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Se recomienda leer las renuncias o disclaimers. Gracias.
 
 
Renuncias: Los personajes de Janice Covington y Melinda Pappas pertenecen a Renaissance
Pictures / MCA Universal. Esta historia sólo tiene como fin entretener y no pretende infringir
ningún derecho de autor que MCA Universal o Renaissance Pictures puedan tener.
 
 

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Autora: EQUIS.

LA INDISCRETA COVINGTON.

Prólogo.

Tras una turbulenta época de conflictos y crisis económicas, la América del 1947 había caído presa de la autoindulgencia y
relajación propias de una nación que, recién escapada de las fauces de la guerra, estaba decidida a preocuparse de poco más
que vivir la vida sin pensar en el mañana. Como fin de fiestas, un par de años antes, Hitler se había volado los sesos en un
bunker, Mussolini había sido fusilado por la resistencia italiana y la primera intervención de Hiro-Hito como cabeza de su país
había sido la rendición incondicional de Japón. America estaba harta de violencia y lágrimas. No más hijos, padres y
hermanos marcharían hacia un Guadalcanal. Ahora, Hollywood repartía mensajes de buena voluntad con títulos como "Los
mejores años de nuestra vida" y Frank Sinatra sonaba por las calles que, por primera vez en mucho tiempo, parecían estar
de nuevo pavimentadas de oro.
Claro exponente de su generación, Beth Short caminaba apresuradamente por una de las avenidas de Los Angeles. Las cosas
no habían sido fáciles últimamente. Al menos, no desde que dejó Medford. Desde luego, marcharse a vivir con su padre no
había sido una de sus ideas más brillantes, tal como se demostró cuando él, harto de la hija a la que ya había abandonado
una vez siendo una niña, le puso las maletas en la puerta. Y además, tuvo la desfachatez de decirle que no servía para
nada. ¿Sólo porque no tenía uno de esos aburridos y vulgares trabajos iba a tener que encargarse de las estúpidas labores
domésticas?. Pero a Beth Short no le importaba. Ya entonces sabía que estaba destinada a algo mejor. Quizá por eso optó
por no regresar a casa con su madre. Después de todo, ¿cómo iba a convertirse en una estrella en Massachusetts? Los
Angeles era donde estaba la acción. Y no había sido fácil. Aunque, con un físico como el suyo, había encontrado formas de
abrirse camino. De acuerdo, en ocasiones se había sentido utilizada, pero prefería pensar que, muy al contrario, era ella
quien utilizaba a la gente como apoyo en su escalada hacia la fama. Ya casi podía ver su nombre en luces brillantes. Una
vida de vino y rosas se abría ante ella. No había sido fácil, pero esa noche tenía una cita. Una cita realmente importante. Y,
canturreando desafinadamente una melodía de Billie Holliday, se encaminó al hotel Biltmore.

 

01. La sombra de una duda.

Janice Covington sonrió brevemente instantes antes de que el directo dirigido contra su barbilla sólo encontrase aire en el
lugar que segundos atrás ocupaba la cabeza de la arqueóloga. Tras pivotar sobre su posición, la mujer había quedado en la
posición perfecta para derribar de un codazo en la nuca a su, ahora, desequilibrado agresor que se estrelló contra el suelo
levantando una nube de polvo. Janice giró sobre sí misma para encarar a dos nuevos aspirantes a punching-ball, que corrían
hacia ella en un revuelo de sábanas. Sin mediar palabra e impulsándose contra ellos con un salto mortal, aterrizó sobre
ambos, haciéndolos caer con un feo crujido de huesos rotos. Una patada giratoria en el aire se encargó de un tercer tipo que
trataba de acercarse por detrás.
Janice divisó al Gran Cíclope, observándola desde debajo de su capucha, protegido por una miriada de miembros de la orden.
Consciente de que la batalla acababa necesariamente en él, se lanzó a la carrera en su dirección, derribando en el proceso a
la mayoría de los que se atrevían a entrometerse en su camino con una interminable serie de golpes contundentes, resultado
de una amalgama de disciplinas marciales, y esquivando al resto entre piruetas y saltos. Momentos más tarde, ya estaba
cara a cara con su enemigo cuando...
- No lo entiendo.
Janice, sentada a horcajadas sobre la camilla, arqueó las cejas con gesto de exasperación y, pasándose la mano
nerviosamente por su corto cabello rubio, se giró hacia su mejor amiga. Jan se había cortado el pelo en cuanto llegó a la
alegre conclusión de que así no necesitaba peinarse. Mel rezaba porque nunca se diese cuenta de que saliendo a la calle
desnuda evitaría también el lavado y la plancha.
-¿Qué es lo que hay que entender, Melinda?
Melinda Pappas, cómodamente sentada frente a la arqueóloga, agitó la mano derecha en un gesto vago, con una expresión
de ingenuidad digna de ese tipo de películas en que los animalitos hablan, bailan y hasta cantan ópera alemana, si se tercia.
- Oh, bueno, es que no lo comprendo. Es decir, ¿qué interés podría tener el Klan en acabar contigo? Si aún ni te conocen...

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- Er... -ignorando la terrorífica posibilidad de que Mel se estuviese adentrando en el hasta entonces por ella inexplorado, pero
indudablemente prometedor, terreno del sarcasmo, Janice tartamudeó lo que en ese momento se le antojaba una respuesta
adecuada o, al menos, no demasiado absurda - Quizá los interrumpí en alguna de esas reuniones que...
-¿En mitad de Charleston?- exclamó la morena con una exagerada mueca de sorpresa -¡Cielos, cada vez se vuelven más
atrevidos!
Janice enmudeció unos instantes. Después abrió y cerró la boca un par de veces y, por fin, dejó caer los hombros
pesadamente y contestó abatida -Bueno, tal vez me confundí. Es posible que fuesen ladrones y no miembros del Klan. Había
poca luz y...
- Es natural.- respondió la sureña con una adorable sonrisa.- Esos capuchones son tan difíciles de distinguir en la
penumbra...

Janice Covington sonrió brevemente instantes antes de que el directo dirigido contra su barbilla la arrojara violentamente por
tierra. Tras levantarse de un salto con toda la rapidez de que fue capaz, la arqueóloga consiguió maniobrar lo suficiente para
derribar a su agresor con una zancadilla, compensando en agilidad lo que le faltaba en fuerza y tamaño. Una vez en el suelo,
Janice se las arregló para noquearlo con una patada en la nuca, girándose para encarar a los dos nuevos atacantes que
corrían hacia ella.
- Más os vale parar ahora que aún estáis a tiempo, chicos.

Ambos hicieron caso omiso a su advertencia, así que Janice se situó frente a ellos en posición defensiva. Un gancho al
estómago acabó con el primero, despachando al segundo casi simultáneamente con un codazo en el plexo. Un cabezazo se
encargó de otro tipo que, justo en ese instante, conseguía sujetarla por detrás, garantizándose para el día siguiente un dolor
de cabeza a juego con el de sus nudillos despellejados.
Janice divisó al que parecía ser el jefe de la banda, observándola desde debajo del ala de su sombrero, protegido por un
nutrido grupo de secuaces. Consciente de que la lucha acababa necesariamente en él, se lanzó en carrera en su dirección,
esquivando como buenamente pudo los golpes que descargaban sobre ella los matones que encontraba en el camino y
apartando a empujones a todos los que no consiguió regatear. Algo más tarde, y con menos hematomas de los que cabría
esperar, ya estaba cara a cara con su enemigo cuando...
-¿¡¡Y ahora qué!!?

Melinda no había abierto la boca, pero había limpiado los cristales de sus gafas de montura metálica. Dos veces.
- No, nada, sigue, te lo ruego. -contestó con una sonrisa angelical.
...cuando...

- Bueno, es que estaba pensando...- Dos semanas en Carolina del sur habían devuelto el acento de Melinda a todo su
antiguo esplendor, convirtiéndola de nuevo en la versión aumentada de Escarlata O'Hara -¡Jesús bendito, Janice! ¿Con
cuánta gente has peleado esta noche? No habrás vuelto a salir por la ciudad con ese horroroso revólver, ¿verdad?
Janice se removió, inquieta -Err...

-¡Y casi a plena luz del día! ¡Me extraña que no haya salido aún en la prensa! Tú sola contra un ejército... ¡Eres una heroína!
- chapurreaba la morena alegremente agitando los brazos lo suficiente como para provocar pequeños cambios climáticos en
la otra punta del mundo - Y todo por impedir un robo. Por cierto, ¿qué querían robar, Jan?
Ahora francamente incómoda, la arqueóloga comenzó a balancear las piernas, mientras balbuceaba algo.
- Disculpa, Janice, no te oigo bien...- apostilló la poco explotada faceta despiadada de Melinda

Janice Covington sonrió brevemente instantes antes de que el directo dirigido contra su barbilla la arrojara por tierra, donde
rebotó un par de veces como un maltrecho saco de patatas antes de recuperar el equilibrio lo suficiente como para
incorporarse a cuatro patas. Al ver las botas de su agresor justo frente a su cabeza, la arqueóloga recordó todo lo que su
padre le había enseñado acerca de luchar limpiamente. Se resumía en una palabra: "olvídalo". Arrojando un puñado de tierra
hacia los ojos del tipo, consiguió levantarse justo a tiempo de ver a los otros dos hampones que corrían hacia ella.
- Chicos, ¿no podríamos hablarlo tranquilamente?
Dado que ambos decidieron ignorarla, desarmada y en franca desventaja contra tres hombretones que la doblaban en
estatura y masa corporal, la parte inteligente de Janice entró en contienda con su orgullo a favor de  una deshonrosa pero
saludable retirada. Desgraciadamente, seguían en tablas cuando ambos tipos la alcanzaron. Viéndose rodeada, la mujer
esperó hasta que el primero de ellos le lanzó un puñetazo. En ese instante se agachó rápidamente, consiguiendo que el golpe
alcanzara en la nariz al segundo individuo, que se derrumbó con un feo crujido de huesos rotos. Aprovechando el
desconcierto momentáneo de su atacante, Jan le endosó al tipo que quedaba en pie un rodillazo con todas sus fuerzas,
dejándolo fuera de combate a corto plazo y reduciendo drásticamente sus posibilidades de paternidad en un futuro próximo.
Janice divisó al que parecía ser el jefe del grupo observándola con rencor ahora que había conseguido aclararse los ojos.
Consciente de que la bronca acababa necesariamente en él, avanzó en su dirección, dispuesta a terminar con el asunto de
una vez por todas. Estaba cara a cara con su enemigo cuando...
Janice hizo una pausa momentánea para observar a Melinda que, en ese momento, con los codos apoyados sobre la rodilla y
la barbilla sobre las manos, era la viva imagen de la inocencia.
... cuando éste sacó una Smith&Wesson del 36 y amartilló el gatillo. Considerando que quizá Melinda se había excedido
cuando le prohibió llevar su revólver encima en Charleston...
Mel enarcó una ceja y los hombros de Janice se hundieron aún más.

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... Maldiciendo internamente a la estirada de Melinda por esconder tan bien su revólver en cuanto llegaron a Charleston,
Janice tuvo el tiempo justo de saltar en plancha al suelo antes de las tres detonaciones que precedieron al silbido de balas
sobre su cabeza. Una vez en tierra, giró sobre sí misma, intentando no ofrecer un blanco estático. Afortunadamente, el tipo
no parecía tener mucha puntería y vació el tambor sin acertarle ni una sola vez. Sin embargo, Janice juró en voz alta al
intentar levantarse: al caer, se había dañado el tobillo.
-Aaaahhhhh.- sonrió Melinda, como el que al llegar a la última página de un libro descubre que el asesino era el mayordomo.
Janice frunció el ceño y, con toda la dignidad de que pudo hacer acopio, continuó su historia.

La arqueóloga sopesó la situación. Se había visto peor otras veces. Como cuando tuvo que explicar a Melinda dónde había
ido a parar su sombrero favorito justo después de descubrir que quizá el tiro con arco no fuese lo suyo. Era cierto que el tipo
sobrepasaba con creces su metro sesenta y poco, que tenía brazos del tamaño de troncos y que ella estaba lesionada, pero,
qué demonios, alguna ventaja tenía que darle al pobre imbécil.
Un rato más tarde, tras arrastrarse como pudo hasta la mansión de los Pappas, Janice se encontró con un nuevo problema.
Durante la refriega, había perdido las llaves de la casa. Aunque podría haber llamado a la puerta, la mujer no quiso molestar
a su amiga Melinda que, probablemente, estaría ocupada con algún arreglo floral, el té o su manicura, así que...
-¡Janice!- por un instante, pareció que la sureña iba a perder la paciencia, pero en el último momento consiguió mantener la
compostura- Eran las cinco de la mañana. ¡Estaba durmiendo!.
- Entonces deberías estar doblemente agradecida de que intentara no molestarte, ¿no?- sonrió Janice de medio lado.

... así que, encaramándose hasta una de las ventanas de la planta baja, la arqueóloga consiguió introducirse en la vivienda.
Sin embargo, una vez allí, comprobó que, dado el estado en que se encontraba su tobillo, le iba a ser imposible subir las
escaleras principales para llegar hasta su habitación. Esta vez no tenía más alternativa que despertar a su mejor y más
querida amiga, así que, tratando de no alarmarla en exceso, la arqueóloga le suplicó que bajase a ayudarla.
-¿De verdad? Yo recuerdo más bien algo en la línea de "¡¡Eh, como-te-llames, mueve el culo y baja a echarme una mano!!"
- Bueno, puede que perdiese un poco los nervios- repuso Janice inquieta - pero es sólo porque tienes un sueño muy pesado.
Bueno, el caso es que bajaste, comprobamos que el tobillo estaba inflamado y aquí estamos.
El médico, un auténtico caballero del sur aparentemente extraído de un libro de Margaret Mitchell y en edad de tener nietos,
contemplaba boquiabierto a la rubia mujer, mientras ésta, una vez concluido su accidentado relato, se cruzaba de brazos,
adquiriendo esa pose de "y no hablaré más si no es en presencia de mi abogado" que Melinda conocía tan bien.
- Si nos disculpa unos momentos, señorita Covington...

Oswald Pappas guió a Melinda hasta el otro extremo de la consulta. Una vez a distancia prudencial de Janice que, en su
desesperado intento de escuchar la conversación desde la otra punta de la habitación, estuvo a punto de caer al suelo de
forma no muy digna, el pobre hombre intentó desesperadamente buscar una forma educada de formular la pregunta que
llevaba rato haciéndose sin poner en entredicho la palabra de la mejor amiga de su sobrina favorita.
-Melinda, cariño- titubeó -¿tú crees que...?

-...debió perder las llaves en el pub con sus amigotes. Como volvió de madrugada, preferiría no tentar su suerte
despertándome y entró por la ventana. Supongo que llevaría unas cervezas encima, tropezaría con el marco, se cayó y se
daño el tobillo- ante esta nueva versión reducida y sin censura de la agitada noche de Janice Covington, el médico arqueó
tanto las cejas que pareció que iban a despegar de su frente - Pero no le digas que lo sé, tío Owie- concluyó Melinda en tono
neutro y un tanto despreocupado-, es mejor darle cuerda para que se ahorque ella sola.
El doctor Pappas, haciendo gala de un encomiable autocontrol frente a su aparentemente divertida sobrina, consiguió
mantener la compostura el tiempo suficiente para dar su diagnóstico.
- Es una rotura de tibia, señorita Covington. Tendrá que estar inmovilizada durante el próximo mes.

 

02. Inocencia y juventud.
Algunas palabras, como guerra, muerte, enfermedad o "espagueti a là Covington", encierran en sí mismas una promesa de
horror, una amenaza apenas encubierta a la pacífica existencia del ser humano en este planeta. Sin embargo Melinda Pappas
nunca imaginó que una palabra tan aparentemente inocente como "inmovilizada" se incorporase en un puesto de honor a su
pequeño infierno personal a tan vertiginosa velocidad.
El Atlántico rompía con fuerza contra los dársenas del puerto de Charleston mientras Mel paseaba tranquilamente por las
calles desiertas de la ciudad, disfrutando de la paz y el silencio que la civilización sólo puede ofrecer durante las primeras
horas de la mañana de un domingo de enero. Los robles todavía conservarían las hojas hasta principios de primavera y la
temperatura era tan suave que nadie hubiera dicho que la ciudad dormitaba en brazos del invierno. Melinda llevaba ya un
tiempo sin descansar demasiado.

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En un primer momento, la sureña pensó que podría sobrellevar sin problemas las consecuencias de la última trastada de su
amiga. A fin de cuentas, ¿qué daño podría hacer Janice sin levantarse de un sillón en todo el día? Sin embargo, el tiempo
comenzó a   transcurrir de forma agónicamente lenta en cuanto la arqueóloga empezó a cansarse de su forzada inactividad y
a Melinda se le acabaron las ideas para mantenerla distraída. Para empezar, resultaba difícil pensar que alguien a quien
habían disparado, cortado y golpeado - y eso sólo cuando el día se presentaba favorable- pudiese quejarse tanto por una
simple fisura. Aunque Jan sólo se había dañado el tobillo, se comportaba como si estuviese tetrapléjica. Melinda había
perdido la cuenta de las veces que había tenido que subir a su habitación para llevarle un vaso de agua, arreglarle los
cojines o acercarle algún libro.
Decidiendo, sin mucho entusiasmo, que ya era hora de regresar, la mujer se encaminó al puente sobre el río Ashley. James
Island no quedaba particularmente cerca, pero tampoco estaba ansiosa por llegar a casa. Además, por alguna razón que
nadie alcanzaba a comprender, Melinda no se cansaba fácilmente.
Allá, en el viejo continente, le había parecido una buena idea volver a Carolina del Sur por un tiempo. Echaba de menos su
casa y a su familia y, sobre todo, echaba de menos conocer a alguien sin necesidad de preocuparse de cómo intentaría
matarla un rato más tarde. Janice, en principio, torció el gesto ante la posibilidad de pasar unos meses en el tranquilo
Charleston, pero al final se resignó a que, por una vez, Melinda se saliese con la suya. "Podría aprovechar el viaje", dijo,
"para buscar rastros de la expedición del Lucas Vásquez de Ayllón, ya que, por poca gracia que pudiese haberle hecho a
Charlie" - más conocido como el ilustre Carlos I de Inglaterra por gente más respetuosa con la monarquía que la arqueóloga"la primera colonia europea en Norteamérica la fundaron los españoles". Por no perder la costumbre, no es que les durara
mucho, claro, pero algo debía quedar por ahí. Las ansias arqueológicas de Janice duraron hasta que se enfrentó cara a cara
al hasta entonces etéreo concepto del Southern Comfort, y es que, contra todo pronóstico, la arqueóloga se acomodó a la
ciudad como a unos viejos zapatos gastados. Existe mucha gente cuya forma de ser hace que, tras una primera impresión
negativa, acaben cayendo bien al observador casual. El caso de Janice era justo el contrario, pero una estricta política de
relacionarse de la forma más superficial posible hizo de la arqueóloga el acontecimiento más celebrado de los últimos años
en ciertos círculos de Charleston. Como los bares, las timbas y los campos de beisbol, por mencionar unos cuantos. Feliz de
regresar a su ambiente, Melinda no se había quejado. Al menos, no demasiado. Pero ahora que Jan estaba confinada en la
mansión de los Pappas, la pacífica coexistencia de los últimos dos meses estaba comenzando a agrietarse peligrosamente.
"Podrías escribir alguno de esos artículos de los que siempre hablas" había sugerido Melinda en un intento desesperado de
entretenerla aunque sólo fuese un par de días. Sin embargo, el descubrimiento de un puñado de folios emborronados
únicamente con la frase "no por mucho madrugar amanece más temprano" obligó a Mel a frustar bruscamente la carrera
literaria más corta de la historia de Carolina. El ajedrez tampoco surtió efecto mucho tiempo, sobre todo porque Melinda no
consiguió encontrar ni la cuarta parte de las piezas en el jardín cuando Jan arrojó el tablero por la ventana después de
perder un par de partidas. El jardinero tampoco volvió. La radio consiguió un éxito parcial hasta que Janice decidió que el
sonido no era lo suficientemente nítido. Un rato y un par de destornilladores después, la mujer concluyó alegremente que la
programación tampoco era tan buena mientras guardaba disimuladamente en un cajón todas las piezas que le habían
sobrado tras intentar volver a montar el aparato.
Así, las horas se fueron alargando y alargando hasta socavar la resistencia de la sureña, que sólo pudo concluir que debía
estar pagando un karma a un ritmo acelerado. Melinda hizo lo posible por adaptarse a su nueva situación, pensando que el
tiempo acabaría por pasar y que, en un mes, se estaría riendo de todo aquello.  Entonces, llegó el segundo día.
Ensimismada en sus pensamientos, Melinda dio un respingo al oír a alguien pronunciar su nombre a sus espaldas.
Asombrada, notó que había llegado hasta la puerta de su casa sin apenas darse cuenta. Mel se giró hasta encarar a su
vecina, una mujer rubia y menuda, de mediana edad y aspecto asustadizo, que la saludaba con una inclinación de cabeza.
- Buenos días, señora Gurgham- sonrió Melinda, deteniéndose de espaldas a su verja. Conocía relativamente poco a Marjorie
Gurgham, pero la mujer le caía bien. Era de ese tipo de personas que siempre parecen estar a punto de romperse y que, de
alguna forma, despiertan en los demás un instinto de protección.
- Bu... buenos días, se... señorita Pappas- tartamudeó mientras trataba de equilibrar la montaña de bolsas que,
evidentemente, resultaban demasiado pesadas para ella.

- Un día excelente, ¿no cree?- Melinda, tal como dicta la etiqueta incluso en regiones donde la variación climática es
prácticamente inexistente, siempre recurría al tiempo cuando no tenía nada que decirle a su interlocutor. Con Marjorie, éste
siempre era el caso - Ya veo que también le gusta madrugar...
- No, yo... Er, sí, bueno... Mi esposo... A él le gusta que le lleve el periódico con el desayuno cuando se levanta...
Melinda hizo un gesto leve que podría haberse interpretado como cualquier cosa. Por lo poco que sabía de él, Harold
Gurgham era un tipo hosco y desagradable con el que apenas había cruzado unas palabras y que desaprobaba abiertamente
el hecho de que ella o, llegado el caso, cualquier mujer, se dedicase a alguna tarea que no estuviese directamente
relacionada con una sartén.
-¿Qué... qué tal se encuentra su amiga?- preguntó la mujer con más cortesía que interés sacando a Mel de sus
pensamientos.
- Oh, ella...- Janice era un tema del que Melinda podría hablar largo y tendido, pero el protocolo de Charleston en cuanto a
diálogos sin trascendencia exigía que sintetizase la respuesta en no más de una frase, admitiéndose las conjunciones
copulativas únicamente si la conversación aún no había superado los cinco minutos -Físicamente, supongo que se encuentra
mejor, pero si vuelvo a oír vocear mi nombre desde la otra punta de la casa, creo que gritaré...
-¡¡¡Marjorie!!!
Ambas mujeres dirigieron la vista hacia la puerta de la mansión de los Gurgham, donde Harold Gurgham, envuelto en una
carísima bata verde de seda que contrastaba claramente con sus vulgares zapatillas de paño, contemplaba a su mujer, rojo
de cólera.
- Hace más de diez minutos que me desperté y ¿dónde te encuentro? Cotilleando con...- Mel, cuya expresión no debió
pasarle por alto al airado individuo, nunca llegó a saber cómo pensaba llamarla, porque éste se detuvo, inspiró y continuó,
sólo un poco más calmado - ... la vecina.
 - Di... disculpa, Harold. Só... Sólo me detuve unos instantes para...
- Cállate. ¡¡Y entra ahora mismo en casa!!

