Las leyes humanas, los mandamientos, las reglas, las normas, la ética y la moral resultan indispensables para quienes se conducen y se mantienen ajenos a la Conciencia, debido a la separación de su esencia —casi toda la humanidad—. El objetivo de toda ley y de todo orden establecido por la sociedad, es permitir que el curso de las cosas llegue siempre a un buen término; la ley del hombre permite que las circunstancias se mantengan dentro de un cierto control y que nada rebase los límites preestablecidos. La moral se construye desde la naturaleza humana y se despliega en todos los ámbitos sociales, aún al margen de la religiosidad; porque hasta un ateo es moral y se conduce dentro de dichos cánones. El ejercicio de la moralidad fluye a través del abanico que se abre en el interior de la dualidad “bien-mal”; y dentro de ese espectro, las personas obran según el sentido de lo que consideran que es el bien —nadie en su juicio reconocería que procede desde el mal—. El gran vacío que alberga la moral está en su carácter relativo, lo que la hace moldeable y adaptable al estado de conciencia existencial de cada hombre: el ladrón suele creer que procede desde el bien, porque piensa que es justo tomar por mano propia lo que la sociedad le ha negado; el terrorista puede creer que es bueno matar, porque considera que el sacrificio de vidas humanas se justifica con el cumplimiento de su “ideal” sobre el restablecimiento de un nuevo orden social —Maquiavelo lo dejó inscrito en su frase: “El fin justifica los medios”—. Son pocos quienes comprenden que el bien de este mundo es relativo y que, por naturaleza propia, el ejercicio de este “limitado bien” está totalmente condicionado por la mente colectiva. Es posible ser una buena persona “mecánicamente”, pero esa bondad nunca será verdadera y estará siempre alejada de la “acción sin identificación”. La moral proyecta un camino basado en el “dominio” de sí mismo, que demanda