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Memorial para una conspiración
(1998)
José Antonio Marina
Índice.
Introducción
La enseñanza obligatoria
La situación de la enseñanza.
La situación del profesor.
Nos toca jugar.
Introducción
Esta publicación de la FAD me parece un lugar idóneo para hablar a mis compañeros,
los maestros y profesores de la enseñanza obligatoria. Una Fundación de prestigio,
preocupada fundamentalmente por los problemas de drogadicción, ha comprendido que
la escuela tiene un papel insustituible en la prevención y en la resolución de estos
dramáticos problemas. Ha venido a llamar la atención de la sociedad - y de nosotros
mismos, los docentes, que somos también parte de ella y vulnerables también a las
creencias ambientales - sobre el decisivo papel que el profesorado tiene en la
estructuración de la sociedad, en la construcción de nuestro nivel de vida. Me alegro de
que una organización tan generosamente comprometida con el bienestar público haya
subrayado la importancia de la educación en la búsqueda y consecución de una vida
satisfactoria y digna.
Por esta razón, aprovecho su hospitalidad para publicar este Memorial para una
conspiración. Se trata, evidentemente, de la conspiración de los profesores. Entiendo
por conspirar la búsqueda de una inspiración común, de unas señas de identidad, de
una clara idea de nuestros deberes, derechos, aspiraciones y limitaciones. En este
momento los docentes debemos recuperar una voz propia, más segura, enérgica
inteligente, meditada, reflexiva, más exigente con los demás y con nosotros. Este es un
comunicado interno, escrito por un profesor para profesores, desde la trinchera, es
decir, lejos de los Estados Mayores, que tienen una visión estadística, lejana, abstracta
de los conflictos. Sólo quiero colaborar en la elaboración de una conciencia de la propia
función docente. Mi intención es más panfletaria que académica, más combativa que
prudente. Me gustaría escribir una soflama, que es un aire que aviva las llamas
extenuadas, porque veo demasiados compañeros con gran vocación educativa pero
hartos, desanimados y mortecinos. Y esto, además de una desdicha personal, me
parece una catástrofe nacional. Hablo del profesorado con una cierta altanería,
orgullosamente seguro de la grandeza de lo que hacemos. Los datos que figuran en la
segunda parte de este libro exponen la minuciosidad del trabajo diario y me permiten
una cierta petulancia y desmesura. Podemos pensar a lo grande porque luego gastamos
nuestra vida en la humildad de lo cotidiano.
También escribo con cierta irritación. Me fastidia que todo el mundo ensalce
rutinariamente la importancia de la educación, porque ese fantasmal elogio, mera
palabrería sin convicción, me recuerda un cáustico soneto:
Caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese y no hubo nada.
En efecto, tras el postizo amor a la enseñanza de muchos políticos o comentaristas, sólo
veo la nada que todo lo anonada. En el mundo educativo hay demasiado toreo de salón,
sin riesgo, poco comprometido y preocupado sólo por las posturitas. Hay que
contemplar la enseñanza con entusiasmo y sin retórica, hablando de ella con palabras
recias y nada melindrosas. Desde lejos, el mar es un pacífico azul adormilado, pero
cuando se está dentro es una continua agitación sin cambio, un vaivén sin descanso, la
reanudación sin fin de las mareas. Desde lejos, la enseñanza permite que cualquier vate
espiritado se explaye. Desde dentro, en cambio, se ve el constante prodigio de desasnar
las almas, una sublime ramplonería, una maravillosa vulgaridad, una creadora
repetición. En la docencia se ve en estado puro el esfuerzo de la inteligencia humana
por remontar la rutina, el aburrimiento, la vulgaridad. Un maestro que vuelve a enseñar
animosamente la división con decimales, o la conjugación de los verbos ingleses, lo que
nos está enseñando sobre todo es a librarnos de la pegajosa trampa de la desilusión y el
escepticismo. El buen maestro, como el buen poeta, es capaz de ver lo irrepetible en
cada situación aparentemente idéntica. Decía el gran Kierkegaard que la gran sabiduría
se demuestra en el trato con la repetición, que suele vampirizar los amores y los
entusiasmos. Pues bien, yo veo diariamente en la mayoría de las aulas pruebas claras
de esa gran sabiduría.
Con frecuencia los profesores nos quejamos de falta de apoyo o de comprensión por
parte de la sociedad, lo que sin duda es cierto. Pero muchas veces somos nosotros
mismos los que dudamos de nuestra función social, de nuestra eficacia, e incluso de
nuestras tareas. Decimos con demasiada facilidad que la escuela no puede contrarrestar
la abrumadora influencia de los medios de comunicación, o la presión de la cultura
ambiente. Hemos perdido la confianza que el pensamiento ilustrado tuvo en la escuela
como gran promotora del cambio social, como actividad casi revolucionaria. En este
Memorial quiero hacer un mapa de situación y, metido ya en la faena, señalar algunos
rumbos deseables.
La enseñanza obligatoria
Empezaré por el principio ¿Por qué hablo del profesor de enseñanza obligatoria? Porque
me parece necesario reflexionar sobre un asunto que de puro sabido se olvida. La
enseñanza obligatoria es un fenómeno muy especial. Es absolutamente distinta del resto
de la enseñanza. Se basa en un derecho -el derecho a la educación -, que se convierte
en un deber para los propios beneficiarios del derecho. Esto no ocurre en ningún otro
caso. Ni siquiera el derecho al voto se exige con tanta contundencia. Me gustaría
preguntar a la sociedad: ¿qué es lo que justifica esta peculiaridad jurídica? ¿Por qué
tenemos que obligar al disfrute de un derecho? ¿Cuál es el papel que nos corresponde
en esta imposición coactiva de los bueno?
Si la sociedad diera respuestas profundas a estas cuestiones, la renovación social de la
escuela habría avanzado un gran trecho, pero como no escucho una contestación clara,
me responderé a mi mismo, de la manera más contundente. Toda sociedad crea una
cultura, que es el conjunto de creencias, artes, ciencias, códigos inventados para
adecentar el mundo y facilitar el vivir. La propia sociedad considera imprescindible que
una parte de esa cultura sea compartida por todos sus miembros. Son estos contenidos
los que transmite obligatoriamente. Lo que se pretende con ello no es homogeneizar el
nivel de información, sino alcanzar el modo de convivencia que ha elegido. La educación
básica determina el verdadero nivel de vida, no sólo el económico. El derecho a la
educación forma parte de un proyecto ético y se concreta también en un proyecto ético.
La legislación española es en esto muy precisa. El artículo 18 de la LOGSE dice así: La
Enseñanza Secundaria Obligatoria tendrá como finalidad transmitir a todos los alumnos
los elementos básicos de la cultura, formarles para asumir sus deberes y ejercer sus
derechos y prepararles para la incorporación a la vida activa o para acceder a la
formación profesional específica de grado medio o al bachillerato. El bachillerato es ya
una enseñanza voluntaria y, por lo tanto, no puede ocuparse de esta formación
indispensable.
