El documento describe una reunión entre Tagliabue, un fascista de Lecco, y el Príncipe Phillip de Hessen. El Príncipe denuncia a dos hombres homosexuales de Como, Carlo Pontoni y Eric Mantin, y pide a Tagliabue que los elimine. Aunque Tagliabue tiene reservas debido a las posibles consecuencias, el Príncipe le asegura que no tendrá problemas y le ofrece un trato: si mata a los hombres, Tagliabue obtendrá la mitad de las propiedades y negocios de Pontoni.
1. El restaurador y la madonnina della creazione
VIII.- TAGLIABUE, EL FASCISTA DE LECCO
Había llegado a su oficina en la sede del partido fascista de un
excelente ánimo, y a lo largo de la mañana las buenas noticias fueron
sucediéndose: primero había conseguido un suculento mordisco en la
expropiación de las propiedades de los judíos Cattanei, quienes ya no
podían pagar su protección, además los últimos gitanos de Lecco habían
sido deportados el día anterior, y, finalmente se había abierto el frente ruso y
esos comunistas de mierda iban a recibir su merecido. Sus negocios iban
viento en popa y el mundo parecía aliarse con su buen humor haciendo
brillar un sol radiante.
- Si en el norte hace igual, Rusia va a ser provincia alemana antes de
septiembre.
A las doce, una visita inesperada, vendría a confirmar que se trataba
de un magnífico día.
- ¡Señor! –dijo su secretaria, abriendo la puerta de su despacho- un
hombre desea verle
- ¿De quién se trata?
- Ésta es su tarjeta, señor –la joven se acercó y, al caminar, sus rodillas
juveniles levantaron la falda, ofreciendo una mejor visión de sus
piernas
- Cualquier día de estos le voy a arrancar las bragas y me la voy a
follar aquí mismo – pensó Tagliabue, pero al leer la tarjeta sus
pensamientos dieron un giro de ciento ochenta grados y, tras unos
segundos ordenó:- dígale al príncipe que le recibiré de inmediato.
Había tratado al príncipe Phillip de Hessen en un par de ocasiones,
cuando coincidieron en sendas convenciones del partido, él como miembro
ejecutivo y el príncipe como invitado de honor. Tagliabue sabía que no era
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militante censado, pero no le sorprendió su presencia, puesto que era por
todos bien conocido que había prestado a la organización importantes
servicios en Roma, especialmente en aquel asunto de las empresas
aseguradoras que acabó con la destitución de un agregado de la embajada
alemana, un tal barón Von Behr. En general, ningún fascista, ni aún de la
ejecutiva, se atrevía a solicitar informes de las actividades del príncipe,
puesto que tanto su parentesco con la familia real como sus buenas
relaciones con la cúpula del partido y con los nacional socialistas alemanes
hubieran centrado sobre el atrevido la suspicacia de algunos poderosos a los
que ninguna persona sensata hubiera querido enfrentarse; sin embargo
había conseguido saber que últimamente estaba pasando en Como una
temporada, sin su mujer.
- ¡Encantado de verle de nuevo, príncipe!
- Lo mismo digo. Creo que hace dos años que hablamos por última
vez.
- Sí, señor: en el congreso de septiembre, en Roma
- ¡Extraordinaria memoria!
Se sentó sin esperar a que Tagliabue lo hiciera, extrajo dos cigarrillos
de una pitillera de oro y le tendió uno de ellos a su interlocutor sin
preguntar si quería o no fumar. Éste lo aceptó sin formularse esta cuestión a
sí mismo y se apresuró a ofrecer lumbre.
- ¿A qué debo el placer de su visita?
- He venido a hacer una denuncia –dijo Phillip exhalando suavemente
el humo-, una denuncia que debe ser resuelta de inmediato.
- Entonces no dude que actuaremos con la mayor celeridad –aunque,
por regla general, le molestaba poner su estructura al servicio de los
caprichos de los grandes personajes, sabía que no tenía más remedio
que mostrarse atento con aquella persona, que destilaba clase y
autoconfianza en cada uno de sus movimientos-.
- ¡Excelente! El caso es que conozco a dos hombres que son, sin duda,
un peligro social que no podemos pasar por alto, puesto que llevan a
cabo negocios ilegales y, además, mantienen entre ellos relaciones...
digamos: degeneradas.
- ¿Maricones?, muy bien, creía que ya no quedaban en Lecco, pero si
me da usted sus nombres les detendremos y les daremos un
escarmiento.
- No, querido señor Tagliabue –corrigió Phillip- no son de aquí, sino
de Como y sus nombres son Carlo Pontoni y Eric Mantin.
