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ASPECTOS PINTORESCOS
DE MADRID
(1918-1923)
Tercera serie
NILO FABRA
Edición, transcripción:
Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
ÍNDICE
La Voz (19201-1923) (Dibujos de Tovar)
Tercera serie
1- La limosnas de los fieles...............................................................................................5
2- Una legión de muchachas aspirantes a “taquímecas”...................................................9
3- Todos los españoles tenemos sangre torera.................................................................13
4- La candidez de los “pardillos” y la sutileza de los timadores.....................................18
5- Las bodas de rumbo en los viveros de la villa.............................................................23
6- La pequeña usura femenina.........................................................................................28
7- Las señoritas alemanas educadoras de los niños pudientes madrileños......................33
8- Una casa de socorro en el barrio de las Peñuelas........................................................37
9- La gran piscina popular de la cuesta de San Vicente..................................................42
10- Los artísticos y difíciles trabajos de hacer y vender churros.....................................46
11- La comida de los humildes en los bodegones madrileños.........................................50
12- El noble de limpiar, encender y apagar los faroles....................................................54
13- Las habilidades de las “mecheras”............................................................................58
14- Las “mosconas” por las calles de la corte.................................................................62
15- Una visita a la casa de los exploradores del firmamento..........................................66
16- Las paralelas de la Puerta del Sol..............................................................................70
17- La vigilancia bajo las frondas....................................................................................74
18- El duro y reglamentario oficio de cargar bultos sobre los riñones............................78
19- Las mensajerías populares.........................................................................................82
20- El arte contemporizador y difícil de dirigir un “cabaret” a la moderna....................87
21- Las vidas atormentadas por el miedo a las supersticiones........................................92
22- Un sanatorio de perros en uno de los barrios populares............................................96
23- La feria de los libros junto al enverjado del Botánico.............................................100
24- Las señoritas del comercio......................................................................................105
25- El arte complicado y sutil de “atrapar” marido.......................................................109
26- El negocio de la busca por las traperas que tienen “línea”......................................114
27- Los audaces jinetes con los cántaros en las aguaderas............................................118
28- Procedimientos barberiles odontológicos de hace veinte años...............................122
29- La enseñanza del francés a personas adultas y adineradas......................................126
30- Una mujer del pueblo perita en la ciencia del esculapio.........................................130
31- El tráfico de los libros viejos, negocio productivo y cultural..................................134
32- El público madrileño en la Biblioteca Nacional......................................................137
33- La gran partida de mus y el viaje a La Coruña........................................................141
34- La venta de romances de ciego por un hombre de mucha vista..............................146
35- Los hurtos en las iglesias por descuideras y raterillos............................................150
36- Las mujeres que se dedican a “modelos”................................................................154
37- La venta de nacimientos en la Plaza de Santa Cruz................................................158
38- Un hombre que nadó en la opulencia, dedicado a los quehaceres porteriles..........162
39- Las timbas al aire libre............................................................................................166
40- La Agencia de Cupletistas.......................................................................................171
41- El pregón y la venta de los periódicos por las calles de la villa y corte..................176
42- Las máquinas de coser y su venta a plazos para las mujeres humildes...................180
43- La ayuda de las asistentas en el servicio doméstico................................................185
44- La casa de dormir en la calle del Oso......................................................................189
45- El retorno a la juventud de un grave y sesudo anciano...........................................194
4
5
LAS LIMOSNAS DE LOS FIELES,
O EL CIEGO TOMÁS EN EL PÓRTICO DE SANTA CRUZ
Rivalidades, amores, celos y egoísmos de los pobres de iglesia
—Ande usted, Tomás; vamos a tomar café en cualquier parte… Ahora hay poca gente
dentro de la iglesia, y no sacará mucho.
—Como usted quiera... Pero me tiene que servir de lazarillo.
—¡No faltaba más!
Y pocos minutos después, el ciego Tomás y este humilde cronista se arrellanen sobre los
divanes de un café no muy lejano a la iglesia y parroquia de Santa Cruz, donde mi
interlocutor, desde hace más de quince años, implora la caridad pública.
Tomás es un hombre alto, delgado y huesudo, que ostenta sobre el labio superior un bigote
canoso, y tiene un rostro ligeramente marcado por arrugas, aunque no tantas como
corresponden a su edad, pues me confiesa temer cumplidos los cincuenta años... Le produce
gran regocijo la idea de charlar con un periodista, y en tono de nostalgia me evoca los
tiempos antiguos, en que era vidente.
—¡Oh los periódicos! ¡Los periódicos!—dice—. Yo he trabajado también para ellos...
Estuve de maquinista en "El Imparcial", en la calle de Mesonero Romanos. Quedan todavía,
según me dicen, algunos de mis tiempos... Usted también estuvo allí, ¿verdad?
—Sí, también estuve.
—Cuando me quedé sin vista, ya me había marchado de la casa… Trabajaba entonces en
le imprenta de Rivadeneira... Poco a poco empecé a no ver bien; visité a la mayoría de los
oculistas de Madrid, y aunque todos estuvieron de acuerdo en la gravedad del mal, yo tuve
siempre esperanzas, y hasta me costó trabajo acabar de convencerme a mí mismo de que me
había quedado completamente ciego… ¡Una desgracia muy grande, muy grande!…
6
Tomás calla, y yo guardo también silencio, mientras miro al ciego con una enorme
compasión, pensando que, en realidad, no puede haber un dolor más terrible que la pérdida
de la vista en la edad madura y después que durante largo tiempo nuestra retina ha
podido contemplar las cosas de la vida como son, o como ella se las representa, que dicen
los filósofos.
Pero Tomás, que es por naturaleza alegre y además gusta de mover la lengua a sus anchas,
tarda poco en salir de su ensimismamiento, y prosigue refiriendo sus impresiones sobre la
mendicidad.
—Me tuve que poner a implorar la caridad pública; no había otro remedio... No se olvide
que tengo mujer y dos hijos pequeños a quienes mantener, y aunque ella es muy buena y
ayuda todo lo que puede, es muy justo que el hombre no esté ocioso... Y me hice pobre de
iglesia.
—Tengo entendido que eso no es tan fácil como parece.
—Ni mucho menos. Todo depende de tenor la autorización del cura párroco; pero éstos,
por lo general, nos la conceden a los que realmente estamos impedidos para el trabajo,
somos honrados y vivimos como hay que vivir.
—En Santa Cruz, según me parece haber advertido, ¿son ustedes cinco o seis pobres, de
los que podríamos llamar "oficiales"?
—Espere usted que haga la cuenta... La tía Antonia, ciega; la tía Pepa, ciega también; la
Lola, jorobada; Epifanio, "el de las muletas", que es cojo, como ello mismo lo dice;
Celestino, el de la cabeza torcida, que por este defecto está también imposibilitado, y... me
parece que no hay más... ¡Ah, sí!... La tía Librada, que ella dice que es ciega, pero a mí se
me figura que ve más que un galápago.
—¡Caramba!... ¿Y están ustedes bien avenidos?
La pregunta le produce a Tomás un gran júbilo, pues se echa a reír con gran estrépito, y
luego dice:
—¡Ya sé por dónde va usted!… Pues verá; nos unimos sólo para luchar con los
"mangantes", que son nuestros enemigos.
—¿Y quiénes son los "mangantes"?
—Los otros pobres que se meten en las iglesias a pedir, sin autorización de nadie... Unos
sinvergüenzas, son todos unos sinvergüenzas; puede usted creerme... A esa gentuza, guerra,
guerra sin cuartel... Yo, al que se descuida, sea mujer o sea hombre, le arreo un palo..., y ya
habrá usted oído hablar de lo qué son los palos de ciego.
—Me lo figuro. ¿Y dan buen resultado esos procedimientos contundentes?
—Regular; al principio sirven; pero a la larga no hay medio de quitarse de encima a los
"mangantes", con los que no pueden ni sacristanes ni monaguillos… Al principio, tomaba
yo unos berrenchines espantosos; pero me he ido acostumbrando, y ya procuro evitarme los
disgustos.
—Y aparte de la guerra con los "mangantes", ¿cómo es el trato entre ustedes?
—Muy malo, malísimo... No hay seguridad en el dinero; el que puede quitárselo al otro se
lo quita; no hay compasión ni se respeta
nada.
—Me deja usted estupefacto.
7
—Pues como usted lo oye... Y de nosotros, los ciegos, abusan de una manera tremenda;
afortunadamente, ya que carecemos de vista, tenemos un oído muy fino y un tacto
estupendo... Sin tener ojos, o con ojos que no sirven para nada, hay que andar con cien ojos,
sobre todo en los repartos.
—¿En cuáles?
—Por ejemplo: en los de bodas y bautizos... Llega un señor y entrega una peseta, o dos, o
un duro, y dice: "A repartir entre todos"… El ciego no puede perder detalle alguno, pues
tiene todas las de perder, ya que la persona que ha entregado el dinero no dice nunca cuál es
la cantidad.
—¿Y a usted intentan engañarle muchas veces?
—Muchas, y algunas se salen con la suya... Y cuando me he dado cuenta del engaño y lo
hago público a gritos, todavía tienen la audacia de contestarme: "¿Pero no dice usted que no
ve?"... Crea usted que son cosas capaces de alterar la paciencia del más santo.
El ciego pronuncia estas palabras en tono de grande indignación, con voz bronca, alterada
por el recuerdo del engaño y en la que creo advertir un leve matiz de afán vindicatorio.
—Bueno; no se arrebate—le digo—; todas ésas son miserias de la vida… Y dígame: ¿qué
horas tiene usted de pedir?
—Por las mañanas nada más… Por la tarde vendo décimos, y no me va mal del todo.
—¿Sacará usted un buen jornalillo?
Tomás hace una mueca displicente, y contesta:
—Se exagera mucho cuando se habla de esto... Hay personas que nos toman a los pobres
de iglesia casi, casi como si fuéramos millonarios… Se saca lo necesario para ir viviendo, y
en ciertas épocas, ni eso...
Al ciego, como a la mayor parte de las personas con quienes tengo entrevistas para estas
informaciones, aunque se muestran no sólo propicias sino hasta regocijadas para
comunicarme cuantos datos sean necesarios, le molesta el tema de las ganancias, que yo me
contento solamente con plantearlo, sin insistencia por mi parte.
—Los domingos y fiestas—añade—es únicamente cuando se hace alguna cosa... Los días
de trabajo, muy poco. ¡Y eso que yo tengo "parroquianos" fijos!... Hay una señora que me
da veinte céntimos siempre, y que rara vez falta… A los compañeros les da mucha envidia.
—¿Y hay otras iglesias en que se saca más?
8
—¡Ya lo creo!... Las mejores de todas son Calatravas, San Luis, San Pascual y Santa
Bárbara… Lo demás "vale poco"... La de la Concepción sería muy buena; pero no dejan
pedir más que a dos personas... Así es que la gente gorda da el dinero para los cepillos...
¿No le parece a usted que está muy mal?
—¡Hombre, yo...! No sé...
Al ciego le indigna también que la caridad pueda ordenarse y estar sujeta a una
inspección, y se desata en improperios contra esa medida, hablando como el hombre que se
considera víctima de una estafa... Le interrumpo con la siguiente pregunta:
—¿Y entre ustedes no hay también amoríos? Los hombres y las mujeres que están siempre
juntos, al fin y al cabo llegan a experimentar alguna simpatía.
—Ya lo creo; sí, señor. Nosotros, los ciegos, somos muy enamorados.
—¿Ah, sí?
—Como usted lo oye... A mí, el gusto por las mujeres no se me ha perdido, ni creo que se
perderá nunca... Pero no somos nosotros solos; en general, todos los tullidos buscan una
compañera, y viceversa… Del pórtico de las iglesias han salido muchos noviazgos, y luego
ha habido las correspondientes bodas, porque, es claro, los párrocos no consentirían otra
cosa… Yo he sido padrino de algunas.
—¿Y van de invitados los otros pobres?
—Como usted lo dice... Y., además, los sacristanes y los monaguillos… Luego nos vamos
todos a tomar café... Uno, en su pobreza, hace lo que puede.
—¿Y con los sacristanes, qué tal se llevan ustedes?
—Ya comprenderá que no hay más remedio que estar bien... Son ellos los encargados de
poner orden, y si uno se descuida le plantan en la calle y nos quedamos sin poder pedir...
Además, ellos nos ayudan a perseguir a los "mangantes".
—Me olvidaba ya de esos despreciables esquiroles.
—No les olvide, no les olvide… Al monaguillo es al que se le tiene cierta envidia, ¿sabe?
—¿Y por qué?
—Pues porque sacan en propinas más que nosotros en limosnas… Como son chicos,
hacen gracia.
Creo llegado el momento de dar por terminada la entrevista, y salimos del café, sirviendo
yo a Tomás nuevamente de lazarillo. Ya en la calle, el hombre me dice:
—Lo tremendo de este "oficio" son las novatadas... Al nuevo no se le deja coger ni una
perra chica… ¡No tiene usted, idea de lo que sufrí!
—¿Y se ha vengado usted ahora, que tiene ya práctica, por ser veterano?
—Muy poco. No soy rencoroso, y, además, que no me voy a vengar de una trastada que
me hicieran en quienes no tienen la culpa... Pero me doy cuenta de lo que hacen con los
otros; la novatada es horrorosa.
Estamos ya frente al pórtico de la iglesia, y me despido de Tomás.
—No deje usted de decir tampoco que los ciegos somos muy valientes y muy bronquistas.
¡Tenemos muy mal genio! ¡Je, je!
—Se dirá todo eso.
—Y muy enamorados, ¿eh? Muy enamorados... Por la calle de Atocha deben de pasar
muchas mujeres guapas, ¿verdad?
—Ya lo creo.
—Las siento, las huelo, las percibo... ¡Je, je. je! Vaya, quede con Dios, quede con Dios.
Y el ciego se reintegra a la iglesia, en donde a los pocos segundos empieza a clamar
monótonamente:
"¡No hay mayor desgracia que la de haber visto y no ver!…
9
UNA LEGIÓN DE MUCHACHAS ASPIRANTES A “TAQUÍMECAS”
Se abandona la aguja por el teclado y los signos misteriosos
Estos signos dicen los "taquímecas" que no son misteriosos, ni mucho menos; pero para
mí sí… Su hermetismo me desconcierta, al igual que le sucede al analfabeto con la letra de
molde o manuscrita, que le es indescifrable. Quedamos, pues, o ni menos quedo yo, en que
el adjetivo está muy bien aplicado... Los signos de la taquigrafía son misteriosos, tanto para
mí como para la mayor parte de los lectores, y hasta para algún que otro taquígrafo, pues yo
les he visto horas y horas con la mirada fija en las emborronadas cuartillas tratando de
descifrar el significado esotérico de unos rasgos absurdos.
Voy a hablar con una futura "taquímeca", nacida en los barrios bajos de Madrid, de trece
años de edad y de grandes aspiraciones. Esta encantadora chiquilla, bonita y graciosa, de
mejillas coloreadas y de pelo dorado, dividido en bucles blondos que le caen sobre las
espaldas, además de guapa es pizpireta y charlatana. Contesta a mis preguntas con deliciosa
e ingenua espontaneidad y, hasta cierto punto, considerando que representa en el mundo un
papel de grande importancia.
—¿De modo, Esperancita, que sois muchas las chicas que estáis aprendiendo para
"taquímecas"?
—Yo creo que se pueden contar por miles. ¿Sabe usted? Se ha puesto de moda. Ahora, que
no todas llegan, ni mucho menos... La mayor parle se cansan pronto; pero yo estoy decidida
a ser de las primeras, y me saldré con la mía.
—¡Ole por las muchachas valientes!
10
La madre de la chiquilla, que asiste a la conferencia, celebrada en un café de la calle del
Avemaría, se ríe con alborozo; pero tiene el buen gusto de intervenir en la conversación lo
menos posible… También jalea a la muchacha una hermana suya de dos o tres años menos,
cojita y delgaducha, la cual está esperando con ansiedad que le llegue el día de empezar ella
también a aprender la profesión de moda.
—¿De modo que todas las chicas que antes se dedicaban a la aguja se lanzan ahora al
teclado?
—La mía, no—añade rápida la madre—. Mi Esperanza sabe de modista cuanto puede
saber una muchacha de su edad, y hasta le hago que de vez en cuando trabaje como oficiala
de sastre. Eso no quita que se vaya preparando para lo otro... Pero, en general, sí; es lo que
dice usted... A todas las da por aprender eso tan raro, porque parece que se saca más y es
más distinguido.
—¿Y hay muchas escuelas?
—Ya lo creo; además de las particulares, donde cuesta un dinero que nosotros no tenemos,
existen las del Estado y las municipales.
—Yo voy a una municipal, en la calle del León... Allí nos reunimos más de treinta chicas,
casi todas mayores que yo. Hay muchas que se aburren, porque, claro, no deja la señorita
que se charle; pero es que no son aplicadas ni les gusta,
—¿Tú sí?
—Ya lo creo.
La afirmación de Esperancita es categórica, y no me atrevo a hacerle objeción alguna, ya
que la muchachita asegura su aplicación en un tono muy serio.
—¿Y a ti te gusta mucho la idea de dedicarte a esta profesión?
La madre y las dos hermanas se miran con cierto azoramiento, pero después mi
interpelada contesta muy decidida:
—¡Ay, no, señor!... Esto "salió" de mi padre, que es marmolista… Cuando lo supe me
eché a llorar, tomé una gran rabieta. ¡No sé lo que se me figuraba!
—¿Es que hubieras preferido ser modista?
—¡Tampoco! ¡Ni mucho menos! Yo no quería hacer nada más que estarme tranquilamente
en mi casa, y no salir a la calle más que para divertirme.
—¡Magnífico, Esperancita! Te comprendo perfectamente. Ya se ve que eres "gata"; en mi
calidad de "gato", puedo asegurarte que lo mismito me ha pasado a mí toda la vida.
—Ahora, ¡qué a la fuerza ahorcan!
—¡Y que lo digas!
—Y que puesta una a trabajar, o "a hacer algo", se debe procurar ser de las primeras.
—Esperancita, estás hablando como un libro; como un libro que sea bueno y que hable
bien... Tienes mucho más talento que infinidad de personas que presumen de ello... Y dime:
¿cuándo piensas estar en condiciones de ganarte la vida con el oficio?
—Yo creo que antes de dos años—replica siempre con gran seguridad—; yo, por mi parte,
pongo todos los medios... Lo más cargante es eso de que a la fuerza tenga una que saber
ortografía.
—¡Horroroso!
11
—¡Me desespera! ¿Qué más dará que una palabra se escriba con hache que sin hache, si se
entiende lo mismo? ¡Pues mire usted que el lío de la be y de la uve!... El que lo inventó
debía de ser un guasón, pero un guasón muy grande y de muy mala sombra.
—¡Un sinvergüenza!
—La señorita Emilia, la maestra, nos pone a que copiemos en la máquina cartas con mala
ortografía para que las arreglemos nosotras. Yo, algunas veces, me armo un lío horroroso,
pero no tanto como otras; que conste.
—Constará.
Observo que esta chica, que se ha confesado ingenuamente haragana por naturaleza,
siente, sin embargo, con gran intensidad el estímulo de la emulación, y con tal virtud y una
inteligencia viva como la que tiene me atrevo a augurarle un buen porvenir.
—En taquigrafía voy aprendiendo ya casi todos los sufijos. ¡Y es muy difícil, muy difícil!
En la escuela hay una chica, ¿qué chica?, mujer, pues tiene diez y seis años, y todavía no ha
aprendido los sufijos. ¿Le parece a usted?
—¡Qué escándalo!
—Se llama...
—No me lo diga, que no lo voy a poner.
Las intenciones de Esperancita no son muy caritativas, porque insiste luego en la torpeza
de su compañera, y hasta me dice, con cierta fruición, el nombre y apellido, añadiendo:
—No comprendo cómo es tan "cerrada" una chica ¡tan vieja!…
—Achaques, de la senectud... A los diez y seis años ocurren esas cosas. Y las veinte o
treinta muchachas que os reunís en clase ¿estáis todo el tiempo calladas, obedeciendo
a la señorita Emilia?
Esperanza da un suspiro y mira a la madre; pero la buena señora se ha quedado dormida,
pues la conversación la tenemos de noche, y, aunque no muy tarde, lo suficiente para alterar
la costumbre del sueño... Al advertir que no es escuchada por la autora de sus días, la
muchacha no vacila en ser sincera, y contesta:
—Se charla todo lo que se puede… Eso no hay quien lo remedie… Si no habla una en
tantas horas, revienta.
12
—¿Y de qué se habla?
—De novios; no hablan más que de novios. Póngalo usted... Y la mayor parte de ellos las
acompañan hasta la escuela, y luego van a buscarlas a la salida... La señorita Emilia, algunas
veces, se incomoda mucho y les dice: "Hagan ustedes el favor do dejar los pollos en el
Prado..." Es un chiste, ¿sabe? Los pollos de las gallinas que están en los prados, y los
novios, que son unos pollos también, que quiere que se queden en el paseo.
—Ya me hago cargo... Y en confianza, dime: ¿tú no tienes también novio?
—No, señor, no; de ninguna manera. Ahora no quiero más que aprender bien la taquigrafía
y la mecanografía para poder ganar mucho dinero.
—Mi hermana es muy formal—dice la cojita—, aunque pretendientes los tiene de sobra;
algunos, hasta de menos edad; casi todos los chicos del barrio están enamorados de ella.
—Me explico esas volcánicas pasiones.
Pero yo, a lo mío—añade Esperancita—; creo que dentro de poco estaré en condiciones de
ganar un gran sueldo. Noventa o cien duros...
—¿Tú crees...?
La muchacha debe de tener una idea algo fantástica de las cantidades y de su futura
profesión; pero no me atrevo a quitarle la ilusioncita, limitándome a preguntar:
—¿Y piensas ser "taquímeca" toda tu vida?
—¡Ay, no! De ninguna manera... Supongo que trabajaré hasta los veinte años, lo más, y
entonces me casaré y me dedicaré al cuidado de mi casa.
Es la eterna contestación de todas las muchachas madrileñas que se ganan o aspiran a
ganar la vida con su propio esfuerzo... Esperancita quiere casarse, y a mí se me figura que
hace muy bien... El ideal burgués continúa rebelde a la emancipación femenina, a pesar
de haber surgido oficios nuevos para la mujer, como este de "taquímeca", neologismo
formado por los apócopes de taquígrafo y mecanógrafo, que trae locas a las muchachas
madrileñas, tanto de la clase media como del pueblo, hartas todas de sufrir la esclavitud
de la aguja, pero que en el fondo de su alma sólo sueñan con el matrimonio
y las labores propias de su sexo.
13
TODOS LOS ESPAÑOLES TENEMOS SANGRE TORERA,
O ¿QUIÉN NO HA ECHADO UN CAPOTE?
La plaza de las Ventas, científica y democrática escuela de torear
Nos apeamos del tranvía mi compañero y yo poco antes de llegar al puente que cubría el
anegado arroyo. Esta vez me acompaña en la información un compañero, menorquín
recriado en Barcelona, hombre muy serio, pero al mismo tiempo muy curioso por presenciar
personalmente ciertos aspectos característicos de la vida madrileña, acaso con fines de
severidad crítica.
Desde el puente hasta la plaza de toros hay una regular distancia... Subimos carretera
arriba, y a poco doblamos hacia la izquierda por una calle barrosa y curva, de casas de
ladrillo color anaranjado, que ostenta un azulejo rotulando a la vía con el nombre de
Canillas... Es día de fiesta, y una multitud humana se aglomera en los templos donde se da
culto a Baco, y como la devoción a este dios pagano se halla tan extendida, nos encontramos
uno cada cuatro pasos...
Nosotros nos dirigimos también a una taberna, que además de taberna es un pórtico, el
cual da acceso nada menos que a una de las más serias y científicas escuelas de tauromaquia
que para bien de sus hijos se han creado en toda la península hispánica, y de donde han
salido, salen y saldrán arriesgados y artísticos lidiadores de reses bravas.
En la actualidad ese centro pedagógico se halla regentado por un antiguo novillero,
Florencio Portolés (a) Gallito de Valencia, que, sino tuvo extraordinarios triunfos en el
ejercicio activo de su profesión, los consigue ahora, sin alborotos ni escándalos, enseñando
a las generaciones futuras los procedimientos del arte, ya que Gallito de Valencia es,
sencillamente, un educador artístico.
Florencio nos recibe muy cariñosamente, y accede en el acto a enseñarnos la plaza y a
contestar a todas las preguntas que yo le dirija.
14
Subimos unos cuantos escalones y aparecemos en los tendidos, unos tendidos de madera
con algunas quebraduras... Enfrente hay uno de ladrillo; pero, según me informan, apenas
tiene asientos… A nuestra derecha se hallan los toriles, que dan a una corraliza donde
siempre hay encerrados de cuatro a seis becerros añojos o erales.