La educación obligatoria tiene, pues, tres metas claras: formar la personalidad, educar
al ciudadano, facilitar la capacitación laboral.
Si las cosas son así, y yo creo que sí lo son, la enseñanza obligatoria es inevitablemente
educadora. Son unos ingenuos los profesores que piensan que con refugiarse en su
asignatura eluden esa responsabilidad. Lo único que consiguen con ello es convertirse
en transmisores pasivos de la ideología predominante o de los contenidos impuestos
desde niveles políticos o empresariales. Es entonces, cuando se pretende no educar so
pretexto de evitar el adoctrinamiento, cuando se está educando y adoctrinando de la
peor manera posible, a saber, siendo un transmisor pasivo de las consignas educativas
del sistema. Los teóricos de la comunicación dicen que no podemos no comunicar.
Comunicamos si hablamos y comunicamos si callamos. Pues lo mismo sucede con la
educación.
Eso es lo que la sociedad espera de nosotros. De acuerdo. Pero hay que saber lo que
semejante tarea implica: lo que exige del sistema de enseñanza, lo que exige de la
sociedad y lo que exige a los docentes. Empezaré dando vueltas al derecho de la
educación. Mis lectores me van a permitir que les diga lo que pienso de los derechos.
Los derechos protegen o aseguran el acceso a un bien o la realización de un valor. En la
naturaleza sólo hay poderes reales: la fuerza. El derecho implanta un nuevo régimen de
vida basado en poderes simbólicos -los derechos- que nos permite actuar más allá de
nuestras fuerzas reales. Tengo derecho a la propiedad de mi casa, porque puedo
conservarla aunque mi vecino sea más fuerte. ¿De dónde procede ese poder? Del
reconocimiento que los demás hacen de mi derecho. Suplo mis fuerzas con ese apoyo
social. Esto quiere decir que la afirmación de un derecho acarrea siempre un conjunto
de deberes: deberes de apoyo y deberes de reciprocidad.
Reconocer el derecho de la educación supone que todos los ciudadanos se comprometen
a colaborar en la realización de ese derecho. Lo hacemos, por de pronto, financiando la
enseñanza obligatoria. Pero esto no es bastante. Debemos -y utilizo esta palabra en
sentido fuerte, como el envés de un derecho- proteger la escuela, mantenerla dentro de
un marco de excepcionalidad, como lo está -o debería estarlo-, por ejemplo, la
administración de justicia, a salvo de violencia, de coacciones, de injerencias políticas.
Un centro escolar tiene que ser un ambiente propicio al crecimiento: un claro en el
bosque social, luminoso, estimulante, cálido, solícito, estricto. La escuela ha de ser el
núcleo activo y catalizador de una red educativa más amplia. Esto es lo que la
Fundación de Ayuda contra la Drogadicción ha entendido muy bien. Ha marcado el
camino para que otras organizaciones prestigiosas se acerquen a la escuela, establezcan
con ella lazos de apoyo, de colaboración, de exigencia. Es importante que ofrezcan
nuevas posibilidades de actuación, y que la escuela las acepte.
No me estoy inventando nada al hablar de excepcionalidad y régimen especial de la
actividad educativa. Me gustaría que los docentes reflexionáramos sobre un derecho
también muy peculiar que nos ampara: el derecho a la libertad de cátedra, que ha sido
la consecuencia de una larga pelea para defender la enseñanza de las presiones
exteriores a la enseñanza, una bandera del pensamiento ilustrado. En otra ocasión me
gustaría hablarles de la historia de nuestra profesión, y contarles con cuánta dificultad la
figura del maestro se fue alejando de la improvisación o del servilismo. La historia del
derecho a la libertad de cátedra es paralela a la del prestigio de la actividad docente. El
profesor tiene libertad para exponer sus ideas sobre las materias que imparte.
Pero tan interesante como la consideración de este derecho es meditar sobre su peculiar
adaptación a la enseñanza no universitaria. En la Universidad casi se confunde con la
libertad científica. Nadie puede poner trabas a la investigación, ni a la transmisión de los
conocimientos científicos. Pero sucede que en la enseñanza básica no se trata sólo de
transmitir conocimientos. Por ello, el Tribunal Constitucional reconoce el derecho, pero
lo considera limitado por otros derechos: en especial el derecho a la educación, y por la
protección de la juventud y de la infancia. Y también por las normas legales y los
idearios de centro. Es decir, se admite y prácticamente se niega el derecho a la libertad
de cátedra en la enseñanza no universitaria porque se la considera esencialmente
educativa, configuradora de la personalidad y de las creencias básicas. Y esto se
considera un bien jurídico que ha de ser cuidadosamente protegido y tutelado. Esta
limitación, que plantea sin duda problemas, debe entenderse al mismo tiempo como un
reconocimiento expreso de la decisiva influencia que las enseñanzas tienen en la
estructuración del individuo y de la sociedad.
La situación de la enseñanza.
Esta es la peculiar situación del docente en el sistema de la enseñanza obligatoria, pero ¿cuál
es, a su vez, la situación de la enseñanza?.
Se vive en todo el mundo una gran confusión educativa. En un libro reciente, Juan Carlos
Tedesco, director del Bureau de l'Education de la Unesco, afirma que la crisis educativa ya no
proviene de la deficiente forma en que la educación cumple con los objetivos sociales que
tiene asignados, sino que, más grave aún, no sabemos qué finalidades debe cumplir y hacia
dónde debe efectivamente orientar sus acciones. Añade que la profundidad del proceso de
cambio social que tiene lugar actualmente nos obliga a reformular las preguntas básicas
sobre los fines de la educación, sobre quiénes asumen la responsabilidad de formar a las
nuevas generaciones y sobre qué legado cultural, qué valores, qué concepción del hombre y
de la sociedad deseamos transmitir. (El nuevo pacto educativo, Anaya, 1996).
Todo esto deberíamos explicárselo bien a los padres de nuestros alumnos y a la sociedad
entera. Pero antes necesitamos pensarlo bien nosotros. La educación debe tener sus propios
órganos de pensamiento. Este es el problema teórico que más me interesa. ¿Seremos
capaces de elaborar una teoría de la educación y de la sociedad desde la enseñanza? Espero
que sí. La historia del pensamiento demuestra que los grandes filósofos, desde Sócrates a
Fichte, tuvieron un interés prioritario por los temas educativos, y que esa preocupación dio
consistencia real a sus sistemas.
Los docentes deberíamos considerarnos -y ser considerados- funcionarios de la sociedad, no
empleados del Estado o de una empresa privada. Esa es la manera en que las
responsabilidades educativas y la libertad de cátedra pueden coordinarse: siendo nosotros,
desde la práctica, los avanzados en la teoría. Proponiendo a la sociedad con claridad, rigor,
entusiasmo e, inevitablemente, paciencia, un proyecto educativo.
