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Cuando uno se enamora, se siente un poco mareado, feliz, y le da la sensación
de que todo es posible. Así me sentí cuando leí por primera vez las palabras de
Sócrates en la Apología, la belleza de sus ideas. Lo que sentía era el amor a la
sabiduría – la
fi
losofía. Pero cuando uno se casa, se vuelve serio el asunto, tiene que
comprometerse y responsabilizarse. Así me sentía cuando empecé a leer a Kant,
especialmente su maravilloso escrito ¿Qué es la Ilustración? Ser ilustrado, dice,
consiste en abandonar la minoría de edad y servirte de tu propia razón. Su famoso
exhorto – Sapere aude, atrévate a saber – es un llamado no tanto epistémico cómo
moral. Es decir, si dejas que tu razón sea guiada por otro, aun así puedes llegar a
sostener creencias verdaderas. Pero lo que otro jamás puede hacer por ti es hacerte
libre. Para Kant, hay un vínculo íntimo entre el ejercicio de la razón y la libertad. Si
nuestros actos no son dirigidos por razones, entonces no son libres porque son
dirigidos por fuerzas ajenas, sea otra persona, o incluso fuerzas patológicas como las
pasiones o los sentimientos sobre las que no tenemos control.
El siglo XVIII, el Siglo de las Luces, fue una consolidación
fi
losó
fi
ca y social de
la salida de la época medieval iniciada por el humanismo renacentista y la revolución
cientí
fi
ca. El poder de la nobleza y el clero en el sistema feudal dio paso a
sociedades organizadas con base en las decisiones de agentes autónomos. En vez
de súbditos, ciudadanos; en vez de superstición, ciencia; en vez a
fi
liación dogmática,
libertad de pensamiento y tolerancia.
Yo valoro mucho este legado de la Ilustración, y es por eso que me deja
perplejo su abandono, el rechazo cada vez mayor de la ciencia, millones y millones
tragando ideologías fascistas de exclusión y odio, la posverdad, la intolerancia. En
vez de pensar por cuenta propia, mucha gente se deja guiar por un libro sagrado, un
líder carismático, un viejo mito, o un sistema económico. Al parecer, la libertad
humana ha pasado de ejercerse sobre la vida y los deberes a concernir la mera
elección de productos en el mercado. ¿No puede la humanidad aspirar a más que
eso?
Esto no es nada nuevo. Hace unos 75 años, Adorno y Horkheimer enfrentaban
fenómenos mucho más desoladores de lo que he comentado: el totalitarismo
stalinista en la Unión Sovietica y el fascismo del Nacional Socialismo alemán que
culminó en los horrores de los campos de concentración. Su libro, Dialéctica de la
Ilustración, es un intento de dar cuenta de la promesa incumplida de la Ilustración.
En el prólogo del libro dicen: “Lo que nos habíamos propuesto era nada menos que
comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente
humano, se hunde en un nuevo género de barbarie”. Parte de su respuesta tiene que
ver con la naturaleza del capitalismo, con las formas de control y dominación que ha
generado, particularmente en su famoso análisis de la industria de la cultura. Pero
eso no es lo más interesante. La razón misma, que se supone estaba a la base de la
emancipación del ser humano, se vuelve dominadora.
Empiezan, en el primer capítulo, con la siguiente a
fi
rmación: “La Ilustración, en
el más amplio sentido de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido desde
siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores.
Pero la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal
calamidad. El programa de la Ilustración era el desencantamiento del mundo.
Pretendía disolver los mitos y derrocar la imaginación mediante la ciencia”.
Mis perros, como perros en todos lados, se espantan mucho por los truenos y
los cohetes que la gente lanza en días festivos. Pobrecitos, no tienen remedio, lo
tienen que sufrir. El hombre “primitivo” también se espantaba por los truenos y otras
fuerzas de la naturaleza. Experimentaba las diferentes fuerzas como si emanaran de
diversos tipos de seres invisibles, seres que llamaba dioses. Desde su punto de vista,
el mundo no era una in
fi
nita extensión de objetos inertes sino una dimensión
literalmente encantada. A diferencia de los perros, el hombre primitivo sí contaba
con un remedio para menguar su miedo: la mimesis o imitación. Parte del miedo
venía de experimentar ese mundo encantado cómo otro y lejos, entonces, para
vincularse con ese mundo, repetía o imitaba sus procesos macrocósmicos en el
microcosmos de su propia vida o la vida social de su clan. Mediante los ritos, los
bailes y el canto, replicaba los ritmos de la naturaleza y los ciclos de la vida dentro de
la íntima esfera humana. Obviamente, no lograba controlar los truenos, pero al
unirse con los ritmos de la naturaleza le daba un sentido que menguaba el miedo.