—Por ese redondel—dice Florencio—ha desfilado, y desfila, todo el mundo.
—¿Cómo lodo el mundo?
—Bueno; todo el mundo, no… Hay sus excepciones; pero crea usted que el que no la
"hinca" aquí la "hincó" en la Puerta de Hierro, o en el puente de Vallecas, cuando había
plaza en esos lugares, o si no, en la Ciudad Lineal, o en la China.
Esta China no es el Celeste Imperio... o república, sino otra academia de torear situada en
el allá de la población, mucho más allá que donde termina el paseo de las Delicias.
—Y si no, vamos a ver: ¿a que alguna vez ha dado usted un capotazo a un becerro ?—me
pregunta con gran sorna.
—Hombre, sí, tiene usted razón—contesto ruborizándome—; pero tuve bastante canguelo.
—Eso es harina de otro costal. La jindama es libre, y yo estoy convencido de que la
mayoría de los que cogen un capote se quedan sin saliva en la boca en cuanto aparece el
becerro.
—Pero, a pesar de eso, ¿se torea?
—Torea todo el mundo... Mire usted: la parroquia de esta casa se compone de dos clases
de personas… Una, la de aquellos que torean por capricho, y otra, la de los chicos que
aspiran a vestir el traje de luces.
—¿Y entre los primeros…?
—Entre esos lo mismo tiene usted títulos de Castilla que golfos desarrapados..., pasando
por estudiantes, tenderos, obreros de toda clase de oficios y hombres de carrera y de gran
posición que vienen de "ocultis" y confiando en que no ha de saberse... Hasta hay muchos
extranjeros que han visto una corrida de toros, y les entran también ganas de dar sus
capotazos… Créame que no le engaño al decirle que todos tenemos algo de toreros, aunque
luego el becerrete vaya quitando ilusiones para toda la vida.
Este Gallito de Valencia hombre ligeramente bizco, de rostro ancho y sanguíneo, habla de
su asunto en tono de gran convicción, pronunciando las palabras lentamente, como si
quisiera no precipitarse, para evitar equivocaciones… En el fondo no es sino el tono
doctoral tan del uso de cuantos se dedican a la enseñanza de un arte o de una ciencia, y que
se adquiere mediante la relación del maestro con el discípulo.
—¿ Y cuánto cuesta torear en la plaza esta ?
—El estreno de un becerro, doce duros, sin matarlo, naturalmente… La muerte de un
becerro no se puede permitir menos de setenta y cinco duros.
—¿ Pero la carne es para usted ?
—¡Claro! Como que hay erales que me cuestan setecientas pesetas, y muchos añojos,
quinientas mondas y lirondas... Otros hay más baratos; pero el negocio, al fin y al cabo, es el
negocio.
—¿Y se matan muchos?
—De vez en cuando se organiza la becerrada por una pandilla de amigos... Pero lo más
frecuente es torear un becerro ya toreado... Por eso no se lleva más que diez pesetas; los
golfillos no torean otra cosa.
15
—¿Pero los animalitos esos tendrán peores intenciones que el sacamantecas?
—Parecidas... Los golfos aprenden a torearlos, que es un toreo completamente distinto
que el otro... Consiste en que, en vez de que el becerro no vea más que el trapo, prescindir
de éste, presentar el cuerpo y saber burlarlo en el momento de la acometida. Algunos hacen
prodigios... Es la sangre torera, el "gusano" que hemos tenido todos.
—¿Qué es el gusano?
—La afición loca... A mí me entró también el "gusano" cuando era mozalbete, y me
escapé de mi casa, allá en Valencia, y me fui a torear por los pueblos montado en los topes
de los trenes. El día en que no huya ese "gusano" se acaban los toros; pero siempre lo habrá,
pase lo que pase.
Mi compañero lo oye entusiasmado y no cesa de decir con gran complacencia:
—¡Qué bonito es todo esto! ¡Qué interesante!
—Los merenderos de las proximidades ¿contribuirán mucho a darle a usted parroquia?
—Figúrese... Después de una buena comilona, abundantemente "regada", todo el mundo
se cree más valiente que el Cid Campeador… A la hora de los postres, ¿quién no es
torero?... Hasta las mujeres.
—¿También las mujeres?
—Ciertas "señoritas", sí están un poco "ajumadas", se ponen farrucas y agarran su
capote... Ahora, que el becerro las despabila a escape.
—Debe de ser ése un magnífico amoniaco.
—De primera calidad.
Florencio es un hombre sumamente serio, y al referirme las cosas que ocurren en su plaza
de becerretes no se ríe nunca, aunque se llegue a extremos al margen de lo ridículo... El
toreo no es, ni puede ser, una cosa cómica, pese a los triunfos obtenidos por los Charlotes y
Llapiseras que han mixtificado el arte.
—Cada sesión de toreo—añade—no dura arriba de veinte minutos, o, a lo sumo, media
hora… No hay quien resista más... Es un ejercicio muy fuerte.
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—¿Y las clases que da usted?
—Lo mismo... Tengo bastantes alumnos y estoy satisfecho de su comportamiento... Se les
enseña al principio con una cabeza de toro, y poco después se les sueltan algunos becerros...
Así es que cuando se marchan a las capeas saben ya lo que se traen entre manos… Aquí se
aprende más que por esos pueblos, aunque después sea necesario que se practique en ellos...
De esta casa han salido el difunto Mazzantinito, Moreno de Alcalá, los Valencia, el propio
Granero, que se ensayó mucho el año pasado; Márquez, el que va para fenómeno, y muchos
más… No se pierde el tiempo, no se pierde el tiempo.
—¿Y cuanto lleva usted a cada discípulo?
—Doce pesetas al mes... No es mucho, ¿verdad? Y pongo un gran cuidado, sobre todo en
aquellos que veo condiciones y afán de aprender... Ahora tengo dos discípulos que le
aseguro serán dos buenos toreros: Fermín Guerra y José Iglesias... Este último tiene
un gran estilo de matador; ¡ya nos hacen falta buenos matadores! ¿Verdad?
—Mucha.
Habla en el tono orgulloso de los maestros al referirse a los discípulos preferidos, que
supieron aprovechar bien las enseñanzas, y yo, ante sus palabras, me creo en el caso de
sonreír, con una sonrisa aprobatoria, mezcla de admiración y simpatía.
—¿Y accidentes, han ocurrido muchos?
—Caídas, tropezones y golpes; eso es el pan nuestro de cada día… Pero cosas serias, muy
pocas… Una vez me dio el gran susto un señor de cierta edad que había estado comiendo
con unos amigos en un merendero próximo. El hombre se sintió flamenco, vino aquí, pidió
que le echaran un becerro, y el animalito, en cuanto asomó en la arena, le puso a tierra de un
empellón… No sé el tiempo que estuvo aquel señor sin sentido... Me dio el susto padre,
porque todos creímos que le había matado… Cerca de tres meses estuvo sin poderse tener
de dolores... Pero ya le digo: en cinco años no ha habido otro caso serio como éste.
—¿Y no vienen aquí padres en busca de sus hijos, enterados, de que torean y deseosos de
impedirlo?
—Sí, señor; en muchas ocasiones… Al principio, yo les tomaba en serio; pero verá usted
ahora lo que hago... En cuanto me dan las señas del muchacho, digo: "Sí; ya sé quién dice...
Está toreando… Venga y le verá"; y le meto en un cuartito hecho a propósito, ahí abajo,
desde el cual se ve la plaza sin que le vean a uno... Pues en cuanto ve el padre al chico se le
cae la baba, y empieza a decirme: "¡Tiene maneras, tiene maneras! ¡Hay estilo! ¡Hay estilo!"
—¿Y no le rompe un hueso después?
—¡Quia! Si le regaña luego es porque al padre le parece que no ha estirado bien los
brazos, o que ha dado una "espanta" fea... Suelen venir enfurecidos, y luego salen
discutiendo con los muchachos sobre la manera de torear.
—Está en la sangre, como dice usted... Es el "gusano".
En cuanto he pronunciado la palabra "gusano", oigo la voz de mi compañero, que me dice:
—¡Mire! ¡Mire! ¡Mire qué prodigio!
Vuelvo la cabeza, y veo a una criatura, que no habrá cumplido los seis unos, y que ejecuta
de salón unas verónicas magníficas, con el más puro estilo clásico... Es un "chavea" que no
me llegará ni a la rodilla, y que ostenta ya una extraordinaria coleta. No puedo contenerme,
y prorrumpo, juntamente con mí compañero, en estruendosos aplausos.
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—El es Quiqui—me dice Florencio—; tiene arte, ¿verdad...? Y afición, ¡vaya si tiene
afición! Todo el día está toreando.
—¿Tú qué vas a ser?—le gritó al niño.
—¡Torero!
—¡Ole la sangre flamenca!—exclama en un rapto de entusiasmo torero el menorquín
recriado en Barcelona—. ¿Y si toreásemos un ratito?—añade dirigiéndose a mí.
—¡Pero, hombre, por Dios! ¿Le ha entrado a usted el "gusanillo"?
—Sí, señor.
—Pero le van a dar a usted un testarazo.
—No importa.
—Y además son diez pesetas.
No olvidemos que se educó en Barcelona.
Esta consideración contiene algo sus impulsos taurinos... Pero una vez que hemos
abandonado la plaza la mira con aire nostálgico, y dice:
—Este verano tenemos que venir a torear todos los redactores de LA VOZ... ¿Qué le
parece?
—Muy bien—contesto llevándole la corriente.
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LA CANDIDEZ DE LOS “PARDILLOS” Y LA SUTILEZA DE LOS TIMADORES
Un maestro "en el sobre" refiere sus triunfos en lides de truhanería
—Ya apenas si trabajo... Había pensado retirarme definitivamente; pero como el año se
presenta bueno, de vez en cuando ejecuto algún negociejo.
"El Cañamón"—le llamaremos "Cañamón", ya que su verdadero nombre y apodo se
niega, quizás por modestia, a hacerle público—es un hombre de alguna edad, bastante
metido en carnes y de cara redonda y rasurada. Se comprende a escape que este sujeto,
vestido con indumentaria adecuada, consiga fácilmente la confianza de sus futuras
víctimas... Parece un hombre de campo que se ha trasladado a la ciudad para vivir
tranquilamente de sus ahorrillos, y, sin embargo, como asegura con grande orgullo, es
madrileño, hijo de padres madrileños y nieto de abuelos madrileños, cosa bastante
difícil de encontrar en la villa y corte.
—Le hablaré a usted de cuanto guste saber—añade—; pero insisto en suplicarle que no
publique mi nombre, ni el apodo... Eso tiene más importancia de lo que parece… Y no me
pregunte tampoco por el de los compañeros... He tenido, por fortuna, muy pocos
"marronazos" en esta vida; soy ya viejo, me gustan las comodidades de mi casa y me
desagradaría mucho tener "un disgusto".
—Puede usted tener confianza en que será complacido.
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La conversación de hoy con este honorabilísimo sujeto que tengo el gusto de presentar a
los lectores es al aire libre, ya que "el Cañamón" ha tenido el buen gusto de preferir el paseo
al encierro en un ahumado café o tupi de barrio… Fiel a su palabra—es un hombre
que no falta jamás a lo que se ha comprometido—, acudió a mi cita con puntualidad
cronométrica, y charlando, charlando, bajo un alegre sol primaveral, a la hora del medio día,
recorremos casi toda la ronda de Atocha, y concluimos en los jardines del Botánico, lugares
escogidos por mí, para celebrar la entrevista en el mismo teatro donde alcanzó sus grandes
triunfos el más hábil de los operadores por el procedimiento de "el sobre".
—Lo principal en este asunto—dice—es tener hecho un estudio completo del tipo a quien
se le va a dar el golpe, y conseguir inspirar la confianza desde el primer momento. A esto
debo yo, en particular, el haber tenido alguna suerte en mis "asuntos".
—¿Y de qué medios se valía usted?
—A ciencia cierta no sabría decírselo… Todo depende del "aquel" de cada uno... Además,
influye mucho la costumbre... Lo que sí puedo afirmarle es que una cosa que me ha
convenido mucho es hallarme siempre al corriente de las cotizaciones de granos.
—¿Y por qué?
—Es la conversación que le interesa al "pardillo", lo único que en el mundo le preocupa, y
en cuanto oye hablar del solo asunto que entiende algo, pues se confía por entero... Otra
cosa que conviene mucho, y que yo cuido desde hace treinta años, es conocer perfectamente
los nombres de cuantos pueblos hay en las provincias de Madrid, Toledo, Cuenca,
Salamanca y Guadalajara, y los medios de comunicación de cada una, y los nombres de las
personas pudientes en esas regiones... No es más que cuestión de memoria..., y a mí no me
ha faltado. Les confía mucho hablarles de su región demostrando conocerla.
—¿Y la conversación es fácil de entablar?
—Todo depende de las caras. Yo tengo para esto un gran golpe de vista, y pocas veces me
he equivocado… En mi juventud—entonces sí que se trabajaba bien—recorría los pueblos,
y conocía allí mismo a mis futuras víctimas. Aquellos eran otros tiempos… Con decirle que
llegué a tomar tal práctica del asunto, que en un solo mes de mayo hice—esto fue el último
año del siglo último—setenta y tres negocios…
—¿Más de dos por día?
—Como usted lo oye…, y sin el menor tropiezo. De los setenta y tres, sólo cuatro dieron
parte a la Policía, que yo sepa; y, ¡claro!, no se averiguó nada... A uno, si le cogen con las
manos en la masa se le puede procesar por tentativa de estafa, que se castiga con una multa,
y cuando la "operación" se hace, nunca hay pruebas suficientes... En general, no se castiga
más que con las quincenas gubernativas… Yo sufrí algunas...; pero no debo quejarme de mi
suerte.
"El Cañamón", a quien también llamo D. Paco, hace largas paradas mientras habla, y al
final de sus párrafos me mira fijamente, y repite algunos, como dudando que yo me entere
con rapidez de sus aseveraciones, confrontadas por la experiencia.
—¿De modo que la especialidad de usted es el procedimiento "del sobre"?—le pregunto.
—Sí, señor.
—Bueno; pues refiérame cómo lo ejecuta.
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Don Paco tose con la misma importancia, ligeramente petulante, de un hombre científico y
convencido de su saber que va a dar una conferencia.
—Pongamos que ya he adquirido confianza con el payo, cosa no muy difícil para mí,
como le he dicho, y que vamos transitando por este paseo... Pongamos que el payo es usted.
—Bueno; como guste.
—De repente pasa mi cimbel delante de nosotros y deja caer un sobre a los pies de usted...
Siento que no haya venido el chico para que usted viese lo bien que lo hace.
—No importa... Tengo imaginación, aunque me esté mal el decirlo, y me doy cuenta.
—El sobre me apresuro a cogerlo yo... Es un sobre abierto, y en el que noto a escape, y
usted lo nota también, la presencia de billetes… Esto sí que tiene usted que verlo con sus
propios ojos para convencerse.
Y D. Paco saca un sobre de su bolsillo, y de una cartera dos billetes de Banco auténticos,
que los dobla de una manara rara, superponiendo los dobleces. La operación la hace en dos
segundos, y mete los billetes en el sobre, que me presenta.
Me quedo atónito... El sobre me da la sensación de que contiene un verdadero fajo de
billetes de Banco... Parece fantástico que con aquel leve manipuleo se haga una simulación
tan perfecta... Don Paco nota mi asombro y rompe a reír con grande algarabía.
—El saber presentar el sobre constituye uno de los intríngulis del negociejo—añade.
—Ya lo veo, ya.
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—¿No es verdad que parece que hay veinte, y no hay más que dos?... Pues una vez que el
sobre ha caído al suelo, yo, como le digo, me apresuro a cogerlo y a enseñarlo al paleto, a
quien por lo general le da vértigos la presencia de los billetes… Antes de que empecemos a
discutir la determinación que se va a tomar, se presenta el propio cimbel que dejó caer el
sobre, y dice muy afligido: “¿No vieron ustedes un sobre que se me ha debido caer por
aquí?” “No—contesto yo muy rápido—. Nosotros no hemos visto nada.” El payo me mira
absorto; pero yo ya conseguí su complicidad. El cimbel se marcha, fingiéndose muy
apesadumbrado por la pérdida.
—Y entonces, ¿qué ocurre?
—Entonces comienza lo más difícil del asunto. Yo tengo el sobre en mi poder, y propongo
a mi víctima un reparto... Acude en seguida, poniendo unos ojos muy alegrillos; pero yo
empiezo a expresar mis temores de que alguien nos ha visto y que es peligrosa la exhibición
del sobre... Me propone entrar en un café o en una taberna, pero me niego, por considerar
que en esos sitios estamos muy expuestos… En una palabra: que asusto al payo, y cuando le
empiezan a entrar realmente temores de que le pueden llevar a la cárcel, le propongo, para
concluir el asunto, la entrega del sobre mediante dos, tres, cuatro o cinco billetes, según le
tengo de "empapado" con mi muleta, y del dinero que lleva encima.
—¿Y accede?
—Siempre..., y además se queda contentísimo... Eso de entrar en Madrid y de buenas a
primeras hacer un gran negocio es cosa que tiene que producir un gran regocijo.
—¿Y después?
—Después..., yo no lo veo; pero sé perfectamente lo que les ocurre… Al convencerse, a
los pocos segundos—no tardan más en mirar el sobre—, de que los billetes no son más que
dos, y ambos falsos, les entra una rabia tremenda, más todavía que por el dinero perdido,
por haber sido engañados. No tardan en comprender que además de quedarse sin las perras
han hecho el ridículo, y entonces el ochenta por ciento prefiere callarse, y si se ve obligado a
dar cuenta de la cantidad a alguno de su familia, declara que se la ha jugado... Todo menos
confesar que se la han dado de primo... Eso no lo hacen más que los excesivamente
cándidos, esos que si usted les viera tienen una cara que parece estar pidiendo la
"operación".
—¿Le ocurrirá a usted muchas veces carecer del suficiente número de billetes falsos?
—Ya lo creo... En épocas de más trabajo es una cosa muy frecuente… Entonces no hay
más remedio que emplear los legítimos... Se pierden dos y se ganan cuatro… ¡Gajes de la
profesión!... Hay muchas contras, como es natural; si no, todo sería Jauja.
Hemos llegado ya al Botánico, y "el Cañamón" y yo tomamos asiento en un banco de
madera, cabe un árbol monumental, al lado de unos chiquillos con sus niñeras, que corren y
saltan.
—¿Y ha tenido usted muchos fracasos?
—Pocos... Cuando yo me decido a hacer la señal para que acuda el cimbel, es por estar
convencido de que el payo no se me escapa… Algunas veces, lo que me ocurre es que me
escamo y abandono el negocio… Otras, se han mostrado irreducibles en lo del reparto...
Entonces me quedo yo con el sobre, y nada hecho... Pero éstos son casos rarísimos... Al que
le tenga bien empapado, no me falla.
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—¿No se ha dado el caso de que una de sus víctimas se le haya encontrado a usted
después y haya querido vengarse por sus propias manos?
—¡Quia! Ni por asomo; ya le he dicho que la mayor parte de los "pardillos" tienen más
interés que uno mismo en echar tierra al asunto.
—Y en cada operación, ¿qué se gana?
—De doscientas a quinientas y pesetas. Esta última cantidad, muy rara vez... Otras, nos
tenemos que contentar con veinte duros… Lo general son cincuenta o sesenta.
—¿Habrá usted hecho su pacotilla?
Don Paco escarba la arena con un grueso garrote, y dice, como un buen burgués que
lamenta los tiempos que corren y se halla siempre preocupado por su dinero:
—Ni mucho menos, señor... Tengo mujer e hijos, y la vida está muy cara... A los chicos he
querido educarles bien, aunque de "el Chinitas" ya le conoce usted, no he podido conseguir
nada...
"El Chinitas" es un muchacho, prodigioso tirador del as de oros, de quien hablé en otra
ocasión, y que se ha lanzado intrépidamente por el sendero de los devotos de Hermes.
—Si no fuese por esa criatura, ya me habría retirado para siempre de estos negocios... Yo
soy una persona decante, aunque no lo quieran creer, y cada vez me gusta menos el andar en
estos líos… Pero el niño me obliga; tengo miedo de que dé un mal paso...
—Déjele; me parece que ya puede andar solo por el mundo.
—Para mí será siempre una criatura. ¡Ay, qué hijo! ¡Ay, qué hijo! Los disgustos que me
da...
Y "el Cañamón" se pone sentimental, mientras continúa escarbando el suelo con la contera
del palo, con el pensamiento fijo en esa encantadora criaturita, que acaso en aquel momento
se halle desvalijando a algún incauto por las afueras de Madrid.
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LAS BODAS DE RUMBO EN LOS VIVEROS DE LA VILLA
El azoramiento del novio, la generosidad del padrino
y la algarabía alcohólica de los invitados
Atravieso la carretera por bajo del puente de los Franceses en el mismo instante en que un
tren lo cruza, produciendo un ruido metálico que contrasta con el vocerío, alegre y
femenino, que llega desde el Campo del Recreo, donde se está celebrando lo que todos
hemos convenido en llamar una boda de rumbo. Cuatro magníficos "breaks" esperan allí
que llegue totalmente la noche, y con ella el cansancio, para reintegrar a sus respectivos
domicilios a los novios, a los padrinos y a los doscientos invitados. Es la hora crepuscular
de una cálida tarde de junio, y el paraje es propicio a todo género de expansiones… El
organillo suena con un ritmo cadencioso y atrayente, y la multitud produce, por el contrario,
con sus gritos, una algarabía desentonada.
Me espera allí, para charlar con él, un cochero conductor de los enormes coches en que se
lleva y se vuelve a los invitados... Este hombre, que se llama Antonio Sánchez es
experimentado en la materia, pues, según confesión propia, ha realizado sus servicios en
más de cien bodas populares y de rumbo, que, para ser fieles con el casticismo, hay que
celebrarlas precisamente en la Bombilla o los Viveros.
He querido que me hable de esta clase de festejos íntimos, y que el lugar para la
conferencia fuese el mismo teatro en donde se ofrenda a Himeneo, concediendo de paso
una gran devoción a Terpsícore y a Dionysos... Charlaremos sobre las bodas, presenciando
una.
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—Sí que ha llegado usted en momento oportuno—me dice el cochero—; mírelos qué
animadillos están... Fíjese en aquel grupo; tiene acorralado al novio... Está el hombre como
una grana.
En efecto, puedo convencerme por mis propios ojos de que el contrayente está pasando
por uno de esos instantes que no se olvidan nunca. Las bromitas me parece que son de lo
más delicadas del mundo.
—¿Y la novia?—pregunto a Antonio.
—Es aquella que esta a la otra parte... ¿No la ve el ramo?... Esa está bien fresca. ¡Como
todas!
—¿Como todas?
—¡A ver!... Las mujeres para estas cosas son un témpano de hielo… Ya las pueden decir
todas las alusiones que se les antoje... Mírela, y qué contenta... El novio, en cambio, "paece"
un "atontolinao".
Confirma estas palabras una ruidosa explosión de risas que parte del grupo del
contrayente... Alguien ha debido de proferir una frase ingeniosa, y la carcajada es unánime
entre los amigos... El novio, en cambio, se contenta con insinuar la risa del conejo.
—¿Y quién es la novia?—pregunto.
—La hija de una buñolero... Se casa con uno del barrio, un chico que dicen es muy
formal, y su padre "tié" carpintería cerca de la plaza del Lavapiés... Las bodas de gran
rumbo son siempre del comercio bajo: lecheros, carniceros, polleros, pescaderos, prenderos;
qué sé yo... .
—¿Y se deben de gastar los cuartos de verdad?
—¡Que si se gastan! Entre esa gente hay más esplendidez que en muchas de postín.
Algunos aristócratas serían incapaces de gastarse lo que se está gastando el padrino de esta
boda.
—¿Y quién es?
—Aquel gordo, que no para un momento de ir de un lado a otro. Observo al hombre en el
mismo instante en que se limpia el sudor, que cae a torrentes de su hermosa calva... El tal
sujeto confirma la opinión preconcebida que yo tuve siempre de los padrinos de boda; los
padrinos, para mi, tienen que ser siempre gordos; un padrino delgado me parece una cosa
completamente absurda.
—Ese tío—sigue diciendo Antonio—se va a tener que rascar el bolsillo... Cada uno de los
"breaques", cien pesetas; son cuatro "breaques", ¿no? Pues, total, ochenta duros... La
comida para doscientas personas, pues, dos mil pesetas o por ahí... Además ha pagado a
todos el desayuno esta mañana en el Café de San Isidro, al salir de la iglesia, y luego las
propinas, y luego las limosnas..., porque, a escape que se huelen las bodas de rumbo, andan
unos cuantos vivos como las moscas al panal… Esta mañana han aparecido cuatro murgas,
y a todas se les ha dado algo.
