Aimee necesita la ayuda de Jed, el padre de su hijo Toby, ya que Toby está enfermo. Aimee contactó a Jed después de 5 años sin verse porque Toby necesita un trasplante de médula ósea y Jed podría ser compatible. Aimee le cuenta a Jed sobre la enfermedad de Toby y le pide su ayuda, a pesar de su doloroso pasado juntos.
2. Podía ser el padre que su hijo necesitaba... y el marido que ella
merecía.
Aimee, empresaria de éxito y madre soltera, tenía todo lo que
deseaba y lo que más quería era a su pequeño Toby. Pero
ahora el niño estaba enfermo y ella necesitaba a la única
persona que había creído que no volvería a ver: el padre de
Toby, Jed.
Al abandonar a Aimee cinco años atrás, Jed había creído estar
haciendo lo que debía. No había sospechado que ella estaba
embarazada ni había imaginado el daño que le haría al
marcharse. Ahora había encontrado a su familia e iba a
luchar para recuperar el tiempo perdido.
4. Capítulo 1
A Aimee Payet le encantaba el chocolate; saborear su textura
cuando se deshacía en la boca, beberse su deliciosa dulzura y amasar
los pegajosos pedacitos de gloria con sus dedos ágiles cuando
elaboraba otra obra maestra para Pastelería Payet, el negocio que
regentaba con éxito desde la muerte de sus padres, dos años atrás.
Ese día, sin embargo, ni siquiera el chocolate podía aliviar esa
profunda sensación de fatalidad que se cernía sobre ella como una
nube tormentosa a punto de descargar.
Miró el reloj, tal y como llevaba haciéndolo cada cinco minutos
en la última hora, con el estómago cada vez más encogido a medida
que se iba aproximando la hora del cierre.
Jed le había dejado un mensaje diciéndole que estaría allí a las
seis; y si no había cambiado, estaría allí en punto.
Y el mundo se derrumbaría a su alrededor.
–¿Aimee?
En cuanto pronunció su nombre los últimos cinco años se
desvanecieron, y su voz le hizo sentir una familiaridad que le robó el
aliento.
No debía ser así. Había superado sus sentimientos, había
continuado con su vida y había formado un hogar para ella y su hijo.
Una vida que no incluía a Jed Sanderson, su primer amor, su amor del
pasado. Una vida donde no lo había necesitado... Hasta ese momento.
Esbozó una sonrisa superficial mientras por dentro sentía un
miedo horrible por lo que tenía que decirle.
–Hola, Jed. Gracias por venir.
Las palabras le salieron en tono débil, como si las oyera a través
de la espesa niebla que a veces llegaba de la Bahía de Port Phillip y
cubría Melbourne con su densidad verdosa.
–¿Estás bien? –le preguntó él.
No. Quería gritar que nada iba bien, y que después de que le
dijera la verdad nada volvería a ir bien nunca.
Aimee vio la preocupación reflejada en sus ojos color ámbar; el
color del caramelo caliente. Unos ojos que la habían cautivado desde
que los había visto, años atrás.
Ojos que pronto se llenarían de dolor y rabia cuando le hablara
de Toby. Y de lo que quería para él.
5. –Bueno, no estoy en mi mejor momento –reconoció finalmente
ella mientras bajaba la vista para inspeccionarse las uñas, que se
había comido hasta la cutícula gracias a la horrible noticia que le
habían dado sobre Toby hacía un par de días.
–¿Por qué no te sientas y te saco algo de beber?
Al momento siguiente él había dado la vuelta al mostrador, le
había agarrado del brazo y la conducía a una mesa de un rincón.
–No lo entiendes... –empezó a decir ella mientras se apartaba un
poco de él y se mordía el labio de abajo para no echarse a llorar–.
Necesito cerrar antes de ponernos a hablar.
–Deja que lo haga yo.
Fue a la puerta, le dio la vuelta al cartel tras el cristal y echó el
cerrojo. El suave chasquido del metal resonó en su cabeza mientras
se daba cuenta de pronto de su situación: estaba encerrada en la
tienda con Jed, el hombre que le había roto el corazón; la persona a la
que no había querido volver a ver mientras viviera. El padre de su hijo.
La gente pasaba por delante de los escaparates que iban del
suelo al techo en su tienda de Acland Street, la calle más transitada de
St. Kilda a cualquier hora del día o de la noche. Aimee los miró con
rabia, deseando poder ser como ellos, sin ninguna preocupación en el
mundo. Jed había sido parte de su pasado, y de pronto, gracias a la
crueldad del destino, podría convertirse de nuevo en parte de su
presente .
–Me ha sorprendido mucho saber de ti después de tanto tiempo
–dijo él mientras se apoyaba contra la barra, tan apuesto con su traje
de raya diplomática de diseño y su cabello rizado a la altura del cuello
de la camisa, tal y como lo había llevado siempre–. Una carta urgente
me pareció un tanto formal. Siendo tan urgente, podrías haber
llamado.
No, imposible. El no derrumbarse después de la cita del doctor
había sido ya bastante difícil sin tener que escuchar después la voz de
Jed, una voz que la habría juzgado y censurado al decirle la verdad;
una verdad que lo haría derrumbarse.
–No, necesitaba verte. Esto no se puede decir por teléfono.
–Me tienes intrigado.
Él sonrió, un gesto sencillo que le iluminó los ojos con calidez.
Similar a lo que había sentido cuando él la había agarrado del brazo
para conducirla hasta la mesa, momento en que le había trasmitido
una sensación de seguridad que ella no había sentido desde que
había abrazado a su padre por última vez.
6. Pensó en sus padres y deseó que estuvieran allí. Toby y ella los
necesitaban tanto…
Cuántas veces había elevado aquella oración silenciosa desde
que sus padres habían fallecido inesperadamente en una tormenta.
Demasiadas veces como para contarlas y, de nuevo, llegaba sin ser
anunciada.
Si sus padres hubieran estado vivos, no estaría a punto de
mantener esa conversación con un hombre a quien no había querido
volver a ver. Podrían haber sido donantes, tras las pruebas
pertinentes, y habría habido bastantes posibilidades de que uno de
ellos pudiera haber sido compatible y que todo hubiera ido bien.
En lugar de eso había tenido que contactar con Jed por pura
desesperación y, aunque finalmente estaba allí, ella no tenía ni idea de
si acabaría ayudándola. En una época, había creído conocerlo a la
perfección.
Sin embargo, se había equivocado.
–Antes de que te desmayes, ¿quieres que te traiga un café?
Entonces me podrás contar eso que te tiene tan preocupada.
Ella negó con la cabeza, pensando en lo extraño que se le hacía
que Jed estuviera sirviéndole en su propio local.
–Si alguien necesita un golpe de cafeína, eres tú –dijo él
mientras la miraba de arriba abajo con expresión astuta, como si
pensara que fuera a desmayarse de un momento a otro.
–Me vendría bien –respondió ella, demasiado cansada como
para resistirse, demasiado preocupada como para discutir.
Además, él tenía razón. Necesitaba algo que le tonificara el
cerebro, que se le había quedado parcialmente obstruido desde que el
médico le había dado la terrible noticia.
–¿Te importa si me tomo uno? A mí tampoco me vendría mal.
–¡Pues claro! Adelante. Lo siento, tengo la cabeza en otro sitio.
–No te disculpes. Con leche, ¿verdad?
Ella asintió, y lo observó mientras manejaba la cafetera como un
profesional. Vestido así, lo imaginaba con su ejército de subordinados
sirviéndole cualquier tipo de café que él pidiera a cualquier hora del
día.
Y sin embargo allí estaba él, aparentemente a gusto detrás del
mostrador de Pastelería Payet. La palabra «irreal» no empezaba a
describir aquel extraño encuentro que estaba a punto de ir a peor. A
mucho peor.
–Toma el pastel que te apetezca.
7. Aimee sabía que debería haberse levantado, pero de pronto era
consciente de que el letargo que sentía desde hacía unos días parecía
haberse cebado en ella cuando finalmente se había sentado.
Pararse no era bueno. Estar ocupado era la clave; la clave para
no derrumbarse. Se trataba de no pensar en el pasado, ni en el futuro.
Así era como había sobrevivido durante los últimos días, así había
luchado para olvidarse de Jed y criar a su pequeño Toby, y así era
como siempre había sido la fuerte de la familia.
Una familia que había sido diezmada por la tragedia, una familia
que en ese momento eran sólo Toby y ella. Y Jed, si los ayudaba.
Sin embargo, en ese momento, por muy fuerte que tratara de
ser, le gustaba que para variar alguien se hiciera cargo, aunque ese
alguien fuera el último hombre del mundo a quien se habría acercado
si hubiera podido elegir.
–Gracias, pero estoy un poco a dieta.
Se dio unas palmadas en el estómago después de dejar dos
humeantes tazas de café y sonrió. Y por primera vez después de
recibir el diagnóstico de Toby, Aimee también sonrió.
Su leve sonrisa le resultó extraña a su ser, como cuando había
estirado los músculos durante la primera sesión de Pilates que había
hecho en su vida; y sin embargo sintió que respondía. ¿Quién habría
imaginado que Jed le haría sonreír de nuevo después de lo que
habían pasado, de lo que se habían dicho el uno al otro al final?
Pero su sonrisa se desvaneció como había llegado. ¿En qué
había estado pensando? Toby se estaba muriendo y ella estaba
perdiendo el tiempo sonriéndole a Jed. Necesitaba continuar con lo
que quería decirle, que era convencerlo para que la ayudara. Su
momentáneo lapso tenía que deberse a la ansiedad, una reacción
puramente nerviosa a una situación que amenazaba la vida de su hijo
y al papel que Jed haría. Al menos eso esperaba ella.
–¿Lista para hablar?
Ella asintió y dio un sorbo de café, que le quemó la lengua. Bien,
tal vez así se le quitarían las ganas de echarse a llorar sobre su
hombro.
–Sea lo que sea, debe de ser algo horrible para que te hayas
decidido a llamarme después de tanto tiempo.
Ella lo miró por encima del borde de la taza. Unas pocas canas
en su cabello negro y las finas arrugas que surgían del borde de los
ojos añadían seriedad a la cara de chiquillo que un día había amado.
Aunque había salido con chicos en la universidad, nada más
8. poner el pie en Dunk Island y entrar en el restaurante donde le darían
su primer trabajo desde que se había diplomado en pastelería
francesa, se había enamorado de Jed. Enamorada de la cabeza a los
pies.
Su unión había sido mágica antes de que sus sueños se
hubieran desvanecido.
Dejó de pensar en los inútiles recuerdos y se dirigió a él.
–Necesito tu ayuda.
Tenía que decirlo del modo más sencillo y breve posible, del
modo más directo, exponerle los hechos y apelar a su bondad; aquella
bondad de la que le sabía poseedor a pesar del modo en que la había
rechazado años atrás.
–¿Con qué? –hizo una pausa y la miró con aquella mirada
profunda que tan sólo él sabía hacer al tiempo que su confiada sonrisa
le causaba más nerviosismo–. Ya sabes que soy una persona a quien
le gusta apoyar a los demás.
–Sí, claro... ¿Como por ejemplo el apoyo que me prestaste
cuando terminamos nuestra relación?
¿De dónde había salido aquello? ¿Por qué su tono era tan
acusador, tan rabioso, como si todavía le importara?
Él bajó la mirada instantáneamente, bloqueando la afectividad,
poniéndole límites como siempre hacía cuando no quería responderle.
–Querías algo que yo no podía darte en ese momento.
–¿Que no podías o que no querías?
–Qué más da –dijo con la misma expresión obstinada que había
utilizado siempre, y que despertó el mismo rencor que llevaba
alimentando todos esos años.
–¿Qué más da? Supongo que ésa sería tu opinión.
Él negó con la cabeza al tiempo que adoptaba una expresión
tensa.
–¿Para esto me has arrastrado hasta Melbourne? ¿Para
apalearme por algo que ocurrió hace más de cinco años? ¿Que
terminó hace cinco años?
–No, hay algo más.
De pronto ella se desinfló, molesta de haber permitido que él la
afectara tanto. Lo que había ocurrido entre ellos había terminado hacía
mucho tiempo. Lo había superado y había continuado con su vida.
¿Para qué remover el pasado sabiendo que sólo sería en detrimento
suyo? Necesitaba llevárselo a su terreno, no enfrentarlo a ella.
–Dímelo.
9. Ella tragó saliva y levantó los ojos hacia él.
–Mi hijo está enfermo –le soltó, tratando de ahogar las lágrimas
por la injusticia.
