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OBRA LITERARIA
(1898-1924)
Félix Lorenzo
Edición, transcripción:
Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
ÍNDICE
1- Arrepentida.............................................................................5
2- Separémonos..........................................................................6
3- Bell Morir...............................................................................8
4- La humanidad doliente.........................................................10
5- El sueño de diciembre..........................................................13
6- Egoísta..................................................................................15
7- Perdurable............................................................................16
8- Epistolario veraniego...........................................................19
9- El antro de la República.......................................................20
10- Cuando los gatos miran......................................................22
11- Los rayos paralizantes........................................................25
12- El enigma...........................................................................30
13- De cómo España volvió a ser grande.................................33
14- Diario de un noticiero loco.................................................35
15- ¡Guarda, Tío Sam!..............................................................37
16- Sobre la doblez humana. Gedeón el espía ingenuo............38
17- Los geniecillos que viven en el humo................................41
18- La luz, el beso y otras consideraciones..............................43
19- Diálogos de acá y allá. El cómico y la muerte...................45
20- Adiós a mi gata..................................................................47
21- Un día, de esos hálitos se formará una nube......................49
22- El ángel caído del jardín botánico......................................52
23- El ocaso de las joyas..........................................................54
24- Los pies y las manos..........................................................56
25- Las ideas.............................................................................59
26- Los centenarios..................................................................63
27- Ejercicios de meditación....................................................65
28- Mirar y ver. Oír y escuchar................................................68
29- El retrato.............................................................................70
30- El horror de dormir............................................................73
31- El patio...............................................................................75
32- Lo inesperado.....................................................................77
33- La aventura de “Alcanzanidos”..........................................79
34- La tragedia del metro.........................................................82
4
5
ARREPENTIDA
(1898)
Amargada tu vida
por aquella palabra fementida
que arrojó al lodazal de la impureza
la delicada flor de tu belleza,
a tu carne blanquísima ceñiste
el áspero sayal con que se viste
de la impudicia el pecador anhelo
cuando se cansa de ofender al cielo.
Y todos tus hechizos,
el oro de tus rizos,
el cándido alabastro de tu frente
y el brillo refulgente
de aquellos ojos que a la noche oscura
daban, por su negrura,
durísimos agravios,
con la encendida rosa de tus labios
fueron rico botín en un momento,
de tu arrepentimiento.
Sobre el fuego de aquellos desengaños,
la pálida ceniza de los años
lentamente posada,
ha devuelto a tu mente acalorada
el plácido pensar de otras edades,
del claustro en las sombrías soledades.
Y hoy sé que, arrepentida
de haberte arrepentido de una vida
de duelos y placeres,
y viendo que las monjas son mujeres,
ya declaras que es necio, y lo condenas,
el renegar del mundo y de sus penas,
y hallar al cabo con dolor profundo
¡un pedazo de mundo!...
6
SEPARÉMONOS
(1898)
Mis inveterados males
me han puesto en un trance duro,
porque, justos y cabales,
necesito veinte reales
para salir de un apuro.
Reloj querido: ya sé
que te hago llorar así;
mas te juro por mi fe
que hasta lo imposible haré
para que vuelvas a mí.
Yo no te abandonaría
en manos del usurero,
adorada prenda mía,
si no instara en su porfía
ese pícaro dinero.
Me embarga ruda emoción
cuando oigo, en tiempos iguales
y en un mismo diapasón
el tic-tac de tus metales
y el tic-tac del corazón.
¡Y qué recuerdos me hieren
al pensar en otros días
cuyas páginas refieren
de las que ya no me quieren
las amantes alegrías!....
A mis ojos anhelantes
dando respuesta cumplida
tus manillas incesantes,
han marcado los instantes
más amables de mi vida;
y en tus horas, consultadas
con fiebre de enamorado
y pupilas dilatadas,
está escrita con miradas
la historia de mi pasado.
7
¿Recuerdas que, cuando amaba
en mis edades de mozo
a Inés, y en su cuarto entraba,
yo siempre te retrasaba
para prolongar mi gozo?
Si un Mentor impertinente,
con charla adormecedora
me hartaba, tú, diligente,
me decías dulcemente:
«vete a casa, qué ya es hora»;
y decías, si extasiado,
adoraba un buen palmito,
viéndome tan ocupado:
—«sigue, sigue sin cuidado,
porque voy muy despacito».
Comprende, pues, que al dejarte
mis sufrimientos son hartos,
pero es forzoso empeñarte;
de hoy más tendré que alabarte
porque sabes dar los cuartos.
8
BELL MORIR
(1898)
(CUENTO ANDALUZ)
Fernanda, la del barrio
de Maravillas,
provocando tormentas
de amor y envidia,
con un salero
que le llenaba de ansias
al mundo entero;
la mantilla terciada
y el cuello erguido,
suavemente enlazados
los piececitos,
acribillados
a miradas por muchos
enamorados;
recostada en el fondo
de una calesa
que volaba, arrancando
fuego a las piedras,
entusiasmada
por llevar una moza
tan requebrada;
bajo un sol de verano
que derretía,
a ver, aquella tarde,
los toros, iba;
que un tabardillo
se tomaba con gusto
por Pepe Hillo.
9
¡Qué locura y qué gozo
cuando Fernanda,
escuchando requiebros,
entró en la grada!
¡Si parecía
que Dios centuplicaba
la luz del día!
¡Si de aquellos ojazos,
grandes y negros
brotaban claridades
y centelleos,
rayos y luces
que en su cielo no han visto
los andaluces!...
Salió bufando un toro
de bella planta,
y no había un valiente
que lo matara,
pues se veía
que, aunque lo hicieran trozos
no se moría.
Ya gruñía la gente
desesperada,
cuando la astada bestia...
miró a Fernanda,
y al ver su busto,
el pobre animalito,
¡murió de gusto!
10
(1898)
Tenía la carne suficiente, nada más que la suficiente, para que no le sonaran los huesos.
Era una escurridura, un desperdicio del barro humano; por eso le llamaban el Fideo.
Siempre le sedujo el arte—o lo que sea—de los toros; y desde niño, en sus desvaríos de
golfo hambriento, soñó con el vistoso capote y la trenzada coletilla. Algunas veces, el poder
de sus ansias convertía en deslumbrador traje de luces, de grana y oro—colores que le
enloquecían de placer—la extraña combinación de harapos que pendía de sus hombros.
Todos los hombres sueñan; pero, tal, que columbró en su juventud la dorada presidencia
de un consejo de ministros; hállase holgado, alegre con una plaza de sereno en sitio
céntrico. Así, el pobre Fideo llegó a los treinta años sin conseguir arrancarse la blusa roja
del mono-sabio, sin ceñirse la ambicionada taleguilla.
Aquel terrible fracaso de sus imaginaciones de niño precoz le volvió del revés—como él
decía;—le obscureció el alma, le cambió, de vivaracho en grave, de expansivo en taciturno.
Cavilaba demasiado, a todas horas; dormía poco, trabaja menos, y bebía
disparatadamente, "para emborrachar las fatigas..." aunque sí—confesaba—que no son las
fatigas, precisamente, las que luego reclaman el consabido amoniaco de la préven.
Una tarde, al acabarse la corrida, y oyéndole renegar del oficio, le ofrecieron una plaza de
repartidor en un periódico taurino: ganaría 2 pesetas diarias, pero necesitaba tragarse de la
cruz a la fecha el abecedario y juntar las letras, sólo juntarlas.
¡Psch! La colocación no era mala para Fideo y el jornal era decente; pero abandonar la
carrera..., dejarse de toros, y, lo que resultaba peor, transigir con la mala sombra… No;
aquello no le petaba. Ya que la flor de su vida se había marchitado en las abrasadas arenas
del ruedo y en las cuadras mal olientes de la plaza, había que seguir. Era cuestión de amor
propio, casi de honra.
Lo de juntar las letras sí que le cayó en gracia. ¡Leer el Fideo! ¡Vaya un asombro para los
amigos. En fin, si no costaba gran cosa de trabajo… ¿qué mejor para tríaca de sus malos
humores? El corazón le daba que los papeles emborrachaban las penas como el vino, sólo
que no tenían mano en aquellas borracheras los guardias ni el delegado.
Pues era preciso arreglárselas, y "hacer algo…"
11
Para juntar las letras, comenzó por hacer lo mismo con sus ratos de ocio que eran los más,
como los de Quijana; y hala, hala, con tesón y buena voluntad, a los pocos meses no
guardaba secretos, para él, la tinta de imprenta: leía de corrido.
En su zaquizamí no había libros; es decir, por los rincones, manchado y roto, andaba un
catecismo del inquilino anterior, alguna vieja beata; pero el Fideo, en treinta años de
obscuridades espirituales, había aprendido a negar a tientas.
Aquello, pues, no le gustaba. No quiso leer lo que le merecía desprecio; ya se ha indicado
que no podía con las transigencias íntimas. Quemó el libro. ¡Abajo los curas!
Logró al cabo hacerse con un libro, elegido al azar entre un montón de los que venden por
la calle; una obra de alta moral y cristiana filosofía, que no se llamaba Catecismo; y,
naturalmente, tales cosas eran para el mono manjares fuertes, langostinos filosóficos, y
cayeron de mala manera en su debilísimo estómago.
Mascullaba y deglutía páginas y más páginas, que no lograba digerir. Se descuajaringaba
el mismo cerebro, y ni siquiera, cogiéndose la frente con las manos—como él veía pintados
a los hombres de ciencia—conseguía desentrañar un párrafo.
Pero si del espíritu—que dicen los legistas—no sacó nada en limpio, de la letra se le
quedaron a reposar en la memoria algunas frases, que intercalaba él con mucha gravedad en
las conversaciones con sus camaradas.
12
A éstos, lejos de admirarles, inspirábales sangrientas burlas el novísimo e inesperado
cambio del Fideo y su enfático lenguaje.
Cierto domingo llegó a la plaza un picador, lastimosamente beodo, a pesar de lo cual, y
guardando milagrosamente el equilibro—gracias a que, de puro gordo y achaparrado, le
tenían preso los arzones—montó a caballo y se lanzó al redondel, seguido del mono nuestro
amigo.
—Mal toro, ¿eh, Fideo?—balbuceaba el picador, bamboleándose.—A ver si tú, que sabes
ahora de letra, me lo preparas a discursos.
Y no dijo más, porque la fiera, con el morrillo chorreando sangre, bufando espantosamente
y echando fuego por los ojos, atendió a las excitaciones del mono sabio y arremetió
furiosamente contra la escuálida cabalgadura del picador, el cual, perdida del todo la cabeza
por los vapores del mosto, cayó al descubierto ante el toro y al alcance de sus astas.
Entonces ocurrió lo que no esperaba nadie; y fue que el Fideo, con asombrosa rapidez, y
sacando de sus músculos ignorada potencia, cogió la pesada mole del piquero, exponiendo
resueltamente la vida, y la sacó a puñados, como quien dice, de aquel sitio de muerte,
empapado ya con la sangre del jamelgo.
Poco después, en la enfermería, y a presencia de todos, el espada se acercó al Fideo y le
ofreció unas monedas.
Y el mono, señalando solemnemente al picador, que se revolvía en la cama entre las
bascas de la borrachera, y rechazando la dádiva con ademán de esqueleto:
—Esas cosas... y otras —exclamó—las hago yo por... la humanidad doliente.
13
EL SUEÑO DE DICIEMBRE
(1898)
Cruzan silenciosos los helados vientecillos del vecino de Guadarrama atravesando los
huesos del aterido transeúnte, y caen monótonos los hilillos fríos y delgados como
estiletes de una lluvia de invierno.
Madrid se recoge, porque ya es tarde; y solo el rodar estrepitoso de algún carruaje o el
paso precipitado de algún trasnochador, logran arrancar ecos al silencio de la noche.
Este, querido lector, es el momento preciso para que yo me introduzca descocadamente en
tu bien abrigada alcoba, te sustraiga, despiadado y pertinaz, como suelo, del blando sueño
en que te hallas, y encauce la función de tu pensamiento.
Sabe, ante todo, que me llamo Esperanza, según las gentes sencillas, y Engañabobos, en
lenguaje escéptico.
Pongo, pues, mi dedo sobre tu frente, soplo tus ojos adormilados, descorro el velo que la
fatiga tendiera sobre tus sentidos y te hablo.
Escucha:
Próxima está la sagrada Nochebuena, que para ti ha de serlo con toda esplendidez.
Con algún esfuerzo, aunque no muy grande, por que las medidas de tu bolsa están poco
menos que colmadas, comprastes ayer medio billete de la lotería que ha de jugarse en la
víspera del próximo aniversario del Nacimiento del Señor. Y no lo compraste a ciegas,
ciertamente, sino obedeciendo a no sabes tú que amable invitación misteriosa, cosa del
presentimiento.
14
Lo cierto es que, fiado en esos anuncios interiores, desde el momento de la que puede
haber sido afortunada compra, tu gaveta no se ha cerrado un punto.
Ya tu dulce compañera, pidiéndote un vestido, «que le hacía mucha falta»; ya tu hijo
mayor, suplicándote cien duros para salir de un compromiso urgente en que habrá entrado
sin pensar; ya los dos pequeñuelos, rompiendo botas y tacones con desacostumbrado furor,
te han repetido mil veces el estribillo, sabroso como la miel de hibea. «Anda, que
todo lo repondrás en cuanto cobres el premio». Y cuando ellos te lo decían, no podía ser que
pensaran en aprovechar tu candidez, sino que tendrían, como tú, presentimientos felices.
¿No son, por tanto, demasiados presentimientos, y no parece digna de desprecio la idea de
una equivocación?
Ayer, sin ir más lejos, te probó tu aludido hijo mayor, como dos y dos son cuatro, que
debes descansar ajeno a los desaires de la Fortuna.
Te dijo, sino recordamos mal tu y yo:
—«Mira, papá. Tu número tiene dos cuatros por extremos, y en el centro un dos. Sumadas
las cinco cifras que lo componen, resultan otras dos, que sumadas a su vez, producen la que
constituye el centro de tu número.»
«Con estas cábalas, tan claras y precisas, queda probado que bien puedes darme esos
veinticinco duros que necesito, sin que tu caja sufra. Además, del regalo que has de hacerme
cuando cobres el premio de Nochebuena, puedes descontar esos veinticinco duros y los mil
reales que necesitaré la próxima semana para un abrigo de moda.»
Sí, esto dijo el nene, que está muy versado en nigromancia y brujerías de todo género.
Tu mujer, igualmente, al solicitar de tu magnificencia un brazalete que la habrá
enamorado, se ha servido recordarte que el día en que contrajisteis matrimonio, teníais en
vuestro poder tantas pesetas como unidades compone el número de tu billete; y, por si era
poco, ha demostrado que en cuatro años de bufete, has ganado justamente una cantidad que
dividida por seis, da ese querido número que ha de labrar tu fortuna, o es un embuste la
ciencia de las matemáticas.
¿Y cuándo cobrarás?
Como la cantidad será muy grande, deberás meterte la impaciencia en el bolsillo, por unos
días; pero en el mismo del sorteo, encargar aquella preciosa berlina de doble suspensión que
has visto en el catálogo de una casa extranjera.
Por supuesto, la casa que habitas aunque bien puesta, daría pobre idea de un millonario
como tú. Habrás de mudarte a otra más lujosa, mientras te construyen un hotelito, con jardín
y cocheras, en el Paseo de la Castellana.
Es preciso que vayas hilvanando tus deseos y tus necesidades para satisfacerlas por su
orden, y... pero ¡calla!
Las cinco dan, y está rayando el día. Da media vuelta, retorna al sueño reparador que te
poseía cuando yo vine, y hasta mañana. No me separaré de tu lado... hasta el 23 de
Diciembre.
(Ríe la Esperanza y váse. Telón rápido).
15
EGOÍSTA
(1899)
Ya se dobla ese cuerpo que algún día
se irguió con prodigiosa gallardía.
Ya se enturbian tus ojos
y se cansan tus labios de ser rojos
La vejez ha manchado tu cabello
que la inspira rencor porque fue bello,
y tus manos, huesosas y amarillas,
han llenado de surcos tus mejillas.
Pura, vas a morir; más si tu alma
quiere alegar de su virtud la palma,
del Hacedor ante el celeste trono,
Él, que es justo, dirá:—No te perdono
Te hice bella sin par y no has querido
ser de los hombres, ni de Dios has sido.
Habla, si quieres, y a decir empieza
lo que has hecho, mujer, de tu belleza.
16
PERDURABLE
(1900)
¡Cómo espanta escuchar el seco golpe
del hacha de la Muerte
en el frondoso bosque de la vida!
¡Bárbaro leñador, a cuya saña
rodando por el polvo extremecidos
dejan correr de sus rasgadas venas
la savia creadora
lo mismo el viejo tronco, en cuyas ramas
ha susurrado el viento de otros siglos
que el arbusto gentil de erguido talle,
apenas arraigado y cuyas hojas
se mecieron ayer al tierno soplo
de las primeras brisas…!
Un roble gigantesco, derribado
por el furioso hendiente,
con espantable choque viene al suelo;
y en tanto que los ásperos guijarros
desgarran su cortezas
y se tronchan con lúgubre crujido
sus brazos seculares
alborotados y dispersos huyen
los pájaros que hicieran en su copa
blando nido de amor…
Y al sacudir las invisibles ondas
con penetrante grito,
¡quién pudiera saber si acongojados
lloran la suerte de su hogar, perdido
por fiar en mentidas fortalezas,
o alzan plegaria fervorosa al Cielo
que ha sembrado en la tierra tantos árboles
donde puedan las aves sin amparo
posar al fin la entumecida planta!
17
De aquel trágico choque
al pavoroso trepidar, la selva
parece que murmura…
Sus gigantes,
como llenos de un pánico infinito,
balancéanse locos, fustigando
el aire con sus ramas
que se juntan, se enlazan, se retuercen
con chasquido siniestro.
Diríase que intentan los colosos,
trémulos de pavor y de congoja,
desenterrar sus pies enmohecidos
y correr empujados por los vientos
en frenética huida; y al sentirse
en horrible prisión, tuercen sus brazos
y barbotan blasfemia… impronunciable
con la dulce armonía de las hojas.
Quisieran, insensatos
cambiar de pronto en prepotente garra
que detuviese el giro del planeta,
las raíces que fueron el sustento
de su orgullosa mole serpeando
con obscura labor en las entrañas
de la madre común…
Y de instante en instante,
retumba el bosque con tremendo hachazo
y cae un nuevo tronco.
Imperturbable y frío, obedeciendo
a compás misterioso, más exacto,
fijo y solemne que las mismas horas,
el leñador sonríe satisfecho
al rítmico blandir de su guadaña.
¿Qué importa que los aires ensordezca
tanto grito de horror y que las nubes
se tiñan con vapores sanguinosos?
Ese chorro de savia que ha saltado
de la herida de un cuerpo moribundo
irá a formar con la caliente arenales
el barro creador.
18
Esas tiernas semillas que aventadas
son juguete del aire,
germinarán en él.
Salve, Idea inmortal. Por ti he sabido
que el último estertor de un ser fecundo
es canto vigoroso de existencia.
19
EPISTOLARIO VERANIEGO
(1911)
Si existiese una «musa de las cartas», andaría la pobre afanadísima en esta época del año.
¡Qué de invocaciones, conjuros, llamamientos y conminaciones llegarían en tumultuoso
tropel a sus oídos! ¡Y qué de fatigas pasaría, musa y todo, para guiar derechamente sobre el
papel epistolar tantas plumas vacilantes, distraídas o medrosas; inspirar frases ardientes a
corazones fríos y palabras juiciosas a imaginaciones desatadas; y arrancar de ojos brillantes
y campechanos lagrimillas de dolor y nostalgia, de esas que deben correr la tinta de todo
«filtro envenenado» que aspire a producir emoción!
Porque esta es la época del año en que la moda o las exigencias de la salud, o simplemente
las inquietudes del espíritu erradizo, separan a los novios, a los esposos y a los amigos. Hay
una especie de «huelga de ligaduras» que, si no fuera por las cartas, degeneraría fatalmente
en relajamiento de cariños. Es necesario que los cariños vivan y coleen y se conserven
frescos para la invernada, y hay que mantenerlos a fuerza de cartas llenas de promesas,
henchidas de recuerdos, rebosantes de ternura, atiborradas de amor, encendidas por el deseo,
acongojadas por la melancolía de la separación. Es una tarea bastante difícil en la mayoría
de los casos.
Si echásemos mano de la estadística o inquiriésemos las revelaciones del cartero,
podríamos demostrar incontestablemente que durante el estío se multiplica de una manera
prodigiosa la correspondencia afectiva al paso que disminuye la comercial. Las sacas
trascienden a perfumes y los sobrecitos rosados, azulados o violados, brillantes y
coquetones, anulan a los toscos sobres grises o amarillentos con membrete de razón social y
marca de fábrica. Es decir, que los novios, los esposos y los amigos soplan el fuego sagrado
con verdadera fe... o con verdadero deseo de que parezca que soplan.
Y sin embargo, esta debería ser la hora de callar, y que sesteara el sentimiento y se
aquietasen en dulce modorra los Incómodos convencionalismos que en invierno nos fuerzan
a amarnos los unos a los otros. Yo conozco más de cuatro plumas que, enmohecidas por el
largo periodo de descanso epistolar, ahora rechinan furiosas sobre el papel y gimen bajo
la obligación de expresar a distancia amores que la distancia ha casi desvanecido. ¡Son
tantos los esposos, los amigos y aún los amantes que, precisamente al verse separados,
advierten que no tenían nada que decirse estando juntos!
Leed esos billetes comprimidos que publica NUEVO MUNDO en su sección de anuncios
telegráficos. Todos, en estos días, son de ellos y todos lamentan en mil tonos apasionados,
desde la súplica llorona hasta la detonante desesperación, el silencio de ellas, que no
escriben desde sus puntos de veraneo, o escriben poco, o escriben mucho, pero inexpresivo,
insuficiente para consuelo del alma que llora aquí sólita y atormentada por la sospecha...
¡Ay! En esto de las cartas, todas las mujeres son iguales, afligido Radamés. Unas, porque no
sienten lo que escriben; otras, porque no escriben lo que no sienten; y otras, porque no saben
escribir y sienten el terror de su propia ortografía.
Por eso digo yo que si existiese una musa de las cartas habría de pasar muy mal verano.
Pero al menos no serian tantos los hipos en la sección telegráfica de NUEVO MUNDO y
fuera de ella, aunque durante el invierno la musa infeliz, avergonzada de haber inspirado
tantas cartas bellas, tuviera que rasgarse las vestiduras.
20
ELANTRO DE LA REPÚBLICA
(1912)
Apenas terminada la ovación a Soriano hubo un suceso muy significativo. Un grupo de
carbonarios congestionados todavía de dar vivas al diputado radical, se plantó en el café
Suizo (frontero a la estación del Rocío y al hotel donde el señor Soriano se hospeda), y
preguntó en tonos airados al dueño, que es español, por qué no había izado en sus
balcones, como saludo al ilustre amigo de Portugal, la bandera roja y gualda. El dueño
del hotel contestó con humildad, pero firmemente, que no se creía obligado a izar la
bandera de España más que en el caso de que fuera un representante de España el llegado
a Lisboa.
¡No hubiera dicho tal! Cien republicanos se abalanzaron sobre él, y vociferando como
energúmenos, le llamaron cuanto aquí se puede llamar a un miserable.
Cuatro o cinco españoles rodearon al dueño del Suizo, dispuestos a defenderle… y esto
es la hora en que yo no sé cómo «el día de Soriano» no ha terminado trágicamente.
¿Qué dicen ahora O Seculo y los demás periódicos que me insultaron cuando yo escribí
que los españoles no estaban aquí de moda? ¿Tiene lo de hoy disculpa posible—y eso
que lo he relatado con sordina y sin literatura?—¿Es así como piensa la República
merecer la consideración de las gentes de afuera?
Y conste—que este detalle se me olvidaba, con otros que quiero que se me olviden—
que durante el vergonzoso espectáculo no se acercó al café Suizo un solo guardia de los
200 que plantados en mitad de la calle, contemplaban con arrobamiento las
gesticulaciones de Soriano.
En los periódicos sigue siendo sección principal una que casi todos llaman «A
limpieza».
Esta limpieza es el barrido de gentes sospechosas del país. Y estas gentes son todas
aquellas que, a juicio de los carbonarios no sientan mucho entusiasmo por la República.