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Marjorie se apresuró a entrar en el portal, llevando a cabo una serie de complicados movimientos para evitar que se le
cayesen las bolsas que, Mel no pudo evitar sino fijarse, su marido no la ayudó a transportar. Encogiéndose de hombros, la
mujer rebuscó en su bolso hasta encontrar la llave de su casa y, tras cerrar la puerta a sus espaldas, se detuvo unos
momentos en el recibidor, considerando que, en cuanto a tranquilidad se refiere, la soltería tenía sus ventajas...
-¡¡Melindaaaaa!!

Fiel a su palabra, Melinda gritó.

 

03. Atormentada.

- Me abuuuurrooooo.- dijo Janice por quincuagésima vez en lo que iba de mañana.

Melinda, que, apaciblemente sentada en un sillón que había recibido la denominación de chaiselonge hasta que se cansó de
que a la arqueóloga le dieran agujetas de tanto reírse, trataba de leer las notas de sociedad en el diario, prefirió ignorar su
comentario, como si no prestándole atención a la molestia, ésta fuese a desaparecer por arte de magia. La maniobra no era,
ni mucho menos, innovadora: el imperio romano ya había practicado lo mismo con los bárbaros varios siglos atrás.
- Me aburro muchísimo.- insistió la mujer con la tozudez de quien aún puede contar sus años con los dedos de las manos
mientras trataba de hacer canasta con las pastas de té en el jarrón de la mesa de enfrente. Justo después de que una de
ellas le diese en la nariz tras un rebote poco ortodoxo, Melinda hojeó el periódico con energía en busca de algo que pudiese
mantener quieta a su amiga el tiempo suficiente para que ella pudiese huir con discreción.
- Política internacional...- murmuró la sureña pasando hojas - "Un desafortunado error en política de exteriores provocó
daños colaterales durante una intervención humanitaria..." ¿qué querrá decir esto?
- Enviaron al ejército a patear traseros en algún pobre país donde nadie los llamaba y los bastardos masacraron a la
población civil para pasar el rato.

Melinda se apresuró a cambiar de tema antes de que Jan comenzase a expresar sus opiniones de forma más entusiasta.
- "Se sigue investigando el caso de la Dalia Negra". Qué curioso, una primera página dedicada a botánica...

- No, Mel. La Dalia Negra es una mujer llamada Elizabeth Short. Es una especie de juego de palabras. Ya sabes, La Dalia
Azul. Sólo que Short siempre vestía de negro.
- Oh.- Melinda volvió a leer el titular como si lo viese por primera vez. -¿Y qué ha hecho la señorita Short?
Janice reflexionó un instante y luego se encogió de hombros.

- No ha hecho nada. En este caso se encontraba en el extremo receptor del verbo. La encontraron cortada por la mitad en
un solar a las afueras de Hollywood. Como si del pavo de Acción de Gracias se tratara, mismamente.
Jan habría dado más detalles acerca del cuerpo, pero Melinda ya se había levantado a toda prisa en dirección al baño con un
poco favorecedor tono verdoso. Para cuando regresó, la arqueóloga había conseguido de alguna manera hacerse con el
periódico, que Mel sabía positivamente que había dejado a una distancia considerable de ella.
- ¿Sabes lo que pienso?- le preguntó Janice sin levantar la cabeza de su lectura.
- Creo que prefiero no saberlo...
- Creo que están llevando mal la investigación.- Janice solía hacerle a Melinda el mismo caso que a la pared, pero con ésta
última era más educada.- Presuponen que el asesino debe ser o bien un viejo conocido o bien un completo desconocido.
- Tiene que ser una de las dos cosas por fuerza, Janice.
- No. El crimen es demasiado elaborado. Esa mujer fue pacientemente descuartizada y diseccionada. ¿Qué te dice eso?
- ¿Aparte de "buaggh"?- murmuró Mel, que estaba comenzando a sentirse mal de nuevo.
- Para llevar a cabo un trabajo tan preciso hace falta el tipo de persona que alguien como Beth Short es poco probable que
conociese. Por el mismo motivo, no encaja el maníaco ocasional con el que uno se tropieza por la calle por pura casualidad.
Melinda estuvo a punto de puntualizar que no resulta demasiado normal encontrarse con un psicópata por la calle. Un
instante después recordó con quién estaba hablando.
- ¿Entonces?- preguntó Mel sintiendo interés, a su pesar.
- Bueno, supongo que hubo algún intermediario.- explicó Janice mientras golpeaba el diario con el índice repetidamente.Supuestamente, la última vez que la vieron se encaminaba al hotel Biltmore. Supongamos que alguien le había concertado
una cita con una tercera persona...
- ¿Y por qué iba a citarse con un desconocido? ¿Y quién iba a concertarle una cita con un asesino? ¿Y por qué iba a querer
nadie asesinar a una persona...?- Melinda se interrumpió bruscamente al caer en la cuenta de que ella misma habría matado
gustosa a Janice un par de veces en las últimas veinticuatro horas -¿... de esa forma?- concluyó algo ruborizada.

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- Bueno, digamos que Short no era el tipo de persona con la que tú te hubieras relacionado. - la forma de sonreír de Janice
hizo que Mel decidiese no profundizar en el tema. - En cuanto a concertar la cita, hay gente que haría cualquier cosa por
dinero.- El rostro de Mel mostraba que no entendía nada en absoluto. Era lógico, pensó Janice con un deje de cinismo, en
alguien que llama chaiselonge a sus sillones. - Por lo demás, no tengo ni idea de por qué alguien querría cargarse a una
aspirante a actriz de tercera fila. Pero, fíjate, el forense dice que...
- Déjalo.- suplicó la sureña notando que regresaban las náuseas.- Mira, te dejo leer en paz. Voy a aprovechar para salir a
comprar un par de botellas de leche. Ya sabes que hoy es el día que libra el servicio...
Janice pareció dedicar a la idea cierta consideración.
- Oye, Melinda. Ya que sales...

- ¿Qué quieres? ¿Un chocolate? ¿un juguetito? ¿una sorpresa?- suspiró Melinda desde la puerta de la habitación.

Inmune como era a cualquier tipo de sutileza, Janice sopesó sus posibilidades y, sacudiendo la cabeza afirmativamente, le
dedicó la mejor de sus sonrisas.
sigue -->
04. Mejor es lo malo conocido.
Cuando, un rato más tarde, Janice oyó los golpes de la puerta, supo de inmediato que no podía ser Melinda. No es que
nunca se hubiese olvidado la llave -a veces se pasaba horas buscando las gafas que llevaba puestas- pero Jan sabía
positivamente que habría ido a hacer la compra al punto más alejado de James Island donde pudiese habitar una vaca.
Encogiéndose de hombros, se encaminó con un paso decididamente torpe hacia las escaleras principales. Una vez allí, y
sabiéndose a salvo de miradas indiscretas, saltó a horcajadas sobre la barandilla y se deslizó cómodamente hasta el
vestíbulo. Arrastrando tras de sí la pierna escayolada y experimentando una leve irritación ante el sonido arrítmico que
producía al chocar con el suelo de madera, Janice llegó a la enorme puerta roble de dos hojas que franqueaba la entrada a
la mansión de los Pappas y la abrió con dificultad. Ante ella, un hombre bajo, regordete y con prominentes entradas,
esperaba pacientemente con un ramo de flores que sólo un daltónico terminal podría llegar a apreciar. Cuando vio a Janice,
la sonrisa bobalicona que había lucido hasta ese instante se desvaneció inmediatamente.
- ¡¡Vaya, Howard, qué desagradable sorpresa!! -gruñó Janice con visible irritación.

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- Juez Howard, si es tan amable, señorita Covington.- escupió él mirando a la arqueóloga como si fuese algo que el gato
trajo de la calle.
- Veo que has venido con un burro...- dijo Jan asomando su rubia cabeza por la puerta entreabierta.

- Señorita Covington...- el hombre se detuvo unos momentos, como si se estuviese atragantando, y señaló a su montura.Querría hacer notar que este animal es un pura sangre árabe que...
- Disculpa, Howie, hablaba con él.- concluyó Janice cortante, preguntándose si con eso sería suficiente para espantarlo de
una vez por todas o si tendría que recurrir a dispararle.
- Debo entender que la señorita Pappas no se encuentra en casa...

- No en ésta al menos. Pero no aspiro a que lo entienda. Basta con que lo asimile.

Considerando que ya había aguantado suficiente a aquella irritante mujer, el ilustre juez Howard frunció el ceño y se dispuso
a marcharse.
- Le ruego que la informe de mi visita y que le entregue esta pequeña muestra de mi afecto- Janice cogió el ramo como si de
una víbora epiléptica se tratara.- Si desea llamarme, estaré en mi propiedad toda la tarde.
Un rato después de que Janice cerrase de un portazo, renegando acerca de la gente que en lugar de casa tiene propiedad,
Melinda regresó sin la leche pero con un completo cargamento de ese tipo de cosas perfectamente inútiles que siempre
habitan en los puntos más visibles de cualquier tienda. La arqueóloga seguía desmadejada sobre el mismo sillón donde la
había dejado, haciendo pajaritas de papel con el periódico de la mañana. Ni siquiera había respetado la sección de cocina.
- Howie ha venido a verte- dijo Janice divertida sin volverse hacia su amiga - Creo que si rebuscas un poco en la basura aún
puede que encuentres los hierbajos que te trajo. Los he dejado ahí para espantar a las ratas.
- Pero ¿por qué me pasa a mí esto?- murmuró Mel deteniéndose, soltando los paquetes y levantando la vista al cielo.
- No sé. Serán los ojos azules. O el cuero. A algunos les gusta el cuero.

- ¡Yo no he usado cuero en mi vida, Janice! - exclamó la mujer con un deje escandalizado.
- Nadie es perfecto.

Melinda frunció el ceño con un mohín casi infantil y luego se encogió de hombros.- Siempre creí que Howard acabaría con
Herminia. Llevaban tanto tiempo juntos ...
- ¿Herminia?

- Sí, ya sabes. La chica de los Whateley, ésa que siempre me imita...

Janice reprimió a duras penas un escalofrío ante la terrorífica idea de que un ser humano normal tomase a Mel como modelo.
Estos sudistas... Pero, claro, ¿qué podía esperarse de un estado donde los demócratas no habían dejado el poder desde
1876?
- Mira, te he traído un regalito- sonrió esgrimiendo una caja envuelta en papel de regalo de color burdeos.

La arqueóloga, entusiasmada como corresponde a cualquier crío de seis años que se precie en la noche de Navidad, giró la
caja varias veces, sopesándola, en un intento no demasiado esforzado de intuir su contenido antes de destrozar el papel
como si de un solomillo en una piscina de pirañas se tratara. Apartando a manotazos los maltrechos restos de éste de la caja
de madera que envolvían, la mujer levantó la tapadera para revelar...
- ¿¡Unos prismáticos?!- exclamó Janice con disgusto- ¡¿Qué demonios voy a hacer con unos prismáticos?!
Melinda casi lamentó no haberle traído un oso de peluche como pensó en un principio. A fin de cuentas, los osos de peluche
son populares incluso en galaxias donde el oso no existe como especie animal. Sin embargo, su instinto de conservación le
había ganado la mano en la tienda.
- Pensé que podrían serte útiles para observar a las aves.- Melinda, al borde de un ataque de nervios, gesticulaba
desesperadamente señalando aquí y allá- Por aquí suele haber muchas. Y podrías catalogarlas. Y...
- ¿Para qué querría nadie observar tontos pájaros? ¡Nunca hacen nada interesante!- protestó Janice balanceando los
prismáticos mientras giraba todas las piezas móviles en un vano intento de convertirlos en algo más divertido.
- Supongo que entonces va a necesitarse esto - murmuró Melinda tristemente mientras sacaba un par de botellas de
bourbon de la bolsa que llevaba.
- ¿Alcohol? Pensé que no querías que bebiese alcohol.. - exclamó Janice sorprendida.
- No son para ti, Janice, son para mí.- concluyó Melinda con tono cansino derrumbándose sobre uno de los sillones de la
estancia.
- Bueno, bueno- el tono de alarma en la voz de Janice se iba haciendo más estridente conforme observaba a Mel pelearse
con el tapón de una botella de Four Roses-, puede que no sea tan mala idea. Mira, voy a probar un rato, ¿vale? - casi gritó
mientras esgrimía los prismáticos enfáticamente hacia un pobre pajarillo, cuya expresión venía a indicar que la próxima vez
que quisiera volar consideraría comprar un billete de avión.

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La sureña, algo menos abatida, abandonó la habitación llevándose las botellas. Sólo por si acaso. Una vez hubo puesto
espacio de por medio entre ella y la, a estas alturas de la mañana, bastante nerviosa arqueóloga, se sintió como si después
de una amistosa transacción con la mafia hubiese llegado al fondo del río sólo para descubrir que habían confundido el
cemento con harina. Finalmente, decidió prepararse una taza de té y refugiarse en la biblioteca, su habitación preferida de la
casa desde que era una cría. Ya relajada frente a la chimenea, Melinda se concentró en las ondas que se formaban en la
superficie de la taza, ahora iluminada por el color dorado de las llamas. Toda esa historia sobre crímenes que tanto había
interesado a Janice durante un dilatado período de cinco minutos le había recordado su estancia en Londres, algo más de un
año antes. Al acabar la guerra, Jan decidió que era el momento de visitar la capital inglesa. A fin de cuentas, ¿dónde iba a
encontrar uno más arte griego que en los corredores del Museo Británico? Melinda hizo constar que prefería pasar unos
meses en París pero, por supuesto, los billetes ya estaban comprados. Después de los bombardeos, Londres estaba bastante
destrozada, aunque ya había comenzado el proceso de reconstrucción y la mujer encontró la ciudad gratificantemente viva.
No obstante, lo que había despertado en los recuerdos de Mel fue una serie de desapariciones inexplicables y extrañamente
aleatorias que acapararon cierta atención durante un tiempo. La ciudad no recordaba nada parecido desde tiempos de los
crímenes de White Chapel. Las sospechas se centraban en un tipo llamado Haigh, pero no había conseguido probarse nada
por la sencilla razón de que no existía cuerpo del delito. Jan siguió la noticia el tiempo suficiente como para enterarse de la
aparición de un volumen considerable de grasa humana en el fondo de un tanque de ácido. Melinda recordaba el estupor que
le produjo la noticia. No es que no estuviese familiarizada con la muerte, a fin de cuentas, acababan de salir de la gran
guerra, pero le costaba demasiado asimilar el concepto del asesinato por deporte, sin causa ni beneficio. América tampoco
había estado exenta de crímenes de este tipo. Ese mismo año habían aparecido varios cuerpos mutilados en Chicago,
concluyendo la escalofriante serie de asesinatos con la muerte y despedazamiento de una niña de seis años. Éste último
hecho forzó a la ley a moverse deprisa, bajo la incipiente presión de la opinión pública. En este caso, el inculpado fue un
adolescente llamado Hayrens. Incluso después de que Janice perdiese interés por el caso, Melinda, fascinada por lo que los
seres humanos son capaces de hacerse unos a otros, lo siguió de cerca hasta el final. Aún recordaba las declaraciones del
muchacho, de las que sacó la impresión de que éste no había sido más que la cabeza de turco que necesitaban para que la
gente recobrase la confianza en el sistema. Y ahora, no mucho después, esa pobre chica aparecía descuartizada en un solar
de Los Ángeles. Melinda no sabía dónde iba a ir a parar el mundo, pero estaba bastante convencida de que no le iba a gustar
el destino.
Ensimismada en sus pensamientos, no fue hasta varias horas después que notó con asombro que Janice no había hecho un
solo ruido en toda la tarde. "Eso sólo puede significar que..." pensó para sí con humor "... o se ha relajado, o ha muerto".
Tras pensarlo un segundo más, salió en carrera escaleras arriba.
Janice, tranquilamente apoyada contra el respaldo del sillón y con las piernas cómodamente en alto sobre el marco de la
ventana, comía galletitas saladas mientras escudriñaba con suma atención el exterior con la ayuda de los prismáticos.
- ¿Has visto muchos?- preguntó Melinda, asomándose sobre su hombro, mientras trataba de digerir la aparente y bastante
sospechosa calma de su mejor amiga.
- ¿Muchos qué?- contestó ella, masticando, sin apartar la vista de los prismáticos.

- Qué va a ser, Jan. Pues pájaros, claro.- exclamó la morena con una repentina punzada de preocupación.

- ¿Pájaros? Ah, sí, hace un rato se estaban congregando junto a la escuela primaria- dijo, señalando vagamente hacia el
norte, sin mayor interés.
- Entonces, ¿qué estás...? Oh, no.
- Oh, sí.

Efectivamente, Janice estaba utilizando unos perfectamente inofensivos prismáticos de veinte dólares para seguir los
movimientos de los vecinos de la casa de enfrente que, en ese instante parecían estar teniendo una animada conversación.
- Janice, por favor- lloriqueó Mel- Son sólo tipos normales haciendo cosas normales en una casa normal. ¿Por qué iba nadie a
querer ver eso?
Incapaz de dar una respuesta lógica, Janice siguió con sus galletas. Y con sus prismáticos.

Esa noche, pensando que Janice eventualmente se cansaría de espiar a sus vecinos y que, al menos mientras tanto, ella
tendría un poco de paz, Melinda se cepilló el cabello las cien veces de costumbre, se desmaquilló y limpió la cara, se puso su
crema nocturna y se metió muy satisfecha en la cama, convencida de que iba a dormir una noche completa por primera vez
en mucho tiempo. Tal vez por eso fue que Janice tuvo que repetirle la frase varias veces cuando la despertó a la una de la
madrugada.
- Melinda... O mucho me equivoco o tu vecino de enfrente acaba de cargarse a su señora.

 
05. Sospecha.
Melinda apuró cansadamente su chocolate con leche mientras Janice, con su insufrible entusiasmo nocturno, le explicaba la
increíble historia una vez más. Estaba casi segura de que, al menos en Carolina del Sur, debían tener una ley contra la
gente capaz de tanta actividad en plena madrugada. Hacía un par de días que Janice había creído ver a Harold Gurgham
finalizar una discusión familiar de la forma más drástica en la historia de la región desde aquel escandaloso incidente en
Whistle Stop. Desde entonces, Melinda había tratado infructuosamente de sacarle el asunto de la cabeza, a ser posible,
permitiéndole que la conservase sobre los hombros. Incluso había llamado a la puerta de sus vecinos, con la excusa de
llevarles una tarta de manzana, para informarse de forma discreta sobre el paradero de la señora Gurgham. Su marido le
indicó, de forma un tanto hosca, que estaba pasando unos días con unos parientes del norte. Luego, en opinión de la
sureña, de forma bastante poco educada, se deshizo de la tarta por el sencillo procedimiento de tirarla al jardín sin
preocuparse en absoluto sobre si ella estaba lo suficientemente lejos como para no darse cuenta. Cierto es que Janice
también solía hacerlo, pero por lo menos tenía la delicadeza de probarla antes.

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- Te digo que la mató, lo he visto perfectamente. Todo empezó a eso de las doce, cuando todo el mundo duerme.
"Salvo ella. Ella no duerme nunca", pensó Melinda rebujándose en su bata, ya resignada a no volver a la cama en un tiempo
razonable.
- El caso es que la persiana estaba cerrada, pero se podía ver a la legua que había dos figuras discutiendo violentamente en
el interior- Melinda parpadeó, incapaz de ubicar la palabra "violentamente" y a Marjorie Gurgham en la misma frase.Entonces los perdí de vista un momento cuando cruzaron la habitación y luego ya no hubo dos figuras nunca más.
- No sé, Jan, quizá alguno fue, qué sé yo, al baño ...

- Ni hablar. Tengo esa ventana perfectamente controlada.-Mel consiguió mantener la expresión neutra frente a esta porción
de información sin la que podía haber vivido perfectamente - Además, luego él salió por la puerta de atrás y no volvió hasta
poco antes de la salida del sol.
- ¿Cómo sabes que salió? Desde aquí no se ve la puerta trasera de su casa...- preguntó la sureña, que en realidad se estaba
preguntando si merecería la pena volverse adicta al opio para poder dormir aunque fuese una noche completa.
- Apagaron todas las luces y oí el motor del coche. Debió llevarlo en punto muerto hasta la puerta de atrás. Es evidente que
tenía algo que esconder, ¿no crees?
- Esto ... esto es ab ... absurdo.- balbuceó Melinda levantándose de su asiento- Marjorie estaba allí y ... y pasaría cualquier
cosa y tuvo que irse.
- Como hipótesis no está mal, pero deberías trabajar más el punto dos.

- ¿Por qué me haces ésto? - lloriqueó la sureña, quitándose las gafas para frotarse los ojos cansadamente.
- Oh, venga ya. ¿Qué harías si no me tuvieses a mí para animar un poco tu aburrida existencia?
- No se, cualquier cosa tranquila. Puede que comprar una granja en África y ...

- ¡Oh, venga ya, Melinda!- exclamó Janice entre sonoras carcajadas.- ¿A quién se le puede ocurrir una tontería así?

- ¡Janice! La mayoría de la gente lleva una pacífica y corriente existencia, como... no sé, como ese encantador matrimonio
que conocimos en Inglaterra, los Potter, y su adorable crío Harry. La probabilidad de que ocurra un crimen en un vecindario
como éste es de una entre un millón ...
- Mel.- la interrumpió Janice con seriedad- Lo malo de las probabilidades de uno entre un millón es que se dan nueve de
cada diez veces.
Tras escuchar a Janice, Melinda reflexionó sobre sus vecinos. Realmente no los conocía demasiado. Debían llevar unos siete u
ocho años viviendo en la casa, pero Mel había pasado la mayor parte de ese tiempo en Europa, en compañía de la
arqueóloga. Además, se rumoreaba que Gurgham estaba metido en negocios un tanto turbios. Claro, que eso en Charleston
abarcaba desde usar ropa interior de un tono distinto al blanco hasta la quema de iconos religiosos en el patio trasero de
algún pobre diablo, sin olvidar, por supuesto, cualquier actividad relacionada con los paletos nordistas. No obstante, tuvo que
admitir a regañadientes en su fuero interno que existía una remotísima posibilidad de que, si Gurgham había hecho algo a su
esposa, nadie lo hubiera descubierto, ya que la relación más íntima que ésta tenía con alguien ajeno a su marido pasaba por
preguntar el precio de la barra de pan. Jan probablemente había intuido sus pensamientos por la expresión en su rostro,
porque ahora la observaba, cruzada de brazos, con una radiante sonrisa triunfal.
- De ... de acuerdo. Supongamos por un momento que... - dijo, tragando saliva ante la posibilidad- ... que llevas razón. ¿No
podrías habérmelo contado ... una vez más ... por la mañana?
Janice cambió el peso de un brazo a otro del sofá antes de responder. Era increíble lo eficientemente que, incluso inmóvil,
conseguía transmitir un estado de desasosiego a todo el que la rodeaba.
- Pero entonces Gurgham no acabaría de salir, debo añadir que de forma sospechosa, de su casa en plena noche dejándola
completamente vacía.
- ¿Y qué importa si la casa está vacía o...?- Si Melinda fuese la protagonista de una novela negra, éste habría sido justo el
instante en el que cae que antes de subir al coche debería haber mirado en el asiento de atrás.

