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Luis González-Carvajal
ESTA ES NUESTRA FE
Teología para universitarios
Índice
1. El pecado original
¿Un fatal error gastronómico?
En busca del origen del mal
El hombre moral en la sociedad inmoral
El corazón de piedra
Un paraíso que pudo haber sido y no fue
El pecado no tiene la última palabra
2. De Dios se supo a raíz de un conflicto laboral
El Éxodo: Una epopeya que nunca existió
«Libertad de» y «Libertad para»
El segundo Éxodo
El tercer Éxodo
3. La ejecución de Jesús de Nazaret
No es posible escribir una biografía de Jesús
¿Qué decir de los milagros?
Un hombre libre
En las manos de Dios
El silencio de Dios
La confianza a pesar de todo
4. Dios rehabilitó al ajusticiado
¿Qué ocurrió realmente?
El significado
Amenazado de resurrección
5. ¡Era el Hijo de Dios!
Concilio de Calcedonia: Los años no pasan en balde
El misterio íntimo de Jesús
Jesús es un hombre
Jesús es el Hijo de Dios
6. El precio de la redención
Una explicación sombría de la redención
Dios no es un sádico despiadado
No hace falta aplacar a Dios
Lo importante es enderezar al hombre
Es el amor, y no el sufrimiento, quien redime
¿Tiene sentido todavía la mortificación?
7. Oye, Dios, ¿por qué sufrimos?
No es Dios quien produce el sufrimiento
Planteando el problema
No maltratar el misterio
El sufrimiento, un compañero inevitable
El recurso al milagro
Dios no es «todopoderoso» todavía
Líbranos, Señor, de los males pasados
8. Ahora nos queda su Espíritu
Antiguo Testamento: El Espíritu Santo con cuentagotas
Cristo, Señor del Espíritu
Quiero ver el rostro de Dios
Más interior que lo más íntimo mío
Pentecostés es la democratización de la encarnación
Espíritu y liberación
9. Cuando Dios trabaja, el hombre suda
El Dios de los hombres impotentes
Dios es Padre, pero no paternalista
Dios es la fuerza de mi fuerza
El hombre es la providencia de Dios
10. En Cristo adivinamos las posibilidades del hombre
Imagen de Dios
Cuerpo y alma
Apertura al otro
Apertura a Dios
Ecce Homo
11. La fe, ¿conocimiento o sensación de Dios?
Sé de quién me he fiado
De la fe a las creencias
Crisis de fe
La fe del carbonero
12. ¿Quién es un cristiano?
¿Una moral más exigente?
¿Cristianos «malgré lui»?
La lección de teología de un marxista
Lo específico cristiano
13. Hablar con Dios
Cuando los niños rezan
Orar no es nunca negociar con Dios
Oración y vida
Oración y alabanza
14. El cristiano en el mundo
La historia tiene una meta
El mundo está preñado de Reino de Dios
No hay dos historias
Los signos de los tiempos
15. Un cristiano solo no es cristiano: La Iglesia
La Iglesia y el Reino de Dios
El retorno de los revolucionarios a la vida cotidiana
La Iglesia, una comunidad de hermanos
La Iglesia, «casta meretriz»
16. Encontrar a Dios en la vida
A Dios no le gustan los espacios cerrados
La vida hecha liturgia
Un templo de piedras vivas
Un sacerdocio «diferente»
Los sacramentos del cristiano
17. Sacramentos para hacer visible el encuentro con Dios
La vida está llena de sacramentos
Los siete sacramentos
Estructura interna de los sacramentos
Los sacramentos, la magia y el seguimiento de Cristo
La necesidad de los sacramentos
18. El cristiano nace dos veces
Los recién nacidos de Dios
Los dolores del segundo nacimiento
Manos vacías, aunque abiertas
Bautismo y libertad
Bautismo e Iglesia
El bautismo de los niños
19. Una moral sin leyes
Ayer, la casuística
Hoy, la moral de actitudes
El pecado no es tanto una transgresión como una traición
La conciencia es juez de última instancia
Una teología moral que ilumine las situaciones de pecado
Ama y haz lo que quieras
;Feliz culpa!
20. El retorno del que fracasé
La crisis del Sacramento de la Penitencia
Historia del Sacramento del Perdón
El segundo bautismo
El perdón se hace visible
El precio del perdón
El encuentro reconciliador
La confesión frecuente
La fiesta de la reconciliación
21. La eucaristía anticipa un mundo diferente
La cena pascual
La eucaristía hace presente la salvación que «ya» ha llegado
La presencia real de Cristo
La eucaristía recuerda que la plenitud de la salvación “todavía no” ha llegado
Importancia política de la eucaristía
22. La «otra» vida
¿Vida después de la vida?
El juicio, una fiesta casi segura
El cielo: Patria de la identidad
La suerte de estar en el purgatorio
«Existe el infierno, pero está vacío»
23. El verdadero rostro de María
La anunciación
Concepción virginal
María y las esperanzas de Israel
María, modelo del discipulado cristiano
María y las mujeres
María y los pobres
Theotokos
Concepción Inmaculada
Asunción
1
El pecado original
Rara es la guerra que no acaba produciendo «hombres-topo», es decir, personas significadas del
bando perdedor que. por miedo a las represalias, se encierran de por vida en una habitación a la que una
persona de confianza —la única que conoce su presencia— les lleva lo necesario para subsistir. Con
frecuencia ocurre que treinta o cuarenta años después de la guerra uno de ellos es descubierto por
casualidad, ¡y entonces se entera.., de que no había ningún cargo contra él!
Pues bien, tengo la impresión de que algo parecido ha ocurrido con el dogma del pecado original. Su
formulación tradicional —que en seguida vamos a recordar— aparece hoy tan vulnerable que muchos
cristianos han hecho de ella una «doctrina-topo», arrinconándola vergonzantemente en el mismo trastero
donde tiempo atrás se desterró a los reyes magos, a las brujas y a otros mil recuerdos infantiles.
No obstante, yo abrigo la esperanza de que si nos atrevemos a sacar a la luz del día la presentación
que los teólogos actuales hacen del pecado original descubriremos —como en el caso de aquellos
«hombres-topo»—— que nuestros contemporáneos no tienen nada contra ella.
¿Un fatal error gastronómico?
Recordemos cómo describía un viejo catecismo el pecado original:
«El cuerpo de Adán y Eva era fuerte y hermoso, y su espíritu era transparente y muy capaz.
Gozaban así de un perfecto dominio sobre la naturaleza entera», pero pecaron, y su pecado «ha
dañado a todos los hombres, pues a todos los hombres ha pasado la culpa con sus malas
consecuencias». «Este pecado se llama pecado hereditario porque no lo hemos cometido nosotros
mismos, sino que lo hemos heredado de Adán». «La culpa del pecado original se borra en el
bautismo, pero algunas de sus consecuencias quedan también en los bautizados: la enfermedad y la
muerte, la mala concupiscencia y muchos otros trabajos».
Si fueran así las cosas, lo que ocurrió en el paraíso habría sido, desde luego, un «fatal error
gastronómico», como dice irónicamente Michael Korda. Pero debemos reconocer que esa interpretación
suscita hoy no pocas reservas:
En primer lugar, dada la moderna sensibilidad por la justicia, parece intolerable la idea de que un
pecado cometido en los albores de la humanidad podamos heredarlo los hombres que hemos nacido un
millón de años más tarde. Quedaría, en efecto, muy mal parada la justicia divina si nosotros compar-
tiéramos la responsabilidad de una acción que ni hemos cometido ni hemos podido hacer nada por
evitarla. Se entiende que los genes transmitan el color de los ojos, pero ¿quién se atrevería a defender
hoy la teoría de Santo Tomás de Aquino según la cual el semen paterno es la causa instrumental físico-
dispositiva de transmisión del pecado original 2
?