Las delaciones, el espionaje, la persecución ejercitada por personas sin nombre de
autoridad ni sentido moral, siguen a la orden del día, pese a Duarte Lerte, el pobre
presidente del Consejo, víctima y presa de las turbas perturbadoras.
Esto se llama una vergüenza en todos los idiomas europeos; menos en portugués
republicano, que lo llama «una limpieza».
A Madrid me vuelvo. He visto ya lo suficiente y un poco más de lo que yo quería ver.
Aquí no pasa nada, por ahora, más que lo relatado. Entretanto, O Seculo abre una
suscripción pública para regalar al Ejército escuadrillas de aeroplanos. ¡¡¡Escuadrillas de
aeroplanos en un país todo litoral!!! Y apoya este descabellado propósito diciendo: «¡Oh,
si hubiéramos tenido aeroplanos cuando la incursión de los conspiradores!» Luego dicen
que aquello del portugués en el pozo es plaisanterie...
21
Yo quisiera volver a Portugal en horas más dichosas: cuando los cafés no fuesen clubs
de exaltados, ni las calles paseo de las mujeres de vida airada, ni los teatros antros de
pornografía vil; cuando los carbonarios estuviesen donde les corresponde y no en la calle
ejerciendo de autoridad; cuando, a falta de los aeroplanos de O Seculo, tuviera Portugal
una escuadra formidable de buques de comercio; cuando este Tesoro, hoy misérrimo,
estuviese enriquecido con los manantiales de la agricultura y la ganadería, hoy
estrangulados por la interminable revolución…
¡Pero no! Yo volveré a Lisboa antes de un año a ser cronista de una revolución
antipatriótica y antirrepublicana… ¡La próxima, la inminente revolución de los
carbonarios!
22
CUANDO LOS GATOS MIRAN…
(1914)
Dibujo de Regidor
CUANDO el gato desierta, de súbito, y, con los ojos iluminados por ascuas interiores,
mira tenazmente a un punto de la estancia, ¿qué misterioso contacto ha sacudido sus
nervios, qué imperceptible llamamiento
ha sobresaltado su atención? Nuestros sentidos no han observado ruido ni movimiento.
No ha crujido un mueble, no ha volado un insecto, no ha vibrado una hoja de papel
rozada por la brisa. El gato parece petrificado. No hay en sus ojos ansias de acecho, sino
un deslumbramiento extraño; no corre por su espina dorsal el temblor característico que
le producen siempre las sensaciones inesperadas. Al cabo de unos segundos sale de su
éxtasis; se recoge, vuelve a dormir…
Lo habréis visto mil veces. ¿Y no ha oscurecido ese vulgarísimo suceso familiar
vuestro pensamiento con un temor vago y confuso, como si proviniese de insondables
lejanías psíquicas?
Desde que, por primera vez, Hipócrates y Galeno atisbaron que el cerebro podía ser
habitación del alma, los sabios vienen desfibrando minuciosamente el laberinto de
nuestra cabeza, y los últimos descubrimientos de la psicofísica han llegado a concretar en
tangibles fórmulas matemáticas una gran parte de la vida inmaterial. Pero hay algo, ¡oh,
varones clarividentes!, que no sabréis nunca. Cuando el gato recorre los estantes de mi
librería y va oliendo displicente volumen por volumen, paréceme que sonríe con ese
desdén aristocrático que es privilegio de su raza. Le vi un día posar suavemente su mano
de negro terciopelo sobre una obra inmortal mientras me miraba mefistofélicamente,
como diciendo: “¿Y esto es todo?”
23
Salió mi familia, y me quedé solo en casa con propósito de trabajar. Había leído poco
antes páginas de Maupassant y Poe, y sentía el alma a flor de piel; algo así como verse en
carne viva y gozar con ello. Me dejé caer en un butacón, encendí un cigarrillo y
contemplé el retrato de mi hija, una gran retrato de mi hija muerta.
No hay duda: los retratos de las personas amadas que murieron sonríen plácidamente
cuando se los mira con amor. Aquella tarde, como otras muchas, el retrato y yo hablamos
mucho tiempo sin palabras.
Al pie del retrato había una silla, y en la silla dormía el gato con sueño profundo. No sé
por qué, la inquietante bestezuela tenía la costumbre de reposar allí, bajo la efigie de la
pobre criatura cuyas manos le acariciaron tanto.
Pronto la confluencia de las dos imágenes provocó en mi el inevitable fenómeno. Mi
fantasía evocó escenas en que tantas veces se habían recreado mi ojos. Cuando mi hija
recorría la casa con su gatito en brazos, apretándole contra su pecho, y él forcejeaba por
desasirse y la mordisqueaba los deditos…
Era absoluto el silencio; era ese silencio de la casa vacía, que es para el espíritu lo que
la atmósfera muy clara y muy oxigenada para el cuerpo. Afínase en él la percepción,
destacándose más vivos los recuerdos, la imaginación vibra más ágil, más elástica… Era
sentir como si el corazón fuese incorpóreo, y latiese dentro de una campana de cristal, y
lanzase a las arterias soplos de éter, y no corrientes de sangre roja, espesa y turbulenta.
De repente, el gato despertó; se irguió; se quedó mirando a no sé qué; a algo inmóvil,
porque sus ojos estaban quietos en las órbitas… ¿Miraba, acaso, sin ver, como los
hombres cuando buscamos algo en la tiniebla de nuestro interior? Y en sus pupilas
magnetizadas chispeaba, no obstante, algún misterio… Quise en vano inquirir el objeto
de su atención. Un terror instintivo me tenía clavado en la butaca. Sentí algo difícilmente
definible, que el silencio de la casa se había cuajado dentro de mi en niebla helada…
Sin desviar el rumbo de su mirada, bajó pausadamente de la silla, anduvo unos pasos,
creo que automáticamente, cual si le atrajese un fantasma hipnotizador. Y entonces…
Aun el espanto me alucina y ara mis carnes como una aguja de nieve… Entonces su
cuerpo se tomó ingrávido y se elevó del suelo, impulsado poco a poco por algo que podía
ser una brisa ultranatural. A la altura del pecho de un niño como mi hija muerta, se quedó
en dulce recogimiento, en la postura del gato que duerme en brazos cariñosos… Vi que
sus orejas se abatían y se erguían alternativamente bajo la suave presión de la caricia de
manos invisibles…
Aniquilado por la angustia más horrenda que me poseyó jamás, buscando
instintivamente auxilio, volví los ojos al retrato. La figura de la niña se había disuelto en
un vapor luminoso. El lienzo me pareció la luna de un espejo en que se reflejase un cielo
de tempestad.
Violentamente surgió mi amor de padre y se sobrepuso a mi horror. Mi hija estaba allí.
Corrí como un loco a abrazarla, a reencarnar su espíritu con mis besos… El gato
descendió de golpe, lanzado al suelo por la sombra fugitiva; se estiró perezosamente,
subió de un brinco a su silla, volvió a dormir.
24
Regresó a casa mi familia. Mis hijos me besaron alborozadamente. Mi mujer, viéndome
pálido, desencajado el rostro, bañado aún en frío sudor, pasó su mano por mi frente, que
fue como aplicar una hoja fresca de azucena a una herida sangrante, y me dijo: “¡Pobre!
¡Has trabajado mucho!”
Mis ojos buscaron suplicantes los ojos del retrato, que no sonreían, que miraban graves,
melancólicos.
¡Ah, sí! Las sombras familiares que deambulan por el hogar y nos acompañan hasta la
muerte no son invisibles para el gato.
25
LOS RAYOS PARALIZANTES
(1914)
COMO la historia del mundo, día por día y hora por hora, hasta la desaparición de todo
bicho viviente y la extinción del último luminar del cielo, está puntualmente escrita en el
libro del Destino, yo me pregunto si esto que voy a contar según me lo dicta una voz
misteriosa que sale de los obscuros senos de mi espíritu será copia exacta de una página
futura. Los hombres, vanidosos, creen escribir su historia, cuando en realidad, no hacen
más que ir descifrando línea a línea, con penoso deletreo, el párrafo en que su vida ha
sido trazada tan inexorablemente como la órbita de un astro.
Igual que yo piensan los árabes, hombres que se diferencian de los otros en que saben
esperar a que el porvenir se les desvele por sí mismo, y no se escaldan los ojos de hurgar
con la mirada en las tinieblas.
Los hombres que no tienen esa virtud de la resignación quieren leer en su porvenir
demasiado de prisa, y, como los niños, tropiezan y se equivocan, y frecuentemente no
aciertan a comprender el sentido de lo que leyeron, porque todo pasa ante sus pupilas,
turbadas por la avidez, como la imagen errante de las nubes por la superficie de los
mares.
Yo creo que ha podido serme revelada una página de lo porvenir—la que luego
copiaré—por singular merced de la Providencia o por un fenómeno, apenas presentido
todavía, que podría llamarse radiotelegrafía del espíritu, y que cierto sabio, mi amigo y
maestro, anda estudiando con el fin de explicar a las gentes demasiado crédulas el don de
la profecía.
—Es indudable—suele decirme el preclaro varón—que algunas veces los hombres, y
aun los sabios, sienten bañada en luz su alma. Y esa luz, que tan crudamente fulgura en
las obras de los místicos, no es inmaterial, puesto que produce efectos apreciables en
nuestra red nerviosa. Hora llegará en que podamos encerrarla, como hemos hecho con la
luz del sol, en una sencilla teoría. Entonces, concretaremos el fantástico privilegio de los
videntes en fórmulas algebraicas.
Sería esto tan sencillo si llegase a ser palpable verdad, que debéis, lectores, siquiera
provisionalmente, dar fe a mi relato, aunque yo quede reducido al pobre papel de un
aparato receptor de radiotelegramas ultratelúricos.
Esto que vais a leer está escrito dentro de tres mil años y es lo que sabrán los hombres
que apenas conserven memoria de nosotros. Lo mismo pudo haber un antropopiteco
erecto que adivinase nuestra vida. Es que hay—como afirma mi amigo el sabio—una
especie de ósmosis y endósmosis a través de las horas no vividas. No de otro modo pasa
la luz planetaria a través del vacío absoluto. Todo en la creación es claro. Basta tener
oídos para oír y ojos para ver. Allí donde vemos algo es que hay luz. Allí donde nada
vemos es que hay exceso de luz para nuestras pupilas. Somos tan imperfectos, tan
insuficientes, que el deslumbramiento nos parece obscuridad. Decimos a menudo que las
ideas nuevas tardan en abrirse camino, y es al contrario. La idea nueva es como súbita
inflamación del firmamento que sorprendiese al caminante en noche obscura; como
torrente de luz cegadora que irrumpiese de pronto en la mazmorra lóbrega del preso.
Primero ciega; después alumbra y guía.
26
He aquí mi revelación:
LA MUERTE DE JUAN GONZÁLEZ
Allá por el año 1914, la tierra estaba dividida en parcelas que se llamaban naciones, y
sus habitantes en manadas, con idioma y hábitos distintos y a veces incompatibles. De tal
disparidad nacían querellas, que se procuraba dirimir por medio de las armas; armas tan
perfectas, que mejores no habría podido soñarlas un demonio poseído del frenesí
homicida.
Aquellos hombres se consideraban ya civilizados, y hasta empezaban a obtener algún
provecho de la electricidad. Desconocían, sin embargo, el interés común, esta maravillosa
ecuación humana, que no se pudo resolver hasta el año 2500, y que hoy nos parece cosa
tan sencilla como a ellos pudieron parecerles, después de descubiertas, la fuerza motriz
del vapor del agua o la ley de la gravitación universal.
Tenían por base de la existencia individual y de las organizaciones sociales un
inconmovible sentimiento de autoestimación, que en los individuos se llamaba
“dignidad” o “amor propio”, y en las naciones, “patriotismo”. Este sentimiento solía ser,
antes que fe en las propias virtudes, desconocimiento o menosprecio de las virtudes
ajenas.
Vivían bajo el régimen oligárquico, sin más que esta variante: en los pueblos atrasados,
los oligarcas eran pocos: el Rey y sus ministros; y en los pueblos de vanguardia, los
oligarcas eran muchedumbre, y se llamaban parlamentarios. El arte de la elocuencia era
poderoso, y fulgía, embelleciendo las horas estériles, como el rielar de las estrellas
poetiza el fondo de los charcos dormidos.
Se hablaba demasiado de la paz, que era como pensar mucho en la guerra, y, así, más
araban la tierra las ruedas de los cañones que las rejas de los arados.
Siempre ha ocurrido, como ahora, que la multitud es fuerte y el individuo es débil; pero
en aquellos tiempos, como todo iba a contrapelo de la lógica, la fuerza acumulada de la
multitud no se movía sino a impulso de la debilidad enfermiza del individuo. Obsérvase a
simple vista que había una perfecta unidad en el error. Por ejemplo: las máquinas se
movían como las naciones, o las naciones como las máquinas, por un sistema fundado en
el mayor producto con el mínimo esfuerzo. El más ingente cañón de un acorazado—y
eran monstruos artilleros—funcionaba por la simple presión de una débil mano de mujer.
Un calambre en la mano o un relajamiento en el frágil mecanismo motor, y el cañón ya
no servía para nada.
Al llegar el año de 1914 sobrevino entre los pueblos mejor educados una conflagración,
que se resolvió con horribles matanzas. La explosión de antiguos rencores abrasó
extensos territorios. El suelo se empapó de sangre y el cielo se veló con nubes de pólvora.
Los pueblos sufrieron injusticia y hambre, y una conmoción tan honda como jamás se
había conocido transformó gran parte del planeta. Se inició el primer ensayo de cofradía
universal, y el espíritu de los hombres, aniquilado por la angustia, se abrió como una flor
a la luz de la esperanza.
27
Aquel largo suspiro del mundo se concretó en una idea, y la idea tomó forma sensible
en el cerebro de un hombre. Este hombre tenía el nombre de Juan González y había
nacido en un país que se llamaba España.
Juan González concibió un sublime invento que en lo sucesivo haría imposible la
guerra entre sus semejantes. Rudas penas hubo de sufrir. Los españoles eran seres
enamorados de lo extraordinario, y ninguno quiso creer de buenas a primeras que un
hombre que se llamaba González, como casi todos su compatriotas, pudiese idear cosa de
provecho. Luego, eran tan soberbios, que la misma paz les parecía execrable si les venía
impuesta y no por elección.
Hasta entonces, los sabios más esclarecidos no habían hallado inconveniente en
combinar substancias e imaginar instrumentos de espantable fuerza destructiva. Para
tranquilizar su conciencia, argüían que la guerra serían impracticable cuando un solo
proyectil pudiese pulverizar un ejército. No es fácil explicarse hoy aberración tamaña. El
cataclismo de 1914 demostró que cada cosa cumple en el mundo la misión para que fue
creada, excepto el hombre.
Juan González padeció no sólo el menosprecio de la muchedumbre, sino la
desautorización previa de los cultos, tan seguros de su ciencia, que no necesitaron
conocer el invento para certificar que era la obra de un visionario.
A máquina de paz de Juan González había nacido, sin embargo, de un corazón
verdaderamente enemigo de la guerra. No servía para matar un mosquito. No era la
afirmación de la fuerza, sino su negación. Fundábase, pues, en un principio inconciliable
con el que había inspirado hasta aquella sazón todas las ideas de su misma tendencia.
Cuando menos se esperaba, sorprendió a las gentes la noticia de que Juan González iba,
por fin, a demostrar públicamente la eficacia de su invento. Lo que no habían logrado su
perseverancia ni la decidida protección de unos cuantos hombres discretos, pero pobres, lo
consiguió la heroica liberalidad de un general gloriosamente vencido en numerosas batallas
y que mil veces había soñado bajo la tienda de campaña con un rayo celestial que paralizase
las armas enemigas. No podía menos de hallar cobijo amante en el corazón de tal hombre un
descubrimiento que así correspondía a sus ansias.
Gracias al generoso caudillo, cuyo nombre han dejado injustamente en el olvido así la
historia de la paz como los anales de la guerra, pudo contar Juan González con el radio
suficiente (un gramo de radio valía entonces una fortuna, y esto hará sonreír a los que hoy lo
emplean para cocinar), y fabricó su aparato.
Una mañana, cuando en las calles de Madrid vibraba la vida bulliciosamente, ocurrió una
cosa inconcebible. Hombres y animales, súbitamente dominados por una fuerza invisible e
impalpable, quedáronse paralizados. Los carruajes eléctricos detuviéronse bruscamente. En
las fábricas y talleres, las máquinas se inmovilizaron de pronto, como si una mano
todopoderosa estrujara sus resortes.
28
Los hombres petrificados en la misma postura en que les sorprendiera el fenómeno,
conservaban su conciencia despierta y creíanse víctimas de una angustiosa pesadilla. Sus
músculos desoían el grito de la voluntad; su garganta, paralizada, no podía articular un
sonido. Sus ojos, fijos en las órbitas, no podían revolverse. Durante unos minutos, la vida de
la gran ciudad estuvo en suspenso; la gran ciudad no fue más que un cadáver que se daba
cuenta de la muerte.
La vuelta a la vida empezó por un espasmo de terror, que produjo muy diversos efectos en
hombres y animales. Los animales corrieron a ocultarse en sus refugios; los hombres se
precipitaron en busca de sus allegados. Las máquinas reanudaron su marcha.
Aquella tarde, todos los periódicos lanzaron ediciones extraordinarias, que el público leía
con avidez desenfrenada; porque el lector de periódicos era en tales tiempos un hombre que
gustaba de leer sobre tofo las cosas de que estaba tan enterado como el periodista. Pero los
periódicos tratan una novedad: el fenómeno se había producido, como en Madrid, en toda
España, y aun en sus mares. Los trenes y los barcos habíanse quedado quietos, presas de una
fuerza incomprensible. Articulistas sagaces hicieron notar que el fenómeno había dado la
vuelta a la nación, girando sobre un punto fijo, que era la capital; es decir: del mismo modo
que el cono de luz de un reflector gigantesco que desde Madrid iluminase sucesivamente
toda España. Varios astrónomos se apresuraron a probar que aquello había sido efecto del
paso de un cometa, que cada uno bautizó con su propio nombre.
Mas pronto se supo la verdad. Y la verdad era que Juan González había proyectado desde
su laboratorio los rayos paralizantes.
A los primeros momentos de estupor sucedió una oleada de entusiasmo; a la oleada de
entusiasmo; a la oleada de entusiasmo, un período de recogimiento. Y del recogimiento
surgió una aspiración general, que se manifestó con el peligroso carácter de embriaguez
patriótica. Un ansia atávica se apoderó de todos los españoles. Quisieron volver a dominar
el mundo. Era cosa fácil. Una tropa cualquiera, precedida de los rayos paralizantes,
establecería rápidamente el imperio español en todo el planeta. Ejército que intentara
resistir, sería impunemente destrozado. Los estadistas cesantes vieron un seguro y
espléndido porvenir; los literatos soñaron con imponer su lengua a los esquimales mismos;
los comerciantes imaginaron negocios estupendos. La fiebre patriótica inflamó todos los
cerebros y acarició todos los bolsillos exhaustos.
Juan González, hombre de alto espíritu, se aterró y sintió que su alma se sublevaba,
arrebatada de amor a la Humanidad y a la Justicia. ¡Cómo! ¿Aquel sueño de eterna paz que
le había sostenido y alentado en sus largas horas de desesperanza iba a traducirse en el
indescriptible horror de una expoliación gigantesca gigantesca, la más cruel que conocieran
las edades? ¿Su invento sublime sólo serviría para arrastrar a millones de hombres al dolor y
acaso a la muerte? ¿Conque los seres humanos eran incapaces de la verdadera libertad? Juan
González lloró sobre sus ilusiones perdidas; lloró sobre los destinos de la humanidad, que
acababa de entrever en la hora más amarga de su vida.
29
Cuando se supo que pretendía dar a su invento tales aires de universalidad, se le llamó
vanidoso. Cuando dijo que antes destruiría su máquina que ponerla al servicio de la
rapacidad de su patria, el grito ¡traición! Corrió como el estruendo de un terremoto de punta
a punta de la Península.
Vio su casa cercada por una muchedumbre enloquecida que pedía su muerte. Pudo lanzar
sus rayos paralizantes sobre aquel mar hirviente de cabezas y huir; pero se dijo: “¿Adónde
iré que no haya seres humanos?” Y destruyó su invento, y dio su vida a los verdugos, y se
llevó su secreto a la tumba, para no dejar un arma fratricida en manos de los hombres.
Los otros países, que habían pasado unos días de horrible angustia, se lanzaron vengativos
sobre España y la destrozaron sin piedad. Llegó la hora de repartirse los trozos de la oveja, y
riñeron los lobos. Volvió a desencadenarse la conflagración universal, y esta vez no quedó
libre de ella un solo pueblo.
Y así produjo Juan González, hombre bueno y pacifista práctico, la más horrenda guerra
que ha conocido el mundo, junto a la cual había sido un juego de niños inocentes aquel
cataclismo de 1914.
30
EL ENIGMA
(1915)
ESTO sucedió en un país de Oriente o de Occidente, del Meridión o del Norte, lejano en
el tiempo, indeterminado en el espacio. No lo nombraré, porque fue patria y albergue de la
vaguedad, y conviene que, al sospecharle errante entre las brumas del recuerdo, no sepamos
decir cómo se llamaba ni en qué lugar del mundo lo había puesto Dios.
Pintado en los mapas, parecía jirón, desgarrado de un continente. Preso de una punta por
un broche de montañas, flameaba al desgaire sobre los mares, bien como queriendo irse por
ellos a la ventura, bien como diciendo: ¡tanto monta!
Los literatos y los filósofos indígenas, maestros en retórica, sacaban de ahí muy lindas
imágenes que deslumbraban la imaginación popular. Los escépticos decían: “Nuestro
territorio es un pingajo que cuelga de la espléndida túnica del Continente. Sería cosa de
arrancarle y dejar que las olas se lo llevaran”. Los optimistas: “Es cándido lienzo que este
Continente agita saludando al otro. ¡Noble misión fraternal!” Los belicosos: “Es gallardete
de guerra, guión de este grupo de naciones”.
Nadie sabía a punto fijo lo que era su país; pero las bibliotecas se henchían y los partidos
políticos se multiplicaban, porque cada tropo engendraba un partido político, y cada partido
era como puñado de semillas, que sólo aventándolo fructifica bien.
Formábanse los partidos más por aluvión que por afinidad; pero cada uno tenía su núcleo
directivo. Así, en el escéptico predominaban los intelectuales jóvenes, profunda y
prematuramente convencidos de que su país era el peor; en el de la bandera, pañizuelo de
saludo o pendón fraternal, los comerciantes, y en el que veía en la facha geográfica de su
tierra un estandarte de batalla, los militares de poca graduación y los exportadores. Los
políticos profesionales figuraban en todos los partidos alternativamente.
Pues en este país reinaba un anciano bondadoso y algo torpe, el cual recogíase a menudo
para pensar que en tantos años de vida y de imperio no había podido hacer felices a sus
súbditos. Todo instante venía a acrecentar sus pesares y su remordimiento. Lentas e
inagotables, al ritmo de las horas, fluían sus lágrimas. Cada mañana, al iniciarse el sol,
observaba dolorido que la noche le había dejado otro surco en las mejillas y otro hilo blanco
en las barbas. Y clamaba, elevando al cielo los tiernos ojos, cansados de llorar: “¡Dios mío!
Bien está que los reyes nos hagamos viejos, porque tú has mandado que la nieve cuaje
mejor en las cumbres. Pero no quisiera morir sin haber contemplado la dicha de mis
compatriotas.”
Y en seguida cambiaba de Gobierno.
31
Todo los gobernantes eran sabios y amantes de su patria. Todos consumían doce horas
cada veinticuatro en estudiar a conciencia libros sesudos. Todos tenían programa, y todos
los programas era largos y estaban llenos de excelentes propósitos. Cuando un partido se
encargaba del Gobierno borraba inmediatamente la obra del anterior, que no había traído el
bienestar a los gobernados. De este modo, ninguna reforma llegaba a su término natural;
pero tampoco hubo país en que se emprendiesen tantas. Nacían los proyectos en manojos,
pero con absoluta independencia, como los cabellos, y como los cabellos caían
periódicamente al filo de la tijera revolucionaria. El pueblo podía estar seguro de que en
cualquier momento de su vida se hallaba en camino de la solución de sus problemas, y
también de que la solución de sus problemas no podía llegar en ningún momento de su vida.
