmarme de tu dulzura, para que, lleno de alegría, exalte tus manifestaciones". ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 25
  • 26. (7) La gloria de la Trinidad en la Pasión Miércoles 3 de mayo 2000 1. Al final del relato de la muerte de Cristo, el Evangelio hace resonar la voz del centurión romano, que anticipa la profesión de fe de la Iglesia: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (Mc 15, 39). En las últimas horas de la existencia terrena de Jesús se actúa en las tinieblas la suprema epifanía trinitaria. En efecto, el relato evangélico de la pasión y muerte de Cristo registra, aun en el abismo del dolor, la permanencia de su relación íntima con el Padre celestial. Todo comienza durante la tarde de la última cena en la tranquilidad del Cenáculo, donde, sin embargo, ya se cernía la sombra de la traición. Juan nos ha conservado los discursos de despedida que subrayan estupendamente el vínculo profundo y la recíproca inmanencia entre Jesús y el Padre: "Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. (...) Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre. (...) Lo que yo os digo, no lo digo por cuenta propia. El Padre que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí" (Jn 14, 7. 9-11). Al decir esto, Jesús citaba las palabras que había pronunciado poco antes, cuando declaró de modo lapidario: "Yo y el Padre somos uno. (...) El Padre está en mí y yo en el Padre" (Jn 10, 30. 38). Y en la oración que corona los discursos del Cenáculo, dirigiéndose al Padre en la contemplación de su gloria, reafirma: "Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros" (Jn 17, 11). Con esta confianza absoluta en el Padre, Jesús se dispone a cumplir su acto supremo de amor (cf. Jn 13, 1). 2. En la Pasión, el vínculo que lo une al Padre se manifiesta de modo particularmente intenso y, al mismo tiempo, dramático. El Hijo de Dios vive plenamente su humanidad, penetrando en la oscuridad del sufrimiento y de la muerte que pertenecen a nuestra condición humana. En Getsemaní, durante una oración semejante a una lucha, a una "agonía", Jesús se dirige al Padre con el apelativo arameo de la intimidad filial: "¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú" (Mc 14, 36). Poco después, cuando se desencadena contra él la hostilidad de los hombres, recuerda a Pedro que esa hora de las tinieblas forma parte de un designio divino del Padre: "¿Piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que pondría al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles? Mas, ¿cómo se cumplirían las Escrituras de que así debe suceder?" (Mt 26, 53-54). 3. También el diálogo procesal con el sumo sacerdote se transforma en una revelación de la gloria mesiánica y divina que envuelve al Hijo de Dios: «El sumo sacerdote le dijo: "Te conjuro por Dios vivo a que me digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios". Díjole Jesús: "Tú lo has dicho. Y yo os digo que a partir de ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo"» (Mt 26, 63-64). Cuando fue crucificado, los espectadores le recordaron sarcásticamente esta proclamación: «Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: "Soy Hijo de Dios"» (Mt 27, 43). Pero para esa hora se le había reservado el silencio del Padre, a fin de que se solidarizara plenamente con los pecadores y los redimiera. Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica: «Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado. Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre, nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios» (n. 603). ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 26
  • 27. 4. En realidad, en la cruz Jesús sigue manteniendo su diálogo íntimo con el Padre, viviéndolo con toda su humanidad herida y sufriente, sin perder jamás la actitud confiada del Hijo que es "uno" con el Padre. En efecto, por un lado está el silencio misterioso del Padre, acompañado por la oscuridad cósmica y subrayado por el grito: «"¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?". Que quiere decir: "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?"» (Mt 27, 46). Por otro, el Salmo 22, aquí citado por Jesús, termina con un himno al Señor soberano del mundo y de la historia; y este aspecto se manifiesta en el relato de Lucas, según el cual las últimas palabras de Cristo moribundo son una luminosa cita del Salmo con la añadidura de la invocación al Padre: "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46; cf. Sal 31, 6). 5. También el Espíritu Santo participa en este diálogo constante entre el Padre y el Hijo. Nos lo dice la carta a los Hebreos, cuando describe con una fórmula en cierto modo trinitaria la ofrenda sacrificial de Cristo, declarando que «por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios» (Hb 9, 14). En efecto, en su pasión, Cristo abrió plenamente su ser humano angustiado a la acción del Espíritu Santo, y este le dio el impulso necesario para hacer de su muerte una ofrenda perfecta al Padre. Por su parte, el cuarto evangelio relaciona estrechamente el don del Paráclito con la "ida" de Jesús, es decir, con su pasión y su muerte, cuando cita estas palabras del Salvador: «Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). Después de la muerte de Jesús en la cruz, en el agua que brota de su costado herido (cf. Jn 19, 34), es