También son muy serias las objeciones que nos plantea la paleontología. ¿En qué estadio de la
evolución situaremos esa primera pareja que—según el catecismo— era «fuerte, hermosa, de espíritu
transparente y muy capaz»? ¿En el estadio del homo sapiens, una de cuyas ramas sería el hombre de
Neandertal? ¿en el del homo erectus, al que pertenecen el Pitecántropo y el Sinántropo? ¿en el del homo
habilis, reconstruido gracias a los sedimentos de Oldoway, o tal vez en el estadio del austrolopitecus? Es
verdad que sobre gustos no hay nada escrito, pero cuando uno contempla las reconstrucciones existentes
de todos esos antepasados remotos cuesta admitir la afirmación de los catecismos sobre su hermosura. Y
en cuanto a su inteligencia... ¿para qué hablar? Después de Darwin parece imposible defender que los
primeros hombres fueron más perfectos que los últimos.
Y lo peor es que también resulta difícil hablar de «una» primera pareja, porque previsiblemente la
unidad biológica que evolucionó no era un individuo, sino una «población». Hoy la hipótesis
monogenista se ha visto obligada a ceder terreno frente a la hipótesis poligenista. Y eso plantea nuevos
problemas al dogma del pecado original. Si hubo más de una primera pareja. ¿cuál pecó? Si fue «la mía»,
mala suerte; pero si no...
No debe extrañarnos, pues, que el evolucionismo primero y el poligenismo después crearan un
profundo malestar entre los creyentes y les indujeran a elaborar retorcidas explicaciones para poder
negarlos. Philip Gosse, por ejemplo, propuso la idea de que Dios, con el fin de poner a prueba la fe del
hombre, fue esparciendo por la naturaleza todos esos fósiles que en el siglo pasado empezaron a
encontrar los evolucionistas.
Todavía Pío XII en la Humani Generis (¡2 de agosto de 1950), pedía a los científicos que
investigaran, sí, pero después sometieran los resultados de su investigación a la Santa Sede para que ésta
decidiera si la evolución había tenido lugar y hasta dónde había llegado 3
.
Hoy no creo que sean muchos los que estén dispuestos a subordinar la ciencia a la fe y, cuando los
datos empíricos no encajen en sus creencias, digan: «Pues peor para los datos». Y no porque su fe sea
débil, sino porque el Vaticano II ha reconocido repetidas veces «la autonomía legítima de la cultura
humana, y especialmente la de las ciencias»4
.
Así, pues, lo que procede es intentar reformular, a la luz de los nuevos datos que la ciencia nos ha
aportado, el dogma del pecado original, que está situado en una zona fronteriza entre la teología y las
ciencias humanas.
En busca del origen del mal
Tratemos de reconstruir lo que ocurrió. Los datos bíblicos sobre Adán y Eva proceden únicamente
de los tres primeros capítulos del Génesis (las alusiones de Sab 2, 24; Sir 25, 24; 2 Cor 11, 3 y Tim 2, 14
remiten todas ellas a dicho relato sin aportar nada nuevo) y, como es sabido ya, para interpretar co-
rrectamente un texto de la Sagrada Escritura es necesario identificar en primer lugar el «género literario»
al que pertenece.
Pues bien, el libro del Génesis es uno de los llamados «libros históricos» del Antiguo Testamento,
pero esa narración es como un meteorito que, desprendido de los «libros sapienciales», ha caído en
medio de los históricos. Su estilo no deja lugar a dudas. Sería inútil buscar el «árbol de la ciencia del bien
y del mal» en los manuales de botánica. Se trata de un término claramente sapiencial, como lo son los
demás elementos de que sc ocupa el relato: la felicidad y la desgracia, la condición humana, el pecado y
la muerte; temas de reflexión todos ellos de la Sabiduría oriental.
Así, pues, no podemos acercarnos al pecado de Adán con mentalidad de historiadores, como
podríamos hacer con el pecado de David, por ejemplo. Es más: «Adán» ni siquiera es un nombre propio,
sino una palabra hebrea que significa «hombre» y que, por si fuera poco, suele aparecer con artículo («el
hombre»).
No debe extrañarnos que esa narración —que no es histórica, sino sapiencial— ignore tanto la
evolución de las especies como el poligenismo. Esos tres capítulos del Génesis no resultan de poner por
escrito una noticia que hubiera ido propagándose oralmente desde que ocurrieron los hechos. ¡Así es
imposible cubrir un lapso superior al millón de años! Tampoco cabe pensar que estamos ante un relato
para mentes primitivas escrito por un autor que personalmente estaba «mejor informado» que sus
contemporáneos por haber tenido una visión milagrosa de lo que aconteció.
Además, carece de sentido esperar que los autores bíblicos respondan a problemas de nuestra época
—como los referentes al origen de la humanidad— que eran totalmente desconocidos para ellos. Lo que
sí debemos buscar, en cambio, son las respuestas que daban a problemas comunes entre ellos y nosotros
porque así, en vez de acentuar los aspectos anacrónicos de la Escritura, captaremos su eterna novedad.
Pues bien, el autor de esos capítulos se plantea un tema clásico de la literatura sapiencial que
además es de palpitante actualidad: ¿Por qué hay tanto mal en el mundo que nos ha tocado vivir? «¡Oh
intención perversa! ¿De dónde saliste para cubrir la tierra de engaño?» (Sir 37, 3). Y dará una respuesta
original, que contrasta llamativamente con las que ofrecen las religiones circundantes.
Algunas de esas religiones daban por supuesto que. si Dios es el creador de todo, tuvo que haber
creado también el mal. Por ejemplo, el poema babilónico de la creación cuenta que fue la diosa Ea quien
introdujo las tendencias malas en la humanidad al amasar con la sangre podrida de un dios caído, Kingú,
el barro destinado a modelar al hombre 5
.
En cambio otras religiones, para salvaguardar la bondad de Dios, se ven obligadas a suponer a su
lado una especie de «anti-Dios» que creó el mal. Por ejemplo, en la religión de Zaratustra la historia del
mundo es entendida como la lucha entre los dos principios opuestos del bien y del mal —Ohrmazd y
Ahriman6
—, igualmente originarios y poderosos -
Daría la impresión de que no cabe ninguna otra alternativa:
O hay un solo Dios que ha creado todo (el bien y el mal) o bien Dios ha creado sólo el bien pero entonces
tiene que existir otro principio originario para el mal, una especie de «anti-dios». Pues bien, nuestro autor
rechaza ambas explicaciones. El mal no lo ha creado Dios, pero tampoco procede de un «anti-dios», sino
que el mismo hombre lo ha introducido en el mundo al abusar de la libertad que Dios le dio. Lo que
ocurre es que el autor bíblico pertenecía a una cultura narrativa y no se expresaba con esos términos
abstractos. Igual que Jesús enseñaba mediante parábolas, él transmitirá su mensaje mediante una
narración.
Esa narración es el relato de la creación del mundo en siete días que conocemos desde niños (Gen
1). Para afirmar que existe un principio único, dice que Dios creó todo, incluso el sol y la luna que en
otros pueblos tenían consideración divina. Y para dejar claro que, a pesar de haber creado todo, no creó
el mal, cada día de la creación concluye con el estribillo famoso de «vio Dios lo que había hecho, y
estaba bien». En cambio más adelante se dirá que «Dios miró la tierra y he aquí que estaba toda viciada»
(Gen 6, 12). Para explicar el tránsito de una situación a otra se intercala entre ambas el relato del pecado
de Adán y Eva. No es una crónica histórica del pasado, sino una «reconstrucción» —un «relato
etiológico» lo llaman los escrituristas— de lo que al principio tuvo que suceder.
Evidentemente, cuando se analiza con detenimiento la solución propuesta, vemos que está más claro
lo que niega (el mal no lo ha creado Dios, pero tampoco un segundo principio distinto de Dios) que lo
que afirma (el mal lo ha introducido el hombre abusando de su libertad), porque cabría preguntarse: Y,
¿por qué el hombre abusó de su libertad, si fue creado bueno por Dios? El recurso a Satanás, que a su vez
sería un ángel caído (cfr. 2 Pe 2, 4; Jds 6), sólo traslada la pregunta un poco más atrás: ¿Por qué pecaron
los ángeles, si habían sido creados buenos por Dios?