¿Por qué no se había puesto ella enferma? Ella era fuerte;
podría soportarlo. Había soportado perder a Jed, o a sus padres. Ella
era dura, lo había soportado. Pero Toby... El niño tenía toda la vida por
delante. Su precioso niño acababa de cumplir cinco años, pronto
empezaría a ir al colegio, se había metido en un programa de
atletismo y tenía una alegría de vivir que la mayor parte de los días la
ayudaba a sonreír y a olvidarse un rato de los problemas.
Pero cuando se había vuelto letárgico, pálido y le habían
empezado a salir moretones inesperadamente en los brazos largos y
delgados, ella se había dado cuenta de que le pasaba algo. Una visita
al médico y unos cuantos análisis le habían confirmado que sufría una
leucemia linfoblástica aguda. El tipo de enfermedad que mataba, la
clase de enfermedad que su precioso e intrépido muchacho no tenía
derecho a contraer.
–¿Tienes un hijo?
Él arqueó una ceja, dotando su expresión de una comicidad que
no encajaba en absoluto con la situación.
Era también su hijo. Debía decírselo inmediatamente, pero en
lugar de eso dio un sorbo de café posponiendo lo inevitable durante
unos minutos más mientras trataba de calmarse.
¿Cómo decírselo? ¿Directamente, o poco a poco? Había
ensayado aquella conversación más de cien veces desde que él había
respondido a aquella oración silente. Sin embargo, en ese momento
no era capaz de hablar.
–Es un niño encantador.
Alto como él, y con los ojos grandes, del mismo color caramelo
que los suyos.
–Acaban de diagnosticarle una leucemia.
Hizo un gesto vago con la mano, preguntándose si lo habría
pillado.
Por la expresión compasiva de su rostro, parecía que sí.
–Lo siento. Será horrible para ti.
Él estiró su brazo como para agarrarle la mano; pero Aimee se
retiró como un conejo asustado, volviendo a sentir hacia él la misma
desazón de siempre. Si verlo de nuevo tenía un efecto tan fuerte sobre
ella, acabaría derrumbándose si a él se le ocurría tocarla para
consolarla.
10. Él no dijo ni una sola palabra, aunque Aimee vio la sorpresa
reflejada en sus ojos, y sintió pesar por lo mucho que se habían
distanciado. Habían sido una pareja invencible, la pareja que había
provocado náuseas a todo el mundo por su romanticismo continuo; la
pareja que no podía dejar de besarse y acariciarse continuamente. La
pareja eterna.
Pero, tal y como ella había averiguado del modo más duro, nada
duraba para siempre.
Aspiró hondo y se lanzó por un camino sin retorno.
–Toby necesita un trasplante de médula y yo no soy compatible.
–¡Córcholis! –se pasó la mano por el cabello negro y de punta–.
¿Necesitas mi ayuda? ¿Es por dinero? ¿Necesitas empezar a buscar
un donante? ¿Recaudar fondos? Puedo conseguir que la cadena de
televisión ayude. Puedo...
–Necesito que tú te hagas la prueba.
Ya estaba, lo había dicho por fin, aunque hubiera sido con una
especie de grito estrangulado y que Jed tuviera que echarse hacia
delante para oírla bien.
–¿Yo? Pero yo no soy familiar suyo... –su voz se fue apagando,
como si de pronto empezara a vislumbrar lo que ella quería decirle–.
¿Cuántos años tiene Toby?
–Cinco.
Ella alzó la cabeza y lo miró a los ojos; no estaba avergonzada
de la elección que había hecho.
Si ya entonces Jed no había querido casarse con ella, ¿cómo
habría podido llevar la paternidad? Los padres eran personas en las
que se podía confiar, estables, como el padre sorprendente que
siempre la había apoyado en todo; no los hombres que no podían ser
lo bastante sinceros con sus novias como para comprometerse para
toda la vida.
Lo mirara como lo mirara, había hecho lo correcto ocultándole la
verdad a Jed cuando se había enterado de que estaba embarazada.
Él había continuado con su vida, y ella había hecho lo mismo. Él se
había convertido en el presentador más sexy de Australia; ella tenía
una profesión de éxito, un negocio floreciente y un hijo que no
cambiaría por nada del mundo. Toby era feliz. Ella era feliz. Y
entonces Dios había ido a arrebatarles toda aquella felicidad.
–Cinco –repitió él en tono monótono, como si no entendiera–.
Pero eso quiere decir...
–Es tuyo.
11. Ella se dejó caer sobre el respaldo y se abrazó el estómago
como si quisiera protegerse, al tiempo que un sinfín de emociones se
debatían en el rostro de Jed.
–¿Cómo?
–Toby es tu hijo –repitió ella, momentos antes de romper a llorar.
Desde que había visto a Jed había tenido ganas de llorar.
–Mi hijo... –pronunció Jed en voz baja, como si quisiera probar el
sonido de las palabras, antes de que la ira que ella había estado
esperando surgiera a la superficie con explosión fiera–. ¿Mi hijo?
¿Pero qué demonios está pasando aquí?
12. Capítulo 2
Jed observó a Aimee, sin apartar la mirada de su rostro ni un
segundo. En cualquier momento le gritaría algo como «te lo has
tragado» y se echaría a reír, con aquella risa burbujeante que tanto le
había gustado años atrás; la risa que había ahuyentado todos sus
problemas. Claro que entonces había tenido muy pocos.
–Mira, sé que es una enorme sorpresa, un susto... Y créeme, no
te habría implicado si no estuviera desesperada, pero...
–¡Basta! Un momento.
Se puso de pie tan deprisa que la silla cayó al suelo con un
golpe seco. Jed tuvo que controlar las ganas de pegarle una patada.
No sólo la mujer que en el pasado había querido más que a su
vida acababa de anunciarle que era padre, sino que para colmo de
males le decía que era la última persona a la que habría acudido de no
haber estado desesperada.
¡Padre!
Cerró los ojos mientras la palabra se repetía en su pensamiento
como un viejo disco rayado.
¿Cómo podía ser padre cuando ni siquiera sabía serlo?
¿Cuando ello sólo acabaría en desastre?
Había intentado ser un padre para Bud; pero sólo había que ver
cómo había salido. Ni hablar. La paternidad no era para él. Algunos
hombres no estaban hechos para toda esa responsabilidad, y él era
uno de ellos.
–Jed, sé que esto es duro para ti pero por favor, intenta dejar a
un lado tus sentimientos y piensa en Toby.
Abrió los ojos y miró a la mujer que llevaba cinco años
mintiéndole, una mujer que, durante un segundo de locura después de
leer su urgente mensaje, había creído que podía sentir todavía algo
por él. Qué broma. Desgraciadamente, no le entraban ganas de reírse
en aquel escenario tan extraño.
–No te atrevas a hablarme de sentimientos, porque francamente,
no tienes ni idea.
–Estás enfadado –dijo ella mirándolo con sus ojos color avellana
de expresión comprensiva.
Él sintió ganas de dar un puñetazo a la pared más cercana. No
quería comprensión, maldita fuera. Quería respuestas, empezando por
13. saber por qué ella le había privado de la oportunidad de saber que
tenía un hijo.
–Pues claro que estoy enfadado.
Puso la silla derecha y se sentó, mientras se pasaba la mano por
la cara como para borrar los últimos minutos.
–En realidad, enfadado no es suficiente para describir lo que
siento. ¿Dios mío, cómo has podido ocultarme algo así?
Ella se puso pálida y levantó los ojos de mirada acongojada
hacia él.
–¿Habría sido distinto?
–¿Distinto para quién? ¿Para nosotros?
Su mudo asentimiento provocó que una cascada de rizos rubios
le cubriera parte de la cara; pero no antes de que él viera el brillo de
las lágrimas.
Maldición, odiaba las lágrimas. Le hacían sentirse desconsolado,
y en ese momento no quería sentir nada que no fuera rabia hacia ella.
No merecía su compasión. No merecía el intenso y casi visceral
impulso que sentía de abrazarla y consolarla.
De pronto se dio cuenta, y su furia se encendió de nuevo.
–¿Por eso empezaste a hablar de matrimonio? ¿Sabías que
estabas embarazada antes de que rompiéramos y no me lo dijiste?
–¡Por supuesto que no!
Sus mejillas se sonrosaron un poco, acentuando las motas
doradas de sus ojos; esas mismas motas que ella había visto brillando
de pasión, de emoción.
–Entonces, ¿cuándo fue? ¿Cuándo te enteraste?
Ella se llevó la mano a la boca; y el gesto que años atrás le
había parecido tan tierno, en ese momento le resultó fastidioso.
–Después de que rompiéramos. Yo ya había regresado a
Melbourne y había empezado a trabajar aquí cuando me di cuenta.
–¿De qué? ¿De que estabas a punto de dar a luz a un hijo que
no tenía padre? ¿De que habías tomado una decisión que afectaba a
los dos sin consultármelo a mí?
–Pero no te afectaba a ti. Tú no estabas. ¡Ni siquiera ibas a
estar!
Ella respiraba con agitación y tenía los ojos brillantes. Golpeó la
mesa con la mano, haciendo vibrar las tazas y los platillos.
–No tienes derecho a cuestionar mi decisión. Tuviste la
oportunidad de construir un futuro conmigo, de tener la vida que
siempre habíamos planeado juntos, pero te echaste atrás. ¡Tú! ¡No yo!
14. ¿Por qué iba a arriesgarme a que te echaras atrás también con mi
hijo?
–Nuestro hijo –la corrigió automáticamente, pestañeando con
sorpresa mientras el peso de sus acusaciones le aplastaba el corazón
como una enorme losa.
Ella tenía razón. Había dejado atrás lo mejor que le había
pasado en la vida, aunque no por elección propia. Había tenido que
apartar a Aimee de su vida para salvarla del escándalo que habría
destrozado su relación.
En aquel entonces había tomado su decisión, la única elección
que le quedaba, y sin embargo allí estaba, cuestionando lo que Aimee
había elegido hacer; haciéndole pasar un mal rato cuando en realidad
tenían cosas mucho más importantes de las que hablar, como por
ejemplo tratar de salvarle la vida al niño.
–Con esto no vamos a llegar a ningún sitio –dijo Jed mientras se
tragaba la amargura que nacía de la injusticia de todo ello–. Háblame
más de Toby.
La tensión se desvaneció, y Aimee se recostó con cansancio
sobre el respaldo de la silla mientras en su rostro se dibujaba de
nuevo aquella expresión de disgusto.
–¿Estás seguro de que estás preparado para asimilarlo?
Maldita fuera, ¿por qué clase de hombre le tenía ella? ¿Por el
hombre cobarde y débil que había sido su padre? No, él no se parecía
en absoluto a su querido padre, al hombre que le había costado el
futuro junto a la mujer que tenía delante.
–¿Qué es lo que quieres que asimile? ¿Mi paternidad? ¿El
hecho de que Toby está enfermo? ¿O que me mentiste y que jamás
podré perdonártelo?
En la mirada de Aimee se reflejó una sombra de dolor, un
destello de dolor intenso que le hizo sentirse culpable. Pero esa
culpabilidad no le duró mucho. Sus emociones eran demasiado
fuertes, demasiado intensas, demasiado destructivas como para darle
cancha a Aimee.
Ella lo veía como la última opción, como a un hombre que no
había merecido saber que tenía un hijo de no haber sido porque éste
se encontraba en una situación de vida o muerte, y la verdad le dolía
mucho y le daba ganas de contestarle mal también.
–No quiero tu perdón, quiero tu ayuda –dijo ella.
Su despecho le resultó sorprendente. Teniendo en cuenta lo
pálida y nerviosa que estaba, Jed habría imaginado que se
15. derrumbaría allí mismo.
–Eso es, estás desesperada –se burló mientras se apartaba de
la mesa y se acercaba a la ventana, odiándose a sí mismo por tratarla
así, pero incapaz de evitarlo al mismo tiempo.
Una necesidad profunda y perversa de castigarla lo abrumaba;
un deseo irrefrenable de hacerle pagar por no haberle dicho a su hijo
que tenía padre, por no confiar lo suficientemente en él.
–Lo siento –sintió la suave caricia de su mano en el brazo y se
retiró con brusquedad.
Necesitaba mantener las distancias para que no le diera por
hacer algo que resultara aún más inesperado, como por ejemplo salir
por la puerta y no volver la vista atrás jamás.
Aunque a Aimee no le resultaría tan inesperado. Sin duda ella
creería que él iba a echar a correr. Otra vez.
Miró por la ventana sin ver, fijando la vista en un niño que iba
con su padre. Muchas veces había visto una escena parecida, pero
jamás le había afectado como en ese momento. Tenía un nudo en el
estómago sólo de pensar que tenía un hijo que no sabía nada de él;
sólo de repetirse que jamás sería buen padre, que jamás haría lo que
debía hacer un padre.