—¿Y el padrino tan contento?
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—Satisfechísimo... Hay esplendidez en este pueblo, hay verdadera generosidad..., y los
padrinos se gastan el dinero con gusto y disfrutan, ya lo creo que disfrutan.
El organillo ha cesado un momento... Se interrumpe el baile… Pero como los invitados no
pueden estar ociosos, prorrumpen en estentóreos gritos de ¡viva la novia!, ¡viva el novio!
¡viva el padrino!… A éste, que se halla radiante de satisfacción, le agarran por su cuenta
cuatro o cinco graciosas, bonitas y pizpiretas muchachas... La música vuelve a sonar,
y el hombre gordo y "pagano" se ve en la obligación de bailar con cada una de las chicas...
El padrino jadea y se congestiona; pero sigue dando vueltas y vueltas, hasta que, al fin, cae
rendido en una silla en medio de una carcajada general.
—¿Y esta gente lleva mucho tiempo chillando?—pregunto al cochero.
—¡Que si lleva! Desde que han salido de la iglesia. Allí les vamos a buscar mis
compañeros y yo. No dejan de alborotar más que cuando comen o bailan... Lo contrario
sería hacer un feo a los novios y al padrino.
—¡Ah, ya!... ¿Pero me parece que ahora se chillará más todavía que por la mañana?
—Es natural—contesta Antonio muy convencido—. A estas horas se ha llenado bien de
líquido el estómago... Aquí todo el mundo bebe, y bebe mucho... Por eso siempre hay
preparado un coche para llevar a su casa a los que la han "hincado antes de tiempo".
—¿Y suele ocurrir que el novio agarre también la "poderosa"?
—No es lo frecuente, no; pero sucede algunas veces... Entonces sí que es el hazmerreír...,
y hay que ver lo frenética del "too" que se pone la novia.
—Se explica.
—Suelen dar el "espectáculo"… Hasta hay insultos fuertes... "Tie" que intervenir el
padrino.
—¿Para poner paz?
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—Para arreglar la cuestión... El padrino es el que arregla todas las cuestiones... Porque si
"a mano viene" sucede también que varios convidados discuten entre ellos, y de la
discusión, claro, como hay vino, vienen los golpes, y se arma un jolgorio de bofetadas
morrocotudo... Pero el padrino lo arregla todo.
—¡Magnífico padrino! ¡Extraordinario padrino!
—Otra cosa hay para la que se necesita además el "tazto" del padrino... Entre tantos
invitados, que suelen ser todos amigos, siempre hay una mujer que tuvo algo que ver con el
novio, o algún hombre que haya tenido sus más y sus menos con la novia... ¡Aunque todo
fuera de buena ley!… Ya me entiende "ustez"... Pues, claro, vienen las pullas, y las
indirectas que motivan los achares, y si el padrino no "tie" "tazto", pues, se arma la gorda;
¡pero que muy gorda!
—¿Ha presenciado usted muchas de ésas?
—Bastantes... Y he oído palabras muy feas... Pero, al fin y a la postre, nada, nada, nada,
como no sean las "mermuraciones" de las mujeres después en el coche, mientras se
desgañitan gritando: "¡Viva la novia!".
—La pícara humanidad, amigo Antonio... Y dígame, usted que entiende tantas cosas:
¿cómo se arreglan para engatusar a un señor con cuartos y conseguir que sea padrino?
—El padrino suele ser siempre de la familia de la novia o de la del novio..., o hay alguna
gran amistad... También ocurre que "haiga" trampa.
—¿Cómo trampa?
—Vamos, que sea de la familia sin ser de la familia, o sin poder decir que es de la familia;
¡ya me entiende usted!
Mi interlocutor está animadísimo… Parece que durante todo el día no ha cesado un
momento de ingurgitar bebidas alcohólicas, pues la generosidad del padrino se hace
extensiva a todo el mundo… Para animarle más, convido al cochero a unas botellas de
cerveza, y observo que su nariz se pone al rojo vivo.
—¿A usted le divierte venir a las bodas?
—Ya lo creo; pero, mire, para mí es preferible el servicio de las estaciones... Se saca
mucho más de propinas, mucho más... Ahora que estos días se desahoga uno; aquí se
reparten cigarros, se come, se bebe, se baila, se alterna...
—¡Viva la vida!—exclamo.
—¡Ole!—contesta lleno de entusiasmo.
El cielo se ha ido ya cubriendo de estrellas. No luce ya sino una luz indecisa... Se acerca la
hora de la partida.
—¡A bailar todo el mundo!—grita el padrino—. Es la última pieza. ¡Todo el mundo! ¡El
suegro, la suegra, y hasta la abuela de la novia!... ¡Todos a bailar! Lo mando yo.
La orden se recibe con enorme júbilo, que se traduce en una algarabía de gritos... La única
que se niega a cumplirla es la suegra, una señora con más tripa que un montgolfier; pero se
la convence pronto, más bien por malas que por buenas… La abuela, una mujer muy vieja,
se lanza a la aventura, y es aplaudida con estrépito.
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El entusiasmo general se me comunica. Yo también quiero bailar. Por fortuna, y como
ocurre siempre en estos casos, hay más mujeres que hombres, e invito a una muchacha, que
no me desaira... Lo hago muy mal, horriblemente mal, tan mal como lo he hecho siempre;
pero mi pareja está tan alegre—no por bailar conmigo, sino por el bullicio—, que creo que
ni advierte mi torpeza.
—¡Ea! A los coches todo el mundo—exclama el padrino.
—¿Puedo yo subir también?—pregunto a Antonio.
—Sí, hombre, sí... Espera que hable con el padrino, aunque no era preciso.
El padrino, no solamente accede, sino que me estrecha la mano con efusión y me convida
a refrescar.
Ya estoy arriba, ya estoy en el coche grande, que echa a andar hacia la Puerta del Sol y
Carrera de San Jerónimo—trayecto obligado—. Entablo conversación con las chicas, me
uno al coro de las voces, y con toda la fuerza de mis pulmones, grito durante tres cuartos
de hora: "¡Vivan los novios!"; "¡Viva el padrino!"... Algunos amigos y conocidos me
encuentro por esas calles, y ellos me miran y se ríen con muestras de asombro; pero yo no
les hago caso, y sigo gritando: "¡Viva la novia! ¡Viva la novia!".
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LA PEQUEÑA USURA FEMENINA O LOS PRÉSTAMOS BAJO PALABRA
El negocio de las fiadoras en los barrios humildes; sus ganancias y quebrantos
—Tengo cuarenta y cuatro años. Pues desde hace lo menos treinta no he podido librarme
de ellas... Creo que no ha habido ni un mes sin ir a casa de la fiadora… Así que todito lo que
he "ganao" cosiendo, lo que ganó mi marido, que en paz descanse, y lo que ahora ganan mis
hijos, se lo han llevado esas mujeres... ¿Le parece a usted?
—Muy mal.
Hago esta afirmación poniéndome serio y adoptando cierta actitud de moralista grave, tal
vez para darme alguna importancia. Mi interlocutora, la Joaquina, a quien acabo de conocer
en el café de Valencia, es, como ella misma ha dicho, una mujer de mediana edad, muy
metida en carnes, de aspecto fuerte y cara redonda y congestiva. La proposición de charlar
un rato conmigo sobre las cosas de las fiadoras le ha parecido de perlas; casi casi puedo
asegurar que la ha entusiasmado, por considerarlo, quizá, como un medio vindicatorio. Esta
señora Joaquina, que sufre, ha sufrido, y probablemente seguirá sufriendo bajo las garras de
la pequeña usura, tiene fama en el barrio de prodigiosa "cobista" de fiadoras, y hay quien
asegura terminantemente que lo que ella haga en ese sentido no habrá quien lo imite...
Además es locuaz, francota y pintoresca de expresión… ¡Magnífica Joaquina!… Dejémosla
que hable ella sola, amigos lectores.
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—Le parece a usted mal que esas pícaras me hayan llevado los cuartos, y tiene usted
razón. Pero qué vamos a hacerle; la que se mete en esto del "fiado" está perdida para toda su
vida... Es la bola de nieve, ¿sabe?
—Pero ¿no ha probado usted a tener fuerza de voluntad y a arreglar su vida con arreglo a
sus medios?
—Lo he probado todo; pero no he conseguido nada. Además que esto es como todo; se le
toma gusto. Yo aborrezco a las fiadoras, las odio con toda mi alma; pero no puedo vivir sin
ellas, no puedo vivir. Y cuando consigo hacerlas alguna charranada me entra una alegría
muy grande, muy grande… No sé en lo que consiste; debe de ser la costumbre.
—¿Y qué la prestan a usted?
—Pues a mí, como a todas las de mi clase, una insignificancia: tres pesetas, un duro, dos
duros, cinco, y en casos contadísimos y cuando hay mucha confianza, los diez.
—Y los intereses, ¿a cuánto ascienden?
—Varía mucho; pero, en general, puede usted decir que por semana es a peseta por duro.
—¡Qué barbaridad!
—Pues como usted lo oye... Así están ellas de vestidos y de alhajas… Las muy cochinas,
las muy sinvergüenzas, las muy marranas, las muy asquerosas...
—Por Dios, Joaquina, repórtese...
—Me sulfuro cada vez que pienso en estas cosas.
—Y ellas, ¿cómo se meten en este negocio? ¿De dónde les viene el dinero y cómo
aprenden la práctica del oficio?
—La mayor parte han sido víctimas de otras, y a fuerza de bregar con ellas llegan a
saberse de memoria el busilis, como me lo sé yo.
—Pero y los cuartos, ¿de dónde los saca?
—Allí está la cuestión… El todo es poder ahorrar unos durillos… Pero como la vida están
tan mal, son pocas lo que lo consiguen… La que ahora me sirve a mí—¡vaya una tía
ladina!—era hace quince años guarnecedora... Se metió en estos berenjenales a causa de una
enfermedad de su padre; pero supo salir de ello bien enterada de todo... Y después se puso a
ahorrar, quitándoselo de la boca, y en cuantito tuvo unas cuantas pesetejas, muy pocas, no
crea, se lanzó al fiado… Bueno; pues hoy posee miles de duros. ¡Así! ¡Como usted lo oye!
La Joaquina pronuncia estas palabras en un tono mezcla de indignación y fervor
admirativo, y envidioso, y me las recalca mucho, repitiéndolas, además, diferentes veces.
—Bueno—pregunto—; y esas mujeres, ¿qué garantías exigen para sus préstamos?
—Ninguna, absolutamente ninguna… La palabra nada más.
—¿Pero es posible?
—Toma, y tan posible.
—¿Habrá muchas que nieguen haber recibido el préstamo?
—A montones. Le fiadora se ve obligada en ese caso a recurrir al escándalo y provocarlo
ella misma. Es el peor gafe del oficio. La fiadora tiene, por necesidad, que ser una mujer de
muchas agallas y muy dispuesta a pegarse, cuando vienen las malas, varias veces al día…
Yo no he negado nunca la deuda; pero me he pegado con fiadoras varias veces.
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—¿Usted, dulce Joaquina? ¡Quién lo había de decir!
—Yo misma, si, señor. En mayo hará un año que ahí cerca, en la plaza de Lavapiés, nos
agarramos del moño la señora Lorenza y yo... Dimos el gran escándalo… Pero luego
hicimos las paces y me volvió a prestar dinero.
—Menos mal.
—Yo no soy rencorosa... Además soy lo bastante lista para saber que el ir por malas no
conduce a nada bueno... ¿Qué consiguen esas que cuando les recuerdan la deuda empiezan a
chillar diciendo: "Yo no debo nada; usted es una estafadora"? Pues perder el crédito por una
miseria de duro… Y sin crédito no se va a ninguna parte en este mundo... Yo tengo fama de
tramposa; pero tengo crédito, a Dios gracias.
—¿Eh? ¿Cómo? ¿Qué está usted diciendo?
La contradicción me hace una gracia enorme. La Joaquina intenta explicármela, pero se
arma un lío espantoso. De sus palabras deduzco que ella, al fin y a la postre, paga siempre la
deuda y los réditos; pero que no cumple nunca con exactitud en la fecha a que se ha
comprometido.
—Yo doy "coba", ¿sabe usted?—dice—; suplico mucho a la fiadora. La cuento la
situación de mi casa, la hablo de mis apuros, que son verdad; la adulo todo lo que puedo…
Procuro ponerme humilde… Es lo mejor… Así voy consiguiendo trampear… Es cuestión de
simpatía. Ayer mismo se presentó la “misma” en casa para sacarme algunos cuartos, y se
llevó chasco, pues, luego de dos horas de conversación, conseguí que me diese dos pesetas.
—Ya las pagará usted.
—Claro que las pagaré—añade con tristeza—. Es mi sino; me paso la vida pidiendo
dinero, para luego trabajar como una burra y pagar mucho más de lo prestado… ¡Ay, si yo
pudiese tomar el petate y marcharme a vivir a otros barrios! Algunas veces he pensado en
irme al Pacífico, a las Ventas o a los Cuatro Caminos para desembarazarme de las fiadoras
de aquí… Pero sería lo mismo. En seguida me atraparían las de allá; debe de ser una
maldición, pues estoy condenada a sufrirlas…; y menos mal que con la guarnecedora me las
arreglo bien… Lo malo era cuando la señora Paca…
31
—¿Quién es?
—¿Que quién es? Una arpía, un monstruo del Averno… Esa mujer no la deja a una ni
respirar… “¡Es un monstruo marino!”
—¡Caray!
—¡Como usted lo oye! Con decirle que fía a las verduleras, que brega con ellas, que con
ellas se mete en las tabernas y que las puede a todas, comprenderá de qué clase de persona
se trata.
—Me lo voy figurando... Tengo cierta fantasía.
—Esa mujer por dos reales se pega con su sombra.
—¿Y gana mucho?
—Una enormidad... Pero lo suda, vaya si lo suda. Es muy valiente para todo, incluso para
prestar el dinero a las que no inspiran confianza alguna... Así que se lleva cada chasco... Y
entonces hay que verla; de rabia que la da la emprende a mamporros consigo misma, y se
tira por el suelo, y patalea... Yo no creo en brujas, no lo creo; pero, de haberlas, no le quepa
duda que la señora Paca sería bruja.
—¡Caramba con la mujer!... Por todo lo que me cuenta usted, amiga Joaquina, me va
pareciendo que el oficio de fiadora tiene demasiados gajes.
—Pero son muchas más las ventajas… En este mundo no hay más que el dinero. Y si ellas
sufren es sólo por tacañería y amor a la peseta. Además, hay que ver las convidadas que se
dan.
—¿Ah, sí?
—Ya lo creo. De vez en cuando se reúnen cuatro o cinco fiadoras y se van por ahí de
merendona, a “mortificar” el cuerpo… Y luego, convites en sus casas, alternando en la de
una y en la de otra. Entre ellas se llevan muy bien, y hay una especie de masonería…
Cuando una se halla en un peligro serio, acuden las otras a protegerla.
Cada vez me sorprende más el tono en que habla Joaquina… En ocasiones parece que
odia a muerte a las fiadoras, y las dirige toda clase de insultos, la mayoría impublicables, y
en otras hay hasta una especie de simpatía y de cariño.
—Y esas mujeres negociantes ¿no tienen maridos, o novios; hombres, en fin, que las
protejan ?—pregunto.
—Todas tienen su marido—contesta—. Pero el hombre no se mete en nada, ni se le deja...
Para esta clase de untos los hombres no sirven... La usura en pequeño quien la hace bien son
las mujeres… En los barrios del centro hay muchos hombres que se meten a este negocio, y
les va bien; pero aquí no serviría... Esto es otra cosa.
—¿De modo que por este barrio al fiador le correrían?
—Como no tuviese una mujer que le ayudase, esté usted seguro.
—Y la parroquia de las fiadoras ¿se compone exclusivamente de mujeres del pueblo?
—No, señor… Por aquí viven también muchas pensionistas… Viudas o huérfanas de
militares, jueces o empleados… Como la vida está tan cara, no les basta la pensión, y tienen
que empeñarse, pidiendo prestado. Son buenísimas parroquianas; de primera… Tienen un
miedo tremendo al escándalo, y pagan siempre, algunas veces quitándoselo materialmente
de la boca.
32
—¿Y en cuánto calcula usted la ganancia mensual de una fiadora de esta clase?
—¡Un horror! A mí no me cabe en la cabeza. Yo no entiendo de cifras que pasen de veinte
o treinta duros, que es la cantidad mayor que he reunido entre mis manos, y no fue más que
una sola vez… Lo demás todo me lo han comido ellas, las muy puercas, las muy cochinas,
las muy sinvergüenzas…
—No se me excite otra vez, Joaquina, que no es para tanto, y ahora no están ellas delante.
Salimos del café y la voy acompañando hasta su casa, no muy lejos de allí... Por el camino
la dirijo esta pregunta:
—Diga usted, Joaquina, ¿no se le ha ocurrido nunca la idea de hacerse fiadora?
—Ya lo creo—replica con gran viveza y los ojos radiantes de entusiasmo—; ese ha sido el
sueño dorado de toda mi vida. Y yo serviría para ello, vaya si serviría... Conozco el busilis,
y tengo agallas, muchas agallas... Habría que verme a mí; habría que verme... Pero ¿cómo
voy a prestar yo si estoy necesitando a todas horas que me presten ?... Es mi suerte perra; no
seré fiadora jamás; no lo seré nunca.
Estas últimas palabras las pronuncia con un matiz de voz levemente melancólico, y en
seguida añade, volviendo a su indignación:
—Las muy sinvergüenzas, las muy cochinas, las muy puercas!...
33
LAS SEÑORITAS ALEMANAS EDUCADORAS
DE LOS NIÑOS PUDIENTES MADRILEÑOS
Conversación en el parque de Madrid con una ''fraülein'' resignada y enérgica
Entro en el Retiro y empiezo a caminar hacia la derecha, sin rumbo fijo y por instinto,
como conviene a todo paseante desocupado. Experimento una grande alegría, una honda
alegría, semejante a la que deben de sentir los que, ausentes muchos años de la casa
familiar, vuelven a ella y recuerdan, como si los hubiesen visto ayer, los sitios olvidados.
Creí que el Retiro se me había olvidado, ya que he sido un forzoso ingrato del magnífico
parque, en cuyas frondas se deslizaron los amables días de mi infancia y algunos idilios
sentimentales de mi primera juventud.
Pero no; el Retiro, este día tibio de verano, se me ofrece igual que en los tiempos
pretéritos, y me da la sensación—la más simpática de las sensaciones, aunque sea falsa—de
que se ha suspendido el correr de las horas, que el transcurso de los años ha sido una
mentira, que yo no soy el de ahora, sino el de antes..., y divago, divago por las grandes
avenidas y por los pequeños caminos solitarios en forma de ese, donde existen unos bancos
rústicos, en los cuales se sientan parejitas de enamorados, que miran a los pasantes con el
rabillo del ojo y marcan en su cara una mueca hostil al ser advertidos.
Continúo mi camino a la ventura, y ya cerca del estanque de las Campanillas veo en uno
de esos bancos a una mujer rubia, muy rubia, que representa de veinticinco a treinta años, y
cuyo rostro no me es desconocido. Es la primera mujer que desde mi entrada en el parque he
visto sin compañía de un varón... Próximos a ellas juegan unos niños, y la mujer de vez en
vez levanta la vista del libro que está leyendo para dirigirles una mirada inquisitiva y algo
dura.
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La observo con un poco más de atención y me cercioro de que se trata de una antigua
conocida mía. Es Berta, la "fraülein" que educaba a los hijos de unos amigos míos, cuya
casa frecuenté hace tiempo... Con ella, en otras ocasiones, había hablado de literatura y
hasta intentamos—por cierto siempre con un resultado muy cómico—ese pintoresco destino
que se llama "cambiar" idiomas, sin una previa preparación.
Ella se me anticipa y me sonríe, lo que me hace acudir rápido a saludarla.
—¿Ya no me recuerda?—me dice—. ¿Es que estoy tan cambiada?
—Ni mucho menos. La conocí a usted a escape. Es que usted se me ha anticipado. Las
mujeres son siempre más listas que los hombres.
Berta se sonríe, y su sonrisa la interpreto como una autorización para sentarme al lado
suyo y conversar un rato... Los niños que están a cargo de mi amiga—niña y niño de ocho a
diez años—, como están educados muy bien, vienen en seguida a saludarme, y el varón lo
hace militarmente, lo que me produce una ligera sorpresa.
Me enfrasco en una agradable conversación con Berta, la cual me refiere cosas, que no
interesan al público, de la casa antigua donde prestaba sus servicios, de la actual donde tiene
colocación y de los niños… Yo también, para corresponder, le digo algunas cosas mías…
Cada vez aumenta más la confianza… Es una simpatía platónica, que se produce por el
influjo de la Naturaleza... Me acuerdo de repente de que soy periodista, de que hago
informaciones sobre la vida en Madrid, se me ocurre que el tema de las "fraüleins" puede
ser interesante y le comunico mi deseo de que me cuente cosas acerca de su oficio... Berta
duda un poco; pero la he cogido en un cuarto de hora propicio, y al fin accede, a condición
de que no aparezca su verdadero nombre... Ya lo saben ustedes: Berta no es Berta.
—Vine a España desde mi país dos años antes de la guerra—dice—. Entonces no conocía
el idioma… Vivía yo en Posen con mi familia; en Posen hay muchísimos católicos.
—¿Y cómo se decidió usted a abandonar a los suyos?
—No había más remedio... Éramos muchos hermanos... Cada cual tenía que ganarse la
vida.
—¿Y cómo se le ocurrió a usted venir a España?
—Ya habían venido otras... Allí ya sabíamos que aquí hay buenas casas y trato de
consideración.
—¿Y vino usted sola desde Prusia oriental?
—Naturalmente—contesta Berta, algo extrañada de la pregunta.
Habla la muchacha el castellano con un acento horrible, pero construido de una manera
perfecta, que demuestra un serio estudio gramatical y una enorme fuerza de voluntad.
—La señorita Emilia Mayer me proporcionó casa... Esa señorita nos coloca a todas muy
bien... Yo desde el primer día cobré ciento veinticinco pesetas mensuales. Otras cobran nada
más que quince duros, y algunas, veinte... Pero yo, además del cuidado de los niños, explico
Aritmética, Geografía, nociones de Geometría, Historia...
—¿De España?
—De Alemania..., y gimnasia.
—¡Caray! ¿Es usted una gimnasia? No lo diría nadie.
—Sé lo indispensable para ayudar el desarrollo de los niños. La cultura física es muy
necesaria.
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—¿Y no piensa usted volver a su país?
—Por ahora, no... Yo quise haberlo hecho antes; pero vino la guerra; aquí pasé los cuatro
años… No hay medios de volver. Ya quisiera… Pero cuando no hay medios hay que
aguantarse. ¿No se dice aguantar?
—Sí, si: muy bien dicho.
Pronuncia el verbo aguantar sin concederle importancia alguna, como persona dueña de sí
misma que ha adoptado una línea de conducta y no se separa de ella lo más mínimo; yo la
miro con una mirada mezcla de extrañeza y de admiración… Es una mujer de carácter
completamente distinto al de todas las que yo conozco.
—¿Y se ha acostumbrado usted fácilmente a vivir tan lejos de los suyos?
—Claro; se acostumbra una a todo; cuando no hay más remedio se tiene una que
acostumbrar.
—¡Dale conque no hay más remedio!—la contesto casi indignado por tanta resignación.
Berta me sonríe y me mira con cierto aire de superioridad.
—¿Y no tenía usted en su país algún cariño, no dejó algún novio?
La "fraülein" mira al suelo, no ruborizada ciertamente, pero como si la pregunta la
entristeciera.
—Mis padres pensaban haberme casado con el hijo de unos amigos suyos. Necesitaba yo
alguna dote. ¡Era natural! Ya tenía yo ahorrado dinero.
—Pues el novio acaso la espere a usted.
—No; murió en la guerra.
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Al oírla esta contestación me la quedo mirando fijamente, y observo que no se inmuta en
lo más mínimo... Aquel leve matiz de tristeza ha desaparecido por completo y Berta ha
vuelto a ser dueña de sí misma.
—Y en Madrid, ¿tiene usted amistades? ¿Con quién se reúne usted?
—Algunas veces con otras muchachas de mi profesión y compatriotas… Con las de otros
países no nos tratamos.
—Y... ¿nada más? ¿No hay alguna persona del otro sexo que haya sido de su agrado?
—No hay nada más; no haga esas preguntas, se lo suplico, si quiere que sigamos siendo
amigos.