En la última cita que vimos, la Ilustración se entiende cómo el
desencantamiento del mundo, el desmantelamiento de la dimensión mítica que
postulaba fuerzas antropomór
fi
cas en la naturaleza. La ciencia, con las matemáticas a
su base, borró del cosmos todo rastro de fuerza animista poniendo en su lugar el
sistema cartesiano de coordenadas en el que todo lo existente se redujo a una masa
con posición y velocidad. Este alto nivel de abstracción eliminaba la individualidad
de las cosas, subsumiendo todo en una matriz matemática de equivalencias. Así, la
razón es capaz de conocer, entender y en buena parte controlar y dominar la
naturaleza. Adorno y Horkheimer entienden la razón que controla cómo técnica o
instrumental, por lo que se re
fi
eren a una racionalidad que calcula los medios más
e
fi
cientes para lograr un
fi
n determinado. Los
fi
nes pueden variar, pero lo que tienen
en común es fundamentalmente el control. Es una racionalidad que no re
fl
exiona
sobre
fi
nes, sino que calcula medios.
Este control técnico de la naturaleza coloca al ser humano de hoy en día a
años luz del hombre primitivo. Ya no le dan miedo los truenos, puede predecir la
llegada de huracanes y preparar, la medicina ha ampliado la expectativa de vida, y el
desarrollo tecnológico y la producción industrial le ha proporcionado una vida
confortable. Jean Jacques Rousseau lo dijo mejor que yo. En su Discurso sobre las
Artes y las Ciencias, hablando del Siglo de las Luces en el que se encontraba, dijo:
“Qué grande y hermoso espectáculo es ver al hombre salir de la nada por sus
propios esfuerzos; disipar por medio de las luces de su razón, las tinieblas en las
cuales la naturaleza lo tenía envuelto; elevarse por encima de sí mismo; lanzarse con
las alas del espíritu hasta las regiones celestes; recorrer a pasos de gigante, cual el
sol, la vasta extensión del universo; y, lo que es aún más grande y difícil,
reconcentrarse en sí para estudiar y conocer su naturaleza, sus deberes y su
fi
n”. No
conozco mejor forma de elogiar la libertad, la dignidad y la autonomía del ser
humano.
Sin embargo, hay un detalle. El ser humano es parte también de la naturaleza,
de modo que la razón de la Ilustración, la razón instrumental que de forma tan e
fi
caz
controla la naturaleza, controla también al ser humano. La abstracción matemática
que engloba y pone en relaciones de equivalencia al mundo de los objetos tiene su
expresión en el mundo humano principalmente en términos del sistema económico.
El capitalismo ha racionalizado el sistema de producción al reducir todo producto,
incluyendo el trabajo humano, a una mercancía caracterizada por un valor de cambio.
Tan penetrante es la lógica de capital, una lógica instrumental cuya
fi
nalidad es la
generación de plusvalía, que casi todo aspecto de las relaciones humanas se
entiende en sus términos: la sociedad es un conjunto de individuos que, en tanto
consumidores, tratan al otro cómo una mercancía, cómo un medio para la ventaja
personal. En una de las obras de teatro de Oscar Wilde, un personaje dice que un
cínico es quien sabe el precio de todo, pero no sabe el valor de nada. Hoy en día, no
es sólo el cínico, sino todos nosotros.
Esto es lo que Marx llamaba el fetichismo de las mercancías. Los antropólogos
emplean el término fetichismo para referirse a la creencia del hombre “primitivo” de
que objetos físicos, inanimados, pueden encerrar poderes espirituales. En la
economía política de Marx, el fetichismo se re
fi
ere a la creencia de la gente de que el
valor de las cosas es algo inherente en ellas mismas, cuando en realidad es producto
de determinadas relaciones sociales de producción.
Justo en este punto podemos ver el carácter dialéctico que aparece en el
título. Dicen Adorno y Horkheimer que “el mito ya es Ilustración; y la Ilustración recae
en mitología”. Los mitos que se creaban, aunque no eran matemáticos y abstractos
sino antropológicos, ya encerraban el impulso del pensamiento ilustrado en la
medida en que eran un intento de dar cuenta de la realidad. Y la Ilustración recae en
la mitología en dos sentidos. Primero, cómo el mito, el pensamiento ilustrado se
regía por la experiencia de miedo. Dicen: “El hombre cree estar libre del terror
cuando ya no existe nada desconocido. . . La Ilustración es el temor mítico hecho
radical”. Radical porque trata de extirparlo de raíz al extender el ámbito de la razón
sobre toda la realidad. Y segundo, cómo vimos con el concepto del fetichismo,
relaciones sociales que son históricas y contingentes son cosi
fi
cadas, convertidas en
cosas con poderes y cualidades naturales. Pero con ello la Ilustración vuelve a la
condición original de desamparo del hombre primitivo ante una naturaleza que
ejerce una fuerza y una autoridad que no controla. El sistema racional que ha creado
es cómo el monstruo de Frankenstein que va fuera de su control. Los
fi
lósofos de la
Ilustración albergaban una sencilla creencia en el progreso hacia la libertad y la luz.
Recordemos que “luz” es la raíz de la palabra “ilustración”. La alegoría fundadora de
fi
losofía en Occidente, la caverna de Platón, expresa este progreso y ascenso hacia la
luz. Sin embargo, la dialéctica de la Ilustración constituye una reversión, una vuelta
hacia dentro de la caverna a la oscuridad y la ceguera, hacia nuevas formas de
dominación. La razón que se esperaba nos liberara, nos esclaviza.
La imagen de los esclavos en el fondo de la caverna viendo las sombras pasar
en la pared sirve perfectamente de transición al tema que realmente me interesaba
tratar: lo que los autores llaman “la industria de la cultura”.