Esta fluctuación eterna parecía providencial, porque hacía inmarcesible la esperanza.
El Monarca tenía un hijo, heredero del trono; pero, absorbido por el examen de libros
sabios que hablaban de la gobernación del país y por la lectura de los programas de todos
los partidos, no había tenido tiempo de educarle. El príncipe pasaba sus horas haciendo la
vida vulgar de las gentes que no llevan sobre sí la responsabilidad del reino. Jugaba con los
chicos en la calle, bebía con los cargadores en el muelle, amaba a las mujeres dondequiera y
escuchaba sin hartarse el charloteo insubstancial de sus conciudadanos. El Rey, el pueblo y
los gobernantes temían que llegase la hora de entronizar a semejante botarate. Los del
pingajo habrían amenazado con la revolución, si creyesen que la revolución servía para
algo.
Una tarde, el viejo Rey a firmar un decreto admitiendo la dimisión al Gobierno nombrado
el día antes, cuando sintió que se le cerraban los ojos, y se quedó dormido para siempre. A
lo mejor ocurre que los más poderosos monarcas mueren así, sencillamente, como si el peso
de la corona les hubieses tronchado el cuello.
También sin pompa tomó posesión del trono el príncipe real. No fue sentarse en el sitial de
sus antecesores, sino dejarse caer en él con ese aire despreocupado del hombre que se va a
afeitar. No fue ceñirse la corona, sino meter en ella la cabeza como si fuese un gorro de
dormir. No hubo fiestas populares, ni saraos en Palacio, ni desfiles marciales, ni un mal
concurso literario. Murmuró el pueblo, murmuraron los palaciegos, murmuraron los
militares guapos. Lo poetas murmuraron también, pero no dejaron de publicar sus versos.
Las esposas de los políticos, que se habían hecho trajes para la coronación, declararon que
la rusticidad del Rey era abominable; y eran tantas, que el temblor de sus labios coléricos
zumbó amenazadoramente, como si una inmensa nube de palomas cubriese, aleteando, el
cielo nacional.
Pero faltaba lo peor. Porque estaban de moda entonces tales certámenes y porque sólo en
esas naderías había gastado el príncipe su primera juventud, hizo que todos sus heraldos
anunciasen de punta a punta del país que le sería confiada la gobernación del Estado al
ciudadano que antes y mejor descifrase un enigma. Y este enigma era: ¿Cuántas cabezas,
cuántos brazos y cuántas piernas tiene un rey?
Aunque tamaña majadería fue acogida por la corte con un mohín de desprecio,
presentáronse innumerables concurrentes, y primero los políticos, en quienes el hábito de
gobernar había creado el órgano.
32
Pero el enigma era tan sencillo, que nadie sabía descifrarlo. Hombres encanecidos en el
servicio de la patria vacilaban al pensar cuántas cabezas tiene un rey. No había nacido
Cromwell, para demostrar, hacha en mano, que un rey sólo tiene una cabeza. “Alguna
dificultad insuperable hay en esto—se decían todos—cuando ha de pagarse con tan alto
premio.” ¿Qué había querido preguntar el Rey? ¿Qué insondable problema se disfrazaba
con aquella fórmula demasiadamente sencilla?
El jefe de los liberales, siempre dispuesto a hermanar las necesidades y conveniencias de
la Corona con el respeto a las leyes fundamentales del país, insinuó una respuesta que valía
por otro programa: “Un rey—dijo—puede tener tantas cabezas como quiera, dentro de la
Constitución”.
El jefe de los intelectuales pronunció estas frases importantísimas: “Un rey tiene tantas
cabezas como partes tiene el organismo de su nación; tantos brazos como súbditos, porque
cada súbdito ha de sentir sobre su cabeza la mano protectora del rey; tantas piernas como
pies cuadrados su territorio, para que en ninguno de ellos falte la presión paternal de su
planta”.
La muchedumbre de concursantes se confesó vencida. El del pingajo había triunfado en
aquella lid de ingenio. Pero, con sorpresa de todos, el Rey hizo una mueca de descontento,
y, asomándose al balcón, llamó a un buen hombre que iba a sus negocios.
El buen hombre llegó a las gradas del trono con el desembarazo de quien no sabe qué
alfombras pisa, y apenas le hubieron hecho la pregunta, soltó un chorro de risa fresco e
inagotable como un manantial de puras aguas.
—¡Qué tontería—exclamó sin previa meditación—. Un rey tiene una cabeza, dos piernas y
dos brazos, como yo y como todos los presentes, si no es cojo ni manco!
Los cortesanos quisieron expulsar al villano a pescozones. Pero el Rey le dijo:
—Tú gobernarás en nombre del sentido común. Porque no tienes talento, pero sabes ver
las cosas como son, y no como crees que deben ser o como crees que yo me las figuro.
Y al día siguiente, los del pingajo proclamaron la República, y la presidió el jefe de los
conservadores.
33
DE CÓMO ESPAÑA VOLVIÓ A SER GRANDE
(1915)
ALLÁ en el siglo vigésimo, después de la llamada guerra europea, vieron los hombres
cuánto mal habían ido capaces de hacer y se espantaron de su obra. Sus hogares, en
ruinas; sus tierras, sembradas de hierro o aniquiladas por el trajín de los ardientes
escuadrones; el porvenir, entenebrecido; los ideales, yertos. Vibró la conciencia universal
con un grito de angustia. Perdido el Oriente, los hombres se agruparon como asustadas
ovejuelas, temerosos de la cólera de Dios y temerosos de sí mismos. Todos estaban cojos,
mancos o ciegos; todas las mujeres, enlutadas y marchitas; todos los niños, enloquecidos
de terror. Pero como Dios mandaba inexorablemente que la maltrecha humanidad
siguiese su camino, los cojos se apoyaron en los mancos; los ciegos se guiaron de los
cojos; las mujeres siguieron en pos de los ciegos, y los niños se asieron, temblando, a las
negras sayas de las mujeres. Y la siguiente procesión continuó peregrinando. Los
corazones cantaban este himno:
“Venimos del dolor. Vamos en busca de la esperanza. No más sacrificios de sangre, no
más crímenes estériles. Líbranos, Señor, para siempre del estigma de Caín.”
Las lágrimas de la humanidad se evaporaron y formaron nubes. Estas nubes,
convertidas en lluvia fecundante, vinieron a regar, entre otras cosas, el cráneo de un
sociólogo. En el cráneo del sociólogo floreció una idea. Y la idea fue como un resplandor
de aurora en la noche de la humanidad.
El sociólogo cayó en la cuenta de que hasta entonces había habido guerras porque
existían intereses encontrados. Cada país y cada hombre habían exaltado
desaforadamente su personalidad, con daño y, humillación de la personalidad del vecino.
Las gentes daban crédito a una ley natural, ferozmente individualista, que establecía la
impenetrabilidad de los cuerpos. Si se quería paz y concordia en lo porvenir, era
necesario que las naciones, las regiones, las ciudades y los individuos borrasen de una
vez sus atributos particulares; que cada cual se olvidara de sí mismo y se resignara a ser
una ruedecilla invisible de la gran máquina social. Todos para todos y nadie para sí ni
para nadie. Diluida la personalidad y hasta extinguido su recuerdo, morirían la soberbia,
la vanidad, los celos; todos los hijos del egoísmo, todos los vicios y deformidades
sociales que habían traído la catástrofe.
La idea del sociólogo se parecía a todas las ideas de todos los sociólogos en que era
antigua como el vivir; pero las ideas parecen nuevas cuando resurgen oportunamente.
Imperó a escape.
Las naciones, como ya no tenían armas con que singularizarse, se apresuraron a
renunciar hasta a su nombre. Los hombres, como estaban todos tullidos o inválidos, se
dejaron absorber por el monstruo informe de la comunidad sin resistir apenas. Las
mujeres, como el dolor y el luto las habían dejado impresentables, se cubrieron, sumisas,
con el velo del anónimo. Sólo hubo que vencer la rebeldía de los literatos y las actrices.
34
Bajo el implacable rasero ideal, la vida humana se convirtió en inmensa llanura
silenciosa, como la superficie de un mar muerto. Todo fue paz, igualdad e insignificancia
entre los hombres.
Mas al cabo de unos años, y cuando parecía ya consolidado el sistema, sobrevino un
incidente. El sociólogo de marras, satisfecho y orgulloso de haber traído al mundo la
felicidad, quiso que le erigiesen una estatua. Su voz resonó como un trompetazo en el
templo.
Ya es hora de decir que era español; de una raza incontinente en la ideación y reñida
siempre con la realidad organizada; de una ralea turbulenta y paradójica. Los españoles
era unos hombres que se parecían a los niños en que hacían las cosas sin saber por qué y
luego las destruían para ver lo que tenían dentro, absolutamente nada.
La humanidad se sublevó contra su redentor, que había osado lanzarla al rostro este
breve manifiesto:
“Yo, Juan Pérez de Vallecas, salvador vuestro quiero que se perpetúe mi memoria,
porque habiendo sido capaz de anular vuestra personalidad, soy el único que merece
conservar la suya. Y firmo Vallecas, orgulloso del pueblo en que nací; Pérez, orgulloso de
los padres que me engendraron, y Juan, orgulloso de mí mismo.”
Muchos años más tarde, los filósofos y los historiadores hallaron que en la conducta de
Juan Pérez de Vallecas había habido una contradicción. Pero los hombres se anticiparon a
este fallo y metieron al sociólogo perturbador en una mazmorra, donde es fama que se le
pudrieron las ideas regeneradoras primero y el cerebro después.
Mas la semilla germinaba. Tanto se hablaba de Juan Pérez de Vallecas, que, al mismo
tiempo que se combatía sañudamente su intento de personalizarse, su personalidad crecía,
se determinaba y se esclarecía. Pronto la humanidad se partió en dos bandos y anduvo
otra vez en guerra. Los guerreros del bando de la obscuridad procuraron que relumbrasen
sus hazañas; y un día, habiendo notado que la vanidad refulgía en ellos poderosamente y
que la lucha ya no tenía objeto, se les cayeron las espadas de las manos como las hojas
caen de los árboles.
Se firmó la paz y se erigió en el centro del mundo, un monumento inmarcesible a Juan
Pérez de Vallecas. Y arrastrados por un entusiasmo que les parecía nuevo, todos los
hombres quisieron ser de Vallecas y llamarse Juan Pérez. Fue como una invasión del
mundo en el espíritu de España. La humanidad se llamó española en honor de un redentor
que no había redimido nada.
De este modo, un país personalísimo, que había siempre deseado parecerse los demás,
vino a ser patria común de todos lo seres e impuso, sin saberlo ni quererlo, su
personalidad a toda la tierra.
35
DIARIO DE UN NOTICIERO LOCO
(1915)
INFORMACIONES SOBRENATURALES
(Me he apoderado del cuaderno de notas que usó en vida un noticiero compañero mío.
El pobre murió loco, yo creo que del mucho trabajar, el poco comer y el continuo sufrir
visiones terroríficas. Cuando se le agotaba la información callejera, soñaba informaciones
fantásticas y las escribía. No apareció ninguna publicada en su periódico. Yo las
aprovecharé. Ahí va la primera.)
EL HOMBRE QUE TODO LO VE
“No sé cómo ha podido vivir; pero lo cierto es que ha llegado a la edad madura. Se
diferencia apenas de los otros hombres. Viste pobremente—¡ y podía ser emperador del
mundo!—; su andar es silencioso y receloso, a lo digitigrado. Cúbrele el rostro una
manigua de pelos hirsutos, y entre ella fulguran algunas veces sus ojos como los de un
felino en la selva obscura.
Es difícil encontrarle, porque huye de los seres humanos; pero acaso un día toparéis con
él en lo más sombrío de un parque abandonado o en una de esas calles solitarias donde
crece la hierba y resuenan como voz de otro mundo el canto de una mujer y el gemido de
un perro.
Camina arrimado a la pared, como los canes fugitivos; quisiera incrustarse en ella,
temeroso del espacio libre. Si os mira al pasar, luego cerrará los ojos y apretará los
párpados, para aplastar entre ellos una imagen martirizadora; le veréis temblar y
retorcerse las manos, presa de un dolor invencible. También vosotros quedaréis
paralizados por inefable turbación, como si un relámpago interior os hubieses
deslumbrado los ojos del alma.
Yo soy un noticiero de vocación, como hay pocos. No trabajo para satisfacer la
curiosidad de mis lectores, aunque me gusta infundirles intensamente mi emoción.
Trabajo por placer, investigo arrastrado por una proclividad irrefrenable. Como escudriño
los sucesos corrientes, quisiera sondear las cosas inmateriales. Muchas veces, muchas,
muchas, cuando trazaba aceleradamente líneas trémulas en la blanca cuartilla—esta
blanca cuartilla que tiene la avidez cruel de un pozo sin fondo—, he visto, visto con los
ojos de la cara, que le nacían a mi pluma dos alitas, dos vibrantes alitas azules, que la
hacían volar a los cielos del misterio. Volaba mi pluma, y yo asido a ella, y mi cuerpo se
volvía ingrávido. Subíamos, subíamos… El director suele reprenderme en esos casos.
Dice que escribo disparates… ¡Qué sabe el director…! Esta información de ahora me la
guardo.
36
Hace pocos días cacé al hombre que lo ve todo. Nos cruzamos en una encrucijada
sombría. Su mirar, rápido y centelleante como una estocada, sublevó dentro de mí no sé
qué fríos resplandores. Le seguí. Huía. Le perseguí. Corría. Él, bruscos e incongruentes
ziszás, como una rata. Yo, raudos deslizamientos y fieros saltos gatunos. Le cogí por las
muñecas se las trituré, le puse de espaldas contra un paredón, le clavé una rodilla en el
pecho. Me faltó poco para asesinarle; pero me miró, y recordé entonces que yo era un
noticiero y que aquel hombre me había interesado por eso, por ser yo un noticiero y él
una noticia.
Hablamos largamente, tuteándonos desde el principio, como dos hombres que están
más allá y por encima de las fórmulas mundanas.
No recuerda cómo se llama ni cuántos años tiene. Estas son minucias que sólo sirven
para andar por la vida, y él no anda por la vida, sino por dentro de ella. Los peces que
habitan las profundidades del mar no saben de qué color es el mar ni cómo son ellos.
Mucho antes de darse cuenta de que lo veía todo, le ocurrieron cosas terribles. Recién
nacido, no podía tomar el pecho de su madre, porque veía a su madre por dentro: un
horror de vísceras informes y palpitantes, un tumultuoso fluir de corrientes
sanguinosas… Cuando, ya mozo, comprendió, empezó por espantarse. Luego quiso
explotar su don singular. Puesto que todo lo veía, podía ser dueño del mundo. Corrió
tierras y más tierras, viendo lo que no veía nadie, pensando lo que nadie podía pensar. Si
miraba al cielo, veía el vertiginosa girar de los mundos deslumbrantes por la
impenetrable obscuridad. Si miraba a la tierra, aparecíansele las entrañas profundas, que
cruzan aguas torrenciales y raudales ígneos, y, contrastando con este vértigo de fuerzas
desatadas, el lento laborar de hombres y animales ciegos en las concavidades tenebrosas.
Sus ojos perforaban los muros, las profundidades del cielo y del mar. Pero como Dios,
que le había dado el don de ver ilimitadamente, no quiso otorgarle una inteligencia capaz
de comprenderlo todo, volvió a sentir el espanto de sí mismo que le había sobrecogido en
sus primeros años. Intentó refugiarse en el Amor: pero no podía amar a una mujer a quien
veía por dentro. Quiso buscar un refugio en la amistad; pero observó en la corteza
cerebral de su primer amigo unas como guaridas de hienas del pensamiento, que le
amedrentaron. Se habría matado; pero veía más allá de la muerte…
Corté mi entrevista con el hombre que todo lo ve porque mi razón empezaba a
zozobrar. Le dejé ir, con la promesa de que un día, cuando ya no pueda resistir, nos
reuniremos, y le haré el gran favor de vaciarle los ojos pinchándole con un punzón las
pupilas. Luego dirán que esto ha sido un crimen; me llevarán a la cárcel, me ahorcarán. Y
el hombre que todo lo ve me ha dicho como discurrirán mis jueces, cómo vibrará de ira el
pueblo generoso, cómo surcará mi espíritu libre las alturas donde luce la suprema
justicia… Y esto es lo que peor me ha parecido, porque no es así, no es así, no es así
como se horroriza al público, no es así como se escribe un suceso… ¡Ah! Nunca habrá
periodistas como yo los sueño...”
POR LA COPIA.
37
¡GUARDA, TÍO SAM!…
(1915)
Un hermoso artículo de El Mundo, nos trae la amarga noticia de que Cuba, instigada
por los yanquis, va a alzar en la Habana un monumento a la memoria de las víctimas del
Maine. Tan verosímil hallamos la iniciativa como increíble su realización. Monumento
sería ese que perpetuara, juntamente con la más inicua usurpación que cometieron los
hombres, la ruin bellaquería con que se intentó justificarla. ¿Y Cuba dará un pedazo de su
noble tierra para asiento de semejante injuria a la verdad, de tan cínico ultraje a la
justicia?
Limpia está España de culpa en la catástrofe del Maine, y ello quedó hace mucho
tiempo juzgado en la conciencia de cuantos hombres tienen para guía esta preciosa luz
del alma. ¿Y no bastará que sobre mentira tan cruel se alzase la usurpación, sino que
ahora la mentira se erija a sí misma un monumento, perdurable baldón de bronce y
mármol? ¿Y eso habrá de ocurrir allí donde España sembró su espíritu, dio su habla y
vertió su sangre?
En estos días precisamente va por la mar con rumbo a Cuba, en un buque español, la
estatua de Maceo, por manos españolas labrada y hecha de bronce que la madre España
ha regalado generosamente para dar una prueba de amor y ensalzamiento a la que fue su
hija predilecta. Madre que tan delicadamente contribuye a consagrar a sublimar dolores
que la desgarraron, ¿ha de recibir en pago un oprobio que sólo a mal intencionados
terceros aprovecha?
Pueden los yanquis inmortalizar como quieran en su propio territorio aquella grande y
no superada hazaña con que dieron cima a la expoliación de un pueblo casi indefenso;
justo es que quieran añadir a su blasón el brillo de las armas ya que en esta actual y
desaforada contienda de gigantes sólo ha podido su esforzado ánimo fomentar la gloria
de las letras… comerciales. Déjense, pues que esto no lo añadiría esplendor ni ganancia,
de llevar la cizaña a las familias que, aun divididas, no están desamoradas ni piensan
renegar de sus comunes grandezas.
Y vosotros, cubanos, no queráis manchar con serviles homenajes al extraño la próxima
hora de Cervantes, que ha de dar con solemne sonoridad dentro de vuestra alma, que es la
nuestra. No pongáis frente a la estatua de aquel Maceo, en quien todo fue verdad, la idea
y el sacrificio por ella, una tan vil glorificación de la impostura. Esperad, al menos, a que
los Estados Unidos consigan ver frente al Palacio del kaiser siquiera un cenotafio de las
víctimas del «Lusitania», del cual se han olvidado tan fácilmente… ¡porque era podenco!
¡Quién sabe si esto que está pasando en las enloquecidas patrias de por ahí vendrá a
enseñarles que los podencos son mucho!...
38
SOBRE LA DOBLEZ HUMANA. GEDEÓN; EL ESPÍA INGENUO
(1915)
¿POR qué la profesión de espía es mal mirada? Porque el espía debe ser disimulado y
cauteloso. ¿Pero son punibles el disimulo y la cautela? Voltaire escribió esta frase: “Todo
país bien organizado tiene en los otros países embajadores y espías menos honorables.” Y
luego, ¿quién no ha labrado alguna vez en su espíritu trincheras sinuosas y obscuras
donde pudieran agazaparse sus malas intenciones?
Si los compatriotas de Gedeón, cuando Gedeón fue espía, hubiesen tenido un poco más
de perspicacia; es decir, hubiesen sido menos complicados—porque los hombres
sencillos ven con más claridad que los otros—, hoy podrían ser espías los embajadores y
embajadores los espías. Y acaso las relaciones internacionales se desenvolverían plácida
y suavemente y reinaría el amor entre los hombres.
No penséis que Gedeón era tal como le pintan los caricaturistas ahora. Encarnación del
buen sentido, no se prestaba al chirigoteo gráfico. Era un hombre que procedía
llanamente, y, por lo tanto, lógicamente. Su ludibrio viene del descrédito de la lógica, o,
si queréis, de que la lógica se ha hecho superior al común pensar de las gentes.
Vestía con correcta elegancia, andaba con firme y armonioso isocronismo y hablaba con
cortesía; señales todas de ponderación interior. No ostentaba floripondios en el ojal ni se
ceñía el pescuezo con chalinas desaforadas. Se parecía a todos los hombres en su
apariencia y valía más que todos por la transparencia de su alma.
Gedeón, enamorado de su patria, quiso ser espía, ya que por falta de blasones no podía
ser embajador. Y el primer ministro le colmó las medidas, nombrándole jefe de los espías
del reino. Aquel primer ministro era un hombre, tan vulgar que ya había dado otras
pruebas de clarividencia.
Lanzóse nuestro Gedeón, con su mejor indumentaria y sus maneras más amables, al
cumplimiento de su deber, y empezó por el pueblo rival del suyo, que era, como sigue
sucediendo al cabo de los años, el vecino.
Su primer paso fue un traspiés. Suele pasarles eso a los hombres selectos. No olvidéis
que Federico el Grande huyó como una gacela en su primera batalla y que le hallaron sus
generales temblón y lloroso en una choza. El traspiés del espía Gedeón también debía ser
la base de su fortuna.
En cuanto se vio en la nación rival, Gedeón reflexionó un instante, no más de un
instante, porque en su almacén cerebral estaban las ideas bien ordenadas e ingenuamente
distribuidas. “¿Adónde voy? Puesto que soy un previsor de la guerra, al ministerio de la
Guerra.” Preguntó por el señor ministro y fue recibido en el acto. El señor ministro, que
era, como debía ser, un hombre de bigotes hirsutos, ojos centelleantes y ademanes
rápidos—un caudillo—, le interrogó:
—¿Quién es usted?
—Gedeón, señor ministro.
—¿Qué quiere usted?
—Espiar, señor ministro.
—¡Cómo!
39
—Mi Gobierno, señor ministro, me ha nombrado jefe de espías de mi nación. No
pretendo que el Rey me reciba ceremoniosamente, ni que las tropas me rindan
honores, ni que la aristocracia me festeje. Sólo quiero un permiso para visitar las
fortalezas, inspeccionar las fábricas de armas, fisgar los arsenales, enterarme de los
planes y los planos de vuestro Estado Mayor; tomar notas de todo y enviárselas a mi
Gobierno. Nada más.
Estupefacto, el general mandó que encerrasen a Gedeón en un calabozo. Y Gedeón,
en la obscuridad desapacible de su encierro, se puso a reflexionar:
—Pero, señor, ¿qué he hecho? Lo más natural. ¿No vengo a enterarme de la
situación militar de este país? Pues, ¿a quién iba a interrogar? ¿Y he podido hacerlo
más mesuradamente?
Sí; Gedeón había procedido con mesura e ingenuidad. No merecía ser castigado.
Cuando el ministro de la Guerra estudió el caso fríamente, devolvió la libertad a
nuestro espía. Pero no se la devolvió, cual Gedeón habría hecho en lugar de él,
arrepentido de habérsela arrebatado sin motivo, sino como el malhechor que,
despechado por haberle echado la garra a una joya de bisutería, la restituye
desdeñosamente. A menudo se hace justicia con ese espíritu.
Porque todos los que conocían el suceso dijeron al ministro, y propalaron por la
nación, que el supuesto espía no era sino un tonto incurable. De tal modo la sinceridad
se había hecho virtud rara, que nadie creía en su existencia.
Libre Gedeón, volvió a sus tareas concienzudamente. Recorrió fortalezas, cuarteles,
arsenales. Dondequiera le recibían con agrado. Su fama de mentecato hazmerreír le
precedía. Y mientras él sacaba apuntes, dibujaba croquis, desentrañaba proyectos y
sorprendía enjuagues, todos le miraban y se reían, se reían… “¡Qué tonto más
gracioso!”