 
06. Falso culpable.

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En su defensa, cabe decir que Melinda no se dio realmente cuenta de lo que estaba haciendo hasta que los escalones del
recibidor de los Gurgham comenzaron a crujir bajo su peso. Lo único positivo que se le ocurrió cuando las sombras de la sala
parecieron cobrar vida con los faros de un coche cercano era que, si la teoría de Janice resultaba ser cierta, la probabilidad
de que alguien la descubriese allanando el domicilio de sus vecinos con alevosía y nocturnidad se habría reducido
drásticamente al cincuenta por ciento. Tal como Janice había previsto, colarse en la casa había resultado un juego de niños.
A fin de cuentas, estaban en Charleston, donde no había ocurrido nada realmente interesante desde que los horribles
uniformes azules de los paletos del norte dejaron de resultar graciosos. No obstante, la momentánea sensación de
autocomplacencia que Melinda había sentido al deslizarse por la ventana del patio se había desvanecido por completo,
dejándola sola en la oscuridad de la primera planta. Acercándose a una de las ventanas delanteras, Melinda trazó un arco
con la linterna que llevaba. Janice, devolviéndole la señal desde la seguridad de su casa, parecía estar a un mundo de
distancia. Decidiendo que cuanto antes acabase su involuntario registro, antes estaría de vuelta con su vaso de leche con
galletas, Mel se encaminó al pasillo donde se encontraba la habitación que Janice había marcado como el dormitorio de los
Gurgham. Poco después, tras reubicar todo lo que había caído del armario de las escobas, y pasando por alto las
indicaciones de Janice, la mujer dio con el mencionado dormitorio. Girando lentamente el pomo de la puerta de cedro, la
sureña irrumpió en la habitación y comenzó a barrerla muy despacio con el haz de su linterna.
- ¡Oh, Dios mío!

Visiblemente afectada, Melinda se precipitó hacia la cómoda que ocupaba la pared norte, examinándola con atención.
- ¡Qué horror! ¿Cómo puede nadie poner voluntariamente en su casa un mueble como éste? Estos nuevos ricos ...

Tras evaluar taxativamente el resto del mobiliario que, a excepción de un espejo antiguo perfectamente aceptable y una
lámpara de pie con un aprobado justo, provocó el mismo rechazo en la sureña que los calcetines desparejados de Janice el
día que plantó sus botazas sobre la mesa de café de su abuela, Mel recordó que no se encontraba allí por sus muchas
habilidades como decoradora de interiores y decidió buscar algún rastro de violencia en el lugar. Varios años de convivencia
con Janice le habían enseñado exactamente qué mirar. En principio, el suelo estaba limpio y no parecía haber rastros de
sangre en las cortinas ni en la alfombra. Obviamente, podían haberlas limpiado, pero Mel sabía por experiencia lo que
costaba sacar las manchas de sangre y Gurgham no parecía muy dado a frotar. Sin embargo, tras examinar el armario
decidió que, definitivamente, la señora Gurgham no estaba de visita en casa de ningún familiar, salvo que éste viviese en un
campamento nudista. Dispuesta a terminar con el asunto de una vez por todas, la mujer procedió a registrar los cajones de
la mesilla de noche que contenía un revólver de aspecto bastante desagradable y que catalogó como completamente cargado
con sólo sopesarlo, un par de novelas pulp, un par de dólares en monedas y un fajo de papeles bastante manoseados y
sujetos con un elástico verde. Sintiendo curiosidad, Melinda se sentó sobre la cama y retiró el elástico.
Hundida en un sofá frente a la ventana, Janice había seguido intermitentemente las tribulaciones de Melinda en la casa de
enfrente hasta que la luz de su linterna se detuvo en el dormitorio de los Gurgham. Acostumbrada a ser la parte activa del
equipo, ahora se sentía terriblemente inútil inmovilizada en aquella habitación. Durante unos minutos había jugueteado con
los prismáticos en un vano intento de descubrir qué andaba haciendo su amiga, pero la oscuridad le impedía apreciar algo
más allá de la mancha de luz que proyectaba su linterna en la distancia. Finalmente, se había entregado por completo a una
sensación novedosa para ella: la impotencia. Inquieta, se revolvió en su asiento preguntándose si su sentido del tiempo
andaba distorsionado o si Melinda llevaba realmente tanto tiempo dentro de la casa. Para Janice, la sensación no era nueva:
mucho antes ya había llegado a la conclusión de que el tiempo era relativo en función de a qué lado de la puerta del baño
se encontrase Mel en un momento dado. La arqueóloga estaba perdida en estas cavilaciones cuando lo oyó: el sonido de un
motor de gran cilindrada acercándose por la calle norte. Jan notó que se le aceleraba el pulso. La última vez que sintió algo
similar, tenía una bala alojada en el hombro izquierdo, pero al menos aquella vez llevaba suficiente alcohol encima para que
no le importase demasiado.
- Tranquila, Janice - se dijo mientras apoyaba los brazos en el marco para asomarse torpemente a la ventana - Ésta es una
calle concurrida. No tiene por qué tratarse de Gurgham.
"La tostada siempre cae por el lado de la mantequilla", enunciaba la ley de Murphy. "Y sobre tu camisa favorita recién
lavada y planchada" puntualizaba el postulado de los Covington. Profiriendo maldiciones que habrían hecho enrojecer a más
de uno de los cuadros de la galería de antepasados de Melinda, Jan se dejó caer sobre el sofá tratando de pensar a toda
prisa mientras el Horch color crema de Gurgham se detenía frente a la verja de su garaje. El individuo en cuestión, más
amenazador que nunca, se apeó por la puerta del conductor y abrió la verja con un chirrido que a Janice se le antojó como
el de una garra arañando sus huesos. Cuando escuchó el golpe de la portezuela del coche cerrándose y el rugido del motor
entrando en el lugar por donde vagaba su desprevenida amiga, la mujer experimentó una segunda sensación novedosa: el
terror. Desesperada, Jan aguardó a que el hombre aparcase y cerrase la verja. Una segunda figura, envuelta en un abrigo
ancho, se apeó del coche y se unió a él en la puerta de la mansión. Durante unos segundos, Janice pensó aliviada que no
haría nada extremo si encontraba a Melinda en su casa en presencia de otra persona, pero luego concluyó que no eran horas
para visitas sociales y que probablemente el acompañante de Gurgham estaría en su nómina para lo que hiciera falta. En
cuanto la puerta se cerró, la arqueóloga se precipitó a la ventana y comenzó a gesticular violentamente con la linterna
esperando más allá de toda esperanza que, por una vez, tuviese suerte y Mel se asomase a la ventana. Increíblemente, unos
instantes después, la luz en el dormitorio de enfrente se situó en la ventana al tiempo que la planta baja de la casa se
iluminaba. Janice pasó casi un minuto gesticulando antes de darse cuenta de que Melinda no podía ver más que su linterna
en la fachada.
En la penumbra del dormitorio, a Melinda no le había costado mucho trabajo determinar la procedencia de la luz que
danzaba por la pared frente a la que se encontraba sentada. Preguntándose qué se le habría ocurrido ahora a su amiga, la
mujer devolvió de mala gana los contenidos de la mesilla de noche a su lugar de origen y se encaminó a la ventana con la
esperanza de que nadie más hubiese presenciado el espectáculo de luces y colores que Janice parecía haber organizado en
su fachada. Tras señalar su posición con su propia linterna, Melinda esperó interrogante durante casi un minuto frente al
punto de luz, ahora fijo, que debía ser Janice. De repente, la linterna se apagó, lo que provocó a la sureña una inexplicable
inquietud. Estaba a punto de abandonar la ventana cuando la luz volvió a encenderse. Y a apagarse. Después de un rápido
parpadeo, volvió a quedar fija, pero sólo unos segundos. Justo cuando comenzaba a irritarse con el nuevo jueguecito de su
amiga, Mel se fijó en que aquellos cambios tenían una cadencia, un patrón fijo que le resultaba familiar. La sureña no
necesitó descifrar el mensaje morse para comprender que alguien subía por la escalera.
Dando gracias al cielo por su memoria fotográfica, Melinda recapacitó sobre la estructura de la planta. Se encontraba
exactamente en la cuarta habitación a la derecha del ala norte de la casa. Las escaleras estaban a unos cincuenta pies y la
mayor parte del pasillo se divisaba perfectamente desde los dos últimos tramos de éstas, así que disponía de muy poco
tiempo para encontrar un buen escondite. Seguir en la habitación quedaba descartado: no creía que esconderse tras las
cortinas diese tan buen resultado como en las novelas de Conan Doyle y, sencillamente, Gurgham no parecía el tipo de
hombre que barre bajo la cama. Si se encaminaba a cualquier puerta en dirección a las escaleras, probablemente la
descubrirían y en dirección contraria sólo quedaba lo que Mel suponía que, de acuerdo a la distribución de la casa, sería el
baño y una trampilla que, con toda seguridad, conducía al desván...
Tras cerrar de un empujón la puerta de su dormitorio tras de sí, Harold Gurgham arrojó su abrigo sobre la cama y encendió
las luces de la habitación. A unas cuantas yardas de distancia, y plenamente convencida de que debía estar pagando un
karma a un ritmo acelerado, Janice Covington saltó en plancha a por sus prismáticos rezando porque la segunda silueta de la
habitación no fuese la de cierta sureña que, de no ser por su culpa, probablemente ahora estaría haciendo punto de cruz.

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- ¿Crees que alguien sospecha algo?- preguntó Gurgham con brusquedad a la persona que lo acompañaba que, después de
deshacerse del pesado abrigo gris que llevaba, lo colgó ordenadamente en uno de los percheros que Mel había catalogado de
crimen contra la humanidad.
- No lo creo. Le conté a todo el mundo lo que me ordenaste que dijese.

- ¿Y nadie hizo preguntas molestas? - Gurgham estaba ahora sentado sobre la cama, pero Janice no podía verlo. Se
encontraba totalmente tapado por su interlocutor, que estaba apoyado de espaldas a la ventana. Ahora, sin abrigo, parecía
bastante más menudo que antes - Lo de la visita a esos oportunos parientes lejanos no pareció funcionar muy bien con esa
entrometida de la casa de enfrente.
- ¿Y qué importa lo que piense ella? No es como si pudiese hacer nada al respecto.

Fue entonces cuando la figura se giró y Janice sintió que los ojos se le salían de las órbitas.

- Está bien. Recuerda no dejarte ver durante unos días. No tengo ni que decirte que no te conviene hacerme enfadar.

- No te preocupes Harold.- murmuró Marjorie Gurgham mientras corría las cortinas de la ventana. -Haré lo que tú digas.
 

Sigue -->
continuación...
 
07. Vértigo.

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Melinda, sentada a oscuras en el desván de los Gurgham, no tardó en darse cuenta de que, siguiendo una venerable
tradición en toda película de terror que se precie, había conseguido refugiarse en un lugar del que era completamente
imposible salir. Suponiendo que las probabilidades de que alguien subiese al desván eran tan remotas que hasta podría
establecerse allí sin peligro, la mujer volvió a encender su linterna y, tras quitarse los tacones, recorrió el lugar en silencio.
Junto a las telarañas de rigor, había varios muebles desechados, una bicicleta herrumbrosa, algunos baúles cuyo contenido
renunció a examinar por miedo a molestar a posibles ocupantes con más patas y ojos de los que en este momento quería
imaginar, y un variado surtido de trastos rotos, como correspondía a cualquier desván respetable. Teniendo más cuidado del
habitual de no tirar nada, Mel se abrió paso entre un fonógrafo averiado y una radio abierta que, con las válvulas de vacío al
descubierto y los cables colgando laxos a los lados, le produjo la desagradable sensación de un animal destripado. Justo al
otro lado se encontraba la claraboya que completaba el cuadro y que, tras ser desbloqueada, se abrió con un quejido
lastimero cuando la mujer apoyó su peso contra ella. Desde su posición, podía ver a Janice recortada contra la amortiguada
luz del estudio y, cuando apoyó ambos pies sobre el resbaladizo tejado de la casa, no pudo evitar pensar que, pasase lo que
pasase, al menos una de las dos no iba a sobrevivir a esa noche.
Antes de salir al exterior, Melinda se aflojó el cinturón lo suficiente como para encajar en él la linterna, ahora prudentemente
apagada. Mientras trataba de acomodarla, pensó tristemente que podría haberla metido en el bolso si no fuese porque una
dama del sur nunca habría utilizado cualquier cosa en que sobrase mucho espacio después de guardar la polvera que, todo
hay que decirlo, no iba a resultarle de mucha utilidad ahora, salvo para tener buen aspecto cuando la recogiese la
ambulancia. Pasándose ambos zapatos a la mano con que antes sostenía la linterna, la mujer se sujetó al alfeizar como
buenamente pudo y, tras un primer resbalón, consiguió recuperar el equilibrio lo suficiente como para alejarse unos pasos de
la claraboya. Piadosamente ajena a la alta probabilidad de tomar involuntariamente el camino más corto hacia el suelo, la
sureña no tenía muy claro cómo iba a llegar abajo pero, por ahora, ya estaba fuera de la casa, lo que de acuerdo a Janice
venía a significar que las cosas iban por buen camino. Deteniéndose un momento para ponderar la situación, la mujer decidió
que sólo había dos formas de salir de allí: podría bajar por alguno de los canalones de desagüe que rodeaban la casa, pero
probablemente sería complicado para alguien de su tamaño y forma física y además corría el riesgo de ser descubierta en
cuanto el ruido se propagase por el resto de los tubos metálicos. Eso sólo dejaba la alternativa número dos: usar el roble
que crecía al lado este de la mansión. Ese viejo árbol sobrepasaba el techo de los Gurgham y estaba en la parte más alejada
de su dormitorio. Si conseguía saltar a alguna de las ramas, podría descolgarse hasta el suelo poco a poco. No podía ser tan
difícil, Janice lo hacía cada vez que se dejaba las llaves. Sintiéndose algo más animada, Melinda dobló la esquina del tejado y
avanzó despacio hacia la copa del árbol, cuya silueta oscura se recortaba contra el cielo de fondo. Ya sólo quedaban unos
metros. Sólo tenía que evitar mirar abajo. Primero un pie y luego otro...
Después de que la sureña dejase el dormitorio de los Gurgham, Jan le había perdido la pista durante unos momentos. No
obstante, extrapolando su posición anterior y previendo la reacción lógica de una persona normal en una situación
desesperada, había pasado un tiempo tratando de localizarla en la planta baja. Luego recordó esa persona era Mel, y no
tardó demasiado en concluir que el bulto tambaleante que ahora se recortaba contra la luna llena en el tejado de enfrente
era su mejor amiga. Recuperando de golpe la fe tras más de quince años de alegre agnosticismo, Janice rezó todo lo que
pudo recordar, actividad que no le llevó más de medio minuto. Después, tratando de desclavar las uñas del alféizar, siguió la
errática trayectoria de la mujer que habría hecho parecer grácil a un elefante en una cristalería hasta su abrupto final,
cuando, hecha un ovillo, rodó por el alero del tejado.
Cuando Melinda recuperó la consciencia, tardó unos instantes en ubicarse. Contrariamente a lo que cabría haber esperado, el
lugar donde se encontraba desmadejada no era el jardín de sus vecinos. Jan tampoco se encontraba allí, así que
probablemente no estaba muerta y en el purgatorio. Una vez descartadas las peores alternativas, la sureña contempló la
habitación en penumbra en que se encontraba, sin saber exactamente cómo había llegado hasta allí. Parecía estar sentada
sobre una alfombra y notó con cierta alarma que ésta estaba húmeda. Tras tratar de comprobar sin éxito si lo que la
encharcaba era su propia sangre, buscó a tientas la linterna en el cinturón, sintiendo un alivio considerable al encontrarla
intacta y en condiciones de encenderse. Efectivamente, se encontraba sobre una alfombra, pero lo que empapaba ésta era el
agua derramada de un jarrón caído junto a ella que, increíblemente, o bien estaba ilesa o en estado de shock. Girando el haz
de luz a su alrededor, concluyó que había ido a parar un lugar completamente desconocido. A los ojos de Melinda, la amplia
habitación parecía un despacho o un estudio. El lujo y buen gusto con que el lugar estaba amueblado no dejaba lugar a
dudas de que ya no se encontraba en casa de los Gurgham.
Levantándose del suelo, Mel estiró sus miembros doloridos y comenzó a recorrer la habitación. Un montón considerable de
papeles cubría una mesa tipo escritorio en esa configuración que Janice definía como desorden organizado. Mel podía recortar
esa definición a una única palabra sin mucho esfuerzo. Tras hojear un poco la capa más superficial, y a pesar de que la
mayor parte su conocimiento acerca de la medicina se concretaba en que la esperanza de vida media de un ser humano era
inversamente proporcional a su proximidad a Janice, la mujer concluyó por los bocetos anatómicos que acompañaban el
texto que formaban parte de algún tipo de proyecto científico lo suficientemente complejo como para que sólo mirar la
formulación le diese dolor de cabeza. Luego, reprimiendo a duras penas el impulso de ordenarlo todo, Melinda se fijó en las
postales que cubrían una de las paredes del cuarto. Buena parte de ellas procedían de Londres, Paris y otras capitales de
Europa, si bien algunas venían de sitios tan exóticos como Beijing. Ninguna parecía haber sido enviada sino, más bien,
comprada como recuerdo. Mientras consideraba que el dueño de la casa debía viajar bastante, de repente se le ocurrió
dónde podía encontrarse.
Volviendo al lugar de donde se había levantado, giró sobre sí misma hasta encontrar la ventana y se aproximó al alfeizar en
dos zancadas. Justo frente a ella se levantaba la casa de los Gurgham. Sintiéndose un poco tonta por no haberlo descubierto
antes, Mel decidió que al rodar del tejado debía haber ido a parar a la casa de al lado que, por suerte para ella, tenía el
techo más bajo y, aparentemente, la ventana de la buhardilla sin atrancar. Mel creía recordar que el dueño de la casa era un
científico extranjero que había emigrado de Londres a los Estados Unidos poco después de concluir la guerra.
Afortunadamente para Mel, su trabajo lo obligaba a viajar con mucha frecuencia y ahora, en particular, llevaba unos días
fuera, lo que le ahorraría a la sureña un nuevo billete de ida al tejado.  No obstante, si quería si quería seguir siendo madrina
en las fiestas del barrio, la mujer decidió que más le valía dejarlo todo tal como estaba antes de su inesperada visita. Tras
recoger algo de polvo y tierra y secar como buenamente pudo el agua de la alfombra con el primer puñado de papeles que
encontró en la papelera, volvió a ubicar el jarrón en la posición que probablemente había ocupado antes de que lo derribara
en su caída y, embutiendo a presión en el reducido espacio que le ofrecía su bolso todos los restos de su paso por el lugar,
se dirigió a la planta baja en busca de alguna ventana discreta.
Cuando, unos minutos más tarde, una Melinda bastante maltrecha consiguió abrirse paso hasta su casa, Janice ya se las
había apañado para hacerse con un bate de béisbol y alcanzar la puerta. La mujer se felicitó a sí misma por haber ocultado
su arma en la habitación de la lavadora, probablemente el único sitio de la casa donde a Jan nunca se le ocurriría entrar.
– ¡Melinda! ¡¿Te encuentras bien?!
La arqueóloga hizo ademán de correr hacia su amiga, pero trastabilló y se quedó pivotando sobre su pierna escayolada,
agitando los brazos en un intento un tanto cómico de mantener el equilibrio. Fue entonces cuando la sureña se dio cuenta de
que Janice se había llevado por delante buena parte del mobiliario en su torpe carrera hacia la puerta. Mel decidió pasar por
alto los fragmentos de los jarrones chinos, alegrándose internamente de haber convencido a su madre de no conservar las
cenizas de su esposo en la casa como había sido su primera intención. No obstante, cuando vio lo que quedaba del espejo
de su bisabuela, no pudo contener un sollozo.

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– ¡Fíjate en mí! ¡Estoy hecha una pena!

– ¡Qué tontería! ¡Estás estupenda!– le contestó Janice, aún lo suficientemente aliviada como para obviar que su amiga
parecía haberse llevado la peor parte en un combate cuerpo a cuerpo con un puercoespín epiléptico.
– Es lo bueno de vivir con una arqueóloga.– comentó la sureña sacudiéndose de encima buena parte del jardín de los
vecinos.– Cuanto más polvo lleves encima, más interesante te encontrará.
– ¡Por todos los diablos! Por un momento creí que no ibas a conseguirlo. Espera.– dijo usando el bate como bastón–
Intentaré llegar a la cocina y prepararé una tila.

– Buena idea. Creo que me irá bien.– sonrió Melinda mientras trataba de recogerse el pelo en cualquier configuración que no
le quitase un setenta por ciento de visibilidad.
– Entonces prepararé dos.

– Déjalo, ya lo hago yo...– se adelantó Melinda, recordando que la última vez que Janice decidió entrar en la cocina a
preparar algo, echó la tarde en aclararle que un repollo no era una gallina enorme.

Cuando Melinda apareció poco después con dos tazas calientes de tila, Janice, ya cómodamente sentada frente a la chimenea
y visiblemente más relajada, se apartó un poco para dejarle sitio en el sillón.
– ¿Por qué te entretuviste tanto en esa casa?– preguntó con cierta recriminación– Casi consigues que me dé un infarto...
La mujer, pasando por alto la infinidad de veces en que los papeles habían estado cambiados, se encogió de hombros y se
limitó a contestar.
– Hice lo que me dijiste. Registré el dormitorio, pero no encontré nada sospechoso. Estaba a punto de irme cuando se me
ocurrió mirar en los cajones. No sé, supongo que a esas alturas ya me sentía como una especie de... de Mata Hari o algo
así.
Janice trató infructuosamente de acallar la voz que no cesaba de repetir "Mrs. Marple, mrs. Marple" en su cabeza.

– El caso es que no encontré nada acerca de Marjorie, pero sí información suficiente como para implicar a Harold Gurgham
en suficientes delitos de contrabando como para que todos sus vecinos durante los próximos cincuenta años vistan traje a
rayas.
– Y eso sin contar lo que le ha hecho a su mujer...– escupió Janice ahora que la ira volvía a reemplazar a la preocupación.
– Ya te he dicho que no he encontrado ninguna prueba de...

– No, Mel, está viva. Entró con él en la casa, pero deberías haberle visto la cara.– la arqueóloga se cruzó de brazos y se dejó
resbalar por el sofá– El muy bastardo le ha dado una paliza de muerte.
– Oh.– Incluso para alguien como Melinda, era difícil encontrar algo adecuado que decir frente a una noticia de ese tipo–
Supongo que entonces debe haber pasado estos días en el hospital... Ahora comprendo esas frecuentes ausencias... –
murmuró dejándose caer en el sofá.
– ¡Demonios, Mel! ¡Alguien debería hacer algo!