posible reconocer un símbolo del don del Espíritu (cf. Jn 7, 37-39). El Padre, entonces, glorifica a su Hijo, dándole la capacidad de comunicar el Espíritu a todos los hombres. Elevemos nuestra contemplación a la Trinidad, que se revela también en el día del dolor y de las tinieblas, releyendo las palabras del "testamento" espiritual de santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein): «No nos puede ayudar únicamente la actividad humana, sino la pasión de Cristo: participar en ella es mi verdadero deseo. Acepto desde ahora la muerte que Dios me ha reservado, en perfecta unión con su santa voluntad. Acoge, Señor, para tu gloria y alabanza, mi vida y mi muerte por las intenciones de la Iglesia. Que el Señor sea acogido entre los suyos, y venga a nosotros su Reino con gloria» (La fuerza de la cruz). Dirijo un saludo cordial a los polacos presentes en esta audiencia, en particular al cardenal Macharski, de Cracovia; a mons. Zbigniew Kraszewski, de Varsovia; a mons. Roman Andrzejewski, de Wloclawek; a los sacerdotes que han venido, juntamente con sus fieles, a la canonización de sor Faustina; a las religiosas de la Bienaventurada Virgen María de la Misericordia; a los miembros de "Solidaridad", que han participado, encabezados por su presidente, dr. Marian Krzaklewski, en el jubileo del mundo del trabajo en Roma; a los numerosos grupos parroquiales y de jóvenes; al grupo de invidentes de Laski, cerca de Varsovia; a los coros de Sandomierz y de Wyrzysk, al coro "Halka". 1. Nuestros pensamientos se dirigen hoy a la Madre de Dios, a la Reina de Polonia, cuya fiesta se celebra precisamente el 3 de mayo. Con ocasión de esta solemnidad del 3 de mayo, vienen a la memoria las palabras que el rey Juan Casimiro pronunció ante la imagen de la Virgen de las Gracias, en la catedral de Lvov, el 1 de abril de 1656: "Gran Madre de Dios-hombre, santísima Virgen, yo, Juan Casimiro, rey por la misericordia de tu Hijo, Rey de reyes, (...) rey postrado a tus ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 27
  • 28. santísimos pies, hoy te tomo como mi protectora y reina de mis Estados". Con este histórico y solemne acto, el rey Juan Casimiro puso todo nuestro país bajo la protección de la Madre de Dios. El 3 de mayo es también el aniversario de la Constitución de 1791. Esta coincidencia ha permitido que en el mismo día celebremos la fiesta religiosa y la fiesta nacional. No es lícito olvidar estos acontecimientos enraizados tan profundamente en la historia de la nación. Han entrado con tanta fuerza en la conciencia de los polacos, que su recuerdo ha superado todos los momentos más difíciles vividos por la nación: el período de las reparticiones, que duró más de cien años; el tiempo de dos guerras mundiales; las persecuciones; y los muchos años de dominación del sistema comunista. 2. Hoy nuestros pensamientos se dirigen también a los santos mártires, testigos de Cristo en los comienzos de nuestra historia: san Adalberto y san Estanislao. El testimonio del martirio de san Adalberto, el testimonio de su sangre, selló de modo particular el bautismo recibido por nuestros antepasados hace mil años. Su martirio puso las bases del cristianismo en toda Polonia. San Estanislao, patrono del orden moral, vela en cierto sentido por esta herencia. Vela por lo que es más importante en la vida del cristiano y por los fundamentos de nuestra patria. Vela por el orden moral en la vida de las personas y de la sociedad. ¿Qué es este orden moral? Está relacionado con la observancia de la ley, con la fidelidad a los mandamientos y a la conciencia cristiana. Gracias a él podemos distinguir el bien del mal, y liberarnos de diversas formas de esclavitud moral. Estos dos santos, Adalberto y Estanislao, completan el tríptico de las fiestas patronales: la Madre de Dios, Reina de Polonia, san Adalberto y san Estanislao. 3. El testimonio del martirio, dado hace mil años en nuestra tierra por el obispo de Praga y por el obispo de Cracovia, perdura a lo largo de los siglos de generación en generación, y produce frutos de santidad siempre nuevos. Uno de estos frutos es también la canonización de sor Faustina Kowalska, que tuvo lugar el domingo pasado. Esta sencilla religiosa recordó al mundo que Dios es amor, que es rico en misericordia, y que su amor es más fuerte que la muerte, más poderoso que el pecado y que cualquier mal. El amor levanta al hombre de las mayores caídas y lo libra de los mayores peligros. 4. "No olvidemos las hazañas de Dios" (cf. Sal 78, 7), exclama el salmista, admirado por la sabiduría y la bondad de Dios. Que esta reflexión sea para nosotros motivo de aliento, a fin de conservar la gran riqueza que encierra la historia de nuestra patria desde sus comienzos. Que se transmita de generación en generación el recuerdo de las maravillas de Dios que se realizaban y se realizan en nuestra tierra. No pertenecen sólo al pasado. Son una fuente incesante de la fuerza de la nación en su camino de fidelidad al Evangelio, en su camino hacia el futuro. ¡Alabado sea Jesucristo! ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 28