Me callo, temeroso de que esta mujer tan enérgica como resignada se crea en el caso de
ponerse todavía más seria y me mande a freír espárragos en alemán.
—¿Y está usted contenta de los señores?
—Sí; ¿por qué no? Tienen consideraciones. Yo no aguantaría carecer de ciertas
consideraciones… No me considero una criada. Ahora bien: yo estoy en mi puesto, como
ellos están en el suyo.
Me parece observar que de estas palabras se desprende que Berta se concreta
exclusivamente a soportar a los señores a quienes sirve, y este supuesto me lo confirma
ella misma al añadir:
—La mayor aspiración que podemos tener es que sean bien educados.
—Y a los niños, ¿los quiere usted?
—Se los quiere porque son niños. Todas las mujeres quieren a todos los niños, sobre todo
las que no tienen niños suyos...
—Y a esos dos que están ahí jugando al aro, ¿los quiere?
—Los quiero como a niños que son, y por educarlos... Los educo porque es mi obligación.
En este momento el chiquillo ha emprendido una carrera y se dispone a subir los escalones
de piedra que conducen al estanque de las Campanillas. Berta, que no lo ha perdido un
momento de vista, le dirige unas cuantas palabras en alemán, en un tono seco y poniendo
un gesto duro, y el muchacho retrocede sumiso.
—Hay que enseñarles la disciplina; la disciplina es la base de la vida... Si no se está
disciplinado no hay sociedad.
—Es posible, es posible—contesto yo.
—Es seguro—afirma ella con gran energía.
Después la pregunto si la gusta España y si está contenta de los españoles, y me contesta
sobre poco más o menos lo mismo que dijo al referirse a las personas a quienes sirve:
—España es bonita... Los españoles tienen un carácter especial. Yo no acabo de
comprenderlos… Pero son buenas personas, buenas personas.
Inmediatamente de dirigirme este cumplimiento, Berta inicia la separación… Ya es hora
de llevar los niños a casa... Todavía hablamos un momento de literatura, y la "fraülein"
promete mandarme, traducida, una poesía alemana de la época romántica que desconozco y
ella alaba mucho.
Los dos niños vuelven a saludarme, y el chico me dirige otra vez un saludo militar distinto
del que se usa en España... Me hace gracia la actitud del pequeño y le digo:
—Adiós, Hindemburg.
Al muchacho parece entusiasmarle la comparación y se va muy alegre.
37
UNA CASA DE SOCORRO EN EL BARRIO DE LAS PEÑUELAS
Recorrido por las chozas de los gitanos y las chozas de la Alhóndiga
Tenía el propósito de hacer una información sobre las Casas de Socorro, y me pareció
lo más oportuno elegir aquella enclavada precisamente en una de las barriadas más míseras
de Madrid. ¿Y puede haber alguna otra más pobre, más abrumadoramente miserable que las
Peñuelas y las chozas de los gitanos y las de la Alhóndiga?
A aquel paraje me encamino una buena tarde estival, bajo el sol abrumador, que todo lo
purifica... Me esperan en el cuarto de socorro dos médicos inteligentes y simpáticos, los
doctores D. Ernesto Martín Fernández y don Antonio Sevilla, verdaderos héroes de su
profesión, que, por una cantidad irrisoria—vergonzosamente irrisoria—tienen que penetrar
en los lugares más inmundos para ejercer su ministerio.
En cuanto me apeo del coche en la calle del Labrador, mis dos amigos, que me esperan a
la puerta del benéfico establecimiento, me acogen con gran simpatía y me conducen
adentro.
A primera vista puede apreciarse la falta absoluta de condiciones higiénicas del local...
Hay cierta limpieza, eso no cabe duda; pero el sitio no puede responder a la misión que le
está confiada. Martín Fernández cree adivinar mis pensamientos, y lo hace en efecto, pues
me dice:
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—Le sorprende a usted, ¿verdad? Pues todavía hay otras Casas de Socorro peores.
Después de todo, no nos merecemos más… Para algo nos llaman los médicos de a 0,65...
—¡Pero, hombre!...
—Es la verdad, y le ruego que no deje de decirlo... Después de una carrera que dura siete
años y de sufrir unas oposiciones, se encuentra uno con un sueldo loco... Cuarenta duros al
mes para gozar de la vida. Y guardias de veinticuatro horas cada tres días, teniendo que
dormir, a veces, en camas plagadas de chinches y garrapatas y con las sábanas rotas.
—¡Sí qué debe de ser una delicia!
—¡Usted calculará cómo se trabaja en tales condiciones!... Pues, sin embargo, se trabaja,
y con buen éxito, por lo general, aunque me esté mal el decirlo.
—Hay que tener conciencia de la responsabilidad.
—No nos falta nunca... El cumplimiento del deber no hay uno de nosotros que lo olvide...
Además, en este mundo todo es cuestión de costumbre... Yo ando ya por las chozas como
por mi propia casa. ¡Y hay que ver aquello!... Ya lo verá usted luego.
Nos sentamos ante una mesa en el piso superior de la casa—no tiene más que dos—,
encendemos unos pitillos y comenzamos nuestra charla.
—¿Cuáles son las principales asistencias que se prestan aquí?—pregunto.
—Contusiones y heridas—contesta Sevilla—. Las riñas son por estos barrios más
frecuentes que el pan nuestro de cada día… Podrá éste faltar, pero los golpes no faltan.
—Es que a falta de pan, buenas son tortas—dice uno de los enfermeros que asisten a
la conversación.
El chistecito es muy apropiado al caso, y lo saludamos con contorsiones faciales que
quieren ser sonrisas.
—Son todavía más frecuentes las riñas de mujeres que las de hombres—sigue diciendo
Sevilla—. Las mujeres de aquí se zurran la badana por cualquier cosa... No pasa día sin
que tengamos que curar a unas cuantas... De vez en vez nos traen a hombres apuñalados
por otros. ¡Si viera usted qué curioso! No hay uno solo que quiera decir cómo se llama el
que le ha Herido.
—Se hace con ellos todo lo que se puede, y muchos se han salvado... Si el material fuese
como en las Casas de Socorro del Centro, se operaría con más seguridad. . ¡Pero nos falta
multitud de instrumento!
—Y, además de los bronquistas, ¿quiénes vienen aquí?
—Los «curdas»... Aunque es justo reconocer que el alcoholismo ha disminuido
muchísimo de algunos años a esta parte... Ahora bien; el hombre que decide emborracharse
por estos parajes toma la «pítima» verdaderamente en serio... ¿No ve usted que se les vende
alcohol puro?... Las bebidas de por aquí son veneno de efecto fulminante. Esto es causa de
que la sobreexcitación de la mayoría de los borrachos que nos traen se asemeje mucho a la
locura.
—¿Les dan ustedes amoníaco?
—No, señor; eso era un disparate que se hacía antes y que ha producido muchas
víctimas… Ahora se les ata en un sillón y se les deja que reaccionen... No hay otro sistema.
—Sería curioso ver alguno...
—¿Quiere verlo? Pues venga conmigo.
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Martín Fernández y Sevilla me conducen a una habitación del piso bajo, donde hay un
hombre, todo congestionado todavía, con las manos atadas a un sillón, que duerme y da
unos gruñidos, propios de su momentánea calidad cerdil.
—Hace dos horas parecía que se iba a comer el mundo—dice Sevilla—, y ahora, ya lo
ve usted... Necesita todavía seis u ocho horas más.
En la estancia huele muy mal, y yo expreso mi deseo de ausentarme.
—Ahora vamos de visita—ordena Martín Fernández—. Primero, a una casa de las
Peñuelas, y luego a las chozas de los gitanos y de la Albóndiga... Estos barrios los han visto
desde lejos muchas personas, pero muy pocas han entrado en ellos... Venga usted con
nosotros. Obedezco, y me dejo llevar por los dos doctores.
Entramos primero en una casa de vecindad en la calle de las Peñuelas, y después de subir
una escalera, tan angosta que yo tengo que bajar la cabeza para no golpeármela contra el
techo, llegamos al más miserable de los corredores... Se halla lleno de chiquillos, y aquello
es tan estrecho, que hasta los más pequeñines tienen que ir en fila... ¡Qué sensación de
piedad, de dolor y de angustia!
El doctor Martín Fernández me mira con una sonrisa burlona, y comprendiendo lo que
me ocurre, me dice quedo:
—Pues esto es Jauja comparado con lo que va a ver después.
Coge en brazos a una niña de tres años, enclenque y paliducha, y añade:
—Mire esta chiquilla... Acaba de estar en peligro de muerte... Ha sufrido una infección
intestinal agudísima... Pues se ha salvado.
—Muchas gracias D. Ernesto—dice la madre de la criatura, que aparece a la puerta de
su «casa», una «casa» que no tiene un metro de ancho—, a usted se lo debemos todo, usted
es quien la ha salvado.
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—Bueno, mujer, bueno; lávela como la he dicho—agrega el médico.
Abandonamos la casucha, atravesamos la vía férrea de circunvalación, y subiendo a
campo traviesa, nos vamos acercando hacia las chozas de los gitanos... Ya no se ven por
allí más que caras curtidas y morenas de descendientes de Faraón.
—Por aquí no vienen más que nosotros, los médicos—dice Sevilla—; a cualquier otro le
darían un disgusto.
—¿Y a ustedes, no?
—A nosotros nos respetan, incluso mas que otra clase de personas... Yo he venido aquí
a la una de la madrugada, solo, por no molestar al guardia que nos ponen por si queremos
que nos acompañe...
Entramos ya en las chozas, y puedo con vencerme por mis propios ojos de que, en efecto,
la casa de vecindad que acabo de ver es un palacio comparada con estas viviendas... Y le
doy el nombre de viviendas, completamente apropiado, ya que en ellas viven personas,
aunque a mi me parezca de todo punto inverosímil... Este aduar de gitanos es una zahúrda,
una pocilga... Cada una de las chozas tiene menos estatura que yo—la más grande me
llegará a la garganta—y están fabricadas con latas y maderas, la mayor parte de éstas
arrancadas de las vallas.
Las mujeres, a las puertas de las chozas, nos miran pasar con cierta curiosidad altanera.
Todas son viejas, pues ni por casualidad me encuentro con una cara que alegre la vista. La
mayor parte de ellas saludan a los médicos con cierta respetuosa simpatía.
—Buenas tardes, D. Antonio y D. Ernesto.
—Buenas tardes, buenas tardes—repiten ellos.
—Lo gracioso de estas hembras—me dice Sevilla—es que no conciben que un médico
venga a partear a alguna de ellas... En cierta ocasión me llamó una primeriza, y las viejas
se pusieron como fieras... Una de ellas gritaba a voces «¡Miren que molestar a «too» un
«zeñó dotor» para tal «insinificancia»...
Vamos atravesando todas las chozas de los gitanos, y casi al final de ellas sale otra mujer
de bastante edad, y se dirige a D. Ernesto.
—Estoy muy mala, «dotor». Mire cómo tengo el pecho, D Ernesto de mi vida. La vieja se
abre la blusa, y presencio una cosa tan repugnante, que creo es mi deber omitir la
descripción.
—¿Eso es lepra?—pregunto a Sevilla.
—Al menos, lo parece—me contesta.
Aprieto a andar con la mayor ligereza posible, y a poco se nos une Martín Fernández,
quien no concede a la cosa gran importancia, aunque, según he podido observar, no ha
tocado a la paciente.
Salimos de las chozas de los gitanos, y, después de subir un montículo, entramos en
las llamadas de la Albóndiga, bastante apartadas de las otras, porque los «cañís» no admiten
compañía de «payos».
—¿Y qué clase de gente vive aquí?—pregunto.
—Traperos en pequeña escala, mendigos, «choriceros», gente de la busca. Por haber de
todo, hasta hay algunos honrados trabajadores.
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Las chozas son exactamente iguales a las de los gitanos; pero aquí se nota todavía más
el ambiente de porquería y de miseria... Los tugurios no se diferencian de los otros más
que en estar colocados en terrenos en cuesta y ser aún más pequeños. Algunos tienen el
tamaño de garitas de perro. Para un hombre de bastante estatura, como yo, constituiría un
problema poder penetrar en uno de esos lugares... Tendría que encorvar mi cuerpo como
para hacer una reverencia cortesana.
—Doctor, doctor—grita una mujer—: mire mi niño qué hermoso está.
La que llama a Martín Fernández es una mujer que ha dado a luz el día anterior, y que
se encuentra ya vestida, sentada en el suelo a la puerta de su choza.
—Pero, ¿es posible?—pregunto.
—Y tan posible... Aquí ocurren cosas milagrosas...
—Bueno—añade, dirigiéndose a ella—; que no se te olvide lavar a la criatura.
—En cuanto pueda, lo lavaré—responde, al parecer, sin grandes ganas de cumplir la
orden.
Por fin abandonamos definitivamente las chozas... Hay que andar bastante, y siempre
cuesta arriba... Cuando llego a un terreno urbano lanzo un suspiro de satisfacción... Me
parece el despertar de una pesadilla abrumadora… Las chozas se ofrecen ahora a mi vista
desde un punto elevado, y puedo cerciorarme de que existen, de que no era un sueño, de que
a tres o cuatro kilómetros de la Puerta del Sol se ofrece, para cuantos quieran verlo, este
repugnante espectáculo... Y allí viven—a cualquier cosa se llama vivir—hacinados como
bestias salvajes, cientos de personas, desheredadas de la existencia, carne de podredumbre...
¡Y eso se consiente y eso se permite!...
En fin: como yo no puedo remediarlo, no me queda sino pedirles a ustedes perdón por
haberme puesto demasiado serio.
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LA GRAN PISCINA POPULAR DE LA CUESTA DE SAN VICENTE
Los madrileños ya no temen al agua y se hacen magníficos nadadores
Empiezo a bajar escaleras, muchas escaleras, de piedra, por un lugar angosto. Enfrente de
mi veo lucir la magnífica exuberancia de los jardines que circundan la montaña del Príncipe
Pío. En el descenso, que parece no va a acabar nunca, observo que me adelantan multitud
de muchachos, pertenecientes a la clase popular, y que deben de tener prisa, mucha prisa,
para meterse en el agua.
Voy a hacer una visita a la gran piscina madrileña, donde a diario, en la estación estival, se
zambullen miles de personas... Así como ustedes lo oyen: miles... Aunque parezca mentira,
en la Villa del Oso y el Madroño, que me vio nacer, comienza a perderse el miedo al agua.
Concluyó, al fin, de bajar escaleras y llego a una plazoleta donde numerosos muchachos,
después de bañarse y hacer ejercicios natatorios, se entretienen en jugar al paso, y ejecutan,
sobre un desgraciado amigo, saltos maravillosos.
Entro en un pabellón, abro una puerta y ante mis ojos aparece la gran piscina, el
"hamman" de los madrileños, donde, mediante una cantidad reducida, se puede refrescar y
asear el cuerpo, lucir habilidades natatorias y, con un poco de fantasía, figurarse que le
acarician a uno las olas del proceloso Océano.
—Pase usted, pase—me dicen el bañero Perico y el bañero Hilario—; pero tenga cuidado
no le salpiquen.
43
—Me aguantaré.
En la piscina, a la hora crepuscular que la visito, se están bañando unos cincuenta
muchachos, que arman una gran algarabía y lucen espléndidos y airosos taparrabos.
Los dos bañeros, con quienes voy a conversar, visten una indumentaria muy parecida a los
de las playas del Norte, que se pasan la vida zambullidos en el agua. La contemplación de
estos dos nuevos amigos me produce una leve sorpresa... ¡En Madrid hay bañeros!... ¡Y
bañeros cuya obligación es impedir que se ahogue la gente en el agua!... Decididamente, el
progreso de la ciudad es enorme.
—¿Cuándo empezó a funcionar esta piscina?—pregunto.
—Hará lo menos treinta años—me responde Pedro, pero entonces era mucho más
pequeña... Poco a poco se ha ido agrandando; hoy da gusto meterse en ella.
Y, para que no lo dudes, se tira de cabeza al agua, y sale poco después chorreando. Esto de
hacer una información en Madrid con un hombre a quien le cubre un traje de baño, y que
tiene que remojarse cada dos segundos, me parece el colmo del disparate, y hasta creo que
estoy soñando. Pero no sueño, no; lo demuestra el hecho de que constantemente me
salpican, y de que voy a salir calado hasta los tuétanos.
—Por dos reales cada sesión y diez céntimos para alquilar el taparrabos se puede estar
metido en el agua todo el tiempo que guste… No es caro, ¿verdad?—interroga.
—Qué va a ser—contesto.
Me acomete la idea de zambullirme también en la piscina y proseguir en ella la
conversación informativa; pero me detienen varias consideraciones, entre las cuales una de
las más poderosas es el temor al ridículo… También hay otras de carácter puramente
higiénico, aunque el bañero parece animarme a desecharlas con estas palabras:
—Nosotros obligamos a los bañistas sucios a que, antes de entrar en la piscina, se den una
ducha y un baño de pies.
—¿Tras de un examen previo?
—Sí, señor…
—¿Pero habrá muchos que se nieguen a obedecer?
—Bastantes… Y esos casi, casi, se alegran de haberles quitado de la cabeza la ocurrencia
del baño.
—Pero, a pesar de usted, ¿usted cree que aumenta el número de los denodados que se
atreven a meterse en el agua?
—¡Qué si aumenta!… Los domingos no baja de tres mil el número de hombres que se
meten en esta piscina, y los días de trabajo, mil… A todas horas hay bañistas, aunque los
más frecuente es a la caída de la tarde y al anochecer.
—¿En todo tiempo?
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—No, eso no; nada más que de mayo a fines de septiembre…
—¿De modo que no se concibe todavía bañarse más que en verano?
—Nada más; como es natural.
Ante una afirmación tan terminante no me creo en el caso de hacer objeción alguna… Este
Pedro, con quien hablo, es un hombre de treinta y tantos años, de luengo bigote negro y pelo
encrespado… Según me refiere, adquirió profundos conocimientos natatorios bañándose en
el río Jarama… En cambio, su compañero Hilario es un muchacho que empezó como
bañista, realizando tales progresos, que ha conseguido llegar a una categoría superior y el
agua, en que se metía por gusto, le proporcione hoy los medios de existencia.
—¿Usted será un gran nadador?—le pregunto.
Hilario es un hombre modesto, y se contenta con insinuar una sonrisa, que quiere ser una
afirmación.
—¿Y ahora se dedicará usted a enseñar a nadar a los que no saben?
—Sí, señor; les damos consejos… Como se trata de un agua muy pesada, es conveniente
extender los brazos en forma de abanico, que no alargarlos… A lo perro se adelanta más, no
cabe duda, pero se tiene menos resistencia… Para aprender bien y saber aguantar, hay que
nadar primero a lo hombre; después, y para un concurso, es más conveniente a lo perro.
—Habla usted de una manera científica y doctoral… Y usted, ¿cómo nada?
—Yo nado de todas maneras.
Hilario se mete en el agua y hace unas estupendas y artísticas florituras… Mientras se
luce, yo pregunto a Pedro:
—¿Y tienen ustedes buenos discípulos? ¿Hay grandes nadadores?
—De primer orden… En Madrid cada vez se nada mejor… Algunos hacen prodigios.
¡Con decirle que uno, muy morenete, que bien casi todos los días consigue estar dos
minutos seguidos en el fondo de la piscina aguantando la respiración!
—¡Qué barbaridad!
—Pues, como usted lo oye… Ese “tío” sabe más que yo.
—Ya es saber.
—Y otros muchos… Vea usted aquél… ¡Qué manera de jugar los brazos!… Es un
nadador, “pero” que de primera.
Si no tuviera otros motivos para estar orgulloso de mi pueblo, lo sería suficiente estos
valerosos deportistas, que realizan en la piscina grande prodigiosos ejercicios.
—Y mujeres, ¿no se bañan? —pregunto.
—No, señor; no se las permite. De ninguna manera.
—¡Pero podría haber una piscina especial!
—Sí; podría haberla, pero no la hay...
—¿Y no viene ninguna con propósito de refrescar el cuerpo?
—Vienen; pero se van como han venido.
Por estas palabras deduzco que se ha progresado algo, pero no lo suficiente. Madrid tiene
su “hamman”; pero e inferior al de cualquier población mahometana, donde todas las
mujeres pueden bañarse cuanto las plazca.
45
—¿Y abundan mucho los cobardes que se asustan del agua?
—Sí; todavía hay bastantes… Algunos es una risa… A otros, que vienen en pandilla con
varios amigos, si muestran algún miedo, les tiran de cabeza a la piscina… Nosotros
procuramos evitarlo, no vaya a ser que, a consecuencia del gusto, les dé una enfermedad…
Pero los casos de miedo tremendo son escasísimos… Lo más corriente es que los miedosos
al principio le vayan cogiendo gusto al agua y lleguen a aficionarse, hasta el punto de
pasarse aquí horas y horas.
—¿Y se darán bromas entre ellos?
—Una enormidad. Lo frecuente en el bromista es llevarse alguna prenda del amigo: la
camisa, o una bota.
—Sí que es una bromita…
—Nosotros ponemos todos los medios para evitarlo, pero a veces no es posible… Los hay
con muy mala “pata”.
En este momento vuelve a surgir del agua el amigo Hilario, quien se acerca sonriente, y
dice, reanudando el tema de los nadadores madrileños:
—¡Quién aprende a nadar bien aquí nada en todas partes del mundo! Hasta el año pasado
yo no había visto el mar… Al principio me impresionó… Pero, en cuanto me metí en el
agua, aquello era para mí como n salón… el agua de mar no pesa nada, y achiqué a todos
los bañeros de la Barceloneta, porque fue en Barcelona.
—¡Qué heroicidad!
—En esta piscina les quisiese ver a ellos, para que se enteraran de lo que es “canela fina”.
En este momento se zambulle de cabeza en el agua un ciudadano, y me salpica de tal
modo, que me pone perdido, y soy yo el que se entera de lo que es “canela fina”.
Salgo inmediatamente para secarme al sol de la plazoleta; lo consigo poco a poco,
emprendo la subida de los escalones de piedra y llego a la cuesta de San Vicente, junto a
unos muchachos que discuten sobre sus excelencias de nadadores, en la misma forma que lo
he oído a otros en las playas del Norte.
Decididamente, Madrid ha progresado mucho.
Casa Nosotros en la Hoguera (Avispa, 1989)
46
LOS ARTÍSTICOS Y DIFÍCILES TRABAJOS DE HACER Y VENDER CHURROS
Delicadezas refinadas del churrero y la paciencia valerosa de la churrera
Dibujo de Bagaria
¿Ustedes suponen que hacer un churro es una cosa despreciable o de poca importancia?
Pues padecen un error de suma gravedad si a esta pregunta se atreven a contestarla de un
modo afirmativo.
El churro, el despreciado churro que sirve de término de comparación para todas las cosas
mal hechas, tiene existencia real y propia merced a los refinados trabajos de sus artífices...
El churro está al alcance exclusivo de una minoría de personas... Es muy difícil hacer un
churro.
Y si alguien se atreve a poner en duda esta categórica afirmación, que escuche lo que dice
un churrero enamorado de su arte, que me habla con palabra enérgica y tono sincero, como
corresponde a cuantos tienen orgullo profesional
—Este asunto de freír los churros es de mucho intríngulis. Crea usted que no aciertan todos.
—Bajo su palabra.
47
Nos hallamos sentados ante los veladores de un café popular, colocados en la plaza del
Humilladero, frente a las de Puerta de Moros y Cebada y muy próxima a la de los Carros…
Estos barrios castizos del distrito de la Latina tales parajes por creer que en ningún otro se
podrá saciar mejor mi curiosidad churrera.
Se llama mi interlocutor Vicente, es hombre de unos treinta años, lleva barba de dos días,
presume de grandes habilidades en su oficio y de haber realizado heroicas hazañas
castrenses en tierras marroquíes... Como este último extremo no me interesa en la ocasión
actual, prescindo de él en absoluto, con gran sorpresa del churrero, que se empeña en
"colocarme" referencias sobre su actuación valerosa en varios combates.
—Hábleme de la lucha con la harina para hacer el churro... Es lo que me interesa en este
momento.
—También tiene importancia, y muy grande. Al principio parece que esto es como hacer
el pan y que se halla al alcance de cualquier panadero... Pues no hay tal cosa... Una vez
calentada el agua y echada la harina hay que batirla, y aquí viene la dificultad...
—¿Qué me dice usted?
—Lo que oye... Batir la harina es muy difícil y no se aprende sino a fuerza de estudio...
Muchos no lo consiguen nunca, aunque se lo propongan.
—¿Y en qué consiste esa dificultad?
—En el “toque”... Todo estriba en el “toque”.
—¿Y usted conoce bien ese “toque”?
Vicente es un hombre modesto, y por toda contestación me dirige una sonrisa.