En cualquiera de esos lugares en que se fragua la muerte del prójimo para la defensa
nacional, donde cualquier espía habría sido fusilado, Gedeón era acogido con
alborozo.
—Vengo—decía muy finamente—a conocer bien el nuevo cañón que acaban ustedes
de inventar. Ustedes perdonen, pero soy espía… Los militares, contentísimos de la
visita, le llevaban ante el cañón, le explicaban el mecanismo secreto… Gozaban
indeciblemente, y él cumplía su misión encantado de aquellas gentes tan confiadas y
tan amables.
Volvió a su país con cien baúles llenos de planos e informes exactísimos. Iba allí
hasta el más recóndito secreto militar del pueblo enemigo. Era un loco tan original,
que ni siquiera le cobraron derechos de Aduanas. ¡Se reían poco los vistas...!
Cuando inflado de alientos patrióticos se presentó a su primer ministro con aquel
tesoro inapreciable, el primer ministro le bufó esta frase mortal:
—¡Bien ha hecho usted el burro!
40
Gedeón palideció y se permitió insinuar que, según sus averiguaciones, la guerra era
inminente. Luego salió del despacho del primer ministro y tuvo que pasar entre una
oble fila de espías acreditados que murmuraban al verle: “¡Es tonto de capirote!
¡Tendrán que ver sus datos! Ha dicho en todas partes que era espía y se han reído de
él...”
Los datos del espía Gedeón se publicaron en todos los periódicos satíricos y
alcanzaron un éxito loco.
Y poco más tarde sobrevino la guerra entre los dos pueblos vecinos. Apenas había un
oficial compatriota de Gedeón que no llevase en su maleta, para matar las horas de
ocio, las revelaciones del infeliz espía. Y así se combatía alegremente. “En esta plaza,
Gedeón señala las baterías a la derecha… Tiremos a la izquierda.”
Y así se hizo, hasta que llegó el desastre. La patria de Gedeón desapareció del mapa.
La posteridad hizo justicia a aquel hombre discreto y esclavo de la lógica. A seguir
sus consejos, su patria se habría engrandecido. Sí, esto era verdad. Pero quedó para
siempre el dicho de que “Gedeón es tonto”. Porque para que Gedeón fuese listo, había
que reconocer la tontería de todos sus compatriotas.
Y como el régimen de las mayorías imperaba ya...
41
LOS GENIECILLOS QUE VIVEN EN EL HUMO
(1916)
EL trabajo es malo porque gravita sobre el espíritu y le oprime. Pero no todos los
hombres tienen un espíritu digno de vivir en libertad. Por eso el trabajo es para unos
penitencia y para otros disciplina necesaria. Esto es lo que cuentan los seres
misteriosos que pueblan el humo.
Humo es todo, o casi todo, según los poetas; humo la vida, humo sus deleites y sus
torturas, humo la gloria y el bien y el mal, humo el humo. Antes de conocer los
hombres el fuego, ya flotaban, pues, en la humareda. Había amor y orgullo; pechos
henchidos de suspiros y cabezas llenas de ensueños. Con el primer hombre nació la
vanidad del humo; y el humo se hizo humano.
Pero no he de arrojarme ni arrastraros hoy a tan sutil filosofía. Quiero hablar tan sólo
del humo real, gas o vapor visible, y de los seres incorpóreos que viven
indudablemente en él y vienen a ser como su alma.
Y lo he visto con los ojos de la imaginación, y me han dado los peores y los más
dulces ratos de mi vida. Los vi hace muchos años, cuando era niño, porque únicamente
los niños ven ciertas cosas; y pensé revelar su existencia en un poema muy largo y
muy triste que, por fortuna, se quedó sin escribir, como suelen quedarse todos los
poemas de los niños.
Creen los hombres que el humo es un sobrante inútil y enojoso… Si tal fuese, no se
elevaría al cielo. Los verdaderos sobrantes de la vida son los que descienden, como
nuestros cuerpos materiales, inertes piedras lanzadas a un mar sin fondo.
El humo negro que se derrama en lentas olas de las altas chimeneas, el humo azul de
los habanos, el letal humo amarillento de las bombas asfixiantes están poblados de
geniecillos aviesos y maldicientes, invisibles e ingrávidos, que danzan con él con
danzas diabólicas. Son los gnomos de nuestra alma. Si alguien quisiere darles forma
corporal, póngales diminutos ojos fulgurantes, como el agujero de un rayo de luna en
el manto tenebroso de la noche; barbitas de llamas y una gentil caperucilla negra.
No es el humo sino exhalación materializada del espíritu humano. Negro, espeso y
turbulento en la boca de la chimenea de las fábricas, parece el áspero suspiro con que
alivian su pecho y descargan su cólera los hombres que quedan allá abajo atados a la
tierra. Sus geniecillos se retuercen atormentados y rugen himnos de redención. El humo
del cigarro es el aliento visible de la imaginación. Sus geniecillos son lánguidos y torvos,
como hombres hastiados: ora sonríen sarcásticos, ora revolotean burlones, ora
desmayados siguen su espiral, como el fumador sigue la línea ondulante de sus horas,
dejándose ir… Los geniecillos de los humos bélicos—humo de pólvora, gases
deletéreos—no son, como habréis pensado, furiosos diablejos, epilépticos y centelleantes.
Son, al contrario, de continente sereno, y en sus ojos, como en el seno de las aguas
profundas, se agita una promesa inquietante…
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Hay un humo de paz y amor: el que se alza, leve y tranquilo, en columnitas unánimes,
de las aldeas calladas, cuando el sol va poniéndose. Es el suspiro de paz y descanso de los
humildes, de los hombres buenos que hablan todos los días con la tierra, su madre, y
labran en ella amorosamente surcos que son remedo de sepulturas. Sus geniecillos son
dulces y amables, y cuando llegan a lo alto y contemplan la ciudad, sonríen y sonríen y
siguen subiendo.
Y allá arriba, sobre las nubes, sobre el mentido azul que ven nuestros ojos, todos los
humos se confunden y neutralizan. Y unas veces triunfan los geniecillos buenos, y el
suspiro de la tierra se alza hasta las gradas del trono de Dios; y otras veces triunfan los
malos, y el suspiro se hace trueno, y el fulgor de los ojillos furiosos se suma en un
relámpago, y el coro del maldiciones se resuelve en nubes asoladoras, y una vez más se
cumple aquella sentencia, según la cual a quien escupe al cielo le cae la saliva en la
frente.
¿Quién ha fraguado la guerra europea? No han sido los Monarcas ni los pueblos
actuales, sino la asamblea de geniecillos del humo, que exhaló una chimenea a cuyo amor
maduraba Napoleón sus planes, y el que proyectó, al deflagrar, la bomba de un anarquista
contemporáneo nuestro.
43
LA LUZ, EL BESO Y OTRAS CONSIDERACIONES
(1916)
A un jovenzuelo inocente que sueña con saber escribir.
Sermón en el desierto para los que piensan como él.
LAS gentes iletradas, pero imaginativas, y aun las que saben discurrir y no tienen el
arte de precisar su pensamiento en frases escritas, suelen exclamar, dándose palmadas
en la frente o suspirando con aire desgarrador: “¡Ah, si yo pudiera expresar lo que
siento…! ¡Si yo supiera escribir…!” Y este lamento encierra la más vana aspiración
del hombre.
Más vale no saber. Porque “saber escribir” equivale con frecuencia a “no saber lo
que se escribe”, y alguna vez, lo cual es peor, a “creer que se sabe”.
Casi siempre, esas ideas fulgentes y fugaces que invitan a escribir, apenas esclarecen
un instante el espíritu en que nacieron, y no sirven para iluminar otros espíritus porque,
al sufrir la presión del aire, estallarían como las pompas de jabón.
Las ideas son luces inmateriales. Las hay como el sol, con prepotencia lumínica y
soberano calor radiante, y éstas son las grandes ideas expansivas que fecundan el
mundo; las hay metódicas, perseverantes, nobles en su regularidad y su eficacia, como
bombillas eléctricas; las hay majestuosas, pero efímeras, como relámpagos, que
pueden alumbrarlo todo y pueden deslumbrar no más los ojos de los hombres; las hay
inconsistentes y veleidosas, como fuegos fatuos, que se arrastran por la tierra a merced
del giro caprichoso de los vientos; calladas, maternales y orientadoras, como la luz del
faro; grotescas, crepitantes y estériles, como el escándalo de los fuegos de artificio.
Todas tienen el inconveniente de la luz: que hacen la sombra más intensa.
La luz torrencial, la luz del sol, se derrama y triunfa por sí. La luz creada por el
hombre necesita cauces. Creemos haber dominado la electricidad, cuando es ella la
que nos domina. La presentimos en libertad y no podemos verla sino mediante un
conductor que nos la muestre. Para comprender la verdad hemos de encerrarla en una
fórmula, en un mísero molde de palabras. Para que no llegue la luz, hemos de crear el
hilo previamente. No influyen en nuestro espíritu las libres esencias de la Naturaleza
sino presas y prostituidas en una cárcel material. Si no tuviésemos esta vil carne que
envuelve y perturba nuestra alma, nada sabríamos de nuestra alma. Ciertamente, el
pecado fue anterior a la vergüenza; pero hoy, si no fuese por la vergüenza,
ignoraríamos el pecado.
Y si todo esto es indudable, ¿por qué los iluminados por un intenso resplandor
impoluto, puro y amable queréis darle tormento, obligándole a disminuirse,
encauzarse, adelgazarse y destilarse dolorosamente por este filamento metálico de la
pluma del escritor? Fabricaréis, como yo, un artículo, bombilla de dos bujías; como
Galdós, un arco voltaico; como Cervantes, un sol artificial. Pero pensad que el sol
mismo, obra de Dios, nunca ha logrado iluminar simultáneamente los dos hemisferios
de la tierra, lo cual quiere decir que Dios concedió a la luz poderes ilimitados.
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E impuso la misma ley a ambas hermanas, la luz material y la luz del espíritu.
Porque si supierais escribir veríais que los destellos mentales, como los efluvios
luminosos, nacen disminuidos, y muchas veces desnaturalizados, por el dolor del
camino. Cristo, porque era Cristo, llegó con el alma pura y sublimada al Calvario; pero
aun siendo Él, de sus pies brotaba la sangre y de su frente el frío sudor de la agonía.
Entre el cerebro y los puntos de la pluma hay una espantable serie de obstáculos
materiales, en los que la idea va dejándose jirones de su vestidura ideal, deformándose,
adulterándose, hasta llegar a la cándida cuartilla siempre con un poco de fango del
camino. Yo me la figuro descendiendo penosamente desde el cráneo a las yemas de los
dedos por un intrincado sistema de montañas óseas, ríos sanguíneos, bosques
nerviosos, que la asustan, la fatigan, la seducen o la pervierten.
Si no sabéis escribir, alegraos, pensando que poseéis la idea improfanable. Entre la
idea concebida y la idea escrita hay la misma diferencia que entre la túnica inconsútil y
el traje de sastre. No escribáis ni cartas a la novia. Un beso es más breve y más
sincero. Yo no escribiría para la multitud si pudiese dejar levemente en los labios de la
multitud un beso alado, en vez de este beso largo, desmayado, frío e interesado que
llamamos “un artículo”.
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DIÁLOGOS DE ACÁ Y DE ALLÁ. EL CÓMICO Y LA MUERTE
(1916)
EL cómico llega al hospital en visita de estudio. Es deshora, pero como lleva una
tarjeta de recomendación para la Muerte, se le abre paso. Le acogen con cordialidad
los doctores; le rodean, inquietos de curiosidad, alumnos y enfermeros; y le miran
recelosas y cohibidas las Hermanas, en cuyos labios se inicia el temblor de un conjuro.
Llevado de la mano por la Muerte, pasa entre dos hileras de lechos blancos, bajo
cuyas sábanas se adivinan crispaturas dolorosas. Un enfermo intenta incorporarse y
cae otra vez, como herido súbitamente. Se paran allí la Muerte y el Cómico y se
colocan a diestra y siniestra de la almohada.
El que va a morir yace inmóvil, aniquilado por el reciente esfuerzo. En sus ojos se ha
cuajado el fulgor de la fiebre; sus manos esqueléticas arañan el embozo; suda y jadea,
y en el silencio de la sala suena su estertor como esos silbidos lejanos de las noches
campesinas.
El Cómico se inclina sobre la almohada, y la Muerte lanza sobre él los raudales de
sombra de sus ojos vacíos. Como en un espejo, se reproducen en la faz lívida del
Cómico los gestos del agonizante, esos gestos avinagrados del que gusta, ya casi
inconscientemente, las últimas heces de la vida.
—¿Ya…?—murmura la Muerte.
Y el Cómico, devorando al enfermo con la mirada, responde:
—Espera, espera…
Pasa un enfermero, presuroso, con unos hierros relumbrantes entre las manos. De una
cama surge un brazo que le llama acompasadamente. Acude el enfermero.
—¿Qué hay?—le dice una voz—. Nada, que el 43 se muere…
El brazo cae desmayado sobre las sábanas. El enfermero se va.
A la cabecera del “sujeto” hay una ancha vidriera, por donde la luz del nuboso cielo cae
sobre las sábanas. De pronto, un reyo de sol, pálido y efímero, escarba el cerebro del
moribundo y le arranca unas palabras confusas…
—¡Eso quería yo!—clama el Cómico triunfante.
—¡Basta!—dice la Muerte.
Viene un enfermero, y con el embozo tapa la cara del cadáver y sus abiertos ojos de
blando vidrio, de vidrio recién fundido.
El Cómico y la Muerte salen de bracero. Él taconea de firme. Ella araña las losas con
sus calcañares.
ÉL.—No me has visto temblar. Te ha mirado cara a cara en una de tus obras. Ya sé
morir, vieja marrullera. Las gentes me verán perder la vida en el escenario con tan
rigurosa propiedad, que se asombrarán de verme luego vivo.
ELLA.—Del que ha muerto sabes muy poco. De mí, no sabes nada.
ÉL.—Me glorificarán.
ELLA.—Te glorificarán los que no esperan morir, porque verán en ti una mentira que
los desvía de mi verdad.
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ÉL.—Mi arte supremo consiste en suplantarte.
ELLA.—Tu arte supremo acaba en mí.
Y ella se ríe de la mirada luminosa de él; y él se siente sumergido en las cuencas vacías
y tenebrosas de ella.
El Cómico muere; muere verdaderamente en su lecho. De los muros penden marchitas
coronas de laurel. Una mujer, arrodillada a su cabecera, llora sin mirarle. Muchos
cómicos, apiñados al pie de la cama, le contemplan fríamente.
La Muerte se acerca pasito, arañando el piso con sus calcañares. Huele la alcoba a
tisanas frías, a materia en descomposición, a ansiedad humana.
El rostro del moribundo está inmóvil. La Muerte le ordena:
—¡Gesticula!
Él gesticula y ella insiste, riendo con todos los huesos de su calavera:
—¡No es así! Recuerda lo que aprendiste.
El Cómico no recuerda nada, no puede recordar. Bruscamente se vuelve hacia la pared
y cierra los ojos. La Muerte sonríe y se va. La mujer llora sobre el muerto. Los otros
cómicos se marchan lentamente y salen a la calle, donde el viento juega con los obscuros
ropajes de la noche y hace parpadear a las estrellas. Y se dicen unos a otros:
—¡Qué mal ha muerto! Tan ensayado como lo tenía...
47
ADIÓS A MI GATA
(1916)
Dibujo de Regidor
UN adiós a mi perro, a mi pájaro o a mi caballo no lo escribiría yo más que en mi
libro de memorias, donde tienen acogida misericordiosa los desvaríos y las
puerilidades. Pero el adiós a mi gata acaso merece publicarse para conocimiento de
todas las gatas y sus dueños.
El caballo, el pájaro y el perro son seres semihumanos. Tan suavemente se adaptan a
nuestra vida y hay tan clara inteligencia entre ellos y nosotros, que un literato capaz de
estimarse, lo cual quiere decir deseoso de que se le estime, no puede nombrarlos sino
de pasada, so pena de incurrir en aquel irredimible pecado de trivialidad que solemos
echar en cara a los ingenuos autores de odas “A ella” y sonetos “Al bautizo de mi
primogénito”. Para conmover al lector con lloros de esta clase hay que ser tan
desquiciado como Espronceda, tan insistente como Petrarca o más cínico que Byron.
Pero en hablar del gato—o de mi gata—nunca se pierde el tiempo propio ni se
malbarata el ajeno. Todo escritor que tiene gato debe inspirarse en él, y si no lo tiene,
debe procurarse uno, porque esa enigmática bestiecilla es quien nos trae la fecunda
alarma al espíritu, quien crea y atiza en nuestra mente el fuego creador.
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Es el gato, como la criada, enemigo natural, de quien no puede prescindir nuestra
flaca y viciosa naturaleza. Destroza los muebles, prefiriendo los mejores: roba los
manjares, araña nuestras manos y pone en peligro los ojos de nuestros pequeñuelos. Es
taimado, ladrón, desagradecido, egoísta, y tan contrario a la ley del amor, tan disonante
de la armonía universal, que Dios le ha impuesto el amor doloroso, amor-penitencia, y
sus plañidos de amor y sus arrullos son lúgubres ululatos ultraterrenos. Y, sin embargo,
nos embelesa con su aristocrática elegancia, nos recrea con la nobleza de su gracia,
incomparablemente eurítmica; nos seduce con su pulcritud y nos fascina con su mirada
diabólica. Es de terciopelo y tiene uñas aceradas, como la rosa, que es también una
misteriosa contradicción. ¿Por qué los poetas no dan el mismo valor simbólico a las
uñas del felino que a las espinas de la flor? Porque el gato no huele, o no huele bien.
Pero si el olor es vibración, y la luz es vibración, y vibración el color, y si las mudas
sonoridades que, como auroras, despiertan a veces nuestra alma no proceden sino de
vibraciones del exterior, ¿qué más les da a los poetas un gato que una rosa? ¿Acaso los
poetas son organizaciones primitivas, sin más olfato que el de esa membrana feamente
llamada pituitaria? ¿Quizá el divino canto a la rosa se engendró en el vértice de la
nariz argensolesca?
Mi gata se va. Incurablemente enferma, la he buscado un retiro grato y seguro donde
muera en paz. Tantas veces la flecha de luz verde de sus ojos exploró mi espíritu, que
estoy cierto de que se lleva mil secretos míos. La seguridad de que no ha de
revelárselos a nadie no me quita de presentir que su marcha conturba y desgarra algo
íntimo de mi vida, impenetrable para todos los seres que no son gatos, y aun para los
gatos que no han sido míos.
Cuando me miraba sin verme, como si entre los dos vagase una sombra invisible
para mí; cuando me apartaba del estudio acostándose muellemente sobre las páginas
del libro que absorbía mi atención; cuando, al cabo de un rato de mirar atentamente mi
trabajo, me desviaba la pluma con un manotazo súbito, rompiéndome el hilván de las
palabras y enmarañándome el telar de los pensamientos, ¿no era que su espíritu sagaz
iba delante del mío y les prevenía y le guiaba? Huido de ella, o habiéndola echado de
mi mesa, lejos de su amparo, libre, en fin, de su áspero celo, hice y escribí las más
estériles tonterías de mi vida.
Alguna vez si, rebelándose contra sus insinuaciones, seguía mi pluma yendo y
viniendo locamente por el papel, se encolerizaba justamente y me clavaba la garra. Y
al ver que bajo la suave felpa de su mano brotaba la roja sangre de la mía, volvía yo a
la realidad. Siempre la vi pasiva y reflexiva ante esas imágenes errabundas que
arrancan aullidos y erizan los pelos al can bicho semihumano y, por consiguiente,
embaucadizo; y siempre la vi enloquecer de ansia siguiendo el vuelo de una mosca o
un pájaro, porque la mosca y el pájaro son la realidad definible, tangible y comestible.
¡Muchas lecciones me ha dado!
Mi gata se va. ¿Quién, cuando yo vuelva a casa, olfateará lo jirones de atmósfera
humana que traigo adheridos, como jirones de impalpable niebla, a mis ropas y a mis
carnes? ¿Quién proyectará luz de pupilas verdes y sombra de espíritus flotantes sobre
mis cuartillas? ¿Quién me infundirá sueños melancólicos llorando el amor con trágicos
alaridos a la puerta de mi dormitorio? ¿Quién arañará y abrirá las venas de mi mano
cuando mi mano me haga traición y escriba necedades que ni siquiera tendrán la
disculpa de servir para ganar la cordilla de cada día?
49
UN DÍA, DE ESOS HÁLITOS SE FORMARÁ UNA NUBE
(1919)
Tipos hurdanos
¿LE dicen a usted algo estas fotografías?
Un segundo de vacilación, no ante las fotografías, sino ante la pregunta.
—Sí. Me dicen éstas, y todas las fotografías,
—Escriba usted algo acerca de ellas...
Nada más gustoso, en las horas de desesperanza o languidez, que dejar la pluma suelta
para que corra a su placer sobre las vírgenes cuartillas insinuantes. Está uno harto de escribir
con el pulso trémulo y el corazón trepidante. Estas páginas suaves y lucientes de LA
ESFERA son el día de fiesta del escritor diario...
—¿Le dicen a usted algo estas fotografías?
—¡Oh, sí! Discurriré, soñaré, deliraré sobre ellas. Quizá, a fuerza de contemplarlas, me
apasionen. Y entonces haré, a pretexto de ellas, mi poquito de revolución de cada día.
50
El barrio de la Guindalera, de Cuenca (Fotografías de Hielscher)
Las palabras, como los pájaros, cuando pasan junto a nosotros en bandada chiante y
bulliciosa, no excitan nuestra sensibilidad. Nos envuelven la cabeza, y hasta parece que
nos dan aletazos en las mejillas; pero no se nos entran por los oídos ni rebullen en nuestra
conciencia. Suelen sobrecogernos y seducirnos las palabras lentas y graves como
tañidos de corazón: las que vienen solas entre el silencio. Estas son las que, unas veces, nos
encienden o iluminan, y otras, proyectan sombras apacibles sobre nuestros abrasados
desiertos interiores.
Las fotografías son palabras o gritos lejanos. A menudo vienen de mundos
desconocidos..., de mundos desconocidos que están al alcance de nuestra voz. Hojeando una
revista de éstas que las publican profusamente, las vemos desfilar como grupos de gente
extraña o como rumor de tráfago callejero. Cada persona es apenas una silaba, y todas
juntas tal vez una frase sin sentido.
51
Pero las hay como palabras encinta. Absórbenlas, ávidos, nuestros ojos, y se ponen a
resonar, hasta soliviantar sonoridades tumultuosas, dentro de nuestra conciencia.
De un discurso, raudal gárrulo y espumoso de voces, nunca esperéis una revolución, sino,
la más, una catarata de alaridos. La revolución, en su tenor más noble y amplio, esa
generosa revolución que todos querríamos hacer dentro de nosotros mismos, puede
esperarse de un grito solo, de una sola voz «como ruido de muchas aguas», hermana de la
que oyó en Patmos el mísero solitario.
He aquí unas fotografías de la España exangüe. Tienen, sobre su elocuencia propia, un
valor representativo. Nos impresionan amargamente porque sabemos que en el mismo día, y
a la misma hora, mil, cien mil retratos instantáneos habrían sorprendido en todo el ámbito
español la misma escena. Escena que se resume en esta única palabra: quietud: pero quietud
nuestra, que no es inercia ni reposo ni sosiego, sino marasmo final. Esos hombres abatidos,
tronchados sobre una piedra, sin la cual yacerían por el suelo, y esas mujerucas transidas de
estupor han recibido ya el primer soplo álgido de la muerte. Ya pasa por ellos la vida como
la sombra de un recuerdo. Hambre sentirían si el hambre no fuese tan piadosa que anestesia
a sus víctimas. Sentirían cólera si esta llamarada espiritual pudiese surgir de la ceniza inerte.
La agonía de un pueblo es algo tremebundo. De sus resoplidos se forma el trueno social.
Un día estos hálitos estertorosos llenarán e incendiarán la atmósfera que todos respiramos.
Porque si las almas limpias y leves vuelan al cielo, las almas irredentas, nubladas, henchidas
de rencor permanecen gravitando sobre nosotros, y forman esas nubes tempestuosas que no
saben perdonar.