  • 29. (8) La gloria de la Trinidad en la Resurrección Miércoles 10 de mayo 2000 1. El itinerario de la vida de Cristo no culmina en la oscuridad de la tumba, sino en el cielo luminoso de la resurrección. En este misterio se funda la fe cristiana (cf. 1 Co 15, 1-20), como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia católica: "La resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del misterio pascual al mismo tiempo que la cruz" (n. 638). Afirmaba un escritor místico español del siglo XVI: "En Dios se descubren nuevos mares cuanto más se navega" (fray Luis de León). Queremos navegar ahora en la inmensidad del misterio hacia la luz de la presencia trinitaria en los acontecimientos pascuales. Es una presencia que se dilata durante los cincuenta días de Pascua. 2. A diferencia de los escritos apócrifos, los evangelios canónicos no presentan el acontecimiento de la resurrección en sí, sino más bien la presencia nueva y diferente de Cristo resucitado en medio de sus discípulos. Precisamente esta novedad es la que subraya la primera escena en la que queremos detenernos. Se trata de la aparición que tiene lugar en una Jerusalén aún sumergida en la luz tenue del alba: una mujer, María Magdalena, y un hombre se encuentran en una zona de sepulcros. En un primer momento, la mujer no reconoce al hombre que se le ha acercado; sin embargo, es el mismo Jesús de Nazaret a quien había escuchado y que había transformado su vida. Para reconocerlo es necesaria otra vía de conocimiento diversa de la razón y los sentidos. Es el camino de la fe, que se abre cuando ella oye que le llaman por su nombre (cf. Jn 20, 11-18). Fijemos nuestra atención, dentro de esta escena, en las palabras del Resucitado. Él declara: "Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios" (Jn 20, 17). Aparece, pues, el Padre celestial, con respecto al cual Cristo, con la expresión "mi Padre", subraya un vínculo especial y único, distinto del que existe entre el Padre y los discípulos: "vuestro Padre". Tan sólo en el evangelio de san Mateo, Jesús llama diecisiete veces a Dios "mi Padre". El cuarto evangelista usará dos vocablos griegos diversos: uno, hyiós, para indicar la plena y perfecta filiación divina de Cristo; el otro, tékna, referido a nuestro ser hijos de Dios de modo real, pero derivado. 3. La segunda escena nos lleva de Jerusalén a la región septentrional de Galilea, a un monte. Allí tiene lugar una epifanía de Cristo, en la que el Resucitado se revela a los Apóstoles (cf. Mt 28, 16-20). Se trata de un solemne acontecimiento de revelación, reconocimiento y misión. En la plenitud de sus poderes salvíficos, él confiere a la Iglesia el mandato de anunciar el Evangelio, bautizar y enseñar a vivir según sus mandamientos. La Trinidad emerge en esas palabras esenciales que resuenan también en la fórmula del bautismo cristiano, tal como lo administrará la Iglesia: "Bautizad (a todas las gentes) en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19). Un antiguo escritor cristiano, Teodoro de Mopsuestia (siglo IV-V), comenta: "La expresión en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo indica quién da los bienes del bautismo: el nuevo nacimiento, la renovación, la inmortalidad, la incorruptibilidad, la impasibilidad, la inmutabilidad, ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 29
  • 30. la liberación de la muerte, de la esclavitud y de todos los males, el gozo de la libertad y la participación en los bienes futuros y sublimes. ¡Por eso somos bautizados! Se invoca, por tanto, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo para que conozcas la fuente de los bienes del bautismo" (Homilía II sobre el bautismo, 17). 4. Llegamos, así, a la tercera escena que queremos evocar. Nos remonta al tiempo en que Jesús caminaba todavía por las calles de Tierra Santa, hablando y actuando. Durante la solemnidad judía otoñal de las Tiendas, proclama: "Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: "De su seno manarán ríos de agua viva"" (Jn 7, 38). El evangelista san Juan interpreta estas palabras precisamente a la luz de la Pascua de gloria y del don del Espíritu Santo: "Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado" (Jn 7, 39). Vendrá la glorificación de la Pascua, y con ella también el don del Espíritu en Pentecostés, que Jesús anticipará a sus Apóstoles al atardecer del mismo día de su resurrección. Apareciéndose en el Cenáculo, soplará sobre ellos y les dirá: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20, 22). 5. Así pues, el Padre y el Espíritu están unidos al Hijo en la hora suprema de la redención. Esto es lo que afirma san Pablo en una página muy luminosa de la carta a los Romanos, en la que evoca a la Trinidad precisamente en relación con la resurrección de Cristo y de todos nosotros: "Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros" (Rm 8, 11). El Apóstol indica en esta misma carta la condición para que se cumpla dicha promesa: "Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo" (Rm 10, 9). A la naturaleza trinitaria del acontecimiento pascual, corresponde el aspecto trinitario de la profesión de fe. En efecto, "nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!", si no es bajo la acción del Espíritu Santo" (1 Co 12, 3), y quien lo dice, lo dice "para gloria de Dios Padre" (Flp 2, 11). Acojamos, pues, la fe pascual y la alegría que deriva de ella recordando un canto de la Iglesia de Oriente para la Vigilia pascual: "Todas las cosas son iluminadas por tu resurrección, oh Señor, y el paraíso ha vuelto a abrirse. Toda la creación te bendice y diariamente te ofrece un himno. Glorifico el poder del Padre y del Hijo, alabo la autoridad del Espíritu Santo, Divinidad indivisa, increada, Trinidad consustancial que reina por los siglos de los siglos" (Canon pascual de san Juan Damasceno, Sábado santo, tercer tono). ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 30