Cualquier educación obligatoria, ya lo he dicho, es inevitablemente educativa. ¿Quién va a
decidir sus contenidos? ¿El Estado? Sin duda tiene la tarea de vigilar lo que se hace en la
educación, pero tarea de semejante empeño, que va a afectar a la vida de todos los
ciudadanos, ha de ser cuidadosamente vigilada. ¿Lo elegirán los padres? En parte sí, pero no
del todo. Hay un conflicto de derechos y deberes. Es verdad que los padres tienen el derecho
a elegir la ideología en que sus hijos van a ser educados, pero también lo es que la sociedad
tiene que poner límites a esas ideologías. ¿Permitiríamos la enseñanza de una secta que
defendiera valores anticonstitucionales? No.
Lo que defiendo es que los profesores de la enseñanza obligatoria, para defender un justo
equilibrio entre las prescripciones ideológicas que reciben y su libertad de cátedra, tienen
que intervenir de alguna manera en la selección de contenidos, y en la salvaguarda de
principios básicos. Desearía que tuviéramos una clara filosofía de la educación obligatoria, un
fundamento doctrinal aceptado por todos nosotros como modelo profesional, en el que nos
reconozcamos, que tenga que ver con esa recuperación de la voz propia, que va más allá de
discursos didácticos. Para ello debemos, ante todo, ganarnos el respeto, demostrando a
todos los niveles que sabemos lo que estamos haciendo. Si nosotros somos los
configuradores del nivel cultural básico de una sociedad debemos pedir que todos los
organismos involucrados trabajen para nosotros. Suele decirse que la Universidad es el gran
organismo científico, pero como no es una institución educativa creo que vive alejada de los
problemas reales de la educación. Por ello preferiría que la enseñanza obligatoria tuviera sus
propios órganos de reflexión e investigación. Esta es la labor que deberían cumplir los
centros de Formación del Profesorado o los Institutos de Ciencias de la Educación
Obligatoria.
La reflexión seria sobre los contenidos de la educación, en especial sobre los valores que
hemos de transmitir, es urgente, porque en este momento vivimos una crisis de certezas. La
situación me recuerda un chiste que contaba Ortega. Un gitano va a confesarse y al cura le
extraña que no se acuse de ningún robo.
- Hijo, ¿no has robado alguna cosa, aunque sea sólo una gallina?
- Sí, señor cura.
- ¿Y por qué no lo confiesas? ¿Es que no sabes que es pecado?
- Sí, señor cura. Sabía que lo era, pero he oído el runrún de que lo iban a quitar".
Estamos con el runrún de que cualquier valor puede desaparecer, de que no es posible un
acuerdo sobre ética, de que hasta la verdad es una construcción de los poderosos y de que la
escuela es una maquinaria dictatorial. ¿Quién se atrevería a educar en estas circunstancias?
La solución elegida por muchos padres consiste en un pragmatismo exagerado. Se piensa
que la escuela ha de estar al servicio de las necesidades laborales de la sociedad. El sistema
educativo ha de proporcionar a la sociedad el tipo de ciudadano que necesita desde el punto
de vista tecnológico-industrial. Mientras que para el proyecto ilustrado la escuela debía
transformar la sociedad, para el proyecto técnico-pedagógico la sociedad debe determinar los
fines de la escuela. Esto, que parece tan plausible, resulta confuso cuando se analiza con
cuidado, porque la sociedad puede olvidar o desconocer cuáles son sus propios fines. Lo
urgente puede ocultar lo importante. Por ejemplo, en época de guerra, una sociedad puede
creer que su finalidad es destruir al enemigo, lo que sin duda es verdad, pero no toda la
verdad. Los fines de la sociedad son: promover el bienestar de los ciudadanos, buscar la
justicia, conseguir la paz. En los momentos actuales, la sociedad, obsesionada por el
progreso económico, puede olvidar que el verdadero progreso se da en el ámbito de la
convivencia. Jurgen Habermas, un famoso filósofo, ha escrito: El valor práctico del saber ya
no reside en su capacidad para mejorar a las personas y, a través de la racionalidad
infundida, permitirles una vida más libre, más humana, mejorando su conducta y las
relaciones entre los hombres. Por el contrario, todo tiene que encontrar un reflejo en la
productividad económica. La ciencia se ha hecho ajena a la formación, en la medida en que
ha impregnado la praxis profesional. La orientación racional moderna en educación es
mediatizada por la visión utilitaria en una sociedad marcada por el desarrollo tecnológico y
su aplicación a las actividades laborales, bajo una presión creciente del sistema productivo.
Hace unas semanas, en un Foro Educativo de muchas campanillas, oí decir a un experto
venido de Bruselas que la eficacia de las escuelas dependía de que estuvieran conectadas a
Internet. No supe que hacer, si echarme a reír o llamarle imbécil.
El panorama se complica porque en este ambiente de pérdida de certezas y de presiones
utilitarias, cada vez se transfieren más competencias al sistema educativo. Pronto, la edad
escolar empezará con el nacimiento. Las familias, por complicadas razones sociológicas,
económicas y culturales, descargan parte de sus obligaciones educativas en nosotros. Pero
las funciones que se piden a la escuela exigen que la figura del docente se revista de un
prestigio especial. De nuevo, la figura del profesor aparece en el centro de la acción. En este
momento hay una crisis de autoridad que está disminuyendo la eficacia educativa. Se olvida
que la autoridad no consiste en mandar. Etimológicamente procede del verbo latino augere,
que significa crecer. La autoridad es lo que ayuda a crecer. No es un poder coactivo, sino un
poder creador.
Si insisto tanto en la necesidad de prestigiar la función del docente, la figura del maestro o
del profesor, es porque ese prestigio me parece imprescindible para que cumpla sus tareas.
El aprendizaje no es una mera transmisión de conocimientos. Es un complejo fenómeno que
se da en un ambiente afectivo que lo favorece o dificulta, y que inevitablemente entraña
contradicciones. El alumno se tropieza con la realidad en la escuela. La educación, como
señaló Rof Carballo en un bello libro llamado Violencia y ternura, implica cariño y rigor,
afecto y firmeza. Y ésta puede expresarse a través del miedo o el respeto. El miedo es el
sentimiento provocado por el poder. El respeto es el sentimiento provocado por la autoridad.
No es difícil discernir lo que es preferible.
La situación del profesor.
El docente necesita: conciencia clara de su función, percepción del apoyo de la sociedad y
formación cualificada. En muchos países se han emprendido reformas educativas, y la
experiencia dice que las reformas basadas únicamente en cambios curriculares no tienen
éxito si no se acompañan de una formación seria del profesorado. (Cf. Seymour Sarason;
The predictable Failure of Educational Reform, 1990). Es necesario trasladar el énfasis de la
reforma desde el marco curricular a la formación permanente del profesorado. Podríamos
aprender de la evolución experimentada por el equipo de Stenhouse y Elliot, investigadores
muy prestigiosos en este campo, que en los años setenta comenzaron con un proyecto
curricular en ciencias sociales (Humanities Curriculum Project) y en la actualidad están
intensamente implicados en un proyecto de formación de profesorado en ejercicio.