La mujer se incorporó de golpe, mirando a su amiga como si de acabase de atrapar a su sobrino de siete años saqueando el
bote de las galletas media hora antes del almuerzo.
– Desde luego, ese alguien no vas a ser tú. Al menos por ahora.– añadió ante la expresión obstinada de la arqueóloga –
Fíjate en ti, si ni siquiera te puedes mover. Dejaremos que Howard se encargue de esto, ¿de acuerdo?
Ante la mención de Howard, Janice pareció a punto de gritar. Luego, una oleada de emociones fue dibujándose en su rostro
hasta que, al final, viendo la preocupación de su magullada y extenuada amiga, decidió dar la velada por terminada.
– De... de acuerdo, como quieras. Ya suponía que Gurgham era un mal bicho...
– Sí, lo sé. Siento no haberte creído desde el principio.
– Y yo siento haberte llamado niña mimada y santurrona.
– Pero... si nunca me habías llamado eso...
– Errr... Olvidalo.
Mel se resignó. Probablemente era lo más parecido a una disculpa que sacaría de una persona para la que "culpabilidad" es
sinónimo de "otro". No obstante, viendo que su amiga no evidenciaba síntomas de amnesia para un futuro próximo, la
arqueóloga decidió que no estaría de más añadir algo.
– La verdad es que estaba mortalmente preocupada. Lamento haberte metido en esa casa. Si te hubiese pasado algo, yo...–
la mujer se interrumpió, dudó un momento y luego concluyó la frase– Si hay algo, cualquier cosa, que pueda hacer para
compensarte, sólo tienes que decírmelo.
– ¿Cualquier cosa?
Mientras, en la casa de enfrente, Harold Gurgham pisaba en el suelo algo que parecía ser una goma verde...

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08. El hombre que sabía demasiado.

Para cuando llegó la hora de la cena al día siguiente, Janice llevaba ya un buen rato hundida en uno de los sofás del salón,
entreteniéndose en arrojar bolitas de papel al fuego de la chimenea. Días después, Melinda también se entretendría en
buscar su colección de patrones de punto de cruz. Cuando se ofreció a hacer cualquier cosa por su amiga, Janice, dramática
por naturaleza, estaba preparada para jugarse alma y vida. Después de que Melinda aprovechase para comunicarle que
había organizado una cena informal en casa al día siguiente y que no estaría de más que asistiera y se portase bien, deseó
haberlo hecho.
Al final, la lista de invitados se había alargado con la inesperada incorporación del hermano de Mel. Anthony, militar de
carrera, pasaba la mayor parte del tiempo viajando aquí y allá. No obstante, solía aprovechar los permisos para visitar a su
madre en la hacienda familiar, situada en el campo a un par de horas de Charleston, y, de camino allí, había decidido
dejarse caer por la ciudad para ver a su hermanita. Cuando, unos años antes, Melinda decidió emprender un viaje a Europa
en lugar de casarse y llenar la casa de críos como cabía esperar de cualquier dama respetable de Carolina del Sur, Anthony
se enfadó tanto que pasó mucho tiempo antes de que le volviese a hablar. Por fortuna, últimamente las cosas se habían
calmado y la paz parecía volver a reinar en el clan de los Pappas.
Alto, moreno y de ojos azules, físicamente Tony era una versión masculina de Melinda. Sin embargo, el parecido de ambos
se limitaba a la fachada. Mientras que Melinda era introvertida, tranquila y amable por naturaleza, Tony era bastante
intolerante e irritable y tenía cierta tendencia a considerar la existencia de una verdad absoluta: la suya propia.
Curiosamente, a pesar de las reservas de Mel al respecto, dado que en lo único que Jan y su hermano coincidían era en esa
concepción de la verdad, los dos no habían encajado particularmente mal. La arqueóloga lo trataba con familiaridad, no
exenta de cierta condescendencia, y él toleraba sus excentricidades con un mínimo deje de reprobación. La sureña había
acabado por pensar que la carencia de lazos familiares de Janice la llevaba a valorar positivamente ese tipo de relación en los
demás. Hasta donde Melinda llegaba, el único pariente cercano que le quedaba a la arqueóloga era su prima Esperanza, a la
que Jan tenía la esperanza de no volver a ver en toda su vida.
La primera en llegar fue Herminia Whateley, embutida en lo que sobre ella a duras penas se podía reconocer como una copia
del vestido que Melinda llevó en la última fiesta de la parroquia a la que asistieron, sólo que después de pasar por muchos
lavados poco afortunados. De alguna forma, también se había hecho con unas gafas exactamente iguales que las de Mel y,
al parecer, incluso con la misma graduación, ya que al entrar se empotró en el quicio de la puerta.
– ¡Hooolaaaa, Melindaaaa!– gritó al despegarse de la madera a pesar de que la interpelada apenas se encontraba a unos
pocos palmos de ella.– ¡Fíjate en ti! ¡Estás estupendaaaa! ¡Eres la mejor! ¡Eres la número uno!– añadió envolviéndola en un
abrazo de oso. Janice podría jurar que había oído exactamente cuántas costillas le habían crujido a la sureña.
– Euh... gracias, Minia.– balbuceó Mel tratando de poner fin a la embarazosa situación sin entrar en otra más embarazosa
todavía como solía ocurrir estando la mujerona de por medio.– Tú vienes muy... er... apropiada.
– ¿Lo dices por estos trapos? Sólo he cogido lo más cómodo que tenía a mano en el armario...

– ¿Bromeas?– gritó Janice desde la chimenea.– Ni en los submarinos alemanes aprietan tanto las tuercas...

– Hola, eem... Eunice.– contestó ella sin acabar de entender exactamente lo que la mujer había dicho sobre los mininos y las
puertas porque de repente a Melinda le había dado el curioso pronto de tararear Lily Marlene a pleno pulmón.– Tú siempre
tan divertida.
Mientras Melinda, aparentemente ciega al hecho de que la mujer no tenía arreglo, insistía en prestarle un bolso a juego con
el traje, la arqueóloga decidió que, en comparación con el resto del zoo que iba a reunirse esa noche, Whateley no le
resultaba particularmente desagradable, incluso aunque había sido completamente incapaz de mantener una conversación
fluida con alguien cuyo máximo logro parecía ser haber aprendido a escribir en cursiva. Minia podía ser bastante brutal una
vez cogía confianza, y eso que en la escala de Janice tiroteo venía bajo el epígrafe de intercambio entusiasta de opiniones. La
mujer aún recordaba con horror la ocasión en que se empeñó en enseñarles cómo podar las rosas del jardín. Ahora Melinda
cultivaba margaritas. Desde una distancia prudencial, no obstante, Minia resultaba decididamente divertida. Especialmente
con la ropa de Mel: era como ver a Godzilla ataviado para el té.
Algo más tarde hizo su aparición, esta vez en coche, el honorable juez Howard, con una caja de bombones que, violando
todas las leyes universales del chocolate, ni siquiera a Janice le pareció apetecible. La cara de Minia cuando vio que la
destinataria de sus atenciones no era ella, tampoco resultó muy bonita, pero justo cuando la situación comenzaba a ponerse
tensa, la puerta se abrió de golpe, como ocurría siempre que hacía su entrada Drake Butler.
Janice había conocido a Drake a su llegada a Charleston, y no le llevó mucho tiempo darse cuenta de que, cualquiera que
fuese su relación con Melinda, –y la sureña había sido lo bastante imprecisa al respecto como para que decidiese descubrirlo
a toda costa– venía de lejos. Drake era el clásico sinvergüenza encantador que tan pronto te regala flores como te roba el
jarrón. Cuando Mel los presentó, Jan ya estaba preparada para manejar cualquier situación. Cualquiera, es decir, salvo el
completamente inexplicable flechazo que el hombre sintió nada más verla. Janice había probado prácticamente todas las
estratagemas que conocía para quitárselo de encima. Salvo matarlo claro, y sólo porque Melinda se oponía con fuerza a ello.
A pesar de todo, él parecía dispuesto a demostrarle que era el hombre de su vida.
– ¡Hola, princesa mía!– exclamó alegremente el hombretón avanzando con los brazos abiertos hacia la arqueóloga.
– ¡No soy ninguna princesa, y mucho menos, ya puestos, nada tuyo! – aulló Janice apretando la espalda contra el sofá en un
vano intento de permanecer lo más alejada posible de Drake.

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– Princesa y guerrera. Encantadora combinación...– añadió consiguiendo que a la mujer se le hinchasen tanto las venas del
cuello que parecía que llevase una estola– Oh, venga. ¡No es más que un apodo cariñoso!– sonrió arrebatándole la mano y
besándosela con ese tipo de devoción que sólo despierta un icono religioso o una pastilla de chocolate en función de a qué
lado de la barrera de los sesenta se encuentre una.– No te hagas la dura, mi amor, seguro que ya has pensado cómo me
llamarías en la intimidad.
– Por teléfono, supongo.– gruñó Janice recuperando, no sin esfuerzo, el miembro retenido con la vaga sensación de haber
acercado demasiado la mano a una vaca terriblemente afectuosa.
Drake rió con ganas, palmeando con tal fuerza la espalda de la arqueóloga que, de no haberse sujetado al sillón, ahora
residiría en la casa de enfrente.
– No te hagas la dura, mujer. ¿No hay ninguna manera de que nos veamos a solas?

– Sólo una: que se me ocurra. Pero las flores las llevaría yo y tú no estarías en condiciones de disfrutarlas...

– ¡Tú siempre tan divertida!– dijo entre carcajadas al tiempo que se alejaba a saludar al resto de los presentes.

Mientras los comensales esperaban a que la cena estuviese lista tomando un aperitivo en lo que en la casa denominaban "el
estudio" a pesar de que lo único que Janice había visto estudiar en la sala hasta entonces eran las etiquetas de las botellas
para ver si la cosecha era aceptable según el estándar de la zona, Melinda se descolgó unos instantes del grupo y se acercó
a Janice, que estaba sentada en un rincón de perceptible mal humor.
– ¿Cómo te encuentras?

Janice se encogió de hombros.

– Mal día. Empezó mal. Mantiene el nivel.

– Pero Janice, no te estás esforzando...– dijo la sureña entre aspavientos sin apreciar en absoluto el esfuerzo que le había
costado trasladarse, sofá incluido, un par de metros más lejos de la reunión– Si te integrases un poco en el grupo verías
como la cosa no está tan mal.
– Bueno, es cierto que podía ser peor.–sonrió ella sin ganas– Podrías haber invitado a...

Janice sintió que el corazón le daba un vuelco cuando vió la cara de culpabilidad que se le puso a Melinda.
– ¡¡La has invitado!!– exclamó fuera de sí.

– Pero, Jan... No puede ser tan mala como piensas...

– ¡¡Eso mismo dijiste del proyecto Manhattan!!– gritó Janice agitando los brazos como si se tratase de molinos de viento en
medio de un huracán.– ¡¡Y de la cocina inglesa!! ¡¡No puedo creer que me hayas hecho esto!!
– Oh, vamos, sólo será un rato.– dijo la sureña conciliadora levantándose en dirección a la puerta, que sonaba otra vez –
Debe ser ella. Recuerda que me prometiste portarte bien.
Dejando a la desconsolada arqueóloga a sus espaldas balbuceando sobre lo injusta que era su vida y sobre cómo su amiga
siempre la manipulaba para hacer lo que ella quería, Melinda recibió a la visitante, saludándola con la mejor de sus sonrisas.
– ¡Eva, querida!
 

sigue -->
La joven de la puerta sonrió a Melinda y pasó al interior. De existir grados en el Ejército de Salvación, pensó Janice, Eva
Pryce–Ridley hubiese sido al menos mariscal. La arqueóloga observó a la mujer desplazándose por el pasillo, casi sin rozar
un suelo que consideraba claramente indigno de su categoría espiritual. La última conversación entre las dos había acabado
de forma un tanto brusca cuando Janice comentó que el sudario de Turín no parecía tan antiguo como la Iglesia creía. Eva se
había limitado a afirmar tajantemente que sólo un idiota dudaría de lo que dice la Santa Madre Iglesia, mirando a Janice por
encima del hombro significantemente. Era de las pocas personas nacidas con la habilidad de hablar en mayúsculas. Melinda
había leido en algún sitio que sólo dos comidas separan a un perro de un lobo. A Janice, sólo dos palabras la separaban de
una pelea a puñetazos. Sin embargo, frente a Eva se solía contener admirablemente pero, aunque nunca lo reconocería ante
nadie, sólo porque cada vez que miraba a la joven fijamente a los ojos sentía agitarse algo familiar dentro de sí: su instinto
de conservación

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Después de pasar de largo a Janice con un gesto de desagrado y un saludo forzado, la mujer se incorporó a la reunión
tratando de dejar claro desde un principio que la media moral del grupo acababa de subir varios puntos con su
incorporación. Después se dedicó a hacer lo que mejor hacía: que todo el mundo se sintiera terriblemente culpable no sólo
por lo que ya había hecho sino incluso por lo que, si las circunstancias eran propicias, intentaría llegar a hacer. El hombre
barbudo que venía detrás de Eva, sin embargo, se detuvo junto a la ahora bastante abatida arqueóloga y clavó en ella sus
ojos azules.
– Buenas tardes, Janice.– saludó cortesmente el reverendo Elijah– Creo no haberla visto mucho por la parroquia
ultimamente.
– A lo mejor va a ser porque no he ido desde que me bautizaron...

– ¡Usted siempre tan divertida! – rió con agrado el hombre, antes de disculparse y dirigirse a saludar al resto de los
invitados. Justo en ese momento, Melinda apareció por la puerta del salón anunciando que la mesa estaba lista.

Las cenas en grupo en Charleston se ceñían a un ritual tan complejo que habría hecho palidecer de envidia a cualquier culto
politeísta arcaico. Sabiendo que para cualquier no iniciado el proceso de llegar a masticar algo podía parecer tan largo como
cruzar nadando el Mississipi, Melinda se giró para observar a Janice en la mesa. Resultaba obvio que tenía la mente
completamente en blanco. Parecía increíble que en algunas religiones dedicasen toda una vida a alcanzar ese estado. En su
opinión, la reunión estaba transcurriendo con bastante normalidad. Eso venía a significar que la mitad de los comensales
quería matar a la otra mitad mientras ella llevaba todo el peso de la conversación. No obstante, era una refrescante novedad
no sentirse como si llevase una diana cosida al pecho, así que la mujer no podía dejar de considerarlo una velada relajada.
En ese momento, Eva bendecía la mesa con toda formalidad.
– Gracias, Señor, por estos alimentos que has tenido a bien ofrecernos y que hasta la doctora Covington –dijo mirando con
reprobación hacia la arqueóloga sin discrección alguna – tiene la consideración de bendecir ...
– ¡Consideración y un cuerno!– protestó la mujer desde el extremo más alejado de la mesa en que podían haberla ubicado
salvo que la mesa en cuestión se encontrase en alguna otra habitación – Si Melinda no me hubiese sentado demasiado lejos
como para que pueda alcanzar algo, habría empezado hace rato...
– Y gracias por incapacitarla para que no pueda evitar seguir tus preceptos. – sentenció Eva con evidente satisfacción.

Janice abrió y cerró la boca varias veces pero finalmente optó por no decir nada. El reverendo Elijah, sin embargo, decidió
zanjar la situación comentando que probablemente el Señor no tendría nada en contra de que comenzaran a comer de
inmediato y que él, particularmente, se moría de ganas de probar la excelente cocina de Melinda. Janice no pudo sino
sentirse agradecida tanto porque el hombre le echase una mano como porque Melinda tuviese cocinera.
Después de que la sureña hiciese una señal, las dos asistentas de la casa procedieron a desfilar con los platos que
constituían los entrantes. A Janice le había resultado curioso al principio que la mujer dispusiese de tres personas a su
servicio para llevar una casa en la que el treinta por ciento del tiempo habitaba una única persona y un cincuenta por ciento
adicional se encontraba vacía. Melinda se había encogido de hombros, replicando que eran cosas de su madre y que, de
hecho, en la hacienda donde ésta vivía, el servicio estaba integrado por más de doce personas. Entonces, Janice dejó de
sentir curiosidad por el servicio y empezó a sentirla por cómo alguien educado para no acometer tareas más complejas que
atarse los cordones de los zapatos había podido sobrevivir sin apenas quejarse a los últimos años. Janice era bastante
curiosa, pero realmente mala haciendo conexiones.
– Y dime, cariño, ¿qué te trajo por Charleston?

– ¡No me llames cariño! – escupió Janice en dirección a Drake que, en ese momento, jugueteaba con el quiche que Mel
había escogido como entrante.
– Lo que el señor Butler quiere decir es que el lugar no parece precisamente interesante para alguien como... usted.–
comentó Eva apoyando los cubiertos sobre el plato y dejando claro que esperaba una contestación.

– Bueno, chicos, el sitio tampoco está tan mal. Tenemos...– Minia, con cara de exagerada concentración, comenzó a contar
con los dedos– ... las carreras de sacos, las regatas de primavera, las barbacoas de los Weatherby... ¡Ah! Y el bingo de la
parroquia de los domingos– concluyó tan satisfecha como si hubiese conseguido un combo para la Royal Opera House y el
Moulin Rouge.
– No creo que me guste el tono de ese comentario.– contestó la arqueóloga ignorando a la sonriente Minia y frunciendo el
ceño todo lo amenazadoramente que uno puede permitirse cuando su máxima movilidad lo limita a guerras de bolas de pan
con el enemigo.
– Oh, vamos, doctora Covington... Creo que todos conocemos sus andanzas por Europa, ¿no es cierto?– Janice se giró hacia
Melinda que, de repente, parecía terriblemente interesada en el bordado del mantel.– Se ha saltado unas cuantas normas,
diría yo.
– Soy arqueologa.– contestó Janice de mala gana– A veces ello implica ciertas concesiones a lo que en ambientes más
civilizados.– dijo, deteniéndose un momento para dejar que la ironía del calificativo calara incluso en mentes para las que
una lobotomía habría implicado un martillo pilón– se considera de buen gusto.
– Antes de viajar a Europa tenía una idea completamente distinta de la arqueología. Pensaba en, no se, estudiar frescos
primitivos en una cueva en el desierto, rodeada de música romántica, mesas de té, tiendas blanquísimas y aristócratas
húngaros. –sonrió Melinda desde su asiento, tratando de interrumpir la conversación cuanto antes. Lo único que consiguió
interrumpir fue la respiración a Jan, que se atragantó con el pavo en un ataque de risa.
– Arqueología.– rió a su vez Drake desde el otro extremo de la mesa mientras se echaba una generosa ración de puré de
patatas.– Es gracioso. Si en lugar de trabajar con gente que lleva muerta miles de años lo hicieseis con cadáveres más
recientes, en lugar de científicos se os consideraría vulgares ladrones de tumbas.

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Ante el poco afortunado comentario, que provocó que Janice se pusiese gris, apretase la mesa con fuerza y mascullara algo
como que le recordasen que no le vaciase los bolsillos cuando lo estrangulase una vez estuviera en pie de nuevo, la cena
prosiguió en un incómodo silencio hasta que, de repente, alguien descargó una serie de golpes contundentes en la puerta
principal. Probablemente, de haberse tratado del apartamento de Janice en Boston, ahora habría pasado a llamarse el hueco
antes conocido como puerta principal, pero los Pappas construían a conciencia. Todas las cabezas de la reunión se giraron a
un tiempo hacia el recibidor, menos la del juez Howard que seguía fija contemplando a Melinda con tal expresión bovina que
parecía dispuesto a dar leche de un momento a otro.
– Dios santo. – exclamó ella levantándose de su asiento y encaminándose a la entrada. Jan nunca había comprendido para
qué demonios necesita alguien empleados que abran la puerta si insiste en ir a recibir personalmente a las visitas. – ¿quién
puede ser a estas horas?
Janice, cuyos más arraigados temores ya habían tomado cuerpo a lo largo de la noche, concluyó mentalmente que sólo el
fantasma del führer en persona podría haber empeorado la situación. Sin embargo, cuando Melinda apareció retrocediendo
de espaldas ante un Gurgham al borde de la histeria, comprobó una vez más que, cuando parece que las cosas no pueden ir
a peor, siempre hay alguien dispuesto a echar una mano para alcanzar nuevas cotas de miseria.
– Le repito que debe tratarse de un malentendido...– trataba de articular Melinda entre los gritos que el hombretón le estaba
dirigiendo.
– ¡¡Malentendido y un cuerno!! – en su amenazante avance hacia Melinda, Gurgham había alcanzado el comedor y ahora los
invitados de ésta lo observaban boquiabiertos. –¡Ayer alguien se coló en mi casa desde aquí. Y dado que esa desquiciada
amiga suya no ha podido hacerlo – dijo gesticulando hacia Janice que, en ese instante, buscaba en la mesa cualquier cosa
medianamente ofensiva que no fuese un comensal – has tenido que ser tú!
– Eso es ridículo. La señorita Pappas nunca haría una cosa así.– exclamó conciliador Benny Howard haciendo ademán de
levantarse de la mesa. Gurgham pareció reparar por primera vez en la presencia del resto de los ocupantes de la sala, que
no parecieron encontrarse demasiado complacidos ante este repentino interés sobre sus personas.
– ¡Lo único ridículo que hay en esta sala es usted, Howard!– exclamó Gurgham girándose hacia él, que inmediatamente
volvió a sentarse como si la idea de despegarse de su cómodo asiento hubiese perdido de pronto todo encanto.
– ¿Sa... sabe con quién está hablando?– consiguió articular el juez.
Gurgham estalló en una sonora carcajada.

– ¡Oh, vamos! Por supuesto que lo se. ¿Acaso no lo saben todos? Ni más ni menos que con el juez más inútil que jamás
haya conocido el distrito. ¿Cree usted que habría conseguido el puesto de no ser por su apellido?
Howard, ahora hundido en su asiento, temblaba de pies a cabeza sin pronunciar una palabra.

– ¡Vaya! Por su expresión, veo que lo creía. Además de inútil es usted estúpido. No es de extrañar que jamás le hayan
encargado ningún caso realmente importante.
– ¡Eh! ¡Deje de meterse con Howard!– gritó Minia enfrentándosele con lo que hubiese pasado por ser un ademán
amenazador de no tener que recolocarse toda la ropa cada vez que se movía.
El hombre pareció divertido cuando se encaró con ella.

– ¿Desde cuando una fregona sobrealimentada se atreve a decirme lo que tengo que hacer? Además, no creo que ese
hombre diese la cara por usted, si bien no puedo culparlo.