Aunque Aimee no le estaba pidiendo que fuera un padre para
Toby. Ella sólo quería que se hiciera una prueba para ver si podía ser
donante para su hijo. De algún modo, eso le hizo sentirse todavía
peor.
Ignorando la tensión en el estómago, Jed se volvió hacia ella.
–Soy capaz de aguantarme la rabia. En este momento, dime lo
que necesito hacer por Toby.
Ella estudió su expresión un instante, aparentemente satisfecha
de lo que veía.
–De acuerdo. No tenemos mucho tiempo, así que me he tomado
la libertad de concertar una cita con el médico esta tarde para que te
hagan una prueba y para que le hagas todas las preguntas que
quieras.
Su presunción, el asumir que dejaría todo y la ayudaría después
de cómo habían terminado, lo fastidió más que nada.
Necesitaba más tiempo. Tiempo para adaptarse a la bomba que
acababa de lanzarle, tiempo para poder entender la realidad de lo que
significaba ser padre. Tiempo para controlar la rabia callada que le
provocaba ganas de explotar de nuevo.
Sin embargo, las palabras que ella acababa de decirle fue lo que
16. penetró aquella bruma de sentimiento:
«No tenemos mucho tiempo...»
Aimee se había acercado a él por pura desesperación en el
intento de salvar al niño, al que obviamente no le quedaba mucho
tiempo.
No podía refocilarse en su propia rabia ni rumiar sobre el engaño
de Aimee; tenía que tomar una decisión; una decisión inmediata. Y, al
igual que había hecho cinco años antes, ni se lo pensó.
–Bien, lo haré. ¿Cuándo voy a conocer al niño?
Ella desvió la mirada y miró hacia la ventana que estaba a
espaldas de él.
–Ahora es tarde; tendrá que ser mañana. Está muy cansado
todo el rato; y en el hospital las horas de visita están muy restringidas.
–¿Incluso a los padres?
–No... En realidad, los padres pueden ir a cualquier hora.
Su ligera vacilación le puso alerta. Le estaba ocultando algo.
Algo más; algo que de pronto lo golpeó como una erupción volcánica y
que le dejó una lengua de fuego que le abrasó hasta el alma.
Aimee no quería que conociera a Toby.
Si se hacía el test y no era compatible, querría que se marchara.
Que se fuera como si nada hubiera cambiado, como si su hijo no
existiera.
Pues iba lista.
–Sé que no me ves como posible padre para Toby, pero ahora
estoy aquí y me gustaría tener la oportunidad de conocer a mi hijo.
Las palabras se atropellaron en su boca, como si no pudiera
callárselas. Y justo entonces se dio cuenta. No quería callárselas, a
pesar de temer que sería un padre horrible.
Su hijo.
Aún no era capaz de comprender bien las dos palabras, y no
tenía ni idea de lo que sentía o de lo que diría cuando se enfrentara a
Toby, pero de pronto estaba muy seguro de una cosa: quería tener la
oportunidad de conocer a su hijo.
Aimee asintió con expresión de cansancio.
–¿Quieres que vayamos al hospital ahora? No está lejos.
–Vayamos.
Jed trató de inyectar algo de optimismo a su tono de voz; pero
las implicaciones de lo que acababa de descubrir no le dejaban ser
optimista.
Aimee se movía por la tienda como un autómata, apagando
17. luces, bajando persianas y encendiendo las neveras para las tartas.
Su instinto de protección le urgía a levantarse a ayudarla, pero no se
movió de la silla, percibiendo la necesidad de Aimee de llevar a cabo
acciones simples y repetitivas para poder calmarse un poco.
Si se sentía tan aturdida como él después de su confrontación,
por dentro estaría hecha un lío.
Además, no necesitaba su ayuda. Le había dejado claro que se
las había arreglado bien sola sin él durante esos cinco años, y eso se
le había atragantado, alimentando el resentimiento latente de que él la
contemplara como una especie de recurso provisional.
–¿Jed?
Él pegó un respingo, sorprendido al oír que le temblaba la voz al
acercarse a él por detrás.
–¿Sí?
–Gracias por hacer esto. Por estar aquí conmigo –lo miró con
lágrimas en los ojos, como si buscara su entendimiento–. Por estar
aquí por Toby.
Jed estaba enfadado, confuso y, sin embargo, cuando finalmente
vio cómo ella se echaba a llorar, no tuvo otra elección que abrazarla,
que acariciarle la cabeza y tratar de calmarla, mientras su rabia
variaba ligeramente y quedaba sustituida por una emoción que no
quería reconocer, una emoción que había animado sus acciones años
atrás, una emoción que sólo podía llevarle a sentir más dolor.
La culpabilidad podía ser algo horrible.
18. Capítulo 3
Jed se quedó mirando los labios del médico, observando su
movimiento, escuchando las palabras pero sin poder asimilarlas.
Leucemia linfoblástica aguda.
El diagnóstico parecía mucho peor viniendo del estirado médico
de estrecha bata blanca, y la palabra «leucemia» no dejaba de
repetirse en el pensamiento de Jed hasta que sentía ganas de salir
corriendo de la habitación, de encontrar un rincón tranquilo donde
poder agacharse y taparse las orejas.
Había sentido la misma sensación angustiosa cuando había oído
al jurado declarar a su padre culpable, y la sentencia posterior del juez
a diez años entre rejas.
–¿Está seguro? –le preguntó al médico.
Éste lo miraba con desaprobación, claramente irritado por su
atrevimiento. Jed rezó para que todo aquello fuera un error, para que
el médico se disculpara y le recetara a su hijo unos antibióticos y lo
enviara a casa.
Sin embargo, hacía tiempo que había renunciado a los rezos;
más o menos cuando su padre había ingresado en prisión, y sabía sin
lugar a dudas que su corriente plegaria al Señor era igual de inútil.
El médico negó con la cabeza, reforzando la noticia que le había
provocado un escalofrío por la espalda.
–Lo siento. Hemos hecho toda clase de pruebas y son
conclusivas. La pérdida de apetito de Toby, la fatiga continua, la
frecuencia con la que le sangra la nariz y los moretones me
preocuparon desde que Aimee lo trajo la primera vez; y ya entonces
tuve una idea bastante aproximada de lo que nos encontraríamos.
–Entiendo –dijo Jed, que no entendía nada, mientras se
cuestionaba la injusticia de un mundo donde los malos normalmente
ganaban y un niño pequeño y desconsolado tenía que enfrentarse a
una enfermedad como ésa.
–¿Cuál es el tratamiento?
Para sorpresa suya no le tembló la voz, aunque por dentro
estuviera angustiado y nervioso.
El médico continuó jugueteando con la pluma de oro que tenía
en la mano, pasándosela por encima de los dedos, y Jed sintió el
impulso repentino de acercarse y darle una palmada en la mano.
19. –Hay varios componentes en el tratamiento –dijo el médico con
una frialdad que le molestó tanto como el juego con la pluma–. El
pronóstico de Toby es bueno, ya que tiene menos de treinta mil
glóbulos blancos, y con quimioterapia y radioterapia las posibilidades
de que la enfermedad remita son muy altas.
Quimioterapia... radioterapia... remisión... Todas aquellas
palabras se repetían en su mente, abriéndose paso a través de sus
neuronas y desencadenándole un dolor de cabeza tan intenso que lo
dejó paralizado.
Toby no merecía aquello. Nadie merecía aquello. Había visto el
sufrimiento en la televisión y en los periódicos: niños de cara pálida,
con la cabeza rapada y sonrisas valientes. El corazón se le había
encogido al verlos. Parecía que también aquel hijo de cuya existencia
acababa de enterarse tendría que sufrir la misma tortura que esos
niños para poder sobrevivir.
–Por supuesto, un trasplante de médula ósea sería la mejor
esperanza para que no sufriera una recaída.
–¿Es el trasplante siempre necesario? –le preguntó Jed,
preparándose para la siguiente bomba que aquel cruel hombre dejaría
caer a sus pies.
Aunque, para ser justos, no era culpa del médico. Él estaba allí
para ayudarlos, y desde ese momento iban a confiar plenamente en
sus habilidades. Si por lo menos dejara de golpear con la punta de
aquel bolígrafo sobre la carpeta del informe...
–No siempre. Algunas personas se curan con la quimioterapia.
Sin embargo, es preferible considerar todas las posibilidades.
El médico inclinó la cabeza hacia delante y lo miró por encima de
la montura de las gafas como si quisiera que entendiera lo que le
estaba diciendo.
Maldita sea, no era justo. El diagnóstico, el hecho de que Aimee
no le hubiera hablado de Toby antes de que ocurriera aquello, o la
oportunidad de ser un padre para Toby, que le había sido arrebatada
delante de sus narices. ¡Una verdadera injusticia!
En la lástima que sentía por sí mismo, se dio cuenta de algo
más. Aimee ya había pasado por algo similar, había escuchado el
diagnóstico, el tratamiento, las posibilidades de Toby. Pero sola. Se
sintió culpable por cómo la había tratado, por no haber estado con ella,
por no haber conocido antes a su hijo y porque tal vez ya fuera
demasiado tarde para conocerlo. Necesitaba superarlo y seguir
adelante, por el bien de todos.
20. –Háblele a Jed del trasplante –le pidió Aimee al médico en tono
seco a pesar de la suavidad de su voz, y su admiración por ella
continuó ascendiendo.
El médico asintió.
–Un trasplante de médula ósea alogénico suele provenir de un
hermano donante, de un pariente o incluso de un extraño que sea
compatible. Recogemos la médula ósea del donante, que es el centro
líquido del hueso, y el receptor lo recibe a través de una inyección
intravenosa entre la hora y las cinco horas siguientes.
–¿Intravenosa? Vaya...
Jed hizo una mueca, rogando para que su hijo no tuviera la
misma fobia por las agujas que él.
–¿Cómo se lleva a cabo la recogida de la médula?
Aunque le daba la impresión de que lo sabía. La química del
instituto no le quedaba todavía tan lejos, y recordaba haber estudiado
los trasplantes de médula ósea en un trabajo de clase.
El médico golpeó la mesa con más insistencia, señal de que no
tenía tiempo para preguntas tan mundanas. A Jed le dio por pensar en
meterle la pluma en varios sitios donde una pluma no debía estar.
–Al donante le es administrada una anestesia. Entonces se
introduce una aguja en el hueso de la cadera y se extrae la médula.
Recoger la médula lleva una hora y es más incómodo para el donante
que para el receptor.
–Estupendo. Ya era hora de que me diera una buena noticia –
murmuró Jed con sarcasmo al médico, que pareció que iba a esbozar
de pronto una sonrisa.
–¿Alguna otra pregunta? –el médico hizo una pausa
momentánea antes de continuar, claramente deseoso de terminar con
tanta pregunta–. De otro modo, me gustaría que se sometiera a una
prueba lo antes posible.
–Sólo una cosa más.
Todo aquello estaba muy bien, pero ¿y si fallaban los
tratamientos? ¿Y si Toby fallecía?
–¿Va a vivir?
Aimee aspiró hondo, y trató de ahogar el ruido con una repentina
tos. Él había tenido que sacar el tema, para escuchar la seguridad que
deseaba con tanta desesperación. Como si la situación que el doctor
les había pintado no fuera lo bastante dura ya de por sí.
No podía señalar el momento exacto en el que su pensamiento
había variado, pero en algún momento, mientras el doctor hablaba
21. sobre tratamientos y pronósticos, de pronto se había dado cuenta de
que deseaba tener la oportunidad de tratar a su hijo. Una oportunidad
que aún no había dilucidado, pero que sabía que con sólo conocer al
niño no sería suficiente.
Tal vez no supiera cómo ser padre.
Tal vez no quisiera siquiera esa clase de responsabilidad.
Pero en ese momento sabía que quería arriesgarse a ver qué
clase de hombre era él, qué clase de padre podría ser.
Y sólo de pensarlo se moría de miedo.
El médico arrugó la boca con desaprobación y lo miró por
encima de sus gafas.
–No podemos darle garantías.
–No, supongo que no –dijo Jed, que de pronto se daba cuenta
de que incluso aunque su médula fuera compatible, o aunque Toby se
sometiera a cualquier tratamiento conocido, aún podía morir.
El mero pensamiento le provoco náuseas.
–Bueno, entonces empecemos ya.
Si el médico se le había antojado frío antes, en ese momento le
pareció totalmente gélido. Debía de ser su modo de protegerse en un
mundo lleno de malas noticias y de cosas peores.
–¿Estás bien? –le murmuró Jed a Aimee mientras ella se llevaba
la mano a la cara para retirarse el flequillo de los ojos, empeñada en
demostrar que no la intimidaba la solemnidad de la ocasión.