—Luego—añade—hay que tener cuidado con que salga bien la “atmósfera”.
—¿Qué atmósfera?
—La “atmósfera” que produce el batimiento.
—¡Ah, ya!
—Si sale la masa con buena “atmósfera”, es el momento de dejarla que fermente, y
después la tapo por encima, para lo que se necesita también un “toque” especial.
—¿Y ya con eso...?
—Se mete la masa en el embudo, y del propio embudo sale un churro “manífico” que está
diciendo: comedme.
—Y si no se tienen esos cuidados escrupulosos, ¿qué ocurre?
—Que sale una cosa a la que llaman churro, pero que no es churro ni nada... Hoy en día
hay muy pocos churros buenos, créame usted... Ahora, los que yo hago son churros; le
aseguro que son churros.
—Arte puro, ¿no?
—Casi tanto como si fuesen buñuelos, donde toda la masa hay que rebajarla a fuerza de
habilidad en los dedos... Me recuerda lo que le digo una cosa que me ocurrió en Melilla el
año 12...
—No, amigo Vicente; déjela para otra ocasión.
Y antes de que insista me levanto y se da por terminada la entrevista.
* * *
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ASPECTOS PINTORESCOS DE MADRID (1918-1923) (Tercera serie) Nilo Fabra

  • 1. ASPECTOS PINTORESCOS DE MADRID (1918-1923) Tercera serie NILO FABRA Edición, transcripción: Julio Pollino Tamayo cinelacion@yahoo.es
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  • 3. 3 ÍNDICE La Voz (19201-1923) (Dibujos de Tovar) Tercera serie 1- La limosnas de los fieles...............................................................................................5 2- Una legión de muchachas aspirantes a “taquímecas”...................................................9 3- Todos los españoles tenemos sangre torera.................................................................13 4- La candidez de los “pardillos” y la sutileza de los timadores.....................................18 5- Las bodas de rumbo en los viveros de la villa.............................................................23 6- La pequeña usura femenina.........................................................................................28 7- Las señoritas alemanas educadoras de los niños pudientes madrileños......................33 8- Una casa de socorro en el barrio de las Peñuelas........................................................37 9- La gran piscina popular de la cuesta de San Vicente..................................................42 10- Los artísticos y difíciles trabajos de hacer y vender churros.....................................46 11- La comida de los humildes en los bodegones madrileños.........................................50 12- El noble de limpiar, encender y apagar los faroles....................................................54 13- Las habilidades de las “mecheras”............................................................................58 14- Las “mosconas” por las calles de la corte.................................................................62 15- Una visita a la casa de los exploradores del firmamento..........................................66 16- Las paralelas de la Puerta del Sol..............................................................................70 17- La vigilancia bajo las frondas....................................................................................74 18- El duro y reglamentario oficio de cargar bultos sobre los riñones............................78 19- Las mensajerías populares.........................................................................................82 20- El arte contemporizador y difícil de dirigir un “cabaret” a la moderna....................87 21- Las vidas atormentadas por el miedo a las supersticiones........................................92 22- Un sanatorio de perros en uno de los barrios populares............................................96 23- La feria de los libros junto al enverjado del Botánico.............................................100 24- Las señoritas del comercio......................................................................................105 25- El arte complicado y sutil de “atrapar” marido.......................................................109 26- El negocio de la busca por las traperas que tienen “línea”......................................114 27- Los audaces jinetes con los cántaros en las aguaderas............................................118 28- Procedimientos barberiles odontológicos de hace veinte años...............................122 29- La enseñanza del francés a personas adultas y adineradas......................................126 30- Una mujer del pueblo perita en la ciencia del esculapio.........................................130 31- El tráfico de los libros viejos, negocio productivo y cultural..................................134 32- El público madrileño en la Biblioteca Nacional......................................................137 33- La gran partida de mus y el viaje a La Coruña........................................................141 34- La venta de romances de ciego por un hombre de mucha vista..............................146 35- Los hurtos en las iglesias por descuideras y raterillos............................................150 36- Las mujeres que se dedican a “modelos”................................................................154 37- La venta de nacimientos en la Plaza de Santa Cruz................................................158 38- Un hombre que nadó en la opulencia, dedicado a los quehaceres porteriles..........162 39- Las timbas al aire libre............................................................................................166 40- La Agencia de Cupletistas.......................................................................................171 41- El pregón y la venta de los periódicos por las calles de la villa y corte..................176 42- Las máquinas de coser y su venta a plazos para las mujeres humildes...................180 43- La ayuda de las asistentas en el servicio doméstico................................................185 44- La casa de dormir en la calle del Oso......................................................................189 45- El retorno a la juventud de un grave y sesudo anciano...........................................194
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  • 5. 5 LAS LIMOSNAS DE LOS FIELES, O EL CIEGO TOMÁS EN EL PÓRTICO DE SANTA CRUZ Rivalidades, amores, celos y egoísmos de los pobres de iglesia —Ande usted, Tomás; vamos a tomar café en cualquier parte… Ahora hay poca gente dentro de la iglesia, y no sacará mucho. —Como usted quiera... Pero me tiene que servir de lazarillo. —¡No faltaba más! Y pocos minutos después, el ciego Tomás y este humilde cronista se arrellanen sobre los divanes de un café no muy lejano a la iglesia y parroquia de Santa Cruz, donde mi interlocutor, desde hace más de quince años, implora la caridad pública. Tomás es un hombre alto, delgado y huesudo, que ostenta sobre el labio superior un bigote canoso, y tiene un rostro ligeramente marcado por arrugas, aunque no tantas como corresponden a su edad, pues me confiesa temer cumplidos los cincuenta años... Le produce gran regocijo la idea de charlar con un periodista, y en tono de nostalgia me evoca los tiempos antiguos, en que era vidente. —¡Oh los periódicos! ¡Los periódicos!—dice—. Yo he trabajado también para ellos... Estuve de maquinista en "El Imparcial", en la calle de Mesonero Romanos. Quedan todavía, según me dicen, algunos de mis tiempos... Usted también estuvo allí, ¿verdad? —Sí, también estuve. —Cuando me quedé sin vista, ya me había marchado de la casa… Trabajaba entonces en le imprenta de Rivadeneira... Poco a poco empecé a no ver bien; visité a la mayoría de los oculistas de Madrid, y aunque todos estuvieron de acuerdo en la gravedad del mal, yo tuve siempre esperanzas, y hasta me costó trabajo acabar de convencerme a mí mismo de que me había quedado completamente ciego… ¡Una desgracia muy grande, muy grande!…
  • 6. 6 Tomás calla, y yo guardo también silencio, mientras miro al ciego con una enorme compasión, pensando que, en realidad, no puede haber un dolor más terrible que la pérdida de la vista en la edad madura y después que durante largo tiempo nuestra retina ha podido contemplar las cosas de la vida como son, o como ella se las representa, que dicen los filósofos. Pero Tomás, que es por naturaleza alegre y además gusta de mover la lengua a sus anchas, tarda poco en salir de su ensimismamiento, y prosigue refiriendo sus impresiones sobre la mendicidad. —Me tuve que poner a implorar la caridad pública; no había otro remedio... No se olvide que tengo mujer y dos hijos pequeños a quienes mantener, y aunque ella es muy buena y ayuda todo lo que puede, es muy justo que el hombre no esté ocioso... Y me hice pobre de iglesia. —Tengo entendido que eso no es tan fácil como parece. —Ni mucho menos. Todo depende de tenor la autorización del cura párroco; pero éstos, por lo general, nos la conceden a los que realmente estamos impedidos para el trabajo, somos honrados y vivimos como hay que vivir. —En Santa Cruz, según me parece haber advertido, ¿son ustedes cinco o seis pobres, de los que podríamos llamar "oficiales"? —Espere usted que haga la cuenta... La tía Antonia, ciega; la tía Pepa, ciega también; la Lola, jorobada; Epifanio, "el de las muletas", que es cojo, como ello mismo lo dice; Celestino, el de la cabeza torcida, que por este defecto está también imposibilitado, y... me parece que no hay más... ¡Ah, sí!... La tía Librada, que ella dice que es ciega, pero a mí se me figura que ve más que un galápago. —¡Caramba!... ¿Y están ustedes bien avenidos? La pregunta le produce a Tomás un gran júbilo, pues se echa a reír con gran estrépito, y luego dice: —¡Ya sé por dónde va usted!… Pues verá; nos unimos sólo para luchar con los "mangantes", que son nuestros enemigos. —¿Y quiénes son los "mangantes"? —Los otros pobres que se meten en las iglesias a pedir, sin autorización de nadie... Unos sinvergüenzas, son todos unos sinvergüenzas; puede usted creerme... A esa gentuza, guerra, guerra sin cuartel... Yo, al que se descuida, sea mujer o sea hombre, le arreo un palo..., y ya habrá usted oído hablar de lo qué son los palos de ciego. —Me lo figuro. ¿Y dan buen resultado esos procedimientos contundentes? —Regular; al principio sirven; pero a la larga no hay medio de quitarse de encima a los "mangantes", con los que no pueden ni sacristanes ni monaguillos… Al principio, tomaba yo unos berrenchines espantosos; pero me he ido acostumbrando, y ya procuro evitarme los disgustos. —Y aparte de la guerra con los "mangantes", ¿cómo es el trato entre ustedes? —Muy malo, malísimo... No hay seguridad en el dinero; el que puede quitárselo al otro se lo quita; no hay compasión ni se respeta nada. —Me deja usted estupefacto.
  • 7. 7 —Pues como usted lo oye... Y de nosotros, los ciegos, abusan de una manera tremenda; afortunadamente, ya que carecemos de vista, tenemos un oído muy fino y un tacto estupendo... Sin tener ojos, o con ojos que no sirven para nada, hay que andar con cien ojos, sobre todo en los repartos. —¿En cuáles? —Por ejemplo: en los de bodas y bautizos... Llega un señor y entrega una peseta, o dos, o un duro, y dice: "A repartir entre todos"… El ciego no puede perder detalle alguno, pues tiene todas las de perder, ya que la persona que ha entregado el dinero no dice nunca cuál es la cantidad. —¿Y a usted intentan engañarle muchas veces? —Muchas, y algunas se salen con la suya... Y cuando me he dado cuenta del engaño y lo hago público a gritos, todavía tienen la audacia de contestarme: "¿Pero no dice usted que no ve?"... Crea usted que son cosas capaces de alterar la paciencia del más santo. El ciego pronuncia estas palabras en tono de grande indignación, con voz bronca, alterada por el recuerdo del engaño y en la que creo advertir un leve matiz de afán vindicatorio. —Bueno; no se arrebate—le digo—; todas ésas son miserias de la vida… Y dígame: ¿qué horas tiene usted de pedir? —Por las mañanas nada más… Por la tarde vendo décimos, y no me va mal del todo. —¿Sacará usted un buen jornalillo? Tomás hace una mueca displicente, y contesta: —Se exagera mucho cuando se habla de esto... Hay personas que nos toman a los pobres de iglesia casi, casi como si fuéramos millonarios… Se saca lo necesario para ir viviendo, y en ciertas épocas, ni eso... Al ciego, como a la mayor parte de las personas con quienes tengo entrevistas para estas informaciones, aunque se muestran no sólo propicias sino hasta regocijadas para comunicarme cuantos datos sean necesarios, le molesta el tema de las ganancias, que yo me contento solamente con plantearlo, sin insistencia por mi parte. —Los domingos y fiestas—añade—es únicamente cuando se hace alguna cosa... Los días de trabajo, muy poco. ¡Y eso que yo tengo "parroquianos" fijos!... Hay una señora que me da veinte céntimos siempre, y que rara vez falta… A los compañeros les da mucha envidia. —¿Y hay otras iglesias en que se saca más?
  • 8. 8 —¡Ya lo creo!... Las mejores de todas son Calatravas, San Luis, San Pascual y Santa Bárbara… Lo demás "vale poco"... La de la Concepción sería muy buena; pero no dejan pedir más que a dos personas... Así es que la gente gorda da el dinero para los cepillos... ¿No le parece a usted que está muy mal? —¡Hombre, yo...! No sé... Al ciego le indigna también que la caridad pueda ordenarse y estar sujeta a una inspección, y se desata en improperios contra esa medida, hablando como el hombre que se considera víctima de una estafa... Le interrumpo con la siguiente pregunta: —¿Y entre ustedes no hay también amoríos? Los hombres y las mujeres que están siempre juntos, al fin y al cabo llegan a experimentar alguna simpatía. —Ya lo creo; sí, señor. Nosotros, los ciegos, somos muy enamorados. —¿Ah, sí? —Como usted lo oye... A mí, el gusto por las mujeres no se me ha perdido, ni creo que se perderá nunca... Pero no somos nosotros solos; en general, todos los tullidos buscan una compañera, y viceversa… Del pórtico de las iglesias han salido muchos noviazgos, y luego ha habido las correspondientes bodas, porque, es claro, los párrocos no consentirían otra cosa… Yo he sido padrino de algunas. —¿Y van de invitados los otros pobres? —Como usted lo dice... Y., además, los sacristanes y los monaguillos… Luego nos vamos todos a tomar café... Uno, en su pobreza, hace lo que puede. —¿Y con los sacristanes, qué tal se llevan ustedes? —Ya comprenderá que no hay más remedio que estar bien... Son ellos los encargados de poner orden, y si uno se descuida le plantan en la calle y nos quedamos sin poder pedir... Además, ellos nos ayudan a perseguir a los "mangantes". —Me olvidaba ya de esos despreciables esquiroles. —No les olvide, no les olvide… Al monaguillo es al que se le tiene cierta envidia, ¿sabe? —¿Y por qué? —Pues porque sacan en propinas más que nosotros en limosnas… Como son chicos, hacen gracia. Creo llegado el momento de dar por terminada la entrevista, y salimos del café, sirviendo yo a Tomás nuevamente de lazarillo. Ya en la calle, el hombre me dice: —Lo tremendo de este "oficio" son las novatadas... Al nuevo no se le deja coger ni una perra chica… ¡No tiene usted, idea de lo que sufrí! —¿Y se ha vengado usted ahora, que tiene ya práctica, por ser veterano? —Muy poco. No soy rencoroso, y, además, que no me voy a vengar de una trastada que me hicieran en quienes no tienen la culpa... Pero me doy cuenta de lo que hacen con los otros; la novatada es horrorosa. Estamos ya frente al pórtico de la iglesia, y me despido de Tomás. —No deje usted de decir tampoco que los ciegos somos muy valientes y muy bronquistas. ¡Tenemos muy mal genio! ¡Je, je! —Se dirá todo eso. —Y muy enamorados, ¿eh? Muy enamorados... Por la calle de Atocha deben de pasar muchas mujeres guapas, ¿verdad? —Ya lo creo. —Las siento, las huelo, las percibo... ¡Je, je. je! Vaya, quede con Dios, quede con Dios. Y el ciego se reintegra a la iglesia, en donde a los pocos segundos empieza a clamar monótonamente: "¡No hay mayor desgracia que la de haber visto y no ver!…
  • 9. 9 UNA LEGIÓN DE MUCHACHAS ASPIRANTES A “TAQUÍMECAS” Se abandona la aguja por el teclado y los signos misteriosos Estos signos dicen los "taquímecas" que no son misteriosos, ni mucho menos; pero para mí sí… Su hermetismo me desconcierta, al igual que le sucede al analfabeto con la letra de molde o manuscrita, que le es indescifrable. Quedamos, pues, o ni menos quedo yo, en que el adjetivo está muy bien aplicado... Los signos de la taquigrafía son misteriosos, tanto para mí como para la mayor parte de los lectores, y hasta para algún que otro taquígrafo, pues yo les he visto horas y horas con la mirada fija en las emborronadas cuartillas tratando de descifrar el significado esotérico de unos rasgos absurdos. Voy a hablar con una futura "taquímeca", nacida en los barrios bajos de Madrid, de trece años de edad y de grandes aspiraciones. Esta encantadora chiquilla, bonita y graciosa, de mejillas coloreadas y de pelo dorado, dividido en bucles blondos que le caen sobre las espaldas, además de guapa es pizpireta y charlatana. Contesta a mis preguntas con deliciosa e ingenua espontaneidad y, hasta cierto punto, considerando que representa en el mundo un papel de grande importancia. —¿De modo, Esperancita, que sois muchas las chicas que estáis aprendiendo para "taquímecas"? —Yo creo que se pueden contar por miles. ¿Sabe usted? Se ha puesto de moda. Ahora, que no todas llegan, ni mucho menos... La mayor parle se cansan pronto; pero yo estoy decidida a ser de las primeras, y me saldré con la mía. —¡Ole por las muchachas valientes!
  • 10. 10 La madre de la chiquilla, que asiste a la conferencia, celebrada en un café de la calle del Avemaría, se ríe con alborozo; pero tiene el buen gusto de intervenir en la conversación lo menos posible… También jalea a la muchacha una hermana suya de dos o tres años menos, cojita y delgaducha, la cual está esperando con ansiedad que le llegue el día de empezar ella también a aprender la profesión de moda. —¿De modo que todas las chicas que antes se dedicaban a la aguja se lanzan ahora al teclado? —La mía, no—añade rápida la madre—. Mi Esperanza sabe de modista cuanto puede saber una muchacha de su edad, y hasta le hago que de vez en cuando trabaje como oficiala de sastre. Eso no quita que se vaya preparando para lo otro... Pero, en general, sí; es lo que dice usted... A todas las da por aprender eso tan raro, porque parece que se saca más y es más distinguido. —¿Y hay muchas escuelas? —Ya lo creo; además de las particulares, donde cuesta un dinero que nosotros no tenemos, existen las del Estado y las municipales. —Yo voy a una municipal, en la calle del León... Allí nos reunimos más de treinta chicas, casi todas mayores que yo. Hay muchas que se aburren, porque, claro, no deja la señorita que se charle; pero es que no son aplicadas ni les gusta, —¿Tú sí? —Ya lo creo. La afirmación de Esperancita es categórica, y no me atrevo a hacerle objeción alguna, ya que la muchachita asegura su aplicación en un tono muy serio. —¿Y a ti te gusta mucho la idea de dedicarte a esta profesión? La madre y las dos hermanas se miran con cierto azoramiento, pero después mi interpelada contesta muy decidida: —¡Ay, no, señor!... Esto "salió" de mi padre, que es marmolista… Cuando lo supe me eché a llorar, tomé una gran rabieta. ¡No sé lo que se me figuraba! —¿Es que hubieras preferido ser modista? —¡Tampoco! ¡Ni mucho menos! Yo no quería hacer nada más que estarme tranquilamente en mi casa, y no salir a la calle más que para divertirme. —¡Magnífico, Esperancita! Te comprendo perfectamente. Ya se ve que eres "gata"; en mi calidad de "gato", puedo asegurarte que lo mismito me ha pasado a mí toda la vida. —Ahora, ¡qué a la fuerza ahorcan! —¡Y que lo digas! —Y que puesta una a trabajar, o "a hacer algo", se debe procurar ser de las primeras. —Esperancita, estás hablando como un libro; como un libro que sea bueno y que hable bien... Tienes mucho más talento que infinidad de personas que presumen de ello... Y dime: ¿cuándo piensas estar en condiciones de ganarte la vida con el oficio? —Yo creo que antes de dos años—replica siempre con gran seguridad—; yo, por mi parte, pongo todos los medios... Lo más cargante es eso de que a la fuerza tenga una que saber ortografía. —¡Horroroso!
  • 11. 11 —¡Me desespera! ¿Qué más dará que una palabra se escriba con hache que sin hache, si se entiende lo mismo? ¡Pues mire usted que el lío de la be y de la uve!... El que lo inventó debía de ser un guasón, pero un guasón muy grande y de muy mala sombra. —¡Un sinvergüenza! —La señorita Emilia, la maestra, nos pone a que copiemos en la máquina cartas con mala ortografía para que las arreglemos nosotras. Yo, algunas veces, me armo un lío horroroso, pero no tanto como otras; que conste. —Constará. Observo que esta chica, que se ha confesado ingenuamente haragana por naturaleza, siente, sin embargo, con gran intensidad el estímulo de la emulación, y con tal virtud y una inteligencia viva como la que tiene me atrevo a augurarle un buen porvenir. —En taquigrafía voy aprendiendo ya casi todos los sufijos. ¡Y es muy difícil, muy difícil! En la escuela hay una chica, ¿qué chica?, mujer, pues tiene diez y seis años, y todavía no ha aprendido los sufijos. ¿Le parece a usted? —¡Qué escándalo! —Se llama... —No me lo diga, que no lo voy a poner. Las intenciones de Esperancita no son muy caritativas, porque insiste luego en la torpeza de su compañera, y hasta me dice, con cierta fruición, el nombre y apellido, añadiendo: —No comprendo cómo es tan "cerrada" una chica ¡tan vieja!… —Achaques, de la senectud... A los diez y seis años ocurren esas cosas. Y las veinte o treinta muchachas que os reunís en clase ¿estáis todo el tiempo calladas, obedeciendo a la señorita Emilia? Esperanza da un suspiro y mira a la madre; pero la buena señora se ha quedado dormida, pues la conversación la tenemos de noche, y, aunque no muy tarde, lo suficiente para alterar la costumbre del sueño... Al advertir que no es escuchada por la autora de sus días, la muchacha no vacila en ser sincera, y contesta: —Se charla todo lo que se puede… Eso no hay quien lo remedie… Si no habla una en tantas horas, revienta.
  • 12. 12 —¿Y de qué se habla? —De novios; no hablan más que de novios. Póngalo usted... Y la mayor parte de ellos las acompañan hasta la escuela, y luego van a buscarlas a la salida... La señorita Emilia, algunas veces, se incomoda mucho y les dice: "Hagan ustedes el favor do dejar los pollos en el Prado..." Es un chiste, ¿sabe? Los pollos de las gallinas que están en los prados, y los novios, que son unos pollos también, que quiere que se queden en el paseo. —Ya me hago cargo... Y en confianza, dime: ¿tú no tienes también novio? —No, señor, no; de ninguna manera. Ahora no quiero más que aprender bien la taquigrafía y la mecanografía para poder ganar mucho dinero. —Mi hermana es muy formal—dice la cojita—, aunque pretendientes los tiene de sobra; algunos, hasta de menos edad; casi todos los chicos del barrio están enamorados de ella. —Me explico esas volcánicas pasiones. Pero yo, a lo mío—añade Esperancita—; creo que dentro de poco estaré en condiciones de ganar un gran sueldo. Noventa o cien duros... —¿Tú crees...? La muchacha debe de tener una idea algo fantástica de las cantidades y de su futura profesión; pero no me atrevo a quitarle la ilusioncita, limitándome a preguntar: —¿Y piensas ser "taquímeca" toda tu vida? —¡Ay, no! De ninguna manera... Supongo que trabajaré hasta los veinte años, lo más, y entonces me casaré y me dedicaré al cuidado de mi casa. Es la eterna contestación de todas las muchachas madrileñas que se ganan o aspiran a ganar la vida con su propio esfuerzo... Esperancita quiere casarse, y a mí se me figura que hace muy bien... El ideal burgués continúa rebelde a la emancipación femenina, a pesar de haber surgido oficios nuevos para la mujer, como este de "taquímeca", neologismo formado por los apócopes de taquígrafo y mecanógrafo, que trae locas a las muchachas madrileñas, tanto de la clase media como del pueblo, hartas todas de sufrir la esclavitud de la aguja, pero que en el fondo de su alma sólo sueñan con el matrimonio y las labores propias de su sexo.
  • 13. 13 TODOS LOS ESPAÑOLES TENEMOS SANGRE TORERA, O ¿QUIÉN NO HA ECHADO UN CAPOTE? La plaza de las Ventas, científica y democrática escuela de torear Nos apeamos del tranvía mi compañero y yo poco antes de llegar al puente que cubría el anegado arroyo. Esta vez me acompaña en la información un compañero, menorquín recriado en Barcelona, hombre muy serio, pero al mismo tiempo muy curioso por presenciar personalmente ciertos aspectos característicos de la vida madrileña, acaso con fines de severidad crítica. Desde el puente hasta la plaza de toros hay una regular distancia... Subimos carretera arriba, y a poco doblamos hacia la izquierda por una calle barrosa y curva, de casas de ladrillo color anaranjado, que ostenta un azulejo rotulando a la vía con el nombre de Canillas... Es día de fiesta, y una multitud humana se aglomera en los templos donde se da culto a Baco, y como la devoción a este dios pagano se halla tan extendida, nos encontramos uno cada cuatro pasos... Nosotros nos dirigimos también a una taberna, que además de taberna es un pórtico, el cual da acceso nada menos que a una de las más serias y científicas escuelas de tauromaquia que para bien de sus hijos se han creado en toda la península hispánica, y de donde han salido, salen y saldrán arriesgados y artísticos lidiadores de reses bravas. En la actualidad ese centro pedagógico se halla regentado por un antiguo novillero, Florencio Portolés (a) Gallito de Valencia, que, sino tuvo extraordinarios triunfos en el ejercicio activo de su profesión, los consigue ahora, sin alborotos ni escándalos, enseñando a las generaciones futuras los procedimientos del arte, ya que Gallito de Valencia es, sencillamente, un educador artístico. Florencio nos recibe muy cariñosamente, y accede en el acto a enseñarnos la plaza y a contestar a todas las preguntas que yo le dirija.