  • 31. (9) La gloria de la Trinidad en la Ascensión Miércoles 24 de mayo 2000 1. El misterio de la Pascua de Cristo envuelve la historia de la humanidad, pero al mismo tiempo la trasciende. Incluso el pensamiento y el lenguaje humano pueden, de alguna manera, aferrar y comunicar este misterio, pero no agotarlo. Por eso, el Nuevo Testamento, aunque habla de "resurrección", como lo atestigua el antiguo Credo que san Pablo mismo recibió y transmitió en la primera carta a los Corintios (cf. 1 Co 15, 3-5), recurre también a otra formulación para delinear el significado de la Pascua. Sobre todo en san Juan y en san Pablo se presenta como exaltación o glorificación del Crucificado. Así, para el cuarto evangelista, la cruz de Cristo ya es el trono real, que se apoya en la tierra pero penetra en los cielos. Cristo está sentado en él como Salvador y Señor de la historia. En efecto, Jesús, en el evangelio de san Juan, exclama: "Yo, cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32; cf. 3, 14; 8, 28). San Pablo, en el himno insertado en la carta a los Filipenses, después de describir la humillación profunda del Hijo de Dios en la muerte en cruz, celebra así la Pascua: "Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor, para gloria de Dios Padre" (Flp 2, 9-11). 2. La Ascensión de Cristo al cielo, narrada por san Lucas como coronamiento de su evangelio y como inicio de su segunda obra, los Hechos de los Apóstoles, se ha de entender bajo esta luz. Se trata de la última aparición de Jesús, que "termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 659). El cielo es, por excelencia, el signo de la trascendencia divina. Es la zona cósmica que está sobre el horizonte terrestre, dentro del cual se desarrolla la existencia humana. Cristo, después de recorrer los caminos de la historia y de entrar también en la oscuridad de la muerte, frontera de nuestra finitud y salario del pecado (cf. Rm 6, 23), vuelve a la gloria, que desde la eternidad (cf. Jn 17, 5) comparte con el Padre y con el Espíritu Santo. Y lleva consigo a la humanidad redimida. En efecto, la carta a los Efesios afirma: "Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, (...) nos vivificó juntamente con Cristo (...) y nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2, 4-6). Esto vale, ante todo, para la Madre de Jesús, María, cuya Asunción es primicia de nuestra ascensión a la gloria. 3. Frente al Cristo glorioso de la Ascensión nos detenemos a contemplar la presencia de toda la Trinidad. Es sabido que el arte cristiano, en la así llamada Trinitas in cruce ha representado muchas veces a Cristo crucificado sobre el que se inclina el Padre en una especie de abrazo, mientras entre los dos vuela la paloma, símbolo del Espíritu Santo (así, por ejemplo, Masaccio en la iglesia de Santa María Novella, en Florencia). De ese modo, la cruz es un símbolo unitivo que enlaza la unidad y la divinidad, la muerte y la vida, el sufrimiento y la gloria. De forma análoga, se puede vislumbrar la presencia de las tres personas divinas en la escena de la Ascensión. San Lucas, en la página final del Evangelio, antes de presentar al Resucitado que, como sacerdote de la nueva Alianza, bendice a sus discípulos y se aleja de la tierra para ser llevado a la gloria del cielo (cf. Lc 24, 50-52), recuerda el discurso de despedida dirigido a los Apóstoles. En él aparece, ante todo, el designio de salvación del Padre, que en las Escrituras había anunciado la muerte y la resurrección del Hijo, fuente de perdón y de liberación (cf. Lc 24, 45-47). ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 31
  • 32. 4. Pero en esas mismas palabras del Resucitado se entrevé también el Espíritu Santo, cuya presencia será fuente de fuerza y de testimonio apostólico: "Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto" (Lc 24, 49). En el evangelio de san Juan el Paráclito es prometido por Cristo, mientras que para san Lucas el don del Espíritu también forma parte de una promesa del Padre mismo. Por eso, la Trinidad entera se halla presente en el momento en que comienza el tiempo de la Iglesia. Es lo que reafirma san Lucas también en el segundo relato de la Ascensión de Cristo, el de los Hechos de los Apóstoles. En efecto, Jesús exhorta a los discípulos a "aguardar la Promesa del Padre", es decir, "ser bautizados en el Espíritu Santo", en Pentecostés, ya inminente (cf. Hch 1, 4-5). 5. Así pues, la Ascensión es una epifanía trinitaria, que indica la meta hacia la que se dirige la flecha de la historia personal y universal. Aunque nuestro cuerpo mortal pasa por la disolución en el polvo de la tierra, todo nuestro yo redimido está orientado hacia las alturas y hacia Dios, siguiendo a Cristo como guía. Sostenidos por esta gozosa certeza, nos dirigimos al misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que se revela en la cruz gloriosa del Resucitado, con la invocación, impregnada de adoración, de la beata Isabel de la Trinidad: "¡Oh Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme completamente de mí para establecerme en ti, inmóvil y quieta, como si mi alma estuviese ya en la eternidad...! Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada predilecta y el lugar de tu descanso... ¡Oh mis Tres, mi todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad en la que me pierdo, yo me abandono a ti..., a la espera de poder contemplar a tu luz el abismo de tu grandeza!" (Elevación a la Santísima Trinidad, 21 de noviembre de 1904). ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 32