San Agustín ya se hacía esa pregunta: «¿Quién depositó esto en mí y sembró en mi alma esta semilla
de amargura, siendo hechura exclusiva de mi dulcísimo Dios? Si el diablo es el autor. ¿de dónde procede
el diablo? Y si éste se convirtió de ángel bueno en diablo por su mala voluntad, ¿de dónde le viene a él la
mala voluntad por la que es diablo, siendo todo él hechura de un creador bonísimo’?»7
.
De modo que el autor bíblico deja en el misterio el origen absoluto, metafísico, del mal —la
Escritura no tendrá reparo en hablar del «mysterium iniquitatis» (2 Tes 2, 7)—, pero no así el origen del
mal concreto que había en su tiempo: Este lo habían introducido los hombres del pasado a través de una
inevitable y misteriosa solidaridad.
El hombre moral en la sociedad inmoral
Notemos que el autor bíblico nos acaba de dar una lección de «buen hacer» teológico: La obligación
de la teología es reflexionar sobre la experiencia humana para darle una interpretación desde la fe. Sólo
así se evitará aquella acusación que definía irónicamente al teólogo como un hombre que da respuestas
absolutamente precisas y claras a preguntas... que nadie se había hecho.
Nosotros, por tanto, vamos a seguir ese mismo camino:
Reflexionar sobre nuestra situación de hoy para descubrir en ella las huellas del pecado original. De
hecho, todos sabemos que «el hombre, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se
siente anegado por muchos males, que no pueden tener su origen en su santo Creador».
Al seguir este camino invertimos el orden de la búsqueda: La presentación tradicional descendía de
la causa al efecto. Se suponía conocido lo que ocurrió en el pasado (la trasgresión del paraíso) y se
deducían las consecuencias que aquello tuvo para el presente (pérdida de la gracia y de diversos dones).
Nosotros, en cambio, partiremos de los efectos (la situación de miseria moral en que vivimos, que es lo
que nos resulta directamente conocido) y ascenderemos en busca de la causa.
Vamos a comenzar desempolvando el concepto de responsabilidad colectiva. Entre los semitas la
conciencia de comunidad es tan fuerte que, cuando tienen que aludir a la muerte de un vecino, dicen:
«Nuestra sangre ha sido derramada»9
. Tan intensos son sus lazos comunitarios que les parece lógico ser
premiados o castigados «con toda su casa», tanto por el derecho civil como por Dios (cfr. Ex 20, 5-6; Dt
5, 9 y ss.). En medio de aquel clima fue necesario que los profetas insistieran en la responsabilidad
personal de cada individuo:
«En aquellos días no dirán más:
“Los padres comieron el agraz,
y los dientes de los hijos sufren la dentera”;
sino que cada uno por su culpa morirá:
quienquiera que coma el agraz tendrá la dentera»
(Jer 31, 29-30; cfr. Ez 18).
Nosotros, en cambio, educados en el individualismo moderno, lo que necesitamos es más bien
profetas que nos hagan descubrir la responsabilidad colectiva. Veamos algunos datos de la experiencia:
Todos los años mueren de hambre entre 14 y 40 millones de seres humanos. Ninguno de nosotros
querríamos positivamente que murieran y muchos desearíamos poder evitarlo, pero no sabemos cómo.
Sin embargo, tampoco nos sentimos inocentes: Somos conscientes de que en nuestra mesa —en la mesa
del 25 por ciento más rico de la humanidad— hemos acumulado el 83 por ciento del Producto Mundial
Bruto.
Cuentan que la célebre teóloga alemana Dorothee Sólle, durante el debate que siguió a una de sus
conferencias, fue criticada por uno de sus oyentes que le reprochaba no haber hablado suficientemente
del pecado. «Es verdad —contestó ella—, he olvidado que como plátanos...» . En un libro posterior
aclaró lo que quiso decir: «Con cada plátano que me como, estafo a los que lo cultivan en lo más
importante de su salario y apoyo a la United Fruit Company en su saqueo de América Latina»
Nos ha transmitido la historia cómo el P. Conrad, director espiritual de Santa Isabel de Hungría,
había prescrito a ésta no alimentarse ni vestirse con cosa alguna que no supiese ciertamente que había
llegado a ella sin sombra alguna de injusticia 12
. Pues bien, si hoy —que entendemos algo más de
microeconomía— quisiéramos cumplir esa orden no podríamos probar bocado y deberíamos ir desnudos:
Quien pretende no matar ni robar en el mundo de hoy, debe pensar que se está matando y robando en el
otro extremo de la cadena que a él le trae ese bienestar al que no está dispuesto a renunciar.
La maravilla de nuestro invento consiste en que semejante violencia no la ejerce un hombre
determinado contra otro igualmente determinado —lo que resultaría abrumador para su conciencia—,
sino que, a través de unas estructuras anónimas, el mal «se hace solo». No hay culpables. León Tolstoi,
en su famosa novela «Guerra y Paz» hace esta finísima reflexión sobre la condena a muerte de Pierre
Bezujov:
«¿Quién era el que había condenado a Pierre y le arrebataba la vida con todos sus recuerdos,
sus aspiraciones, sus esperanzas y sus pensamientos? ¿Quién? Se daba cuenta de que no era nadie.
Aquello era debido al orden de las cosas, a una serie de circunstancias. Un orden establecido
mataba a Pierre, le arrebataba la vida, lo aniquilaba»13
.
Esto es lo que Juan Pablo II ha llamado recientemente «estructuras de pecado»14
. Es verdad que son
fruto de una acumulación de pecados personales, pero cuando los pecados personales cristalizan en
estructuras de pecado surge algo cualitativamente distinto: Las estructuras de pecado se levantan frente a
nosotros como un poder extraño que nos lleva a donde quizás no querríamos ir.
¡Cuántos hombres que acabaron incluso matando afirman sinceramente que ellos no quisieron hacer
lo que hicieron! El «Lute» escribió en su autobiografía: «Al nacer estaba ya marcado. Tenía un
cromosoma XYP. Sí, p de prisión» 15
, Y es que no solamente el árbol tiene la culpa de los malos frutos,
sino también el terreno. En un patio sin luz difícilmente crecerá bien un árbol; su mundo circundante no
le da ninguna oportunidad, lo deforma. Como dice un famoso texto orteguiano: «Yo soy yo y mi
circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo»
Podemos dar un paso más en nuestro análisis: Esa responsabilidad colectiva no nos une solamente a
los hombres de hoy, sino que nos liga también a los hombres del pasado. Dicho de forma analógica, ellos
siguen pecando después de morir porque han dejado las cosas tan liadas que ya nadie sabe por dónde
empezar a deshacer entuertos. La consecuencia es que sus pecados de ayer provocan los nuestros de hoy.
Lo que sirve de unión entre sus pecados y los nuestros es lo que San Juan llamaba «el pecado del
mundo», en singular (Jn 1, 29; 1 Jn 5, 19); es decir, ese entresijo de responsabilidades y faltas que en su
interdependencia recíproca constituye la realidad vital del hombre. Hay teólogos que prefieren hablar de
«hamartiosfera» (del griego hamartía = pecado). Nombres diferentes para referirnos a la misma realidad:
Nacemos situados. Como consecuencia del pecado de quienes nos han precedido. ninguno de nosotros
nacemos ya «en el paraíso».
El corazón de piedra
Así, pues, cuando nacemos, «otros» han empezado a escribir ya nuestra biografía. No obstante,
entenderíamos superficialmente la influencia de los pecados de ayer sobre los de hoy si pensáramos que
se reduce a un condicionamiento que nos llega desde fuera. Y conste que eso ya es suficientemente
grave: Cualquier valor (la justicia, la verdad, la castidad, etc.) podría llegar a sernos inaccesible si
viviéramos en un ambiente donde no se cotiza en absoluto y nadie lo vive.
Pero aquí se trata de algo más todavía: La misma naturaleza humana ha quedado dañada, de tal
modo que a veces distinguimos nítidamente dónde está el bien, pero somos incapaces de caminar hacia
él. San Pablo describe esa situación con mucha finura psicológica en el capítulo 7 de la carta a los
Romanos:
“Realmente, mi proceder no lo comprendo” pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que
aborrezco. Y. si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la ley en que es buena; en realidad ya
no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí (...) Descubro, pues, esta ley: aun queriendo
hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el
hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me
esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros» (Rom 7. 15-24).