Se repite con demasiada frecuencia que hemos entrado en la Era de la información, o en la
Era del conocimiento. Esto es una simpleza. Hemos entrado en la Era del aprendizaje. Todos
vamos a tener que aprender sin parar, reciclarnos, adquirir continuamente nuevas
habilidades, y esto va a exigir un nuevo tipo de profesorado.
Lo malo es que esta responsabilidad le llega al profesor en un mal momento. Se habla con
razón del malestar de los profesores. Como han señalado Patrice Ranjard en Francia, Martin
Cole en Inglaterra y José María Esteve en España, se generaliza la valoración negativa del
profesor. Mientras que hace veinte años los padres estaban dispuestos a apoyar el sistema
de enseñanza y a los profesores ante las dificultades del proceso de aprendizaje y de la
educación de sus hijos, en el momento actual encontramos una defensa incondicional de los
alumnos, sea cual sea el conflicto, o sea cual sea la razón que asista al profesor. Hay un
descenso en la valoración social del profesor, que hace que en países como Alemania, Suecia
o Inglaterra empiece a escasear el profesorado
Pero, al mismo tiempo, encuestas como las realizadas por Victoria Gordillo, Zubieta, Susinos
o el Centro de Investigaciones Sociológicas, demuestran que los docentes -en especial los
maestros- están bastante o muy satisfechos con su trabajo. ¿Cómo hay que entender esta
mezcla de satisfacción y malestar? Sospecho que como un conflicto entre la función
profesoral y su imagen social. Leo en un artículo de José Gimenez, un experto en el tema,
que la política curricular en España se ha asentado sobre la desconfianza hacia los profesores
y sobre un afán de control ideológico de la educación a través de las regulaciones del
curriculum. Una vez más se trata de una cuestión de apoyo, solidaridad y prestigio social.
Nos toca jugar
Ciertamente, podemos esperar a que los demás tomen la iniciativa, a que la administración,
las fuerzas sociales, los padres, los ciudadanos, los medios de comunicación, experimenten
una mirífica conversión y descubran la verdadera transcendencia de la escuela. El ejemplo de
la FAD muestra que es posible, pero creo que la iniciativa deberíamos tomarla nosotros. De
ahí mi afán conspirador.
Todos los problemas complejos, y los educativos y sociales lo son abrumadoramente,
producen un sentimiento de desánimo porque parecen moverse en círculos cerrados, donde
no hay un punto privilegiado para intervenir. Cada instancia se excusa lamentando su
impotencia y entregando la responsabilidad al vecino, quien, a su vez, repite el proceso, con
una circularidad desvergonzada e infernal. Los ilustrados pensaban que la escuela era el
único comienzo, y creo que hay que recuperar el proyecto ilustrado. ¿Cómo se empieza?
Reconociendo nosotros mismos la importancia de nuestro trabajo, peleando por el prestigio
de nuestra profesión, fomentando las innovaciones, reconociéndonos como institución
práctica y teórica, buscando apoyos fuera del sistema de enseñanza y, sobre todo,
demostrando a la sociedad nuestra capacidad para resolver problemas.
En este punto debo volver al tema principal de este libro, que es un buen ejemplo de lo que
digo. ¿Es la prevención de las drogas una competencia de la escuela? Antes he señalado que
los fines de la enseñanza obligatoria son la formación de la personalidad, la educación del
ciudadano y la capacitación laboral. Las drogas son un problema personal y social, luego
caen dentro de nuestras competencias. A nadie se le escapa que el problema de las
drogadicciones es de una gran complejidad, porque en él influyen poderosamente aspectos
económicos, culturales, familiares, psicológicos. Pensar que la escuela puede resolverlos es
cerrar los ojos a graves problemas estructurales. Hay, pues, base para todo tipo de
escaqueos y de excusas.
A pesar de todo, la escuela es un punto de intervención necesario y ya dispuesto. Nuestros
alumnos van a vivir en un mundo del que no van a desaparecer las drogas, ni las incitaciones
a la adicción. Así las cosas, educar una personalidad autónoma y no adictiva forma parte
irremediablemente de nuestras competencias. Por eso me parece espléndido que la
propuesta de ayuda y asesoramiento técnico de la FAD haya tenido gran aceptación en la
comunidad educativa. Señala un eficaz y prometedor modo de colaboración entre la sociedad
y la escuela. Y como estas páginas están escritas desde una cierta petulancia, me atrevo a
aconsejar a la FAD que se convierta en una fundación para la ayuda a la enseñanza. ¿Por
qué? Porque la prevención de las drogadicciones es un caso concreto de la prevención de
conductas antisociales, conflictivas o problemáticas. Al fin y al cabo, la droga no suele ser un
problema, sino una mala solución a un problema.
Por nuestra parte, debemos hacer a la sociedad una propuesta recíproca. La escuela tiene
que ocuparse de la educación afectiva del alumno. No porque queramos cargarnos con más
cosas, sino porque la misma sociedad nos obliga a ello. Lo que pedimos es que el encargo
sea coherente con los medios. Pondré como ejemplo las conclusiones de un estudio de la
prevención de problemas de comportamiento. Me refiero a la Teoría del Desarrollo Social
propuesta por Hawkins y colaboradores (Psychol Bull 112(1): 64-105, 1992). Consideran los
autores que hay tres factores protectores que controlan el desarrollo de los comportamientos
antisociales. El primer factor protector corresponde a los lazos sociales. Se describe como
una adhesión, un compromiso con la familia, la escuela y los compañeros, que influyen de
una manera positiva. El segundo conjunto de factores son unas normas claras y consistentes
contra esas conductas. El tercero es un conjunto de habilidades sociales que permiten al
individuo trascender situaciones conflictivas mediante estrategias de solución de problemas,
permitiéndole actuar de forma confiada y resistir a las presiones del ambiente. Está bien
claro que gran parte de estos factores de protección sólo se van a dar en la escuela, que es
la única estructura social lo suficientemente poderosa y organizada para encargarse de
transmitirlos.
Pero, recapitulando todo lo dicho, hay que convencer a la sociedad que esto tiene un coste.
Los centros de enseñanza van a tener que convertirse en centros de socialización y de
investigación social, los docentes van a tener que ocuparse no sólo de la información
intelectual sino de la formación afectiva, la escuela tendrá que recuperar su esencia de
proyecto ético. Me ha llamado la atención el éxito que ha tenido en todo el mundo un libro
oportuno pero mediocre, Inteligencia emocional, de Daniel Goleman. En él advierte que la
escuela va a tener que ocuparse de lo que tradicionalmente se llamaba educación del
carácter, que es una mezcla de habilidades sociales y de hábitos morales. El interés del
público por estas ideas, por otra parte tan obvias, demuestra la preocupación universal por
el tema.