  • 33. (10) La gloria de la Trinidad en Pentecostés Miércoles 31 de mayo 2000 1. El Pentecostés cristiano, celebración de la efusión del Espíritu Santo, presenta varios aspectos en los escritos neotestamentarios. Comenzaremos con el que nos delinea el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que acabamos de escuchar. Es el más inmediato en la mente de todos, en la historia del arte e incluso en la liturgia. San Lucas, en su segunda obra, sitúa el don del Espíritu dentro de una teofanía, es decir, de una revelación divina solemne, que en sus símbolos remite a la experiencia de Israel en el Sinaí (cf. Ex 19). El fragor, el viento impetuoso, el fuego que evoca el fulgor, exaltan la trascendencia divina. En realidad, es el Padre quien da el Espíritu a través de la intervención de Cristo glorificado. Lo dice san Pedro en su discurso: "Jesús, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado, como vosotros veis y oís" (Hch 2, 33). En Pentecostés, como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, el Espíritu Santo "se manifiesta, da y comunica como Persona divina (...). En este día se revela plenamente la santísima Trinidad" (nn. 731-732). 2. En efecto, toda la Trinidad está implicada en la irrupción del Espíritu Santo, derramado sobre la primera comunidad y sobre la Iglesia de todos los tiempos como sello de la nueva Alianza anunciada por los profetas (cf. Jr 31, 31-34; Ez 36, 24-27), como confirmación del testimonio y como fuente de unidad en la pluralidad. Con la fuerza del Espíritu Santo, los Apóstoles anuncian al Resucitado, y todos los creyentes, en la diversidad de sus lenguas y, por tanto, de sus culturas y vicisitudes históricas, profesan la única fe en el Señor, "anunciando las maravillas de Dios" (Hch 2, 11). Es significativo constatar que un comentario judío al Éxodo, refiriéndose al capítulo 10 del Génesis, en el que se traza un mapa de las setenta naciones que, según se creía, constituían la humanidad entera, las remite al Sinaí para escuchar la palabra de Dios: "En el Sinaí la voz del Señor se dividió en setenta lenguas, para que todas las naciones pudieran comprender" (Éxodo Rabba', 5, 9). Así, también en el Pentecostés que relata san Lucas, la palabra de Dios, mediante los Apóstoles, se dirige a la humanidad para anunciar a todas las naciones, en su diversidad, "las maravillas de Dios" (Hch 2, 11). 3. Sin embargo, en el Nuevo Testamento hay otro relato que podríamos llamar el Pentecostés de san Juan. En efecto, en el cuarto evangelio la efusión del Espíritu Santo se sitúa en la tarde misma de Pascua y se halla íntimamente vinculada a la Resurrección. Se lee en san Juan: "Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz esté con vosotros". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: "La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos"" (Jn 20, 19-23). También en este relato de san Juan resplandece la gloria de la Trinidad: de Cristo resucitado, que se manifiesta en su cuerpo glorioso; del Padre, que está en la fuente de la misión apostólica; y del Espíritu Santo, derramado como don de paz. Así se cumple la promesa hecha por Cristo, dentro de esas mismas paredes, en los discursos de despedida a los discípulos: "El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho" (Jn 14, 26). La presencia del Espíritu en la Iglesia está destinada al perdón de los pecados, al ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 33
  • 34. recuerdo y a la realización del Evangelio en la vida, en la actuación cada vez más profunda de la unidad en el amor. El acto simbólico de soplar quiere evocar el acto del Creador que, después de modelar el cuerpo del hombre con polvo del suelo, "insufló en sus narices un aliento de vida" (Gn 2, 7). Cristo resucitado comunica otro soplo de vida, "el Espíritu Santo". La redención es una nueva creación, obra divina en la que la Iglesia está llamada a colaborar mediante el ministerio de la reconciliación. 4. El apóstol san Pablo no nos ofrece un relato directo de la efusión del Espíritu, pero cita sus frutos con tal intensidad que se podría hablar de un Pentecostés paulino, también presentado en una perspectiva trinitaria. Según dos pasajes paralelos de las cartas a los Gálatas y a los Romanos, el Espíritu es el don del Padre, que nos transforma en hijos adoptivos, haciéndonos partícipes de la vida misma de la familia divina. Por eso afirma san Pablo: "No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si somos hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo" (Rm 8, 15-17; cf. Ga 4, 6-7). Con el Espíritu Santo en el corazón podemos dirigirnos a Dios con el nombre familiar abbá, que Jesús mismo usaba con respecto a su Padre celestial (cf. Mc 14, 36). Como él, debemos caminar según el Espíritu en la libertad interior profunda: "El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5, 22-23). Concluyamos esta contemplación de la Trinidad en Pentecostés con una invocación de la liturgia de Oriente: "Venid, pueblos, adoremos a la Divinidad en tres personas: el Padre, en el Hijo, con el Espíritu Santo. Porque el Padre, desde toda la eternidad, engendra un Hijo coeterno que reina con él, y el Espíritu Santo está en el Padre, es glorificado con el Hijo, potencia única, sustancia única, divinidad única... ¡Gloria a ti, Trinidad santa!" (Vísperas de Pentecostés). ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 34