Siempre había admirado eso en ella: su habilidad para aguantar,
su valentía y su determinación. Su Aimee siempre había sido una
mujer con futuro. Desgraciadamente, ya no era su Aimee, y el único
lugar adonde ambos iban a llegar en los meses siguientes era a un
infierno en vida.
–Sí. ¿Y tú?
–Bueno, lo de la aguja no me hace mucha ilusión, pero estoy
bien.
Ella torció los labios con una sonrisa leve y tensa; gesto que
centró su atención en su forma y en su textura carnosa, recordándole
cómo en el pasado se habían unido a los suyos a la perfección. De
pronto se sintió mal por estar pensando en eso cuando la vida de Toby
estaba en peligro.
–Siguen sin gustarte las agujas, ¿verdad?
–Sobreviviré –dijo él, queriendo darse una patada por la
inoportuna elección de palabras, al ver que se ponía pálida y se
quedaba boquiabierta.
22. –Lo siento...
–Si tienen la bondad de seguirme, podemos empezar.
El médico había entrado de nuevo en la habitación, impidiéndole
arreglar el terrible patinazo. Aunque, ¿cómo solucionarlo?
Dios. Ni siquiera había conocido todavía a Toby y ya estaba
diciendo torpezas. ¿Qué esperanzas tenía de hacerlo bien?
–Vamos.
Aimee se puso de pie con movimientos nerviosos, y antes de
que él se diera cuenta de lo que le estaba ocurriendo, el médico les
acompañaba por un pasillo frío y estéril que les condujo a una sala de
espera llena de gente. Gente de rostros pálidos, preocupados; gente
esperando un milagro, lo mismo que ellos.
–Todo va a ir bien. Tenemos que creer en eso –dijo ella en voz
tan baja que Jed tuvo que inclinarse hacia delante para entenderla,
como si ella estuviera recitando una oración a menudo practicada.
Qué locura.
Hacía unas horas había sido un hombre en la cima del mundo, la
respuesta de Australia a Jamie Oliver, preparando platos de gourmet
en su premiado restaurante de Sídney mientras presentaba su propia
serie de televisión semanalmente. Un hombre que disfrutaba de la
vida, que valoraba la buena mesa, el buen vino y que ansiaba tener su
rato de privacidad cuando se iba a navegar. Un hombre que se había
sentido deseoso de revivir un viejo amor, y a quien la curiosidad le
había llenado de anticipación mientras trataba de adivinar qué podría
querer ella de él.
Pero de pronto todo eso se había desvanecido. Ese hombre libre
y despreocupado era padre; padre de un niño enfermo. Ya nada
volvería a ser igual.
–Tienes una fuerza impresionante.
Jed deseaba poder acariciarle la mejilla a Aimee, deleitarse con
el tacto de su piel suave bajo la palma de su mano, pero incapaz de
abordar el enorme vacío emocional que los separaba. Ese abrazo de
consuelo que se habían dado en la tienda sólo había conseguido
separarlos más; le había molestado ser un blandengue cuando todavía
seguía enfadado, y ella se había sentido aparentemente muy
incómoda.
–Creo que tienes razón; que Toby se pondrá bien –añadió Jed.
Tenía que ser así, por el bien de todos.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas, pero no se echó a
llorar. Las motas doradas de sus húmedos iris brillaban más que
23. nunca, y su valentía le atenazó el corazón.
–Sí, todo irá bien –repitió ella, mirándolo con ferviente
esperanza.
Jed deseó poder tener la mitad de su convicción.
Aimee entró en la habitación de Toby mientras Jed se estaba
haciendo las pruebas, con cuidado de no despertar a su hijo, que
dormía plácidamente. Avanzó de puntillas por el suelo de linóleo con
dibujos de pequeños conejos y arrugó la nariz al percibir el olor acre
del desinfectante típico de los hospitales. Lo detestaba. Prefería el olor
del chocolate caliente, de la canela y del pan recién hecho.
Al llegar a la cabecera de la cama, se quedó contemplando a su
precioso hijo, observando la suave cadencia de su pecho, las ondas
de pelo rubio oscuro que se le pegaban a la frente, las largas pestañas
cuya sombra se dibujaba en las mejillas pálidas. Allí ,entre las sábanas
de la cama, parecía tan pequeño, tan desconsolado... Parecía tan
enfermo...
Toby apenas había estado enfermo en los últimos cinco años,
aparte de la varicela de pequeño y de algún resfriado ocasional. Era
un niño fuerte, resistente, a quien siempre le había encantado correr
descalzo sobre la arena por la playa de St. Kilda y jugar con las olas
en verano. Se había subido a cualquier sitio, había saltado de
cualquier lugar, y su actitud atrevida le había dado más de un susto.
Pero ninguno como aquél.
Ninguno como la sensación de inutilidad total que la consumía,
que la comía por dentro hasta que lo único que deseaba era gritar. Su
hijo podría morir, y no podía hacer nada al respecto.
Ponerse en contacto con Jed había sido al menos algo, aunque
le hubiera costado tanto hacerlo. No le quería en la vida de Toby, ni
tampoco en la suya. Sólo acabaría sintiendo dolor y decepción, y eso
ya lo había pasado antes.
Jed no era un hombre de familia. No sabía el significado de la
palabra. Sin embargo, ella había criado a su hijo, tenía un negocio
próspero y había creado un hogar tranquilo y cómodo para los dos.
Y aunque en sus vidas no había sitio para Jed, el destino había
cambiado todo eso y le había arrebatado sus opciones.
De pronto Jed estaba allí, lleno de rabia, culpándola sin tener
derecho a ello. Él había renunciado a sus derechos desde el momento
en que se había alejado sin mirar atrás.
24. Aunque al menos había acudido cuando ella se lo había pedido,
y eso tenía que contar para algo. No sólo eso, sino que también se
había dado cuenta de que había dejado de lado sus sentimientos para
centrarse en el problema de Toby, el hijo que acababa de descubrir.
Sólo un hombre adulto era capaz de hacer eso y, a pesar de la
amargura que sentía hacia él por arruinarle el futuro y romperle el
corazón en el proceso, no podía dejar de admirarlo por estar ahí
cuando había hecho falta.
Toby se movió. Movía la cabeza de un lado a otro como si
tuviera una pesadilla. A Aimee se le encogió el corazón de pensar en
el miedo al que todos se enfrentarían en los meses siguientes. Se
inclinó hacia delante y le acarició la frente antes de darle un beso en la
sudorosa sien.
–Te quiero, Toby –murmuró mientras aspiraba su aroma de niño
pequeño, como había hecho cuando era un bebé, saboreando su
proximidad, dándole gracias a Dios por haberlo tenido.
Él resopló y se volvió de lado, y se acurrucó entre las sábanas
mientras sonreía.
Sí, desde luego era un pequeño milagro por el que tenía que dar
las gracias todos los días. Pero si Jed fuera compatible, el tratamiento
funcionara y Toby viviera la vida larga y feliz que merecía, ése sería el
verdadero milagro.
Ahogó el sollozo que surgió en su garganta y se enjugó las
lágrimas mientras salía de la habitación.
Y al hacerlo se topó con el hombre que tenía la vida de su hijo
en sus manos.
25. Capítulo 4
–Toby está dormido –dijo Aimee con la vista fija en las solapas
de Jed.
No podía mirarlo a los ojos, sobre todo con aquella extraña
sensación que había experimentado cuando él la había agarrado para
que no se cayera. Maldita sea, recordaba demasiado bien esa
sensación; la emoción de sentir el roce de su piel, el deseo de estar
más cerca.
Pero ¿qué le pasaba? Hacía tiempo que esos sentimientos
habían desaparecido. Ella se había encargado de que así fuera
durante las muchas noches que había pasado hablándole al hijo que
había llevado entonces en su seno, centrada en la nueva vida que se
desarrollaba en su interior más que en el hombre que había
contribuido a crearla. Estar embarazada había sido un regalo de Dios,
y ella había canalizado toda su energía en un resultado positivo en
lugar de cebarse en la angustia que habría pasado de haber vuelto a
Melbourne sola y con el corazón roto. No había estado sola; su hijo la
había acompañado.
–¿Está bien?
Jed dejó caer las manos a los lados y se quedó mirando con
impotencia la puerta de la habitación de Toby, como si quisiera entrar
y comprobarlo él mismo.
–Bueno. Siempre ha sido un dormilón, gracias a Dios, así que
cuando se duerme no se despierta hasta el día siguiente.
–Bien.
Su tensa conversación se cortó bruscamente, y ella jugueteó con
la costura de su bolso, deseosa de escapar de la amenazadora
presencia de Jed, pero sin saber cómo salir de aquélla con elegancia.
Él estaba allí, dispuesto a ayudar. Tenía que recordarlo, por muy
incómoda que le hiciera sentirse.
–Me voy para casa –le dijo ella, mientras trataba de no
retorcerse bajo su mirada intensa.
¿Por qué la miraba él así, como si estuviera formándose una
opinión sobre ella?
–¿No te vas a quedar?
Ella oyó el tono de censura en su voz, la acusación silenciosa de
la clase de madre que era al dejar solo a su hijo enfermo en el
26. hospital.
Aunque detestaba la obligación que parecía sentir de justificarse
ante él, se adelantó a sus palabras.
–Detesto dejar a Toby, pero dormir en una cama plegable no nos
sería de ninguna ayuda a ninguno de los dos. Es un niño listo; sabe
que no está bien pero desconoce la gravedad de su enfermedad. Si
empiezo a quedarme, sabrá que algo va muy mal, y yo no quiero eso.
Necesita seguir teniendo una actitud positiva, y yo necesito estar alerta
por los dos.
–Entiendo –por la fuerza con la que apretaba los labios, parecía
que no lo entendía–. ¿A qué hora regresarás por la mañana? Me
gustaría conocer a nuestro hijo.
Nuestro hijo...
¿Por qué el sonido de la voz profunda de Jed diciendo esas dos
sencillas palabras tenía un efecto tan potente en ella?
Tal vez porque siempre había considerado a Toby como suyo; o
tal vez porque ellos llevaran tanto tiempo sin compartir nada. O tal vez
tuviera muchísimo miedo de dejarle entrar en sus vidas.
En ese momento necesitaba calma, no el caos, y aunque la
presencia de Jed allí era importante por razones médicas, la
complicación emocional le sobraba, la verdad.
–Tengo que hablar con Marsha, la encargada de la pastelería, a
primera hora de la mañana; pero creo que podría estar aquí alrededor
de las diez.
Él no parecía muy contento. ¿Pero acaso era algo nuevo en él?
No había dejado de mirarla mal desde que le había hablado de Toby, y
su rabia era algo palpable que irradiaba de su persona en
desagradables oleadas, todas dirigidas hacia ella.
–Mira, sé que esto tiene que ser muy duro para ti, pero ya que
estás aquí te da lo mismo esperar otras doce horas más –le puso la
mano en el brazo tímidamente, notando con fastidio que volvía a sentir
aquel calambre al tocarlo.
Era imposible. No debería ocurrirle eso, sobre todo teniendo allí
a Toby que luchaba por conservar la vida.
Inmediatamente retiró la mano. Al momento siguiente él la
sorprendió agarrándola de la barbilla para que lo mirara a la cara.
–Deja de tratar de decirme lo que pienso o lo que siento. No
sabes lo duro que esto es para mí. En realidad, ya no sabes nada de
mí. Así que déjalo, ¿de acuerdo?
El dolor en su mirada la penetró, y Aimee pestañeó del esfuerzo
27. que tuvo que hacer para protegerse de ese dolor.
Para ser un hombre que había asumido que sería mal padre,
desde luego estaba más conmocionado de lo que ella había
imaginado.
–Lo siento –su susurro quedó suspendido en el extraño silencio
que siguió, hasta que el débil pitido del monitor de algún paciente
interrumpió el silencio del pasillo.
–¿Qué es lo que sientes? ¿Haberme mentido todos estos años?
¿O que hayas tenido necesidad de implicarme en la vida de Toby?
–Eso es injusto –dijo Aimee.
Desvió la mirada rápidamente, pero él la agarró de la barbilla con
más firmeza, obligándola a mirarlo.
–¿De verdad? Creo que soy yo quien debería decir eso en este
momento.
–¿Por qué me estás haciendo esto? Castigarme no va a ayudar
a Toby. Pensaba que habíamos solucionado nuestros problemas en la
tienda.
Durante un largo e interminable segundo, él la miró a los ojos y
el dolor fue sustituido por otra emoción que Aimee no fue capaz de
definir o no quería hacerlo. Instantes después, él le miró los labios.
El corazón se le encogió al sentir que cedía la firmeza de los
dedos que sostenían su barbilla, al notar que se acercaba un poco
más a ella, al tiempo que un ardor intenso prendía en las
profundidades de sus ojos.