No hay nadie que, en su lecho de muerte, dice: “Ojalá hubiera pasado más
horas en la o
fi
cina trabajando”. En vez de la o
fi
cina, la gente quiere pasar más tiempo
con la familia, los amigos y disfrutando de los placeres de lo que llamamos la cultura.
En esta parte del libro, Adorno y Horkheimer analizan formas culturales como el cine,
la televisión, la música popular, etc. Lo que concluyen es que incluso este espacio
donde los seres humanos esperan gozar libremente ha sido absorbido por el
proceso general de racionalización de la sociedad. Los productos culturales son
precisamente eso, productos estandarizados, formas culturales que se han
convertido en mercancías cuya naturaleza re
fl
eja la lógica económica de producción
y ganancia. El mayor problema que los autores tienen con la cultura popular no es
tanto que carezca de calidad estética (aunque sin duda piensan eso), sino que tiene
preocupantes consecuencias morales, a saber, nos impide vivir de manera libre e
independiente. ¿Cómo es eso?
¿Alguna vez has llegado a casa tras un día largo y fastidioso, quizá con mucho
trabajo duro y monótono en la fábrica o, cómo en mi caso, un día de reuniones y
detalles administrativos que atender, y para gozar de tu tiempo libre te das una vuelta
en Net
fl
ix y te pones a ver “Rápido y Furioso 6”? ¡Claro, todos lo hacemos! Esto es
un así llamado “placer culposo”. Culposo porque sabemos que no es gran arte, no es
Madame Bovary o una ópera de Verdi sino una típica película de Hollywood, de una
fórmula muy predecible. Cuando andas en el súper en el pasillo de los cereales y ves
como 15 marcas de hojuelas de maíz, sabes que todos saben básicamente igual. Lo
mismo con esas películas en los pasillos de Net
fl
ix. Las de acción, del viejo oeste, de
intriga – sus distintas portadas disfrazan contenidos que repiten la misma fórmula: el
héroe masculino, la chica que necesita ser rescatada, el malvado oscuro que habla
con acento de otro país, etc., etc.
Para entender el efecto nocivo del cine que la industria de Hollywood produce,
echemos un vistazo al así llamado cine de arte, ese porcentaje muy reducido de
películas, muchas veces independientes, que logran alcanzar un nivel
verdaderamente estético. Este cine no presenta la trama ya uni
fi
cada y empacada
para el consumo, sino que uno mismo tiene que experimentar las diversas partes de
la película y hacer el trabajo de interpretación para hacer de ella una totalidad
integrada. Sus elementos son
fl
uidos e impredecibles, por lo que uno tiene que
prestar atención y ejercer su imaginación para poder ver la compleja estructura que
emerge. Estéticamente hablando, el objeto tiene que experimentarse como libre, es
decir, no mecánico ni forzado, para suscitar precisamente la libertad de quien lo
experimenta, una libertad en la que su imaginación y su re
fl
exión crítica puedan
cultivarse y su individualidad y autonomía desarrollarse.
En vez de esto, la industria de la cultura canaliza la energía de los individuos en
el consumo colectivo de productos estandarizados cuyo signi
fi
cado no requiere de la
libertad del individuo para discernir. De hecho, haciendo eco a la famosa a
fi
rmación
de Marshal McCluhan de que el medio es el mensaje, el mensaje de los productos de
la industria de la cultura no es lo que se dice o se muestra en la super
fi
cie de la trama,
sino que es el medio, es decir, el mensaje es lo que el producto re
fl
eja, a saber, el
orden social existente. El producto adapta a los individuos a ese orden de un modo
que quizá podríamos llamar ideológico, ideológico en el sentido estructural que
vimos en el último vídeo.
Un ejemplo muy llamativo de esto, de cómo consideraciones económicas en
vez de estéticas determinan la naturaleza de los productos culturales, es la música.
Yo soy lo su
fi
cientemente viejo como para recordar comprar un disco de vinilo. Si no
mal recuerdo, fue el album “So” de Peter Gabriel. Luego llegaron los cassettes, los
CDs, y hoy en día es el streaming en plataformas cómo Spotify. En los 70s, grupos
como Pink Floyd, Led Zeppelin y Bob Dylan tenían canciones que duraban 10
minutos. Pero hoy en día son cada vez más cortas y eso se debe a la forma en que
consumimos música - el streaming. En promedio, Spotify le paga al artista .004
centavos (de un dólar) para cada reproducción de una canción. De acuerdo con esa
lógica, la reproducción de una canción de un minuto ganaría lo mismo que la de una
canción de 10 minutos. Así que, más canciones de menor duración le va a ganar más
dinero para el músico. Esta presión es lo que va cortando los tiempos de las
canciones. Además, Spotify entiende por reproducción un mínimo de 30 segundos
de escucha. Si escucho los primeros 10 ó 15 segundos de una canción y luego paso
a otra, el músico no recibe nada. Entonces, tiene que agarrar la atención del oyente
de inmediato. Tradicionalmente, las canciones empiezan con versos, luego llega el
coro o estribillo (que es la parte pegajosa o memorable de la canción), y luego más
versos, otro vez el coro, luego llega a lo que se llama el puente, su culminación, y
termina otra vez con el coro. Ahora, no puede darse el lujo del tiempo. Cada vez
más, las canciones empiezan con el coro para agarrar la atención del oyente para que
siga escuchando. A lo mejor no te parezca gran cosa, pero es un ejemplo de cómo
decisiones que deben ser estéticas se toman por razones más bien económicas, por
la lógica del sistema de producción.