Tal vez el problema de la droga haya producido sorprendentemente un buen efecto: llamar la
atención de la sociedad hacia la escuela como solucionadora de problemas vitales. Ojalá sea
verdad lo que digo.

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Memorial

  • 1. Memorial para una conspiración (1998) José Antonio Marina Índice. Introducción La enseñanza obligatoria La situación de la enseñanza. La situación del profesor. Nos toca jugar. Introducción Esta publicación de la FAD me parece un lugar idóneo para hablar a mis compañeros, los maestros y profesores de la enseñanza obligatoria. Una Fundación de prestigio, preocupada fundamentalmente por los problemas de drogadicción, ha comprendido que la escuela tiene un papel insustituible en la prevención y en la resolución de estos dramáticos problemas. Ha venido a llamar la atención de la sociedad - y de nosotros mismos, los docentes, que somos también parte de ella y vulnerables también a las creencias ambientales - sobre el decisivo papel que el profesorado tiene en la estructuración de la sociedad, en la construcción de nuestro nivel de vida. Me alegro de que una organización tan generosamente comprometida con el bienestar público haya subrayado la importancia de la educación en la búsqueda y consecución de una vida satisfactoria y digna. Por esta razón, aprovecho su hospitalidad para publicar este Memorial para una conspiración. Se trata, evidentemente, de la conspiración de los profesores. Entiendo por conspirar la búsqueda de una inspiración común, de unas señas de identidad, de una clara idea de nuestros deberes, derechos, aspiraciones y limitaciones. En este momento los docentes debemos recuperar una voz propia, más segura, enérgica inteligente, meditada, reflexiva, más exigente con los demás y con nosotros. Este es un comunicado interno, escrito por un profesor para profesores, desde la trinchera, es decir, lejos de los Estados Mayores, que tienen una visión estadística, lejana, abstracta de los conflictos. Sólo quiero colaborar en la elaboración de una conciencia de la propia función docente. Mi intención es más panfletaria que académica, más combativa que prudente. Me gustaría escribir una soflama, que es un aire que aviva las llamas extenuadas, porque veo demasiados compañeros con gran vocación educativa pero hartos, desanimados y mortecinos. Y esto, además de una desdicha personal, me parece una catástrofe nacional. Hablo del profesorado con una cierta altanería, orgullosamente seguro de la grandeza de lo que hacemos. Los datos que figuran en la segunda parte de este libro exponen la minuciosidad del trabajo diario y me permiten una cierta petulancia y desmesura. Podemos pensar a lo grande porque luego gastamos nuestra vida en la humildad de lo cotidiano. También escribo con cierta irritación. Me fastidia que todo el mundo ensalce rutinariamente la importancia de la educación, porque ese fantasmal elogio, mera palabrería sin convicción, me recuerda un cáustico soneto: Caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada. En efecto, tras el postizo amor a la enseñanza de muchos políticos o comentaristas, sólo veo la nada que todo lo anonada. En el mundo educativo hay demasiado toreo de salón, sin riesgo, poco comprometido y preocupado sólo por las posturitas. Hay que
  • 2. contemplar la enseñanza con entusiasmo y sin retórica, hablando de ella con palabras recias y nada melindrosas. Desde lejos, el mar es un pacífico azul adormilado, pero cuando se está dentro es una continua agitación sin cambio, un vaivén sin descanso, la reanudación sin fin de las mareas. Desde lejos, la enseñanza permite que cualquier vate espiritado se explaye. Desde dentro, en cambio, se ve el constante prodigio de desasnar las almas, una sublime ramplonería, una maravillosa vulgaridad, una creadora repetición. En la docencia se ve en estado puro el esfuerzo de la inteligencia humana por remontar la rutina, el aburrimiento, la vulgaridad. Un maestro que vuelve a enseñar animosamente la división con decimales, o la conjugación de los verbos ingleses, lo que nos está enseñando sobre todo es a librarnos de la pegajosa trampa de la desilusión y el escepticismo. El buen maestro, como el buen poeta, es capaz de ver lo irrepetible en cada situación aparentemente idéntica. Decía el gran Kierkegaard que la gran sabiduría se demuestra en el trato con la repetición, que suele vampirizar los amores y los entusiasmos. Pues bien, yo veo diariamente en la mayoría de las aulas pruebas claras de esa gran sabiduría. Con frecuencia los profesores nos quejamos de falta de apoyo o de comprensión por parte de la sociedad, lo que sin duda es cierto. Pero muchas veces somos nosotros mismos los que dudamos de nuestra función social, de nuestra eficacia, e incluso de nuestras tareas. Decimos con demasiada facilidad que la escuela no puede contrarrestar la abrumadora influencia de los medios de comunicación, o la presión de la cultura ambiente. Hemos perdido la confianza que el pensamiento ilustrado tuvo en la escuela como gran promotora del cambio social, como actividad casi revolucionaria. En este Memorial quiero hacer un mapa de situación y, metido ya en la faena, señalar algunos rumbos deseables. La enseñanza obligatoria Empezaré por el principio ¿Por qué hablo del profesor de enseñanza obligatoria? Porque me parece necesario reflexionar sobre un asunto que de puro sabido se olvida. La enseñanza obligatoria es un fenómeno muy especial. Es absolutamente distinta del resto de la enseñanza. Se basa en un derecho -el derecho a la educación -, que se convierte en un deber para los propios beneficiarios del derecho. Esto no ocurre en ningún otro caso. Ni siquiera el derecho al voto se exige con tanta contundencia. Me gustaría preguntar a la sociedad: ¿qué es lo que justifica esta peculiaridad jurídica? ¿Por qué tenemos que obligar al disfrute de un derecho? ¿Cuál es el papel que nos corresponde en esta imposición coactiva de los bueno? Si la sociedad diera respuestas profundas a estas cuestiones, la renovación social de la escuela habría avanzado un gran trecho, pero como no escucho una contestación clara, me responderé a mi mismo, de la manera más contundente. Toda sociedad crea una cultura, que es el conjunto de creencias, artes, ciencias, códigos inventados para adecentar el mundo y facilitar el vivir. La propia sociedad considera imprescindible que una parte de esa cultura sea compartida por todos sus miembros. Son estos contenidos los que transmite obligatoriamente. Lo que se pretende con ello no es homogeneizar el nivel de información, sino alcanzar el modo de convivencia que ha elegido. La educación básica determina el verdadero nivel de vida, no sólo el económico. El derecho a la educación forma parte de un proyecto ético y se concreta también en un proyecto ético. La legislación española es en esto muy precisa. El artículo 18 de la LOGSE dice así: La Enseñanza Secundaria Obligatoria tendrá como finalidad transmitir a todos los alumnos los elementos básicos de la cultura, formarles para asumir sus deberes y ejercer sus derechos y prepararles para la incorporación a la vida activa o para acceder a la formación profesional específica de grado medio o al bachillerato. El bachillerato es ya una enseñanza voluntaria y, por lo tanto, no puede ocuparse de esta formación indispensable. La educación obligatoria tiene, pues, tres metas claras: formar la personalidad, educar al ciudadano, facilitar la capacitación laboral.