  • 35. (11) La gloria de la Trinidad en el hombre vivo Miércoles 7 de junio 2000 1. En este Año jubilar nuestra catequesis trata de buen grado sobre el tema de la glorificación de la Trinidad. Después de haber contemplado la gloria de las tres divinas personas en la creación, en la historia, en el misterio de Cristo, nuestra mirada se dirige ahora al hombre, para descubrir en él los rayos luminosos de la acción de Dios. "Él tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre" (Jb 12, 10). Esta sugestiva declaración de Job revela el vínculo radical que une a los seres humanos con "el Señor que ama la vida" (Sb 11, 26). La criatura racional lleva inscrita en su ser una íntima relación con el Creador, un vínculo profundo, constituido ante todo por el don de la vida. Don que es concedido por la Trinidad misma e implica dos dimensiones principales, como trataremos ahora de ilustrar a la luz de la palabra de Dios. 2. La primera dimensión fundamental de la vida que se nos concede es la física e histórica, el "alma" (nefesh) y el "espíritu" (ruah), a los que se refería Job. El Padre entra en escena como fuente de este don en los mismos inicios de la creación, cuando proclama solemnemente: "Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza (...). Creó Dios al ser humano a imagen suya; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó" (Gn 1, 26-27). Con el Catecismo de la Iglesia católica podemos sacar esta consecuencia: "La imagen divina está presente en todo hombre. Resplandece en la comunión de las personas, a semejanza de la unión de las personas divinas entre sí" (n. 1702). En la misma comunión de amor y en la capacidad generadora de las parejas humanas brilla un reflejo del Creador. El hombre y la mujer en el matrimonio prosiguen la obra creadora de Dios, participan en su paternidad suprema, en el misterio que san Pablo nos invita a contemplar cuando exclama: "Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está presente en todos" (Ef 4, 6). La presencia eficaz de Dios, al que el cristiano invoca como Padre, se manifiesta ya en los inicios de la vida de todo hombre, y se extiende luego sobre todos sus días. Lo atestigua una estrofa muy hermosa del Salmo 139: "Tú has creado mis entrañas; me has tejido en el seno materno. (...) Conocías hasta el fondo de mi alma, no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando y entretejiendo en lo profundo de la tierra. Mi embrión (golmi) tus ojos lo veían; en tu libro estaban inscritos todos mis días, antes que llegase el primero" (Sal 139, 13. 15-16). 3. En el momento en que llegamos a la existencia, además del Padre, también está presente el Hijo, que asumió nuestra misma carne (cf. Jn 1, 14) hasta el punto de que pudo ser tocado por nuestras manos, ser escuchado con nuestros oídos, ser visto y contemplado por nuestros ojos (cf. 1 Jn 1, 1). En efecto, san Pablo nos recuerda que "no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos nosotros; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual existimos nosotros" (1 Co 8, 6). Asimismo, toda criatura viva está encomendada también al soplo del Espíritu de Dios, como canta el Salmista: "Envías tu Espíritu y los creas" (Sal 104, 30). A la luz del Nuevo Testamento es posible leer en estas palabras un anuncio de la tercera Persona de la santísima Trinidad. Así pues, en el origen de nuestra vida se halla una intervención trinitaria de amor y bendición. 4. Como he insinuado, existe otra dimensión en la vida que Dios da a la criatura humana. La podemos expresar mediante tres categorías teológicas neotestamentarias. Ante todo, tenemos la zoê aiônios, es decir, la "vida eterna", celebrada por san Juan (cf. Jn 3, 15-16; 17, 2-3) y que se debe ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 35
  • 36. entender como participación en la "vida divina". Luego, está la paulina kainé ktisis, la "nueva criatura" (cf. 2 Co 5, 17; Ga 6, 15), producida por el Espíritu, que irrumpe en la criatura humana transfigurándola y comunicándole una "vida nueva" (cf. Rm 6, 4; Col 3, 9-10; Ef 4, 22-24). Es la vida pascual: "Del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (1 Co 15, 22). Y tenemos, por último, la vida de los hijos de Dios, la hyiothesía (cf. Rm 8, 15; Ga 4, 5), que expresa nuestra comunión de amor con el Padre, siguiendo a Cristo, con la fuerza del Espíritu Santo: "La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero" (Ga 4, 6-7). 