A
fi
n de cuentas, para Adorno y Horkheimer, la industria de la cultura sí es gran
cosa porque el placer que ofrece es cómo el placer que ofrece una droga, lo cual
sirve de escape de la realidad que el drogadicto vive y que al mismo tiempo atro
fi
a
sus sentidos y su sensibilidad, impidiendo así que vea claramente su realidad con
miras a cambiarla. La gente no sólo consume productos de la industria de la cultura,
sino que se vuelven ellos mismos en producto. Esto es lo que reconocen los
demagogos. En su retórica, emplea las técnicas de la industria de la cultura,
respondiendo a la insatisfacción y el malestar de la gente con los mismos tópicos
triviales de las telenovelas. Habiendo sido acondicionado a ello por la industria de la
cultura, el pueblo lo traga, esperando que la compleja realidad social siga los
sencillos pasos formulaicos de una película de Hollywood.
El capítulo sobre la industria de la cultura es notoria por el elitismo y
esnobismo que muchos perciben en él. Adorno, al menos, venía de una clase social
muy privilegiada, estudiaba piano clásico y escribía mucha crítica de música clásica.
Su idea del arte no era el jazz sino Schoenberg. Es fácil ver su postura como
condescendiente, mirando con desdén a las pobres masas que son tan fácilmente
manipuladas. A lo mejor hay algo de eso ahí, sin embargo, los autores están
sumamente conscientes de que la alta cultura alemana, el legado de todos sus
ilustres
fi
lósofos, literatos, músicos y cientí
fi
cos, acabó en la inconcebible barbarie de
Auschwitz. Auschwitz no fue el simple resultado de una manipulación ideológica sino
de una totalidad social estructurada por aquella racionalidad ilustrada que prometía
hacernos libres y autónomos.
En la introducción de su libro, los autores tocan de frente el carácter
contradictorio de la tarea que emprenden, a saber, analizar y criticar racionalmente la
auto-destrucción de la Ilustración. La propia razón que emplean en su análisis es en
algún modo viciada. Sin embargo, no la pueden renunciar. Dicen: “No albergamos
la menor duda —y ésta es nuestra petición de principio— de que la libertad en la
sociedad es inseparable del pensamiento ilustrado”. En una totalidad social tan
impregnada por la razón instrumental, ¿qué espacio puede haber para una razón
práctica y emancipatoria, una razón capaz de criticar y a la vez evitar la lógica de una
estructura social dominadora? En este libro, no dan una respuesta, aunque años
después Adorno publica su obra maestra – Dialéctica negativa. Les cuento un poco la
idea de este concepto.
Obviamente, Adorno toma el concepto de dialéctica de Hegel, para quien la
verdad es la totalidad. De esta manera, cualquier postura epistémica particular es
parcial. Hace falta que se desarrolle, que se amplíe, en la experiencia al relacionarse
con posturas opuestas o contradictorias, los productos de semejantes relaciones
entrando en nuevas relaciones de oposición hasta que se llegue a la totalidad de la
realidad, o lo absoluto. En este sentido, la dialéctica de Hegel podría llamarse
positiva porque llega a un
fi
n. Adorno acepta que nada es lo que es en sí mismo, que
lo que es es una función de su relación con otros elementos sociales. Sin embargo,
no tiene fe en el principio básico del idealismo, a saber, la identidad del pensamiento
y el ser bajo el concepto. Esto no nos lleva a una totalidad verdadera, sino falsa,
cómo la totalidad social que en Dialéctica de la Ilustración se mani
fi
esta como
dominadora. Hemos visto que la equivalencia racional y la lógica de capital reducen
a la naturaleza y al ser humano a objetos abstractos para ser controlados. Adorno no
analiza todo esto con indiferencia; guarda una distante esperanza por una sociedad
mejor, una sociedad que utilizara sus recursos para aliviar el sufrimiento que de todos
modos perpetúa. Su dialéctica es negativa, no positiva, porque la totalidad, este
penetrante sistema de equivalencias, es falsa. Dice: “Dialéctica es la ontología de la
falsa situación”. Dado que las condiciones sociales están lejos de permitir libertad
real y de impedir el sufrimiento sistemático, y dado que el pensamiento, por ser
histórico y social, está necesariamente enredada con esa condición, el pensamiento
no puede ser otro que negativo, es decir, siempre sospechoso de una aparente
identidad, una aparente resolución de una contradicción o antagonismo social. Dice
Adorno que la dialéctica es la “constante conciencia de la no-identidad”, por lo cual la
dialéctica negativa traza un trayecto oscilatorio entre el concepto y la cosa que el
concepto trata de subsumir, señalando concretamente las formas en que no son
idénticos. Este vaivén de la dialéctica adorniana no tiene algún término natural en el
que el concepto resplandecería en su positividad. Es una constante vigilancia del
hubris del sujeto y la razón con la que constituye el mundo.