– Creo que debería tranquilizarse.– El reverendo se había acercado tranquilamente por detrás a Gurgham en un intento de
concluir la reyerta de la forma más pacífica posible y ahora le apoyaba una mano en el hombro – No veo necesario entrar en
el terreno de la descalificación personal. Si me permite...
– Pero no le permito, reverendo.– contestó el hombre apartándolo de un manotazo –De hecho, creo que ya le he permitido
bastante dejándole mantener esa ruinosa casa de acogida en mi propiedad. Pero, ya que ha salido el tema, aprovecho para
comunicarle que voy a solicitar contra usted una orden de deshaucio. Aprovecharé el terreno para cualquier actividad más
lucrativa. Como criar matojos.
– No... no puede hacer eso.– contestó perdiendo su habitual compostura –Los niños que tenemos allí no tienen a nadie en el
mundo. Los estaría dejando en la calle.
– Los mojigatos como usted son un lastre para la economía de este país. Afortunadamente, las leyes amparan  a gente como
yo y no a muertos de hambre como a los que acoge.
– ¡No le consiento que hable así del reverendo Elijah! Está usted tratando con un hombre santo, señor! – exclamó Eva
amenazadoramente, henchida de piadosa indignación.
Gurgham parecía encontrarse cada vez más en su salsa. Girándose hacia Eva con una expresión de extraña familiaridad,
avanzó unos pasos hacia ella hasta quedar frente a frente.
La sombra de una duda Covington
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  • 1. Se recomienda leer las renuncias o disclaimers. Gracias.     Renuncias: Los personajes de Janice Covington y Melinda Pappas pertenecen a Renaissance Pictures / MCA Universal. Esta historia sólo tiene como fin entretener y no pretende infringir ningún derecho de autor que MCA Universal o Renaissance Pictures puedan tener.     V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Autora: EQUIS. LA INDISCRETA COVINGTON. Prólogo. Tras una turbulenta época de conflictos y crisis económicas, la América del 1947 había caído presa de la autoindulgencia y relajación propias de una nación que, recién escapada de las fauces de la guerra, estaba decidida a preocuparse de poco más que vivir la vida sin pensar en el mañana. Como fin de fiestas, un par de años antes, Hitler se había volado los sesos en un bunker, Mussolini había sido fusilado por la resistencia italiana y la primera intervención de Hiro-Hito como cabeza de su país había sido la rendición incondicional de Japón. America estaba harta de violencia y lágrimas. No más hijos, padres y hermanos marcharían hacia un Guadalcanal. Ahora, Hollywood repartía mensajes de buena voluntad con títulos como "Los mejores años de nuestra vida" y Frank Sinatra sonaba por las calles que, por primera vez en mucho tiempo, parecían estar de nuevo pavimentadas de oro. Claro exponente de su generación, Beth Short caminaba apresuradamente por una de las avenidas de Los Angeles. Las cosas no habían sido fáciles últimamente. Al menos, no desde que dejó Medford. Desde luego, marcharse a vivir con su padre no había sido una de sus ideas más brillantes, tal como se demostró cuando él, harto de la hija a la que ya había abandonado una vez siendo una niña, le puso las maletas en la puerta. Y además, tuvo la desfachatez de decirle que no servía para nada. ¿Sólo porque no tenía uno de esos aburridos y vulgares trabajos iba a tener que encargarse de las estúpidas labores domésticas?. Pero a Beth Short no le importaba. Ya entonces sabía que estaba destinada a algo mejor. Quizá por eso optó por no regresar a casa con su madre. Después de todo, ¿cómo iba a convertirse en una estrella en Massachusetts? Los Angeles era donde estaba la acción. Y no había sido fácil. Aunque, con un físico como el suyo, había encontrado formas de abrirse camino. De acuerdo, en ocasiones se había sentido utilizada, pero prefería pensar que, muy al contrario, era ella quien utilizaba a la gente como apoyo en su escalada hacia la fama. Ya casi podía ver su nombre en luces brillantes. Una vida de vino y rosas se abría ante ella. No había sido fácil, pero esa noche tenía una cita. Una cita realmente importante. Y, canturreando desafinadamente una melodía de Billie Holliday, se encaminó al hotel Biltmore.   01. La sombra de una duda. Janice Covington sonrió brevemente instantes antes de que el directo dirigido contra su barbilla sólo encontrase aire en el lugar que segundos atrás ocupaba la cabeza de la arqueóloga. Tras pivotar sobre su posición, la mujer había quedado en la posición perfecta para derribar de un codazo en la nuca a su, ahora, desequilibrado agresor que se estrelló contra el suelo levantando una nube de polvo. Janice giró sobre sí misma para encarar a dos nuevos aspirantes a punching-ball, que corrían hacia ella en un revuelo de sábanas. Sin mediar palabra e impulsándose contra ellos con un salto mortal, aterrizó sobre ambos, haciéndolos caer con un feo crujido de huesos rotos. Una patada giratoria en el aire se encargó de un tercer tipo que trataba de acercarse por detrás. Janice divisó al Gran Cíclope, observándola desde debajo de su capucha, protegido por una miriada de miembros de la orden. Consciente de que la batalla acababa necesariamente en él, se lanzó a la carrera en su dirección, derribando en el proceso a la mayoría de los que se atrevían a entrometerse en su camino con una interminable serie de golpes contundentes, resultado
  • 2. de una amalgama de disciplinas marciales, y esquivando al resto entre piruetas y saltos. Momentos más tarde, ya estaba cara a cara con su enemigo cuando... - No lo entiendo. Janice, sentada a horcajadas sobre la camilla, arqueó las cejas con gesto de exasperación y, pasándose la mano nerviosamente por su corto cabello rubio, se giró hacia su mejor amiga. Jan se había cortado el pelo en cuanto llegó a la alegre conclusión de que así no necesitaba peinarse. Mel rezaba porque nunca se diese cuenta de que saliendo a la calle desnuda evitaría también el lavado y la plancha. -¿Qué es lo que hay que entender, Melinda? Melinda Pappas, cómodamente sentada frente a la arqueóloga, agitó la mano derecha en un gesto vago, con una expresión de ingenuidad digna de ese tipo de películas en que los animalitos hablan, bailan y hasta cantan ópera alemana, si se tercia. - Oh, bueno, es que no lo comprendo. Es decir, ¿qué interés podría tener el Klan en acabar contigo? Si aún ni te conocen... V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m - Er... -ignorando la terrorífica posibilidad de que Mel se estuviese adentrando en el hasta entonces por ella inexplorado, pero indudablemente prometedor, terreno del sarcasmo, Janice tartamudeó lo que en ese momento se le antojaba una respuesta adecuada o, al menos, no demasiado absurda - Quizá los interrumpí en alguna de esas reuniones que... -¿En mitad de Charleston?- exclamó la morena con una exagerada mueca de sorpresa -¡Cielos, cada vez se vuelven más atrevidos! Janice enmudeció unos instantes. Después abrió y cerró la boca un par de veces y, por fin, dejó caer los hombros pesadamente y contestó abatida -Bueno, tal vez me confundí. Es posible que fuesen ladrones y no miembros del Klan. Había poca luz y... - Es natural.- respondió la sureña con una adorable sonrisa.- Esos capuchones son tan difíciles de distinguir en la penumbra... Janice Covington sonrió brevemente instantes antes de que el directo dirigido contra su barbilla la arrojara violentamente por tierra. Tras levantarse de un salto con toda la rapidez de que fue capaz, la arqueóloga consiguió maniobrar lo suficiente para derribar a su agresor con una zancadilla, compensando en agilidad lo que le faltaba en fuerza y tamaño. Una vez en el suelo, Janice se las arregló para noquearlo con una patada en la nuca, girándose para encarar a los dos nuevos atacantes que corrían hacia ella. - Más os vale parar ahora que aún estáis a tiempo, chicos. Ambos hicieron caso omiso a su advertencia, así que Janice se situó frente a ellos en posición defensiva. Un gancho al estómago acabó con el primero, despachando al segundo casi simultáneamente con un codazo en el plexo. Un cabezazo se encargó de otro tipo que, justo en ese instante, conseguía sujetarla por detrás, garantizándose para el día siguiente un dolor de cabeza a juego con el de sus nudillos despellejados. Janice divisó al que parecía ser el jefe de la banda, observándola desde debajo del ala de su sombrero, protegido por un nutrido grupo de secuaces. Consciente de que la lucha acababa necesariamente en él, se lanzó en carrera en su dirección, esquivando como buenamente pudo los golpes que descargaban sobre ella los matones que encontraba en el camino y apartando a empujones a todos los que no consiguió regatear. Algo más tarde, y con menos hematomas de los que cabría esperar, ya estaba cara a cara con su enemigo cuando... -¿¡¡Y ahora qué!!? Melinda no había abierto la boca, pero había limpiado los cristales de sus gafas de montura metálica. Dos veces. - No, nada, sigue, te lo ruego. -contestó con una sonrisa angelical. ...cuando... - Bueno, es que estaba pensando...- Dos semanas en Carolina del sur habían devuelto el acento de Melinda a todo su antiguo esplendor, convirtiéndola de nuevo en la versión aumentada de Escarlata O'Hara -¡Jesús bendito, Janice! ¿Con cuánta gente has peleado esta noche? No habrás vuelto a salir por la ciudad con ese horroroso revólver, ¿verdad? Janice se removió, inquieta -Err... -¡Y casi a plena luz del día! ¡Me extraña que no haya salido aún en la prensa! Tú sola contra un ejército... ¡Eres una heroína! - chapurreaba la morena alegremente agitando los brazos lo suficiente como para provocar pequeños cambios climáticos en la otra punta del mundo - Y todo por impedir un robo. Por cierto, ¿qué querían robar, Jan? Ahora francamente incómoda, la arqueóloga comenzó a balancear las piernas, mientras balbuceaba algo. - Disculpa, Janice, no te oigo bien...- apostilló la poco explotada faceta despiadada de Melinda Janice Covington sonrió brevemente instantes antes de que el directo dirigido contra su barbilla la arrojara por tierra, donde rebotó un par de veces como un maltrecho saco de patatas antes de recuperar el equilibrio lo suficiente como para incorporarse a cuatro patas. Al ver las botas de su agresor justo frente a su cabeza, la arqueóloga recordó todo lo que su padre le había enseñado acerca de luchar limpiamente. Se resumía en una palabra: "olvídalo". Arrojando un puñado de tierra hacia los ojos del tipo, consiguió levantarse justo a tiempo de ver a los otros dos hampones que corrían hacia ella. - Chicos, ¿no podríamos hablarlo tranquilamente? Dado que ambos decidieron ignorarla, desarmada y en franca desventaja contra tres hombretones que la doblaban en estatura y masa corporal, la parte inteligente de Janice entró en contienda con su orgullo a favor de  una deshonrosa pero saludable retirada. Desgraciadamente, seguían en tablas cuando ambos tipos la alcanzaron. Viéndose rodeada, la mujer
  • 3. esperó hasta que el primero de ellos le lanzó un puñetazo. En ese instante se agachó rápidamente, consiguiendo que el golpe alcanzara en la nariz al segundo individuo, que se derrumbó con un feo crujido de huesos rotos. Aprovechando el desconcierto momentáneo de su atacante, Jan le endosó al tipo que quedaba en pie un rodillazo con todas sus fuerzas, dejándolo fuera de combate a corto plazo y reduciendo drásticamente sus posibilidades de paternidad en un futuro próximo. Janice divisó al que parecía ser el jefe del grupo observándola con rencor ahora que había conseguido aclararse los ojos. Consciente de que la bronca acababa necesariamente en él, avanzó en su dirección, dispuesta a terminar con el asunto de una vez por todas. Estaba cara a cara con su enemigo cuando... Janice hizo una pausa momentánea para observar a Melinda que, en ese momento, con los codos apoyados sobre la rodilla y la barbilla sobre las manos, era la viva imagen de la inocencia. ... cuando éste sacó una Smith&Wesson del 36 y amartilló el gatillo. Considerando que quizá Melinda se había excedido cuando le prohibió llevar su revólver encima en Charleston... Mel enarcó una ceja y los hombros de Janice se hundieron aún más. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m ... Maldiciendo internamente a la estirada de Melinda por esconder tan bien su revólver en cuanto llegaron a Charleston, Janice tuvo el tiempo justo de saltar en plancha al suelo antes de las tres detonaciones que precedieron al silbido de balas sobre su cabeza. Una vez en tierra, giró sobre sí misma, intentando no ofrecer un blanco estático. Afortunadamente, el tipo no parecía tener mucha puntería y vació el tambor sin acertarle ni una sola vez. Sin embargo, Janice juró en voz alta al intentar levantarse: al caer, se había dañado el tobillo. -Aaaahhhhh.- sonrió Melinda, como el que al llegar a la última página de un libro descubre que el asesino era el mayordomo. Janice frunció el ceño y, con toda la dignidad de que pudo hacer acopio, continuó su historia. La arqueóloga sopesó la situación. Se había visto peor otras veces. Como cuando tuvo que explicar a Melinda dónde había ido a parar su sombrero favorito justo después de descubrir que quizá el tiro con arco no fuese lo suyo. Era cierto que el tipo sobrepasaba con creces su metro sesenta y poco, que tenía brazos del tamaño de troncos y que ella estaba lesionada, pero, qué demonios, alguna ventaja tenía que darle al pobre imbécil. Un rato más tarde, tras arrastrarse como pudo hasta la mansión de los Pappas, Janice se encontró con un nuevo problema. Durante la refriega, había perdido las llaves de la casa. Aunque podría haber llamado a la puerta, la mujer no quiso molestar a su amiga Melinda que, probablemente, estaría ocupada con algún arreglo floral, el té o su manicura, así que... -¡Janice!- por un instante, pareció que la sureña iba a perder la paciencia, pero en el último momento consiguió mantener la compostura- Eran las cinco de la mañana. ¡Estaba durmiendo!. - Entonces deberías estar doblemente agradecida de que intentara no molestarte, ¿no?- sonrió Janice de medio lado. ... así que, encaramándose hasta una de las ventanas de la planta baja, la arqueóloga consiguió introducirse en la vivienda. Sin embargo, una vez allí, comprobó que, dado el estado en que se encontraba su tobillo, le iba a ser imposible subir las escaleras principales para llegar hasta su habitación. Esta vez no tenía más alternativa que despertar a su mejor y más querida amiga, así que, tratando de no alarmarla en exceso, la arqueóloga le suplicó que bajase a ayudarla. -¿De verdad? Yo recuerdo más bien algo en la línea de "¡¡Eh, como-te-llames, mueve el culo y baja a echarme una mano!!" - Bueno, puede que perdiese un poco los nervios- repuso Janice inquieta - pero es sólo porque tienes un sueño muy pesado. Bueno, el caso es que bajaste, comprobamos que el tobillo estaba inflamado y aquí estamos. El médico, un auténtico caballero del sur aparentemente extraído de un libro de Margaret Mitchell y en edad de tener nietos, contemplaba boquiabierto a la rubia mujer, mientras ésta, una vez concluido su accidentado relato, se cruzaba de brazos, adquiriendo esa pose de "y no hablaré más si no es en presencia de mi abogado" que Melinda conocía tan bien. - Si nos disculpa unos momentos, señorita Covington... Oswald Pappas guió a Melinda hasta el otro extremo de la consulta. Una vez a distancia prudencial de Janice que, en su desesperado intento de escuchar la conversación desde la otra punta de la habitación, estuvo a punto de caer al suelo de forma no muy digna, el pobre hombre intentó desesperadamente buscar una forma educada de formular la pregunta que llevaba rato haciéndose sin poner en entredicho la palabra de la mejor amiga de su sobrina favorita. -Melinda, cariño- titubeó -¿tú crees que...? -...debió perder las llaves en el pub con sus amigotes. Como volvió de madrugada, preferiría no tentar su suerte despertándome y entró por la ventana. Supongo que llevaría unas cervezas encima, tropezaría con el marco, se cayó y se daño el tobillo- ante esta nueva versión reducida y sin censura de la agitada noche de Janice Covington, el médico arqueó tanto las cejas que pareció que iban a despegar de su frente - Pero no le digas que lo sé, tío Owie- concluyó Melinda en tono neutro y un tanto despreocupado-, es mejor darle cuerda para que se ahorque ella sola. El doctor Pappas, haciendo gala de un encomiable autocontrol frente a su aparentemente divertida sobrina, consiguió mantener la compostura el tiempo suficiente para dar su diagnóstico. - Es una rotura de tibia, señorita Covington. Tendrá que estar inmovilizada durante el próximo mes.   02. Inocencia y juventud.
  • 4. Algunas palabras, como guerra, muerte, enfermedad o "espagueti a là Covington", encierran en sí mismas una promesa de horror, una amenaza apenas encubierta a la pacífica existencia del ser humano en este planeta. Sin embargo Melinda Pappas nunca imaginó que una palabra tan aparentemente inocente como "inmovilizada" se incorporase en un puesto de honor a su pequeño infierno personal a tan vertiginosa velocidad. El Atlántico rompía con fuerza contra los dársenas del puerto de Charleston mientras Mel paseaba tranquilamente por las calles desiertas de la ciudad, disfrutando de la paz y el silencio que la civilización sólo puede ofrecer durante las primeras horas de la mañana de un domingo de enero. Los robles todavía conservarían las hojas hasta principios de primavera y la temperatura era tan suave que nadie hubiera dicho que la ciudad dormitaba en brazos del invierno. Melinda llevaba ya un tiempo sin descansar demasiado. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m En un primer momento, la sureña pensó que podría sobrellevar sin problemas las consecuencias de la última trastada de su amiga. A fin de cuentas, ¿qué daño podría hacer Janice sin levantarse de un sillón en todo el día? Sin embargo, el tiempo comenzó a   transcurrir de forma agónicamente lenta en cuanto la arqueóloga empezó a cansarse de su forzada inactividad y a Melinda se le acabaron las ideas para mantenerla distraída. Para empezar, resultaba difícil pensar que alguien a quien habían disparado, cortado y golpeado - y eso sólo cuando el día se presentaba favorable- pudiese quejarse tanto por una simple fisura. Aunque Jan sólo se había dañado el tobillo, se comportaba como si estuviese tetrapléjica. Melinda había perdido la cuenta de las veces que había tenido que subir a su habitación para llevarle un vaso de agua, arreglarle los cojines o acercarle algún libro. Decidiendo, sin mucho entusiasmo, que ya era hora de regresar, la mujer se encaminó al puente sobre el río Ashley. James Island no quedaba particularmente cerca, pero tampoco estaba ansiosa por llegar a casa. Además, por alguna razón que nadie alcanzaba a comprender, Melinda no se cansaba fácilmente. Allá, en el viejo continente, le había parecido una buena idea volver a Carolina del Sur por un tiempo. Echaba de menos su casa y a su familia y, sobre todo, echaba de menos conocer a alguien sin necesidad de preocuparse de cómo intentaría matarla un rato más tarde. Janice, en principio, torció el gesto ante la posibilidad de pasar unos meses en el tranquilo Charleston, pero al final se resignó a que, por una vez, Melinda se saliese con la suya. "Podría aprovechar el viaje", dijo, "para buscar rastros de la expedición del Lucas Vásquez de Ayllón, ya que, por poca gracia que pudiese haberle hecho a Charlie" - más conocido como el ilustre Carlos I de Inglaterra por gente más respetuosa con la monarquía que la arqueóloga"la primera colonia europea en Norteamérica la fundaron los españoles". Por no perder la costumbre, no es que les durara mucho, claro, pero algo debía quedar por ahí. Las ansias arqueológicas de Janice duraron hasta que se enfrentó cara a cara al hasta entonces etéreo concepto del Southern Comfort, y es que, contra todo pronóstico, la arqueóloga se acomodó a la ciudad como a unos viejos zapatos gastados. Existe mucha gente cuya forma de ser hace que, tras una primera impresión negativa, acaben cayendo bien al observador casual. El caso de Janice era justo el contrario, pero una estricta política de relacionarse de la forma más superficial posible hizo de la arqueóloga el acontecimiento más celebrado de los últimos años en ciertos círculos de Charleston. Como los bares, las timbas y los campos de beisbol, por mencionar unos cuantos. Feliz de regresar a su ambiente, Melinda no se había quejado. Al menos, no demasiado. Pero ahora que Jan estaba confinada en la mansión de los Pappas, la pacífica coexistencia de los últimos dos meses estaba comenzando a agrietarse peligrosamente. "Podrías escribir alguno de esos artículos de los que siempre hablas" había sugerido Melinda en un intento desesperado de entretenerla aunque sólo fuese un par de días. Sin embargo, el descubrimiento de un puñado de folios emborronados únicamente con la frase "no por mucho madrugar amanece más temprano" obligó a Mel a frustar bruscamente la carrera literaria más corta de la historia de Carolina. El ajedrez tampoco surtió efecto mucho tiempo, sobre todo porque Melinda no consiguió encontrar ni la cuarta parte de las piezas en el jardín cuando Jan arrojó el tablero por la ventana después de perder un par de partidas. El jardinero tampoco volvió. La radio consiguió un éxito parcial hasta que Janice decidió que el sonido no era lo suficientemente nítido. Un rato y un par de destornilladores después, la mujer concluyó alegremente que la programación tampoco era tan buena mientras guardaba disimuladamente en un cajón todas las piezas que le habían sobrado tras intentar volver a montar el aparato. Así, las horas se fueron alargando y alargando hasta socavar la resistencia de la sureña, que sólo pudo concluir que debía estar pagando un karma a un ritmo acelerado. Melinda hizo lo posible por adaptarse a su nueva situación, pensando que el tiempo acabaría por pasar y que, en un mes, se estaría riendo de todo aquello.  Entonces, llegó el segundo día. Ensimismada en sus pensamientos, Melinda dio un respingo al oír a alguien pronunciar su nombre a sus espaldas. Asombrada, notó que había llegado hasta la puerta de su casa sin apenas darse cuenta. Mel se giró hasta encarar a su vecina, una mujer rubia y menuda, de mediana edad y aspecto asustadizo, que la saludaba con una inclinación de cabeza. - Buenos días, señora Gurgham- sonrió Melinda, deteniéndose de espaldas a su verja. Conocía relativamente poco a Marjorie Gurgham, pero la mujer le caía bien. Era de ese tipo de personas que siempre parecen estar a punto de romperse y que, de alguna forma, despiertan en los demás un instinto de protección. - Bu... buenos días, se... señorita Pappas- tartamudeó mientras trataba de equilibrar la montaña de bolsas que, evidentemente, resultaban demasiado pesadas para ella. - Un día excelente, ¿no cree?- Melinda, tal como dicta la etiqueta incluso en regiones donde la variación climática es prácticamente inexistente, siempre recurría al tiempo cuando no tenía nada que decirle a su interlocutor. Con Marjorie, éste siempre era el caso - Ya veo que también le gusta madrugar... - No, yo... Er, sí, bueno... Mi esposo... A él le gusta que le lleve el periódico con el desayuno cuando se levanta... Melinda hizo un gesto leve que podría haberse interpretado como cualquier cosa. Por lo poco que sabía de él, Harold Gurgham era un tipo hosco y desagradable con el que apenas había cruzado unas palabras y que desaprobaba abiertamente el hecho de que ella o, llegado el caso, cualquier mujer, se dedicase a alguna tarea que no estuviese directamente relacionada con una sartén. -¿Qué... qué tal se encuentra su amiga?- preguntó la mujer con más cortesía que interés sacando a Mel de sus pensamientos. - Oh, ella...- Janice era un tema del que Melinda podría hablar largo y tendido, pero el protocolo de Charleston en cuanto a diálogos sin trascendencia exigía que sintetizase la respuesta en no más de una frase, admitiéndose las conjunciones