5. Esta vida trascendente, infundida en nosotros por gracia, nos abre al futuro, más allá del límite de nuestra caducidad propia de criaturas. Es lo que san Pablo afirma en la carta a los Romanos, recordando una vez más que la Trinidad es fuente de esta vida pascual: "Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos (es decir, el Padre) habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros" (Rm 8, 11). "Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo (...) (cf. 1 Jn 3, 1-2). Así alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor. A la luz de esta verdad, san Ireneo precisa y completa su exaltación del hombre: "el hombre que vive" es "gloria de Dios", pero "la vida del hombre consiste en la visión de Dios" (cf. san Ireneo, Adversus haereses IV, 20, 7)" (Evangelium vitae, 38). Concluyamos nuestra reflexión con la oración que eleva un sabio del Antiguo Testamento al Dios vivo y amante de la vida: "Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho. Y ¿cómo habría permanecido algo si no hubieses querido? ¿Cómo se habría conservado lo que no hubieses llamado? Mas tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor que amas la vida, pues tu espíritu incorruptible está en todas ellas" (Sb 11, 24 12, 1). ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 36
  • 37. (12) La gloria de la Trinidad en la vida de la Iglesia Miércoles 14 de junio 2000 1. La Iglesia en su peregrinación hacia la plena comunión de amor con Dios se presenta como un "pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo". Esta estupenda definición de san Cipriano (De Orat. Dom., 23; cf. Lumen gentium, 4) nos introduce en el misterio de la Iglesia, convertida en comunidad de salvación por la presencia de Dios Trinidad. Como el antiguo pueblo de Dios, en su nuevo Éxodo está guiada por la columna de nube durante el día y por la columna de fuego durante la noche, símbolos de la constante presencia divina. En este horizonte queremos contemplar la gloria de la Trinidad, que hace a la Iglesia una, santa, católica y apostólica. 2. La Iglesia es, ante todo, una. En efecto, los bautizados están misteriosamente unidos a Cristo y forman su Cuerpo místico por la fuerza del Espíritu Santo. Como afirma el concilio Vaticano II, "el modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios, Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas" (Unitatis redintegratio, 2). Aunque en la historia esta unidad haya experimentado la prueba dolorosa de tantas divisiones, su inagotable fuente trinitaria impulsa a la Iglesia a vivir cada vez más profundamente la koinonía o comunión que resplandecía en la primera comunidad de Jerusalén (cf. Hch 2, 42; 4, 32). Desde esta perspectiva se ilumina el diálogo ecuménico, dado que todos los cristianos son conscientes del fundamento trinitario de la comunión: "La koinonía es obra de Dios y tiene un carácter marcadamente trinitario. En el bautismo se encuentra el punto de partida de la iniciación de la koinonía trinitaria por medio de la fe, a través de Cristo, en el Espíritu... Y los medios que el Espíritu ha dado para sostener la koinonía son la Palabra, el ministerio, los sacramentos y los carismas" (Perspectivas sobre la koinonía, Relación del III quinquenio, 1985-1989, del diálogo entre católicos y pentecostales, n. 31). A este respecto, el Concilio recuerda a todos los fieles que "cuanto más estrecha sea su comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu, más íntima y fácilmente podrán aumentar la fraternidad mutua" (Unitatis redintegratio, 7). 3. La Iglesia es también santa. En el lenguaje bíblico, el concepto de "santo", antes de ser expresión de la santidad moral y existencial del fiel, remite a la consagración realizada por Dios a través de la elección y la gracia ofrecida a su pueblo. Así pues, es la presencia divina la que "consagra en la verdad" a la comunidad de los creyentes (cf. Jn 17, 17. 19). Y la liturgia, que es la epifanía de la consagración del pueblo de Dios, constituye el signo más elevado de esa presencia. En ella se realiza la presencia eucarística del cuerpo y la sangre del Señor, pero también "nuestra eucaristía, es decir, nuestro agradecimiento, nuestra alabanza por habernos redimido con su muerte y hecho partícipes de su vida inmortal mediante su resurrección. Tal culto, tributado así a la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, acompaña y se enraiza ante todo en la celebración de la liturgia eucarística. Pero debe asimismo llenar nuestros templos" y la vida de la Iglesia (Dominicae Coenae, 3). Y precisamente "al unirnos en mutua caridad y en la misma alabanza a la santísima Trinidad, estamos respondiendo a la íntima vocación de la Iglesia y tomando parte en la liturgia de la gloria perfecta degustada anticipadamente" (Lumen gentium, 51). 4. La Iglesia es católica, enviada para anunciar a Cristo al mundo entero con la esperanza de que todos los príncipes de los pueblos se reúnan con el pueblo del Dios de Abraham (cf. Sal 47, 10; Mt 28, 19). Como afirma el concilio Vaticano II, "la Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 37