52
PASEOS POR MADRID
EL ÁNGEL CAÍDO DEL JARDÍN BOTÁNICO
(1919)
Foto Salazar
NUESTRO Jardín Botánico tiene pocos ejemplares extraordinarios. No hay en él un
trozo siquiera de selva libre. Es un concurso grandioso, pero académico, de árboles
correctos y solemnes, cohibidos por la mirada de las estatuas de Clemente, Quer, Lagasca
y Cavanilles. Estos cuatro sabios, erguidos en sus pedestales de piedra, presiden con
excesivo rigor a los pobres viejos vegetales, y parece que los reprenden de continuo:
—¡Eh! Orden y compostura, que somos un jardín oficial y nos mira la gente. Cuidado
con retorcerse las ramas, ni crujir, ni contonearse demasiado, que es de mala educación.
Los más desaforados gigantes soportan humildemente, prendida al pecho su cédula de
identificación: «Soy un olmo común; soy una paulonia de hojas azules; soy una sófora
japonesa; soy un árbol del amor...»
Todos—tan grandes, tan poderosos, tan soberbios—, antes de tomar puesto en las filas,
han pasado por una oficina donde se les tomó la filiación y se les preguntó la procedencia.
Algunos hay que todavía alzan los brazos al cielo con un ademán tragicómico de protesta
inútil.
Obra literaria de Félix Lorenzo
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Obra literaria de Félix Lorenzo

  • 1. OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo Edición, transcripción: Julio Pollino Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 ÍNDICE 1- Arrepentida.............................................................................5 2- Separémonos..........................................................................6 3- Bell Morir...............................................................................8 4- La humanidad doliente.........................................................10 5- El sueño de diciembre..........................................................13 6- Egoísta..................................................................................15 7- Perdurable............................................................................16 8- Epistolario veraniego...........................................................19 9- El antro de la República.......................................................20 10- Cuando los gatos miran......................................................22 11- Los rayos paralizantes........................................................25 12- El enigma...........................................................................30 13- De cómo España volvió a ser grande.................................33 14- Diario de un noticiero loco.................................................35 15- ¡Guarda, Tío Sam!..............................................................37 16- Sobre la doblez humana. Gedeón el espía ingenuo............38 17- Los geniecillos que viven en el humo................................41 18- La luz, el beso y otras consideraciones..............................43 19- Diálogos de acá y allá. El cómico y la muerte...................45 20- Adiós a mi gata..................................................................47 21- Un día, de esos hálitos se formará una nube......................49 22- El ángel caído del jardín botánico......................................52 23- El ocaso de las joyas..........................................................54 24- Los pies y las manos..........................................................56 25- Las ideas.............................................................................59 26- Los centenarios..................................................................63 27- Ejercicios de meditación....................................................65 28- Mirar y ver. Oír y escuchar................................................68 29- El retrato.............................................................................70 30- El horror de dormir............................................................73 31- El patio...............................................................................75 32- Lo inesperado.....................................................................77 33- La aventura de “Alcanzanidos”..........................................79 34- La tragedia del metro.........................................................82
  • 4. 4
  • 5. 5 ARREPENTIDA (1898) Amargada tu vida por aquella palabra fementida que arrojó al lodazal de la impureza la delicada flor de tu belleza, a tu carne blanquísima ceñiste el áspero sayal con que se viste de la impudicia el pecador anhelo cuando se cansa de ofender al cielo. Y todos tus hechizos, el oro de tus rizos, el cándido alabastro de tu frente y el brillo refulgente de aquellos ojos que a la noche oscura daban, por su negrura, durísimos agravios, con la encendida rosa de tus labios fueron rico botín en un momento, de tu arrepentimiento. Sobre el fuego de aquellos desengaños, la pálida ceniza de los años lentamente posada, ha devuelto a tu mente acalorada el plácido pensar de otras edades, del claustro en las sombrías soledades. Y hoy sé que, arrepentida de haberte arrepentido de una vida de duelos y placeres, y viendo que las monjas son mujeres, ya declaras que es necio, y lo condenas, el renegar del mundo y de sus penas, y hallar al cabo con dolor profundo ¡un pedazo de mundo!...
  • 6. 6 SEPARÉMONOS (1898) Mis inveterados males me han puesto en un trance duro, porque, justos y cabales, necesito veinte reales para salir de un apuro. Reloj querido: ya sé que te hago llorar así; mas te juro por mi fe que hasta lo imposible haré para que vuelvas a mí. Yo no te abandonaría en manos del usurero, adorada prenda mía, si no instara en su porfía ese pícaro dinero. Me embarga ruda emoción cuando oigo, en tiempos iguales y en un mismo diapasón el tic-tac de tus metales y el tic-tac del corazón. ¡Y qué recuerdos me hieren al pensar en otros días cuyas páginas refieren de las que ya no me quieren las amantes alegrías!.... A mis ojos anhelantes dando respuesta cumplida tus manillas incesantes, han marcado los instantes más amables de mi vida; y en tus horas, consultadas con fiebre de enamorado y pupilas dilatadas, está escrita con miradas la historia de mi pasado.
  • 7. 7 ¿Recuerdas que, cuando amaba en mis edades de mozo a Inés, y en su cuarto entraba, yo siempre te retrasaba para prolongar mi gozo? Si un Mentor impertinente, con charla adormecedora me hartaba, tú, diligente, me decías dulcemente: «vete a casa, qué ya es hora»; y decías, si extasiado, adoraba un buen palmito, viéndome tan ocupado: —«sigue, sigue sin cuidado, porque voy muy despacito». Comprende, pues, que al dejarte mis sufrimientos son hartos, pero es forzoso empeñarte; de hoy más tendré que alabarte porque sabes dar los cuartos.
  • 8. 8 BELL MORIR (1898) (CUENTO ANDALUZ) Fernanda, la del barrio de Maravillas, provocando tormentas de amor y envidia, con un salero que le llenaba de ansias al mundo entero; la mantilla terciada y el cuello erguido, suavemente enlazados los piececitos, acribillados a miradas por muchos enamorados; recostada en el fondo de una calesa que volaba, arrancando fuego a las piedras, entusiasmada por llevar una moza tan requebrada; bajo un sol de verano que derretía, a ver, aquella tarde, los toros, iba; que un tabardillo se tomaba con gusto por Pepe Hillo.
  • 9. 9 ¡Qué locura y qué gozo cuando Fernanda, escuchando requiebros, entró en la grada! ¡Si parecía que Dios centuplicaba la luz del día! ¡Si de aquellos ojazos, grandes y negros brotaban claridades y centelleos, rayos y luces que en su cielo no han visto los andaluces!... Salió bufando un toro de bella planta, y no había un valiente que lo matara, pues se veía que, aunque lo hicieran trozos no se moría. Ya gruñía la gente desesperada, cuando la astada bestia... miró a Fernanda, y al ver su busto, el pobre animalito, ¡murió de gusto!
  • 10. 10 (1898) Tenía la carne suficiente, nada más que la suficiente, para que no le sonaran los huesos. Era una escurridura, un desperdicio del barro humano; por eso le llamaban el Fideo. Siempre le sedujo el arte—o lo que sea—de los toros; y desde niño, en sus desvaríos de golfo hambriento, soñó con el vistoso capote y la trenzada coletilla. Algunas veces, el poder de sus ansias convertía en deslumbrador traje de luces, de grana y oro—colores que le enloquecían de placer—la extraña combinación de harapos que pendía de sus hombros. Todos los hombres sueñan; pero, tal, que columbró en su juventud la dorada presidencia de un consejo de ministros; hállase holgado, alegre con una plaza de sereno en sitio céntrico. Así, el pobre Fideo llegó a los treinta años sin conseguir arrancarse la blusa roja del mono-sabio, sin ceñirse la ambicionada taleguilla. Aquel terrible fracaso de sus imaginaciones de niño precoz le volvió del revés—como él decía;—le obscureció el alma, le cambió, de vivaracho en grave, de expansivo en taciturno. Cavilaba demasiado, a todas horas; dormía poco, trabaja menos, y bebía disparatadamente, "para emborrachar las fatigas..." aunque sí—confesaba—que no son las fatigas, precisamente, las que luego reclaman el consabido amoniaco de la préven. Una tarde, al acabarse la corrida, y oyéndole renegar del oficio, le ofrecieron una plaza de repartidor en un periódico taurino: ganaría 2 pesetas diarias, pero necesitaba tragarse de la cruz a la fecha el abecedario y juntar las letras, sólo juntarlas. ¡Psch! La colocación no era mala para Fideo y el jornal era decente; pero abandonar la carrera..., dejarse de toros, y, lo que resultaba peor, transigir con la mala sombra… No; aquello no le petaba. Ya que la flor de su vida se había marchitado en las abrasadas arenas del ruedo y en las cuadras mal olientes de la plaza, había que seguir. Era cuestión de amor propio, casi de honra. Lo de juntar las letras sí que le cayó en gracia. ¡Leer el Fideo! ¡Vaya un asombro para los amigos. En fin, si no costaba gran cosa de trabajo… ¿qué mejor para tríaca de sus malos humores? El corazón le daba que los papeles emborrachaban las penas como el vino, sólo que no tenían mano en aquellas borracheras los guardias ni el delegado. Pues era preciso arreglárselas, y "hacer algo…"
  • 11. 11 Para juntar las letras, comenzó por hacer lo mismo con sus ratos de ocio que eran los más, como los de Quijana; y hala, hala, con tesón y buena voluntad, a los pocos meses no guardaba secretos, para él, la tinta de imprenta: leía de corrido. En su zaquizamí no había libros; es decir, por los rincones, manchado y roto, andaba un catecismo del inquilino anterior, alguna vieja beata; pero el Fideo, en treinta años de obscuridades espirituales, había aprendido a negar a tientas. Aquello, pues, no le gustaba. No quiso leer lo que le merecía desprecio; ya se ha indicado que no podía con las transigencias íntimas. Quemó el libro. ¡Abajo los curas! Logró al cabo hacerse con un libro, elegido al azar entre un montón de los que venden por la calle; una obra de alta moral y cristiana filosofía, que no se llamaba Catecismo; y, naturalmente, tales cosas eran para el mono manjares fuertes, langostinos filosóficos, y cayeron de mala manera en su debilísimo estómago. Mascullaba y deglutía páginas y más páginas, que no lograba digerir. Se descuajaringaba el mismo cerebro, y ni siquiera, cogiéndose la frente con las manos—como él veía pintados a los hombres de ciencia—conseguía desentrañar un párrafo. Pero si del espíritu—que dicen los legistas—no sacó nada en limpio, de la letra se le quedaron a reposar en la memoria algunas frases, que intercalaba él con mucha gravedad en las conversaciones con sus camaradas.
  • 12. 12 A éstos, lejos de admirarles, inspirábales sangrientas burlas el novísimo e inesperado cambio del Fideo y su enfático lenguaje. Cierto domingo llegó a la plaza un picador, lastimosamente beodo, a pesar de lo cual, y guardando milagrosamente el equilibro—gracias a que, de puro gordo y achaparrado, le tenían preso los arzones—montó a caballo y se lanzó al redondel, seguido del mono nuestro amigo. —Mal toro, ¿eh, Fideo?—balbuceaba el picador, bamboleándose.—A ver si tú, que sabes ahora de letra, me lo preparas a discursos. Y no dijo más, porque la fiera, con el morrillo chorreando sangre, bufando espantosamente y echando fuego por los ojos, atendió a las excitaciones del mono sabio y arremetió furiosamente contra la escuálida cabalgadura del picador, el cual, perdida del todo la cabeza por los vapores del mosto, cayó al descubierto ante el toro y al alcance de sus astas. Entonces ocurrió lo que no esperaba nadie; y fue que el Fideo, con asombrosa rapidez, y sacando de sus músculos ignorada potencia, cogió la pesada mole del piquero, exponiendo resueltamente la vida, y la sacó a puñados, como quien dice, de aquel sitio de muerte, empapado ya con la sangre del jamelgo. Poco después, en la enfermería, y a presencia de todos, el espada se acercó al Fideo y le ofreció unas monedas. Y el mono, señalando solemnemente al picador, que se revolvía en la cama entre las bascas de la borrachera, y rechazando la dádiva con ademán de esqueleto: —Esas cosas... y otras —exclamó—las hago yo por... la humanidad doliente.
  • 13. 13 EL SUEÑO DE DICIEMBRE (1898) Cruzan silenciosos los helados vientecillos del vecino de Guadarrama atravesando los huesos del aterido transeúnte, y caen monótonos los hilillos fríos y delgados como estiletes de una lluvia de invierno. Madrid se recoge, porque ya es tarde; y solo el rodar estrepitoso de algún carruaje o el paso precipitado de algún trasnochador, logran arrancar ecos al silencio de la noche. Este, querido lector, es el momento preciso para que yo me introduzca descocadamente en tu bien abrigada alcoba, te sustraiga, despiadado y pertinaz, como suelo, del blando sueño en que te hallas, y encauce la función de tu pensamiento. Sabe, ante todo, que me llamo Esperanza, según las gentes sencillas, y Engañabobos, en lenguaje escéptico. Pongo, pues, mi dedo sobre tu frente, soplo tus ojos adormilados, descorro el velo que la fatiga tendiera sobre tus sentidos y te hablo. Escucha: Próxima está la sagrada Nochebuena, que para ti ha de serlo con toda esplendidez. Con algún esfuerzo, aunque no muy grande, por que las medidas de tu bolsa están poco menos que colmadas, comprastes ayer medio billete de la lotería que ha de jugarse en la víspera del próximo aniversario del Nacimiento del Señor. Y no lo compraste a ciegas, ciertamente, sino obedeciendo a no sabes tú que amable invitación misteriosa, cosa del presentimiento.
  • 14. 14 Lo cierto es que, fiado en esos anuncios interiores, desde el momento de la que puede haber sido afortunada compra, tu gaveta no se ha cerrado un punto. Ya tu dulce compañera, pidiéndote un vestido, «que le hacía mucha falta»; ya tu hijo mayor, suplicándote cien duros para salir de un compromiso urgente en que habrá entrado sin pensar; ya los dos pequeñuelos, rompiendo botas y tacones con desacostumbrado furor, te han repetido mil veces el estribillo, sabroso como la miel de hibea. «Anda, que todo lo repondrás en cuanto cobres el premio». Y cuando ellos te lo decían, no podía ser que pensaran en aprovechar tu candidez, sino que tendrían, como tú, presentimientos felices. ¿No son, por tanto, demasiados presentimientos, y no parece digna de desprecio la idea de una equivocación? Ayer, sin ir más lejos, te probó tu aludido hijo mayor, como dos y dos son cuatro, que debes descansar ajeno a los desaires de la Fortuna. Te dijo, sino recordamos mal tu y yo: —«Mira, papá. Tu número tiene dos cuatros por extremos, y en el centro un dos. Sumadas las cinco cifras que lo componen, resultan otras dos, que sumadas a su vez, producen la que constituye el centro de tu número.» «Con estas cábalas, tan claras y precisas, queda probado que bien puedes darme esos veinticinco duros que necesito, sin que tu caja sufra. Además, del regalo que has de hacerme cuando cobres el premio de Nochebuena, puedes descontar esos veinticinco duros y los mil reales que necesitaré la próxima semana para un abrigo de moda.» Sí, esto dijo el nene, que está muy versado en nigromancia y brujerías de todo género. Tu mujer, igualmente, al solicitar de tu magnificencia un brazalete que la habrá enamorado, se ha servido recordarte que el día en que contrajisteis matrimonio, teníais en vuestro poder tantas pesetas como unidades compone el número de tu billete; y, por si era poco, ha demostrado que en cuatro años de bufete, has ganado justamente una cantidad que dividida por seis, da ese querido número que ha de labrar tu fortuna, o es un embuste la ciencia de las matemáticas. ¿Y cuándo cobrarás? Como la cantidad será muy grande, deberás meterte la impaciencia en el bolsillo, por unos días; pero en el mismo del sorteo, encargar aquella preciosa berlina de doble suspensión que has visto en el catálogo de una casa extranjera. Por supuesto, la casa que habitas aunque bien puesta, daría pobre idea de un millonario como tú. Habrás de mudarte a otra más lujosa, mientras te construyen un hotelito, con jardín y cocheras, en el Paseo de la Castellana. Es preciso que vayas hilvanando tus deseos y tus necesidades para satisfacerlas por su orden, y... pero ¡calla! Las cinco dan, y está rayando el día. Da media vuelta, retorna al sueño reparador que te poseía cuando yo vine, y hasta mañana. No me separaré de tu lado... hasta el 23 de Diciembre. (Ríe la Esperanza y váse. Telón rápido).
  • 15. 15 EGOÍSTA (1899) Ya se dobla ese cuerpo que algún día se irguió con prodigiosa gallardía. Ya se enturbian tus ojos y se cansan tus labios de ser rojos La vejez ha manchado tu cabello que la inspira rencor porque fue bello, y tus manos, huesosas y amarillas, han llenado de surcos tus mejillas. Pura, vas a morir; más si tu alma quiere alegar de su virtud la palma, del Hacedor ante el celeste trono, Él, que es justo, dirá:—No te perdono Te hice bella sin par y no has querido ser de los hombres, ni de Dios has sido. Habla, si quieres, y a decir empieza lo que has hecho, mujer, de tu belleza.
  • 16. 16 PERDURABLE (1900) ¡Cómo espanta escuchar el seco golpe del hacha de la Muerte en el frondoso bosque de la vida! ¡Bárbaro leñador, a cuya saña rodando por el polvo extremecidos dejan correr de sus rasgadas venas la savia creadora lo mismo el viejo tronco, en cuyas ramas ha susurrado el viento de otros siglos que el arbusto gentil de erguido talle, apenas arraigado y cuyas hojas se mecieron ayer al tierno soplo de las primeras brisas…! Un roble gigantesco, derribado por el furioso hendiente, con espantable choque viene al suelo; y en tanto que los ásperos guijarros desgarran su cortezas y se tronchan con lúgubre crujido sus brazos seculares alborotados y dispersos huyen los pájaros que hicieran en su copa blando nido de amor… Y al sacudir las invisibles ondas con penetrante grito, ¡quién pudiera saber si acongojados lloran la suerte de su hogar, perdido por fiar en mentidas fortalezas, o alzan plegaria fervorosa al Cielo que ha sembrado en la tierra tantos árboles donde puedan las aves sin amparo posar al fin la entumecida planta!
  • 17. 17 De aquel trágico choque al pavoroso trepidar, la selva parece que murmura… Sus gigantes, como llenos de un pánico infinito, balancéanse locos, fustigando el aire con sus ramas que se juntan, se enlazan, se retuercen con chasquido siniestro. Diríase que intentan los colosos, trémulos de pavor y de congoja, desenterrar sus pies enmohecidos y correr empujados por los vientos en frenética huida; y al sentirse en horrible prisión, tuercen sus brazos y barbotan blasfemia… impronunciable con la dulce armonía de las hojas. Quisieran, insensatos cambiar de pronto en prepotente garra que detuviese el giro del planeta, las raíces que fueron el sustento de su orgullosa mole serpeando con obscura labor en las entrañas de la madre común… Y de instante en instante, retumba el bosque con tremendo hachazo y cae un nuevo tronco. Imperturbable y frío, obedeciendo a compás misterioso, más exacto, fijo y solemne que las mismas horas, el leñador sonríe satisfecho al rítmico blandir de su guadaña. ¿Qué importa que los aires ensordezca tanto grito de horror y que las nubes se tiñan con vapores sanguinosos? Ese chorro de savia que ha saltado de la herida de un cuerpo moribundo irá a formar con la caliente arenales el barro creador.
  • 18. 18 Esas tiernas semillas que aventadas son juguete del aire, germinarán en él. Salve, Idea inmortal. Por ti he sabido que el último estertor de un ser fecundo es canto vigoroso de existencia.
  • 19. 19 EPISTOLARIO VERANIEGO (1911) Si existiese una «musa de las cartas», andaría la pobre afanadísima en esta época del año. ¡Qué de invocaciones, conjuros, llamamientos y conminaciones llegarían en tumultuoso tropel a sus oídos! ¡Y qué de fatigas pasaría, musa y todo, para guiar derechamente sobre el papel epistolar tantas plumas vacilantes, distraídas o medrosas; inspirar frases ardientes a corazones fríos y palabras juiciosas a imaginaciones desatadas; y arrancar de ojos brillantes y campechanos lagrimillas de dolor y nostalgia, de esas que deben correr la tinta de todo «filtro envenenado» que aspire a producir emoción! Porque esta es la época del año en que la moda o las exigencias de la salud, o simplemente las inquietudes del espíritu erradizo, separan a los novios, a los esposos y a los amigos. Hay una especie de «huelga de ligaduras» que, si no fuera por las cartas, degeneraría fatalmente en relajamiento de cariños. Es necesario que los cariños vivan y coleen y se conserven frescos para la invernada, y hay que mantenerlos a fuerza de cartas llenas de promesas, henchidas de recuerdos, rebosantes de ternura, atiborradas de amor, encendidas por el deseo, acongojadas por la melancolía de la separación. Es una tarea bastante difícil en la mayoría de los casos. Si echásemos mano de la estadística o inquiriésemos las revelaciones del cartero, podríamos demostrar incontestablemente que durante el estío se multiplica de una manera prodigiosa la correspondencia afectiva al paso que disminuye la comercial. Las sacas trascienden a perfumes y los sobrecitos rosados, azulados o violados, brillantes y coquetones, anulan a los toscos sobres grises o amarillentos con membrete de razón social y marca de fábrica. Es decir, que los novios, los esposos y los amigos soplan el fuego sagrado con verdadera fe... o con verdadero deseo de que parezca que soplan. Y sin embargo, esta debería ser la hora de callar, y que sesteara el sentimiento y se aquietasen en dulce modorra los Incómodos convencionalismos que en invierno nos fuerzan a amarnos los unos a los otros. Yo conozco más de cuatro plumas que, enmohecidas por el largo periodo de descanso epistolar, ahora rechinan furiosas sobre el papel y gimen bajo la obligación de expresar a distancia amores que la distancia ha casi desvanecido. ¡Son tantos los esposos, los amigos y aún los amantes que, precisamente al verse separados, advierten que no tenían nada que decirse estando juntos! Leed esos billetes comprimidos que publica NUEVO MUNDO en su sección de anuncios telegráficos. Todos, en estos días, son de ellos y todos lamentan en mil tonos apasionados, desde la súplica llorona hasta la detonante desesperación, el silencio de ellas, que no escriben desde sus puntos de veraneo, o escriben poco, o escriben mucho, pero inexpresivo, insuficiente para consuelo del alma que llora aquí sólita y atormentada por la sospecha... ¡Ay! En esto de las cartas, todas las mujeres son iguales, afligido Radamés. Unas, porque no sienten lo que escriben; otras, porque no escriben lo que no sienten; y otras, porque no saben escribir y sienten el terror de su propia ortografía. Por eso digo yo que si existiese una musa de las cartas habría de pasar muy mal verano. Pero al menos no serian tantos los hipos en la sección telegráfica de NUEVO MUNDO y fuera de ella, aunque durante el invierno la musa infeliz, avergonzada de haber inspirado tantas cartas bellas, tuviera que rasgarse las vestiduras.