  • 5. copulativas únicamente si la conversación aún no había superado los cinco minutos -Físicamente, supongo que se encuentra mejor, pero si vuelvo a oír vocear mi nombre desde la otra punta de la casa, creo que gritaré... -¡¡¡Marjorie!!! Ambas mujeres dirigieron la vista hacia la puerta de la mansión de los Gurgham, donde Harold Gurgham, envuelto en una carísima bata verde de seda que contrastaba claramente con sus vulgares zapatillas de paño, contemplaba a su mujer, rojo de cólera. - Hace más de diez minutos que me desperté y ¿dónde te encuentro? Cotilleando con...- Mel, cuya expresión no debió pasarle por alto al airado individuo, nunca llegó a saber cómo pensaba llamarla, porque éste se detuvo, inspiró y continuó, sólo un poco más calmado - ... la vecina.  - Di... disculpa, Harold. Só... Sólo me detuve unos instantes para... - Cállate. ¡¡Y entra ahora mismo en casa!! V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Marjorie se apresuró a entrar en el portal, llevando a cabo una serie de complicados movimientos para evitar que se le cayesen las bolsas que, Mel no pudo evitar sino fijarse, su marido no la ayudó a transportar. Encogiéndose de hombros, la mujer rebuscó en su bolso hasta encontrar la llave de su casa y, tras cerrar la puerta a sus espaldas, se detuvo unos momentos en el recibidor, considerando que, en cuanto a tranquilidad se refiere, la soltería tenía sus ventajas... -¡¡Melindaaaaa!! Fiel a su palabra, Melinda gritó.   03. Atormentada. - Me abuuuurrooooo.- dijo Janice por quincuagésima vez en lo que iba de mañana. Melinda, que, apaciblemente sentada en un sillón que había recibido la denominación de chaiselonge hasta que se cansó de que a la arqueóloga le dieran agujetas de tanto reírse, trataba de leer las notas de sociedad en el diario, prefirió ignorar su comentario, como si no prestándole atención a la molestia, ésta fuese a desaparecer por arte de magia. La maniobra no era, ni mucho menos, innovadora: el imperio romano ya había practicado lo mismo con los bárbaros varios siglos atrás. - Me aburro muchísimo.- insistió la mujer con la tozudez de quien aún puede contar sus años con los dedos de las manos mientras trataba de hacer canasta con las pastas de té en el jarrón de la mesa de enfrente. Justo después de que una de ellas le diese en la nariz tras un rebote poco ortodoxo, Melinda hojeó el periódico con energía en busca de algo que pudiese mantener quieta a su amiga el tiempo suficiente para que ella pudiese huir con discreción. - Política internacional...- murmuró la sureña pasando hojas - "Un desafortunado error en política de exteriores provocó daños colaterales durante una intervención humanitaria..." ¿qué querrá decir esto? - Enviaron al ejército a patear traseros en algún pobre país donde nadie los llamaba y los bastardos masacraron a la población civil para pasar el rato. Melinda se apresuró a cambiar de tema antes de que Jan comenzase a expresar sus opiniones de forma más entusiasta. - "Se sigue investigando el caso de la Dalia Negra". Qué curioso, una primera página dedicada a botánica... - No, Mel. La Dalia Negra es una mujer llamada Elizabeth Short. Es una especie de juego de palabras. Ya sabes, La Dalia Azul. Sólo que Short siempre vestía de negro. - Oh.- Melinda volvió a leer el titular como si lo viese por primera vez. -¿Y qué ha hecho la señorita Short? Janice reflexionó un instante y luego se encogió de hombros. - No ha hecho nada. En este caso se encontraba en el extremo receptor del verbo. La encontraron cortada por la mitad en un solar a las afueras de Hollywood. Como si del pavo de Acción de Gracias se tratara, mismamente. Jan habría dado más detalles acerca del cuerpo, pero Melinda ya se había levantado a toda prisa en dirección al baño con un poco favorecedor tono verdoso. Para cuando regresó, la arqueóloga había conseguido de alguna manera hacerse con el periódico, que Mel sabía positivamente que había dejado a una distancia considerable de ella. - ¿Sabes lo que pienso?- le preguntó Janice sin levantar la cabeza de su lectura. - Creo que prefiero no saberlo... - Creo que están llevando mal la investigación.- Janice solía hacerle a Melinda el mismo caso que a la pared, pero con ésta última era más educada.- Presuponen que el asesino debe ser o bien un viejo conocido o bien un completo desconocido. - Tiene que ser una de las dos cosas por fuerza, Janice. - No. El crimen es demasiado elaborado. Esa mujer fue pacientemente descuartizada y diseccionada. ¿Qué te dice eso? - ¿Aparte de "buaggh"?- murmuró Mel, que estaba comenzando a sentirse mal de nuevo.
  • 6. - Para llevar a cabo un trabajo tan preciso hace falta el tipo de persona que alguien como Beth Short es poco probable que conociese. Por el mismo motivo, no encaja el maníaco ocasional con el que uno se tropieza por la calle por pura casualidad. Melinda estuvo a punto de puntualizar que no resulta demasiado normal encontrarse con un psicópata por la calle. Un instante después recordó con quién estaba hablando. - ¿Entonces?- preguntó Mel sintiendo interés, a su pesar. - Bueno, supongo que hubo algún intermediario.- explicó Janice mientras golpeaba el diario con el índice repetidamente.Supuestamente, la última vez que la vieron se encaminaba al hotel Biltmore. Supongamos que alguien le había concertado una cita con una tercera persona... - ¿Y por qué iba a citarse con un desconocido? ¿Y quién iba a concertarle una cita con un asesino? ¿Y por qué iba a querer nadie asesinar a una persona...?- Melinda se interrumpió bruscamente al caer en la cuenta de que ella misma habría matado gustosa a Janice un par de veces en las últimas veinticuatro horas -¿... de esa forma?- concluyó algo ruborizada. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m - Bueno, digamos que Short no era el tipo de persona con la que tú te hubieras relacionado. - la forma de sonreír de Janice hizo que Mel decidiese no profundizar en el tema. - En cuanto a concertar la cita, hay gente que haría cualquier cosa por dinero.- El rostro de Mel mostraba que no entendía nada en absoluto. Era lógico, pensó Janice con un deje de cinismo, en alguien que llama chaiselonge a sus sillones. - Por lo demás, no tengo ni idea de por qué alguien querría cargarse a una aspirante a actriz de tercera fila. Pero, fíjate, el forense dice que... - Déjalo.- suplicó la sureña notando que regresaban las náuseas.- Mira, te dejo leer en paz. Voy a aprovechar para salir a comprar un par de botellas de leche. Ya sabes que hoy es el día que libra el servicio... Janice pareció dedicar a la idea cierta consideración. - Oye, Melinda. Ya que sales... - ¿Qué quieres? ¿Un chocolate? ¿un juguetito? ¿una sorpresa?- suspiró Melinda desde la puerta de la habitación. Inmune como era a cualquier tipo de sutileza, Janice sopesó sus posibilidades y, sacudiendo la cabeza afirmativamente, le dedicó la mejor de sus sonrisas. sigue -->
  • 7. 04. Mejor es lo malo conocido. Cuando, un rato más tarde, Janice oyó los golpes de la puerta, supo de inmediato que no podía ser Melinda. No es que nunca se hubiese olvidado la llave -a veces se pasaba horas buscando las gafas que llevaba puestas- pero Jan sabía positivamente que habría ido a hacer la compra al punto más alejado de James Island donde pudiese habitar una vaca. Encogiéndose de hombros, se encaminó con un paso decididamente torpe hacia las escaleras principales. Una vez allí, y sabiéndose a salvo de miradas indiscretas, saltó a horcajadas sobre la barandilla y se deslizó cómodamente hasta el vestíbulo. Arrastrando tras de sí la pierna escayolada y experimentando una leve irritación ante el sonido arrítmico que producía al chocar con el suelo de madera, Janice llegó a la enorme puerta roble de dos hojas que franqueaba la entrada a la mansión de los Pappas y la abrió con dificultad. Ante ella, un hombre bajo, regordete y con prominentes entradas, esperaba pacientemente con un ramo de flores que sólo un daltónico terminal podría llegar a apreciar. Cuando vio a Janice, la sonrisa bobalicona que había lucido hasta ese instante se desvaneció inmediatamente. - ¡¡Vaya, Howard, qué desagradable sorpresa!! -gruñó Janice con visible irritación. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m - Juez Howard, si es tan amable, señorita Covington.- escupió él mirando a la arqueóloga como si fuese algo que el gato trajo de la calle. - Veo que has venido con un burro...- dijo Jan asomando su rubia cabeza por la puerta entreabierta. - Señorita Covington...- el hombre se detuvo unos momentos, como si se estuviese atragantando, y señaló a su montura.Querría hacer notar que este animal es un pura sangre árabe que... - Disculpa, Howie, hablaba con él.- concluyó Janice cortante, preguntándose si con eso sería suficiente para espantarlo de una vez por todas o si tendría que recurrir a dispararle. - Debo entender que la señorita Pappas no se encuentra en casa... - No en ésta al menos. Pero no aspiro a que lo entienda. Basta con que lo asimile. Considerando que ya había aguantado suficiente a aquella irritante mujer, el ilustre juez Howard frunció el ceño y se dispuso a marcharse. - Le ruego que la informe de mi visita y que le entregue esta pequeña muestra de mi afecto- Janice cogió el ramo como si de una víbora epiléptica se tratara.- Si desea llamarme, estaré en mi propiedad toda la tarde. Un rato después de que Janice cerrase de un portazo, renegando acerca de la gente que en lugar de casa tiene propiedad, Melinda regresó sin la leche pero con un completo cargamento de ese tipo de cosas perfectamente inútiles que siempre habitan en los puntos más visibles de cualquier tienda. La arqueóloga seguía desmadejada sobre el mismo sillón donde la había dejado, haciendo pajaritas de papel con el periódico de la mañana. Ni siquiera había respetado la sección de cocina. - Howie ha venido a verte- dijo Janice divertida sin volverse hacia su amiga - Creo que si rebuscas un poco en la basura aún puede que encuentres los hierbajos que te trajo. Los he dejado ahí para espantar a las ratas. - Pero ¿por qué me pasa a mí esto?- murmuró Mel deteniéndose, soltando los paquetes y levantando la vista al cielo. - No sé. Serán los ojos azules. O el cuero. A algunos les gusta el cuero. - ¡Yo no he usado cuero en mi vida, Janice! - exclamó la mujer con un deje escandalizado. - Nadie es perfecto. Melinda frunció el ceño con un mohín casi infantil y luego se encogió de hombros.- Siempre creí que Howard acabaría con Herminia. Llevaban tanto tiempo juntos ... - ¿Herminia? - Sí, ya sabes. La chica de los Whateley, ésa que siempre me imita... Janice reprimió a duras penas un escalofrío ante la terrorífica idea de que un ser humano normal tomase a Mel como modelo. Estos sudistas... Pero, claro, ¿qué podía esperarse de un estado donde los demócratas no habían dejado el poder desde 1876? - Mira, te he traído un regalito- sonrió esgrimiendo una caja envuelta en papel de regalo de color burdeos. La arqueóloga, entusiasmada como corresponde a cualquier crío de seis años que se precie en la noche de Navidad, giró la caja varias veces, sopesándola, en un intento no demasiado esforzado de intuir su contenido antes de destrozar el papel como si de un solomillo en una piscina de pirañas se tratara. Apartando a manotazos los maltrechos restos de éste de la caja de madera que envolvían, la mujer levantó la tapadera para revelar... - ¿¡Unos prismáticos?!- exclamó Janice con disgusto- ¡¿Qué demonios voy a hacer con unos prismáticos?! Melinda casi lamentó no haberle traído un oso de peluche como pensó en un principio. A fin de cuentas, los osos de peluche son populares incluso en galaxias donde el oso no existe como especie animal. Sin embargo, su instinto de conservación le había ganado la mano en la tienda. - Pensé que podrían serte útiles para observar a las aves.- Melinda, al borde de un ataque de nervios, gesticulaba desesperadamente señalando aquí y allá- Por aquí suele haber muchas. Y podrías catalogarlas. Y... - ¿Para qué querría nadie observar tontos pájaros? ¡Nunca hacen nada interesante!- protestó Janice balanceando los prismáticos mientras giraba todas las piezas móviles en un vano intento de convertirlos en algo más divertido. - Supongo que entonces va a necesitarse esto - murmuró Melinda tristemente mientras sacaba un par de botellas de
  • 8. bourbon de la bolsa que llevaba. - ¿Alcohol? Pensé que no querías que bebiese alcohol.. - exclamó Janice sorprendida. - No son para ti, Janice, son para mí.- concluyó Melinda con tono cansino derrumbándose sobre uno de los sillones de la estancia. - Bueno, bueno- el tono de alarma en la voz de Janice se iba haciendo más estridente conforme observaba a Mel pelearse con el tapón de una botella de Four Roses-, puede que no sea tan mala idea. Mira, voy a probar un rato, ¿vale? - casi gritó mientras esgrimía los prismáticos enfáticamente hacia un pobre pajarillo, cuya expresión venía a indicar que la próxima vez que quisiera volar consideraría comprar un billete de avión. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m La sureña, algo menos abatida, abandonó la habitación llevándose las botellas. Sólo por si acaso. Una vez hubo puesto espacio de por medio entre ella y la, a estas alturas de la mañana, bastante nerviosa arqueóloga, se sintió como si después de una amistosa transacción con la mafia hubiese llegado al fondo del río sólo para descubrir que habían confundido el cemento con harina. Finalmente, decidió prepararse una taza de té y refugiarse en la biblioteca, su habitación preferida de la casa desde que era una cría. Ya relajada frente a la chimenea, Melinda se concentró en las ondas que se formaban en la superficie de la taza, ahora iluminada por el color dorado de las llamas. Toda esa historia sobre crímenes que tanto había interesado a Janice durante un dilatado período de cinco minutos le había recordado su estancia en Londres, algo más de un año antes. Al acabar la guerra, Jan decidió que era el momento de visitar la capital inglesa. A fin de cuentas, ¿dónde iba a encontrar uno más arte griego que en los corredores del Museo Británico? Melinda hizo constar que prefería pasar unos meses en París pero, por supuesto, los billetes ya estaban comprados. Después de los bombardeos, Londres estaba bastante destrozada, aunque ya había comenzado el proceso de reconstrucción y la mujer encontró la ciudad gratificantemente viva. No obstante, lo que había despertado en los recuerdos de Mel fue una serie de desapariciones inexplicables y extrañamente aleatorias que acapararon cierta atención durante un tiempo. La ciudad no recordaba nada parecido desde tiempos de los crímenes de White Chapel. Las sospechas se centraban en un tipo llamado Haigh, pero no había conseguido probarse nada por la sencilla razón de que no existía cuerpo del delito. Jan siguió la noticia el tiempo suficiente como para enterarse de la aparición de un volumen considerable de grasa humana en el fondo de un tanque de ácido. Melinda recordaba el estupor que le produjo la noticia. No es que no estuviese familiarizada con la muerte, a fin de cuentas, acababan de salir de la gran guerra, pero le costaba demasiado asimilar el concepto del asesinato por deporte, sin causa ni beneficio. América tampoco había estado exenta de crímenes de este tipo. Ese mismo año habían aparecido varios cuerpos mutilados en Chicago, concluyendo la escalofriante serie de asesinatos con la muerte y despedazamiento de una niña de seis años. Éste último hecho forzó a la ley a moverse deprisa, bajo la incipiente presión de la opinión pública. En este caso, el inculpado fue un adolescente llamado Hayrens. Incluso después de que Janice perdiese interés por el caso, Melinda, fascinada por lo que los seres humanos son capaces de hacerse unos a otros, lo siguió de cerca hasta el final. Aún recordaba las declaraciones del muchacho, de las que sacó la impresión de que éste no había sido más que la cabeza de turco que necesitaban para que la gente recobrase la confianza en el sistema. Y ahora, no mucho después, esa pobre chica aparecía descuartizada en un solar de Los Ángeles. Melinda no sabía dónde iba a ir a parar el mundo, pero estaba bastante convencida de que no le iba a gustar el destino. Ensimismada en sus pensamientos, no fue hasta varias horas después que notó con asombro que Janice no había hecho un solo ruido en toda la tarde. "Eso sólo puede significar que..." pensó para sí con humor "... o se ha relajado, o ha muerto". Tras pensarlo un segundo más, salió en carrera escaleras arriba. Janice, tranquilamente apoyada contra el respaldo del sillón y con las piernas cómodamente en alto sobre el marco de la ventana, comía galletitas saladas mientras escudriñaba con suma atención el exterior con la ayuda de los prismáticos. - ¿Has visto muchos?- preguntó Melinda, asomándose sobre su hombro, mientras trataba de digerir la aparente y bastante sospechosa calma de su mejor amiga. - ¿Muchos qué?- contestó ella, masticando, sin apartar la vista de los prismáticos. - Qué va a ser, Jan. Pues pájaros, claro.- exclamó la morena con una repentina punzada de preocupación. - ¿Pájaros? Ah, sí, hace un rato se estaban congregando junto a la escuela primaria- dijo, señalando vagamente hacia el norte, sin mayor interés. - Entonces, ¿qué estás...? Oh, no. - Oh, sí. Efectivamente, Janice estaba utilizando unos perfectamente inofensivos prismáticos de veinte dólares para seguir los movimientos de los vecinos de la casa de enfrente que, en ese instante parecían estar teniendo una animada conversación. - Janice, por favor- lloriqueó Mel- Son sólo tipos normales haciendo cosas normales en una casa normal. ¿Por qué iba nadie a querer ver eso? Incapaz de dar una respuesta lógica, Janice siguió con sus galletas. Y con sus prismáticos. Esa noche, pensando que Janice eventualmente se cansaría de espiar a sus vecinos y que, al menos mientras tanto, ella tendría un poco de paz, Melinda se cepilló el cabello las cien veces de costumbre, se desmaquilló y limpió la cara, se puso su crema nocturna y se metió muy satisfecha en la cama, convencida de que iba a dormir una noche completa por primera vez en mucho tiempo. Tal vez por eso fue que Janice tuvo que repetirle la frase varias veces cuando la despertó a la una de la madrugada. - Melinda... O mucho me equivoco o tu vecino de enfrente acaba de cargarse a su señora.  
  • 9. 05. Sospecha. Melinda apuró cansadamente su chocolate con leche mientras Janice, con su insufrible entusiasmo nocturno, le explicaba la increíble historia una vez más. Estaba casi segura de que, al menos en Carolina del Sur, debían tener una ley contra la gente capaz de tanta actividad en plena madrugada. Hacía un par de días que Janice había creído ver a Harold Gurgham finalizar una discusión familiar de la forma más drástica en la historia de la región desde aquel escandaloso incidente en Whistle Stop. Desde entonces, Melinda había tratado infructuosamente de sacarle el asunto de la cabeza, a ser posible, permitiéndole que la conservase sobre los hombros. Incluso había llamado a la puerta de sus vecinos, con la excusa de llevarles una tarta de manzana, para informarse de forma discreta sobre el paradero de la señora Gurgham. Su marido le indicó, de forma un tanto hosca, que estaba pasando unos días con unos parientes del norte. Luego, en opinión de la sureña, de forma bastante poco educada, se deshizo de la tarta por el sencillo procedimiento de tirarla al jardín sin preocuparse en absoluto sobre si ella estaba lo suficientemente lejos como para no darse cuenta. Cierto es que Janice también solía hacerlo, pero por lo menos tenía la delicadeza de probarla antes. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m - Te digo que la mató, lo he visto perfectamente. Todo empezó a eso de las doce, cuando todo el mundo duerme. "Salvo ella. Ella no duerme nunca", pensó Melinda rebujándose en su bata, ya resignada a no volver a la cama en un tiempo razonable. - El caso es que la persiana estaba cerrada, pero se podía ver a la legua que había dos figuras discutiendo violentamente en el interior- Melinda parpadeó, incapaz de ubicar la palabra "violentamente" y a Marjorie Gurgham en la misma frase.Entonces los perdí de vista un momento cuando cruzaron la habitación y luego ya no hubo dos figuras nunca más. - No sé, Jan, quizá alguno fue, qué sé yo, al baño ... - Ni hablar. Tengo esa ventana perfectamente controlada.-Mel consiguió mantener la expresión neutra frente a esta porción de información sin la que podía haber vivido perfectamente - Además, luego él salió por la puerta de atrás y no volvió hasta poco antes de la salida del sol. - ¿Cómo sabes que salió? Desde aquí no se ve la puerta trasera de su casa...- preguntó la sureña, que en realidad se estaba preguntando si merecería la pena volverse adicta al opio para poder dormir aunque fuese una noche completa. - Apagaron todas las luces y oí el motor del coche. Debió llevarlo en punto muerto hasta la puerta de atrás. Es evidente que tenía algo que esconder, ¿no crees? - Esto ... esto es ab ... absurdo.- balbuceó Melinda levantándose de su asiento- Marjorie estaba allí y ... y pasaría cualquier cosa y tuvo que irse. - Como hipótesis no está mal, pero deberías trabajar más el punto dos. - ¿Por qué me haces ésto? - lloriqueó la sureña, quitándose las gafas para frotarse los ojos cansadamente. - Oh, venga ya. ¿Qué harías si no me tuvieses a mí para animar un poco tu aburrida existencia? - No se, cualquier cosa tranquila. Puede que comprar una granja en África y ... - ¡Oh, venga ya, Melinda!- exclamó Janice entre sonoras carcajadas.- ¿A quién se le puede ocurrir una tontería así? - ¡Janice! La mayoría de la gente lleva una pacífica y corriente existencia, como... no sé, como ese encantador matrimonio que conocimos en Inglaterra, los Potter, y su adorable crío Harry. La probabilidad de que ocurra un crimen en un vecindario como éste es de una entre un millón ... - Mel.- la interrumpió Janice con seriedad- Lo malo de las probabilidades de uno entre un millón es que se dan nueve de cada diez veces. Tras escuchar a Janice, Melinda reflexionó sobre sus vecinos. Realmente no los conocía demasiado. Debían llevar unos siete u ocho años viviendo en la casa, pero Mel había pasado la mayor parte de ese tiempo en Europa, en compañía de la arqueóloga. Además, se rumoreaba que Gurgham estaba metido en negocios un tanto turbios. Claro, que eso en Charleston abarcaba desde usar ropa interior de un tono distinto al blanco hasta la quema de iconos religiosos en el patio trasero de algún pobre diablo, sin olvidar, por supuesto, cualquier actividad relacionada con los paletos nordistas. No obstante, tuvo que admitir a regañadientes en su fuero interno que existía una remotísima posibilidad de que, si Gurgham había hecho algo a su esposa, nadie lo hubiera descubierto, ya que la relación más íntima que ésta tenía con alguien ajeno a su marido pasaba por preguntar el precio de la barra de pan. Jan probablemente había intuido sus pensamientos por la expresión en su rostro, porque ahora la observaba, cruzada de brazos, con una radiante sonrisa triunfal. - De ... de acuerdo. Supongamos por un momento que... - dijo, tragando saliva ante la posibilidad- ... que llevas razón. ¿No podrías habérmelo contado ... una vez más ... por la mañana? Janice cambió el peso de un brazo a otro del sofá antes de responder. Era increíble lo eficientemente que, incluso inmóvil, conseguía transmitir un estado de desasosiego a todo el que la rodeaba. - Pero entonces Gurgham no acabaría de salir, debo añadir que de forma sospechosa, de su casa en plena noche dejándola completamente vacía. - ¿Y qué importa si la casa está vacía o...?- Si Melinda fuese la protagonista de una novela negra, éste habría sido justo el instante en el que cae que antes de subir al coche debería haber mirado en el asiento de atrás.  