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Tagliabue se sintió palidecer. Lógicamente conocía a aquellos dos
desde hacía años y, de hecho, él mismo había estado en el casino y había
jugado grandes cantidades de dinero, pero ahora temía no poder llevar a
cabo las intenciones del príncipe. Él no tenía nada personal en contra suyo,
excepto la natural repulsión que provocan los maricones a los hombres de
verdad, y los consentía, al igual que casi todos los fascistas de la provincia
de Como, por no decir la Lombardía, porque su casino, aunque ilegal, y su
pequeño restaurante se habían convertido en un auténtico centro social
donde el placer y los negocios podían darse la mano.
Pero aún había algo más. Hacía pocos meses, en un intento por
extender sus negocios a Como, había presionado a Pontoni para que
aceptara su protección, al igual que lo había hecho en Lecco con otros
empresarios desafectos al régimen, pero en aquella ocasión sus propios
superiores habían frenado aquel intento de forma tajante, sin ninguna
explicación, y le obligaron a circunscribirse de nuevo a su territorio. Aquello
venía a significar que aquel marica tenía contactos a alto nivel capaces de
conseguir que interviniera la cúpula fascista de Lombardía en muy poco
tiempo y que, por tanto, resultaba peligroso emprender acciones en contra
suya.
Aquel hombre le estaba pidiendo que cometiera un suicidio político.
- Está fuera de mi jurisdicción. Mi homólogo en la provincia de Como
le sería de mucha más ayuda que yo, puesto que tiene la potestad
para tomar las medidas oportunas, mientras que yo tengo las manos
atadas. Espero que lo comprenda.
- Lo comprendía antes de venir –la expresión del príncipe derramaba
seguridad por toda la habitación-, y conozco, tan bien como usted y
sus superiores, la proverbial incapacidad de su homólogo para
actuar con la energía necesaria. No creo necesario decirle que tal
actitud acabará por pasarle cuentas... en breve.
- Ya le he explicado... –Tagliabue se detuvo. Alguna idea comenzaba a
tomar forma dentro de su cerebro, pero era incapaz de concretarla.
Una especie de instinto le hizo cambiar de discurso:- No entiendo
exactamente qué es lo que quiere de mí.
- ¡Así me gusta! No me sorprende que le tengan en gran estima en el
partido –la sonrisa del príncipe evocó en Tagliabue la imagen de un
atleta que, consciente de su superioridad, marcha en solitario hacia
la meta-. Lo que quiero de usted es que cumpla con su deber y
erradique de raíz el problema. Hay que evitar que la podredumbre
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de un par manzanas acabe por infectarlo todo. El problema debe ser
eliminado de una sola vez, y para siempre.
- ¿Matarlos? –Tagliabue le miró y él asintió levemente-.
Había matado con anterioridad, y no le daba tanto miedo hacerlo
como la posibilidad de que algún día el pudiera estar al otro lado, pero en
un primer momento había pensado que el príncipe estaba pidiendo el
trabajo de acoso habitual: una cuantas palizas, pintadas en la fachada de su
casa y apedreamiento de cristales, pero un asesinato implicaba un mundo de
complicaciones: la policía, el juez y miles de preguntas que nadie hacía en el
otro caso. Además, si Pontoni tenía realmente aquellas influencias que le
habían hecho desistir hacía algunos meses podía llegar a perderlo todo, e
incluso acabar en la cárcel. Sin embargo el príncipe le miraba como si leyera
todos y cada uno de sus pensamientos, y como si tuviera respuesta para
todos ellos. Por un momento dudó.
- ¿Sabe usted lo que me está pidiendo?
- ¡Perfectamente!
- ¿Y sabe usted lo que supondría para mí llevar a cabo su plan?
- ¡Por supuesto
Tagliabue miraba fijamente a los ojos del príncipe, intentando
averiguar si la seguridad que mostraba respondía a un poder real, y si este
poder superaba las posibles influencias políticas de Pontoni. Como si
hubiera adivinado su pensamiento, el príncipe prosiguió:
- No hay de qué preocuparse. Ya he tomado las medidas oportunas
para garantizar que no habrá consecuencias para nadie salvo, como
ya le he dicho, para su homólogo en Como. Hay mucha gente que le
tiene ganas a Pontoni, y muy pocos que arriesgarían su puesto
haciendo averiguaciones acerca de su desaparición. Le puedo
garantizar que el atestado policial reflejará simplemente una
revuelta anarquista cuyos autores se dieron a la fuga; se realizarán
las detenciones de rigor entre los indeseables de siempre y
finalmente se archivará sin resolver.
Era obvio que aquel hombre parecía haber pensado en todo, y sin
embargo, Tagliabue sentía que algo en todo aquel asunto se le escapaba. Se
rascó la cabeza, como solía hacer cuando no conseguía concentrarse y
finalmente expresó sin demasiada delicadeza la pregunta que le rondaba.