Esta postura intelectual de Adorno me llama la atención ya que responde a la
preocupación que planteé en el vídeo sobre el dogmatismo, de ser más sensible a
cómo el uso despreocupado y seguro de la razón puede ocultar dogmatismos de los
que deberíamos volvernos conscientes. La dialéctica negativa de Adorno me parece
una práctica de gran valor en esa empresa.

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  • 1. Cuando uno se enamora, se siente un poco mareado, feliz, y le da la sensación de que todo es posible. Así me sentí cuando leí por primera vez las palabras de Sócrates en la Apología, la belleza de sus ideas. Lo que sentía era el amor a la sabiduría – la fi losofía. Pero cuando uno se casa, se vuelve serio el asunto, tiene que comprometerse y responsabilizarse. Así me sentía cuando empecé a leer a Kant, especialmente su maravilloso escrito ¿Qué es la Ilustración? Ser ilustrado, dice, consiste en abandonar la minoría de edad y servirte de tu propia razón. Su famoso exhorto – Sapere aude, atrévate a saber – es un llamado no tanto epistémico cómo moral. Es decir, si dejas que tu razón sea guiada por otro, aun así puedes llegar a sostener creencias verdaderas. Pero lo que otro jamás puede hacer por ti es hacerte libre. Para Kant, hay un vínculo íntimo entre el ejercicio de la razón y la libertad. Si nuestros actos no son dirigidos por razones, entonces no son libres porque son dirigidos por fuerzas ajenas, sea otra persona, o incluso fuerzas patológicas como las pasiones o los sentimientos sobre las que no tenemos control. El siglo XVIII, el Siglo de las Luces, fue una consolidación fi losó fi ca y social de la salida de la época medieval iniciada por el humanismo renacentista y la revolución cientí fi ca. El poder de la nobleza y el clero en el sistema feudal dio paso a sociedades organizadas con base en las decisiones de agentes autónomos. En vez de súbditos, ciudadanos; en vez de superstición, ciencia; en vez a fi liación dogmática, libertad de pensamiento y tolerancia. Yo valoro mucho este legado de la Ilustración, y es por eso que me deja perplejo su abandono, el rechazo cada vez mayor de la ciencia, millones y millones tragando ideologías fascistas de exclusión y odio, la posverdad, la intolerancia. En vez de pensar por cuenta propia, mucha gente se deja guiar por un libro sagrado, un líder carismático, un viejo mito, o un sistema económico. Al parecer, la libertad humana ha pasado de ejercerse sobre la vida y los deberes a concernir la mera elección de productos en el mercado. ¿No puede la humanidad aspirar a más que eso? Esto no es nada nuevo. Hace unos 75 años, Adorno y Horkheimer enfrentaban fenómenos mucho más desoladores de lo que he comentado: el totalitarismo stalinista en la Unión Sovietica y el fascismo del Nacional Socialismo alemán que culminó en los horrores de los campos de concentración. Su libro, Dialéctica de la Ilustración, es un intento de dar cuenta de la promesa incumplida de la Ilustración. En el prólogo del libro dicen: “Lo que nos habíamos propuesto era nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, se hunde en un nuevo género de barbarie”. Parte de su respuesta tiene que ver con la naturaleza del capitalismo, con las formas de control y dominación que ha generado, particularmente en su famoso análisis de la industria de la cultura. Pero eso no es lo más interesante. La razón misma, que se supone estaba a la base de la emancipación del ser humano, se vuelve dominadora.
  • 2. Empiezan, en el primer capítulo, con la siguiente a fi rmación: “La Ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores. Pero la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad. El programa de la Ilustración era el desencantamiento del mundo. Pretendía disolver los mitos y derrocar la imaginación mediante la ciencia”. Mis perros, como perros en todos lados, se espantan mucho por los truenos y los cohetes que la gente lanza en días festivos. Pobrecitos, no tienen remedio, lo tienen que sufrir. El hombre “primitivo” también se espantaba por los truenos y otras fuerzas de la naturaleza. Experimentaba las diferentes fuerzas como si emanaran de diversos tipos de seres invisibles, seres que llamaba dioses. Desde su punto de vista, el mundo no era una in fi nita extensión de objetos inertes sino una dimensión literalmente encantada. A diferencia de los perros, el hombre primitivo sí contaba con un remedio para menguar su miedo: la mimesis o imitación. Parte del miedo venía de experimentar ese mundo encantado cómo otro y lejos, entonces, para vincularse con ese mundo, repetía o imitaba sus procesos macrocósmicos en el microcosmos de su propia vida o la vida social de su clan. Mediante los ritos, los bailes y el canto, replicaba los ritmos de la naturaleza y los ciclos de la vida dentro de la íntima esfera humana. Obviamente, no lograba controlar los truenos, pero al unirse con los ritmos de la naturaleza le daba un sentido que menguaba el miedo. En la última cita que vimos, la Ilustración se entiende cómo el desencantamiento del mundo, el desmantelamiento de la dimensión mítica que postulaba fuerzas antropomór fi cas en la naturaleza. La ciencia, con las matemáticas a su base, borró del cosmos todo rastro de fuerza animista poniendo en su lugar el sistema cartesiano de coordenadas en el que todo lo existente se redujo a