La creencia medieval en el fin del primer milenio según Michelet
1. EL FIN DE MILENIO.
Una mirada medieval
Durante el siglo pasado, la historia fue considerada la diosa de la ciencia, una especie de musa que
permitía comprender el mundo y sus problemas. Todas las ciencias, incluyendo las exactas, las
biológicas y, por supuesto, las humanidades, recurrían en su propio proceso de desarrollo, cuanto
fuera posible, al criterio histórico para formular sus hipótesis o para corroborar sus resultados. La
cultura occidental estuvo marcada por esta moda que invitaba a ponerse en contacto con las raíces
de1 pasado, pera encontrar en él respuestas válidas a las preguntas del presente; la urgente
necesidad de otorgarle carácter científico a este ejercicio intelectual, llevó a los estudiosos a la tarea
de descubrir en los hechos del pasado, algunas realidades recurrentes que a su vez desembocarían
en leyes (Positivismo). La explicación de un modelo pseudomatemático, esto es, una cierta
constante que se repetiría en distintos momentos de la historia humana, permitiría dar respuesta
científica a la eterna pregunta del ser humano ¿los hechos son predecibles? ¿Puedo llegar a saber
qué pasará? Con esta singular fórmula, aparentemente exacta, se pretendía dar solución a esa
convicción que ha rondado al hombre desde la Antigüedad, de que la historia es cíclica, es decir, que
los hechos se repiten en circunstancias distintas, el mito del eterno retorno.
Como nunca antes ni tampoco después, el público no científico, pero sensiblemente interesado,
encontraba en esta garantía de cientifismo la explicación convincente a su propia experiencia
personal, pues la vida individual siempre presenta acontecimientos parecidos, especialmente
aquellos que se juzgan como errores, que después de vividos, por lo habitual, encuentran sus
similares en anteriores experiencias, amargas. Como ya puede vislumbrarse, de esta base se llega
fácil e irremediablemente al fatalismo de la predestinación, a la mordaza imposible de desatar de
que nuestra vida se encuentra trazada, escrita, determinada. La comprensión cada vez mayor de
nuestro propio camino, permitiría acaso vislumbrar lo que resta por vivir, descubrir expectante en la
lontananza el destino final.
Acogida y cobijada en un ambiente muy propicio a los sentimientos como a la razón, esta poderosa
corriente intelectual denominada positivismo, caló hondo en la sensibilidad de los occidentales. La
calidad literaria y la rica sensibilidad de algunos historiadores del siglo XIX, vino a completar la
influencia del estudio de la historia sobre las demás expresiones de la cultura. Junto a la belleza del
relato, el conocimiento del pasado de los pueblos permitía reconocerse individualmente en él, y
desentrañar acaso algunas de las múltiples preguntas que desgarran la curiosidad del hombre ¿qu é
me pasará? Quizá nunca fue más sentida como personalmente cierta la vieja sentencia ciceroniana
de que la historia es maestra de la vida.
Entre los historiadores más célebres del siglo XIX está Jules Michelet, autor de esa monumental
Histoire de France; en el libro IV, cap.1 dice:
"era creencia universal durante la Edad Media que el mundo tuviera que llegar a su fin al cumplirse el año
mil desde la Encamación".
Así comenzaba la parte dedicada a la llegada del fin del primer milenio en pleno medievo, al sueño
de un millenium (de un período de mil años, es decir, la eternidad) instaurado o, mejor dicho,
restaurado en la tierra: la realización aquí en este mundo de la felicidad eterna, el retorno a la Edad
de Oro, al Paraíso perdido.
"Ese mundo no veía más que caos dentro de sí; aspiraba al orden y lo esperaba en la muerte. Por otra
parte, en esos tiempos de milagros y de leyendas, donde todo aparecía extravagantemente coloreado corno
a través de las sombras de los vitrales, se podía dudar que esta realidad visible no fuera otra cosa que un
sueño. Lo maravilloso conformaba la vida común".