  • 3. Si las cosas son así, y yo creo que sí lo son, la enseñanza obligatoria es inevitablemente educadora. Son unos ingenuos los profesores que piensan que con refugiarse en su asignatura eluden esa responsabilidad. Lo único que consiguen con ello es convertirse en transmisores pasivos de la ideología predominante o de los contenidos impuestos desde niveles políticos o empresariales. Es entonces, cuando se pretende no educar so pretexto de evitar el adoctrinamiento, cuando se está educando y adoctrinando de la peor manera posible, a saber, siendo un transmisor pasivo de las consignas educativas del sistema. Los teóricos de la comunicación dicen que no podemos no comunicar. Comunicamos si hablamos y comunicamos si callamos. Pues lo mismo sucede con la educación. Eso es lo que la sociedad espera de nosotros. De acuerdo. Pero hay que saber lo que semejante tarea implica: lo que exige del sistema de enseñanza, lo que exige de la sociedad y lo que exige a los docentes. Empezaré dando vueltas al derecho de la educación. Mis lectores me van a permitir que les diga lo que pienso de los derechos. Los derechos protegen o aseguran el acceso a un bien o la realización de un valor. En la naturaleza sólo hay poderes reales: la fuerza. El derecho implanta un nuevo régimen de vida basado en poderes simbólicos -los derechos- que nos permite actuar más allá de nuestras fuerzas reales. Tengo derecho a la propiedad de mi casa, porque puedo conservarla aunque mi vecino sea más fuerte. ¿De dónde procede ese poder? Del reconocimiento que los demás hacen de mi derecho. Suplo mis fuerzas con ese apoyo social. Esto quiere decir que la afirmación de un derecho acarrea siempre un conjunto de deberes: deberes de apoyo y deberes de reciprocidad. Reconocer el derecho de la educación supone que todos los ciudadanos se comprometen a colaborar en la realización de ese derecho. Lo hacemos, por de pronto, financiando la enseñanza obligatoria. Pero esto no es bastante. Debemos -y utilizo esta palabra en sentido fuerte, como el envés de un derecho- proteger la escuela, mantenerla dentro de un marco de excepcionalidad, como lo está -o debería estarlo-, por ejemplo, la administración de justicia, a salvo de violencia, de coacciones, de injerencias políticas. Un centro escolar tiene que ser un ambiente propicio al crecimiento: un claro en el bosque social, luminoso, estimulante, cálido, solícito, estricto. La escuela ha de ser el núcleo activo y catalizador de una red educativa más amplia. Esto es lo que la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción ha entendido muy bien. Ha marcado el camino para que otras organizaciones prestigiosas se acerquen a la escuela, establezcan con ella lazos de apoyo, de colaboración, de exigencia. Es importante que ofrezcan nuevas posibilidades de actuación, y que la escuela las acepte. No me estoy inventando nada al hablar de excepcionalidad y régimen especial de la actividad educativa. Me gustaría que los docentes reflexionáramos sobre un derecho también muy peculiar que nos ampara: el derecho a la libertad de cátedra, que ha sido la consecuencia de una larga pelea para defender la enseñanza de las presiones exteriores a la enseñanza, una bandera del pensamiento ilustrado. En otra ocasión me gustaría hablarles de la historia de nuestra profesión, y contarles con cuánta dificultad la figura del maestro se fue alejando de la improvisación o del servilismo. La historia del derecho a la libertad de cátedra es paralela a la del prestigio de la actividad docente. El profesor tiene libertad para exponer sus ideas sobre las materias que imparte. Pero tan interesante como la consideración de este derecho es meditar sobre su peculiar adaptación a la enseñanza no universitaria. En la Universidad casi se confunde con la libertad científica. Nadie puede poner trabas a la investigación, ni a la transmisión de los conocimientos científicos. Pero sucede que en la enseñanza básica no se trata sólo de transmitir conocimientos. Por ello, el Tribunal Constitucional reconoce el derecho, pero lo considera limitado por otros derechos: en especial el derecho a la educación, y por la protección de la juventud y de la infancia. Y también por las normas legales y los idearios de centro. Es decir, se admite y prácticamente se niega el derecho a la libertad de cátedra en la enseñanza no universitaria porque se la considera esencialmente educativa, configuradora de la personalidad y de las creencias básicas. Y esto se considera un bien jurídico que ha de ser cuidadosamente protegido y tutelado. Esta limitación, que plantea sin duda problemas, debe entenderse al mismo tiempo como un reconocimiento expreso de la decisiva influencia que las enseñanzas tienen en la estructuración del individuo y de la sociedad.