una masa con posición y velocidad. Este alto nivel de abstracción eliminaba la individualidad de las cosas, subsumiendo todo en una matriz matemática de equivalencias. Así, la razón es capaz de conocer, entender y en buena parte controlar y dominar la naturaleza. Adorno y Horkheimer entienden la razón que controla cómo técnica o instrumental, por lo que se re fi eren a una racionalidad que calcula los medios más e fi cientes para lograr un fi n determinado. Los fi nes pueden variar, pero lo que tienen en común es fundamentalmente el control. Es una racionalidad que no re fl exiona sobre fi nes, sino que calcula medios. Este control técnico de la naturaleza coloca al ser humano de hoy en día a años luz del hombre primitivo. Ya no le dan miedo los truenos, puede predecir la llegada de huracanes y preparar, la medicina ha ampliado la expectativa de vida, y el desarrollo tecnológico y la producción industrial le ha proporcionado una vida confortable. Jean Jacques Rousseau lo dijo mejor que yo. En su Discurso sobre las Artes y las Ciencias, hablando del Siglo de las Luces en el que se encontraba, dijo: “Qué grande y hermoso espectáculo es ver al hombre salir de la nada por sus
  • 3. propios esfuerzos; disipar por medio de las luces de su razón, las tinieblas en las cuales la naturaleza lo tenía envuelto; elevarse por encima de sí mismo; lanzarse con las alas del espíritu hasta las regiones celestes; recorrer a pasos de gigante, cual el sol, la vasta extensión del universo; y, lo que es aún más grande y difícil, reconcentrarse en sí para estudiar y conocer su naturaleza, sus deberes y su fi n”. No conozco mejor forma de elogiar la libertad, la dignidad y la autonomía del ser humano. Sin embargo, hay un detalle. El ser humano es parte también de la naturaleza, de modo que la razón de la Ilustración, la razón instrumental que de forma tan e fi caz controla la naturaleza, controla también al ser humano. La abstracción matemática que engloba y pone en relaciones de equivalencia al mundo de los objetos tiene su expresión en el mundo humano principalmente en términos del sistema económico. El capitalismo ha racionalizado el sistema de producción al reducir todo producto, incluyendo el trabajo humano, a una mercancía caracterizada por un valor de cambio. Tan penetrante es la lógica de capital, una lógica instrumental cuya fi nalidad es la generación de plusvalía, que casi todo aspecto de las relaciones humanas se entiende en sus términos: la sociedad es un conjunto de individuos que, en tanto consumidores, tratan al otro cómo una mercancía, cómo un medio para la ventaja personal. En una de las obras de teatro de Oscar Wilde, un personaje dice que un cínico es quien sabe el precio de todo, pero no sabe el valor de nada. Hoy en día, no es sólo el cínico, sino todos nosotros. Esto es lo que Marx llamaba el fetichismo de las mercancías. Los antropólogos emplean el término fetichismo para referirse a la creencia del hombre “primitivo” de que objetos físicos, inanimados, pueden encerrar poderes espirituales. En la economía política de Marx, el fetichismo se re fi ere a la creencia de la gente de que el valor de las cosas es algo inherente en ellas mismas, cuando en realidad es producto de determinadas relaciones sociales de producción. Justo en este punto podemos ver el carácter dialéctico que aparece en el título. Dicen Adorno y Horkheimer que “el mito ya es Ilustración; y la Ilustración recae en mitología”. Los mitos que se creaban, aunque no eran matemáticos y abstractos sino antropológicos, ya encerraban el impulso del pensamiento ilustrado en la medida en que eran un intento de dar cuenta de la realidad. Y la Ilustración recae en la mitología en dos sentidos. Primero, cómo el mito, el pensamiento ilustrado se regía por la experiencia de miedo. Dicen: “El hombre cree estar libre del terror cuando ya no existe nada desconocido. . . La Ilustración es el temor mítico hecho radical”. Radical porque trata de extirparlo de raíz al extender el ámbito de la razón sobre toda la realidad. Y segundo, cómo vimos con el concepto del fetichismo, relaciones sociales que son históricas y contingentes son cosi fi cadas, convertidas en cosas con poderes y cualidades naturales. Pero con ello la Ilustración vuelve a la condición original de desamparo del hombre primitivo ante una naturaleza que
  • 4. ejerce una fuerza y una autoridad que no controla. El sistema racional que ha creado es cómo el monstruo de Frankenstein que va fuera de su control. Los fi lósofos de la Ilustración albergaban una sencilla creencia en el progreso hacia la libertad y la luz. Recordemos que “luz” es la raíz de la palabra “ilustración”. La alegoría fundadora de fi losofía en Occidente, la caverna de Platón, expresa este progreso y ascenso hacia la luz. Sin embargo, la dialéctica de la Ilustración constituye una reversión, una vuelta hacia dentro de la caverna a la oscuridad y la ceguera, hacia nuevas formas de dominación. La razón que se esperaba nos liberara, nos esclaviza. La imagen de los esclavos en el fondo de la caverna viendo las sombras pasar en la pared sirve perfectamente de transición al tema que realmente me interesaba tratar: lo que los autores llaman “la industria de la cultura”. No hay nadie que, en su lecho de muerte, dice: “Ojalá hubiera pasado más horas en la o fi cina trabajando”. En