  • 20. 20 ELANTRO DE LA REPÚBLICA (1912) Apenas terminada la ovación a Soriano hubo un suceso muy significativo. Un grupo de carbonarios congestionados todavía de dar vivas al diputado radical, se plantó en el café Suizo (frontero a la estación del Rocío y al hotel donde el señor Soriano se hospeda), y preguntó en tonos airados al dueño, que es español, por qué no había izado en sus balcones, como saludo al ilustre amigo de Portugal, la bandera roja y gualda. El dueño del hotel contestó con humildad, pero firmemente, que no se creía obligado a izar la bandera de España más que en el caso de que fuera un representante de España el llegado a Lisboa. ¡No hubiera dicho tal! Cien republicanos se abalanzaron sobre él, y vociferando como energúmenos, le llamaron cuanto aquí se puede llamar a un miserable. Cuatro o cinco españoles rodearon al dueño del Suizo, dispuestos a defenderle… y esto es la hora en que yo no sé cómo «el día de Soriano» no ha terminado trágicamente. ¿Qué dicen ahora O Seculo y los demás periódicos que me insultaron cuando yo escribí que los españoles no estaban aquí de moda? ¿Tiene lo de hoy disculpa posible—y eso que lo he relatado con sordina y sin literatura?—¿Es así como piensa la República merecer la consideración de las gentes de afuera? Y conste—que este detalle se me olvidaba, con otros que quiero que se me olviden— que durante el vergonzoso espectáculo no se acercó al café Suizo un solo guardia de los 200 que plantados en mitad de la calle, contemplaban con arrobamiento las gesticulaciones de Soriano. En los periódicos sigue siendo sección principal una que casi todos llaman «A limpieza». Esta limpieza es el barrido de gentes sospechosas del país. Y estas gentes son todas aquellas que, a juicio de los carbonarios no sientan mucho entusiasmo por la República. Las delaciones, el espionaje, la persecución ejercitada por personas sin nombre de autoridad ni sentido moral, siguen a la orden del día, pese a Duarte Lerte, el pobre presidente del Consejo, víctima y presa de las turbas perturbadoras. Esto se llama una vergüenza en todos los idiomas europeos; menos en portugués republicano, que lo llama «una limpieza». A Madrid me vuelvo. He visto ya lo suficiente y un poco más de lo que yo quería ver. Aquí no pasa nada, por ahora, más que lo relatado. Entretanto, O Seculo abre una suscripción pública para regalar al Ejército escuadrillas de aeroplanos. ¡¡¡Escuadrillas de aeroplanos en un país todo litoral!!! Y apoya este descabellado propósito diciendo: «¡Oh, si hubiéramos tenido aeroplanos cuando la incursión de los conspiradores!» Luego dicen que aquello del portugués en el pozo es plaisanterie...
  • 21. 21 Yo quisiera volver a Portugal en horas más dichosas: cuando los cafés no fuesen clubs de exaltados, ni las calles paseo de las mujeres de vida airada, ni los teatros antros de pornografía vil; cuando los carbonarios estuviesen donde les corresponde y no en la calle ejerciendo de autoridad; cuando, a falta de los aeroplanos de O Seculo, tuviera Portugal una escuadra formidable de buques de comercio; cuando este Tesoro, hoy misérrimo, estuviese enriquecido con los manantiales de la agricultura y la ganadería, hoy estrangulados por la interminable revolución… ¡Pero no! Yo volveré a Lisboa antes de un año a ser cronista de una revolución antipatriótica y antirrepublicana… ¡La próxima, la inminente revolución de los carbonarios!
  • 22. 22 CUANDO LOS GATOS MIRAN… (1914) Dibujo de Regidor CUANDO el gato desierta, de súbito, y, con los ojos iluminados por ascuas interiores, mira tenazmente a un punto de la estancia, ¿qué misterioso contacto ha sacudido sus nervios, qué imperceptible llamamiento ha sobresaltado su atención? Nuestros sentidos no han observado ruido ni movimiento. No ha crujido un mueble, no ha volado un insecto, no ha vibrado una hoja de papel rozada por la brisa. El gato parece petrificado. No hay en sus ojos ansias de acecho, sino un deslumbramiento extraño; no corre por su espina dorsal el temblor característico que le producen siempre las sensaciones inesperadas. Al cabo de unos segundos sale de su éxtasis; se recoge, vuelve a dormir… Lo habréis visto mil veces. ¿Y no ha oscurecido ese vulgarísimo suceso familiar vuestro pensamiento con un temor vago y confuso, como si proviniese de insondables lejanías psíquicas? Desde que, por primera vez, Hipócrates y Galeno atisbaron que el cerebro podía ser habitación del alma, los sabios vienen desfibrando minuciosamente el laberinto de nuestra cabeza, y los últimos descubrimientos de la psicofísica han llegado a concretar en tangibles fórmulas matemáticas una gran parte de la vida inmaterial. Pero hay algo, ¡oh, varones clarividentes!, que no sabréis nunca. Cuando el gato recorre los estantes de mi librería y va oliendo displicente volumen por volumen, paréceme que sonríe con ese desdén aristocrático que es privilegio de su raza. Le vi un día posar suavemente su mano de negro terciopelo sobre una obra inmortal mientras me miraba mefistofélicamente, como diciendo: “¿Y esto es todo?”
  • 23. 23 Salió mi familia, y me quedé solo en casa con propósito de trabajar. Había leído poco antes páginas de Maupassant y Poe, y sentía el alma a flor de piel; algo así como verse en carne viva y gozar con ello. Me dejé caer en un butacón, encendí un cigarrillo y contemplé el retrato de mi hija, una gran retrato de mi hija muerta. No hay duda: los retratos de las personas amadas que murieron sonríen plácidamente cuando se los mira con amor. Aquella tarde, como otras muchas, el retrato y yo hablamos mucho tiempo sin palabras. Al pie del retrato había una silla, y en la silla dormía el gato con sueño profundo. No sé por qué, la inquietante bestezuela tenía la costumbre de reposar allí, bajo la efigie de la pobre criatura cuyas manos le acariciaron tanto. Pronto la confluencia de las dos imágenes provocó en mi el inevitable fenómeno. Mi fantasía evocó escenas en que tantas veces se habían recreado mi ojos. Cuando mi hija recorría la casa con su gatito en brazos, apretándole contra su pecho, y él forcejeaba por desasirse y la mordisqueaba los deditos… Era absoluto el silencio; era ese silencio de la casa vacía, que es para el espíritu lo que la atmósfera muy clara y muy oxigenada para el cuerpo. Afínase en él la percepción, destacándose más vivos los recuerdos, la imaginación vibra más ágil, más elástica… Era sentir como si el corazón fuese incorpóreo, y latiese dentro de una campana de cristal, y lanzase a las arterias soplos de éter, y no corrientes de sangre roja, espesa y turbulenta. De repente, el gato despertó; se irguió; se quedó mirando a no sé qué; a algo inmóvil, porque sus ojos estaban quietos en las órbitas… ¿Miraba, acaso, sin ver, como los hombres cuando buscamos algo en la tiniebla de nuestro interior? Y en sus pupilas magnetizadas chispeaba, no obstante, algún misterio… Quise en vano inquirir el objeto de su atención. Un terror instintivo me tenía clavado en la butaca. Sentí algo difícilmente definible, que el silencio de la casa se había cuajado dentro de mi en niebla helada… Sin desviar el rumbo de su mirada, bajó pausadamente de la silla, anduvo unos pasos, creo que automáticamente, cual si le atrajese un fantasma hipnotizador. Y entonces… Aun el espanto me alucina y ara mis carnes como una aguja de nieve… Entonces su cuerpo se tomó ingrávido y se elevó del suelo, impulsado poco a poco por algo que podía ser una brisa ultranatural. A la altura del pecho de un niño como mi hija muerta, se quedó en dulce recogimiento, en la postura del gato que duerme en brazos cariñosos… Vi que sus orejas se abatían y se erguían alternativamente bajo la suave presión de la caricia de manos invisibles… Aniquilado por la angustia más horrenda que me poseyó jamás, buscando instintivamente auxilio, volví los ojos al retrato. La figura de la niña se había disuelto en un vapor luminoso. El lienzo me pareció la luna de un espejo en que se reflejase un cielo de tempestad. Violentamente surgió mi amor de padre y se sobrepuso a mi horror. Mi hija estaba allí. Corrí como un loco a abrazarla, a reencarnar su espíritu con mis besos… El gato descendió de golpe, lanzado al suelo por la sombra fugitiva; se estiró perezosamente, subió de un brinco a su silla, volvió a dormir.
  • 24. 24 Regresó a casa mi familia. Mis hijos me besaron alborozadamente. Mi mujer, viéndome pálido, desencajado el rostro, bañado aún en frío sudor, pasó su mano por mi frente, que fue como aplicar una hoja fresca de azucena a una herida sangrante, y me dijo: “¡Pobre! ¡Has trabajado mucho!” Mis ojos buscaron suplicantes los ojos del retrato, que no sonreían, que miraban graves, melancólicos. ¡Ah, sí! Las sombras familiares que deambulan por el hogar y nos acompañan hasta la muerte no son invisibles para el gato.
  • 25. 25 LOS RAYOS PARALIZANTES (1914) COMO la historia del mundo, día por día y hora por hora, hasta la desaparición de todo bicho viviente y la extinción del último luminar del cielo, está puntualmente escrita en el libro del Destino, yo me pregunto si esto que voy a contar según me lo dicta una voz misteriosa que sale de los obscuros senos de mi espíritu será copia exacta de una página futura. Los hombres, vanidosos, creen escribir su historia, cuando en realidad, no hacen más que ir descifrando línea a línea, con penoso deletreo, el párrafo en que su vida ha sido trazada tan inexorablemente como la órbita de un astro. Igual que yo piensan los árabes, hombres que se diferencian de los otros en que saben esperar a que el porvenir se les desvele por sí mismo, y no se escaldan los ojos de hurgar con la mirada en las tinieblas. Los hombres que no tienen esa virtud de la resignación quieren leer en su porvenir demasiado de prisa, y, como los niños, tropiezan y se equivocan, y frecuentemente no aciertan a comprender el sentido de lo que leyeron, porque todo pasa ante sus pupilas, turbadas por la avidez, como la imagen errante de las nubes por la superficie de los mares. Yo creo que ha podido serme revelada una página de lo porvenir—la que luego copiaré—por singular merced de la Providencia o por un fenómeno, apenas presentido todavía, que podría llamarse radiotelegrafía del espíritu, y que cierto sabio, mi amigo y maestro, anda estudiando con el fin de explicar a las gentes demasiado crédulas el don de la profecía. —Es indudable—suele decirme el preclaro varón—que algunas veces los hombres, y aun los sabios, sienten bañada en luz su alma. Y esa luz, que tan crudamente fulgura en las obras de los místicos, no es inmaterial, puesto que produce efectos apreciables en nuestra red nerviosa. Hora llegará en que podamos encerrarla, como hemos hecho con la luz del sol, en una sencilla teoría. Entonces, concretaremos el fantástico privilegio de los videntes en fórmulas algebraicas. Sería esto tan sencillo si llegase a ser palpable verdad, que debéis, lectores, siquiera provisionalmente, dar fe a mi relato, aunque yo quede reducido al pobre papel de un aparato receptor de radiotelegramas ultratelúricos. Esto que vais a leer está escrito dentro de tres mil años y es lo que sabrán los hombres que apenas conserven memoria de nosotros. Lo mismo pudo haber un antropopiteco erecto que adivinase nuestra vida. Es que hay—como afirma mi amigo el sabio—una especie de ósmosis y endósmosis a través de las horas no vividas. No de otro modo pasa la luz planetaria a través del vacío absoluto. Todo en la creación es claro. Basta tener oídos para oír y ojos para ver. Allí donde vemos algo es que hay luz. Allí donde nada vemos es que hay exceso de luz para nuestras pupilas. Somos tan imperfectos, tan insuficientes, que el deslumbramiento nos parece obscuridad. Decimos a menudo que las ideas nuevas tardan en abrirse camino, y es al contrario. La idea nueva es como súbita inflamación del firmamento que sorprendiese al caminante en noche obscura; como torrente de luz cegadora que irrumpiese de pronto en la mazmorra lóbrega del preso. Primero ciega; después alumbra y guía.
  • 26. 26 He aquí mi revelación: LA MUERTE DE JUAN GONZÁLEZ Allá por el año 1914, la tierra estaba dividida en parcelas que se llamaban naciones, y sus habitantes en manadas, con idioma y hábitos distintos y a veces incompatibles. De tal disparidad nacían querellas, que se procuraba dirimir por medio de las armas; armas tan perfectas, que mejores no habría podido soñarlas un demonio poseído del frenesí homicida. Aquellos hombres se consideraban ya civilizados, y hasta empezaban a obtener algún provecho de la electricidad. Desconocían, sin embargo, el interés común, esta maravillosa ecuación humana, que no se pudo resolver hasta el año 2500, y que hoy nos parece cosa tan sencilla como a ellos pudieron parecerles, después de descubiertas, la fuerza motriz del vapor del agua o la ley de la gravitación universal. Tenían por base de la existencia individual y de las organizaciones sociales un inconmovible sentimiento de autoestimación, que en los individuos se llamaba “dignidad” o “amor propio”, y en las naciones, “patriotismo”. Este sentimiento solía ser, antes que fe en las propias virtudes, desconocimiento o menosprecio de las virtudes ajenas. Vivían bajo el régimen oligárquico, sin más que esta variante: en los pueblos atrasados, los oligarcas eran pocos: el Rey y sus ministros; y en los pueblos de vanguardia, los oligarcas eran muchedumbre, y se llamaban parlamentarios. El arte de la elocuencia era poderoso, y fulgía, embelleciendo las horas estériles, como el rielar de las estrellas poetiza el fondo de los charcos dormidos. Se hablaba demasiado de la paz, que era como pensar mucho en la guerra, y, así, más araban la tierra las ruedas de los cañones que las rejas de los arados. Siempre ha ocurrido, como ahora, que la multitud es fuerte y el individuo es débil; pero en aquellos tiempos, como todo iba a contrapelo de la lógica, la fuerza acumulada de la multitud no se movía sino a impulso de la debilidad enfermiza del individuo. Obsérvase a simple vista que había una perfecta unidad en el error. Por ejemplo: las máquinas se movían como las naciones, o las naciones como las máquinas, por un sistema fundado en el mayor producto con el mínimo esfuerzo. El más ingente cañón de un acorazado—y eran monstruos artilleros—funcionaba por la simple presión de una débil mano de mujer. Un calambre en la mano o un relajamiento en el frágil mecanismo motor, y el cañón ya no servía para nada. Al llegar el año de 1914 sobrevino entre los pueblos mejor educados una conflagración, que se resolvió con horribles matanzas. La explosión de antiguos rencores abrasó extensos territorios. El suelo se empapó de sangre y el cielo se veló con nubes de pólvora. Los pueblos sufrieron injusticia y hambre, y una conmoción tan honda como jamás se había conocido transformó gran parte del planeta. Se inició el primer ensayo de cofradía universal, y el espíritu de los hombres, aniquilado por la angustia, se abrió como una flor a la luz de la esperanza.
  • 27. 27 Aquel largo suspiro del mundo se concretó en una idea, y la idea tomó forma sensible en el cerebro de un hombre. Este hombre tenía el nombre de Juan González y había nacido en un país que se llamaba España. Juan González concibió un sublime invento que en lo sucesivo haría imposible la guerra entre sus semejantes. Rudas penas hubo de sufrir. Los españoles eran seres enamorados de lo extraordinario, y ninguno quiso creer de buenas a primeras que un hombre que se llamaba González, como casi todos su compatriotas, pudiese idear cosa de provecho. Luego, eran tan soberbios, que la misma paz les parecía execrable si les venía impuesta y no por elección. Hasta entonces, los sabios más esclarecidos no habían hallado inconveniente en combinar substancias e imaginar instrumentos de espantable fuerza destructiva. Para tranquilizar su conciencia, argüían que la guerra serían impracticable cuando un solo proyectil pudiese pulverizar un ejército. No es fácil explicarse hoy aberración tamaña. El cataclismo de 1914 demostró que cada cosa cumple en el mundo la misión para que fue creada, excepto el hombre. Juan González padeció no sólo el menosprecio de la muchedumbre, sino la desautorización previa de los cultos, tan seguros de su ciencia, que no necesitaron conocer el invento para certificar que era la obra de un visionario. A máquina de paz de Juan González había nacido, sin embargo, de un corazón verdaderamente enemigo de la guerra. No servía para matar un mosquito. No era la afirmación de la fuerza, sino su negación. Fundábase, pues, en un principio inconciliable con el que había inspirado hasta aquella sazón todas las ideas de su misma tendencia. Cuando menos se esperaba, sorprendió a las gentes la noticia de que Juan González iba, por fin, a demostrar públicamente la eficacia de su invento. Lo que no habían logrado su perseverancia ni la decidida protección de unos cuantos hombres discretos, pero pobres, lo consiguió la heroica liberalidad de un general gloriosamente vencido en numerosas batallas y que mil veces había soñado bajo la tienda de campaña con un rayo celestial que paralizase las armas enemigas. No podía menos de hallar cobijo amante en el corazón de tal hombre un descubrimiento que así correspondía a sus ansias. Gracias al generoso caudillo, cuyo nombre han dejado injustamente en el olvido así la historia de la paz como los anales de la guerra, pudo contar Juan González con el radio suficiente (un gramo de radio valía entonces una fortuna, y esto hará sonreír a los que hoy lo emplean para cocinar), y fabricó su aparato. Una mañana, cuando en las calles de Madrid vibraba la vida bulliciosamente, ocurrió una cosa inconcebible. Hombres y animales, súbitamente dominados por una fuerza invisible e impalpable, quedáronse paralizados. Los carruajes eléctricos detuviéronse bruscamente. En las fábricas y talleres, las máquinas se inmovilizaron de pronto, como si una mano todopoderosa estrujara sus resortes.
  • 28. 28 Los hombres petrificados en la misma postura en que les sorprendiera el fenómeno, conservaban su conciencia despierta y creíanse víctimas de una angustiosa pesadilla. Sus músculos desoían el grito de la voluntad; su garganta, paralizada, no podía articular un sonido. Sus ojos, fijos en las órbitas, no podían revolverse. Durante unos minutos, la vida de la gran ciudad estuvo en suspenso; la gran ciudad no fue más que un cadáver que se daba cuenta de la muerte. La vuelta a la vida empezó por un espasmo de terror, que produjo muy diversos efectos en hombres y animales. Los animales corrieron a ocultarse en sus refugios; los hombres se precipitaron en busca de sus allegados. Las máquinas reanudaron su marcha. Aquella tarde, todos los periódicos lanzaron ediciones extraordinarias, que el público leía con avidez desenfrenada; porque el lector de periódicos era en tales tiempos un hombre que gustaba de leer sobre tofo las cosas de que estaba tan enterado como el periodista. Pero los periódicos tratan una novedad: el fenómeno se había producido, como en Madrid, en toda España, y aun en sus mares. Los trenes y los barcos habíanse quedado quietos, presas de una fuerza incomprensible. Articulistas sagaces hicieron notar que el fenómeno había dado la vuelta a la nación, girando sobre un punto fijo, que era la capital; es decir: del mismo modo que el cono de luz de un reflector gigantesco que desde Madrid iluminase sucesivamente toda España. Varios astrónomos se apresuraron a probar que aquello había sido efecto del paso de un cometa, que cada uno bautizó con su propio nombre. Mas pronto se supo la verdad. Y la verdad era que Juan González había proyectado desde su laboratorio los rayos paralizantes. A los primeros momentos de estupor sucedió una oleada de entusiasmo; a la oleada de entusiasmo; a la oleada de entusiasmo, un período de recogimiento. Y del recogimiento surgió una aspiración general, que se manifestó con el peligroso carácter de embriaguez patriótica. Un ansia atávica se apoderó de todos los españoles. Quisieron volver a dominar el mundo. Era cosa fácil. Una tropa cualquiera, precedida de los rayos paralizantes, establecería rápidamente el imperio español en todo el planeta. Ejército que intentara resistir, sería impunemente destrozado. Los estadistas cesantes vieron un seguro y espléndido porvenir; los literatos soñaron con imponer su lengua a los esquimales mismos; los comerciantes imaginaron negocios estupendos. La fiebre patriótica inflamó todos los cerebros y acarició todos los bolsillos exhaustos. Juan González, hombre de alto espíritu, se aterró y sintió que su alma se sublevaba, arrebatada de amor a la Humanidad y a la Justicia. ¡Cómo! ¿Aquel sueño de eterna paz que le había sostenido y alentado en sus largas horas de desesperanza iba a traducirse en el indescriptible horror de una expoliación gigantesca gigantesca, la más cruel que conocieran las edades? ¿Su invento sublime sólo serviría para arrastrar a millones de hombres al dolor y acaso a la muerte? ¿Conque los seres humanos eran incapaces de la verdadera libertad? Juan González lloró sobre sus ilusiones perdidas; lloró sobre los destinos de la humanidad, que acababa de entrever en la hora más amarga de su vida.
  • 29. 29 Cuando se supo que pretendía dar a su invento tales aires de universalidad, se le llamó vanidoso. Cuando dijo que antes destruiría su máquina que ponerla al servicio de la rapacidad de su patria, el grito ¡traición! Corrió como el estruendo de un terremoto de punta a punta de la Península. Vio su casa cercada por una muchedumbre enloquecida que pedía su muerte. Pudo lanzar sus rayos paralizantes sobre aquel mar hirviente de cabezas y huir; pero se dijo: “¿Adónde iré que no haya seres humanos?” Y destruyó su invento, y dio su vida a los verdugos, y se llevó su secreto a la tumba, para no dejar un arma fratricida en manos de los hombres. Los otros países, que habían pasado unos días de horrible angustia, se lanzaron vengativos sobre España y la destrozaron sin piedad. Llegó la hora de repartirse los trozos de la oveja, y riñeron los lobos. Volvió a desencadenarse la conflagración universal, y esta vez no quedó libre de ella un solo pueblo. Y así produjo Juan González, hombre bueno y pacifista práctico, la más horrenda guerra que ha conocido el mundo, junto a la cual había sido un juego de niños inocentes aquel cataclismo de 1914.
  • 30. 30 EL ENIGMA (1915) ESTO sucedió en un país de Oriente o de Occidente, del Meridión o del Norte, lejano en el tiempo, indeterminado en el espacio. No lo nombraré, porque fue patria y albergue de la vaguedad, y conviene que, al sospecharle errante entre las brumas del recuerdo, no sepamos decir cómo se llamaba ni en qué lugar del mundo lo había puesto Dios. Pintado en los mapas, parecía jirón, desgarrado de un continente. Preso de una punta por un broche de montañas, flameaba al desgaire sobre los mares, bien como queriendo irse por ellos a la ventura, bien como diciendo: ¡tanto monta! Los literatos y los filósofos indígenas, maestros en retórica, sacaban de ahí muy lindas imágenes que deslumbraban la imaginación popular. Los escépticos decían: “Nuestro territorio es un pingajo que cuelga de la espléndida túnica del Continente. Sería cosa de arrancarle y dejar que las olas se lo llevaran”. Los optimistas: “Es cándido lienzo que este Continente agita saludando al otro. ¡Noble misión fraternal!” Los belicosos: “Es gallardete de guerra, guión de este grupo de naciones”. Nadie sabía a punto fijo lo que era su país; pero las bibliotecas se henchían y los partidos políticos se multiplicaban, porque cada tropo engendraba un partido político, y cada partido era como puñado de semillas, que sólo aventándolo fructifica bien. Formábanse los partidos más por aluvión que por afinidad; pero cada uno tenía su núcleo directivo. Así, en el escéptico predominaban los intelectuales jóvenes, profunda y prematuramente convencidos de que su país era el peor; en el de la bandera, pañizuelo de saludo o pendón fraternal, los comerciantes, y en el que veía en la facha geográfica de su tierra un estandarte de batalla, los militares de poca graduación y los exportadores. Los políticos profesionales figuraban en todos los partidos alternativamente. Pues en este país reinaba un anciano bondadoso y algo torpe, el cual recogíase a menudo para pensar que en tantos años de vida y de imperio no había podido hacer felices a sus súbditos. Todo instante venía a acrecentar sus pesares y su remordimiento. Lentas e inagotables, al ritmo de las horas, fluían sus lágrimas. Cada mañana, al iniciarse el sol, observaba dolorido que la noche le había dejado otro surco en las mejillas y otro hilo blanco en las barbas. Y clamaba, elevando al cielo los tiernos ojos, cansados de llorar: “¡Dios mío! Bien está que los reyes nos hagamos viejos, porque tú has mandado que la nieve cuaje mejor en las cumbres. Pero no quisiera morir sin haber contemplado la dicha de mis compatriotas.” Y en seguida cambiaba de Gobierno.