Era Michelet quien lo escribía y ya eso era mucho, pero además, .la maestría de la presentación
otorgaron a esta descripción el carácter de sentencia, aunque es necesario decir que dicha
aseveración no estaba probada, no se presentaban suficientes documentos que avalaran toda la
elaboración. Bastó que lo dijera Michelet para que se creyera sin discusión. El peso de un nombre y
de una tradición que se mantiene marcó una imagen del pasado en los historiadores, y a través de
ellos llegó al público lector.
Desde que fue escrita -primera mitad del siglo XIX-, todas las generaciones han quedado atrapadas
por esta imagen sin haber podido liberarse hasta hoy. Quizás sea por la fascinación que provocaba
la extraordinaria descripción del ambiente, la recreación del presente:
2. "Es la imagen de ese pobre mundo sin esperanza después de tantas ruinas... el cristianismo, en principio,
había creído tener que remediar las males de aquí, y ellos no terminaban. Desgracia tras desgracia, ruina
tras ruina. Era preciso que viniera otra cosa, y se la esperaba. El prisionero esperaba en la negra torre, en
el mortuorio in pace; el siervo esperaba junto al surco, a la sombra de la faena odiosa; el monje esperaba,
en las abstinencias del claustro, en los tumultos solitarios del corazón, en medio de las tentaciones y las
caídas, los remordimientos y las extrañas visiones, miserable juguete del diablo que se entretenía
cruelmente a su alrededor, y que en la tarde, tirando de su túnica que lo cubre, le dice con sonrisa al oído:
"estás condenado".
Las hambrientas y famélicas gentes perdidas en una noche oscura apenas iluminada por algunos
focos ardientes, entregados todos a un mañana incierto. Continúa el historiador: "sus extremas
miserias destrozaban sus corazones y les devolvían un poco de calma y de compasión", mezcla
miserable de harapos expectantes:
"Ponían la mirada en la espada enfundada temblando ellos mismos bajo la espada de Dios. No valía ya la
pena batirse, ni hacer la guerra por esta tierra maldita que habría de abandonarse. De venganza, ya no
había necesidad; cada uno observaba que su enemigo, como él mismo, tenía poco por qué vivir".
Aferrados a los muros de las iglesias y monasterios esperando abrirse los cielos: "la mayoría no
encontraba un poco de sosiego que a la sombra de las iglesias", el toque triunfal de las trompetas y el
descenso de Cristo... luego llega el amanecer y la vida continua... no era el final.
La explicación histórica de la construcción de esta creencia es compleja y, sin duda, muy anterior a
Michelet. La Escatología es una corriente de pensamiento de la teología cristiana que estudia todo lo
relativo al final de los tiempos, la doctrina de los fines últimos, es decir, el cuerpo de creencias que
estudia el destino último del Hombre y el Universo - "las últimas cosas"- que se inserta en la
tradición apocalíptica, por lo mismo, ligada al mito del Anticristo. Estrechamente vinculada a esta
corriente se encuentran una serie de creencias, teorías y movimientos orientados hacia el deseo, la
espera, la realización de un tiempo que se haya entre el aquí actual y el más allá del fin de los
tiempos, un largo período "de aquí abajo" que es una prefiguración terrena del más allá. Según el
Apocalipsis (20,1-5), esta nueva era debe durar "mil años", cifra que ha de entenderse simbólica y
que implica una larga duración. Esto es el Milenarismo. Sin duda, su fundamento hay que hallarlo en
el fondo del Apocalipsis de Juan, texto que mira al fin de un mundo en el gran día que será a un
tiempo el inicio de una nueva Era, de una nueva Época, de un nuevo Mundo.