Imposible. Esa sutil intensidad tenía que ser rabia, tal vez
malhumor, pero nunca deseo.
Para colmo de males, se le aceleró el pulso sólo de pensar en
ello.
–No sabes lo que es castigo –dijo él mientras su suave aliento a
menta le rozaba la cara, tan cerca de ella.
Entonces le soltó la barbilla y retrocedió un paso; y se pasó la
mano por la cabeza con la misma expresión que tenía desde que se
había enterado que tenía que hacerse una prueba.
¡La prueba! Aimee se reprendió para sus adentros por haber
olvidado preguntarle cómo había ido.
En cuando a su críptico comentario, Aimee asumía que se
estaría refiriendo al hecho de que ella no le hubiera hablado jamás de
Toby; pero decidió ignorarlo, demasiado cansada como para seguir
luchando.
–¿Cómo han ido las pruebas?
28. Él hizo una mueca y le mostró el revés de la mano, donde ya
tomaba forma un leve moretón azulado.
–Odio las agujas por una buena razón. Las malditas enfermeras
nunca son capaces de encontrarme la vena en el brazo, así que
siempre me pinchan en el revés de la mano, y duele un montón.
–Pobrecillo –canturreó, sorprendida al instante por la necesidad
de provocarlo que parecía sentir, e incluso más sorprendida todavía
por la sonrisa que acompañó a su leve burla.
Por segunda vez esa noche él le había hecho sonreír; algo que
llevaba días sin hacer.
En parte, el tener allí a Jed podía ser algo bueno, y no sólo
porque resultara, si resultaba, ser un donante compatible para Toby.
Si era sincera consigo misma, tenía que reconocer que le
gustaba tener a un hombre a su lado que no dependiera de ella
totalmente, un hombre que estuviera a su lado cuando lo necesitara.
Aunque sabía que con Jed no podía contar; eso lo había
aprendido derramando lágrimas de sangre.
–Supongo que me puedo olvidar de un beso para que se me
cure –le tendió la mano y se quedó mirándola con fingida
consternación, como si el pequeño golpe fuera un hematoma enorme.
Ella se estremeció por dentro ante el sorprendente parecido
entre padre e hijo, ya que Toby le había hecho la misma broma el mes
pasado cuando se había pillado el dedo con la puerta del frigorífico.
–Tal vez no.
Jed la miraba con los ojos como platos mientras ella se besaba
la punta de los dedos, con los que tocó ligeramente el moretón.
–Ya está, mucho mejor.
Él sacudió la cabeza y se metió la otra mano en el bolsillo
mientras la miraba con irritación.
–Todavía consigues que me sienta muy confundido.
La sonrisa de Aimee se desvaneció mientras la realidad tomaba
forma.
Ella siempre había tenido la sensación de que habían sido
felices; eso hasta que había hablado del futuro, y él había empezado a
jugar al escondite. Entonces había llegado la confusión a raudales, y
desgraciadamente sólo la había sufrido ella.
–Tengo que marcharme.
Su rápida respuesta terminó con lo poco que quedara de la
sencilla camaradería que ella falsamente había creado con sus
bromas. De todos modos, ¿en qué habría estado pensando? Llevarse
29. bien con Jed por el bien de Toby era una cosa, tomar demasiada
confianza, otra.
Era culpa suya por esa mirada inesperada que él le había
echado, aquélla con la que parecía decirle que aún la encontraba
atractiva.
¿O sería un toque de nostalgia el que teñía su reacción hacia un
hombre que en el pasado le había vuelto el mundo del revés?
De un modo u otro, necesitaba salir de allí y alejarse de Jed;
lejos de esos ojos que todo lo veían, lejos de la tentación de
permanecer a su lado sólo porque le encantaba poder compartir sus
problemas con otra persona.
–Te llevo yo –dijo él mientras sacaba las llaves del bolsillo y se
retiraba para dejar que fuera delante.
–¡No! –exclamó ella antes de bajar la voz con evidente esfuerzo
al ver que él arqueaba una ceja–. Tomaré un taxi. Tú vuelve a tu hotel.
Debes de estar agotado después del día que has tenido, y después de
todo lo que te he echado encima. En realidad...
–Chss –él le pegó el dedo a los labios para que dejara de
balbucear, consiguiendo también que se le acelerara el pulso al
instante.
–Te dejaré en casa. Además, me hospedo en Bayside Novotel,
un poco más allá de tu casa. Vamos.
¿Por qué no se podía mover? ¿Decir algo? ¿Hacer algo? No
quería estar confinada en su elegante coche de alquiler. No quería
hablar, sonreír ni sentir ninguna de las locuras que él le había hecho
sentir durante las últimas horas.
Deseaba volver a casa y meterse en la cama, pensar, rezar por
su niño y olvidarse de todas las razones por las que ese hombre la
hacía sentirse tan protegida, tan consolada, cuando su intención no
era la de quedarse mucho tiempo.
–¿Aimee? Te estás tambaleando... Vayámonos.
Aimee sintió que no podía más, de modo que tiró un beso en
dirección a la puerta de la habitación de Toby y siguió a Jed.
Su hijo conocería a su padre al día siguiente, y que Dios se
apiadara de ella si no era capaz de llevarlo mejor que las últimas horas
que había pasado con Jed.
Jed miró por la ventana de su habitación del hotel, observando
con abstracción las brillantes luces de la ciudad en la distancia, la
30. línea de la costa, la Bahía de Port Phillip y el resplandor de las luces
de neón de los bares y restaurantes de la bulliciosa St. Kilda a sus
pies.
Normalmente le encantaban las luces brillantes, el bullicio de
cualquier ciudad de noche; y él había estado en varias ciudades del
mundo.
Antes de la temporada que había pasado en Dunk Island y de
los eventos que le habían cambiado la vida, había trabajado en Bali,
Singapur y Hong Kong, causando un enorme revuelo con sus recetas
en varios hoteles de cinco estrellas.
Entonces había conocido a Aimee y nada había vuelto a ser
igual.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre el cristal frío de la
ventana, que le proporcionó una sensación relajante. Tenía un dolor
de cabeza horrible y, con el lío que tenía en la mente, le daba la
impresión de que no se le pasaría enseguida.
Cuando había entrado por primera vez en la pastelería esa tarde
y había visto a Aimee, el corazón había empezado a latirle en el
pecho. Ella estaba igual, con su melena rubia y rizada y su rostro en
forma de corazón; sus labios carnosos y ese modo que tenía de
entrecerrar los ojos cuando estaba pensativa.
Entonces se había vuelto a mirarlo, y él se había dado cuenta de
que se había equivocado.
No estaba igual, estaba maravillosa, aunque tuviera una mancha
de azúcar en la mejilla y ojeras de cansancio. Claro que no le
extrañaba, teniendo en cuenta lo que le había contado poco después
de verla.
Tenía un hijo que se llamaba Toby. El miedo que había sentido
cuando Aimee se lo había dicho no había cedido ni un ápice.
Al menos su rabia se había calmado un poco, aunque todavía le
entraban ganas de encontrar una cocina y preparar una comida para
cien personas. Mientras que sus compañeros canalizaban su rabia con
el boxeo y el triatlón, él prefería meterse en una cocina para dar rienda
suelta a las emociones reprimidas; y en ese momento tenía un
montón.
Apenas había asimilado la noticia de que era el padre de Toby
cuando Aimee le había soltado el resto. Lo peor había sido la
enfermedad del niño, y su rabia había regresado con fuerza.
¿Y si su médula no era compatible? ¿Y si no sabía cómo ser un
padre para Toby en el momento en que el niño más lo necesitaba? ¿Y
31. si Toby lo odiaba al instante?
Caramba, ni siquiera había hablado de eso con Aimee. ¿Qué le
habría contado ella a Toby? ¿Sabía el niño que tenía padre, y de ser
así, qué excusa tenía él para no aparecer durante los primeros cinco
años de su vida?
El dolor de cabeza se volvió más intenso al tiempo que
contemplaba las cuestiones para las que no tenía respuesta.
Había planeado aquel viaje: ver a Aimee, escuchar lo que tuviera
que decirle, tratar de reanimar aquella magia que habían compartido y
ver qué ocurría.
Sabía que Aimee no lo creería, pero él había cambiado. Había
cumplido con su deber y se había quedado junto a su padre cuando
éste más lo había necesitado. Sin embargo, no podía hacer ya mucho
más aparte de ir a visitarlo con regularidad a la cárcel; y mientras que
el resto de su vida había despegado como un cohete hacia el espacio,
en su vida personal faltaba lustre.
Sin duda, lo rodeaban las mujeres. Cuando un hombre trabajaba
en la tele le pasaba eso. Pero eran todas engañosas, un ejército de
maniquíes desde la cabellera rubia hasta los glúteos operados.
Él salía, tenía vida social, pero nadie había conseguido llenar el
vacío que le había dejado Aimee cuando se habían separado. Así que
por ello se había dicho que su urgente súplica para verse no podría
haber llegado en un momento más oportuno. O, al menos, eso había
pensado él.
En ese momento tenía una mujer que todavía lo despreciaba por
los secretos que había tenido que guardar años atrás, un hijo a quien
de pronto deseaba conocer y una situación que no controlaba.
Se dijo que eso era una tontería, que él lo sabía muy bien. Que
llevaba desde los catorce años controlando su destino; desde que su
viejo había pasado su primera temporada entre rejas. Lo tenía todo
controlado. Siempre había sido así.
Jed pestañeó con sorpresa ante la ferocidad de su propio
razonamiento, pero le sirvió de mucho. Se puso derecho, se frotó los
ojos y se dirigió hacia donde tenía el portátil.
Tenía cosas que hacer; una vida a la que dar prioridad.
¿Qué tenía de extraño que aún no hubiera asimilado su nuevo
papel de padre?
Tenía tanto miedo al fracaso que le entraban ganas de volverse
a Sídney corriendo. Pero la realidad era que su hijo necesitaba su
ayuda, y él no pensaba dejarlo en la estacada.
32. Desde ese preciso momento, lo primero era Toby y todo lo
demás podría volver a programarse. Tal vez no pudiera controlar
siquiera el tiempo que fuera a pasar con su hijo, pero por Dios que
haría que cada segundo contara.
33. Capítulo 5
Aimee estaba sentada en un viejo banco de madera cerca de la
entrada del hospital tomándose un café con leche en un vaso de
papel, observando el desfile de rostros preocupados que entraban y
salían y preguntándose si ella también tendría ese aspecto. Por el bien
de Toby, esperaba que no fuera así. Había hecho todo lo posible para
protegerlo del dolor a medida que iba creciendo, sintiendo que le debía
algo extra para compensarle por la falta de padre.
Su padre había sido un hombre sorprendente con su nieto, con
Toby, pero después de su muerte Aimee había notado ciertos cambios
sutiles en el comportamiento de su hijo: se había vuelto más exigente,
más astuto, más alocado en sus travesuras, como si pudiera
someterla a su voluntad.
Ella había capeado el temporal de los dos años, las rabietas de
los tres y las frustraciones de los cuatro, tan sólo para darse cuenta de
que su hijo era superdotado y necesitaba más estímulos que un niño
de su edad. Desgraciadamente, el cociente intelectual de Toby
también se traducía en que observaba muchas más cosas que los
chicos de su edad, y últimamente le preguntaba infinidad de cosas de
su padre. Hasta el momento había aceptado la excusa de que su
padre estaba en el extranjero, pero últimamente se había vuelto más
insistente. Qué poco sabía él que su deseo de conocer a su padre se
cumpliría muy pronto...
Y hablando del rey de Roma... Vio a Jed que caminaba hacia
ella con paso seguro. Él aún no la había visto. Tenía el ceño fruncido
mientras hablaba por el móvil, utilizando su mano libre para gesticular
y enfatizar así las palabras que le estaba diciendo a la otra persona.
Al verlo sintió un calor en el cuerpo muy especial, una sensación
que nada tenía que ver con el sol de la mañana que calentaba con la
fuerza de finales del verano, ni con los informales chinos de color
beige que moldeaban sus piernas o la camisa polo azul marino que
ceñía suavemente un torso musculoso que no era el típico de un chef.
¿Acaso no probaba su propia comida? ¡Cuando en el pasado ella lo
había hecho había engordado cinco kilos en seis meses!
No, esa sensación cálida era porque él estaba allí como le había
prometido, y porque se le iluminó la cara con una sonrisa en cuanto la
vio, después de meterse el móvil en el bolsillo; antes de que ella se
34. colocara la máscara de impasibilidad que ocultaba sus sentimientos.
Estupendo. Había esperado que tal vez durante la noche él se
hubiera serenado un poco, que hubiera ganado perspectiva. Sin
embargo, parecía como si llevara horas dándole vueltas a la cabeza.