De los Santos Padres fue San Agustín el gran doctor del pecado original. Igual que San Pablo, no
tuvo nada más que reflexionar sobre su propia existencia. Vivió dividido, atraído por los más altos
ideales morales y religiosos, pero también atado por la ambición y la sensualidad:
«Tus palabras, Señor, se habían pegado a mis entrañas y por todas partes me veía cercado por
ti (...) y hasta me agradaba el camino —el Salvador mismo—; pero tenía pereza de caminar por sus
estrecheces. (...) Me veía y me llenaba de horror, pero no tenía adónde huir de mí mismo (...) había
llegado a pedirte en los comienzos de la misma adolescencia la castidad, diciéndote: «Dame la
castidad y continencia, pero no ahora». (...) Yo era el que quería, y el que no quería, yo era. Mas
porque no quería plenamente ni plenamente no quería, por eso contendía conmigo y me destrozaba
a mí mismo (...) Y por eso no era yo el que obraba, sino el pecado que habitaba en mí, como
castigo de otro pecado más libre, por ser hijo de Adán»
Podríamos expresar esa vivencia de Pablo y Agustín diciendo que —por culpa de nuestros
antepasados— nacemos con un «corazón de piedra», como le gustaba decir al profeta Ezequiel (11, 19;
36, 26). Pues bien, ese «corazón de piedra» es lo que la tradición de la Iglesia —a partir precisamente de
San Agustín— llamó pecado original.
Quizás pueda sorprender que llamemos «pecado» a algo que nos encontramos al nacer y es, por
tanto, completamente ajeno a nuestra voluntad. Sin embargo, tiene en común cualquier otro pecado que,
de hecho, supone una situación de desamor y, por tanto, de alejamiento de Dios y de los hermanos. Se
distingue, en cambio, de los pecados personales en que Dios no nos puede pedir responsabilidades por él.
Igual que la salvación de Cristo debe ser aceptada personalmente, el pecado de Adán debe ser ratificado
por cada uno para ser objeto de responsabilidad. De hecho, muy pocos teólogos defienden hoy el limbo,
cuya existencia se postuló en el pasado por creer que los niños que mueren antes de que el bautismo les
«perdone» el pecado original no podían ir al cielo
Conviene aclarar que del pecado original y de los pecados personales no se dice que sean «pecado»
en sentido unívoco, sino en sentido análogo. Cuando hablamos del «pecado original» no queremos
sugerir que se nos imputa el pecado cometido por Adán (la culpa personal —.digámoslo una vez más—
no puede transmitirse), sino que nos afectan las consecuencias de su pecado.
Un paraíso que pudo haber sido y no fue
Veamos ahora cómo la exposición que acabamos de hacer del pecado es perfectamente compatible
con los datos de la ciencia.
A Pío XII le preocupaba la posibilidad del poligenismo porque si no descendemos todos los
hombres de una sola pareja que hubiera pecado, no veía cómo pudo propagarse a todos el pecado
original’9
. Sin embargo, si la redención ha podido extenderse a todos los hombres sin que ni uno solo
descienda físicamente del Redentor, Cristo, no existen razones para pensar que la tendencia al mal sólo
podría transmitirse mediante la generación física. Se trata, como hemos visto, de una misteriosa
solidaridad en el mal propagada a través de la «hamartiosfera».
Tampoco deben planteamos problemas las afirmaciones sobre el estado de justicia original cuyos
supuestos dones (inteligencia, ausencia de enfermedades, etc.) se perdieron tras el pecado. Fuera del
ámbito de los estudios bíblicos existe la idea de que el paraíso original fue el ámbito de una felicidad
fácil, regalada a los primeros hombres sin esfuerzo por su parte. No hubo, sin embargo, nada de eso.
El relato del paraíso fue construido a partir del mismo molde que el relato de la Alianza: En ambos
casos Dios introduce a los hombres en un lugar llamado a ser maravilloso (bien sea el jardín del Edén o
la Tierra Prometida) y les hace saber que existe una condición única para que la felicidad que les espera
se haga realidad: cumplir los mandamientos de Dios (bien sea el precepto de no comer del árbol de la
ciencia del bien y del mal, bien sean los preceptos dados a través de Moisés). También en ambos casos
hay que decir que la desobediencia de los hombres frustró los planes de Dios y trajo la desgracia a los
hombres. El paralelo termina con la expulsión de la tierra (deportación a Babilonia en un caso, expulsión
del Edén en otro).
De hecho, el magisterio de la Iglesia nunca ha definido si el hombre dispuso alguna vez de los
bienes que relacionamos con el Paraíso y los perdió después por causa del pecado, o únicamente estaba
en marcha un proceso que habría llevado a su adquisición si no hubiera quedado interrumpido por el
pecado. San Ireneo, por ejemplo, sostenía que la perfección de Adán era infantil, inmadura, como la de
un niño que todavía no posee lo que está llamado a ser 20
.
Podríamos comparar lo que pasó a la humanidad a lo que ocurriría a un niño que poseyera al nacer
unas dotes intelectuales realmente excepcionales pero que, antes de desarrollarlas, un accidente le dejara
parcialmente tarado. Es de suponer que cuando llegue a la edad madura ese hombre estará más
desarrollado intelectualmente que antes del accidente, pero ya no llegará a ser el genio que estaba
llamado a ser.
Esto no contradice a la Escritura porque las «noticias» sobre ese supuesto estado de justicia original
no proceden tanto de la Biblia como de ciertos escritos apócrifos del judaísmo, especialmente la «Vida
de Adán y Eva». En dicho libro se indica que, tras el pecado, Dios infirió a Adán setenta calamidades
desconocidas anteriormente, que van desde el dolor de ojos hasta la muerte21
. Es verdad que Pablo
afirma que la muerte entró en
el mundo por el pecado de Adán (Rom 5, 12), pero por otros pasajes de la misma carta (cfr. 6, 16; 7, 5; 8,
6; etc.) se ve que la «muerte» es para él el alejamiento de Dios.
El pecado no tiene la última palabra
Y ahora que hemos despojado al pecado original de la hojarasca que lo recubría dándole aspecto de
mito increíble. vemos que lo que ha quedado es el testimonio de una alienación profunda de la que todos
tenemos experiencia y que es un dato irrenunciable para cualquier antropología que quiera ser realista.
Debería hacemos pensar el hecho de que existencialistas como Heidegger y Jaspers, que ya no comparten
la fe cristiana, hayan necesitado conservar en sus filosofías los conceptos de una culpabilidad inevitable
y omnipresente para explicar la situación existencial del hombre.
El mensaje del pecado original se resume diciendo que en el mundo y en nuestro corazón hay mayor
cantidad de mal de la que podríamos esperar atendiendo a la mala voluntad de los hombres. En
consecuencia, el mundo y el hombre, abandonados a sus propias fuerzas, serían incapaces de salvación.
Se trataría de una empresa tan patética como la de aquel barón de Münchhausen que intentaba salir del
pantano en que había caído tirando hacia arriba de su propia coleta.
El marxista y ateo Ernst Bloch lo captó muy claramente: «El hombre se halla lleno de buena
voluntad y nadie le va a la zaga en ello. Allí, empero, donde tiende su mano para ayudar, allá causa un
estropicio»22
.
Gracias a Dios (y nunca mejor dicho), el pecado no tiene la última palabra. Después de una famosa
comparación sobre las consecuencias que tiene para la humanidad la solidaridad con Adán y la
solidaridad con Jesucristo, Pablo concluye diciendo que «donde abundó el pecado, sobreabundó la
gracia» (Rom 5, 20). Por eso la reflexión sobre el pecado original exige necesariamente prolongarse
hacia las acciones salvíficas de Dios. En el próximo capítulo veremos la primera de ellas: El Éxodo.
.........................