Como puede advertirse, evocando terribles tribulaciones, no obstante el mensaje desemboca en un
aliento de esperanza, nutriendo una creencia optimista, porque este singular libro es ante todo un
escrito de consolación dirigido por el apóstol a los cristianos para reanimarlos en las persecuciones
que se avecinaban en tiempos del emperador Domiciano. Todo habrá de renovarse decisivamente:
dice Dios en el día del Juicio Final, "He aquí que hago todas las cosas nuevas". El texto griego se titula
“apocalipsis”, esto es, descubrimiento, revelación, por eso la visión de Juan "revela" la realización del
plan divino en el momento final: la, Jerusalén celeste (esto es, el reino de Dios) bajará sobre la tierra:
"y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, descendiendo del cielo enviada por Dios". Y claro está, esta
visión se acompaña de todo el resplandor de esas claridades que ejerce una importante' seducción
sobre los hombres de la Edad Media, acostumbrados a la oscuridad apenas rota por la tenue luz de
las velas; también seduce al siglo XX todavía, esperanzado en Un futuro mejor que el presente que se
ha construido. He aquí los fulgores radiantes:
"con la claridad de Dios, y su luz se parece a una piedra preciosa, como el jaspe, semejante al cristal"] ... ["Y
la ciudad no está falta ni de luz ni de luna, sino que brillan en ella; pues la claridad de Dios la ha iluminado
y su lámpara es el Cordero".
Esta es la esperanza, la dulce y también amarga esperanza que se encuentra siempre en medio de las
adversidades y las tribulaciones, que hace creer que es probable que se consiga lo que se desea. Spes,
exspecto, en latín, "aguardar", "esperar", pero que el griego, más preparado para aprehender
realidades metafísicas, cogió mejor el sentido profundo con el verbo "aguantar", "soportar", "sufrir".
Nuestro banal "no hay mal que por bien no venga" sería la contribución del incoherente siglo XX.
La verdad de este futuro no pueden asegurarla los historiadores, y hace ya tiempo que éstos han
dejado de lado la leyenda del terror del año 1000, o la del año 1033, el nacimiento y muerte de Dios.
La espera del fin de los tiempos seguramente no debía inquietar -como tampoco inquieta hoy- las
rústicas preocupaciones de la mayoría campesina de los hombres de entonces, más preocupados de
cómo vivirían diariamente que por el miedo a la muerte. Sin embargo, algunos cristianos se
sumergieron en una ola de terror esperando el milenio de la muerte de Jesús (1033). Acostumbrada
a convivir con la muerte casi a diario en la mortalidad infantil las enfermedades y la violencia, la
Edad Media otorgó más importancia a la muerte de Dios que a su nacimiento; el venerable recuerdo
de los difuntos, junto a la visita continua a los sepulcros, todo apuntaba a estar atento a los signos
3. que el cielo “revelaría” al cabo de un milenio, el fin del mundo. Los sabios escrutaron las Escrituras
en el Apocalipsis, leyendo que Satán sería liberado de sus cadenas y que surgirían de los extremos de
la tierra, esos caballeros violentos que traerían el desorden cuando se alcancen los mil años. No
encontraron una fecha precisa, pero sí signos precursores:
“las naciones se levantarán una contra otra y los reinos uno contra otro, habrá pestes, hambrunas y temblores de
tierra por todas partes: éste será el comienzo de los padecimientos.”
Estos y otros pasajes bastaban para estar preparado a enfrentar, en el día de la cólera, el rostro
radiante de Cristo, que descenderá del Cielo para juzgar a los vivos y a los muertos, los monjes han
decidido dar el ejemplo, robusteciendo la abstinencia, poniéndose en la vanguardia de la confianza
en el porvenir. Su sacrifico no encuentra ningún sentido sino dentro de la historia de la esperanza
bíblica, dentro de la teología de la espera, pues para el cristianismo la historia está orientada, los
acontecimientos tienen una dirección y el mundo tiene una edad.
Son estos mismos monjes los que estudian y calculan los ritmos del tiempo de espera, del tiempo
histórico, ordenado en base a cadencias regulares, dilucidando este misterio con analogías y
recurrencias místicas. Se interrogan sobre el sentido recóndito que hay en los hechos, las
advertencias que estos llevan implícitas, en fin, descifran la Historia. Muchos acontecimientos
extraordinarios se vinculaban entre SI para que concordara con la actitud de ansiosa y temerosa
espera que, en el conjunto, pocos osaban discutir. No muy diferente a hoy, los cometas, meteoros,
temblores, monstruos, tormentas intempestivas, súbitas erupciones volcánicas alteraban e1 orden
instaurado por Dios creando una sensación de que el universo entero presagiaba, en su desasosiego,
el destino final del Hombre.