  • 31. 31 Todo los gobernantes eran sabios y amantes de su patria. Todos consumían doce horas cada veinticuatro en estudiar a conciencia libros sesudos. Todos tenían programa, y todos los programas era largos y estaban llenos de excelentes propósitos. Cuando un partido se encargaba del Gobierno borraba inmediatamente la obra del anterior, que no había traído el bienestar a los gobernados. De este modo, ninguna reforma llegaba a su término natural; pero tampoco hubo país en que se emprendiesen tantas. Nacían los proyectos en manojos, pero con absoluta independencia, como los cabellos, y como los cabellos caían periódicamente al filo de la tijera revolucionaria. El pueblo podía estar seguro de que en cualquier momento de su vida se hallaba en camino de la solución de sus problemas, y también de que la solución de sus problemas no podía llegar en ningún momento de su vida. Esta fluctuación eterna parecía providencial, porque hacía inmarcesible la esperanza. El Monarca tenía un hijo, heredero del trono; pero, absorbido por el examen de libros sabios que hablaban de la gobernación del país y por la lectura de los programas de todos los partidos, no había tenido tiempo de educarle. El príncipe pasaba sus horas haciendo la vida vulgar de las gentes que no llevan sobre sí la responsabilidad del reino. Jugaba con los chicos en la calle, bebía con los cargadores en el muelle, amaba a las mujeres dondequiera y escuchaba sin hartarse el charloteo insubstancial de sus conciudadanos. El Rey, el pueblo y los gobernantes temían que llegase la hora de entronizar a semejante botarate. Los del pingajo habrían amenazado con la revolución, si creyesen que la revolución servía para algo. Una tarde, el viejo Rey a firmar un decreto admitiendo la dimisión al Gobierno nombrado el día antes, cuando sintió que se le cerraban los ojos, y se quedó dormido para siempre. A lo mejor ocurre que los más poderosos monarcas mueren así, sencillamente, como si el peso de la corona les hubieses tronchado el cuello. También sin pompa tomó posesión del trono el príncipe real. No fue sentarse en el sitial de sus antecesores, sino dejarse caer en él con ese aire despreocupado del hombre que se va a afeitar. No fue ceñirse la corona, sino meter en ella la cabeza como si fuese un gorro de dormir. No hubo fiestas populares, ni saraos en Palacio, ni desfiles marciales, ni un mal concurso literario. Murmuró el pueblo, murmuraron los palaciegos, murmuraron los militares guapos. Lo poetas murmuraron también, pero no dejaron de publicar sus versos. Las esposas de los políticos, que se habían hecho trajes para la coronación, declararon que la rusticidad del Rey era abominable; y eran tantas, que el temblor de sus labios coléricos zumbó amenazadoramente, como si una inmensa nube de palomas cubriese, aleteando, el cielo nacional. Pero faltaba lo peor. Porque estaban de moda entonces tales certámenes y porque sólo en esas naderías había gastado el príncipe su primera juventud, hizo que todos sus heraldos anunciasen de punta a punta del país que le sería confiada la gobernación del Estado al ciudadano que antes y mejor descifrase un enigma. Y este enigma era: ¿Cuántas cabezas, cuántos brazos y cuántas piernas tiene un rey? Aunque tamaña majadería fue acogida por la corte con un mohín de desprecio, presentáronse innumerables concurrentes, y primero los políticos, en quienes el hábito de gobernar había creado el órgano.
  • 32. 32 Pero el enigma era tan sencillo, que nadie sabía descifrarlo. Hombres encanecidos en el servicio de la patria vacilaban al pensar cuántas cabezas tiene un rey. No había nacido Cromwell, para demostrar, hacha en mano, que un rey sólo tiene una cabeza. “Alguna dificultad insuperable hay en esto—se decían todos—cuando ha de pagarse con tan alto premio.” ¿Qué había querido preguntar el Rey? ¿Qué insondable problema se disfrazaba con aquella fórmula demasiadamente sencilla? El jefe de los liberales, siempre dispuesto a hermanar las necesidades y conveniencias de la Corona con el respeto a las leyes fundamentales del país, insinuó una respuesta que valía por otro programa: “Un rey—dijo—puede tener tantas cabezas como quiera, dentro de la Constitución”. El jefe de los intelectuales pronunció estas frases importantísimas: “Un rey tiene tantas cabezas como partes tiene el organismo de su nación; tantos brazos como súbditos, porque cada súbdito ha de sentir sobre su cabeza la mano protectora del rey; tantas piernas como pies cuadrados su territorio, para que en ninguno de ellos falte la presión paternal de su planta”. La muchedumbre de concursantes se confesó vencida. El del pingajo había triunfado en aquella lid de ingenio. Pero, con sorpresa de todos, el Rey hizo una mueca de descontento, y, asomándose al balcón, llamó a un buen hombre que iba a sus negocios. El buen hombre llegó a las gradas del trono con el desembarazo de quien no sabe qué alfombras pisa, y apenas le hubieron hecho la pregunta, soltó un chorro de risa fresco e inagotable como un manantial de puras aguas. —¡Qué tontería—exclamó sin previa meditación—. Un rey tiene una cabeza, dos piernas y dos brazos, como yo y como todos los presentes, si no es cojo ni manco! Los cortesanos quisieron expulsar al villano a pescozones. Pero el Rey le dijo: —Tú gobernarás en nombre del sentido común. Porque no tienes talento, pero sabes ver las cosas como son, y no como crees que deben ser o como crees que yo me las figuro. Y al día siguiente, los del pingajo proclamaron la República, y la presidió el jefe de los conservadores.
  • 33. 33 DE CÓMO ESPAÑA VOLVIÓ A SER GRANDE (1915) ALLÁ en el siglo vigésimo, después de la llamada guerra europea, vieron los hombres cuánto mal habían ido capaces de hacer y se espantaron de su obra. Sus hogares, en ruinas; sus tierras, sembradas de hierro o aniquiladas por el trajín de los ardientes escuadrones; el porvenir, entenebrecido; los ideales, yertos. Vibró la conciencia universal con un grito de angustia. Perdido el Oriente, los hombres se agruparon como asustadas ovejuelas, temerosos de la cólera de Dios y temerosos de sí mismos. Todos estaban cojos, mancos o ciegos; todas las mujeres, enlutadas y marchitas; todos los niños, enloquecidos de terror. Pero como Dios mandaba inexorablemente que la maltrecha humanidad siguiese su camino, los cojos se apoyaron en los mancos; los ciegos se guiaron de los cojos; las mujeres siguieron en pos de los ciegos, y los niños se asieron, temblando, a las negras sayas de las mujeres. Y la siguiente procesión continuó peregrinando. Los corazones cantaban este himno: “Venimos del dolor. Vamos en busca de la esperanza. No más sacrificios de sangre, no más crímenes estériles. Líbranos, Señor, para siempre del estigma de Caín.” Las lágrimas de la humanidad se evaporaron y formaron nubes. Estas nubes, convertidas en lluvia fecundante, vinieron a regar, entre otras cosas, el cráneo de un sociólogo. En el cráneo del sociólogo floreció una idea. Y la idea fue como un resplandor de aurora en la noche de la humanidad. El sociólogo cayó en la cuenta de que hasta entonces había habido guerras porque existían intereses encontrados. Cada país y cada hombre habían exaltado desaforadamente su personalidad, con daño y, humillación de la personalidad del vecino. Las gentes daban crédito a una ley natural, ferozmente individualista, que establecía la impenetrabilidad de los cuerpos. Si se quería paz y concordia en lo porvenir, era necesario que las naciones, las regiones, las ciudades y los individuos borrasen de una vez sus atributos particulares; que cada cual se olvidara de sí mismo y se resignara a ser una ruedecilla invisible de la gran máquina social. Todos para todos y nadie para sí ni para nadie. Diluida la personalidad y hasta extinguido su recuerdo, morirían la soberbia, la vanidad, los celos; todos los hijos del egoísmo, todos los vicios y deformidades sociales que habían traído la catástrofe. La idea del sociólogo se parecía a todas las ideas de todos los sociólogos en que era antigua como el vivir; pero las ideas parecen nuevas cuando resurgen oportunamente. Imperó a escape. Las naciones, como ya no tenían armas con que singularizarse, se apresuraron a renunciar hasta a su nombre. Los hombres, como estaban todos tullidos o inválidos, se dejaron absorber por el monstruo informe de la comunidad sin resistir apenas. Las mujeres, como el dolor y el luto las habían dejado impresentables, se cubrieron, sumisas, con el velo del anónimo. Sólo hubo que vencer la rebeldía de los literatos y las actrices.
  • 34. 34 Bajo el implacable rasero ideal, la vida humana se convirtió en inmensa llanura silenciosa, como la superficie de un mar muerto. Todo fue paz, igualdad e insignificancia entre los hombres. Mas al cabo de unos años, y cuando parecía ya consolidado el sistema, sobrevino un incidente. El sociólogo de marras, satisfecho y orgulloso de haber traído al mundo la felicidad, quiso que le erigiesen una estatua. Su voz resonó como un trompetazo en el templo. Ya es hora de decir que era español; de una raza incontinente en la ideación y reñida siempre con la realidad organizada; de una ralea turbulenta y paradójica. Los españoles era unos hombres que se parecían a los niños en que hacían las cosas sin saber por qué y luego las destruían para ver lo que tenían dentro, absolutamente nada. La humanidad se sublevó contra su redentor, que había osado lanzarla al rostro este breve manifiesto: “Yo, Juan Pérez de Vallecas, salvador vuestro quiero que se perpetúe mi memoria, porque habiendo sido capaz de anular vuestra personalidad, soy el único que merece conservar la suya. Y firmo Vallecas, orgulloso del pueblo en que nací; Pérez, orgulloso de los padres que me engendraron, y Juan, orgulloso de mí mismo.” Muchos años más tarde, los filósofos y los historiadores hallaron que en la conducta de Juan Pérez de Vallecas había habido una contradicción. Pero los hombres se anticiparon a este fallo y metieron al sociólogo perturbador en una mazmorra, donde es fama que se le pudrieron las ideas regeneradoras primero y el cerebro después. Mas la semilla germinaba. Tanto se hablaba de Juan Pérez de Vallecas, que, al mismo tiempo que se combatía sañudamente su intento de personalizarse, su personalidad crecía, se determinaba y se esclarecía. Pronto la humanidad se partió en dos bandos y anduvo otra vez en guerra. Los guerreros del bando de la obscuridad procuraron que relumbrasen sus hazañas; y un día, habiendo notado que la vanidad refulgía en ellos poderosamente y que la lucha ya no tenía objeto, se les cayeron las espadas de las manos como las hojas caen de los árboles. Se firmó la paz y se erigió en el centro del mundo, un monumento inmarcesible a Juan Pérez de Vallecas. Y arrastrados por un entusiasmo que les parecía nuevo, todos los hombres quisieron ser de Vallecas y llamarse Juan Pérez. Fue como una invasión del mundo en el espíritu de España. La humanidad se llamó española en honor de un redentor que no había redimido nada. De este modo, un país personalísimo, que había siempre deseado parecerse los demás, vino a ser patria común de todos lo seres e impuso, sin saberlo ni quererlo, su personalidad a toda la tierra.
  • 35. 35 DIARIO DE UN NOTICIERO LOCO (1915) INFORMACIONES SOBRENATURALES (Me he apoderado del cuaderno de notas que usó en vida un noticiero compañero mío. El pobre murió loco, yo creo que del mucho trabajar, el poco comer y el continuo sufrir visiones terroríficas. Cuando se le agotaba la información callejera, soñaba informaciones fantásticas y las escribía. No apareció ninguna publicada en su periódico. Yo las aprovecharé. Ahí va la primera.) EL HOMBRE QUE TODO LO VE “No sé cómo ha podido vivir; pero lo cierto es que ha llegado a la edad madura. Se diferencia apenas de los otros hombres. Viste pobremente—¡ y podía ser emperador del mundo!—; su andar es silencioso y receloso, a lo digitigrado. Cúbrele el rostro una manigua de pelos hirsutos, y entre ella fulguran algunas veces sus ojos como los de un felino en la selva obscura. Es difícil encontrarle, porque huye de los seres humanos; pero acaso un día toparéis con él en lo más sombrío de un parque abandonado o en una de esas calles solitarias donde crece la hierba y resuenan como voz de otro mundo el canto de una mujer y el gemido de un perro. Camina arrimado a la pared, como los canes fugitivos; quisiera incrustarse en ella, temeroso del espacio libre. Si os mira al pasar, luego cerrará los ojos y apretará los párpados, para aplastar entre ellos una imagen martirizadora; le veréis temblar y retorcerse las manos, presa de un dolor invencible. También vosotros quedaréis paralizados por inefable turbación, como si un relámpago interior os hubieses deslumbrado los ojos del alma. Yo soy un noticiero de vocación, como hay pocos. No trabajo para satisfacer la curiosidad de mis lectores, aunque me gusta infundirles intensamente mi emoción. Trabajo por placer, investigo arrastrado por una proclividad irrefrenable. Como escudriño los sucesos corrientes, quisiera sondear las cosas inmateriales. Muchas veces, muchas, muchas, cuando trazaba aceleradamente líneas trémulas en la blanca cuartilla—esta blanca cuartilla que tiene la avidez cruel de un pozo sin fondo—, he visto, visto con los ojos de la cara, que le nacían a mi pluma dos alitas, dos vibrantes alitas azules, que la hacían volar a los cielos del misterio. Volaba mi pluma, y yo asido a ella, y mi cuerpo se volvía ingrávido. Subíamos, subíamos… El director suele reprenderme en esos casos. Dice que escribo disparates… ¡Qué sabe el director…! Esta información de ahora me la guardo.
  • 36. 36 Hace pocos días cacé al hombre que lo ve todo. Nos cruzamos en una encrucijada sombría. Su mirar, rápido y centelleante como una estocada, sublevó dentro de mí no sé qué fríos resplandores. Le seguí. Huía. Le perseguí. Corría. Él, bruscos e incongruentes ziszás, como una rata. Yo, raudos deslizamientos y fieros saltos gatunos. Le cogí por las muñecas se las trituré, le puse de espaldas contra un paredón, le clavé una rodilla en el pecho. Me faltó poco para asesinarle; pero me miró, y recordé entonces que yo era un noticiero y que aquel hombre me había interesado por eso, por ser yo un noticiero y él una noticia. Hablamos largamente, tuteándonos desde el principio, como dos hombres que están más allá y por encima de las fórmulas mundanas. No recuerda cómo se llama ni cuántos años tiene. Estas son minucias que sólo sirven para andar por la vida, y él no anda por la vida, sino por dentro de ella. Los peces que habitan las profundidades del mar no saben de qué color es el mar ni cómo son ellos. Mucho antes de darse cuenta de que lo veía todo, le ocurrieron cosas terribles. Recién nacido, no podía tomar el pecho de su madre, porque veía a su madre por dentro: un horror de vísceras informes y palpitantes, un tumultuoso fluir de corrientes sanguinosas… Cuando, ya mozo, comprendió, empezó por espantarse. Luego quiso explotar su don singular. Puesto que todo lo veía, podía ser dueño del mundo. Corrió tierras y más tierras, viendo lo que no veía nadie, pensando lo que nadie podía pensar. Si miraba al cielo, veía el vertiginosa girar de los mundos deslumbrantes por la impenetrable obscuridad. Si miraba a la tierra, aparecíansele las entrañas profundas, que cruzan aguas torrenciales y raudales ígneos, y, contrastando con este vértigo de fuerzas desatadas, el lento laborar de hombres y animales ciegos en las concavidades tenebrosas. Sus ojos perforaban los muros, las profundidades del cielo y del mar. Pero como Dios, que le había dado el don de ver ilimitadamente, no quiso otorgarle una inteligencia capaz de comprenderlo todo, volvió a sentir el espanto de sí mismo que le había sobrecogido en sus primeros años. Intentó refugiarse en el Amor: pero no podía amar a una mujer a quien veía por dentro. Quiso buscar un refugio en la amistad; pero observó en la corteza cerebral de su primer amigo unas como guaridas de hienas del pensamiento, que le amedrentaron. Se habría matado; pero veía más allá de la muerte… Corté mi entrevista con el hombre que todo lo ve porque mi razón empezaba a zozobrar. Le dejé ir, con la promesa de que un día, cuando ya no pueda resistir, nos reuniremos, y le haré el gran favor de vaciarle los ojos pinchándole con un punzón las pupilas. Luego dirán que esto ha sido un crimen; me llevarán a la cárcel, me ahorcarán. Y el hombre que todo lo ve me ha dicho como discurrirán mis jueces, cómo vibrará de ira el pueblo generoso, cómo surcará mi espíritu libre las alturas donde luce la suprema justicia… Y esto es lo que peor me ha parecido, porque no es así, no es así, no es así como se horroriza al público, no es así como se escribe un suceso… ¡Ah! Nunca habrá periodistas como yo los sueño...” POR LA COPIA.
  • 37. 37 ¡GUARDA, TÍO SAM!… (1915) Un hermoso artículo de El Mundo, nos trae la amarga noticia de que Cuba, instigada por los yanquis, va a alzar en la Habana un monumento a la memoria de las víctimas del Maine. Tan verosímil hallamos la iniciativa como increíble su realización. Monumento sería ese que perpetuara, juntamente con la más inicua usurpación que cometieron los hombres, la ruin bellaquería con que se intentó justificarla. ¿Y Cuba dará un pedazo de su noble tierra para asiento de semejante injuria a la verdad, de tan cínico ultraje a la justicia? Limpia está España de culpa en la catástrofe del Maine, y ello quedó hace mucho tiempo juzgado en la conciencia de cuantos hombres tienen para guía esta preciosa luz del alma. ¿Y no bastará que sobre mentira tan cruel se alzase la usurpación, sino que ahora la mentira se erija a sí misma un monumento, perdurable baldón de bronce y mármol? ¿Y eso habrá de ocurrir allí donde España sembró su espíritu, dio su habla y vertió su sangre? En estos días precisamente va por la mar con rumbo a Cuba, en un buque español, la estatua de Maceo, por manos españolas labrada y hecha de bronce que la madre España ha regalado generosamente para dar una prueba de amor y ensalzamiento a la que fue su hija predilecta. Madre que tan delicadamente contribuye a consagrar a sublimar dolores que la desgarraron, ¿ha de recibir en pago un oprobio que sólo a mal intencionados terceros aprovecha? Pueden los yanquis inmortalizar como quieran en su propio territorio aquella grande y no superada hazaña con que dieron cima a la expoliación de un pueblo casi indefenso; justo es que quieran añadir a su blasón el brillo de las armas ya que en esta actual y desaforada contienda de gigantes sólo ha podido su esforzado ánimo fomentar la gloria de las letras… comerciales. Déjense, pues que esto no lo añadiría esplendor ni ganancia, de llevar la cizaña a las familias que, aun divididas, no están desamoradas ni piensan renegar de sus comunes grandezas. Y vosotros, cubanos, no queráis manchar con serviles homenajes al extraño la próxima hora de Cervantes, que ha de dar con solemne sonoridad dentro de vuestra alma, que es la nuestra. No pongáis frente a la estatua de aquel Maceo, en quien todo fue verdad, la idea y el sacrificio por ella, una tan vil glorificación de la impostura. Esperad, al menos, a que los Estados Unidos consigan ver frente al Palacio del kaiser siquiera un cenotafio de las víctimas del «Lusitania», del cual se han olvidado tan fácilmente… ¡porque era podenco! ¡Quién sabe si esto que está pasando en las enloquecidas patrias de por ahí vendrá a enseñarles que los podencos son mucho!...
  • 38. 38 SOBRE LA DOBLEZ HUMANA. GEDEÓN; EL ESPÍA INGENUO (1915) ¿POR qué la profesión de espía es mal mirada? Porque el espía debe ser disimulado y cauteloso. ¿Pero son punibles el disimulo y la cautela? Voltaire escribió esta frase: “Todo país bien organizado tiene en los otros países embajadores y espías menos honorables.” Y luego, ¿quién no ha labrado alguna vez en su espíritu trincheras sinuosas y obscuras donde pudieran agazaparse sus malas intenciones? Si los compatriotas de Gedeón, cuando Gedeón fue espía, hubiesen tenido un poco más de perspicacia; es decir, hubiesen sido menos complicados—porque los hombres sencillos ven con más claridad que los otros—, hoy podrían ser espías los embajadores y embajadores los espías. Y acaso las relaciones internacionales se desenvolverían plácida y suavemente y reinaría el amor entre los hombres. No penséis que Gedeón era tal como le pintan los caricaturistas ahora. Encarnación del buen sentido, no se prestaba al chirigoteo gráfico. Era un hombre que procedía llanamente, y, por lo tanto, lógicamente. Su ludibrio viene del descrédito de la lógica, o, si queréis, de que la lógica se ha hecho superior al común pensar de las gentes. Vestía con correcta elegancia, andaba con firme y armonioso isocronismo y hablaba con cortesía; señales todas de ponderación interior. No ostentaba floripondios en el ojal ni se ceñía el pescuezo con chalinas desaforadas. Se parecía a todos los hombres en su apariencia y valía más que todos por la transparencia de su alma. Gedeón, enamorado de su patria, quiso ser espía, ya que por falta de blasones no podía ser embajador. Y el primer ministro le colmó las medidas, nombrándole jefe de los espías del reino. Aquel primer ministro era un hombre, tan vulgar que ya había dado otras pruebas de clarividencia. Lanzóse nuestro Gedeón, con su mejor indumentaria y sus maneras más amables, al cumplimiento de su deber, y empezó por el pueblo rival del suyo, que era, como sigue sucediendo al cabo de los años, el vecino. Su primer paso fue un traspiés. Suele pasarles eso a los hombres selectos. No olvidéis que Federico el Grande huyó como una gacela en su primera batalla y que le hallaron sus generales temblón y lloroso en una choza. El traspiés del espía Gedeón también debía ser la base de su fortuna. En cuanto se vio en la nación rival, Gedeón reflexionó un instante, no más de un instante, porque en su almacén cerebral estaban las ideas bien ordenadas e ingenuamente distribuidas. “¿Adónde voy? Puesto que soy un previsor de la guerra, al ministerio de la Guerra.” Preguntó por el señor ministro y fue recibido en el acto. El señor ministro, que era, como debía ser, un hombre de bigotes hirsutos, ojos centelleantes y ademanes rápidos—un caudillo—, le interrogó: —¿Quién es usted? —Gedeón, señor ministro. —¿Qué quiere usted? —Espiar, señor ministro. —¡Cómo!
  • 39. 39 —Mi Gobierno, señor ministro, me ha nombrado jefe de espías de mi nación. No pretendo que el Rey me reciba ceremoniosamente, ni que las tropas me rindan honores, ni que la aristocracia me festeje. Sólo quiero un permiso para visitar las fortalezas, inspeccionar las fábricas de armas, fisgar los arsenales, enterarme de los planes y los planos de vuestro Estado Mayor; tomar notas de todo y enviárselas a mi Gobierno. Nada más. Estupefacto, el general mandó que encerrasen a Gedeón en un calabozo. Y Gedeón, en la obscuridad desapacible de su encierro, se puso a reflexionar: —Pero, señor, ¿qué he hecho? Lo más natural. ¿No vengo a enterarme de la situación militar de este país? Pues, ¿a quién iba a interrogar? ¿Y he podido hacerlo más mesuradamente? Sí; Gedeón había procedido con mesura e ingenuidad. No merecía ser castigado. Cuando el ministro de la Guerra estudió el caso fríamente, devolvió la libertad a nuestro espía. Pero no se la devolvió, cual Gedeón habría hecho en lugar de él, arrepentido de habérsela arrebatado sin motivo, sino como el malhechor que, despechado por haberle echado la garra a una joya de bisutería, la restituye desdeñosamente. A menudo se hace justicia con ese espíritu. Porque todos los que conocían el suceso dijeron al ministro, y propalaron por la nación, que el supuesto espía no era sino un tonto incurable. De tal modo la sinceridad se había hecho virtud rara, que nadie creía en su existencia. Libre Gedeón, volvió a sus tareas concienzudamente. Recorrió fortalezas, cuarteles, arsenales. Dondequiera le recibían con agrado. Su fama de mentecato hazmerreír le precedía. Y mientras él sacaba apuntes, dibujaba croquis, desentrañaba proyectos y sorprendía enjuagues, todos le miraban y se reían, se reían… “¡Qué tonto más gracioso!” En cualquiera de esos lugares en que se fragua la muerte del prójimo para la defensa nacional, donde cualquier espía habría sido fusilado, Gedeón era acogido con alborozo. —Vengo—decía muy finamente—a conocer bien el nuevo cañón que acaban ustedes de inventar. Ustedes perdonen, pero soy espía… Los militares, contentísimos de la visita, le llevaban ante el cañón, le explicaban el mecanismo secreto… Gozaban indeciblemente, y él cumplía su misión encantado de aquellas gentes tan confiadas y tan amables. Volvió a su país con cien baúles llenos de planos e informes exactísimos. Iba allí hasta el más recóndito secreto militar del pueblo enemigo. Era un loco tan original, que ni siquiera le cobraron derechos de Aduanas. ¡Se reían poco los vistas...! Cuando inflado de alientos patrióticos se presentó a su primer ministro con aquel tesoro inapreciable, el primer ministro le bufó esta frase mortal: —¡Bien ha hecho usted el burro!