Pero lo más importante era que había vuelto. Cuando él la había
dejado en casa la noche antes, a Aimee le habían entrado dudas.
Muchos hombres se habrían largado después de lo que ella le había
contado; y en parte el comportamiento que había mostrado en el
pasado no había contribuido precisamente a que confiara en él.
Sin embargo allí estaba, con un aspecto fastidiosamente lozano,
sin duda sexy... Apartó esa idea de su pensamiento. Sencillamente,
Jed parecía dispuesto a dar el paso siguiente en su aventura para
salvar a Toby.
–¿Cómo te sientes? –le preguntó él mientras le tendía la mano
para ayudarla a levantarse.
Le dio un beso en la mejilla antes de que Aimee se diera cuenta.
Ella sabía que ese gesto era habitual en él; algo que hacía con
todas sus amistades. Sin embargo, no por ello le resultó menos
especial, teniendo en cuenta que había estado enfadado con ella por
ocultarle la existencia de Toby durante todos esos años.
–Bien, supongo. Anoche conseguí dormir un poco. ¿Y tú?
–Bien, he dormido bien, aunque tenía muchas cosas en la
cabeza.
De cerca, Aimee vio que tenía ojeras, signos de cansancio
alrededor de los ojos, aunque éstos no habían perdido su habitual
brillo, que tenía algo que ver con el color, con el sorprendente ámbar
que destacaba como un foco dorado en su rostro bronceado; el mismo
color sorprendente que veía cada día cuando miraba los expresivos
ojos de su hijo.
–Supongo que he tenido mucho que ver con eso, ¿no?
Él asintió. Su gesto sencillo la envolvió en un suave olor
especiado; el olor del jabón que siempre utilizaba. Inesperadamente,
los recuerdos volvieron con la fuerza de un ciclón: ella acurrucada
entre sus brazos de noche, peleando en broma a ver quién de los dos
se quedaba con más manta; o cuando él la había abrazado hasta que
se había quedado dormida, o las noches apasionadas que habían
compartido... Cada recuerdo le resultaba más evocador que el
anterior.
Pero era sólo eso. Recuerdos. Instantáneas de un pasado hacía
tiempo olvidado y totalmente irrelevante a su situación actual, la de
35. dos personas divididas por un abismo insondable y al mismo tiempo
unidos por una valerosa causa. Una de las ironías de la vida que
habría provocado su irónico sentido del humor de no haber sido uno
de los principales protagonistas de aquel drama que estaba a punto de
desencadenarse.
–¿Qué le has contado a Toby de mí?
Jed frunció el ceño y se cruzó de brazos, olvidándose de las
finuras para acceder al segundo round con ella, mientras que a ella
todavía le daba vueltas la cabeza después del primer round de la
noche anterior.
–Todavía nada –reconoció ella mientras se preparaba para el
siguiente asalto verbal, pero con la esperanza también de adelantarse
a ello–. Eso es de lo que quería hablarte esta mañana. Sé que estás
deseoso de conocer a Toby, pero necesito estar un rato con él para
explicarle unas cuantas cosas.
Su expresión ceñuda se volvió más intensa y Aimee supo que no
le daría ni una oportunidad.
–¿Como qué? ¿Vas a contarle cómo nos has mantenido
apartados todos estos años? ¿Cómo yo no tenía ni idea de que él
existiera? ¿O el mal padre que crees que sería para él?
–Vamos, madura un poco –le soltó ella, que finalmente se dejó
llevar por la tensión de toda la semana sin dormir.
Había tratado de llevar todo aquello con madurez y serenidad,
pero parecía que Jed estaba empeñado en hacérselo pagar. Tal vez
durante diez o veinte años.
–¿Quieres saber lo que pienso? Bien. Inténtalo. Di lo que tienes
en la cabeza. Desahógate. Haz lo que sea, pero por amor de Dios,
continuemos hacia delante. No tengo por qué caerte bien; ni siquiera
tienes que hablarme mucho. Pero si estás dispuesto a ayudar a Toby,
como dijiste anoche, será mejor que te controles. Y pronto.
Ella lo miró con rabia, desafiándolo a discutir, a continuar con lo
que había empezado con aquellas estúpidas y despectivas preguntas.
En lugar de eso, su expresión ceñuda desapareció y fue sustituida por
una sonrisa de arrepentimiento que le recordó muchísimo a la misma
expresión de su hijo.
–Tienes razón. Estoy furioso contigo y eso no va a variar durante
un tiempo. Sabes que no puedo perdonarte por lo que has hecho y
eso es concluyente. Pero lo que sé es que quiero ayudar a Toby a
pesar de mi antagonismo hacia ti. ¿Te parece lo suficientemente
maduro?
36. –De momento, vale.
Fingió resoplar, aunque en realidad su enfado se había
desvanecido con bastante rapidez. Bastante enfadado estaba él, como
para añadir más a un momento en el que no hacía ninguna falta. Toby
era su prioridad, no su padre.
–Preferirías que no lo conociera, ¿verdad?
Él se quedó mirándola, para ver si Aimee lo negaba aunque él ya
hubiera tomado una decisión. Se lo notaba en la rigidez de la
mandíbula, en la tensión de los músculos del cuello y en el recio brillo
de sus ojos.
¿Qué podía decir? ¿Que había esperado no llegar a eso nunca?
¿Que había esperado que él donara su médula si era compatible y
que después regresara a su ordenada vida y los dejara en paz? ¿Que
se habría evitado una confrontación con su hijo que no habría llegado
a ocurrir si hubiera sido sincera desde el principio?
Había reflexionado sobre todas aquellas razones y más cuando
había decidido ponerse en contacto con Jed para pedirle ayuda, y
desgraciadamente no podía darle las respuestas que él esperaba.
–No quiero hacerle daño a Toby, y si conocerte le va a hacer
sufrir, entonces no; no quiero que te conozca.
Él se estremeció levemente al notar su sinceridad; en sus ojos
tembló una sombra de dolor.
–¿Esperas que llegue aquí, que le diga hola al niño, que finja
que soy un donante cualquiera y que vuelva a salir de tu vida?
–No tengo expectativas en cuanto a ti –le dijo ella–. Supongo
que no quiero que Toby se emocione con la idea de conocer a su
padre si tal vez dentro de unas semanas tú no vuelves a aparecer.
El dolor de su expresión se tornó en una furia fría y calculada.
–¿Qué te parece si tú confías un poco en mí, y yo dejo de
hacerte sufrir?
–Trato hecho –dijo ella, preguntándose por enésima vez desde
la noche anterior en dónde habrían fallado.
Habían sido dos personas con el mundo a sus pies, agarrados
de la mano y dispuestos a zambullirse juntos en lo desconocido. Antes
de que él saltara sin ella, dejándola para que se buscara la vida como
pudiera.
Y lo mejor que había hecho había sido tener a Toby; por eso
mismo no pensaba permitir que Jed le hiciera daño, aunque fuera su
padre.
–Allanaré el camino con él y te llamaré para que pases. ¿Vale?
37. –Vale. El médico quería verme de todos modos, así que me voy
a pasar por su despacho y nos encontramos a la puerta de la
habitación de Toby cuando estés lista.
A Aimee se le encogió el corazón ante la gravedad de la voz de
Jed.
–¿Te ha comentado algo el médico sobre los resultados?
–No. Supongo que será de eso de lo que querrá hablarme.
–Iré contigo –le dijo ella, que estuvo a punto de agarrarlo del
brazo y arrastrarlo al hospital.
–Tú ve a ver a Toby, y yo al médico –dijo él, encaminándose
hacia las puertas del hospital antes de que ella pudiera responder.
–Jed, estamos juntos en esto –trató de enmascarar la
desesperación que vibraba en su voz, pero él debió de percibir algo,
porque al llegar a la puerta se dio la vuelta.
–Me alegro de que finalmente te hayas dado cuenta de que es
un poco tarde para eso; cinco años demasiado tarde.
Con ese comentario, se dio la vuelta y cruzó las puertas
automáticas sin volver la cabeza.
Aimee inspiró hondo a la puerta de la habitación de Toby,
esbozó una sonrisa y entró en el cuarto de su hijo, con la esperanza
de que no aparentara estar tan nerviosa como en realidad se sentía.
El tratar con la animosidad de Jed tenía ese efecto en ella, como
si no tuviera suficiente con lo que tenía ya.
–Hola, Tobes. ¿Cómo está mi hombrecito hoy?
–¡Mamá! –Toby se incorporó en la cama, con la cara casi tan
blanca como la sábana que lo cubría–. Estoy bien, pero aquí me
aburro. Y la enfermera de la nariz grande no hace más que tomarme la
temperatura. Y la de la cara rara me obliga a tomarme cosas que no
me gustan. ¡Qué asco!
Aunque Aimee sonrió al oír las palabras de Toby, se le encogió
el corazón ante su fragilidad. Los astutos razonamientos eran
definitivamente los de su hijo, pero la cara pálida con los enormes ojos
dorados que destacaban como dos platos parecían pertenecer a otra
persona.
¿Cómo era posible que se hubiera deteriorado tanto su aspecto
físico de la mañana a la noche? ¿Tan agresiva era la leucemia de su
hijo? De ser eso real, esperaba que la visita de Jed al médico tuviera
un resultado positivo. Su médula tenía que ser compatible. Tenía que
38. serlo, por amor de Dios. No podía contemplar otro resultado distinto a
ése.
–Cariño, las enfermeras están ayudándote a que te pongas
mejor. Tienes que hacer lo que te digan. Y ser educado con ellas.
–Supongo que sí –arrugó la nariz y se dejó caer sobre la cama,
claramente exhausto tras su breve conversación–. ¿Me has traído
algo?
–En realidad, sí.
Un destello de interés iluminó sus ojos cansados.
–¿Qué es? ¿Me va a gustar? ¿Es algo de lo que puse en mi lista
de regalos de Navidad?
Él corazón se le encogió con la esperanza que vio en los ojos de
su hijo mientras se preguntaba si tener padre sería tan importante para
él como el tren eléctrico, el palo de cricket o el rompecabezas gigante.
Deseó poder eludir el tema, al menos durante otros quince años
más, pero sabiendo que era imposible, fue directamente al grano.
–Tobes, ¿te acuerdas las veces que hemos hablado de tu
padre?
–Sí. ¿Por qué?
–Bueno, tu papá ha vuelto, y le gustaría verte.
–¡Oh, Dios mío! –se incorporó con esfuerzo y le agarró la mano
con fuerza–. ¿Cuándo? ¿Cómo es? ¿Me ha traído un regalo? ¿Se va
a quedar mucho tiempo? ¿Va a vivir con nosotros? ¡Dime, mamá!
Las preguntas le salían por la boca mientras le apretaba más la
mano, como si esperara que ella se desvaneciera y se llevara las
respuestas a sus preguntas. Poco sabía él que aquélla era la
especialidad de su padre, no la de ella.
En cuanto a la inocente referencia de Toby al tiempo que Jed se
quedaría con ellos, ella esperaba que no defraudara a su hijo. En
cuanto éste se recuperara, y lo haría porque ella no pensaba aceptar
otra cosa, se aseguraría de que no le fastidiaría la vida a su hijo como
había hecho con ella.
Le dio un apretón en la mano y le retiró con suavidad la maraña
de rizos rubios de la cara.
–Llegará de un momento a otro, y está deseoso de conocerte.
¿Recuerdas cuando te dije que estaba trabajando todo el tiempo en el
extranjero? Bueno, pues ahora ha regresado y quiere conocerte.
Toby frunció el ceño y ella quiso besarlo en la frente para que no
se preocupara. Sin embargo, eso no le haría bien; sobre todo porque
su hijo había decidido en los últimos meses que los besuqueos no le
39. gustaban.
–¿Sabe él que estoy enfermo? A lo mejor no quiere conocerme
mientras esté aquí en el hospital.
La posibilidad lo decepcionó claramente, y Aimee tuvo que hacer
un esfuerzo enorme para no abrazarlo y acunarlo como a un bebé.
–A lo mejor las enfermeras le van a tomar la temperatura y a
obligarlo a tomarse eso tan asqueroso; si es así querrá irse, no querrá
quedarse, mamá.
Incapaz de resistirse, Aimee abrazó a Toby con fuerza y le dio
un beso en la cabeza.
–Él sabe que estás enfermo, cariño. No te preocupes, todo va a
ir bien.
Y su hijo se agarró a ella y le rodeó el cuello con sus brazos
delgados.
Esperaba no equivocarse.