  • 4. La situación de la enseñanza. Esta es la peculiar situación del docente en el sistema de la enseñanza obligatoria, pero ¿cuál es, a su vez, la situación de la enseñanza?. Se vive en todo el mundo una gran confusión educativa. En un libro reciente, Juan Carlos Tedesco, director del Bureau de l'Education de la Unesco, afirma que la crisis educativa ya no proviene de la deficiente forma en que la educación cumple con los objetivos sociales que tiene asignados, sino que, más grave aún, no sabemos qué finalidades debe cumplir y hacia dónde debe efectivamente orientar sus acciones. Añade que la profundidad del proceso de cambio social que tiene lugar actualmente nos obliga a reformular las preguntas básicas sobre los fines de la educación, sobre quiénes asumen la responsabilidad de formar a las nuevas generaciones y sobre qué legado cultural, qué valores, qué concepción del hombre y de la sociedad deseamos transmitir. (El nuevo pacto educativo, Anaya, 1996). Todo esto deberíamos explicárselo bien a los padres de nuestros alumnos y a la sociedad entera. Pero antes necesitamos pensarlo bien nosotros. La educación debe tener sus propios órganos de pensamiento. Este es el problema teórico que más me interesa. ¿Seremos capaces de elaborar una teoría de la educación y de la sociedad desde la enseñanza? Espero que sí. La historia del pensamiento demuestra que los grandes filósofos, desde Sócrates a Fichte, tuvieron un interés prioritario por los temas educativos, y que esa preocupación dio consistencia real a sus sistemas. Los docentes deberíamos considerarnos -y ser considerados- funcionarios de la sociedad, no empleados del Estado o de una empresa privada. Esa es la manera en que las responsabilidades educativas y la libertad de cátedra pueden coordinarse: siendo nosotros, desde la práctica, los avanzados en la teoría. Proponiendo a la sociedad con claridad, rigor, entusiasmo e, inevitablemente, paciencia, un proyecto educativo. Cualquier educación obligatoria, ya lo he dicho, es inevitablemente educativa. ¿Quién va a decidir sus contenidos? ¿El Estado? Sin duda tiene la tarea de vigilar lo que se hace en la educación, pero tarea de semejante empeño, que va a afectar a la vida de todos los ciudadanos, ha de ser cuidadosamente vigilada. ¿Lo elegirán los padres? En parte sí, pero no del todo. Hay un conflicto de derechos y deberes. Es verdad que los padres tienen el derecho a elegir la ideología en que sus hijos van a ser educados, pero también lo es que la sociedad tiene que poner límites a esas ideologías. ¿Permitiríamos la enseñanza de una secta que defendiera valores anticonstitucionales? No. Lo que defiendo es que los profesores de la enseñanza obligatoria, para defender un justo equilibrio entre las prescripciones ideológicas que reciben y su libertad de cátedra, tienen que intervenir de alguna manera en la selección de contenidos, y en la salvaguarda de principios básicos. Desearía que tuviéramos una clara filosofía de la educación obligatoria, un fundamento doctrinal aceptado por todos nosotros como modelo profesional, en el que nos reconozcamos, que tenga que ver con esa recuperación de la voz propia, que va más allá de discursos didácticos. Para ello debemos, ante todo, ganarnos el respeto, demostrando a todos los niveles que sabemos lo que estamos haciendo. Si nosotros somos los configuradores del nivel cultural básico de una sociedad debemos pedir que todos los organismos involucrados trabajen para nosotros. Suele decirse que la Universidad es el gran organismo científico, pero como no es una institución educativa creo que vive alejada de los problemas reales de la educación. Por ello preferiría que la enseñanza obligatoria tuviera sus propios órganos de reflexión e investigación. Esta es la labor que deberían cumplir los centros de Formación del Profesorado o los Institutos de Ciencias de la Educación Obligatoria. La reflexión seria sobre los contenidos de la educación, en especial sobre los valores que hemos de transmitir, es urgente, porque en este momento vivimos una crisis de certezas. La
  • 5. situación me recuerda un chiste que contaba Ortega. Un gitano va a confesarse y al cura le extraña que no se acuse de ningún robo. - Hijo, ¿no has robado alguna cosa, aunque sea sólo una gallina? - Sí, señor cura. - ¿Y por qué no lo confiesas? ¿Es que no sabes que es pecado? - Sí, señor cura. Sabía que lo era, pero he oído el runrún de que lo iban a quitar". Estamos con el runrún de que cualquier valor puede desaparecer, de que no es posible un acuerdo sobre ética, de que hasta la verdad es una construcción de los poderosos y de que la escuela es una maquinaria dictatorial. ¿Quién se atrevería a educar en estas circunstancias? La solución elegida por muchos padres consiste en un pragmatismo exagerado. Se piensa que la escuela ha de estar al servicio de las necesidades laborales de la sociedad. El sistema educativo ha de proporcionar a la sociedad el tipo de ciudadano que necesita desde el punto de vista tecnológico-industrial. Mientras que para el proyecto ilustrado la escuela debía transformar la sociedad, para el proyecto técnico-pedagógico la sociedad debe determinar los fines de la escuela. Esto, que parece tan plausible, resulta confuso cuando se analiza con cuidado, porque la sociedad puede olvidar o desconocer cuáles son sus propios fines. Lo urgente puede ocultar lo importante. Por ejemplo, en época de guerra, una sociedad puede creer que su finalidad es destruir al enemigo, lo que sin duda es verdad, pero no toda la verdad. Los fines de la sociedad son: promover el bienestar de los ciudadanos, buscar la justicia, conseguir la paz. En los momentos actuales, la sociedad, obsesionada por el progreso económico, puede olvidar que el verdadero progreso se da en el ámbito de la convivencia. Jurgen Habermas, un famoso filósofo, ha escrito: El valor práctico del saber ya no reside en su capacidad para mejorar a las personas y, a través de la racionalidad infundida, permitirles una vida más libre, más humana, mejorando su conducta y las relaciones entre los hombres. Por el contrario, todo tiene que encontrar un reflejo en la productividad económica. La ciencia se ha hecho ajena a la formación, en la medida en que ha impregnado la praxis profesional. La orientación racional moderna en educación es mediatizada por la visión utilitaria en una sociedad marcada por el desarrollo tecnológico y su aplicación a las actividades laborales, bajo una presión creciente del sistema productivo. Hace unas semanas, en un Foro Educativo de muchas campanillas, oí decir a un experto venido de Bruselas que la eficacia de las escuelas dependía de que estuvieran conectadas a Internet. No supe que hacer, si echarme a reír o llamarle imbécil. El panorama se complica porque en este ambiente de pérdida de certezas y de presiones utilitarias, cada vez se transfieren más competencias al sistema educativo. Pronto, la edad escolar empezará con el nacimiento. Las familias, por complicadas razones sociológicas, económicas y culturales, descargan parte de sus obligaciones educativas en nosotros. Pero las funciones que se piden a la escuela exigen que la figura del docente se revista de un prestigio especial. De nuevo, la figura del profesor aparece en el centro de la acción. En este momento hay una crisis de autoridad que está disminuyendo la eficacia educativa. Se olvida que la autoridad no consiste en mandar. Etimológicamente procede del verbo latino augere, que significa crecer. La autoridad es lo que ayuda a crecer. No es un poder coactivo, sino un poder creador. Si insisto tanto en la necesidad de prestigiar la función del docente, la figura del maestro o del profesor, es porque ese prestigio me parece imprescindible para que cumpla sus tareas. El aprendizaje no es una mera transmisión de conocimientos. Es un complejo fenómeno que se da en un ambiente afectivo que lo favorece o dificulta, y que inevitablemente entraña contradicciones. El alumno se tropieza con la realidad en la escuela. La educación, como señaló Rof Carballo en un bello libro llamado Violencia y ternura, implica cariño y rigor, afecto y firmeza. Y ésta puede expresarse a través del miedo o el respeto. El miedo es el sentimiento provocado por el poder. El respeto es el sentimiento provocado por la autoridad. No es difícil discernir lo que es preferible. La situación del profesor. El docente necesita: conciencia clara de su función, percepción del apoyo de la sociedad y formación cualificada. En muchos países se han emprendido reformas educativas, y la