1. KORDA, Michael, Power! How to get it, how to use it, Ballantine Books, New York, 1975, p. II.
2. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, 3, q. 28, a. 1 (BAC, t. 12, Madrid, 1955, pp. 49-54). Una
exposición mucho más cruda de esta teoría se encuentra en San Fulgencio, De Fide ad Petrum, 2,
16 (PL 40, 758).
3. «El magisterio de la Iglesia —escribió Pío XII— no prohíbe las investigaciones y disputas de los
entendidos, con tal de que todos estén dispuestos a obedecer el juicio de la Iglesia» (DS 3896 = D
2327). Ni que decir tiene que no estamos ante una declaración ex cathedra; unos párrafos antes
declaraba el mismo Papa que se trataba de «magisterio ordinario» (DS 3885 = D 2313).
4. VATICANO II, Oaudium et Spes, 36 b, 56 f, 59 e.
5. Poema babilónico de la creación, tablilla 6 (PRITCHARD. James B., La Sabiduría del Antiguo
Oriente. Antología de textos. Garriga, Barcelona, 1966, p. 43).
6. Cfr. ELIADE, Mircea, Historia de las creencias y de las ideas religiosas, t. 4 («Textos»),
Cristiandad, Madrid, 1980, pp. 127-129.
7. AGUSTIN DE HIPONA, Confesiones, lib. 7. cap. 3. n.” 5 (Obras Completas de San Agustín. t. 2,
BAC. Madrid, 5 ed., 1968. p. 272).
8. VATICANO II, Gaudium et Spes. 13.
9. VAUX, Roland de, Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona, 2.’ ed., 1976, p. 35.
10. Citado en METZ, René y SCHLICK, Jean. (eds.). Los grupos informales en la Iglesia, Sígueme.
Salamanca, 1975. p. 152.
11. SOLLE, Dorothee, Teología política, Sígueme, Salamanca.
1972, p. 94. (La United Fruit, que monopoliza la explotación y comercialización de plátanos en América
Central, Colombia y Ecuador. se llama ahora United Brands).
12. CONGAR, Yves M., Los caminos del Dios vivo, Estela. Barcelona, 1964, p. 277.
13. TOLSTOI, León, Guerra y Paz (Obras de León Tolstoi, t.
1. Aguilar, Madrid, 5. ed., 1973, p. 1386).
14. JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, 36 a, 36, b, 36 c,
36 f, 37 c, 37 d, 38 f, 39 g, 40 d, 46 e.
15. SANCHEZ, Eleuterio, Camina o revienta, EDICUSA Madrid 1977. p. 13.
16. ORTEGA Y GASSET, José, Meditaciones del Quijote (Obras completas, t. 1, Revista de Occidente,
Madrid, 41 ed., 1957, p. 322).
13. TOLSTOI, León, Guerra y Paz (Obras de León Tolstoi, t.
1. Aguilar, Madrid, 5.~ ed., 1973, p. 1386).
14. JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, 36 a, 36, b, 36 c,
36 f, 37 c, 37 d, 38 f, 39 g, 40 d, 46 e.
15. SANCHEZ, Eleuterio, Camina o revienta, EDICUSA Madrid 1977. p. 13.
16. ORTEGA Y GASSET, José, Meditaciones del Quijote (Obras completas, t. 1, Revista de Occidente,
Madrid, 41 ed., 1957, p. 322).
17. AGUSTÍN DE HIPONA, Las Confesiones, lib. 8 (Ibidem, pp. 310-339).
18. De esto hablaremos en el capítulo titulado «El cristiano nace dos veces», dedicado al bautismo.
19. DS 3897= D 2328.
20. IRENEO DE LYON, Adversus Haereses, 4, 38, 1-2 (PG 7, ¡.105-1.107); Epideixis, 1, 1, 14; 2, 1, 46.
21. Vida de Adán y Eva (versión griega), Vv. 8 y 27; en DIEZ MACHO, Alejandro (dir.), Apócrifos del
Antiguo Testamento, t. 2, Cristiandad, Madrid, 1983, pp. 327-332.
22. BLOCH, Ernst, El principio esperanza, t. 3. Aguilar. Madrid, 1980, p. 128.
2
DE DIOS SE SUPO A RAÍZ
DE UN CONFLICTO COLECTIVO
Todavía hoy, después de 32 siglos, los judíos conmemoran todos los años el Éxodo celebrando la
cena pascual. Sentada la familia alrededor de la mesa, un niño hace las preguntas rituales: "¿Por qué esta
noche no es como las demás ? En las demás noches se come indiferentemente pan con levadura o sin
ella, pero hoy solo ázimo." Y entonces el más anciano responde leyendo en el libro de Éxodo la
maravillosa gesta salvífica que celebran en esa noche pascual: Dios liberó a sus antepasados de la
humillante esclavitud egipcia. Primero envió diez terribles plagas para minar la resistencia de los
opresores; después los judíos pudieron cruzar el mar Rojo, que se abrió milagrosamente para dejarles
paso, y, tras andar cuarenta años por el desierto en medio de continuos portentos, llegaron por fin a
Israel, la tierra prometida. Y concluye: "De generación en generación todos han de recordar la salida de
Egipto."
Pero lo asombroso es que la historia universal no tiene la menor noticia de esa grandiosa
liberación que celebra el pueblo judío todos los años desde hace tres mil doscientos. Sin duda, los hechos
tuvieron que ser mucho más humildes. Intentaremos reconstruirlos e indagaremos después las razones de
ese engrandecimiento posterior para familiarizarnos con la concepción de la historia que aparece en la
Biblia.
Una epopeya que nunca existió
Era frecuente antiguamente que tribus procedentes de los países asiáticos del desierto del Sinaí,
empujados por el hambre que había originado la sequía, solicitaran la entrada en las fértiles comarcas
regadas por el Nilo. Generalmente se les permitía entrar. Se conserva, por ejemplo, una carta del escriba
Inena, funcionario de la frontera oriental de Egipto, fechada el año 1215 a. C., en la que informa a sus
superiores de que acaba "de dejar pasar a las tribus beduinas de Edom por la fortaleza de Merneptah
Hotep-hir-Maat (...) a los estanques de PerAtum (...) para que vivan y para que vivan sus rebaños, gracias
al gran ka del Faraón" 1.
Una vez en Egipto, los israelitas fueron empleados en la construcción de las ciudades de Pltom y
de Ra'meses en el este del delta del Nilo (cfr. Ex 1, 11). Esto nos hace pensar que estamos en el reinado
de Ramsés II (12901223 a. C.), dentro de la XIX Dinastía. Ramsés II sería, por tanto, el "faraón de la
explotación".
Sabemos que en ese tiempo los extranjeros, tratados como un pueblo socialmente inferior, eran
obligados a arrastrar las piedras que se empleaban en construir las ciudades y templos, y trabajaban como
peones.
Es comprensible que los israelitas, olvidada ya el hambre que les trajo a Egipto, quisieran recobrar
su antigua libertad. También es comprensible que los egipcios, en una época de intensa actividad
constructiva como fue la Ramsés II, se resistiesen a perder sin lucha esta mano de obra y la persiguieran
con sus carros de combate.
Al llegar a un brazo poco profundo del mar Rojo -que todavía hoy es vadeable cuando un viento
fuerte arrastra las aguas- los carros egipcios se atascarían en el barro, con lo cual los fugitivos israelitas
se vieron repentinamente libres del peligro y quedaron convencidos de que Dios había intervenido en su
ayuda.
Lo mismo pensaron cuando encontraron el maná o las codornices en el desierto, a pesar de que
nosotros sabemos que esos acontecimientos admiten una explicación perfectamente natural: existe un
tipo de tamarisco (el "tamarix mannifera") de cuyas ramas cae al principio del verano una especie de
goma perfectamente comestible que responde a la descripción del maná; no es raro que en la península
del Sinaí caigan al suelo, extenuadas por el viento huracanado, grandes bandadas de codornices, y se las
pueda coger con la mano...
Más tarde, los israelitas reelaboraron muy libremente la historia, a partir de tales recuerdos, para
dar expresión plástica a la convicción intima de que fue el mismo Dios el que les ayudó día tras día hasta
llegar a la tierra prometida. (Recordemos que la suya es una cultura narrativa y no tenía otra forma de
expresarse.)