  • 14. 14 Subimos unos cuantos escalones y aparecemos en los tendidos, unos tendidos de madera con algunas quebraduras... Enfrente hay uno de ladrillo; pero, según me informan, apenas tiene asientos… A nuestra derecha se hallan los toriles, que dan a una corraliza donde siempre hay encerrados de cuatro a seis becerros añojos o erales. —Por ese redondel—dice Florencio—ha desfilado, y desfila, todo el mundo. —¿Cómo lodo el mundo? —Bueno; todo el mundo, no… Hay sus excepciones; pero crea usted que el que no la "hinca" aquí la "hincó" en la Puerta de Hierro, o en el puente de Vallecas, cuando había plaza en esos lugares, o si no, en la Ciudad Lineal, o en la China. Esta China no es el Celeste Imperio... o república, sino otra academia de torear situada en el allá de la población, mucho más allá que donde termina el paseo de las Delicias. —Y si no, vamos a ver: ¿a que alguna vez ha dado usted un capotazo a un becerro ?—me pregunta con gran sorna. —Hombre, sí, tiene usted razón—contesto ruborizándome—; pero tuve bastante canguelo. —Eso es harina de otro costal. La jindama es libre, y yo estoy convencido de que la mayoría de los que cogen un capote se quedan sin saliva en la boca en cuanto aparece el becerro. —Pero, a pesar de eso, ¿se torea? —Torea todo el mundo... Mire usted: la parroquia de esta casa se compone de dos clases de personas… Una, la de aquellos que torean por capricho, y otra, la de los chicos que aspiran a vestir el traje de luces. —¿Y entre los primeros…? —Entre esos lo mismo tiene usted títulos de Castilla que golfos desarrapados..., pasando por estudiantes, tenderos, obreros de toda clase de oficios y hombres de carrera y de gran posición que vienen de "ocultis" y confiando en que no ha de saberse... Hasta hay muchos extranjeros que han visto una corrida de toros, y les entran también ganas de dar sus capotazos… Créame que no le engaño al decirle que todos tenemos algo de toreros, aunque luego el becerrete vaya quitando ilusiones para toda la vida. Este Gallito de Valencia hombre ligeramente bizco, de rostro ancho y sanguíneo, habla de su asunto en tono de gran convicción, pronunciando las palabras lentamente, como si quisiera no precipitarse, para evitar equivocaciones… En el fondo no es sino el tono doctoral tan del uso de cuantos se dedican a la enseñanza de un arte o de una ciencia, y que se adquiere mediante la relación del maestro con el discípulo. —¿ Y cuánto cuesta torear en la plaza esta ? —El estreno de un becerro, doce duros, sin matarlo, naturalmente… La muerte de un becerro no se puede permitir menos de setenta y cinco duros. —¿ Pero la carne es para usted ? —¡Claro! Como que hay erales que me cuestan setecientas pesetas, y muchos añojos, quinientas mondas y lirondas... Otros hay más baratos; pero el negocio, al fin y al cabo, es el negocio. —¿Y se matan muchos? —De vez en cuando se organiza la becerrada por una pandilla de amigos... Pero lo más frecuente es torear un becerro ya toreado... Por eso no se lleva más que diez pesetas; los golfillos no torean otra cosa.
  • 15. 15 —¿Pero los animalitos esos tendrán peores intenciones que el sacamantecas? —Parecidas... Los golfos aprenden a torearlos, que es un toreo completamente distinto que el otro... Consiste en que, en vez de que el becerro no vea más que el trapo, prescindir de éste, presentar el cuerpo y saber burlarlo en el momento de la acometida. Algunos hacen prodigios... Es la sangre torera, el "gusano" que hemos tenido todos. —¿Qué es el gusano? —La afición loca... A mí me entró también el "gusano" cuando era mozalbete, y me escapé de mi casa, allá en Valencia, y me fui a torear por los pueblos montado en los topes de los trenes. El día en que no huya ese "gusano" se acaban los toros; pero siempre lo habrá, pase lo que pase. Mi compañero lo oye entusiasmado y no cesa de decir con gran complacencia: —¡Qué bonito es todo esto! ¡Qué interesante! —Los merenderos de las proximidades ¿contribuirán mucho a darle a usted parroquia? —Figúrese... Después de una buena comilona, abundantemente "regada", todo el mundo se cree más valiente que el Cid Campeador… A la hora de los postres, ¿quién no es torero?... Hasta las mujeres. —¿También las mujeres? —Ciertas "señoritas", sí están un poco "ajumadas", se ponen farrucas y agarran su capote... Ahora, que el becerro las despabila a escape. —Debe de ser ése un magnífico amoniaco. —De primera calidad. Florencio es un hombre sumamente serio, y al referirme las cosas que ocurren en su plaza de becerretes no se ríe nunca, aunque se llegue a extremos al margen de lo ridículo... El toreo no es, ni puede ser, una cosa cómica, pese a los triunfos obtenidos por los Charlotes y Llapiseras que han mixtificado el arte. —Cada sesión de toreo—añade—no dura arriba de veinte minutos, o, a lo sumo, media hora… No hay quien resista más... Es un ejercicio muy fuerte.
  • 16. 16 —¿Y las clases que da usted? —Lo mismo... Tengo bastantes alumnos y estoy satisfecho de su comportamiento... Se les enseña al principio con una cabeza de toro, y poco después se les sueltan algunos becerros... Así es que cuando se marchan a las capeas saben ya lo que se traen entre manos… Aquí se aprende más que por esos pueblos, aunque después sea necesario que se practique en ellos... De esta casa han salido el difunto Mazzantinito, Moreno de Alcalá, los Valencia, el propio Granero, que se ensayó mucho el año pasado; Márquez, el que va para fenómeno, y muchos más… No se pierde el tiempo, no se pierde el tiempo. —¿Y cuanto lleva usted a cada discípulo? —Doce pesetas al mes... No es mucho, ¿verdad? Y pongo un gran cuidado, sobre todo en aquellos que veo condiciones y afán de aprender... Ahora tengo dos discípulos que le aseguro serán dos buenos toreros: Fermín Guerra y José Iglesias... Este último tiene un gran estilo de matador; ¡ya nos hacen falta buenos matadores! ¿Verdad? —Mucha. Habla en el tono orgulloso de los maestros al referirse a los discípulos preferidos, que supieron aprovechar bien las enseñanzas, y yo, ante sus palabras, me creo en el caso de sonreír, con una sonrisa aprobatoria, mezcla de admiración y simpatía. —¿Y accidentes, han ocurrido muchos? —Caídas, tropezones y golpes; eso es el pan nuestro de cada día… Pero cosas serias, muy pocas… Una vez me dio el gran susto un señor de cierta edad que había estado comiendo con unos amigos en un merendero próximo. El hombre se sintió flamenco, vino aquí, pidió que le echaran un becerro, y el animalito, en cuanto asomó en la arena, le puso a tierra de un empellón… No sé el tiempo que estuvo aquel señor sin sentido... Me dio el susto padre, porque todos creímos que le había matado… Cerca de tres meses estuvo sin poderse tener de dolores... Pero ya le digo: en cinco años no ha habido otro caso serio como éste. —¿Y no vienen aquí padres en busca de sus hijos, enterados, de que torean y deseosos de impedirlo? —Sí, señor; en muchas ocasiones… Al principio, yo les tomaba en serio; pero verá usted ahora lo que hago... En cuanto me dan las señas del muchacho, digo: "Sí; ya sé quién dice... Está toreando… Venga y le verá"; y le meto en un cuartito hecho a propósito, ahí abajo, desde el cual se ve la plaza sin que le vean a uno... Pues en cuanto ve el padre al chico se le cae la baba, y empieza a decirme: "¡Tiene maneras, tiene maneras! ¡Hay estilo! ¡Hay estilo!" —¿Y no le rompe un hueso después? —¡Quia! Si le regaña luego es porque al padre le parece que no ha estirado bien los brazos, o que ha dado una "espanta" fea... Suelen venir enfurecidos, y luego salen discutiendo con los muchachos sobre la manera de torear. —Está en la sangre, como dice usted... Es el "gusano". En cuanto he pronunciado la palabra "gusano", oigo la voz de mi compañero, que me dice: —¡Mire! ¡Mire! ¡Mire qué prodigio! Vuelvo la cabeza, y veo a una criatura, que no habrá cumplido los seis unos, y que ejecuta de salón unas verónicas magníficas, con el más puro estilo clásico... Es un "chavea" que no me llegará ni a la rodilla, y que ostenta ya una extraordinaria coleta. No puedo contenerme, y prorrumpo, juntamente con mí compañero, en estruendosos aplausos.
  • 17. 17 —El es Quiqui—me dice Florencio—; tiene arte, ¿verdad...? Y afición, ¡vaya si tiene afición! Todo el día está toreando. —¿Tú qué vas a ser?—le gritó al niño. —¡Torero! —¡Ole la sangre flamenca!—exclama en un rapto de entusiasmo torero el menorquín recriado en Barcelona—. ¿Y si toreásemos un ratito?—añade dirigiéndose a mí. —¡Pero, hombre, por Dios! ¿Le ha entrado a usted el "gusanillo"? —Sí, señor. —Pero le van a dar a usted un testarazo. —No importa. —Y además son diez pesetas. No olvidemos que se educó en Barcelona. Esta consideración contiene algo sus impulsos taurinos... Pero una vez que hemos abandonado la plaza la mira con aire nostálgico, y dice: —Este verano tenemos que venir a torear todos los redactores de LA VOZ... ¿Qué le parece? —Muy bien—contesto llevándole la corriente.
  • 18. 18 LA CANDIDEZ DE LOS “PARDILLOS” Y LA SUTILEZA DE LOS TIMADORES Un maestro "en el sobre" refiere sus triunfos en lides de truhanería —Ya apenas si trabajo... Había pensado retirarme definitivamente; pero como el año se presenta bueno, de vez en cuando ejecuto algún negociejo. "El Cañamón"—le llamaremos "Cañamón", ya que su verdadero nombre y apodo se niega, quizás por modestia, a hacerle público—es un hombre de alguna edad, bastante metido en carnes y de cara redonda y rasurada. Se comprende a escape que este sujeto, vestido con indumentaria adecuada, consiga fácilmente la confianza de sus futuras víctimas... Parece un hombre de campo que se ha trasladado a la ciudad para vivir tranquilamente de sus ahorrillos, y, sin embargo, como asegura con grande orgullo, es madrileño, hijo de padres madrileños y nieto de abuelos madrileños, cosa bastante difícil de encontrar en la villa y corte. —Le hablaré a usted de cuanto guste saber—añade—; pero insisto en suplicarle que no publique mi nombre, ni el apodo... Eso tiene más importancia de lo que parece… Y no me pregunte tampoco por el de los compañeros... He tenido, por fortuna, muy pocos "marronazos" en esta vida; soy ya viejo, me gustan las comodidades de mi casa y me desagradaría mucho tener "un disgusto". —Puede usted tener confianza en que será complacido.
  • 19. 19 La conversación de hoy con este honorabilísimo sujeto que tengo el gusto de presentar a los lectores es al aire libre, ya que "el Cañamón" ha tenido el buen gusto de preferir el paseo al encierro en un ahumado café o tupi de barrio… Fiel a su palabra—es un hombre que no falta jamás a lo que se ha comprometido—, acudió a mi cita con puntualidad cronométrica, y charlando, charlando, bajo un alegre sol primaveral, a la hora del medio día, recorremos casi toda la ronda de Atocha, y concluimos en los jardines del Botánico, lugares escogidos por mí, para celebrar la entrevista en el mismo teatro donde alcanzó sus grandes triunfos el más hábil de los operadores por el procedimiento de "el sobre". —Lo principal en este asunto—dice—es tener hecho un estudio completo del tipo a quien se le va a dar el golpe, y conseguir inspirar la confianza desde el primer momento. A esto debo yo, en particular, el haber tenido alguna suerte en mis "asuntos". —¿Y de qué medios se valía usted? —A ciencia cierta no sabría decírselo… Todo depende del "aquel" de cada uno... Además, influye mucho la costumbre... Lo que sí puedo afirmarle es que una cosa que me ha convenido mucho es hallarme siempre al corriente de las cotizaciones de granos. —¿Y por qué? —Es la conversación que le interesa al "pardillo", lo único que en el mundo le preocupa, y en cuanto oye hablar del solo asunto que entiende algo, pues se confía por entero... Otra cosa que conviene mucho, y que yo cuido desde hace treinta años, es conocer perfectamente los nombres de cuantos pueblos hay en las provincias de Madrid, Toledo, Cuenca, Salamanca y Guadalajara, y los medios de comunicación de cada una, y los nombres de las personas pudientes en esas regiones... No es más que cuestión de memoria..., y a mí no me ha faltado. Les confía mucho hablarles de su región demostrando conocerla. —¿Y la conversación es fácil de entablar? —Todo depende de las caras. Yo tengo para esto un gran golpe de vista, y pocas veces me he equivocado… En mi juventud—entonces sí que se trabajaba bien—recorría los pueblos, y conocía allí mismo a mis futuras víctimas. Aquellos eran otros tiempos… Con decirle que llegué a tomar tal práctica del asunto, que en un solo mes de mayo hice—esto fue el último año del siglo último—setenta y tres negocios… —¿Más de dos por día? —Como usted lo oye…, y sin el menor tropiezo. De los setenta y tres, sólo cuatro dieron parte a la Policía, que yo sepa; y, ¡claro!, no se averiguó nada... A uno, si le cogen con las manos en la masa se le puede procesar por tentativa de estafa, que se castiga con una multa, y cuando la "operación" se hace, nunca hay pruebas suficientes... En general, no se castiga más que con las quincenas gubernativas… Yo sufrí algunas...; pero no debo quejarme de mi suerte. "El Cañamón", a quien también llamo D. Paco, hace largas paradas mientras habla, y al final de sus párrafos me mira fijamente, y repite algunos, como dudando que yo me entere con rapidez de sus aseveraciones, confrontadas por la experiencia. —¿De modo que la especialidad de usted es el procedimiento "del sobre"?—le pregunto. —Sí, señor. —Bueno; pues refiérame cómo lo ejecuta.
  • 20. 20 Don Paco tose con la misma importancia, ligeramente petulante, de un hombre científico y convencido de su saber que va a dar una conferencia. —Pongamos que ya he adquirido confianza con el payo, cosa no muy difícil para mí, como le he dicho, y que vamos transitando por este paseo... Pongamos que el payo es usted. —Bueno; como guste. —De repente pasa mi cimbel delante de nosotros y deja caer un sobre a los pies de usted... Siento que no haya venido el chico para que usted viese lo bien que lo hace. —No importa... Tengo imaginación, aunque me esté mal el decirlo, y me doy cuenta. —El sobre me apresuro a cogerlo yo... Es un sobre abierto, y en el que noto a escape, y usted lo nota también, la presencia de billetes… Esto sí que tiene usted que verlo con sus propios ojos para convencerse. Y D. Paco saca un sobre de su bolsillo, y de una cartera dos billetes de Banco auténticos, que los dobla de una manara rara, superponiendo los dobleces. La operación la hace en dos segundos, y mete los billetes en el sobre, que me presenta. Me quedo atónito... El sobre me da la sensación de que contiene un verdadero fajo de billetes de Banco... Parece fantástico que con aquel leve manipuleo se haga una simulación tan perfecta... Don Paco nota mi asombro y rompe a reír con grande algarabía. —El saber presentar el sobre constituye uno de los intríngulis del negociejo—añade. —Ya lo veo, ya.
  • 21. 21 —¿No es verdad que parece que hay veinte, y no hay más que dos?... Pues una vez que el sobre ha caído al suelo, yo, como le digo, me apresuro a cogerlo y a enseñarlo al paleto, a quien por lo general le da vértigos la presencia de los billetes… Antes de que empecemos a discutir la determinación que se va a tomar, se presenta el propio cimbel que dejó caer el sobre, y dice muy afligido: “¿No vieron ustedes un sobre que se me ha debido caer por aquí?” “No—contesto yo muy rápido—. Nosotros no hemos visto nada.” El payo me mira absorto; pero yo ya conseguí su complicidad. El cimbel se marcha, fingiéndose muy apesadumbrado por la pérdida. —Y entonces, ¿qué ocurre? —Entonces comienza lo más difícil del asunto. Yo tengo el sobre en mi poder, y propongo a mi víctima un reparto... Acude en seguida, poniendo unos ojos muy alegrillos; pero yo empiezo a expresar mis temores de que alguien nos ha visto y que es peligrosa la exhibición del sobre... Me propone entrar en un café o en una taberna, pero me niego, por considerar que en esos sitios estamos muy expuestos… En una palabra: que asusto al payo, y cuando le empiezan a entrar realmente temores de que le pueden llevar a la cárcel, le propongo, para concluir el asunto, la entrega del sobre mediante dos, tres, cuatro o cinco billetes, según le tengo de "empapado" con mi muleta, y del dinero que lleva encima. —¿Y accede? —Siempre..., y además se queda contentísimo... Eso de entrar en Madrid y de buenas a primeras hacer un gran negocio es cosa que tiene que producir un gran regocijo. —¿Y después? —Después..., yo no lo veo; pero sé perfectamente lo que les ocurre… Al convencerse, a los pocos segundos—no tardan más en mirar el sobre—, de que los billetes no son más que dos, y ambos falsos, les entra una rabia tremenda, más todavía que por el dinero perdido, por haber sido engañados. No tardan en comprender que además de quedarse sin las perras han hecho el ridículo, y entonces el ochenta por ciento prefiere callarse, y si se ve obligado a dar cuenta de la cantidad a alguno de su familia, declara que se la ha jugado... Todo menos confesar que se la han dado de primo... Eso no lo hacen más que los excesivamente cándidos, esos que si usted les viera tienen una cara que parece estar pidiendo la "operación". —¿Le ocurrirá a usted muchas veces carecer del suficiente número de billetes falsos? —Ya lo creo... En épocas de más trabajo es una cosa muy frecuente… Entonces no hay más remedio que emplear los legítimos... Se pierden dos y se ganan cuatro… ¡Gajes de la profesión!... Hay muchas contras, como es natural; si no, todo sería Jauja. Hemos llegado ya al Botánico, y "el Cañamón" y yo tomamos asiento en un banco de madera, cabe un árbol monumental, al lado de unos chiquillos con sus niñeras, que corren y saltan. —¿Y ha tenido usted muchos fracasos? —Pocos... Cuando yo me decido a hacer la señal para que acuda el cimbel, es por estar convencido de que el payo no se me escapa… Algunas veces, lo que me ocurre es que me escamo y abandono el negocio… Otras, se han mostrado irreducibles en lo del reparto... Entonces me quedo yo con el sobre, y nada hecho... Pero éstos son casos rarísimos... Al que le tenga bien empapado, no me falla.
  • 22. 22 —¿No se ha dado el caso de que una de sus víctimas se le haya encontrado a usted después y haya querido vengarse por sus propias manos? —¡Quia! Ni por asomo; ya le he dicho que la mayor parte de los "pardillos" tienen más interés que uno mismo en echar tierra al asunto. —Y en cada operación, ¿qué se gana? —De doscientas a quinientas y pesetas. Esta última cantidad, muy rara vez... Otras, nos tenemos que contentar con veinte duros… Lo general son cincuenta o sesenta. —¿Habrá usted hecho su pacotilla? Don Paco escarba la arena con un grueso garrote, y dice, como un buen burgués que lamenta los tiempos que corren y se halla siempre preocupado por su dinero: —Ni mucho menos, señor... Tengo mujer e hijos, y la vida está muy cara... A los chicos he querido educarles bien, aunque de "el Chinitas" ya le conoce usted, no he podido conseguir nada... "El Chinitas" es un muchacho, prodigioso tirador del as de oros, de quien hablé en otra ocasión, y que se ha lanzado intrépidamente por el sendero de los devotos de Hermes. —Si no fuese por esa criatura, ya me habría retirado para siempre de estos negocios... Yo soy una persona decante, aunque no lo quieran creer, y cada vez me gusta menos el andar en estos líos… Pero el niño me obliga; tengo miedo de que dé un mal paso... —Déjele; me parece que ya puede andar solo por el mundo. —Para mí será siempre una criatura. ¡Ay, qué hijo! ¡Ay, qué hijo! Los disgustos que me da... Y "el Cañamón" se pone sentimental, mientras continúa escarbando el suelo con la contera del palo, con el pensamiento fijo en esa encantadora criaturita, que acaso en aquel momento se halle desvalijando a algún incauto por las afueras de Madrid.
  • 23. 23 LAS BODAS DE RUMBO EN LOS VIVEROS DE LA VILLA El azoramiento del novio, la generosidad del padrino y la algarabía alcohólica de los invitados Atravieso la carretera por bajo del puente de los Franceses en el mismo instante en que un tren lo cruza, produciendo un ruido metálico que contrasta con el vocerío, alegre y femenino, que llega desde el Campo del Recreo, donde se está celebrando lo que todos hemos convenido en llamar una boda de rumbo. Cuatro magníficos "breaks" esperan allí que llegue totalmente la noche, y con ella el cansancio, para reintegrar a sus respectivos domicilios a los novios, a los padrinos y a los doscientos invitados. Es la hora crepuscular de una cálida tarde de junio, y el paraje es propicio a todo género de expansiones… El organillo suena con un ritmo cadencioso y atrayente, y la multitud produce, por el contrario, con sus gritos, una algarabía desentonada. Me espera allí, para charlar con él, un cochero conductor de los enormes coches en que se lleva y se vuelve a los invitados... Este hombre, que se llama Antonio Sánchez es experimentado en la materia, pues, según confesión propia, ha realizado sus servicios en más de cien bodas populares y de rumbo, que, para ser fieles con el casticismo, hay que celebrarlas precisamente en la Bombilla o los Viveros. He querido que me hable de esta clase de festejos íntimos, y que el lugar para la conferencia fuese el mismo teatro en donde se ofrenda a Himeneo, concediendo de paso una gran devoción a Terpsícore y a Dionysos... Charlaremos sobre las bodas, presenciando una.
  • 24. 24 —Sí que ha llegado usted en momento oportuno—me dice el cochero—; mírelos qué animadillos están... Fíjese en aquel grupo; tiene acorralado al novio... Está el hombre como una grana. En efecto, puedo convencerme por mis propios ojos de que el contrayente está pasando por uno de esos instantes que no se olvidan nunca. Las bromitas me parece que son de lo más delicadas del mundo. —¿Y la novia?—pregunto a Antonio. —Es aquella que esta a la otra parte... ¿No la ve el ramo?... Esa está bien fresca. ¡Como todas! —¿Como todas? —¡A ver!... Las mujeres para estas cosas son un témpano de hielo… Ya las pueden decir todas las alusiones que se les antoje... Mírela, y qué contenta... El novio, en cambio, "paece" un "atontolinao". Confirma estas palabras una ruidosa explosión de risas que parte del grupo del contrayente... Alguien ha debido de proferir una frase ingeniosa, y la carcajada es unánime entre los amigos... El novio, en cambio, se contenta con insinuar la risa del conejo. —¿Y quién es la novia?—pregunto. —La hija de una buñolero... Se casa con uno del barrio, un chico que dicen es muy formal, y su padre "tié" carpintería cerca de la plaza del Lavapiés... Las bodas de gran rumbo son siempre del comercio bajo: lecheros, carniceros, polleros, pescaderos, prenderos; qué sé yo... . —¿Y se deben de gastar los cuartos de verdad? —¡Que si se gastan! Entre esa gente hay más esplendidez que en muchas de postín. Algunos aristócratas serían incapaces de gastarse lo que se está gastando el padrino de esta boda. —¿Y quién es? —Aquel gordo, que no para un momento de ir de un lado a otro. Observo al hombre en el mismo instante en que se limpia el sudor, que cae a torrentes de su hermosa calva... El tal sujeto confirma la opinión preconcebida que yo tuve siempre de los padrinos de boda; los padrinos, para mi, tienen que ser siempre gordos; un padrino delgado me parece una cosa completamente absurda. —Ese tío—sigue diciendo Antonio—se va a tener que rascar el bolsillo... Cada uno de los "breaques", cien pesetas; son cuatro "breaques", ¿no? Pues, total, ochenta duros... La comida para doscientas personas, pues, dos mil pesetas o por ahí... Además ha pagado a todos el desayuno esta mañana en el Café de San Isidro, al salir de la iglesia, y luego las propinas, y luego las limosnas..., porque, a escape que se huelen las bodas de rumbo, andan unos cuantos vivos como las moscas al panal… Esta mañana han aparecido cuatro murgas, y a todas se les ha dado algo. —¿Y el padrino tan contento?