  • 6. experiencia dice que las reformas basadas únicamente en cambios curriculares no tienen éxito si no se acompañan de una formación seria del profesorado. (Cf. Seymour Sarason; The predictable Failure of Educational Reform, 1990). Es necesario trasladar el énfasis de la reforma desde el marco curricular a la formación permanente del profesorado. Podríamos aprender de la evolución experimentada por el equipo de Stenhouse y Elliot, investigadores muy prestigiosos en este campo, que en los años setenta comenzaron con un proyecto curricular en ciencias sociales (Humanities Curriculum Project) y en la actualidad están intensamente implicados en un proyecto de formación de profesorado en ejercicio. Se repite con demasiada frecuencia que hemos entrado en la Era de la información, o en la Era del conocimiento. Esto es una simpleza. Hemos entrado en la Era del aprendizaje. Todos vamos a tener que aprender sin parar, reciclarnos, adquirir continuamente nuevas habilidades, y esto va a exigir un nuevo tipo de profesorado. Lo malo es que esta responsabilidad le llega al profesor en un mal momento. Se habla con razón del malestar de los profesores. Como han señalado Patrice Ranjard en Francia, Martin Cole en Inglaterra y José María Esteve en España, se generaliza la valoración negativa del profesor. Mientras que hace veinte años los padres estaban dispuestos a apoyar el sistema de enseñanza y a los profesores ante las dificultades del proceso de aprendizaje y de la educación de sus hijos, en el momento actual encontramos una defensa incondicional de los alumnos, sea cual sea el conflicto, o sea cual sea la razón que asista al profesor. Hay un descenso en la valoración social del profesor, que hace que en países como Alemania, Suecia o Inglaterra empiece a escasear el profesorado Pero, al mismo tiempo, encuestas como las realizadas por Victoria Gordillo, Zubieta, Susinos o el Centro de Investigaciones Sociológicas, demuestran que los docentes -en especial los maestros- están bastante o muy satisfechos con su trabajo. ¿Cómo hay que entender esta mezcla de satisfacción y malestar? Sospecho que como un conflicto entre la función profesoral y su imagen social. Leo en un artículo de José Gimenez, un experto en el tema, que la política curricular en España se ha asentado sobre la desconfianza hacia los profesores y sobre un afán de control ideológico de la educación a través de las regulaciones del curriculum. Una vez más se trata de una cuestión de apoyo, solidaridad y prestigio social. Nos toca jugar Ciertamente, podemos esperar a que los demás tomen la iniciativa, a que la administración, las fuerzas sociales, los padres, los ciudadanos, los medios de comunicación, experimenten una mirífica conversión y descubran la verdadera transcendencia de la escuela. El ejemplo de la FAD muestra que es posible, pero creo que la iniciativa deberíamos tomarla nosotros. De ahí mi afán conspirador. Todos los problemas complejos, y los educativos y sociales lo son abrumadoramente, producen un sentimiento de desánimo porque parecen moverse en círculos cerrados, donde no hay un punto privilegiado para intervenir. Cada instancia se excusa lamentando su impotencia y entregando la responsabilidad al vecino, quien, a su vez, repite el proceso, con una circularidad desvergonzada e infernal. Los ilustrados pensaban que la escuela era el único comienzo, y creo que hay que recuperar el proyecto ilustrado. ¿Cómo se empieza? Reconociendo nosotros mismos la importancia de nuestro trabajo, peleando por el prestigio de nuestra profesión, fomentando las innovaciones, reconociéndonos como institución práctica y teórica, buscando apoyos fuera del sistema de enseñanza y, sobre todo, demostrando a la sociedad nuestra capacidad para resolver problemas. En este punto debo volver al tema principal de este libro, que es un buen ejemplo de lo que digo. ¿Es la prevención de las drogas una competencia de la escuela? Antes he señalado que los fines de la enseñanza obligatoria son la formación de la personalidad, la educación del ciudadano y la capacitación laboral. Las drogas son un problema personal y social, luego caen dentro de nuestras competencias. A nadie se le escapa que el problema de las drogadicciones es de una gran complejidad, porque en él influyen poderosamente aspectos económicos, culturales, familiares, psicológicos. Pensar que la escuela puede resolverlos es
  • 7. cerrar los ojos a graves problemas estructurales. Hay, pues, base para todo tipo de escaqueos y de excusas. A pesar de todo, la escuela es un punto de intervención necesario y ya dispuesto. Nuestros alumnos van a vivir en un mundo del que no van a desaparecer las drogas, ni las incitaciones a la adicción. Así las cosas, educar una personalidad autónoma y no adictiva forma parte irremediablemente de nuestras competencias. Por eso me parece espléndido que la propuesta de ayuda y asesoramiento técnico de la FAD haya tenido gran aceptación en la comunidad educativa. Señala un eficaz y prometedor modo de colaboración entre la sociedad y la escuela. Y como estas páginas están escritas desde una cierta petulancia, me atrevo a aconsejar a la FAD que se convierta en una fundación para la ayuda a la enseñanza. ¿Por qué? Porque la prevención de las drogadicciones es un caso concreto de la prevención de conductas antisociales, conflictivas o problemáticas. Al fin y al cabo, la droga no suele ser un problema, sino una mala solución a un problema. Por nuestra parte, debemos hacer a la sociedad una propuesta recíproca. La escuela tiene que ocuparse de la educación afectiva del alumno. No porque queramos cargarnos con más cosas, sino porque la misma sociedad nos obliga a ello. Lo que pedimos es que el encargo sea coherente con los medios. Pondré como ejemplo las conclusiones de un estudio de la prevención de problemas de comportamiento. Me refiero a la Teoría del Desarrollo Social propuesta por Hawkins y colaboradores (Psychol Bull 112(1): 64-105, 1992). Consideran los autores que hay tres factores protectores que controlan el desarrollo de los comportamientos antisociales. El primer factor protector corresponde a los lazos sociales. Se describe como una adhesión, un compromiso con la familia, la escuela y los compañeros, que influyen de una manera positiva. El segundo conjunto de factores son unas normas claras y consistentes contra esas conductas. El tercero es un conjunto de habilidades sociales que permiten al individuo trascender situaciones conflictivas mediante estrategias de solución de problemas, permitiéndole actuar de forma confiada y resistir a las presiones del ambiente. Está bien claro que gran parte de estos factores de protección sólo se van a dar en la escuela, que es la única estructura social lo suficientemente poderosa y organizada para encargarse de transmitirlos. Pero, recapitulando todo lo dicho, hay que convencer a la sociedad que esto tiene un coste. Los centros de enseñanza van a tener que convertirse en centros de socialización y de investigación social, los docentes van a tener que ocuparse no sólo de la información intelectual sino de la formación afectiva, la escuela tendrá que recuperar su esencia de proyecto ético. Me ha llamado la atención el éxito que ha tenido en todo el mundo un libro oportuno pero mediocre, Inteligencia emocional, de Daniel Goleman. En él advierte que la escuela va a tener que ocuparse de lo que tradicionalmente se llamaba educación del carácter, que es una mezcla de habilidades sociales y de hábitos morales. El interés del público por estas ideas, por otra parte tan obvias, demuestra la preocupación universal por el tema. Tal vez el problema de la droga haya producido sorprendentemente un buen efecto: llamar la atención de la sociedad hacia la escuela como solucionadora de problemas vitales. Ojalá sea verdad lo que digo.