Todas estas imágenes fulgurantes, que concluyen con la victoria de Dios y la salvación del Hombre,
provocaban un sortilegio mágico para las gentes de la Edad Media, que vivían esperando un mañana
mejor que sólo Dios podía dar, no muy diferente a nosotros. Sin embargo, todo ello no lograba desviar
la atención de las multitudes que, en cambio, se angustiaban al saber de labios de un predicador
fogoso las tribulaciones que se abalanzarían sobre la tierra durante la fase preliminar, esta era, la
noche del 999. Guerras, epidemias, hambre anunciarían el fin de los tiempos, según el mismo apóstol
Juan.
Con toda la información que encontró e imaginó Michelet, logró crear una imagen que no pudo menos
que sensibilizar el espíritu y seducir al público en general, como de hecho lo hacen hoy el gurú
norteamericano, el pope japonés, el "iluminado" de la Guyana, el agitador callejero que clama por el
arrepentimiento, el temor de Dios y la penitencia.
Cogidos el corazón y el alma, los lectores del siglo XIX -y no menos hoy- veían retratado en parte su
propio final, algo de ellos había en esta descripción del fin de la vida, del destino humano, un retrato
genial que conmovía, arrebataba, tocaba las fibras más sensibles de la naturaleza humana; por lo
mismo, estaban en condiciones de entender, pues todos alguna vez hemos experimentado situacio nes
de dolor o enfermedad, casi al borde de las fuerzas, a un paso del abismo; y en esos instantes, en que
nos aferramos a lo único que nos queda -la vida--, puede parecernos que el abismo tal vez llega a ser
una solución, una liberación del dolor o la angustia, el abandono mismo ... pero, después de todo, la
vida no acaba sino que sigue su curso inexorable. Toda persona que llega a conocer estas experiencias
del hombre medieval, sean o no distorsionadas por los historiadores, le han de resultar familiares. Por
eso la historia de la Edad Media, en cierta medida, interpreta bien la propia experiencia humana, la de
la vida interior que todos, cual más cual menos, llevamos dentro de nuestra más secreta intimidad. En
medio de todas nuestras comodidades actuales, la mayoría siente una cierta pobreza interior que el
pasado pudo haber dejado en nosotros y que el futuro remediará, si Dios quiere, en algún momento.
Así, pues, la Edad Media del milenio se haya alojada en la historia occidental en medio de dos tiempos,
entre un pasado que ya no existe y que nos pesa, y un futuro que aún no llega pero que promete.
La imagen retratada aparece real, simboliza un mundo que quisiéramos mejorar y una esperanza que
ansiamos no se esfume en el desaliento. La hermosa, pero también falsa página de Michelet, tuvo la
virtud de conciliar dos visiones que se nos presentan antagónicas, porque aquella noche de 999 se
encuentra ubicada después de una Alta Edad Media que ha sido pintada como una época oscura y
bárbara, la de las invasiones y el desorden, la prepotencia y la crueldad, la de la leyenda negra, pero a
la vez situada antes de la baja Edad Media, la época gloriosa de las catedrales de las universidades, de
las ciudades pobladas, la del caballero y la dama. Entre estas dos realidades se sitúa la noche del
milenio en el Medievo ¿no es acaso tentador pensar que nosotros concebimos nuestra propia noche
final entre dos realidades sorprendentemente parecidas, la del valle de lágrimas y el paraíso del
bienestar?
4. Muy poco se necesita para aclarar el equívoco y la ilusión provocada por Michelet. En la actualidad
sabemos, con matemática exactitud, cuando se acabará el segundo milenio, podemos esperar con
certeza astronómica el instante mismo en que dos mil años de historia cristiana quedarán
depositados en el pasado. No obstante, habrá algunos problemas ya que todo el mundo no vivirá
dicho momento simultáneamente, Tokio, Paris, Nueva York esperarán a diferentes instantes de
acuerdo con el huso horario.
Entonces al trasladarse a la noche de Michelet, la del 999, la del miedo y la esperanza, ¿cuando fue?