  • 25. 25 —Satisfechísimo... Hay esplendidez en este pueblo, hay verdadera generosidad..., y los padrinos se gastan el dinero con gusto y disfrutan, ya lo creo que disfrutan. El organillo ha cesado un momento... Se interrumpe el baile… Pero como los invitados no pueden estar ociosos, prorrumpen en estentóreos gritos de ¡viva la novia!, ¡viva el novio! ¡viva el padrino!… A éste, que se halla radiante de satisfacción, le agarran por su cuenta cuatro o cinco graciosas, bonitas y pizpiretas muchachas... La música vuelve a sonar, y el hombre gordo y "pagano" se ve en la obligación de bailar con cada una de las chicas... El padrino jadea y se congestiona; pero sigue dando vueltas y vueltas, hasta que, al fin, cae rendido en una silla en medio de una carcajada general. —¿Y esta gente lleva mucho tiempo chillando?—pregunto al cochero. —¡Que si lleva! Desde que han salido de la iglesia. Allí les vamos a buscar mis compañeros y yo. No dejan de alborotar más que cuando comen o bailan... Lo contrario sería hacer un feo a los novios y al padrino. —¡Ah, ya!... ¿Pero me parece que ahora se chillará más todavía que por la mañana? —Es natural—contesta Antonio muy convencido—. A estas horas se ha llenado bien de líquido el estómago... Aquí todo el mundo bebe, y bebe mucho... Por eso siempre hay preparado un coche para llevar a su casa a los que la han "hincado antes de tiempo". —¿Y suele ocurrir que el novio agarre también la "poderosa"? —No es lo frecuente, no; pero sucede algunas veces... Entonces sí que es el hazmerreír..., y hay que ver lo frenética del "too" que se pone la novia. —Se explica. —Suelen dar el "espectáculo"… Hasta hay insultos fuertes... "Tie" que intervenir el padrino. —¿Para poner paz?
  • 26. 26 —Para arreglar la cuestión... El padrino es el que arregla todas las cuestiones... Porque si "a mano viene" sucede también que varios convidados discuten entre ellos, y de la discusión, claro, como hay vino, vienen los golpes, y se arma un jolgorio de bofetadas morrocotudo... Pero el padrino lo arregla todo. —¡Magnífico padrino! ¡Extraordinario padrino! —Otra cosa hay para la que se necesita además el "tazto" del padrino... Entre tantos invitados, que suelen ser todos amigos, siempre hay una mujer que tuvo algo que ver con el novio, o algún hombre que haya tenido sus más y sus menos con la novia... ¡Aunque todo fuera de buena ley!… Ya me entiende "ustez"... Pues, claro, vienen las pullas, y las indirectas que motivan los achares, y si el padrino no "tie" "tazto", pues, se arma la gorda; ¡pero que muy gorda! —¿Ha presenciado usted muchas de ésas? —Bastantes... Y he oído palabras muy feas... Pero, al fin y a la postre, nada, nada, nada, como no sean las "mermuraciones" de las mujeres después en el coche, mientras se desgañitan gritando: "¡Viva la novia!". —La pícara humanidad, amigo Antonio... Y dígame, usted que entiende tantas cosas: ¿cómo se arreglan para engatusar a un señor con cuartos y conseguir que sea padrino? —El padrino suele ser siempre de la familia de la novia o de la del novio..., o hay alguna gran amistad... También ocurre que "haiga" trampa. —¿Cómo trampa? —Vamos, que sea de la familia sin ser de la familia, o sin poder decir que es de la familia; ¡ya me entiende usted! Mi interlocutor está animadísimo… Parece que durante todo el día no ha cesado un momento de ingurgitar bebidas alcohólicas, pues la generosidad del padrino se hace extensiva a todo el mundo… Para animarle más, convido al cochero a unas botellas de cerveza, y observo que su nariz se pone al rojo vivo. —¿A usted le divierte venir a las bodas? —Ya lo creo; pero, mire, para mí es preferible el servicio de las estaciones... Se saca mucho más de propinas, mucho más... Ahora que estos días se desahoga uno; aquí se reparten cigarros, se come, se bebe, se baila, se alterna... —¡Viva la vida!—exclamo. —¡Ole!—contesta lleno de entusiasmo. El cielo se ha ido ya cubriendo de estrellas. No luce ya sino una luz indecisa... Se acerca la hora de la partida. —¡A bailar todo el mundo!—grita el padrino—. Es la última pieza. ¡Todo el mundo! ¡El suegro, la suegra, y hasta la abuela de la novia!... ¡Todos a bailar! Lo mando yo. La orden se recibe con enorme júbilo, que se traduce en una algarabía de gritos... La única que se niega a cumplirla es la suegra, una señora con más tripa que un montgolfier; pero se la convence pronto, más bien por malas que por buenas… La abuela, una mujer muy vieja, se lanza a la aventura, y es aplaudida con estrépito.
  • 27. 27 El entusiasmo general se me comunica. Yo también quiero bailar. Por fortuna, y como ocurre siempre en estos casos, hay más mujeres que hombres, e invito a una muchacha, que no me desaira... Lo hago muy mal, horriblemente mal, tan mal como lo he hecho siempre; pero mi pareja está tan alegre—no por bailar conmigo, sino por el bullicio—, que creo que ni advierte mi torpeza. —¡Ea! A los coches todo el mundo—exclama el padrino. —¿Puedo yo subir también?—pregunto a Antonio. —Sí, hombre, sí... Espera que hable con el padrino, aunque no era preciso. El padrino, no solamente accede, sino que me estrecha la mano con efusión y me convida a refrescar. Ya estoy arriba, ya estoy en el coche grande, que echa a andar hacia la Puerta del Sol y Carrera de San Jerónimo—trayecto obligado—. Entablo conversación con las chicas, me uno al coro de las voces, y con toda la fuerza de mis pulmones, grito durante tres cuartos de hora: "¡Vivan los novios!"; "¡Viva el padrino!"... Algunos amigos y conocidos me encuentro por esas calles, y ellos me miran y se ríen con muestras de asombro; pero yo no les hago caso, y sigo gritando: "¡Viva la novia! ¡Viva la novia!".
  • 28. 28 LA PEQUEÑA USURA FEMENINA O LOS PRÉSTAMOS BAJO PALABRA El negocio de las fiadoras en los barrios humildes; sus ganancias y quebrantos —Tengo cuarenta y cuatro años. Pues desde hace lo menos treinta no he podido librarme de ellas... Creo que no ha habido ni un mes sin ir a casa de la fiadora… Así que todito lo que he "ganao" cosiendo, lo que ganó mi marido, que en paz descanse, y lo que ahora ganan mis hijos, se lo han llevado esas mujeres... ¿Le parece a usted? —Muy mal. Hago esta afirmación poniéndome serio y adoptando cierta actitud de moralista grave, tal vez para darme alguna importancia. Mi interlocutora, la Joaquina, a quien acabo de conocer en el café de Valencia, es, como ella misma ha dicho, una mujer de mediana edad, muy metida en carnes, de aspecto fuerte y cara redonda y congestiva. La proposición de charlar un rato conmigo sobre las cosas de las fiadoras le ha parecido de perlas; casi casi puedo asegurar que la ha entusiasmado, por considerarlo, quizá, como un medio vindicatorio. Esta señora Joaquina, que sufre, ha sufrido, y probablemente seguirá sufriendo bajo las garras de la pequeña usura, tiene fama en el barrio de prodigiosa "cobista" de fiadoras, y hay quien asegura terminantemente que lo que ella haga en ese sentido no habrá quien lo imite... Además es locuaz, francota y pintoresca de expresión… ¡Magnífica Joaquina!… Dejémosla que hable ella sola, amigos lectores.
  • 29. 29 —Le parece a usted mal que esas pícaras me hayan llevado los cuartos, y tiene usted razón. Pero qué vamos a hacerle; la que se mete en esto del "fiado" está perdida para toda su vida... Es la bola de nieve, ¿sabe? —Pero ¿no ha probado usted a tener fuerza de voluntad y a arreglar su vida con arreglo a sus medios? —Lo he probado todo; pero no he conseguido nada. Además que esto es como todo; se le toma gusto. Yo aborrezco a las fiadoras, las odio con toda mi alma; pero no puedo vivir sin ellas, no puedo vivir. Y cuando consigo hacerlas alguna charranada me entra una alegría muy grande, muy grande… No sé en lo que consiste; debe de ser la costumbre. —¿Y qué la prestan a usted? —Pues a mí, como a todas las de mi clase, una insignificancia: tres pesetas, un duro, dos duros, cinco, y en casos contadísimos y cuando hay mucha confianza, los diez. —Y los intereses, ¿a cuánto ascienden? —Varía mucho; pero, en general, puede usted decir que por semana es a peseta por duro. —¡Qué barbaridad! —Pues como usted lo oye... Así están ellas de vestidos y de alhajas… Las muy cochinas, las muy sinvergüenzas, las muy marranas, las muy asquerosas... —Por Dios, Joaquina, repórtese... —Me sulfuro cada vez que pienso en estas cosas. —Y ellas, ¿cómo se meten en este negocio? ¿De dónde les viene el dinero y cómo aprenden la práctica del oficio? —La mayor parte han sido víctimas de otras, y a fuerza de bregar con ellas llegan a saberse de memoria el busilis, como me lo sé yo. —Pero y los cuartos, ¿de dónde los saca? —Allí está la cuestión… El todo es poder ahorrar unos durillos… Pero como la vida están tan mal, son pocas lo que lo consiguen… La que ahora me sirve a mí—¡vaya una tía ladina!—era hace quince años guarnecedora... Se metió en estos berenjenales a causa de una enfermedad de su padre; pero supo salir de ello bien enterada de todo... Y después se puso a ahorrar, quitándoselo de la boca, y en cuantito tuvo unas cuantas pesetejas, muy pocas, no crea, se lanzó al fiado… Bueno; pues hoy posee miles de duros. ¡Así! ¡Como usted lo oye! La Joaquina pronuncia estas palabras en un tono mezcla de indignación y fervor admirativo, y envidioso, y me las recalca mucho, repitiéndolas, además, diferentes veces. —Bueno—pregunto—; y esas mujeres, ¿qué garantías exigen para sus préstamos? —Ninguna, absolutamente ninguna… La palabra nada más. —¿Pero es posible? —Toma, y tan posible. —¿Habrá muchas que nieguen haber recibido el préstamo? —A montones. Le fiadora se ve obligada en ese caso a recurrir al escándalo y provocarlo ella misma. Es el peor gafe del oficio. La fiadora tiene, por necesidad, que ser una mujer de muchas agallas y muy dispuesta a pegarse, cuando vienen las malas, varias veces al día… Yo no he negado nunca la deuda; pero me he pegado con fiadoras varias veces.
  • 30. 30 —¿Usted, dulce Joaquina? ¡Quién lo había de decir! —Yo misma, si, señor. En mayo hará un año que ahí cerca, en la plaza de Lavapiés, nos agarramos del moño la señora Lorenza y yo... Dimos el gran escándalo… Pero luego hicimos las paces y me volvió a prestar dinero. —Menos mal. —Yo no soy rencorosa... Además soy lo bastante lista para saber que el ir por malas no conduce a nada bueno... ¿Qué consiguen esas que cuando les recuerdan la deuda empiezan a chillar diciendo: "Yo no debo nada; usted es una estafadora"? Pues perder el crédito por una miseria de duro… Y sin crédito no se va a ninguna parte en este mundo... Yo tengo fama de tramposa; pero tengo crédito, a Dios gracias. —¿Eh? ¿Cómo? ¿Qué está usted diciendo? La contradicción me hace una gracia enorme. La Joaquina intenta explicármela, pero se arma un lío espantoso. De sus palabras deduzco que ella, al fin y a la postre, paga siempre la deuda y los réditos; pero que no cumple nunca con exactitud en la fecha a que se ha comprometido. —Yo doy "coba", ¿sabe usted?—dice—; suplico mucho a la fiadora. La cuento la situación de mi casa, la hablo de mis apuros, que son verdad; la adulo todo lo que puedo… Procuro ponerme humilde… Es lo mejor… Así voy consiguiendo trampear… Es cuestión de simpatía. Ayer mismo se presentó la “misma” en casa para sacarme algunos cuartos, y se llevó chasco, pues, luego de dos horas de conversación, conseguí que me diese dos pesetas. —Ya las pagará usted. —Claro que las pagaré—añade con tristeza—. Es mi sino; me paso la vida pidiendo dinero, para luego trabajar como una burra y pagar mucho más de lo prestado… ¡Ay, si yo pudiese tomar el petate y marcharme a vivir a otros barrios! Algunas veces he pensado en irme al Pacífico, a las Ventas o a los Cuatro Caminos para desembarazarme de las fiadoras de aquí… Pero sería lo mismo. En seguida me atraparían las de allá; debe de ser una maldición, pues estoy condenada a sufrirlas…; y menos mal que con la guarnecedora me las arreglo bien… Lo malo era cuando la señora Paca…
  • 31. 31 —¿Quién es? —¿Que quién es? Una arpía, un monstruo del Averno… Esa mujer no la deja a una ni respirar… “¡Es un monstruo marino!” —¡Caray! —¡Como usted lo oye! Con decirle que fía a las verduleras, que brega con ellas, que con ellas se mete en las tabernas y que las puede a todas, comprenderá de qué clase de persona se trata. —Me lo voy figurando... Tengo cierta fantasía. —Esa mujer por dos reales se pega con su sombra. —¿Y gana mucho? —Una enormidad... Pero lo suda, vaya si lo suda. Es muy valiente para todo, incluso para prestar el dinero a las que no inspiran confianza alguna... Así que se lleva cada chasco... Y entonces hay que verla; de rabia que la da la emprende a mamporros consigo misma, y se tira por el suelo, y patalea... Yo no creo en brujas, no lo creo; pero, de haberlas, no le quepa duda que la señora Paca sería bruja. —¡Caramba con la mujer!... Por todo lo que me cuenta usted, amiga Joaquina, me va pareciendo que el oficio de fiadora tiene demasiados gajes. —Pero son muchas más las ventajas… En este mundo no hay más que el dinero. Y si ellas sufren es sólo por tacañería y amor a la peseta. Además, hay que ver las convidadas que se dan. —¿Ah, sí? —Ya lo creo. De vez en cuando se reúnen cuatro o cinco fiadoras y se van por ahí de merendona, a “mortificar” el cuerpo… Y luego, convites en sus casas, alternando en la de una y en la de otra. Entre ellas se llevan muy bien, y hay una especie de masonería… Cuando una se halla en un peligro serio, acuden las otras a protegerla. Cada vez me sorprende más el tono en que habla Joaquina… En ocasiones parece que odia a muerte a las fiadoras, y las dirige toda clase de insultos, la mayoría impublicables, y en otras hay hasta una especie de simpatía y de cariño. —Y esas mujeres negociantes ¿no tienen maridos, o novios; hombres, en fin, que las protejan ?—pregunto. —Todas tienen su marido—contesta—. Pero el hombre no se mete en nada, ni se le deja... Para esta clase de untos los hombres no sirven... La usura en pequeño quien la hace bien son las mujeres… En los barrios del centro hay muchos hombres que se meten a este negocio, y les va bien; pero aquí no serviría... Esto es otra cosa. —¿De modo que por este barrio al fiador le correrían? —Como no tuviese una mujer que le ayudase, esté usted seguro. —Y la parroquia de las fiadoras ¿se compone exclusivamente de mujeres del pueblo? —No, señor… Por aquí viven también muchas pensionistas… Viudas o huérfanas de militares, jueces o empleados… Como la vida está tan cara, no les basta la pensión, y tienen que empeñarse, pidiendo prestado. Son buenísimas parroquianas; de primera… Tienen un miedo tremendo al escándalo, y pagan siempre, algunas veces quitándoselo materialmente de la boca.
  • 32. 32 —¿Y en cuánto calcula usted la ganancia mensual de una fiadora de esta clase? —¡Un horror! A mí no me cabe en la cabeza. Yo no entiendo de cifras que pasen de veinte o treinta duros, que es la cantidad mayor que he reunido entre mis manos, y no fue más que una sola vez… Lo demás todo me lo han comido ellas, las muy puercas, las muy cochinas, las muy sinvergüenzas… —No se me excite otra vez, Joaquina, que no es para tanto, y ahora no están ellas delante. Salimos del café y la voy acompañando hasta su casa, no muy lejos de allí... Por el camino la dirijo esta pregunta: —Diga usted, Joaquina, ¿no se le ha ocurrido nunca la idea de hacerse fiadora? —Ya lo creo—replica con gran viveza y los ojos radiantes de entusiasmo—; ese ha sido el sueño dorado de toda mi vida. Y yo serviría para ello, vaya si serviría... Conozco el busilis, y tengo agallas, muchas agallas... Habría que verme a mí; habría que verme... Pero ¿cómo voy a prestar yo si estoy necesitando a todas horas que me presten ?... Es mi suerte perra; no seré fiadora jamás; no lo seré nunca. Estas últimas palabras las pronuncia con un matiz de voz levemente melancólico, y en seguida añade, volviendo a su indignación: —Las muy sinvergüenzas, las muy cochinas, las muy puercas!...
  • 33. 33 LAS SEÑORITAS ALEMANAS EDUCADORAS DE LOS NIÑOS PUDIENTES MADRILEÑOS Conversación en el parque de Madrid con una ''fraülein'' resignada y enérgica Entro en el Retiro y empiezo a caminar hacia la derecha, sin rumbo fijo y por instinto, como conviene a todo paseante desocupado. Experimento una grande alegría, una honda alegría, semejante a la que deben de sentir los que, ausentes muchos años de la casa familiar, vuelven a ella y recuerdan, como si los hubiesen visto ayer, los sitios olvidados. Creí que el Retiro se me había olvidado, ya que he sido un forzoso ingrato del magnífico parque, en cuyas frondas se deslizaron los amables días de mi infancia y algunos idilios sentimentales de mi primera juventud. Pero no; el Retiro, este día tibio de verano, se me ofrece igual que en los tiempos pretéritos, y me da la sensación—la más simpática de las sensaciones, aunque sea falsa—de que se ha suspendido el correr de las horas, que el transcurso de los años ha sido una mentira, que yo no soy el de ahora, sino el de antes..., y divago, divago por las grandes avenidas y por los pequeños caminos solitarios en forma de ese, donde existen unos bancos rústicos, en los cuales se sientan parejitas de enamorados, que miran a los pasantes con el rabillo del ojo y marcan en su cara una mueca hostil al ser advertidos. Continúo mi camino a la ventura, y ya cerca del estanque de las Campanillas veo en uno de esos bancos a una mujer rubia, muy rubia, que representa de veinticinco a treinta años, y cuyo rostro no me es desconocido. Es la primera mujer que desde mi entrada en el parque he visto sin compañía de un varón... Próximos a ellas juegan unos niños, y la mujer de vez en vez levanta la vista del libro que está leyendo para dirigirles una mirada inquisitiva y algo dura.
  • 34. 34 La observo con un poco más de atención y me cercioro de que se trata de una antigua conocida mía. Es Berta, la "fraülein" que educaba a los hijos de unos amigos míos, cuya casa frecuenté hace tiempo... Con ella, en otras ocasiones, había hablado de literatura y hasta intentamos—por cierto siempre con un resultado muy cómico—ese pintoresco destino que se llama "cambiar" idiomas, sin una previa preparación. Ella se me anticipa y me sonríe, lo que me hace acudir rápido a saludarla. —¿Ya no me recuerda?—me dice—. ¿Es que estoy tan cambiada? —Ni mucho menos. La conocí a usted a escape. Es que usted se me ha anticipado. Las mujeres son siempre más listas que los hombres. Berta se sonríe, y su sonrisa la interpreto como una autorización para sentarme al lado suyo y conversar un rato... Los niños que están a cargo de mi amiga—niña y niño de ocho a diez años—, como están educados muy bien, vienen en seguida a saludarme, y el varón lo hace militarmente, lo que me produce una ligera sorpresa. Me enfrasco en una agradable conversación con Berta, la cual me refiere cosas, que no interesan al público, de la casa antigua donde prestaba sus servicios, de la actual donde tiene colocación y de los niños… Yo también, para corresponder, le digo algunas cosas mías… Cada vez aumenta más la confianza… Es una simpatía platónica, que se produce por el influjo de la Naturaleza... Me acuerdo de repente de que soy periodista, de que hago informaciones sobre la vida en Madrid, se me ocurre que el tema de las "fraüleins" puede ser interesante y le comunico mi deseo de que me cuente cosas acerca de su oficio... Berta duda un poco; pero la he cogido en un cuarto de hora propicio, y al fin accede, a condición de que no aparezca su verdadero nombre... Ya lo saben ustedes: Berta no es Berta. —Vine a España desde mi país dos años antes de la guerra—dice—. Entonces no conocía el idioma… Vivía yo en Posen con mi familia; en Posen hay muchísimos católicos. —¿Y cómo se decidió usted a abandonar a los suyos? —No había más remedio... Éramos muchos hermanos... Cada cual tenía que ganarse la vida. —¿Y cómo se le ocurrió a usted venir a España? —Ya habían venido otras... Allí ya sabíamos que aquí hay buenas casas y trato de consideración. —¿Y vino usted sola desde Prusia oriental? —Naturalmente—contesta Berta, algo extrañada de la pregunta. Habla la muchacha el castellano con un acento horrible, pero construido de una manera perfecta, que demuestra un serio estudio gramatical y una enorme fuerza de voluntad. —La señorita Emilia Mayer me proporcionó casa... Esa señorita nos coloca a todas muy bien... Yo desde el primer día cobré ciento veinticinco pesetas mensuales. Otras cobran nada más que quince duros, y algunas, veinte... Pero yo, además del cuidado de los niños, explico Aritmética, Geografía, nociones de Geometría, Historia... —¿De España? —De Alemania..., y gimnasia. —¡Caray! ¿Es usted una gimnasia? No lo diría nadie. —Sé lo indispensable para ayudar el desarrollo de los niños. La cultura física es muy necesaria.
  • 35. 35 —¿Y no piensa usted volver a su país? —Por ahora, no... Yo quise haberlo hecho antes; pero vino la guerra; aquí pasé los cuatro años… No hay medios de volver. Ya quisiera… Pero cuando no hay medios hay que aguantarse. ¿No se dice aguantar? —Sí, si: muy bien dicho. Pronuncia el verbo aguantar sin concederle importancia alguna, como persona dueña de sí misma que ha adoptado una línea de conducta y no se separa de ella lo más mínimo; yo la miro con una mirada mezcla de extrañeza y de admiración… Es una mujer de carácter completamente distinto al de todas las que yo conozco. —¿Y se ha acostumbrado usted fácilmente a vivir tan lejos de los suyos? —Claro; se acostumbra una a todo; cuando no hay más remedio se tiene una que acostumbrar. —¡Dale conque no hay más remedio!—la contesto casi indignado por tanta resignación. Berta me sonríe y me mira con cierto aire de superioridad. —¿Y no tenía usted en su país algún cariño, no dejó algún novio? La "fraülein" mira al suelo, no ruborizada ciertamente, pero como si la pregunta la entristeciera. —Mis padres pensaban haberme casado con el hijo de unos amigos suyos. Necesitaba yo alguna dote. ¡Era natural! Ya tenía yo ahorrado dinero. —Pues el novio acaso la espere a usted. —No; murió en la guerra.