Es incluso posible seguir la pista a las reelaboraciones sucesivas que hicieron de los
acontecimientos, porque en el libro de Éxodo hay todavía rastro de tres tradiciones primitivas, cada una
de las cuales supera a la anterior en su empeño por "visibilizar" en cualquier hecho la mano de Dios 2.
Elijamos, por ejemplo, la primera plaga, la de las aguas convertidas en sangre (que, por cierto, no
tiene ningún misterio: A causa de los sedimentos procedentes del sur. durante la crecida anual se produce
en el Alto Egipcio el fenómeno conocido como "Nilo rojo"), y sigamos la evolución del relato:
Para la tradición más antigua (J), únicamente el agua que Moisés sacó del Nilo tomó color rojizo:
"El agua que saques del río se convertirá en sangre sobre el suelo" (4, 9).
En una evolución posterior (E) se trata ya de la misma corriente del Nilo: "Voy a golpear con el
cayado que tengo en la mano las aguas del río, y se convertirán en sangre" (7, 17).
Por último, en la tercera tradición (P.), la más reciente, se trata de toda el agua del país: de "sus
canales, sus ríos, sus lagunas, y todos sus depósitos de agua" (7,19).
El paso del mar Rojo ha padecido un proceso igual de llamativo: Mientras el yavista se contenta
con decir que "Yahveh hizo soplar durante toda la noche un fuerte viento del Este que secó el mar y se
dividieron las aguas" (14, 21 b), el Escrito Sacerdotal nos lo engrandece así: "Moisés extendió su mano
sobre el mar (...) Los israelitas entraron en medio del mar a pie enjuto, mientas que las aguas formaban
muralla a derecha e izquierda" (Ex 14, 21 a. 22). Según el yavista, las ruedas de los carros de guerra
egipcios quedaron atrapadas por el barro y "no podían avanzar sino con gran dificultad" (14, 25), pero el
Sacerdotal dice que cuando Moisés volvió a extender su mano, las aguas del mar volvieron a su lecho y
sepultaron a los egipcios (14, 27 a. 28-29).
Incluso después de la fijación por escrito del texto actual del libro del Éxodo los rabinos
continuaron agrandando las maravillas que allí tuvieron lugar: el mar se convierte en rocas contra las que
se estrellan los egipcios, para los israelitas brotan chorros de agua deliciosa, la superficie marina se hiela
como si fuera un espejo de cristal, etc. 3.
Ocurre que toda la Biblia, y no sólo el libro del Éxodo, está recorrida por lo que llamamos un
talante midráshico, que no vacila en reinterpretar los hechos dejando correr la fantasía para servir mejor a
la teología que a la historia. Se basa en la convicción de que Dios se revela en los acontecimientos y,
cuanto más claro se vea, mejor. Israel tuvo el don de comprender cualquier suceso como lenguaje de
Dios.
Veamos otro dato al que pondría reparos cualquier historiador: Cuesta mucho creer que aquella
famosa noche atravesaran el mar Rojo 603.550 hombres de veinte años en adelante (cfr. Ex 38, 26; Num
1, 46) porque, añadiendo las mujeres y los niños, tendríamos que suponer un censo israelita en el país de
los faraones próximo a los dos o tres millones, es decir, tan numeroso como los propios egipcios. ¿En
qué cabeza cabe que ese número tan gigantesco pudiera atravesar el mar Rojo en una noche llevando
consigo sus ovejas y bueyes? Además, sus problemas de abastecimiento durante cuarenta años por el
desierto habrían sido totalmente insolubles
¿Otra exageración? No, ahora se trata de una utilización simbólica de los números que era muy
frecuente en la mentalidad de la época. Si se sustituyen las consonantes de los vocablos hebreos r's kl
bny ysr'l ("todos los hijos de Israel": Núm 1, 46: NU/603550-hombres) por sus correspondientes valores
numéricos, sale precisamente 603.550. Por tanto, cuando el autor dice que salieron 603.550 sólo quiere
decir que salieron "todos los hijos de Israel" (seguramente no más de seis u ocho mil).
En definitiva, que los "libros históricos" de la Biblia están muy lejos de nuestro concepto de
historia. En ellos todo está al servicio de un mensaje teológico, y éste es el que vamos a intentar captar
ahora.
"Libertad de" y "libertad para"
El pueblo israelita tuvo la seguridad de que fue el mismo Dios quien les obligó a luchar por sus
derechos. Precisamente por eso el Éxodo es significativo para la teología. Luchas de liberación ha habido
y habrá muchas, pero no parecían tener nada que ver con Dios. En cambio el pueblo del Antiguo
Testamento vivió de la convicción de que todo se realizó bajo la inspiración de la fe, a instancias de un
Dios que tomó partido por los oprimidos y los provoco (en su sentido etimológico de "llamar hacia
adelante", hacia el futuro): "Di a los israelitas que se pongan en marcha" (Ex 14, 15).
Cuando Moisés, casado y feliz con sus dos hijos, olvidadas sus juveniles inquietudes sociales,
llevaba una vida auténticamente religiosa, casi mística, al lado de su suegro, el sacerdote Jetró, ocurrió lo
sorprendente: Que aquel Dios en quien había buscado un remanso de paz le obliga a volver a la lucha:
"Dijo Yahveh (a Moisés): El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí y he visto además la
opresión con que los egipcios los oprimen. Ahora, pues, ve; yo te envío a Faraón para que saques a mi
pueblo, los israelitas, de Egipto."' (Ex 3, 9-10.)
El hombre se contenta con facilidad; Dios no. Al hombre le basta ser un esclavo feliz; Dios, con
sus continuas pro-vocaciones, le obliga a ir siempre más allá.
El Dios que se manifestó en el Éxodo es un Dios al que siempre se le verá al lado de los pobres y
pequeños, de los minoritarios y de los menos fuertes. Por eso Gedeón, con sólo 300 hombres, pudo
vencer a los madianitas (Jue 7), y David, apenas un niño, únicamente con una honda y cinco piedras,
vencerá a Goliat, "hombre de guerra desde su juventud" que va provisto de espada, lanza y venablo (1
Sam 17, 32-54).
Ni que decir tiene que la opción de Dios por los pobres no equivale a odio a los poderosos. Para él
la liberación de Egipto no fue una victoria, sino un fracaso, porque no se puede hablar de victoria cuando
únicamente vencen unos. Según una tradición judía, cuando los egipcios se ahogaron en el mar, querían
los ángeles entonar un canto de alabanza a Dios. Pero El exclamó: "Hombres creados por mí se hunden
en el mar, ¿y queréis vosotros lanzar gritos de júbilo?" '
"¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado -dirá Dios por boca del profeta Ezequiel- y no
más bien en que se convierta de su conducta y viva?" (Ez 18, 23.)
Instalados por fin en la tierra prometida, comenzó la tarea de edificar la convivencia sobre unas
nuevas bases. De nada habría servido la libertad de aquella opresión que sufrieron en Egipto si no fuera
una libertad para un nuevo proyecto de vida. Por eso el Éxodo lleva a la Alianza.
Se trata primero de una alusión genérica: "No hagáis como se hace en la tierra de Egipto, donde
habéis habitado" (Lev 18, 2); y, en seguida, lo concretará en los diez mandamientos del Decálogo que el
Evangelio dirá luego que se reducen a dos: Amar a Dios y al prójimo (Mt 22, 36-40 y par.); es decir, a la
convicción de que, si Dios es el Padre común, hay que vivir como hermanos.
Por eso se distribuyó la tierra equitativamente (Núm 34, 13-15) y se arbitraron leyes que
garantizaran esa igualdad inicial frente al egoísmo que hace fácil presa en el corazón humano. Cada siete
años debía celebrarse un año-sabático en el que se liberaba a los esclavos (Ex 21, 2) y se perdonaban las
deudas (Dt 15, 1-4); y cada cincuenta años un año-jubilar en el que se redistribuían las tierras entre todos
(Lev 25, 8-17), lo que se podría llamar en términos de hoy "reforma agraria de Yahveh". Todo ello tenía
un fin muy preciso: "Así no habrá pobres junto a ti." (Dt 15, 4.)
