1. Título: PÍO BAROJA “Adolescencia II”
Pío Baroja
Mi abuela, doña Tadea y mi madre, muchas veces las tres con las agujas de
hacer media en la mano, se ponían en invierno alrededor del brasero a hacer calceta y a
charlar. Yo, cansado de corretear por las calles, me dormía con las conversaciones.
Pasamos en Pamplona algunos inviernos muy fríos. En uno de ellos llegó la temperatura a
diecinueve grados bajo cero, y veníamos que una copa de vino puesta en el balcón se helaba
en cristales morados. En el interior, el agua de las herradas, en la cocina, se quedaba con
bloques de hielo. Yo no he conocido otro invierno tan frío, excepto el de París, antes de
comenzar la guerra actual, en donde bajó la temperatura cerca de veinte grados bajo cero.
En Pamplona, cada cual hacía su vida.
Mi padre dibujaba planos de las minas, fumando y cantando arias y cosas de óperas
italianas: de la Favorita, Lucía, Trovador, Norma y de otras de Méyerbeer.
Tenía un despacho grande, con estantes sin pintar, con una gran ventana al patio, y allí,
muestras minerales de toda la provincia.
Con mucha frecuencia salía a hacer demarcaciones mineras por los campos, y estaba una
semana o más tiempo trabajando.
Mi madre se cuidaba de nosotros y de la casa; mi abuela tenía la preocupación del suelo
encerado, y se había hecho muy amiga de doña Tadea.
Esta doña Tadea, viuda, tenía un hijo, llamado Deogracias Arteta, pintor de cosas de iglesia,
amanerado y mediocre como artista; bohemio, que había vivido largo tiempo en Roma, que
tenía muchas condiciones para la música y cantaba y tocaba la guitarra muy bien.
He conocido bastantes pintores a los que les pasaba lo mismo; entre ellos, un valenciano
llamado Eugenio Vivó, muy mediano como pintor, pero con un oído y unas condiciones
musicales nativas verdaderamente sorprendentes.
Era un hombre que iba una noche al teatro a oír una ópera o una zarzuela desconocida y
salía cantando los principales motivos de la obra casi con exactitud.
En cambio, un condiscípulo mío, llamado Carlos Venero, inteligente en muchas cosas, se
ponía a cantar la Marcha Real o la Marsellesa y no se sabía, al oírle, lo que tarareaba.
Con Deogracias Arteta aprendimos a cantar canciones de zarzuelas antiguas: de Marina, del
Dominó azul y de Jugar con fuego. Y si no nos lucíamos, por los menos nos dedicábamos a
entonar aquello de "Cuando en las alas del deseo...", "A beber, a beber y apurar..." o "Es el
amor espada de doble filo...".
2. También cantábamos zortzicos, de los cuales conocíamos muchos.
Mi padre nos puso un profesor de solfeo, un joven de San Sebastián, estudiante de cura en
el seminario, llamado Esnal. A mí el estudio del solfeo me aburría profundamente.
- Este pequeño -decía, por mí, el maestro de música- no pone ninguna atención en las
explicaciones.
En esta época de la vida en Pamplona había entre los chicos, los más cultos, entusiasmo por
dos novelas: una de ellas el Robinsón, y la otra, La isla misteriosa.
La isla misteriosa gustaba más que el Robinsón, sin comprender, naturalmente, que uno de
estos libros es una invención genial, y el otro no es más que una imitación, lo que los
franceses llaman un "pastiche", de varias obras anteriores.
Uno de los amigos con quien solía yo divagar sobre estas novelas era un chico enfermizo,
llamado Eusebio Setoaín, nacido en Burguete. Soñábamos con islas desiertas, con hacer
pilas eléctricas, como el ingeniero Ciro Smith, y como no estábamos muy seguros de
encontrar una Casa de Granito, dibujábamos planos y croquis de las casas que
construiríamos en los países lejanos y salvajes.
Las dos variantes del sueño eran: la casa entre la nieve, con las aventuras subsiguientes y
ataques nocturnos de osos, lobos y otros animales feroces, y el viaje por mar con viejos
marineros con anillos en las orejas y tipo de piratas.
En aquella época de la adolescencia, cada año me daba la impresión de un período larguísimo
y de una vida nueva. Me parecía siempre que el volver al Instituto iba a ser para mí
agradable y que las nuevas asignaturas me gustarían, cosa que no me sucedió nunca.
A pesar de no haberlo previsto, me entusiasmé cuando tenía trece o catorce años con una
chica de la vecindad, Milagritos, una muñequita rubia con unos rizos y unos tirabuzones
dorados, a la que encontraba en la escalera y saludaba confuso mientras ella me contestaba
riendo.
Milagritos tenía doce o trece años, y solía mirarme en el paseo muy burlonamente. Una
amiguita suya me preguntó por qué no me atrevía a acompañarlas en el paseo de Valencia;
pero, aunque lo deseaba con fervor, no me decidía.
En esta época de estudiante de Bachillerato tenía yo, como he dicho, poco dinero.
A los cuatro o cinco años de estancia, dejé Pamplona. No llegué a tener esas amistades
comenzadas de niño, creadas lentamente, y que, a veces, pueden resistir las diferencias de
temperamento y de ideas que se manifiestan después con la edad. Al cambiar del sitio
donde se vive, sobre todo en la infancia, se cambia también de amigos. Todo ello, con los
años, va empujando al aislamiento y se tiende a sentirse entre la gente un solitario, si no
como un verdadero Robinsón en una isla desierta, como un falso Robinsón en el árbol del
Cuco.