  • 36. 36 Al oírla esta contestación me la quedo mirando fijamente, y observo que no se inmuta en lo más mínimo... Aquel leve matiz de tristeza ha desaparecido por completo y Berta ha vuelto a ser dueña de sí misma. —Y en Madrid, ¿tiene usted amistades? ¿Con quién se reúne usted? —Algunas veces con otras muchachas de mi profesión y compatriotas… Con las de otros países no nos tratamos. —Y... ¿nada más? ¿No hay alguna persona del otro sexo que haya sido de su agrado? —No hay nada más; no haga esas preguntas, se lo suplico, si quiere que sigamos siendo amigos. Me callo, temeroso de que esta mujer tan enérgica como resignada se crea en el caso de ponerse todavía más seria y me mande a freír espárragos en alemán. —¿Y está usted contenta de los señores? —Sí; ¿por qué no? Tienen consideraciones. Yo no aguantaría carecer de ciertas consideraciones… No me considero una criada. Ahora bien: yo estoy en mi puesto, como ellos están en el suyo. Me parece observar que de estas palabras se desprende que Berta se concreta exclusivamente a soportar a los señores a quienes sirve, y este supuesto me lo confirma ella misma al añadir: —La mayor aspiración que podemos tener es que sean bien educados. —Y a los niños, ¿los quiere usted? —Se los quiere porque son niños. Todas las mujeres quieren a todos los niños, sobre todo las que no tienen niños suyos... —Y a esos dos que están ahí jugando al aro, ¿los quiere? —Los quiero como a niños que son, y por educarlos... Los educo porque es mi obligación. En este momento el chiquillo ha emprendido una carrera y se dispone a subir los escalones de piedra que conducen al estanque de las Campanillas. Berta, que no lo ha perdido un momento de vista, le dirige unas cuantas palabras en alemán, en un tono seco y poniendo un gesto duro, y el muchacho retrocede sumiso. —Hay que enseñarles la disciplina; la disciplina es la base de la vida... Si no se está disciplinado no hay sociedad. —Es posible, es posible—contesto yo. —Es seguro—afirma ella con gran energía. Después la pregunto si la gusta España y si está contenta de los españoles, y me contesta sobre poco más o menos lo mismo que dijo al referirse a las personas a quienes sirve: —España es bonita... Los españoles tienen un carácter especial. Yo no acabo de comprenderlos… Pero son buenas personas, buenas personas. Inmediatamente de dirigirme este cumplimiento, Berta inicia la separación… Ya es hora de llevar los niños a casa... Todavía hablamos un momento de literatura, y la "fraülein" promete mandarme, traducida, una poesía alemana de la época romántica que desconozco y ella alaba mucho. Los dos niños vuelven a saludarme, y el chico me dirige otra vez un saludo militar distinto del que se usa en España... Me hace gracia la actitud del pequeño y le digo: —Adiós, Hindemburg. Al muchacho parece entusiasmarle la comparación y se va muy alegre.
  • 37. 37 UNA CASA DE SOCORRO EN EL BARRIO DE LAS PEÑUELAS Recorrido por las chozas de los gitanos y las chozas de la Alhóndiga Tenía el propósito de hacer una información sobre las Casas de Socorro, y me pareció lo más oportuno elegir aquella enclavada precisamente en una de las barriadas más míseras de Madrid. ¿Y puede haber alguna otra más pobre, más abrumadoramente miserable que las Peñuelas y las chozas de los gitanos y las de la Alhóndiga? A aquel paraje me encamino una buena tarde estival, bajo el sol abrumador, que todo lo purifica... Me esperan en el cuarto de socorro dos médicos inteligentes y simpáticos, los doctores D. Ernesto Martín Fernández y don Antonio Sevilla, verdaderos héroes de su profesión, que, por una cantidad irrisoria—vergonzosamente irrisoria—tienen que penetrar en los lugares más inmundos para ejercer su ministerio. En cuanto me apeo del coche en la calle del Labrador, mis dos amigos, que me esperan a la puerta del benéfico establecimiento, me acogen con gran simpatía y me conducen adentro. A primera vista puede apreciarse la falta absoluta de condiciones higiénicas del local... Hay cierta limpieza, eso no cabe duda; pero el sitio no puede responder a la misión que le está confiada. Martín Fernández cree adivinar mis pensamientos, y lo hace en efecto, pues me dice:
  • 38. 38 —Le sorprende a usted, ¿verdad? Pues todavía hay otras Casas de Socorro peores. Después de todo, no nos merecemos más… Para algo nos llaman los médicos de a 0,65... —¡Pero, hombre!... —Es la verdad, y le ruego que no deje de decirlo... Después de una carrera que dura siete años y de sufrir unas oposiciones, se encuentra uno con un sueldo loco... Cuarenta duros al mes para gozar de la vida. Y guardias de veinticuatro horas cada tres días, teniendo que dormir, a veces, en camas plagadas de chinches y garrapatas y con las sábanas rotas. —¡Sí qué debe de ser una delicia! —¡Usted calculará cómo se trabaja en tales condiciones!... Pues, sin embargo, se trabaja, y con buen éxito, por lo general, aunque me esté mal el decirlo. —Hay que tener conciencia de la responsabilidad. —No nos falta nunca... El cumplimiento del deber no hay uno de nosotros que lo olvide... Además, en este mundo todo es cuestión de costumbre... Yo ando ya por las chozas como por mi propia casa. ¡Y hay que ver aquello!... Ya lo verá usted luego. Nos sentamos ante una mesa en el piso superior de la casa—no tiene más que dos—, encendemos unos pitillos y comenzamos nuestra charla. —¿Cuáles son las principales asistencias que se prestan aquí?—pregunto. —Contusiones y heridas—contesta Sevilla—. Las riñas son por estos barrios más frecuentes que el pan nuestro de cada día… Podrá éste faltar, pero los golpes no faltan. —Es que a falta de pan, buenas son tortas—dice uno de los enfermeros que asisten a la conversación. El chistecito es muy apropiado al caso, y lo saludamos con contorsiones faciales que quieren ser sonrisas. —Son todavía más frecuentes las riñas de mujeres que las de hombres—sigue diciendo Sevilla—. Las mujeres de aquí se zurran la badana por cualquier cosa... No pasa día sin que tengamos que curar a unas cuantas... De vez en vez nos traen a hombres apuñalados por otros. ¡Si viera usted qué curioso! No hay uno solo que quiera decir cómo se llama el que le ha Herido. —Se hace con ellos todo lo que se puede, y muchos se han salvado... Si el material fuese como en las Casas de Socorro del Centro, se operaría con más seguridad. . ¡Pero nos falta multitud de instrumento! —Y, además de los bronquistas, ¿quiénes vienen aquí? —Los «curdas»... Aunque es justo reconocer que el alcoholismo ha disminuido muchísimo de algunos años a esta parte... Ahora bien; el hombre que decide emborracharse por estos parajes toma la «pítima» verdaderamente en serio... ¿No ve usted que se les vende alcohol puro?... Las bebidas de por aquí son veneno de efecto fulminante. Esto es causa de que la sobreexcitación de la mayoría de los borrachos que nos traen se asemeje mucho a la locura. —¿Les dan ustedes amoníaco? —No, señor; eso era un disparate que se hacía antes y que ha producido muchas víctimas… Ahora se les ata en un sillón y se les deja que reaccionen... No hay otro sistema. —Sería curioso ver alguno... —¿Quiere verlo? Pues venga conmigo.
  • 39. 39 Martín Fernández y Sevilla me conducen a una habitación del piso bajo, donde hay un hombre, todo congestionado todavía, con las manos atadas a un sillón, que duerme y da unos gruñidos, propios de su momentánea calidad cerdil. —Hace dos horas parecía que se iba a comer el mundo—dice Sevilla—, y ahora, ya lo ve usted... Necesita todavía seis u ocho horas más. En la estancia huele muy mal, y yo expreso mi deseo de ausentarme. —Ahora vamos de visita—ordena Martín Fernández—. Primero, a una casa de las Peñuelas, y luego a las chozas de los gitanos y de la Albóndiga... Estos barrios los han visto desde lejos muchas personas, pero muy pocas han entrado en ellos... Venga usted con nosotros. Obedezco, y me dejo llevar por los dos doctores. Entramos primero en una casa de vecindad en la calle de las Peñuelas, y después de subir una escalera, tan angosta que yo tengo que bajar la cabeza para no golpeármela contra el techo, llegamos al más miserable de los corredores... Se halla lleno de chiquillos, y aquello es tan estrecho, que hasta los más pequeñines tienen que ir en fila... ¡Qué sensación de piedad, de dolor y de angustia! El doctor Martín Fernández me mira con una sonrisa burlona, y comprendiendo lo que me ocurre, me dice quedo: —Pues esto es Jauja comparado con lo que va a ver después. Coge en brazos a una niña de tres años, enclenque y paliducha, y añade: —Mire esta chiquilla... Acaba de estar en peligro de muerte... Ha sufrido una infección intestinal agudísima... Pues se ha salvado. —Muchas gracias D. Ernesto—dice la madre de la criatura, que aparece a la puerta de su «casa», una «casa» que no tiene un metro de ancho—, a usted se lo debemos todo, usted es quien la ha salvado.
  • 40. 40 —Bueno, mujer, bueno; lávela como la he dicho—agrega el médico. Abandonamos la casucha, atravesamos la vía férrea de circunvalación, y subiendo a campo traviesa, nos vamos acercando hacia las chozas de los gitanos... Ya no se ven por allí más que caras curtidas y morenas de descendientes de Faraón. —Por aquí no vienen más que nosotros, los médicos—dice Sevilla—; a cualquier otro le darían un disgusto. —¿Y a ustedes, no? —A nosotros nos respetan, incluso mas que otra clase de personas... Yo he venido aquí a la una de la madrugada, solo, por no molestar al guardia que nos ponen por si queremos que nos acompañe... Entramos ya en las chozas, y puedo con vencerme por mis propios ojos de que, en efecto, la casa de vecindad que acabo de ver es un palacio comparada con estas viviendas... Y le doy el nombre de viviendas, completamente apropiado, ya que en ellas viven personas, aunque a mi me parezca de todo punto inverosímil... Este aduar de gitanos es una zahúrda, una pocilga... Cada una de las chozas tiene menos estatura que yo—la más grande me llegará a la garganta—y están fabricadas con latas y maderas, la mayor parte de éstas arrancadas de las vallas. Las mujeres, a las puertas de las chozas, nos miran pasar con cierta curiosidad altanera. Todas son viejas, pues ni por casualidad me encuentro con una cara que alegre la vista. La mayor parte de ellas saludan a los médicos con cierta respetuosa simpatía. —Buenas tardes, D. Antonio y D. Ernesto. —Buenas tardes, buenas tardes—repiten ellos. —Lo gracioso de estas hembras—me dice Sevilla—es que no conciben que un médico venga a partear a alguna de ellas... En cierta ocasión me llamó una primeriza, y las viejas se pusieron como fieras... Una de ellas gritaba a voces «¡Miren que molestar a «too» un «zeñó dotor» para tal «insinificancia»... Vamos atravesando todas las chozas de los gitanos, y casi al final de ellas sale otra mujer de bastante edad, y se dirige a D. Ernesto. —Estoy muy mala, «dotor». Mire cómo tengo el pecho, D Ernesto de mi vida. La vieja se abre la blusa, y presencio una cosa tan repugnante, que creo es mi deber omitir la descripción. —¿Eso es lepra?—pregunto a Sevilla. —Al menos, lo parece—me contesta. Aprieto a andar con la mayor ligereza posible, y a poco se nos une Martín Fernández, quien no concede a la cosa gran importancia, aunque, según he podido observar, no ha tocado a la paciente. Salimos de las chozas de los gitanos, y, después de subir un montículo, entramos en las llamadas de la Albóndiga, bastante apartadas de las otras, porque los «cañís» no admiten compañía de «payos». —¿Y qué clase de gente vive aquí?—pregunto. —Traperos en pequeña escala, mendigos, «choriceros», gente de la busca. Por haber de todo, hasta hay algunos honrados trabajadores.
  • 41. 41 Las chozas son exactamente iguales a las de los gitanos; pero aquí se nota todavía más el ambiente de porquería y de miseria... Los tugurios no se diferencian de los otros más que en estar colocados en terrenos en cuesta y ser aún más pequeños. Algunos tienen el tamaño de garitas de perro. Para un hombre de bastante estatura, como yo, constituiría un problema poder penetrar en uno de esos lugares... Tendría que encorvar mi cuerpo como para hacer una reverencia cortesana. —Doctor, doctor—grita una mujer—: mire mi niño qué hermoso está. La que llama a Martín Fernández es una mujer que ha dado a luz el día anterior, y que se encuentra ya vestida, sentada en el suelo a la puerta de su choza. —Pero, ¿es posible?—pregunto. —Y tan posible... Aquí ocurren cosas milagrosas... —Bueno—añade, dirigiéndose a ella—; que no se te olvide lavar a la criatura. —En cuanto pueda, lo lavaré—responde, al parecer, sin grandes ganas de cumplir la orden. Por fin abandonamos definitivamente las chozas... Hay que andar bastante, y siempre cuesta arriba... Cuando llego a un terreno urbano lanzo un suspiro de satisfacción... Me parece el despertar de una pesadilla abrumadora… Las chozas se ofrecen ahora a mi vista desde un punto elevado, y puedo cerciorarme de que existen, de que no era un sueño, de que a tres o cuatro kilómetros de la Puerta del Sol se ofrece, para cuantos quieran verlo, este repugnante espectáculo... Y allí viven—a cualquier cosa se llama vivir—hacinados como bestias salvajes, cientos de personas, desheredadas de la existencia, carne de podredumbre... ¡Y eso se consiente y eso se permite!... En fin: como yo no puedo remediarlo, no me queda sino pedirles a ustedes perdón por haberme puesto demasiado serio.
  • 42. 42 LA GRAN PISCINA POPULAR DE LA CUESTA DE SAN VICENTE Los madrileños ya no temen al agua y se hacen magníficos nadadores Empiezo a bajar escaleras, muchas escaleras, de piedra, por un lugar angosto. Enfrente de mi veo lucir la magnífica exuberancia de los jardines que circundan la montaña del Príncipe Pío. En el descenso, que parece no va a acabar nunca, observo que me adelantan multitud de muchachos, pertenecientes a la clase popular, y que deben de tener prisa, mucha prisa, para meterse en el agua. Voy a hacer una visita a la gran piscina madrileña, donde a diario, en la estación estival, se zambullen miles de personas... Así como ustedes lo oyen: miles... Aunque parezca mentira, en la Villa del Oso y el Madroño, que me vio nacer, comienza a perderse el miedo al agua. Concluyó, al fin, de bajar escaleras y llego a una plazoleta donde numerosos muchachos, después de bañarse y hacer ejercicios natatorios, se entretienen en jugar al paso, y ejecutan, sobre un desgraciado amigo, saltos maravillosos. Entro en un pabellón, abro una puerta y ante mis ojos aparece la gran piscina, el "hamman" de los madrileños, donde, mediante una cantidad reducida, se puede refrescar y asear el cuerpo, lucir habilidades natatorias y, con un poco de fantasía, figurarse que le acarician a uno las olas del proceloso Océano. —Pase usted, pase—me dicen el bañero Perico y el bañero Hilario—; pero tenga cuidado no le salpiquen.
  • 43. 43 —Me aguantaré. En la piscina, a la hora crepuscular que la visito, se están bañando unos cincuenta muchachos, que arman una gran algarabía y lucen espléndidos y airosos taparrabos. Los dos bañeros, con quienes voy a conversar, visten una indumentaria muy parecida a los de las playas del Norte, que se pasan la vida zambullidos en el agua. La contemplación de estos dos nuevos amigos me produce una leve sorpresa... ¡En Madrid hay bañeros!... ¡Y bañeros cuya obligación es impedir que se ahogue la gente en el agua!... Decididamente, el progreso de la ciudad es enorme. —¿Cuándo empezó a funcionar esta piscina?—pregunto. —Hará lo menos treinta años—me responde Pedro, pero entonces era mucho más pequeña... Poco a poco se ha ido agrandando; hoy da gusto meterse en ella. Y, para que no lo dudes, se tira de cabeza al agua, y sale poco después chorreando. Esto de hacer una información en Madrid con un hombre a quien le cubre un traje de baño, y que tiene que remojarse cada dos segundos, me parece el colmo del disparate, y hasta creo que estoy soñando. Pero no sueño, no; lo demuestra el hecho de que constantemente me salpican, y de que voy a salir calado hasta los tuétanos. —Por dos reales cada sesión y diez céntimos para alquilar el taparrabos se puede estar metido en el agua todo el tiempo que guste… No es caro, ¿verdad?—interroga. —Qué va a ser—contesto. Me acomete la idea de zambullirme también en la piscina y proseguir en ella la conversación informativa; pero me detienen varias consideraciones, entre las cuales una de las más poderosas es el temor al ridículo… También hay otras de carácter puramente higiénico, aunque el bañero parece animarme a desecharlas con estas palabras: —Nosotros obligamos a los bañistas sucios a que, antes de entrar en la piscina, se den una ducha y un baño de pies. —¿Tras de un examen previo? —Sí, señor… —¿Pero habrá muchos que se nieguen a obedecer? —Bastantes… Y esos casi, casi, se alegran de haberles quitado de la cabeza la ocurrencia del baño. —Pero, a pesar de usted, ¿usted cree que aumenta el número de los denodados que se atreven a meterse en el agua? —¡Qué si aumenta!… Los domingos no baja de tres mil el número de hombres que se meten en esta piscina, y los días de trabajo, mil… A todas horas hay bañistas, aunque los más frecuente es a la caída de la tarde y al anochecer. —¿En todo tiempo?
  • 44. 44 —No, eso no; nada más que de mayo a fines de septiembre… —¿De modo que no se concibe todavía bañarse más que en verano? —Nada más; como es natural. Ante una afirmación tan terminante no me creo en el caso de hacer objeción alguna… Este Pedro, con quien hablo, es un hombre de treinta y tantos años, de luengo bigote negro y pelo encrespado… Según me refiere, adquirió profundos conocimientos natatorios bañándose en el río Jarama… En cambio, su compañero Hilario es un muchacho que empezó como bañista, realizando tales progresos, que ha conseguido llegar a una categoría superior y el agua, en que se metía por gusto, le proporcione hoy los medios de existencia. —¿Usted será un gran nadador?—le pregunto. Hilario es un hombre modesto, y se contenta con insinuar una sonrisa, que quiere ser una afirmación. —¿Y ahora se dedicará usted a enseñar a nadar a los que no saben? —Sí, señor; les damos consejos… Como se trata de un agua muy pesada, es conveniente extender los brazos en forma de abanico, que no alargarlos… A lo perro se adelanta más, no cabe duda, pero se tiene menos resistencia… Para aprender bien y saber aguantar, hay que nadar primero a lo hombre; después, y para un concurso, es más conveniente a lo perro. —Habla usted de una manera científica y doctoral… Y usted, ¿cómo nada? —Yo nado de todas maneras. Hilario se mete en el agua y hace unas estupendas y artísticas florituras… Mientras se luce, yo pregunto a Pedro: —¿Y tienen ustedes buenos discípulos? ¿Hay grandes nadadores? —De primer orden… En Madrid cada vez se nada mejor… Algunos hacen prodigios. ¡Con decirle que uno, muy morenete, que bien casi todos los días consigue estar dos minutos seguidos en el fondo de la piscina aguantando la respiración! —¡Qué barbaridad! —Pues, como usted lo oye… Ese “tío” sabe más que yo. —Ya es saber. —Y otros muchos… Vea usted aquél… ¡Qué manera de jugar los brazos!… Es un nadador, “pero” que de primera. Si no tuviera otros motivos para estar orgulloso de mi pueblo, lo sería suficiente estos valerosos deportistas, que realizan en la piscina grande prodigiosos ejercicios. —Y mujeres, ¿no se bañan? —pregunto. —No, señor; no se las permite. De ninguna manera. —¡Pero podría haber una piscina especial! —Sí; podría haberla, pero no la hay... —¿Y no viene ninguna con propósito de refrescar el cuerpo? —Vienen; pero se van como han venido. Por estas palabras deduzco que se ha progresado algo, pero no lo suficiente. Madrid tiene su “hamman”; pero e inferior al de cualquier población mahometana, donde todas las mujeres pueden bañarse cuanto las plazca.
  • 45. 45 —¿Y abundan mucho los cobardes que se asustan del agua? —Sí; todavía hay bastantes… Algunos es una risa… A otros, que vienen en pandilla con varios amigos, si muestran algún miedo, les tiran de cabeza a la piscina… Nosotros procuramos evitarlo, no vaya a ser que, a consecuencia del gusto, les dé una enfermedad… Pero los casos de miedo tremendo son escasísimos… Lo más corriente es que los miedosos al principio le vayan cogiendo gusto al agua y lleguen a aficionarse, hasta el punto de pasarse aquí horas y horas. —¿Y se darán bromas entre ellos? —Una enormidad. Lo frecuente en el bromista es llevarse alguna prenda del amigo: la camisa, o una bota. —Sí que es una bromita… —Nosotros ponemos todos los medios para evitarlo, pero a veces no es posible… Los hay con muy mala “pata”. En este momento vuelve a surgir del agua el amigo Hilario, quien se acerca sonriente, y dice, reanudando el tema de los nadadores madrileños: —¡Quién aprende a nadar bien aquí nada en todas partes del mundo! Hasta el año pasado yo no había visto el mar… Al principio me impresionó… Pero, en cuanto me metí en el agua, aquello era para mí como n salón… el agua de mar no pesa nada, y achiqué a todos los bañeros de la Barceloneta, porque fue en Barcelona. —¡Qué heroicidad! —En esta piscina les quisiese ver a ellos, para que se enteraran de lo que es “canela fina”. En este momento se zambulle de cabeza en el agua un ciudadano, y me salpica de tal modo, que me pone perdido, y soy yo el que se entera de lo que es “canela fina”. Salgo inmediatamente para secarme al sol de la plazoleta; lo consigo poco a poco, emprendo la subida de los escalones de piedra y llego a la cuesta de San Vicente, junto a unos muchachos que discuten sobre sus excelencias de nadadores, en la misma forma que lo he oído a otros en las playas del Norte. Decididamente, Madrid ha progresado mucho. Casa Nosotros en la Hoguera (Avispa, 1989)
  • 46. 46 LOS ARTÍSTICOS Y DIFÍCILES TRABAJOS DE HACER Y VENDER CHURROS Delicadezas refinadas del churrero y la paciencia valerosa de la churrera Dibujo de Bagaria ¿Ustedes suponen que hacer un churro es una cosa despreciable o de poca importancia? Pues padecen un error de suma gravedad si a esta pregunta se atreven a contestarla de un modo afirmativo. El churro, el despreciado churro que sirve de término de comparación para todas las cosas mal hechas, tiene existencia real y propia merced a los refinados trabajos de sus artífices... El churro está al alcance exclusivo de una minoría de personas... Es muy difícil hacer un churro. Y si alguien se atreve a poner en duda esta categórica afirmación, que escuche lo que dice un churrero enamorado de su arte, que me habla con palabra enérgica y tono sincero, como corresponde a cuantos tienen orgullo profesional —Este asunto de freír los churros es de mucho intríngulis. Crea usted que no aciertan todos. —Bajo su palabra.
  • 47. 47 Nos hallamos sentados ante los veladores de un café popular, colocados en la plaza del Humilladero, frente a las de Puerta de Moros y Cebada y muy próxima a la de los Carros… Estos barrios castizos del distrito de la Latina tales parajes por creer que en ningún otro se podrá saciar mejor mi curiosidad churrera. Se llama mi interlocutor Vicente, es hombre de unos treinta años, lleva barba de dos días, presume de grandes habilidades en su oficio y de haber realizado heroicas hazañas castrenses en tierras marroquíes... Como este último extremo no me interesa en la ocasión actual, prescindo de él en absoluto, con gran sorpresa del churrero, que se empeña en "colocarme" referencias sobre su actuación valerosa en varios combates. —Hábleme de la lucha con la harina para hacer el churro... Es lo que me interesa en este momento. —También tiene importancia, y muy grande. Al principio parece que esto es como hacer el pan y que se halla al alcance de cualquier panadero... Pues no hay tal cosa... Una vez calentada el agua y echada la harina hay que batirla, y aquí viene la dificultad... —¿Qué me dice usted? —Lo que oye... Batir la harina es muy difícil y no se aprende sino a fuerza de estudio... Muchos no lo consiguen nunca, aunque se lo propongan. —¿Y en qué consiste esa dificultad? —En el “toque”... Todo estriba en el “toque”. —¿Y usted conoce bien ese “toque”? Vicente es un hombre modesto, y por toda contestación me dirige una sonrisa. —Luego—añade—hay que tener cuidado con que salga bien la “atmósfera”. —¿Qué atmósfera? —La “atmósfera” que produce el batimiento. —¡Ah, ya! —Si sale la masa con buena “atmósfera”, es el momento de dejarla que fermente, y después la tapo por encima, para lo que se necesita también un “toque” especial. —¿Y ya con eso...? —Se mete la masa en el embudo, y del propio embudo sale un churro “manífico” que está diciendo: comedme. —Y si no se tienen esos cuidados escrupulosos, ¿qué ocurre? —Que sale una cosa a la que llaman churro, pero que no es churro ni nada... Hoy en día hay muy pocos churros buenos, créame usted... Ahora, los que yo hago son churros; le aseguro que son churros. —Arte puro, ¿no? —Casi tanto como si fuesen buñuelos, donde toda la masa hay que rebajarla a fuerza de habilidad en los dedos... Me recuerda lo que le digo una cosa que me ocurrió en Melilla el año 12... —No, amigo Vicente; déjela para otra ocasión. Y antes de que insista me levanto y se da por terminada la entrevista. * * *