El próximo 24 de agosto habrá una movilización nacional en contra de la militarización y, concretamente, a favor de la objeción de conciencia frente al servicio militar obligatorio. Existen numerosas razones para marchar ese día, algunas fundadas en principios ético-morales y religiosos, otras en consideraciones políticas. Esta es una oportunidad para articular todos estos motivos y convicciones en favor de una causa justa, y proyectar esta lucha en el mediano y largo plazos.
Colombia: Porque marchar el 24 agosto contra el militarismo
1. Jul 24, 2013
El próximo 24 de agosto habrá una movilización nacional en contra de
la militarización y, concretamente, a favor de la objeción de
conciencia frente al servicio militar obligatorio. Existen numerosas
razones para marchar ese día, algunas fundadas en principios ético-
morales y religiosos, otras en consideraciones políticas. Esta es una
oportunidad para articular todos estos motivos y convicciones en
favor de una causa justa, y proyectar esta lucha en el mediano y
largo plazos.
La objeción de conciencia implica negarse a hacer algo, en este caso
prestar el servicio militar obligatorio, por razones éticas o religiosas.
Abanderadxs de esta causa han sido religiosxs como lxs Testigxs de
Jehová. En esta perspectiva también se sitúan lxs partidarixs de la no
violencia por razones éticas. Pero existen posiciones más políticas,
como la de insumisión, que implica negarse a acatar cualquier
“obligación” impuesta por el Estado, o incluso la de lxs no violentxs
por consideraciones pragmáticas o estratégicas. En otros términos,
no todos los objetores de conciencia son no violentxs, y entre estos
últimos, no todos asumen la causa antimilitarista por razones éticas.
No obstante, todas estas posiciones pueden articularse en la lucha
contra la militarización, si hacemos una lectura del problema
tomando en consideración las razones éticas y políticas del
antimilitarismo en nuestra situación concreta.
La construcción de la paz en Colombia no sólo requiere la
desmovilización de las personas en armas, que en cualquier caso son
una minoría, comparada con la población del país. Demanda, sobre
todo, la desmovilización del “espíritu bélico”, que no sólo está
presente en esas personas, sino que se ha introyectado en nuestras
prácticas, subjetividades, vida cotidiana y cultura. Así, la objeción de
conciencia y, más en general, el antimilitarismo, no deben concebirse
2. como una causa particular, sino más bien como una preocupación
general de cara a la construcción de la paz, la democracia y la vida
digna.
La objeción de conciencia, ética o política, supone una posición que
va más allá de la negación del establecimiento militar. Esta institución
es la columna vertebral de la dominación, la opresión y la explotación
en el Estado capitalista; asegura el dominio de las minorías
privilegiadas mediante el ejercicio de la violencia física y simbólica.
Pero sus consecuencias perversas van más allá: el ejército, como
cualquier otra institución armada, es un lugar que condensa todas las
lógicas perversas asociadas a la dominación, magnificadas a su
máxima potencia. Si la institución militar tiene como horizonte
normativo, como deber ser, los valores particulares de una clase
burguesa, blanca, heterosexual y eurocéntrica –el individualismo, la
jerarquía, el sexismo, el machismo, la homofobia y la lesbofobia, el
racismo y la xenofobia, la sumisión y la doble moral, el unanimismo,
entre otros-, presentados como si fuesen universales, no es menos
cierto que tales valores se reproducen en otros lugares de lo social,
en otras instituciones o en otros entramados de relaciones sociales.
La difusión de esos valores tiene como canal privilegiado el servicio
militar obligatorio –no en vano hasta hace muy poco se concebía
como un espacio de “civilización” y socialización de los ciudadanos-,
aunque no se reduce a él. En un contexto de guerra prolongada,
como Colombia, esos valores se difunden por canales inimaginados.
La “guerra psicológica” magnifica la vida castrense con todo lo que la
acompaña, con su imaginario patriarcal y violento, que se ofrece
como la única salida a los inevitables conflictos sociales y políticos.
Así, el prestigio de lo militar se ha introducido en diversos espacios,
como las ciudades y sus pobladores. En las regiones de alta
conflictividad el hecho de portar un uniforme, muchas veces
independientemente de que pertenezca a un grupo armado legal o
ilegal, o incluso el simple hecho de tener una fuente de ingresos, se
percibe como un factor de estatus deseable, tanto por los jóvenes
como por las jóvenes e incluso por sus familias. Pero la propaganda
militar también introduce sus valores militaristas en aquellos espacios
donde la confrontación bélica no ha sido tan palpable, muchas veces
mediante una heroificación de las fuerzas armadas oficiales
presentadas como defensoras de la patria o el pueblo o la afirmación
de sus valores y prácticas indeseables.
3. Ello no deja de ser paradójico en un momento en que la tendencia
global de las fuerzas armadas es hacia su desinstitucionalización y
privatización, más que al reforzamiento de su papel como sustentos
de la nación. El mundo contemporáneo asiste a una suerte de retorno
al mercenarismo, con el auge de las compañías transnacionales de
seguridad, que recuerda los condottieri, quienes prestaban sus
servicios al príncipe –al mejor postor con independencia de sus
ideales- en épocas precedentes al advenimiento del Estado moderno
y su consabido monopolio legítimo de la violencia. Hoy existen
mayores razones para afirmar que el poder militar, estatal o privado,
está al servicio del capital, más que de cualquier ideal patriótico o
nacionalista. Prueba de ello es la represión que se cierne en contra de
quienes se atreven a protestar contra transnacionales como Pacific
Rubiales o Anglogold Ashanti, entre otras.
Más aún, como lo demostró hace cuatro décadas el sociólogo Gaston
Bouthoul, el negocio de la guerra constituye un “sector cuaternario”
de la economía, que desde entonces es el más dinámico en términos
de innovación tecnológica, el de mayor crecimiento y, por tanto, uno
de los más atractivos desde el punto de vista financiero. En Colombia
el negocio de la violencia también crece en forma dinámica, legal e
ilegalmente. En esta perspectiva, es inadmisible el crecimiento que en
la última década experimentó el gasto público para la guerra en
Colombia, $23 billones, 3,5% del PIB o 14% del presupuesto nacional
a 2012 (ver: dinero.com/Imprimir.aspx?idIte..), en comparación con
rubros de política social orientados a la garantía de derechos como
educación y salud.
El servicio militar obligatorio contribuye a la reproducción de estas
lógicas políticas, económicas y culturales. Afecta sobre todo a los
jóvenes de clases bajas, obligados a cumplir con esa disposición para
tener un documento de presentación obligatoria en otras instancias.
Son ellos, por otra parte, quienes han puesto la cuota de sangre y
vidas, desde todas las orillas, en esta guerra. Sin embargo, el
antimilitarismo y la objeción de conciencia no son problemas
exclusivos de los jóvenes que se niegan a prestar el servicio militar.
Construir paz implica desmilitarizar la sociedad, romper con los
valores militaristas acendrados en nuestras relaciones sociales. Todxs
hemos experimentado en carne propia las consecuencias de esos
valores: los niños y niñas, hombres y mujeres que padecen el
matoneo; las personas LGBTIQ; las mujeres que han víctimas de
4. violencia sexual en contextos de guerra pero también en otros
contextos cuando no en su propia casa. Por tanto, todxs tenemos
razones para marchar contra el militarismo.