  • 38. plan de Dios Padre. Este designio dimana del "amor fontal" o caridad de Dios Padre, que, siendo principio sin principio, del que es engendrado el Hijo y del que procede el Espíritu Santo por el Hijo, creándonos libremente por su benignidad excesiva y misericordiosa y llamándonos, además, por pura gracia a participar con él en la vida y la gloria, difundió con liberalidad y no deja de difundir la bondad divina, de modo que el que es Creador de todas las cosas se hace por fin "todo en todas las cosas" (1 Co 15, 28), procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad" (Ad gentes, 2). 5. La Iglesia, por último, es apostólica. Según el mandato de Cristo, los Apóstoles deben ir a enseñar a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que él ha mandado (cf. Mt 28, 19-20). Esta misión se extiende a toda la Iglesia, que, a través de la Palabra, hecha viva, luminosa y eficaz por el Espíritu Santo y por los sacramentos, "se cumple el designio de Dios, al que Cristo amorosa y obedientemente sirvió, para gloria del Padre, que lo envió a fin de que todo el género humano forme un único pueblo de Dios, se una en un único cuerpo de Cristo y se edifique en un único templo del Espíritu Santo" (Ad gentes, 7). La Iglesia una, santa, católica y apostólica es pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo. Estas tres imágenes bíblicas señalan de modo luminoso la dimensión trinitaria de la Iglesia. En esta dimensión se encuentran todos los discípulos de Cristo, llamados a vivirla de modo cada vez más profundo y con una comunión cada vez más viva. El mismo ecumenismo tiene en la referencia trinitaria su sólido fundamento, dado que el Espíritu "une a los fieles con Cristo, mediador de todo don de salvación, y les da, a través de él, acceso al Padre, que en el mismo Espíritu pueden llamar "Abbá, Padre"" (Comisión conjunta católicos y evangélicos luteranos, Iglesia y justificación, n. 64). Así pues, en la Iglesia encontramos una grandiosa epifanía de la gloria trinitaria. Por tanto, recojamos la invitación que nos dirige san Ambrosio: "Levántate, tú que antes estabas acostado, para dormir... Levántate y ven de prisa a la Iglesia: aquí está el Padre, aquí está el Hijo, aquí está el Espíritu Santo" (In Lucam, VII). ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 38
  • 39. (13) La gloria de la Trinidad en la Jerusalén celestial Miércoles 28 de junio 2000 1. "Mientras la Iglesia peregrina en este mundo lejos de su Señor, se considera como desterrada, de manera que busca y medita gustosamente las cosas de arriba. Allí está sentado Cristo a la derecha de Dios; allí está escondida la vida de la Iglesia junto con Cristo en Dios hasta que se manifieste llena de gloria en compañía de su Esposo" (Lumen gentium, 6). Estas palabras del concilio Vaticano II señalan el itinerario de la Iglesia, que sabe que no tiene "aquí ciudad permanente", sino que "anda buscando la del futuro" (Hb 13, 14), la Jerusalén celestial, "la ciudad del Dios vivo" (Hb 12, 22). 2. Una vez que hayamos llegado a la meta última de la historia, como anuncia san Pablo, no veremos ya "en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. (...) Entonces conoceré como soy conocido" (1 Co 13, 12). Y san Juan repite que "cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2). Así pues, más allá de la frontera de la historia, nos espera la epifanía luminosa y plena de la Trinidad. En la nueva creación Dios nos regalará la comunión perfecta e íntima con él, que el cuarto evangelio llama "la vida eterna", fuente de un "conocimiento" que en el lenguaje bíblico es comunión de amor. "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17, 3). 3. La resurrección de Cristo inaugura este horizonte de luz que ya el primer Testamento canta como reino de paz y alegría, en el que "el Señor eliminará a la muerte definitivamente y enjugará las lágrimas de todos los rostros" (Is 25, 8). Entonces, finalmente, "la misericordia y la fidelidad se encontrarán, la justicia y la paz se besarán" (Sal 85, 11). Pero son sobre todo las últimas páginas de la Biblia, es decir, la gloriosa visión conclusiva del Apocalipsis, las que nos revelan la ciudad que es meta última de nuestra peregrinación, la Jerusalén celestial. Allí encontraremos ante todo al Padre, "el alfa y la omega, el principio y el fin" de toda la creación (Ap 21, 6). Él se manifestará plenamente como el Emmanuel, el Dios que mora con la humanidad, eliminando las lágrimas y el luto y renovando todas las cosas (cf. Ap 21, 3-5). Pero en el centro de esa ciudad se alzará también el Cordero, Cristo, al que la Iglesia está unida con un vínculo nupcial. De él recibe la luz de la gloria, con él está íntimamente unida, ya no mediante un templo, sino de modo directo y total (cf. Ap 21, 9. 22. 23). Hacia esa ciudad nos impulsa el Espíritu Santo. Es él quien sostiene el diálogo de amor de los elegidos con Cristo: "El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!" (Ap, 22, 17). 4. Hacia esa plena manifestación de la gloria de la Trinidad se dirige nuestra mirada, rebasando los límites de nuestra condición humana, superando el peso de nuestra miseria y de la culpabilidad que penetran nuestra existencia terrena. Para ese encuentro imploramos diariamente la gracia de una continua purificación, conscientes de que en la Jerusalén celestial "no entrará nada impuro, ni los que cometen abominación y mentira, sino solamente los inscritos en el libro de la vida del Cordero" (Ap 21, 27). Como enseña el concilio Vaticano II, la liturgia que celebramos durante nuestra vida es casi un "pregustar" esa luz, esa contemplación, ese amor perfecto: "En la liturgia terrena pregustamos y participamos en la liturgia celeste que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la que nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero" (Sacrosanctum Concilium, 8). ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ 39