- Pero ¿porqué yo?, ¿porqué cree usted que yo soy su hombre?
- La codicia –la sonriente respuesta del príncipe fue tan poco delicada
como lo había sido la pregunta-. Usted, querido amigo, es un
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hombre codicioso. Pero no se altere, por favor... personalmente lo
considero una virtud muy aprovechable. Todo el mundo sabe que
usted aporta una pequeña cantidad de sus… beneficios
extraordinarios al partido...
¡Señor!... – el alemán parecía estar al corriente de sus actividades, y,
-
sin embargo Tagliabue no pudo reprimir este intento de
justificación-.
¡Sí!, pequeña..., de hecho, muy pequeña. Según mis estimaciones
-
debe rondar el cinco o seis por ciento de sus negocios en la comarca
–Tagliabue enmudeció sorprendido por la exactitud de los cálculos
de aquel hombre-, lo cual no es demasiado, teniendo en cuenta la
permisividad que usted disfruta. Pero esto no tiene porqué cambiar;
es más, antes de que usted me pregunte qué beneficio saca con esto
le diré que si usted hace esto por mí, le ofrezco multiplicar su
patrimonio y una cabeza de puente para que pueda ampliar sus
negocios a la provincia de cómo, lo cual, si es usted el hombre que
creo, debería de formar parte de sus ambiciones personales.
¿Qué quiere usted decir?
-
Todo está arreglado para que inmediatamente después de su
-
desaparición, las propiedades de Pontoni sean expropiadas y las
escrituras rehechas. De manera que, si usted cumple con su deber en
los términos en los que hemos hablado, obtendrá la mitad de la
propiedad del restaurante-casino y un magnífico cuartel general
para extender sus asuntos y yo la otra mitad. Sin embargo, hay dos
condiciones sin las cuales usted no podrá acceder a esta oferta que le
formulo ahora.
Adelante, le escucho –el descaro orgulloso del príncipe había
-
conseguido despertar su atención, y él no era un hombre que dejara
pasar una oportunidad de negocio como aquella, máxime cuando
después aquella operación podría reportarle una capacidad de
influencia inusitada en la región-.
En primer lugar, una imposición orgánica: el casino deberá cotizar el
-
quince por ciento de sus beneficios al partido, ésta es la primera
condición y, al igual que la segunda, no es discutible; el resto nos lo
repartiremos entre usted y yo. Y en segundo lugar: Pontoni llevará
encima unos documentos firmados por mí, que deberán serme
entregados inmediatamente y con la mayor discreción –recalcó de
forma especial estas palabras- después de que todo suceda.
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Igualmente me serán entregados unos pagarés, de diversas
personalidades, que guarda en algún lugar de su casa o del
restaurante. Estos son requisitos “Sine qua non”... creo que
entenderá el porqué.
Tagliabue había decidido, por fin, que le seguiría el juego al príncipe
y que esa misma tarde, tras realizar un par de averiguaciones de rutina para
comprobar que pisaba sobre seguro, confirmaría definitivamente la decisión
que acababa de tomar. En cierta medida el prestigio del príncipe como
hombre político le precedía y suponía una garantía y, por otra parte, su
consabida influencia en los círculos de Roma le convertirían en un
importante tiro del que él podría beneficiarse si conseguía enganchar su
carro.
- No creo que haya ningún problema para cumplir ninguna de las dos
condiciones. ¿Cuándo quiere que se realice?
- En cuanto usted pueda disponerlo todo, pero, en cualquier caso,
antes del jueves, puesto que he de marchar durante unos días y no
quisiera dejar este asunto pendiente.
- Entendido. Con un par de días tendré bastante.
- ¡Fantástico!. No creo necesario decirle que será necesario crear un
poco de la confusión y alarma social propia de los anarquistas. Será
bastante con un par de explosiones e incendios en algunos lugares
no demasiado comprometidos. Imagino que esto no supone ninguna
dificultad para usted, por supuesto.
- En absoluto. No es algo que nos resulte completamente
desconocido. De hecho, aquí mismo, en Lecco, tenemos a uno de los
mejores artificieros del partido, y un gran patriota. Sus mecanismos
de relojería no fallan nunca y puede combinarlos con otro tipo de
detonadores, si quisiéramos.
- Recuerde que, a pesar de todo, nadie ha de poder relacionarles a
ustedes con la colocación de los explosivos, de manera que habrán
de tomar todas las precauciones necesarias.
- ¡No hay problema!. Nuestro camarada suele ocultar sus pequeñas
creaciones en maletas de piel marrón, como aquella –dijo señalando
una ajada maleta casi oculta tras los archivadores-. En una comarca
tan turística como éste una maleta así no llama la atención nunca y
tiene un tamaño suficientemente discreto como para poder
camuflarla fácilmente.
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