  • 10. 06. Falso culpable. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m En su defensa, cabe decir que Melinda no se dio realmente cuenta de lo que estaba haciendo hasta que los escalones del recibidor de los Gurgham comenzaron a crujir bajo su peso. Lo único positivo que se le ocurrió cuando las sombras de la sala parecieron cobrar vida con los faros de un coche cercano era que, si la teoría de Janice resultaba ser cierta, la probabilidad de que alguien la descubriese allanando el domicilio de sus vecinos con alevosía y nocturnidad se habría reducido drásticamente al cincuenta por ciento. Tal como Janice había previsto, colarse en la casa había resultado un juego de niños. A fin de cuentas, estaban en Charleston, donde no había ocurrido nada realmente interesante desde que los horribles uniformes azules de los paletos del norte dejaron de resultar graciosos. No obstante, la momentánea sensación de autocomplacencia que Melinda había sentido al deslizarse por la ventana del patio se había desvanecido por completo, dejándola sola en la oscuridad de la primera planta. Acercándose a una de las ventanas delanteras, Melinda trazó un arco con la linterna que llevaba. Janice, devolviéndole la señal desde la seguridad de su casa, parecía estar a un mundo de distancia. Decidiendo que cuanto antes acabase su involuntario registro, antes estaría de vuelta con su vaso de leche con galletas, Mel se encaminó al pasillo donde se encontraba la habitación que Janice había marcado como el dormitorio de los Gurgham. Poco después, tras reubicar todo lo que había caído del armario de las escobas, y pasando por alto las indicaciones de Janice, la mujer dio con el mencionado dormitorio. Girando lentamente el pomo de la puerta de cedro, la sureña irrumpió en la habitación y comenzó a barrerla muy despacio con el haz de su linterna. - ¡Oh, Dios mío! Visiblemente afectada, Melinda se precipitó hacia la cómoda que ocupaba la pared norte, examinándola con atención. - ¡Qué horror! ¿Cómo puede nadie poner voluntariamente en su casa un mueble como éste? Estos nuevos ricos ... Tras evaluar taxativamente el resto del mobiliario que, a excepción de un espejo antiguo perfectamente aceptable y una lámpara de pie con un aprobado justo, provocó el mismo rechazo en la sureña que los calcetines desparejados de Janice el día que plantó sus botazas sobre la mesa de café de su abuela, Mel recordó que no se encontraba allí por sus muchas habilidades como decoradora de interiores y decidió buscar algún rastro de violencia en el lugar. Varios años de convivencia con Janice le habían enseñado exactamente qué mirar. En principio, el suelo estaba limpio y no parecía haber rastros de sangre en las cortinas ni en la alfombra. Obviamente, podían haberlas limpiado, pero Mel sabía por experiencia lo que costaba sacar las manchas de sangre y Gurgham no parecía muy dado a frotar. Sin embargo, tras examinar el armario decidió que, definitivamente, la señora Gurgham no estaba de visita en casa de ningún familiar, salvo que éste viviese en un campamento nudista. Dispuesta a terminar con el asunto de una vez por todas, la mujer procedió a registrar los cajones de la mesilla de noche que contenía un revólver de aspecto bastante desagradable y que catalogó como completamente cargado con sólo sopesarlo, un par de novelas pulp, un par de dólares en monedas y un fajo de papeles bastante manoseados y sujetos con un elástico verde. Sintiendo curiosidad, Melinda se sentó sobre la cama y retiró el elástico. Hundida en un sofá frente a la ventana, Janice había seguido intermitentemente las tribulaciones de Melinda en la casa de enfrente hasta que la luz de su linterna se detuvo en el dormitorio de los Gurgham. Acostumbrada a ser la parte activa del equipo, ahora se sentía terriblemente inútil inmovilizada en aquella habitación. Durante unos minutos había jugueteado con los prismáticos en un vano intento de descubrir qué andaba haciendo su amiga, pero la oscuridad le impedía apreciar algo más allá de la mancha de luz que proyectaba su linterna en la distancia. Finalmente, se había entregado por completo a una sensación novedosa para ella: la impotencia. Inquieta, se revolvió en su asiento preguntándose si su sentido del tiempo andaba distorsionado o si Melinda llevaba realmente tanto tiempo dentro de la casa. Para Janice, la sensación no era nueva: mucho antes ya había llegado a la conclusión de que el tiempo era relativo en función de a qué lado de la puerta del baño se encontrase Mel en un momento dado. La arqueóloga estaba perdida en estas cavilaciones cuando lo oyó: el sonido de un motor de gran cilindrada acercándose por la calle norte. Jan notó que se le aceleraba el pulso. La última vez que sintió algo similar, tenía una bala alojada en el hombro izquierdo, pero al menos aquella vez llevaba suficiente alcohol encima para que no le importase demasiado. - Tranquila, Janice - se dijo mientras apoyaba los brazos en el marco para asomarse torpemente a la ventana - Ésta es una calle concurrida. No tiene por qué tratarse de Gurgham. "La tostada siempre cae por el lado de la mantequilla", enunciaba la ley de Murphy. "Y sobre tu camisa favorita recién lavada y planchada" puntualizaba el postulado de los Covington. Profiriendo maldiciones que habrían hecho enrojecer a más de uno de los cuadros de la galería de antepasados de Melinda, Jan se dejó caer sobre el sofá tratando de pensar a toda prisa mientras el Horch color crema de Gurgham se detenía frente a la verja de su garaje. El individuo en cuestión, más amenazador que nunca, se apeó por la puerta del conductor y abrió la verja con un chirrido que a Janice se le antojó como el de una garra arañando sus huesos. Cuando escuchó el golpe de la portezuela del coche cerrándose y el rugido del motor entrando en el lugar por donde vagaba su desprevenida amiga, la mujer experimentó una segunda sensación novedosa: el terror. Desesperada, Jan aguardó a que el hombre aparcase y cerrase la verja. Una segunda figura, envuelta en un abrigo ancho, se apeó del coche y se unió a él en la puerta de la mansión. Durante unos segundos, Janice pensó aliviada que no haría nada extremo si encontraba a Melinda en su casa en presencia de otra persona, pero luego concluyó que no eran horas para visitas sociales y que probablemente el acompañante de Gurgham estaría en su nómina para lo que hiciera falta. En cuanto la puerta se cerró, la arqueóloga se precipitó a la ventana y comenzó a gesticular violentamente con la linterna esperando más allá de toda esperanza que, por una vez, tuviese suerte y Mel se asomase a la ventana. Increíblemente, unos instantes después, la luz en el dormitorio de enfrente se situó en la ventana al tiempo que la planta baja de la casa se iluminaba. Janice pasó casi un minuto gesticulando antes de darse cuenta de que Melinda no podía ver más que su linterna en la fachada. En la penumbra del dormitorio, a Melinda no le había costado mucho trabajo determinar la procedencia de la luz que danzaba por la pared frente a la que se encontraba sentada. Preguntándose qué se le habría ocurrido ahora a su amiga, la mujer devolvió de mala gana los contenidos de la mesilla de noche a su lugar de origen y se encaminó a la ventana con la esperanza de que nadie más hubiese presenciado el espectáculo de luces y colores que Janice parecía haber organizado en su fachada. Tras señalar su posición con su propia linterna, Melinda esperó interrogante durante casi un minuto frente al punto de luz, ahora fijo, que debía ser Janice. De repente, la linterna se apagó, lo que provocó a la sureña una inexplicable inquietud. Estaba a punto de abandonar la ventana cuando la luz volvió a encenderse. Y a apagarse. Después de un rápido parpadeo, volvió a quedar fija, pero sólo unos segundos. Justo cuando comenzaba a irritarse con el nuevo jueguecito de su
  • 11. amiga, Mel se fijó en que aquellos cambios tenían una cadencia, un patrón fijo que le resultaba familiar. La sureña no necesitó descifrar el mensaje morse para comprender que alguien subía por la escalera. Dando gracias al cielo por su memoria fotográfica, Melinda recapacitó sobre la estructura de la planta. Se encontraba exactamente en la cuarta habitación a la derecha del ala norte de la casa. Las escaleras estaban a unos cincuenta pies y la mayor parte del pasillo se divisaba perfectamente desde los dos últimos tramos de éstas, así que disponía de muy poco tiempo para encontrar un buen escondite. Seguir en la habitación quedaba descartado: no creía que esconderse tras las cortinas diese tan buen resultado como en las novelas de Conan Doyle y, sencillamente, Gurgham no parecía el tipo de hombre que barre bajo la cama. Si se encaminaba a cualquier puerta en dirección a las escaleras, probablemente la descubrirían y en dirección contraria sólo quedaba lo que Mel suponía que, de acuerdo a la distribución de la casa, sería el baño y una trampilla que, con toda seguridad, conducía al desván... Tras cerrar de un empujón la puerta de su dormitorio tras de sí, Harold Gurgham arrojó su abrigo sobre la cama y encendió las luces de la habitación. A unas cuantas yardas de distancia, y plenamente convencida de que debía estar pagando un karma a un ritmo acelerado, Janice Covington saltó en plancha a por sus prismáticos rezando porque la segunda silueta de la habitación no fuese la de cierta sureña que, de no ser por su culpa, probablemente ahora estaría haciendo punto de cruz. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m - ¿Crees que alguien sospecha algo?- preguntó Gurgham con brusquedad a la persona que lo acompañaba que, después de deshacerse del pesado abrigo gris que llevaba, lo colgó ordenadamente en uno de los percheros que Mel había catalogado de crimen contra la humanidad. - No lo creo. Le conté a todo el mundo lo que me ordenaste que dijese. - ¿Y nadie hizo preguntas molestas? - Gurgham estaba ahora sentado sobre la cama, pero Janice no podía verlo. Se encontraba totalmente tapado por su interlocutor, que estaba apoyado de espaldas a la ventana. Ahora, sin abrigo, parecía bastante más menudo que antes - Lo de la visita a esos oportunos parientes lejanos no pareció funcionar muy bien con esa entrometida de la casa de enfrente. - ¿Y qué importa lo que piense ella? No es como si pudiese hacer nada al respecto. Fue entonces cuando la figura se giró y Janice sintió que los ojos se le salían de las órbitas. - Está bien. Recuerda no dejarte ver durante unos días. No tengo ni que decirte que no te conviene hacerme enfadar. - No te preocupes Harold.- murmuró Marjorie Gurgham mientras corría las cortinas de la ventana. -Haré lo que tú digas.   Sigue -->
  • 12. continuación...   07. Vértigo. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Melinda, sentada a oscuras en el desván de los Gurgham, no tardó en darse cuenta de que, siguiendo una venerable tradición en toda película de terror que se precie, había conseguido refugiarse en un lugar del que era completamente imposible salir. Suponiendo que las probabilidades de que alguien subiese al desván eran tan remotas que hasta podría establecerse allí sin peligro, la mujer volvió a encender su linterna y, tras quitarse los tacones, recorrió el lugar en silencio. Junto a las telarañas de rigor, había varios muebles desechados, una bicicleta herrumbrosa, algunos baúles cuyo contenido renunció a examinar por miedo a molestar a posibles ocupantes con más patas y ojos de los que en este momento quería imaginar, y un variado surtido de trastos rotos, como correspondía a cualquier desván respetable. Teniendo más cuidado del habitual de no tirar nada, Mel se abrió paso entre un fonógrafo averiado y una radio abierta que, con las válvulas de vacío al descubierto y los cables colgando laxos a los lados, le produjo la desagradable sensación de un animal destripado. Justo al otro lado se encontraba la claraboya que completaba el cuadro y que, tras ser desbloqueada, se abrió con un quejido lastimero cuando la mujer apoyó su peso contra ella. Desde su posición, podía ver a Janice recortada contra la amortiguada luz del estudio y, cuando apoyó ambos pies sobre el resbaladizo tejado de la casa, no pudo evitar pensar que, pasase lo que pasase, al menos una de las dos no iba a sobrevivir a esa noche. Antes de salir al exterior, Melinda se aflojó el cinturón lo suficiente como para encajar en él la linterna, ahora prudentemente apagada. Mientras trataba de acomodarla, pensó tristemente que podría haberla metido en el bolso si no fuese porque una dama del sur nunca habría utilizado cualquier cosa en que sobrase mucho espacio después de guardar la polvera que, todo hay que decirlo, no iba a resultarle de mucha utilidad ahora, salvo para tener buen aspecto cuando la recogiese la ambulancia. Pasándose ambos zapatos a la mano con que antes sostenía la linterna, la mujer se sujetó al alfeizar como buenamente pudo y, tras un primer resbalón, consiguió recuperar el equilibrio lo suficiente como para alejarse unos pasos de la claraboya. Piadosamente ajena a la alta probabilidad de tomar involuntariamente el camino más corto hacia el suelo, la sureña no tenía muy claro cómo iba a llegar abajo pero, por ahora, ya estaba fuera de la casa, lo que de acuerdo a Janice venía a significar que las cosas iban por buen camino. Deteniéndose un momento para ponderar la situación, la mujer decidió que sólo había dos formas de salir de allí: podría bajar por alguno de los canalones de desagüe que rodeaban la casa, pero probablemente sería complicado para alguien de su tamaño y forma física y además corría el riesgo de ser descubierta en cuanto el ruido se propagase por el resto de los tubos metálicos. Eso sólo dejaba la alternativa número dos: usar el roble que crecía al lado este de la mansión. Ese viejo árbol sobrepasaba el techo de los Gurgham y estaba en la parte más alejada de su dormitorio. Si conseguía saltar a alguna de las ramas, podría descolgarse hasta el suelo poco a poco. No podía ser tan difícil, Janice lo hacía cada vez que se dejaba las llaves. Sintiéndose algo más animada, Melinda dobló la esquina del tejado y avanzó despacio hacia la copa del árbol, cuya silueta oscura se recortaba contra el cielo de fondo. Ya sólo quedaban unos metros. Sólo tenía que evitar mirar abajo. Primero un pie y luego otro... Después de que la sureña dejase el dormitorio de los Gurgham, Jan le había perdido la pista durante unos momentos. No obstante, extrapolando su posición anterior y previendo la reacción lógica de una persona normal en una situación desesperada, había pasado un tiempo tratando de localizarla en la planta baja. Luego recordó esa persona era Mel, y no tardó demasiado en concluir que el bulto tambaleante que ahora se recortaba contra la luna llena en el tejado de enfrente era su mejor amiga. Recuperando de golpe la fe tras más de quince años de alegre agnosticismo, Janice rezó todo lo que pudo recordar, actividad que no le llevó más de medio minuto. Después, tratando de desclavar las uñas del alféizar, siguió la errática trayectoria de la mujer que habría hecho parecer grácil a un elefante en una cristalería hasta su abrupto final, cuando, hecha un ovillo, rodó por el alero del tejado. Cuando Melinda recuperó la consciencia, tardó unos instantes en ubicarse. Contrariamente a lo que cabría haber esperado, el lugar donde se encontraba desmadejada no era el jardín de sus vecinos. Jan tampoco se encontraba allí, así que probablemente no estaba muerta y en el purgatorio. Una vez descartadas las peores alternativas, la sureña contempló la habitación en penumbra en que se encontraba, sin saber exactamente cómo había llegado hasta allí. Parecía estar sentada sobre una alfombra y notó con cierta alarma que ésta estaba húmeda. Tras tratar de comprobar sin éxito si lo que la encharcaba era su propia sangre, buscó a tientas la linterna en el cinturón, sintiendo un alivio considerable al encontrarla intacta y en condiciones de encenderse. Efectivamente, se encontraba sobre una alfombra, pero lo que empapaba ésta era el agua derramada de un jarrón caído junto a ella que, increíblemente, o bien estaba ilesa o en estado de shock. Girando el haz de luz a su alrededor, concluyó que había ido a parar un lugar completamente desconocido. A los ojos de Melinda, la amplia habitación parecía un despacho o un estudio. El lujo y buen gusto con que el lugar estaba amueblado no dejaba lugar a dudas de que ya no se encontraba en casa de los Gurgham. Levantándose del suelo, Mel estiró sus miembros doloridos y comenzó a recorrer la habitación. Un montón considerable de papeles cubría una mesa tipo escritorio en esa configuración que Janice definía como desorden organizado. Mel podía recortar esa definición a una única palabra sin mucho esfuerzo. Tras hojear un poco la capa más superficial, y a pesar de que la mayor parte su conocimiento acerca de la medicina se concretaba en que la esperanza de vida media de un ser humano era inversamente proporcional a su proximidad a Janice, la mujer concluyó por los bocetos anatómicos que acompañaban el texto que formaban parte de algún tipo de proyecto científico lo suficientemente complejo como para que sólo mirar la formulación le diese dolor de cabeza. Luego, reprimiendo a duras penas el impulso de ordenarlo todo, Melinda se fijó en las postales que cubrían una de las paredes del cuarto. Buena parte de ellas procedían de Londres, Paris y otras capitales de Europa, si bien algunas venían de sitios tan exóticos como Beijing. Ninguna parecía haber sido enviada sino, más bien, comprada como recuerdo. Mientras consideraba que el dueño de la casa debía viajar bastante, de repente se le ocurrió dónde podía encontrarse. Volviendo al lugar de donde se había levantado, giró sobre sí misma hasta encontrar la ventana y se aproximó al alfeizar en dos zancadas. Justo frente a ella se levantaba la casa de los Gurgham. Sintiéndose un poco tonta por no haberlo descubierto antes, Mel decidió que al rodar del tejado debía haber ido a parar a la casa de al lado que, por suerte para ella, tenía el techo más bajo y, aparentemente, la ventana de la buhardilla sin atrancar. Mel creía recordar que el dueño de la casa era un científico extranjero que había emigrado de Londres a los Estados Unidos poco después de concluir la guerra. Afortunadamente para Mel, su trabajo lo obligaba a viajar con mucha frecuencia y ahora, en particular, llevaba unos días fuera, lo que le ahorraría a la sureña un nuevo billete de ida al tejado.  No obstante, si quería si quería seguir siendo madrina en las fiestas del barrio, la mujer decidió que más le valía dejarlo todo tal como estaba antes de su inesperada visita. Tras recoger algo de polvo y tierra y secar como buenamente pudo el agua de la alfombra con el primer puñado de papeles que
  • 13. encontró en la papelera, volvió a ubicar el jarrón en la posición que probablemente había ocupado antes de que lo derribara en su caída y, embutiendo a presión en el reducido espacio que le ofrecía su bolso todos los restos de su paso por el lugar, se dirigió a la planta baja en busca de alguna ventana discreta. Cuando, unos minutos más tarde, una Melinda bastante maltrecha consiguió abrirse paso hasta su casa, Janice ya se las había apañado para hacerse con un bate de béisbol y alcanzar la puerta. La mujer se felicitó a sí misma por haber ocultado su arma en la habitación de la lavadora, probablemente el único sitio de la casa donde a Jan nunca se le ocurriría entrar. – ¡Melinda! ¡¿Te encuentras bien?! La arqueóloga hizo ademán de correr hacia su amiga, pero trastabilló y se quedó pivotando sobre su pierna escayolada, agitando los brazos en un intento un tanto cómico de mantener el equilibrio. Fue entonces cuando la sureña se dio cuenta de que Janice se había llevado por delante buena parte del mobiliario en su torpe carrera hacia la puerta. Mel decidió pasar por alto los fragmentos de los jarrones chinos, alegrándose internamente de haber convencido a su madre de no conservar las cenizas de su esposo en la casa como había sido su primera intención. No obstante, cuando vio lo que quedaba del espejo de su bisabuela, no pudo contener un sollozo. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m – ¡Fíjate en mí! ¡Estoy hecha una pena! – ¡Qué tontería! ¡Estás estupenda!– le contestó Janice, aún lo suficientemente aliviada como para obviar que su amiga parecía haberse llevado la peor parte en un combate cuerpo a cuerpo con un puercoespín epiléptico. – Es lo bueno de vivir con una arqueóloga.– comentó la sureña sacudiéndose de encima buena parte del jardín de los vecinos.– Cuanto más polvo lleves encima, más interesante te encontrará. – ¡Por todos los diablos! Por un momento creí que no ibas a conseguirlo. Espera.– dijo usando el bate como bastón– Intentaré llegar a la cocina y prepararé una tila. – Buena idea. Creo que me irá bien.– sonrió Melinda mientras trataba de recogerse el pelo en cualquier configuración que no le quitase un setenta por ciento de visibilidad. – Entonces prepararé dos. – Déjalo, ya lo hago yo...– se adelantó Melinda, recordando que la última vez que Janice decidió entrar en la cocina a preparar algo, echó la tarde en aclararle que un repollo no era una gallina enorme. Cuando Melinda apareció poco después con dos tazas calientes de tila, Janice, ya cómodamente sentada frente a la chimenea y visiblemente más relajada, se apartó un poco para dejarle sitio en el sillón. – ¿Por qué te entretuviste tanto en esa casa?– preguntó con cierta recriminación– Casi consigues que me dé un infarto... La mujer, pasando por alto la infinidad de veces en que los papeles habían estado cambiados, se encogió de hombros y se limitó a contestar. – Hice lo que me dijiste. Registré el dormitorio, pero no encontré nada sospechoso. Estaba a punto de irme cuando se me ocurrió mirar en los cajones. No sé, supongo que a esas alturas ya me sentía como una especie de... de Mata Hari o algo así. Janice trató infructuosamente de acallar la voz que no cesaba de repetir "Mrs. Marple, mrs. Marple" en su cabeza. – El caso es que no encontré nada acerca de Marjorie, pero sí información suficiente como para implicar a Harold Gurgham en suficientes delitos de contrabando como para que todos sus vecinos durante los próximos cincuenta años vistan traje a rayas. – Y eso sin contar lo que le ha hecho a su mujer...– escupió Janice ahora que la ira volvía a reemplazar a la preocupación. – Ya te he dicho que no he encontrado ninguna prueba de... – No, Mel, está viva. Entró con él en la casa, pero deberías haberle visto la cara.– la arqueóloga se cruzó de brazos y se dejó resbalar por el sofá– El muy bastardo le ha dado una paliza de muerte. – Oh.– Incluso para alguien como Melinda, era difícil encontrar algo adecuado que decir frente a una noticia de ese tipo– Supongo que entonces debe haber pasado estos días en el hospital... Ahora comprendo esas frecuentes ausencias... – murmuró dejándose caer en el sofá. – ¡Demonios, Mel! ¡Alguien debería hacer algo! La mujer se incorporó de golpe, mirando a su amiga como si de acabase de atrapar a su sobrino de siete años saqueando el bote de las galletas media hora antes del almuerzo. – Desde luego, ese alguien no vas a ser tú. Al menos por ahora.– añadió ante la expresión obstinada de la arqueóloga – Fíjate en ti, si ni siquiera te puedes mover. Dejaremos que Howard se encargue de esto, ¿de acuerdo? Ante la mención de Howard, Janice pareció a punto de gritar. Luego, una oleada de emociones fue dibujándose en su rostro hasta que, al final, viendo la preocupación de su magullada y extenuada amiga, decidió dar la velada por terminada. – De... de acuerdo, como quieras. Ya suponía que Gurgham era un mal bicho... – Sí, lo sé. Siento no haberte creído desde el principio. – Y yo siento haberte llamado niña mimada y santurrona. – Pero... si nunca me habías llamado eso...