vez de la o fi cina, la gente quiere pasar más tiempo con la familia, los amigos y disfrutando de los placeres de lo que llamamos la cultura. En esta parte del libro, Adorno y Horkheimer analizan formas culturales como el cine, la televisión, la música popular, etc. Lo que concluyen es que incluso este espacio donde los seres humanos esperan gozar libremente ha sido absorbido por el proceso general de racionalización de la sociedad. Los productos culturales son precisamente eso, productos estandarizados, formas culturales que se han convertido en mercancías cuya naturaleza re fl eja la lógica económica de producción y ganancia. El mayor problema que los autores tienen con la cultura popular no es tanto que carezca de calidad estética (aunque sin duda piensan eso), sino que tiene preocupantes consecuencias morales, a saber, nos impide vivir de manera libre e independiente. ¿Cómo es eso? ¿Alguna vez has llegado a casa tras un día largo y fastidioso, quizá con mucho trabajo duro y monótono en la fábrica o, cómo en mi caso, un día de reuniones y detalles administrativos que atender, y para gozar de tu tiempo libre te das una vuelta en Net fl ix y te pones a ver “Rápido y Furioso 6”? ¡Claro, todos lo hacemos! Esto es un así llamado “placer culposo”. Culposo porque sabemos que no es gran arte, no es Madame Bovary o una ópera de Verdi sino una típica película de Hollywood, de una fórmula muy predecible. Cuando andas en el súper en el pasillo de los cereales y ves como 15 marcas de hojuelas de maíz, sabes que todos saben básicamente igual. Lo mismo con esas películas en los pasillos de Net fl ix. Las de acción, del viejo oeste, de intriga – sus distintas portadas disfrazan contenidos que repiten la misma fórmula: el héroe masculino, la chica que necesita ser rescatada, el malvado oscuro que habla con acento de otro país, etc., etc. Para entender el efecto nocivo del cine que la industria de Hollywood produce, echemos un vistazo al así llamado cine de arte, ese porcentaje muy reducido de películas, muchas veces independientes, que logran alcanzar un nivel verdaderamente estético. Este cine no presenta la trama ya uni fi cada y empacada
  • 5. para el consumo, sino que uno mismo tiene que experimentar las diversas partes de la película y hacer el trabajo de interpretación para hacer de ella una totalidad integrada. Sus elementos son fl uidos e impredecibles, por lo que uno tiene que prestar atención y ejercer su imaginación para poder ver la compleja estructura que emerge. Estéticamente hablando, el objeto tiene que experimentarse como libre, es decir, no mecánico ni forzado, para suscitar precisamente la libertad de quien lo experimenta, una libertad en la que su imaginación y su re fl exión crítica puedan cultivarse y su individualidad y autonomía desarrollarse. En vez de esto, la industria de la cultura canaliza la energía de los individuos en el consumo colectivo de productos estandarizados cuyo signi fi cado no requiere de la libertad del individuo para discernir. De hecho, haciendo eco a la famosa a fi rmación de Marshal McCluhan de que el medio es el mensaje, el mensaje de los productos de la industria de la cultura no es lo que se dice o se muestra en la super fi cie de la trama, sino que es el medio, es decir, el mensaje es lo que el producto re fl eja, a saber, el orden social existente. El producto adapta a los individuos a ese orden de un modo que quizá podríamos llamar ideológico, ideológico en el sentido estructural que vimos en el último vídeo. Un ejemplo muy llamativo de esto, de cómo consideraciones económicas en vez de estéticas determinan la naturaleza de los productos culturales, es la música. Yo soy lo su fi cientemente viejo como para recordar comprar un disco de vinilo. Si no mal recuerdo, fue el album “So” de Peter Gabriel. Luego llegaron los cassettes, los CDs, y hoy en día es el streaming en plataformas cómo Spotify. En los 70s, grupos como Pink Floyd, Led Zeppelin y Bob Dylan tenían canciones que duraban 10 minutos. Pero hoy en día son cada vez más cortas y eso se debe a la forma en que consumimos música - el streaming. En promedio, Spotify le paga al artista .004 centavos (de un dólar) para cada reproducción de una canción. De acuerdo con esa lógica, la reproducción de una canción de un minuto ganaría lo mismo que la de una canción de 10 minutos. Así que, más canciones de menor duración le va a ganar más dinero para el músico. Esta presión es lo que va cortando los tiempos de las canciones. Además, Spotify entiende por reproducción un mínimo de 30 segundos de escucha. Si escucho los primeros 10 ó 15 segundos de una canción y luego paso a otra, el músico no recibe nada. Entonces, tiene que agarrar la atención del oyente de inmediato. Tradicionalmente, las canciones empiezan con versos, luego llega el coro o estribillo (que es la parte pegajosa o memorable de la canción), y luego más versos, otro vez el coro, luego llega a lo que se llama el puente, su culminación, y termina otra vez con el coro. Ahora, no puede darse el lujo del tiempo. Cada vez más, las canciones empiezan con el coro para agarrar la atención del oyente para que siga escuchando. A lo mejor no te parezca gran cosa, pero es un ejemplo de cómo decisiones que deben ser estéticas se toman por razones más bien económicas, por la lógica del sistema de producción.