Progresivamente se fueron olvidando las exigencias de la Alianza (incluso algunos estudiosos
piensan que la ley del jubileo no llegó a cumplirse nunca). Entre los israelitas aparecieron los ricos y los
pobres, reproduciéndose las relaciones de dominación que hubo anteriormente en Egipto. Durante la
monarquía, la infidelidad a Dios y al hermano alcanzará su culmen, y a partir del siglo VIII, los profetas
denunciaron duramente las infracciones del Decálogo.
Siete siglos después de la liberación de Egipto, el pueblo israelita, debilitado, fue deportado a
Babilonia. El profeta Jeremías dirá con fina ironía que se trata de un año jubilar forzoso, como castigo
por no haberlos respetado libremente: Ahora todos tienen lo mismo porque nadie tiene nada (Jer 34, 8-
22).
El segundo éxodo
Otra vez el pueblo estaba como en Egipto: oprimido en un país extranjero; y Dios se puso a su
lado para volver a empezar de nuevo. El nunca abandona a quien le abandona:
"¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho,
sin compadecerse del hijo de sus entrañas?
Pues aunque esas llegaran a olvidar,
yo no te olvido" (Is 49, 15).
Esta vez el instrumento elegido fue Ciro, cuyo corazón movió para que dejara en libertad a su
pueblo (Esd 1). La larga marcha que devolverá a los israelitas desde Babilonia a Palestina será
interpretada por los profetas como una renovación del primer éxodo. Isaías se complace en evocar las
semejanzas con la primera epopeya: El Eufrates, como en otro tiempo el mar Rojo, se abrirá para dejar
paso a la caravana del nuevo Éxodo (11, 15-16), brotará agua en el desierto como en otro tiempo pasó en
Meribá (48, 21), Dios mismo guiará al pueblo (52, 12), etcétera. (Naturalmente, ninguno de esos
portentos acontecieron en la realidad: Es la forma que tienen los hombres de aquella cultura narrativa de
decir que Dios volvía a empezar.)
Al llegar por segunda vez en su historia a la tierra prometida, Esdras, el sacerdote, y Nehemías, el
gobernador, comenzaron la restauración. Leyeron la Ley y dijeron al pueblo: "Este día está consagrado a
Yahveh, vuestro Dios; no estéis tristes ni lloréis", pues todo el pueblo lloraba al oír las palabras de la Ley
(Neh 8, 9).
Pero pronto se vio que era todo inútil. El Decálogo era un ideal demasiado hermoso para la
debilidad humana. Los profetas empezaron a ver los límites del Antiguo Testamento: El pecador
reconocía su pecado, sí, pero no tenía fuerzas para salir de él. Y empezaron a anunciar una época futura
en la que los hombres serían capaces de corresponder sin reservas a la fidelidad de Dios: "Os daré un
corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y
os daré un corazón de carne" (Ez 36, 26). Esas palabras nos resultan familiares: ¡Había descubierto el
pecado original!
Jeremías expresa con palabras diferentes la necesidad de una nueva Alianza:
"He aquí que vienen días -oráculo de Yahveh- en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la
casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres cuando les tomé de la
mano para sacarles de Egipto (...), sino que pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la
escribiré." (Jer 31, 31-33.) ,:
Quienes esperaban esa Nueva Alianza constituyeron el "resto" de Israel, que no significa
necesariamente un número reducido, sino que alude al Israel cualitativo que comienza a formarse
después del destierro. Fue necesaria la terrible experiencia del exilio para que apareciese ese Israel
renovado. El resto era, a los ojos de Amós, como "dos patas o la punta de una oreja" arrancados de la
boca del león (Am 3, 12).
El tercer éxodo
La interiorización de la Alianza soñada por el "resto" de Israel llegará con Cristo. Lo que Moisés
empezó fue concluido por Jesús. Por eso el Nuevo Testamento dirá de Jesús que es el nuevo Moisés, y lo
dirá de la forma a que nos tiene acostumbrados !a cultura narrativa:
Si Moisés fue el único niño judío que se salvó de las aguas del Nilo (Ex 2, 1-10), Jesús será el
único que se salve de la matanza de Herodes (Mt 2, 13-18).
Si Moisés va a los suyos renunciando a los privilegios que tenía en la corte egipcia, Jesús lo hace
renunciando a los de su condición divina (Flp 2, ó-11).
Si a Moisés no le aceptaron los suyos cuando vino a ellos (Ex 2, 14), tampoco a Cristo le aceptarán
(Jn 1, 11), etcétera
Pues bien: A Jesús, el nuevo Moisés, dedicaremos los siguientes capítulos.
..........................
1 El texto de la carta está recogido en JAMES B. PRITCHARD, La sabiduría del Antiguo Oriente,
Garriga, Barcelona, 1966, p 216.
2 Las tres tradiciones se representan por la inicial de sus nombres en alemán, lengua en la que
escribieron los primeros y más importantes trabajos sobre el tema: J = Jahwist (yavista, siglo X a.
C), E = Elohist (elolsta, siglo VIII a. C) y P. = Priesterschrift (escrito sacerdotal, siglo Vl a. C.).
3 MEKILTA. Sobre Éxodo 14, 16, pasará 4 (ed. HOROWITZRABIN, Jerusalén, 2ª ed., 1960, pp. 100-
101).
4 MICHA JOSEF BIN GORION, Die Sagen der Juden, Francfort, 1962, p. 464. Cit. en Concilium 95
(1974) 18
3
La ejecución
de Jesús de Nazaret
Hemos visto en el capítulo anterior cómo los continuos fracasos del pueblo judío mostraron
claramente que sólo Dios podía abrir de nuevo una historia bloqueada. Pues bien. Dios lo hará
enviándonos a su Hijo y llenándonos de su Espíritu.
Por desgracia, sabemos muy pocos detalles de la vida de Jesús de Nazaret. Los testimonios no
cristianos sobre él son escasísimos. Por ejemplo, Flavio Josefo, un historiador judío de aquella época, se
limita a mencionarle de pasada en un libro que escribió hacia el año 93 ó 94:
«Anán reunió el sanedrín e hizo comparecer a Santiago, hermano de Jesús llamado el Cristo, y
con él hizo comparecer a varios otros. Los acusó de ser infractores de la ley y los condenó a ser
apedreados»1
.
En el mismo libro hay un párrafo mucho más expresivo, pero todo hace suponer que se trata de una
interpolación hecha por algún cristiano:
«Por aquel tiempo existió un hombre sabio, llamado Jesús, si es lícito llamarlo hombre, porque
realizó grandes milagros y fue maestro de aquellos hombres que aceptan con placer la verdad.
Atrajo a muchos judíos y muchos gentiles. Era el Cristo. Delatado por los principales de los judíos,
Pilatos lo condenó a la crucifixión. Aquellos que antes lo habían amado no dejaron de hacerlo,
porque se les apareció al tercer día resucitado; lo profetas habían anunciado éste y mil otros hechos
maravillosos acerca de él. Desde entonces hasta la actualidad existe la agrupación de los
cristianos»2
Hacia el año 116 ó 117 Tácito emite este juicio bien poco amistoso:
«Cristo había sido ejecutado en el reinado de Tiberio por el procurador Poncio Pilato; la
execrable superstición, momentáneamente reprimida, irrumpía de nuevo no sólo en Judea, origen
del mal, sino también por la Ciudad (de Roma), lugar en el que de todas partes confluyen y donde
se celebran toda clase de atrocidades y vergüenzas»3
.
Y, si exceptuamos las fuentes cristianas, no hay más testimonios de aquella época sobre Jesús.
Semejante escasez —aun siendo conscientes de que entonces se escribía mucho menos que hoy y además
se han perdido todas las crónicas de la época imperial excepto las de Tácito y Suetonio— nos hace
pensar que la grandeza de Jesús no fue una grandeza capaz de ser apreciada con los criterios de «este
mundo».