Jed se paseaba por el pasillo, preguntándose si alguna vez se
habría sentido tan nervioso. Se había enfrentado a cosas duras de
niño, soportado los cambios de humor de su padre, criado a su
hermano pequeño, manteniendo vivos sus sueños ante la adversidad
y años después había encontrando la fuerza interior para alejarse de
Aimee, que había sido lo mejor que le había pasado en la vida.
Había sobrevivido a todo, pero nada le había hecho sentirse tan
revuelto como la idea de lo que se encontraría cuando entrara por la
puerta y viera por primera vez a su hijo.
¿Le gustaría al pequeño? ¿O lo calaría de inmediato con esa
habilidad que tenían los niños y lo vería como algo falso?
Los padres deberían sentir un vínculo natural con sus hijos, y
debían saber qué decir y qué hacer aunque no tuvieran costumbre. Sin
embargo, en ese momento no se sentía inspirado. No sentía ningún
vínculo. No tenía ni idea de qué sentir ni de qué decir ni de cómo
actuar. Y lo más terrible era que en cuanto cruzara esa puerta, sabía
que un niño listo como Toby se daría cuenta de ello enseguida.
Maldita fuera, ponerse ante una cámara la primera vez había
sido cosa de niños comparado con eso.
¿Qué sabía en realidad de los niños? En una época había
pensado que lo sabía todo; cuando había estado criando a Bud. Pero
a juzgar por cómo había salido su hermano, se podía decir que sus
habilidades como padre iban a la par de la honestidad de su padre.
40. Al llegar al final del pasillo, cuando iba a empezar la vuelta
treinta y uno, Aimee asomó la cabeza por la puerta. Jed trató de no
lanzarse corriendo a la puerta y avanzó con normalidad hacia ella,
pero por dentro estaba deshecho de los nervios y el corazón le latía
aceleradamente.
Al verlo, Aimee salió rápidamente de la habitación y cerró la
puerta con firmeza. El sonido le trasportó a la primera ocasión en la
que había ido a visitar a su padre a la cárcel; al golpe final de las
barras de metal tras despedirse de él de camino a la salida. Se
estremeció y se puso tenso, sintiéndose igualmente nervioso en ese
momento como se había sentido entonces.
Ella lo llamó para apartarse un poco de la puerta, y Jed sintió
cierto alivio.
–¿Qué ha dicho el médico? –le preguntó ella con ojos
suplicantes.
Afortunadamente, Jed podía darle una buena noticia.
–Soy compatible.
–¡Qué bien!
Se echó a sus brazos, y él no tuvo otro remedio que abrazarla.
¿Pero quién podría haberle advertido de lo que sentiría cuando aquel
cuerpo suave y cálido se amoldó al suyo con tanta perfección?
Parecía que en su coraza de rabia había una rendija. No quería
sentirse así hacia Aimee. No sentía nada sino aversión por cómo lo
había tratado, y sin duda estaría bien que recordara lo que ella
pensaba de él en lugar de ponerse a recordar lo bien que se
acoplaban juntos, como las dos mitades del colgante del yin y el yang
que él le había regalado en una ocasión especial.
Le retiró los brazos y se apartó de ella, fastidiado sólo de pensar
que había echado de menos su abrazo y reaccionando con malhumor.
–No es más que un primer paso, y hay mucho camino por andar.
–Tienes razón.
Jed detestó ver cómo la alegría se desvanecía de su mirada, y
maldijo entre dientes.
–¿Qué tal con Toby?
–Bien. Tiene ganas de conocerte.
De pronto pensó que se sentía como si fuera a saltar del borde
de un puente con una cuerda atada a los tobillos.
–Entonces, ¿a qué esperamos? –susurró sin aliento–.
Hagámoslo.
41. Capítulo 6
En cuanto Jed entró en la claustrofóbica habitación de hospital y
vio al niño sentado en la cama, su mundo se descolocó y supo que no
volvería a ser como antes.
Nada podría haberle preparado para aquello: ni los manuales
para padres, ni las clases, ni los cursos en DVD, ni los consejos de
sus amigos que eran padres.
Cuando vio la cara pálida con esos ojos grandes tan parecidos a
los suyos, se tambaleó ligeramente ante la sorpresa de verse de niño
todos esos años atrás, e inmediatamente sintió una sutil conexión que
lo atrajo hacia la cama como si los atara una cuerda invisible.
–¿Tú eres mi papá?
Toby arqueó las cejas mientras miraba a Aimee para que se lo
confirmara, con la expresión llena de dudas.
–¡Pero yo te conozco! Tú eres el cocinero que mamá siempre ve
en la tele. ¡Eres famoso!
Y antes de que Jed pudiera decir nada, Toby dejó de fruncir el
ceño y alzó la palma de la mano para chocarla con la de su padre.
–¡Qué guay! ¡Mi padre es famoso!
Jed chocó tímidamente su palma con la de Toby, estrujándose el
cerebro para decir la frase adecuada, algo agradable que decirle al
pequeño que tanto se parecía a él.
–No chocas bien. Necesitas practicar un poco más –dijo Toby
mientras estudiaba su palma con interés–. A lo mejor es de tanto
agarrar las cazuelas, las cucharas y las sartenes que se te ha vuelto la
mano tan blandita.
Jed se echó a reír ante la sinceridad de Toby, y se le quitaron los
nervios mientras daba su primer paso para conocer a su hijo.
–Bien podrías tener razón. ¿Y si me ayudas a practicar?
–Ay, sí, me encantaría –a Toby le brillaban los ojos de
satisfacción, y Jed sintió que algo le calentaba el corazón, algo
parecido a la esperanza.
–Aunque ahora estoy enfermo. A lo mejor podríamos hacerlo
cuando salga de aquí. Mamá, ¿cuándo me marcho a casa?
Jed miró a Aimee por encima de la cabeza de Toby, curioso por
ver cómo reaccionaría ella.
–El médico vendrá después; si quieres podemos preguntárselo.
42. –Ah –Toby se puso triste un momento, pero enseguida sonrió de
nuevo–. A lo mejor puedo volver a casa hoy. Me gustaría. Puedo
enseñarle a pa... –vaciló un momento, frunció el ceño y miró a Jed– a
él mi colección de coches. Y la cometa tan bonita que me trajo Santa
Claus el año pasado. Y todas las demás cosas. ¿Puedo?
De nuevo Jed miró a Aimee a los ojos, pero esa vez lo hizo con
un evidente toque de desafío en la mirada.
Si pensaba que podía echarlo de la vida de Toby después de
aquel día, ya podía dejar de pensarlo. No había tenido idea de lo que
sentiría al entrar allí, pero ya estaba seguro. Quería conocer al niño
que estaba sentado en la cama con una expresión de falsa valentía en
su rostro.
Tal vez no supiera mucho de niños, pero sabía una cosa, y era
que Toby tenía miedo. Se le notaba en los ojos, en la boca fruncida y
en el modo en que se agarraba a Aimee aunque ella tratara de
apartarse de él.
–Pero a lo mejor te vas a volver a marchar –dijo Toby, sacando
el labio inferior para hacer un mohín, y Jed se sintió como un ogro.
¿Qué podía decir? ¿Que aquello era en realidad culpa de su
madre, porque él ni siquiera sabía que existiera hasta el día anterior?
Apretó los dientes al sentir resurgir una oleada de rabia hacia
Aimee.
–Esta vez me voy a quedar. Voy a ayudarte a que te cures y
después me podrás enseñar todas esas cosas bonitas que tienes en
casa. ¿Vale?
–De acuerdo.
Toby se dejó caer sobre las almohadas, con la cara tan blanca
como la tela de algodón de las sábanas, pero con una sonrisa de oreja
a oreja.
–Será mejor que descanses un poco, Tobes. Nosotros venimos
enseguida con el doctor.
Aimee se inclinó hacia delante y besó a su hijo en la cabeza;
mientras, Jed aguantaba la respiración, preguntándose por qué al ver
a la persona que una vez había sido su alma gemela besar a su hijo,
al hijo de ambos, tenía un efecto tan enorme en él. Por un segundo de
locura, quiso abrazarlos a los dos a la vez para no soltarlos jamás.
Maldita fuera, para ser un hombre que acababa de enterarse de
que era padre, se sentía ya muy unido a aquel pequeño.
–¿Seguro que vais a volver? –Toby se libró apresuradamente
del abrazo de su madre y miró a Jed con una mirada fiera que le
43. advertía que no se le ocurriera mentirle.
Jed deseó poder desembarazarse de los sentimientos de su total
deficiencia y se arrodilló junto a la cama para estar al mismo nivel que
el niño.
–Desde luego que sí. ¿Quieres que sellemos el trato chocando
los cinco?
–¡Sí!
Esa vez Jed lo hizo con más brío, sabiendo que Toby tenía
fuerza.
–Eh, no está mal. Con un poco de práctica, llegarás a hacerlo
tan bien como yo –dijo el niño.
La sonrisa de emoción de Toby consiguió que Jed se sintiera
como un gigante; mejor de lo que se había sentido cuando había
inaugurado su primer restaurante; mejor que servir un exquisito
banquete a los miembros de la alta sociedad, e infinitamente mejor de
lo que se había sentido con su padre.
–Hasta luego, campeón.
Toby sonrió todavía más al oír la palabra que había utilizado su
padre para dirigirse a él. Sin embargo, Jed estuvo a punto de
morderse la lengua de inquietud. ¿De dónde le había salido aquello?
«Campeón» había sido el apodo con el que se había dirigido siempre
a Bud, su hermano; y ése no era el mejor momento para recordar lo
que había sido criar a su hermano. Lo había hecho lo mejor posible,
pero aparentemente, como Bud mismo le había recordado cuando
había entrado por primera vez en el centro para delincuentes juveniles,
no daba mucho de sí.
Tenía que salir de allí, y rápido; antes de meter la pata
totalmente. El primer encuentro con su hijo no había ido tan mal, y no
quería estropearlo.
Jed sonrió al chico y siguió a Aimee hacia la puerta. Se sentía
confundido. No sabía si debía sentirse más unido a su hijo, más
sensible a sus necesidades.
Tal vez sería un mal padre. Tal vez debería donarle su médula al
niño, estar un tiempo hasta ver si Toby mejoraba y después salir de su
vida.
Pero ¿desde cuándo se conformaba con lo más fácil?
–¡Eh!
Jed se paró en la puerta y se volvió, sorprendido por el volumen
de la voz de Toby. Para ser un niño tan pequeño, tenía la voz bien
fuerte.
44. –Me has llamado campeón, y es guay; pero no sé cómo llamarte
a ti.
Jed no supo qué contestar. ¿Sería «Jed» demasiado informal?
¿Sería «papá» demasiado descarado por su parte?
–¿Cómo quieres llamarlo, Tobes?
La voz serena de Aimee lo sacó de su ensimismamiento; ella
había simplificado todo el asunto con un simple paso.
Sabía que tratar a los niños como si fueran adultos era un modo
de llevárselos a su terreno, de ganarse su respeto y, por lo derecho
que se puso Toby, su mamá sabía exactamente cómo hacer que el
niño se sintiera importante.
–¿Te importa que te llame papá? –le preguntó Toby en tono
bajo, medio tembloroso, mientras miraba a Jed con gesto
esperanzado.
Jed se aclaró la voz.
–Claro, si tú quieres –dijo él con la voz entrecortada de la
emoción.
–Guay.
Cuando Toby se recostó de nuevo sobre el almohadón y cerró
los ojos, Jed salió con Aimee de la habitación, sabiendo que, ocurriera
lo que ocurriera, quería estar a la altura del título que su hijo acababa
de concederle.
Aimee añadió azúcar al capuchino, deseando que sus problemas
se disolvieran con la misma facilidad con que los granos se desleían
en el café. Había pensado que teniendo a Jed a su lado le sería más
fácil llevar la carga; pero se había equivocado.
Se estremecía sólo de pensar en el encuentro entre padre e hijo
que había presenciado, ya que había sentido el lazo afectivo que se
había creado instantáneamente entre los dos.
¿Qué había hecho ella? Una cosa era conseguir que Jed la
ayudara a salvar la vida de Toby, y otra muy distinta haber expuesto a
su hijo a la posibilidad de que Jed se levantara y se marchara llegado
el momento.
–Si sigues meneando el café, lo vas a verter.
Dejó la cuchara sobre la mesa y miró a Jed con expresión
ceñuda. Entonces dio un sorbo del capuchino antes de abordar el
asunto de por qué estaban en realidad allí, sentados en aquella oscura
cafetería de hospital y haciendo como si su hijo no estuviera enfermo.
45. Cansada de la tensión, Aimee fue directamente al grano.
–Eres compatible. Entonces, ¿estás dispuesto a ayudar a Toby?
Él dejó su taza sobre la mesa y Aimee notó que se ponía muy
serio.
–No pierdes el tiempo, ¿verdad?