Está claro, 1.000 años después de la encarnación. ¿Pero 'cuándo fue la Encarnación? En el siglo VI, el
computista romano Dionisius. Impuso la norma de fechar a partir del 25 de diciembre del año 753 de
la fundación de Roma. Con ella señala la fecha del nacimiento de Cristo y marca el año cero iniciando
el conteo de la era cristiana. Había en este esfuerzo de convención un error que el abad no estaba en
condiciones de saber y que hoyes una certeza relativa: Jesús habría nacido 6 o 7 años antes de la fecha
convenida.
Pero, además, la datación, correcta o no, no fue adoptada en Occidente sino tiempo después:
Inglaterra en el siglo VII, Francia en el VIII, Alemania en el IX y España tardíamente en el siglo XIV. En
cambio, en la zona oriental, en Bizancio (hoy Estambul) los años se contaban desde el comienzo del
mundo, es decir, desde 5.508, fecha que se había calculado sumando la edad convencional de los
patriarcas bíblicos. Se deduce claramente que la noche del milenio medieval no podía llegar a todas
partes en el mismo instante, en razón de la falta de un cómputo aceptado por todas las naciones del
mundo de entonces.
Hemos de agregar otra dificultad que desbarata la creación de Michelet. En la Edad Media resultaba
imposible fijar convencionalmente la noche en la que concluiría el mundo. Desde el año 153 a.c. los
romanos comenzaban el año con las kalendas de enero, esto es, el 1 de ese mes. En Bizancio y en el sur
de Italia, el año se iniciaba el 1 de septiembre, en cambio el 25 de diciembre en Alemania, el 1 de
marzo en Venecia, mientras que en otros lugares el 25 de marzo con la llamada Encarnación. Mucho
más complejo en Francia donde se hacía coincidir el Año Nuevo con una fiesta notoriamente m óvil
como la Pascua.
Así, pues, de acuerdo a lo que se ha podido establecer, los toscanos esperarían la noche el 24 de marzo
del año 1.000, los pisanos ese mismo día pero en el año 999 y los españoles el 31 de diciembre de 962,
de acuerdo al calendario juliano. ¿Cuándo ocurrió la fatídica noche del milenio según Michelet?
Y todo esto no es otra cosa que el rigor actual del estudio de la Historia, desentrañar cuanto sea
posible la verdad del pasado, verdad pura y transparente, sin mitos ni fantasías. Aunque
necesario, las normas del historiador producen a veces desencanto en el lector que ha quedado
prendado de una imagen del pasado que le identifica, le anima, le proyecta, ya que la percepción
que el hombre común tiene de su pasado -conciencia de su pasado que es, en verdad, lo que lo
convierte en un ser humano- es también parte de la Historia. El historiador tiene el deber de
señalar la falsedad de esta ilusión presentando la verdad de lo efectivamente sucedido,
hurgando tanto en la lastimosa miseria humana como también en su esperanzad ora grandeza.
Al destruir la imagen creada por la imaginación popular, se borra también una parte de la
realidad, porque la vida, junto a la existencia de las cosas y los hechos objetivos, es también
ilusión, sueño, quimera ¿Será la realidad sólo lo que vemos o es, asimismo, lo que queremos ver,
lo que soñamos viendo? Por eso la tarea de revisar la Historia y corregir los errores de
interpretación, sabe a un gustillo a parricidio, un tono amargo se dibuja siempre en la
destrucción de imágenes, porque ellas han sido.Y son parte del ser humano. Algo al interior de
nosotros mismos -quizás lo más querido- se desvanece al derrumbarse una imagen en la que hemos creído. En la
actualidad, para reconstruir el pasado, los modernos historiadores cuentan con esa representación Ideal con la
que la naturaleza del hombre se nutre para soportar un presente mezquino en que la Vida le ha impuesto vivir.
Ella también es creación humana y muy digna, utopía que puede llevarnos la Vida alcanzada, que encandila a los
ilusos y a los benditos, dice Serrat, pero que sin ella esta vida sería como un ensayo para la muerte. Acaso como
en la mente de Segismundo, la vida tal vez sea un sueño también.