  • 40. 40 Gedeón palideció y se permitió insinuar que, según sus averiguaciones, la guerra era inminente. Luego salió del despacho del primer ministro y tuvo que pasar entre una oble fila de espías acreditados que murmuraban al verle: “¡Es tonto de capirote! ¡Tendrán que ver sus datos! Ha dicho en todas partes que era espía y se han reído de él...” Los datos del espía Gedeón se publicaron en todos los periódicos satíricos y alcanzaron un éxito loco. Y poco más tarde sobrevino la guerra entre los dos pueblos vecinos. Apenas había un oficial compatriota de Gedeón que no llevase en su maleta, para matar las horas de ocio, las revelaciones del infeliz espía. Y así se combatía alegremente. “En esta plaza, Gedeón señala las baterías a la derecha… Tiremos a la izquierda.” Y así se hizo, hasta que llegó el desastre. La patria de Gedeón desapareció del mapa. La posteridad hizo justicia a aquel hombre discreto y esclavo de la lógica. A seguir sus consejos, su patria se habría engrandecido. Sí, esto era verdad. Pero quedó para siempre el dicho de que “Gedeón es tonto”. Porque para que Gedeón fuese listo, había que reconocer la tontería de todos sus compatriotas. Y como el régimen de las mayorías imperaba ya...
  • 41. 41 LOS GENIECILLOS QUE VIVEN EN EL HUMO (1916) EL trabajo es malo porque gravita sobre el espíritu y le oprime. Pero no todos los hombres tienen un espíritu digno de vivir en libertad. Por eso el trabajo es para unos penitencia y para otros disciplina necesaria. Esto es lo que cuentan los seres misteriosos que pueblan el humo. Humo es todo, o casi todo, según los poetas; humo la vida, humo sus deleites y sus torturas, humo la gloria y el bien y el mal, humo el humo. Antes de conocer los hombres el fuego, ya flotaban, pues, en la humareda. Había amor y orgullo; pechos henchidos de suspiros y cabezas llenas de ensueños. Con el primer hombre nació la vanidad del humo; y el humo se hizo humano. Pero no he de arrojarme ni arrastraros hoy a tan sutil filosofía. Quiero hablar tan sólo del humo real, gas o vapor visible, y de los seres incorpóreos que viven indudablemente en él y vienen a ser como su alma. Y lo he visto con los ojos de la imaginación, y me han dado los peores y los más dulces ratos de mi vida. Los vi hace muchos años, cuando era niño, porque únicamente los niños ven ciertas cosas; y pensé revelar su existencia en un poema muy largo y muy triste que, por fortuna, se quedó sin escribir, como suelen quedarse todos los poemas de los niños. Creen los hombres que el humo es un sobrante inútil y enojoso… Si tal fuese, no se elevaría al cielo. Los verdaderos sobrantes de la vida son los que descienden, como nuestros cuerpos materiales, inertes piedras lanzadas a un mar sin fondo. El humo negro que se derrama en lentas olas de las altas chimeneas, el humo azul de los habanos, el letal humo amarillento de las bombas asfixiantes están poblados de geniecillos aviesos y maldicientes, invisibles e ingrávidos, que danzan con él con danzas diabólicas. Son los gnomos de nuestra alma. Si alguien quisiere darles forma corporal, póngales diminutos ojos fulgurantes, como el agujero de un rayo de luna en el manto tenebroso de la noche; barbitas de llamas y una gentil caperucilla negra. No es el humo sino exhalación materializada del espíritu humano. Negro, espeso y turbulento en la boca de la chimenea de las fábricas, parece el áspero suspiro con que alivian su pecho y descargan su cólera los hombres que quedan allá abajo atados a la tierra. Sus geniecillos se retuercen atormentados y rugen himnos de redención. El humo del cigarro es el aliento visible de la imaginación. Sus geniecillos son lánguidos y torvos, como hombres hastiados: ora sonríen sarcásticos, ora revolotean burlones, ora desmayados siguen su espiral, como el fumador sigue la línea ondulante de sus horas, dejándose ir… Los geniecillos de los humos bélicos—humo de pólvora, gases deletéreos—no son, como habréis pensado, furiosos diablejos, epilépticos y centelleantes. Son, al contrario, de continente sereno, y en sus ojos, como en el seno de las aguas profundas, se agita una promesa inquietante…
  • 42. 42 Hay un humo de paz y amor: el que se alza, leve y tranquilo, en columnitas unánimes, de las aldeas calladas, cuando el sol va poniéndose. Es el suspiro de paz y descanso de los humildes, de los hombres buenos que hablan todos los días con la tierra, su madre, y labran en ella amorosamente surcos que son remedo de sepulturas. Sus geniecillos son dulces y amables, y cuando llegan a lo alto y contemplan la ciudad, sonríen y sonríen y siguen subiendo. Y allá arriba, sobre las nubes, sobre el mentido azul que ven nuestros ojos, todos los humos se confunden y neutralizan. Y unas veces triunfan los geniecillos buenos, y el suspiro de la tierra se alza hasta las gradas del trono de Dios; y otras veces triunfan los malos, y el suspiro se hace trueno, y el fulgor de los ojillos furiosos se suma en un relámpago, y el coro del maldiciones se resuelve en nubes asoladoras, y una vez más se cumple aquella sentencia, según la cual a quien escupe al cielo le cae la saliva en la frente. ¿Quién ha fraguado la guerra europea? No han sido los Monarcas ni los pueblos actuales, sino la asamblea de geniecillos del humo, que exhaló una chimenea a cuyo amor maduraba Napoleón sus planes, y el que proyectó, al deflagrar, la bomba de un anarquista contemporáneo nuestro.
  • 43. 43 LA LUZ, EL BESO Y OTRAS CONSIDERACIONES (1916) A un jovenzuelo inocente que sueña con saber escribir. Sermón en el desierto para los que piensan como él. LAS gentes iletradas, pero imaginativas, y aun las que saben discurrir y no tienen el arte de precisar su pensamiento en frases escritas, suelen exclamar, dándose palmadas en la frente o suspirando con aire desgarrador: “¡Ah, si yo pudiera expresar lo que siento…! ¡Si yo supiera escribir…!” Y este lamento encierra la más vana aspiración del hombre. Más vale no saber. Porque “saber escribir” equivale con frecuencia a “no saber lo que se escribe”, y alguna vez, lo cual es peor, a “creer que se sabe”. Casi siempre, esas ideas fulgentes y fugaces que invitan a escribir, apenas esclarecen un instante el espíritu en que nacieron, y no sirven para iluminar otros espíritus porque, al sufrir la presión del aire, estallarían como las pompas de jabón. Las ideas son luces inmateriales. Las hay como el sol, con prepotencia lumínica y soberano calor radiante, y éstas son las grandes ideas expansivas que fecundan el mundo; las hay metódicas, perseverantes, nobles en su regularidad y su eficacia, como bombillas eléctricas; las hay majestuosas, pero efímeras, como relámpagos, que pueden alumbrarlo todo y pueden deslumbrar no más los ojos de los hombres; las hay inconsistentes y veleidosas, como fuegos fatuos, que se arrastran por la tierra a merced del giro caprichoso de los vientos; calladas, maternales y orientadoras, como la luz del faro; grotescas, crepitantes y estériles, como el escándalo de los fuegos de artificio. Todas tienen el inconveniente de la luz: que hacen la sombra más intensa. La luz torrencial, la luz del sol, se derrama y triunfa por sí. La luz creada por el hombre necesita cauces. Creemos haber dominado la electricidad, cuando es ella la que nos domina. La presentimos en libertad y no podemos verla sino mediante un conductor que nos la muestre. Para comprender la verdad hemos de encerrarla en una fórmula, en un mísero molde de palabras. Para que no llegue la luz, hemos de crear el hilo previamente. No influyen en nuestro espíritu las libres esencias de la Naturaleza sino presas y prostituidas en una cárcel material. Si no tuviésemos esta vil carne que envuelve y perturba nuestra alma, nada sabríamos de nuestra alma. Ciertamente, el pecado fue anterior a la vergüenza; pero hoy, si no fuese por la vergüenza, ignoraríamos el pecado. Y si todo esto es indudable, ¿por qué los iluminados por un intenso resplandor impoluto, puro y amable queréis darle tormento, obligándole a disminuirse, encauzarse, adelgazarse y destilarse dolorosamente por este filamento metálico de la pluma del escritor? Fabricaréis, como yo, un artículo, bombilla de dos bujías; como Galdós, un arco voltaico; como Cervantes, un sol artificial. Pero pensad que el sol mismo, obra de Dios, nunca ha logrado iluminar simultáneamente los dos hemisferios de la tierra, lo cual quiere decir que Dios concedió a la luz poderes ilimitados.
  • 44. 44 E impuso la misma ley a ambas hermanas, la luz material y la luz del espíritu. Porque si supierais escribir veríais que los destellos mentales, como los efluvios luminosos, nacen disminuidos, y muchas veces desnaturalizados, por el dolor del camino. Cristo, porque era Cristo, llegó con el alma pura y sublimada al Calvario; pero aun siendo Él, de sus pies brotaba la sangre y de su frente el frío sudor de la agonía. Entre el cerebro y los puntos de la pluma hay una espantable serie de obstáculos materiales, en los que la idea va dejándose jirones de su vestidura ideal, deformándose, adulterándose, hasta llegar a la cándida cuartilla siempre con un poco de fango del camino. Yo me la figuro descendiendo penosamente desde el cráneo a las yemas de los dedos por un intrincado sistema de montañas óseas, ríos sanguíneos, bosques nerviosos, que la asustan, la fatigan, la seducen o la pervierten. Si no sabéis escribir, alegraos, pensando que poseéis la idea improfanable. Entre la idea concebida y la idea escrita hay la misma diferencia que entre la túnica inconsútil y el traje de sastre. No escribáis ni cartas a la novia. Un beso es más breve y más sincero. Yo no escribiría para la multitud si pudiese dejar levemente en los labios de la multitud un beso alado, en vez de este beso largo, desmayado, frío e interesado que llamamos “un artículo”.
  • 45. 45 DIÁLOGOS DE ACÁ Y DE ALLÁ. EL CÓMICO Y LA MUERTE (1916) EL cómico llega al hospital en visita de estudio. Es deshora, pero como lleva una tarjeta de recomendación para la Muerte, se le abre paso. Le acogen con cordialidad los doctores; le rodean, inquietos de curiosidad, alumnos y enfermeros; y le miran recelosas y cohibidas las Hermanas, en cuyos labios se inicia el temblor de un conjuro. Llevado de la mano por la Muerte, pasa entre dos hileras de lechos blancos, bajo cuyas sábanas se adivinan crispaturas dolorosas. Un enfermo intenta incorporarse y cae otra vez, como herido súbitamente. Se paran allí la Muerte y el Cómico y se colocan a diestra y siniestra de la almohada. El que va a morir yace inmóvil, aniquilado por el reciente esfuerzo. En sus ojos se ha cuajado el fulgor de la fiebre; sus manos esqueléticas arañan el embozo; suda y jadea, y en el silencio de la sala suena su estertor como esos silbidos lejanos de las noches campesinas. El Cómico se inclina sobre la almohada, y la Muerte lanza sobre él los raudales de sombra de sus ojos vacíos. Como en un espejo, se reproducen en la faz lívida del Cómico los gestos del agonizante, esos gestos avinagrados del que gusta, ya casi inconscientemente, las últimas heces de la vida. —¿Ya…?—murmura la Muerte. Y el Cómico, devorando al enfermo con la mirada, responde: —Espera, espera… Pasa un enfermero, presuroso, con unos hierros relumbrantes entre las manos. De una cama surge un brazo que le llama acompasadamente. Acude el enfermero. —¿Qué hay?—le dice una voz—. Nada, que el 43 se muere… El brazo cae desmayado sobre las sábanas. El enfermero se va. A la cabecera del “sujeto” hay una ancha vidriera, por donde la luz del nuboso cielo cae sobre las sábanas. De pronto, un reyo de sol, pálido y efímero, escarba el cerebro del moribundo y le arranca unas palabras confusas… —¡Eso quería yo!—clama el Cómico triunfante. —¡Basta!—dice la Muerte. Viene un enfermero, y con el embozo tapa la cara del cadáver y sus abiertos ojos de blando vidrio, de vidrio recién fundido. El Cómico y la Muerte salen de bracero. Él taconea de firme. Ella araña las losas con sus calcañares. ÉL.—No me has visto temblar. Te ha mirado cara a cara en una de tus obras. Ya sé morir, vieja marrullera. Las gentes me verán perder la vida en el escenario con tan rigurosa propiedad, que se asombrarán de verme luego vivo. ELLA.—Del que ha muerto sabes muy poco. De mí, no sabes nada. ÉL.—Me glorificarán. ELLA.—Te glorificarán los que no esperan morir, porque verán en ti una mentira que los desvía de mi verdad.
  • 46. 46 ÉL.—Mi arte supremo consiste en suplantarte. ELLA.—Tu arte supremo acaba en mí. Y ella se ríe de la mirada luminosa de él; y él se siente sumergido en las cuencas vacías y tenebrosas de ella. El Cómico muere; muere verdaderamente en su lecho. De los muros penden marchitas coronas de laurel. Una mujer, arrodillada a su cabecera, llora sin mirarle. Muchos cómicos, apiñados al pie de la cama, le contemplan fríamente. La Muerte se acerca pasito, arañando el piso con sus calcañares. Huele la alcoba a tisanas frías, a materia en descomposición, a ansiedad humana. El rostro del moribundo está inmóvil. La Muerte le ordena: —¡Gesticula! Él gesticula y ella insiste, riendo con todos los huesos de su calavera: —¡No es así! Recuerda lo que aprendiste. El Cómico no recuerda nada, no puede recordar. Bruscamente se vuelve hacia la pared y cierra los ojos. La Muerte sonríe y se va. La mujer llora sobre el muerto. Los otros cómicos se marchan lentamente y salen a la calle, donde el viento juega con los obscuros ropajes de la noche y hace parpadear a las estrellas. Y se dicen unos a otros: —¡Qué mal ha muerto! Tan ensayado como lo tenía...
  • 47. 47 ADIÓS A MI GATA (1916) Dibujo de Regidor UN adiós a mi perro, a mi pájaro o a mi caballo no lo escribiría yo más que en mi libro de memorias, donde tienen acogida misericordiosa los desvaríos y las puerilidades. Pero el adiós a mi gata acaso merece publicarse para conocimiento de todas las gatas y sus dueños. El caballo, el pájaro y el perro son seres semihumanos. Tan suavemente se adaptan a nuestra vida y hay tan clara inteligencia entre ellos y nosotros, que un literato capaz de estimarse, lo cual quiere decir deseoso de que se le estime, no puede nombrarlos sino de pasada, so pena de incurrir en aquel irredimible pecado de trivialidad que solemos echar en cara a los ingenuos autores de odas “A ella” y sonetos “Al bautizo de mi primogénito”. Para conmover al lector con lloros de esta clase hay que ser tan desquiciado como Espronceda, tan insistente como Petrarca o más cínico que Byron. Pero en hablar del gato—o de mi gata—nunca se pierde el tiempo propio ni se malbarata el ajeno. Todo escritor que tiene gato debe inspirarse en él, y si no lo tiene, debe procurarse uno, porque esa enigmática bestiecilla es quien nos trae la fecunda alarma al espíritu, quien crea y atiza en nuestra mente el fuego creador.
  • 48. 48 Es el gato, como la criada, enemigo natural, de quien no puede prescindir nuestra flaca y viciosa naturaleza. Destroza los muebles, prefiriendo los mejores: roba los manjares, araña nuestras manos y pone en peligro los ojos de nuestros pequeñuelos. Es taimado, ladrón, desagradecido, egoísta, y tan contrario a la ley del amor, tan disonante de la armonía universal, que Dios le ha impuesto el amor doloroso, amor-penitencia, y sus plañidos de amor y sus arrullos son lúgubres ululatos ultraterrenos. Y, sin embargo, nos embelesa con su aristocrática elegancia, nos recrea con la nobleza de su gracia, incomparablemente eurítmica; nos seduce con su pulcritud y nos fascina con su mirada diabólica. Es de terciopelo y tiene uñas aceradas, como la rosa, que es también una misteriosa contradicción. ¿Por qué los poetas no dan el mismo valor simbólico a las uñas del felino que a las espinas de la flor? Porque el gato no huele, o no huele bien. Pero si el olor es vibración, y la luz es vibración, y vibración el color, y si las mudas sonoridades que, como auroras, despiertan a veces nuestra alma no proceden sino de vibraciones del exterior, ¿qué más les da a los poetas un gato que una rosa? ¿Acaso los poetas son organizaciones primitivas, sin más olfato que el de esa membrana feamente llamada pituitaria? ¿Quizá el divino canto a la rosa se engendró en el vértice de la nariz argensolesca? Mi gata se va. Incurablemente enferma, la he buscado un retiro grato y seguro donde muera en paz. Tantas veces la flecha de luz verde de sus ojos exploró mi espíritu, que estoy cierto de que se lleva mil secretos míos. La seguridad de que no ha de revelárselos a nadie no me quita de presentir que su marcha conturba y desgarra algo íntimo de mi vida, impenetrable para todos los seres que no son gatos, y aun para los gatos que no han sido míos. Cuando me miraba sin verme, como si entre los dos vagase una sombra invisible para mí; cuando me apartaba del estudio acostándose muellemente sobre las páginas del libro que absorbía mi atención; cuando, al cabo de un rato de mirar atentamente mi trabajo, me desviaba la pluma con un manotazo súbito, rompiéndome el hilván de las palabras y enmarañándome el telar de los pensamientos, ¿no era que su espíritu sagaz iba delante del mío y les prevenía y le guiaba? Huido de ella, o habiéndola echado de mi mesa, lejos de su amparo, libre, en fin, de su áspero celo, hice y escribí las más estériles tonterías de mi vida. Alguna vez si, rebelándose contra sus insinuaciones, seguía mi pluma yendo y viniendo locamente por el papel, se encolerizaba justamente y me clavaba la garra. Y al ver que bajo la suave felpa de su mano brotaba la roja sangre de la mía, volvía yo a la realidad. Siempre la vi pasiva y reflexiva ante esas imágenes errabundas que arrancan aullidos y erizan los pelos al can bicho semihumano y, por consiguiente, embaucadizo; y siempre la vi enloquecer de ansia siguiendo el vuelo de una mosca o un pájaro, porque la mosca y el pájaro son la realidad definible, tangible y comestible. ¡Muchas lecciones me ha dado! Mi gata se va. ¿Quién, cuando yo vuelva a casa, olfateará lo jirones de atmósfera humana que traigo adheridos, como jirones de impalpable niebla, a mis ropas y a mis carnes? ¿Quién proyectará luz de pupilas verdes y sombra de espíritus flotantes sobre mis cuartillas? ¿Quién me infundirá sueños melancólicos llorando el amor con trágicos alaridos a la puerta de mi dormitorio? ¿Quién arañará y abrirá las venas de mi mano cuando mi mano me haga traición y escriba necedades que ni siquiera tendrán la disculpa de servir para ganar la cordilla de cada día?
  • 49. 49 UN DÍA, DE ESOS HÁLITOS SE FORMARÁ UNA NUBE (1919) Tipos hurdanos ¿LE dicen a usted algo estas fotografías? Un segundo de vacilación, no ante las fotografías, sino ante la pregunta. —Sí. Me dicen éstas, y todas las fotografías, —Escriba usted algo acerca de ellas... Nada más gustoso, en las horas de desesperanza o languidez, que dejar la pluma suelta para que corra a su placer sobre las vírgenes cuartillas insinuantes. Está uno harto de escribir con el pulso trémulo y el corazón trepidante. Estas páginas suaves y lucientes de LA ESFERA son el día de fiesta del escritor diario... —¿Le dicen a usted algo estas fotografías? —¡Oh, sí! Discurriré, soñaré, deliraré sobre ellas. Quizá, a fuerza de contemplarlas, me apasionen. Y entonces haré, a pretexto de ellas, mi poquito de revolución de cada día.
  • 50. 50 El barrio de la Guindalera, de Cuenca (Fotografías de Hielscher) Las palabras, como los pájaros, cuando pasan junto a nosotros en bandada chiante y bulliciosa, no excitan nuestra sensibilidad. Nos envuelven la cabeza, y hasta parece que nos dan aletazos en las mejillas; pero no se nos entran por los oídos ni rebullen en nuestra conciencia. Suelen sobrecogernos y seducirnos las palabras lentas y graves como tañidos de corazón: las que vienen solas entre el silencio. Estas son las que, unas veces, nos encienden o iluminan, y otras, proyectan sombras apacibles sobre nuestros abrasados desiertos interiores. Las fotografías son palabras o gritos lejanos. A menudo vienen de mundos desconocidos..., de mundos desconocidos que están al alcance de nuestra voz. Hojeando una revista de éstas que las publican profusamente, las vemos desfilar como grupos de gente extraña o como rumor de tráfago callejero. Cada persona es apenas una silaba, y todas juntas tal vez una frase sin sentido.
  • 51. 51 Pero las hay como palabras encinta. Absórbenlas, ávidos, nuestros ojos, y se ponen a resonar, hasta soliviantar sonoridades tumultuosas, dentro de nuestra conciencia. De un discurso, raudal gárrulo y espumoso de voces, nunca esperéis una revolución, sino, la más, una catarata de alaridos. La revolución, en su tenor más noble y amplio, esa generosa revolución que todos querríamos hacer dentro de nosotros mismos, puede esperarse de un grito solo, de una sola voz «como ruido de muchas aguas», hermana de la que oyó en Patmos el mísero solitario. He aquí unas fotografías de la España exangüe. Tienen, sobre su elocuencia propia, un valor representativo. Nos impresionan amargamente porque sabemos que en el mismo día, y a la misma hora, mil, cien mil retratos instantáneos habrían sorprendido en todo el ámbito español la misma escena. Escena que se resume en esta única palabra: quietud: pero quietud nuestra, que no es inercia ni reposo ni sosiego, sino marasmo final. Esos hombres abatidos, tronchados sobre una piedra, sin la cual yacerían por el suelo, y esas mujerucas transidas de estupor han recibido ya el primer soplo álgido de la muerte. Ya pasa por ellos la vida como la sombra de un recuerdo. Hambre sentirían si el hambre no fuese tan piadosa que anestesia a sus víctimas. Sentirían cólera si esta llamarada espiritual pudiese surgir de la ceniza inerte. La agonía de un pueblo es algo tremebundo. De sus resoplidos se forma el trueno social. Un día estos hálitos estertorosos llenarán e incendiarán la atmósfera que todos respiramos. Porque si las almas limpias y leves vuelan al cielo, las almas irredentas, nubladas, henchidas de rencor permanecen gravitando sobre nosotros, y forman esas nubes tempestuosas que no saben perdonar.
  • 52. 52 PASEOS POR MADRID EL ÁNGEL CAÍDO DEL JARDÍN BOTÁNICO (1919) Foto Salazar NUESTRO Jardín Botánico tiene pocos ejemplares extraordinarios. No hay en él un trozo siquiera de selva libre. Es un concurso grandioso, pero académico, de árboles correctos y solemnes, cohibidos por la mirada de las estatuas de Clemente, Quer, Lagasca y Cavanilles. Estos cuatro sabios, erguidos en sus pedestales de piedra, presiden con excesivo rigor a los pobres viejos vegetales, y parece que los reprenden de continuo: —¡Eh! Orden y compostura, que somos un jardín oficial y nos mira la gente. Cuidado con retorcerse las ramas, ni crujir, ni contonearse demasiado, que es de mala educación. Los más desaforados gigantes soportan humildemente, prendida al pecho su cédula de identificación: «Soy un olmo común; soy una paulonia de hojas azules; soy una sófora japonesa; soy un árbol del amor...» Todos—tan grandes, tan poderosos, tan soberbios—, antes de tomar puesto en las filas, han pasado por una oficina donde se les tomó la filiación y se les preguntó la procedencia. Algunos hay que todavía alzan los brazos al cielo con un ademán tragicómico de protesta inútil.