–No hay tiempo que perder. Toby no tiene tiempo. Además, no
me gusta jugar.
A diferencia de él. Pero Aimee tuvo la delicadeza de guardarse
el comentario.
Si él estaba enfadado, ella también; más enfadada de lo que le
había parecido posible, teniendo en cuenta que había continuado con
su vida hacía años. Se había pasado la noche dando vueltas en la
cama, acosada por los recuerdos de lo felices que habían sido juntos,
obsesionada con su catastrófica ruptura.
Recuerdos de los que podría ocuparse.
Él había entrado de nuevo en su vida, tan atractivo como
siempre, y había resucitado un deseo profundamente arraigado en
ella. Por eso estaba enfadada, y tenía derecho a estarlo; sobre todo
consigo misma, por ser una perdedora sentimental.
Él ignoró su respuesta sarcástica, se recostó en el asiento y se
cruzó de brazos; al hacerlo, bajo el polo de algodón se destacaron los
bíceps de un deportista, no los de un chef, y Aimee se reprendió para
sus adentros por fijarse.
–¿De verdad? Si me hubieras preguntado eso anoche, no sé
cómo habría contestado. Ya me ha resultado bastante difícil enterarme
de que tengo un hijo. Tu engaño me ha inquietado tanto que me ha
costado mucho pensar a derechas y asimilarlo todo. Pero ahora...
Dejó de hablar bruscamente, mientras adoptaba una expresión
de extrañeza, una mezcla de miedo y ternura.
–¿Ahora qué? –dijo ella, que se mordía una uña mientras
esperaba con impaciencia a que él continuara, sabiendo que muchos
hombres en el lugar de Jed la detestarían por todo lo que le había
ocultado, y esperando que él no fuera de verdad uno de ellos.
–Ahora que sé que soy compatible con Toby y que he tenido
tiempo para asimilarlo todo, le he dicho al médico que inicie enseguida
los procedimientos necesarios para el trasplante.
–¿Se lo has dicho al médico?
Aimee sintió un alivio enorme, finalmente segura de que Jed
había accedido a ayudarlos; sin embargo, cierta presunción en su tono
de voz imprimió un tono sarcástico a su respuesta.
46. –Bájate del caballo, Aimee. No estoy intentando sacarte de tu
territorio; estoy tratando de hacer lo mejor posible con lo que me ha
caído encima. ¿Cuándo vas a darme un respiro?
Se inclinó hacia delante y la miró con frialdad, con la clase de
mirada que sólo había visto una vez en sus ojos, la noche que la había
dejado para no volver atrás.
Y de algún modo, incomprensible y ridículo, todavía quería
hacerle pagar por eso.
Estaba claro que a ella le preocupaba que le hiciera daño a Toby
y lo abandonara con la misma indiferencia cruel que había mostrado
hacia ella; pero en el fondo sabía que la mayor parte de su antipatía
hacia él nacía más de su antiguo dolor que del miedo de lo que le
pudiera hacer a su hijo.
–Tienes razón –Aimee dejó caer las manos sobre su regazo y
bajó la vista; no tenía sentido mostrarle lo mucho que la enervaba–.
Estoy pagando mis nervios contigo, cuando debería estarte
agradecida por tu ayuda.
Él se recostó en el asiento, aparentemente relajado; sin
embargo, su mirada astuta reveló que no estaba tan relajado como
podría parecer.
–Si piensas que voy a hacerle daño a Toby, no lo pienses, por
favor. Es un niño estupendo y, aunque yo no sea el padre que te
gustaría para él, voy a hacer lo que tengo que hacer.
–¿Durante cuánto tiempo? –preguntó Aimee.
Las palabras se le escaparon antes de darse cuenta de lo que le
estaba diciendo. Y eso que él le había pedido que le diera un respiro.
–No lo sé –negó con la cabeza, más triste que enfadado–. Como
has dicho, no estoy hecho para ser padre, así que vamos a ver cómo
va el tratamiento de Toby, y a partir de ahí ya veremos.
–¿Sabes que el tratamiento en sí sólo son unos días, pero que el
periodo de riesgo es de un mes?
De repente Aimee sintió que necesitaba estar segura de que se
había equivocado en cuanto a Jed, de que lo había juzgado
precipitadamente. Tal vez sería bueno para Toby, y tal vez, sólo tal
vez, estaría allí también para apoyarla a ella en los duros meses en los
que la vida de Toby correría peligro.
Él asintió sin dejar de mirarla, como si quisiera expresarle su
mensaje; y ella esperó que fuera el que deseaba escuchar.
–El médico me lo explicó esta mañana. Toby va a recibir
quimioterapia durante unos días para matar las células cancerígenas y
47. las de la médula ósea, y después le harán el trasplante mío. Las dos o
cuatro semanas siguientes son críticas, e incluso si todo va bien, una
vez que esté en casa, le llevará otros seis meses recuperarse.
»Durante todo ese tiempo tendrá que venir al hospital a que le
hagan controles y para continuar tomando medicación si es necesario.
Tal vez la nueva médula tarde hasta un año en funcionar
normalmente.
–Caramba, parece que el médico te ha lo ha contado todo, ¿no?
Aimee se dio cuenta de lo impresionada que estaba. A ella le
había costado unas horas procesar la información cuando había oído
al médico explicándoselo la primera vez; sin embargo, allí estaba él,
soltándole el rollo como si fuera un libro de anatomía.
Sin embargo, no había contestado a su pregunta. ¿Estaría allí
con ellos sólo al principio, o se quedaría todo el tiempo?
–Como ha dicho el médico, es mejor estar preparado, y el hecho
de conocer los pasos ayuda.
–Parece como si te hubieras tragado un diccionario médico –dijo
ella, sabiendo que no era justo presionarlo para que se
comprometiera, pero al mismo tiempo desesperada por saber en qué
punto se encontraba–. ¿Y tu negocio? ¿No va a sufrir estando tú aquí
mientras Toby recibe su tratamiento?
–Puedo faltar del restaurante hasta la próxima semana, y el
programa de televisión no empieza hasta el próximo otoño, así que
todo está bajo control.
¡Una maldita semana! ¿Eso era todo lo que podía faltar para ver
cómo iba Toby con su tratamiento?
Debería haberlo imaginado. Lo sabía de antemano, pero había
continuado hacia delante para alimentar su esperanza, pensando que
tal vez él hubiera cambiado, que las cosas serían distintas para su
hijo.
¡Qué ilusa! Si alguien sabía lo arbitraria que era una esperanza,
ésa era ella.
Había esperado que él la amara tanto como ella a él cinco años
atrás. Había esperado que se casara con ella y que vivieran felices
para siempre. Y también había esperado vivir el amor perfecto que
habían compartido sus padres.
Y por esperar todo eso, había que ver dónde la habían llevado
sus esperanzas; a depender de un tipo que volvería a dejarla tirada.
Otra vez.
–Toby es un chico especial –dijo él con orgullo mientras se ponía
48. derecho–. No me dijiste que se parecía tanto a mí.
–Sí, pobre niño.
Consiguió esbozar una sonrisa tensa con la que trató de ocultar
lo decepcionada que estaba porque sólo fuera a quedarse unos días.
–Eh, que yo recuerde, durante un tiempo esta cara no te
disgustaba tanto.
Él se agarró del mentón y se volvió la cara a un lado y al otro,
dándole la oportunidad de estudiar su perfil desde todos los ángulos.
Ella trataba de no fijarse en el bonito hoyuelo que tenía en la mejilla
derecha, en la pelusilla negra cuyo tacto tanto le había gustado sobre
su piel, o en los pómulos que definían su cara.
Pero no habría hecho falta mirarlo, porque su rostro se le había
grabado en la memoria durante todas las noches en vela en las que
había pensado en él.
–Eso es historia ya –dijo ella, quitándole importancia a lo que él
le decía.
Pero la realidad era muy distinta. Detestaba el modo en que su
traidor corazón latía al ver su descarada sonrisa, como si él supiera
exactamente cómo la afectaba a ella y que lo suyo no estaba tan
enterrado en la historia.
–Ya vale de hablar del pasado. Estas arrugas atestiguan mi
sabiduría –dijo mientras señalaba las líneas de expresión alrededor de
sus ojos, las que Aimee siempre había pensado que le hacían cara de
niño pequeño.
–Yo las llamaría patas de gallo –dijo Aimee sonriendo sin saber
cómo.
–¡Pero bueno!
Jed se echó a reír, y ella con él. Llevaba mucho tiempo sin
sonreír, pero mucho más sin reírse.
–Eso está mejor –comentó él en tono suave.
De pronto le tomó la mano con toda naturalidad, y al darse
cuenta de lo que había hecho, la soltó rápidamente.
–Recuerdo que solías reírte todo el tiempo.
Ella lo miró a los ojos sin pestañear, empeñada en ignorar el
nudo de emoción que su voz suave evocaba en ella y el calor que le
había trasmitido cuando le había dado la mano.
–Supongo que esos días pertenecen al pasado –dijo Aimee.
–Sí, creo que tienes razón –le dijo él con una mezcla de pesar y
de algo más potente que irradiaban sus ojos ambarinos, algo más afín
a la pasión intensa que habían compartido hacía tiempo.
49. Trató de no estremecerse bajo su mirada y se agarró a lo
primero que se le ocurrió para cambiar de tema.
–¿Cuándo se va a llevar a cabo la extracción de la médula?
–Pasado mañana.
Jed hizo una mueca que le recordó tanto a la que hacía Toby
cuando tenía que comer brócoli, que Aimee se echó a reír otra vez.
–Te pondrán anestesia general y no te enterarás de nada.
–¡Pero van a utilizar una aguja así de larga! –separó las manos
casi medio metro, volteando los ojos en fingida exageración.
–En realidad, estás equivocado. Es así de grande.
Separó los brazos un metro. Al verlo sonreír, Aimee se preguntó
qué diantres estaban haciendo tratando de aliviar una situación
mientras Toby estaba débil y desconsolado en la habitación de la
planta.
¿Qué tenía aquel hombre que bajaba la guardia con él de una
manera tan extraña, que la hacía sentirse cómoda cuando llevaba una
semana nerviosa? Sabía muy bien que sentirse culpable por charlar o
por hacer bromas entre ellos destinadas a soportar aquella situación
era una tontería. Ponerse de los nervios por lo de Toby no serviría de
nada; y en ese momento el niño era su prioridad. Debería estar
agradecida de que Jed la ayudara a relajarse un poco; pero después
de tantos años de rencor hacia él, le resultaba un poco difícil.
–Vas a disfrutar de mi dolor, ¿verdad?
–Sí. Me pondré la primera de la fila para darte una palmada en la
cadera después de la prueba.
–Sádica –dijo él.
–No, tan sólo una mujer rechazada.
Había pensado en responder en tono ligero, pero
desgraciadamente, sus palabras fueron demasiado serias.
–Pensaba que eso ya lo habíamos superado –dijo antes de
apurar su taza de café, como si quisiera ocultarse tras ella.
Él tenía razón. Todo eso pertenecía al pasado, y había que
continuar.
–Lo hemos superado. Creo que mi sentido del humor no está
muy brillante últimamente.
Él asintió y entrecerró los ojos como indicación de que no se
había tragado su rechazo.
–Es comprensible. ¿Cuáles son tus planes para hoy?
–Voy a la tienda un par de horas y luego vuelvo aquí.
También ella quería preguntarle lo que iba a hacer, pero hacía
50. tiempo que había dejado de preocuparse por esas cosas. Una vez lo
había hecho, y había que ver cómo había acabado: con un novio que
había empezado a desaparecer con regularidad, que había disimulado
su paradero hasta que ella lo había presionado tanto que él había
echado a correr, para no volver nunca más.
–Si a ti te parece bien, me gustaría volver esta tarde a ver a
Toby.
–¿Conmigo?
–Sí...
Para ser un hombre que parecía controlarlo todo, ella sintió su
vulnerabilidad en la manera de juguetear con la servilleta, en el
movimiento de los músculos de su mandíbula.
Aimee ignoró el nerviosismo que le entraba en el estómago al
pensar que el tiempo que Jed pasara con el niño sólo acabaría
causándole más sufrimiento a su pequeño, y asintió con la cabeza,
esperando que estuviera haciendo lo correcto.
Aunque, ¿qué otra elección tenía? ¿Agarrarle la médula y
empujarlo por la puerta mientras todavía estuviera adormilado tras la
operación?
Al pedirle ayuda lo había invitado a compartir parte de sus vidas,
y si todo iba mal sería ella la que tendría que componerlo después.
–Bien, entonces eso ya está claro.
Sin embargo, mientras caminaban hacia las puertas, Aimee se
decía que nada estaba arreglado.
Todo lo contario.