  • 14. – Errr... Olvidalo. Mel se resignó. Probablemente era lo más parecido a una disculpa que sacaría de una persona para la que "culpabilidad" es sinónimo de "otro". No obstante, viendo que su amiga no evidenciaba síntomas de amnesia para un futuro próximo, la arqueóloga decidió que no estaría de más añadir algo. – La verdad es que estaba mortalmente preocupada. Lamento haberte metido en esa casa. Si te hubiese pasado algo, yo...– la mujer se interrumpió, dudó un momento y luego concluyó la frase– Si hay algo, cualquier cosa, que pueda hacer para compensarte, sólo tienes que decírmelo. – ¿Cualquier cosa? Mientras, en la casa de enfrente, Harold Gurgham pisaba en el suelo algo que parecía ser una goma verde... V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m   08. El hombre que sabía demasiado. Para cuando llegó la hora de la cena al día siguiente, Janice llevaba ya un buen rato hundida en uno de los sofás del salón, entreteniéndose en arrojar bolitas de papel al fuego de la chimenea. Días después, Melinda también se entretendría en buscar su colección de patrones de punto de cruz. Cuando se ofreció a hacer cualquier cosa por su amiga, Janice, dramática por naturaleza, estaba preparada para jugarse alma y vida. Después de que Melinda aprovechase para comunicarle que había organizado una cena informal en casa al día siguiente y que no estaría de más que asistiera y se portase bien, deseó haberlo hecho. Al final, la lista de invitados se había alargado con la inesperada incorporación del hermano de Mel. Anthony, militar de carrera, pasaba la mayor parte del tiempo viajando aquí y allá. No obstante, solía aprovechar los permisos para visitar a su madre en la hacienda familiar, situada en el campo a un par de horas de Charleston, y, de camino allí, había decidido dejarse caer por la ciudad para ver a su hermanita. Cuando, unos años antes, Melinda decidió emprender un viaje a Europa en lugar de casarse y llenar la casa de críos como cabía esperar de cualquier dama respetable de Carolina del Sur, Anthony se enfadó tanto que pasó mucho tiempo antes de que le volviese a hablar. Por fortuna, últimamente las cosas se habían calmado y la paz parecía volver a reinar en el clan de los Pappas. Alto, moreno y de ojos azules, físicamente Tony era una versión masculina de Melinda. Sin embargo, el parecido de ambos se limitaba a la fachada. Mientras que Melinda era introvertida, tranquila y amable por naturaleza, Tony era bastante intolerante e irritable y tenía cierta tendencia a considerar la existencia de una verdad absoluta: la suya propia. Curiosamente, a pesar de las reservas de Mel al respecto, dado que en lo único que Jan y su hermano coincidían era en esa concepción de la verdad, los dos no habían encajado particularmente mal. La arqueóloga lo trataba con familiaridad, no exenta de cierta condescendencia, y él toleraba sus excentricidades con un mínimo deje de reprobación. La sureña había acabado por pensar que la carencia de lazos familiares de Janice la llevaba a valorar positivamente ese tipo de relación en los demás. Hasta donde Melinda llegaba, el único pariente cercano que le quedaba a la arqueóloga era su prima Esperanza, a la que Jan tenía la esperanza de no volver a ver en toda su vida. La primera en llegar fue Herminia Whateley, embutida en lo que sobre ella a duras penas se podía reconocer como una copia del vestido que Melinda llevó en la última fiesta de la parroquia a la que asistieron, sólo que después de pasar por muchos lavados poco afortunados. De alguna forma, también se había hecho con unas gafas exactamente iguales que las de Mel y, al parecer, incluso con la misma graduación, ya que al entrar se empotró en el quicio de la puerta. – ¡Hooolaaaa, Melindaaaa!– gritó al despegarse de la madera a pesar de que la interpelada apenas se encontraba a unos pocos palmos de ella.– ¡Fíjate en ti! ¡Estás estupendaaaa! ¡Eres la mejor! ¡Eres la número uno!– añadió envolviéndola en un abrazo de oso. Janice podría jurar que había oído exactamente cuántas costillas le habían crujido a la sureña. – Euh... gracias, Minia.– balbuceó Mel tratando de poner fin a la embarazosa situación sin entrar en otra más embarazosa todavía como solía ocurrir estando la mujerona de por medio.– Tú vienes muy... er... apropiada. – ¿Lo dices por estos trapos? Sólo he cogido lo más cómodo que tenía a mano en el armario... – ¿Bromeas?– gritó Janice desde la chimenea.– Ni en los submarinos alemanes aprietan tanto las tuercas... – Hola, eem... Eunice.– contestó ella sin acabar de entender exactamente lo que la mujer había dicho sobre los mininos y las puertas porque de repente a Melinda le había dado el curioso pronto de tararear Lily Marlene a pleno pulmón.– Tú siempre tan divertida. Mientras Melinda, aparentemente ciega al hecho de que la mujer no tenía arreglo, insistía en prestarle un bolso a juego con el traje, la arqueóloga decidió que, en comparación con el resto del zoo que iba a reunirse esa noche, Whateley no le resultaba particularmente desagradable, incluso aunque había sido completamente incapaz de mantener una conversación fluida con alguien cuyo máximo logro parecía ser haber aprendido a escribir en cursiva. Minia podía ser bastante brutal una vez cogía confianza, y eso que en la escala de Janice tiroteo venía bajo el epígrafe de intercambio entusiasta de opiniones. La mujer aún recordaba con horror la ocasión en que se empeñó en enseñarles cómo podar las rosas del jardín. Ahora Melinda cultivaba margaritas. Desde una distancia prudencial, no obstante, Minia resultaba decididamente divertida. Especialmente con la ropa de Mel: era como ver a Godzilla ataviado para el té. Algo más tarde hizo su aparición, esta vez en coche, el honorable juez Howard, con una caja de bombones que, violando todas las leyes universales del chocolate, ni siquiera a Janice le pareció apetecible. La cara de Minia cuando vio que la destinataria de sus atenciones no era ella, tampoco resultó muy bonita, pero justo cuando la situación comenzaba a ponerse tensa, la puerta se abrió de golpe, como ocurría siempre que hacía su entrada Drake Butler.
  • 15. Janice había conocido a Drake a su llegada a Charleston, y no le llevó mucho tiempo darse cuenta de que, cualquiera que fuese su relación con Melinda, –y la sureña había sido lo bastante imprecisa al respecto como para que decidiese descubrirlo a toda costa– venía de lejos. Drake era el clásico sinvergüenza encantador que tan pronto te regala flores como te roba el jarrón. Cuando Mel los presentó, Jan ya estaba preparada para manejar cualquier situación. Cualquiera, es decir, salvo el completamente inexplicable flechazo que el hombre sintió nada más verla. Janice había probado prácticamente todas las estratagemas que conocía para quitárselo de encima. Salvo matarlo claro, y sólo porque Melinda se oponía con fuerza a ello. A pesar de todo, él parecía dispuesto a demostrarle que era el hombre de su vida. – ¡Hola, princesa mía!– exclamó alegremente el hombretón avanzando con los brazos abiertos hacia la arqueóloga. – ¡No soy ninguna princesa, y mucho menos, ya puestos, nada tuyo! – aulló Janice apretando la espalda contra el sofá en un vano intento de permanecer lo más alejada posible de Drake. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m – Princesa y guerrera. Encantadora combinación...– añadió consiguiendo que a la mujer se le hinchasen tanto las venas del cuello que parecía que llevase una estola– Oh, venga. ¡No es más que un apodo cariñoso!– sonrió arrebatándole la mano y besándosela con ese tipo de devoción que sólo despierta un icono religioso o una pastilla de chocolate en función de a qué lado de la barrera de los sesenta se encuentre una.– No te hagas la dura, mi amor, seguro que ya has pensado cómo me llamarías en la intimidad. – Por teléfono, supongo.– gruñó Janice recuperando, no sin esfuerzo, el miembro retenido con la vaga sensación de haber acercado demasiado la mano a una vaca terriblemente afectuosa. Drake rió con ganas, palmeando con tal fuerza la espalda de la arqueóloga que, de no haberse sujetado al sillón, ahora residiría en la casa de enfrente. – No te hagas la dura, mujer. ¿No hay ninguna manera de que nos veamos a solas? – Sólo una: que se me ocurra. Pero las flores las llevaría yo y tú no estarías en condiciones de disfrutarlas... – ¡Tú siempre tan divertida!– dijo entre carcajadas al tiempo que se alejaba a saludar al resto de los presentes. Mientras los comensales esperaban a que la cena estuviese lista tomando un aperitivo en lo que en la casa denominaban "el estudio" a pesar de que lo único que Janice había visto estudiar en la sala hasta entonces eran las etiquetas de las botellas para ver si la cosecha era aceptable según el estándar de la zona, Melinda se descolgó unos instantes del grupo y se acercó a Janice, que estaba sentada en un rincón de perceptible mal humor. – ¿Cómo te encuentras? Janice se encogió de hombros. – Mal día. Empezó mal. Mantiene el nivel. – Pero Janice, no te estás esforzando...– dijo la sureña entre aspavientos sin apreciar en absoluto el esfuerzo que le había costado trasladarse, sofá incluido, un par de metros más lejos de la reunión– Si te integrases un poco en el grupo verías como la cosa no está tan mal. – Bueno, es cierto que podía ser peor.–sonrió ella sin ganas– Podrías haber invitado a... Janice sintió que el corazón le daba un vuelco cuando vió la cara de culpabilidad que se le puso a Melinda. – ¡¡La has invitado!!– exclamó fuera de sí. – Pero, Jan... No puede ser tan mala como piensas... – ¡¡Eso mismo dijiste del proyecto Manhattan!!– gritó Janice agitando los brazos como si se tratase de molinos de viento en medio de un huracán.– ¡¡Y de la cocina inglesa!! ¡¡No puedo creer que me hayas hecho esto!! – Oh, vamos, sólo será un rato.– dijo la sureña conciliadora levantándose en dirección a la puerta, que sonaba otra vez – Debe ser ella. Recuerda que me prometiste portarte bien. Dejando a la desconsolada arqueóloga a sus espaldas balbuceando sobre lo injusta que era su vida y sobre cómo su amiga siempre la manipulaba para hacer lo que ella quería, Melinda recibió a la visitante, saludándola con la mejor de sus sonrisas. – ¡Eva, querida!   sigue -->
  • 16. La joven de la puerta sonrió a Melinda y pasó al interior. De existir grados en el Ejército de Salvación, pensó Janice, Eva Pryce–Ridley hubiese sido al menos mariscal. La arqueóloga observó a la mujer desplazándose por el pasillo, casi sin rozar un suelo que consideraba claramente indigno de su categoría espiritual. La última conversación entre las dos había acabado de forma un tanto brusca cuando Janice comentó que el sudario de Turín no parecía tan antiguo como la Iglesia creía. Eva se había limitado a afirmar tajantemente que sólo un idiota dudaría de lo que dice la Santa Madre Iglesia, mirando a Janice por encima del hombro significantemente. Era de las pocas personas nacidas con la habilidad de hablar en mayúsculas. Melinda había leido en algún sitio que sólo dos comidas separan a un perro de un lobo. A Janice, sólo dos palabras la separaban de una pelea a puñetazos. Sin embargo, frente a Eva se solía contener admirablemente pero, aunque nunca lo reconocería ante nadie, sólo porque cada vez que miraba a la joven fijamente a los ojos sentía agitarse algo familiar dentro de sí: su instinto de conservación V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Después de pasar de largo a Janice con un gesto de desagrado y un saludo forzado, la mujer se incorporó a la reunión tratando de dejar claro desde un principio que la media moral del grupo acababa de subir varios puntos con su incorporación. Después se dedicó a hacer lo que mejor hacía: que todo el mundo se sintiera terriblemente culpable no sólo por lo que ya había hecho sino incluso por lo que, si las circunstancias eran propicias, intentaría llegar a hacer. El hombre barbudo que venía detrás de Eva, sin embargo, se detuvo junto a la ahora bastante abatida arqueóloga y clavó en ella sus ojos azules. – Buenas tardes, Janice.– saludó cortesmente el reverendo Elijah– Creo no haberla visto mucho por la parroquia ultimamente. – A lo mejor va a ser porque no he ido desde que me bautizaron... – ¡Usted siempre tan divertida! – rió con agrado el hombre, antes de disculparse y dirigirse a saludar al resto de los invitados. Justo en ese momento, Melinda apareció por la puerta del salón anunciando que la mesa estaba lista. Las cenas en grupo en Charleston se ceñían a un ritual tan complejo que habría hecho palidecer de envidia a cualquier culto politeísta arcaico. Sabiendo que para cualquier no iniciado el proceso de llegar a masticar algo podía parecer tan largo como cruzar nadando el Mississipi, Melinda se giró para observar a Janice en la mesa. Resultaba obvio que tenía la mente completamente en blanco. Parecía increíble que en algunas religiones dedicasen toda una vida a alcanzar ese estado. En su opinión, la reunión estaba transcurriendo con bastante normalidad. Eso venía a significar que la mitad de los comensales quería matar a la otra mitad mientras ella llevaba todo el peso de la conversación. No obstante, era una refrescante novedad no sentirse como si llevase una diana cosida al pecho, así que la mujer no podía dejar de considerarlo una velada relajada. En ese momento, Eva bendecía la mesa con toda formalidad. – Gracias, Señor, por estos alimentos que has tenido a bien ofrecernos y que hasta la doctora Covington –dijo mirando con reprobación hacia la arqueóloga sin discrección alguna – tiene la consideración de bendecir ... – ¡Consideración y un cuerno!– protestó la mujer desde el extremo más alejado de la mesa en que podían haberla ubicado salvo que la mesa en cuestión se encontrase en alguna otra habitación – Si Melinda no me hubiese sentado demasiado lejos como para que pueda alcanzar algo, habría empezado hace rato... – Y gracias por incapacitarla para que no pueda evitar seguir tus preceptos. – sentenció Eva con evidente satisfacción. Janice abrió y cerró la boca varias veces pero finalmente optó por no decir nada. El reverendo Elijah, sin embargo, decidió zanjar la situación comentando que probablemente el Señor no tendría nada en contra de que comenzaran a comer de inmediato y que él, particularmente, se moría de ganas de probar la excelente cocina de Melinda. Janice no pudo sino sentirse agradecida tanto porque el hombre le echase una mano como porque Melinda tuviese cocinera. Después de que la sureña hiciese una señal, las dos asistentas de la casa procedieron a desfilar con los platos que constituían los entrantes. A Janice le había resultado curioso al principio que la mujer dispusiese de tres personas a su servicio para llevar una casa en la que el treinta por ciento del tiempo habitaba una única persona y un cincuenta por ciento adicional se encontraba vacía. Melinda se había encogido de hombros, replicando que eran cosas de su madre y que, de hecho, en la hacienda donde ésta vivía, el servicio estaba integrado por más de doce personas. Entonces, Janice dejó de sentir curiosidad por el servicio y empezó a sentirla por cómo alguien educado para no acometer tareas más complejas que atarse los cordones de los zapatos había podido sobrevivir sin apenas quejarse a los últimos años. Janice era bastante curiosa, pero realmente mala haciendo conexiones. – Y dime, cariño, ¿qué te trajo por Charleston? – ¡No me llames cariño! – escupió Janice en dirección a Drake que, en ese momento, jugueteaba con el quiche que Mel había escogido como entrante. – Lo que el señor Butler quiere decir es que el lugar no parece precisamente interesante para alguien como... usted.– comentó Eva apoyando los cubiertos sobre el plato y dejando claro que esperaba una contestación. – Bueno, chicos, el sitio tampoco está tan mal. Tenemos...– Minia, con cara de exagerada concentración, comenzó a contar con los dedos– ... las carreras de sacos, las regatas de primavera, las barbacoas de los Weatherby... ¡Ah! Y el bingo de la parroquia de los domingos– concluyó tan satisfecha como si hubiese conseguido un combo para la Royal Opera House y el Moulin Rouge. – No creo que me guste el tono de ese comentario.– contestó la arqueóloga ignorando a la sonriente Minia y frunciendo el ceño todo lo amenazadoramente que uno puede permitirse cuando su máxima movilidad lo limita a guerras de bolas de pan con el enemigo. – Oh, vamos, doctora Covington... Creo que todos conocemos sus andanzas por Europa, ¿no es cierto?– Janice se giró hacia Melinda que, de repente, parecía terriblemente interesada en el bordado del mantel.– Se ha saltado unas cuantas normas, diría yo. – Soy arqueologa.– contestó Janice de mala gana– A veces ello implica ciertas concesiones a lo que en ambientes más civilizados.– dijo, deteniéndose un momento para dejar que la ironía del calificativo calara incluso en mentes para las que
  • 17. una lobotomía habría implicado un martillo pilón– se considera de buen gusto. – Antes de viajar a Europa tenía una idea completamente distinta de la arqueología. Pensaba en, no se, estudiar frescos primitivos en una cueva en el desierto, rodeada de música romántica, mesas de té, tiendas blanquísimas y aristócratas húngaros. –sonrió Melinda desde su asiento, tratando de interrumpir la conversación cuanto antes. Lo único que consiguió interrumpir fue la respiración a Jan, que se atragantó con el pavo en un ataque de risa. – Arqueología.– rió a su vez Drake desde el otro extremo de la mesa mientras se echaba una generosa ración de puré de patatas.– Es gracioso. Si en lugar de trabajar con gente que lleva muerta miles de años lo hicieseis con cadáveres más recientes, en lugar de científicos se os consideraría vulgares ladrones de tumbas. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Ante el poco afortunado comentario, que provocó que Janice se pusiese gris, apretase la mesa con fuerza y mascullara algo como que le recordasen que no le vaciase los bolsillos cuando lo estrangulase una vez estuviera en pie de nuevo, la cena prosiguió en un incómodo silencio hasta que, de repente, alguien descargó una serie de golpes contundentes en la puerta principal. Probablemente, de haberse tratado del apartamento de Janice en Boston, ahora habría pasado a llamarse el hueco antes conocido como puerta principal, pero los Pappas construían a conciencia. Todas las cabezas de la reunión se giraron a un tiempo hacia el recibidor, menos la del juez Howard que seguía fija contemplando a Melinda con tal expresión bovina que parecía dispuesto a dar leche de un momento a otro. – Dios santo. – exclamó ella levantándose de su asiento y encaminándose a la entrada. Jan nunca había comprendido para qué demonios necesita alguien empleados que abran la puerta si insiste en ir a recibir personalmente a las visitas. – ¿quién puede ser a estas horas? Janice, cuyos más arraigados temores ya habían tomado cuerpo a lo largo de la noche, concluyó mentalmente que sólo el fantasma del führer en persona podría haber empeorado la situación. Sin embargo, cuando Melinda apareció retrocediendo de espaldas ante un Gurgham al borde de la histeria, comprobó una vez más que, cuando parece que las cosas no pueden ir a peor, siempre hay alguien dispuesto a echar una mano para alcanzar nuevas cotas de miseria. – Le repito que debe tratarse de un malentendido...– trataba de articular Melinda entre los gritos que el hombretón le estaba dirigiendo. – ¡¡Malentendido y un cuerno!! – en su amenazante avance hacia Melinda, Gurgham había alcanzado el comedor y ahora los invitados de ésta lo observaban boquiabiertos. –¡Ayer alguien se coló en mi casa desde aquí. Y dado que esa desquiciada amiga suya no ha podido hacerlo – dijo gesticulando hacia Janice que, en ese instante, buscaba en la mesa cualquier cosa medianamente ofensiva que no fuese un comensal – has tenido que ser tú! – Eso es ridículo. La señorita Pappas nunca haría una cosa así.– exclamó conciliador Benny Howard haciendo ademán de levantarse de la mesa. Gurgham pareció reparar por primera vez en la presencia del resto de los ocupantes de la sala, que no parecieron encontrarse demasiado complacidos ante este repentino interés sobre sus personas. – ¡Lo único ridículo que hay en esta sala es usted, Howard!– exclamó Gurgham girándose hacia él, que inmediatamente volvió a sentarse como si la idea de despegarse de su cómodo asiento hubiese perdido de pronto todo encanto. – ¿Sa... sabe con quién está hablando?– consiguió articular el juez. Gurgham estalló en una sonora carcajada. – ¡Oh, vamos! Por supuesto que lo se. ¿Acaso no lo saben todos? Ni más ni menos que con el juez más inútil que jamás haya conocido el distrito. ¿Cree usted que habría conseguido el puesto de no ser por su apellido? Howard, ahora hundido en su asiento, temblaba de pies a cabeza sin pronunciar una palabra. – ¡Vaya! Por su expresión, veo que lo creía. Además de inútil es usted estúpido. No es de extrañar que jamás le hayan encargado ningún caso realmente importante. – ¡Eh! ¡Deje de meterse con Howard!– gritó Minia enfrentándosele con lo que hubiese pasado por ser un ademán amenazador de no tener que recolocarse toda la ropa cada vez que se movía. El hombre pareció divertido cuando se encaró con ella. – ¿Desde cuando una fregona sobrealimentada se atreve a decirme lo que tengo que hacer? Además, no creo que ese hombre diese la cara por usted, si bien no puedo culparlo. – Creo que debería tranquilizarse.– El reverendo se había acercado tranquilamente por detrás a Gurgham en un intento de concluir la reyerta de la forma más pacífica posible y ahora le apoyaba una mano en el hombro – No veo necesario entrar en el terreno de la descalificación personal. Si me permite... – Pero no le permito, reverendo.– contestó el hombre apartándolo de un manotazo –De hecho, creo que ya le he permitido bastante dejándole mantener esa ruinosa casa de acogida en mi propiedad. Pero, ya que ha salido el tema, aprovecho para comunicarle que voy a solicitar contra usted una orden de deshaucio. Aprovecharé el terreno para cualquier actividad más lucrativa. Como criar matojos. – No... no puede hacer eso.– contestó perdiendo su habitual compostura –Los niños que tenemos allí no tienen a nadie en el mundo. Los estaría dejando en la calle. – Los mojigatos como usted son un lastre para la economía de este país. Afortunadamente, las leyes amparan  a gente como yo y no a muertos de hambre como a los que acoge. – ¡No le consiento que hable así del reverendo Elijah! Está usted tratando con un hombre santo, señor! – exclamó Eva amenazadoramente, henchida de piadosa indignación. Gurgham parecía encontrarse cada vez más en su salsa. Girándose hacia Eva con una expresión de extraña familiaridad, avanzó unos pasos hacia ella hasta quedar frente a frente.