  • 6. A fi n de cuentas, para Adorno y Horkheimer, la industria de la cultura sí es gran cosa porque el placer que ofrece es cómo el placer que ofrece una droga, lo cual sirve de escape de la realidad que el drogadicto vive y que al mismo tiempo atro fi a sus sentidos y su sensibilidad, impidiendo así que vea claramente su realidad con miras a cambiarla. La gente no sólo consume productos de la industria de la cultura, sino que se vuelven ellos mismos en producto. Esto es lo que reconocen los demagogos. En su retórica, emplea las técnicas de la industria de la cultura, respondiendo a la insatisfacción y el malestar de la gente con los mismos tópicos triviales de las telenovelas. Habiendo sido acondicionado a ello por la industria de la cultura, el pueblo lo traga, esperando que la compleja realidad social siga los sencillos pasos formulaicos de una película de Hollywood. El capítulo sobre la industria de la cultura es notoria por el elitismo y esnobismo que muchos perciben en él. Adorno, al menos, venía de una clase social muy privilegiada, estudiaba piano clásico y escribía mucha crítica de música clásica. Su idea del arte no era el jazz sino Schoenberg. Es fácil ver su postura como condescendiente, mirando con desdén a las pobres masas que son tan fácilmente manipuladas. A lo mejor hay algo de eso ahí, sin embargo, los autores están sumamente conscientes de que la alta cultura alemana, el legado de todos sus ilustres fi lósofos, literatos, músicos y cientí fi cos, acabó en la inconcebible barbarie de Auschwitz. Auschwitz no fue el simple resultado de una manipulación ideológica sino de una totalidad social estructurada por aquella racionalidad ilustrada que prometía hacernos libres y autónomos. En la introducción de su libro, los autores tocan de frente el carácter contradictorio de la tarea que emprenden, a saber, analizar y criticar racionalmente la auto-destrucción de la Ilustración. La propia razón que emplean en su análisis es en algún modo viciada. Sin embargo, no la pueden renunciar. Dicen: “No albergamos la menor duda —y ésta es nuestra petición de principio— de que la libertad en la sociedad es inseparable del pensamiento ilustrado”. En una totalidad social tan impregnada por la razón instrumental, ¿qué espacio puede haber para una razón práctica y emancipatoria, una razón capaz de criticar y a la vez evitar la lógica de una estructura social dominadora? En este libro, no dan una respuesta, aunque años después Adorno publica su obra maestra – Dialéctica negativa. Les cuento un poco la idea de este concepto. Obviamente, Adorno toma el concepto de dialéctica de Hegel, para quien la verdad es la totalidad. De esta manera, cualquier postura epistémica particular es parcial. Hace falta que se desarrolle, que se amplíe, en la experiencia al relacionarse con posturas opuestas o contradictorias, los productos de semejantes relaciones entrando en nuevas relaciones de oposición hasta que se llegue a la totalidad de la realidad, o lo absoluto. En este sentido, la dialéctica de Hegel podría llamarse positiva porque llega a un fi n. Adorno acepta que nada es lo que es en sí mismo, que
  • 7. lo que es es una función de su relación con otros elementos sociales. Sin embargo, no tiene fe en el principio básico del idealismo, a saber, la identidad del pensamiento y el ser bajo el concepto. Esto no nos lleva a una totalidad verdadera, sino falsa, cómo la totalidad social que en Dialéctica de la Ilustración se mani fi esta como dominadora. Hemos visto que la equivalencia racional y la lógica de capital reducen a la naturaleza y al ser humano a objetos abstractos para ser controlados. Adorno no analiza todo esto con indiferencia; guarda una distante esperanza por una sociedad mejor, una sociedad que utilizara sus recursos para aliviar el sufrimiento que de todos modos perpetúa. Su dialéctica es negativa, no positiva, porque la totalidad, este penetrante sistema de equivalencias, es falsa. Dice: “Dialéctica es la ontología de la falsa situación”. Dado que las condiciones sociales están lejos de permitir libertad real y de impedir el sufrimiento sistemático, y dado que el pensamiento, por ser histórico y social, está necesariamente enredada con esa condición, el pensamiento no puede ser otro que negativo, es decir, siempre sospechoso de una aparente identidad, una aparente resolución de una contradicción o antagonismo social. Dice Adorno que la dialéctica es la “constante conciencia de la no-identidad”, por lo cual la dialéctica negativa traza un trayecto oscilatorio entre el concepto y la cosa que el concepto trata de subsumir, señalando concretamente las formas en que no son idénticos. Este vaivén de la dialéctica adorniana no tiene algún término natural en el que el concepto resplandecería en su positividad. Es una constante vigilancia del hubris del sujeto y la razón con la que constituye el mundo. Esta postura intelectual de Adorno me llama la atención ya que responde a la preocupación que planteé en el vídeo sobre el dogmatismo, de ser más sensible a cómo el uso despreocupado y seguro de la razón puede ocultar dogmatismos de los que deberíamos volvernos conscientes. La dialéctica negativa de Adorno me parece una práctica de gran valor en esa empresa.