Cuando escribe Pablo que Dios ha escogido lo que al mundo le parecía débil y necio para
avergonzar a los listos (1 Cor 1, 27-28), da la impresión de que podría aplicarse no sólo a los primeros
cristianos, sino también al mismo Cristo que pasó tan desapercibido para los historiadores de la época.
No es posible escribir una biografía de Jesús
El hecho es que, si queremos saber detalles concretos de la vida de Jesús, no tenemos más remedio
que recurrir a las fuentes cristianas —los Evangelios y los demás escritos del Nuevo Testamento, por
ejemplo—, pero en éstos topamos con el problema que ya hemos encontrado en los capítulos anteriores:
La historia aparece tratada con excesivas libertades.
En la novela de Nikos Kazantzakis que sirvió de base a «La última tentación de Cristo», la polémica
película de Martin Scorsese, se ve continuamente a Mateo con una libreta en ha mano para tomar nota
exacta de cuanto va ocurriendo y poder escribir un evangelio lleno de exactitud histórica. Incluso se le
aparece un ángel para dictarle al oído los detalles de la infancia de Jesús que él no tuvo ocasión de
conocer personalmente4
.
Pues bien, las cosas no fueron así en absoluto. Los apóstoles reconocieron en Jesús al Hijo de Dios
únicamente a partir de su resurrección, pero, convencidos de que lo era ya desde el nacimiento, quisieron
contarnos su vida de forma que nosotros no tardáramos tanto como ellos en descubrirlo. Recordemos que
el talante midráshico no vacila en dejar correr la fantasía para servir mejor a la teología que a la historia.
Y ahora es muy difícil separar en cada caso los hechos y palabras que realmente son históricos del ropaje
midráshico con que han llegado hasta nosotros. Seleccionar los «ipsissima verba et facta Iesu» (las
mismísimas palabras y obras de Jesús) es una auténtica cruz para los exegetas, a pesar de que el Nuevo
Testamento, traducido a mil quinientas lenguas, es, sin duda. eh libro más y mejor analizado de toda la
historia de la literatura.
Hoy existe la convicción generalizada de que es imposible escribir una biografía detallada de Jesús.
Por no saber, ni siquiera sabemos exactamente cuándo nació. Probablemente fue el año 6 ó 7 a.C.
Desde luego, «en tiempos del rey Herodes» (Mt 2, 1) y, por tanto, antes del año 4 a.C., fecha en que
falleció Herodes 1. De modo que por error de Dionisio el Exiguo —abad de un monasterio romano al
que se encomendó en el siglo VI hacer los cálculos para implantar el calendario cristiano— nos
encontramos con la paradoja de que Cristo nació «antes de Cristo».
Tampoco consta que naciera el 25 de diciembre. En esa fecha celebraba el mundo romano la fiesta
del dios Sol, y al cristianizarse el Imperio se empezó a conmemorar en su lugar el nacimiento de Jesús,
simplemente porque alguna fecha había que elegir y, al fin y al cabo, «Cristo es nuestro nuevo sol»5
Cabe incluso la posibilidad de que Jesús no naciera en Belén, sino en Nazaret; pero siendo este lugar
irrelevante desde el punto de vista teológico (cfr. Jn 1, 46), Lucas adelantó unos años el censo de
Augusto —que realmente debió ser el año 6 d.C.— para que pudiera nacer en Belén (2, 1-7), donde
«debía» nacer: «Tú, Belén Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti ha de salir aquel
que ha de dominar en Israel» (Miq 5, 1; cfr. Mt 2, 4-6).
¿Qué decir de los milagros?
Tampoco es fácil determinar con exactitud cómo fueron los milagros de Jesús.
Desde luego, parece indudable que en él se dieron acciones singulares que sus enemigos atribuyeron
a «causas diabólicas» (Mc 3, 22) y sus discípulos al poder de Dios. De hecho, el Talmud (siglo IV) dice
de Jesús que «practicó la hechicería y sedujo a Israel»6
, y San Justino se queja de que los judíos
«tuvieron el atrevimiento de decir que era un mago y seductor del pueblo»7
.
Los evangelios narran con detalle más de treinta milagros realizados por Jesús (tres resurrecciones, ocho
milagros sobre ha naturaleza —como la tempestad calmada o la transformación del agua en vino— y veintitrés
curaciones). Además hablan de forma genérica de «otras muchas» curaciones.
Pero resulta difícil determinar cómo transcurrieron los hechos porque en has narraciones
evangélicas observamos el mismo proceso de amplificaciones sucesivas a partir de un sobrio relato
inicial que ya vimos en las plagas de Egipto: Se pasa de un enfermo (Mc 10, 46; 5, 2) a dos (Mt 20, 30;
8, 28); de cuatro mil alimentados (Mc 8,9) a cinco mil (Mc 6, 44); de siete canastas sobrantes (Mc 8, 8) a
doce (Mc 6, 43)...
Sí está a nuestro alcance, en cambio, interpretar correctamente el significado de los milagros. El
mejor camino para ello es comparar los milagros evangélicos con otras colecciones de «milagros».
Disponemos de varias, porque en aquel tiempo los magos gozaban de general credibilidad (el hecho de
que todo un naturalista como Plinio afirme con absoluta seriedad que cierta planta judía no florecía los
sábados puede hacernos intuir hasta dónde llegaba la credulidad de los contemporáneos de Jesús).
Los contrastes hablan por sí solos. En las colecciones de milagros ajenas al Evangelio es fácil
encontrar:
1. Milagros curiosos, teatrales y jocosos, como el descrito en la tercera inscripción del templo
dedicado a Esculapio en Epidauro: Istmonike pidió quedar embarazada, y se he cumplió el deseo. Como
al cabo de tres años no había dado todavía a luz, volvió al santuario y Esculapio he explicó que ella sólo
había pedido un embarazo, no un parto.
2. Milagros lucrativos. En la cuarta inscripción de dicho templo consta cómo el mismo Esculapio fijó
los honorarios que debía percibir por complacer a sus «clientes».
3. Milagros punitivos, normalmente por desconfiar o no pagar diligentemente los honorarios 9
4. Y hasta milagros para alcanzar fines inmorales o amores ilegítimos, como los que podemos encontrar
en los Diálogos de Luciano de Samosata
Pues bien, resulta obvio que los Evangelios nos trasladan a un paisaje diferente; tanto es así que ni
siquiera suelen emplear la palabra thauma («milagro»). Juan habla casi siempre de semeia («signos»,
«señales») y, de hecho, Jesús se queja de que los hombres valoren habitualmente sus milagros por la
utilidad que les reportan, sin llegar a captar su significado último: «Vosotros me buscáis no porque
habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis hartado» (Jn 6, 26).
Puesto que Jesús pretende comunicar un mensaje a través de sus milagros, procede a una cuidadosa
selección de los mismos. Rechaza como tentación satánica los que no pasarían de ser una simple
exhibición personal (Mt 4, 1-11; Lc 11, 29); y a Herodes, que esperaba asistir a una demostración de su
poder, ni siquiera le dirige la palabra (Lc 23, 8-9).
Sus milagros son, por el contrario, para vencer los diversos males que afligen al hombre
(enfermedad, hambre, muerte...); son —para decirlo de una vez— signos que manifiestan la presencia del
Reino de Dios. Por eso, cuando le preguntan los discípulos del Bautista si él es el Mesías que había de
venir o tienen que seguir esperando a otro, responde: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven
y los sordos oyen; los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Mt 11, 4-5).
Precisamente porque sus milagros hacen presente el Reino de Dios y éste es un don gratuito de Dios,
Jesús jamás pide una recompensa por sus curaciones y desea que sus discípulos obren de la misma manera:
«Gratis lo recibísteis, dadlo gratis» (Mt 10, 8).
De ha misma forma, puesto que el Reino de Dios es salvación para la humanidad, sus milagros tampoco
tienen nunca el carácter de castigo o venganza, y cuando los discípulos hablan de pedir que baje fuego del
cielo sobre un pueblo que no le había querido recibir, les reprendió: «No sabéis de qué Espíritu sois,
porque el Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos» (Le 9, 55).
Así, pues, la aparición de un mundo nuevo explica los milagros de Jesús: Son anticipos de la victoria definitiva
del bien sobre el pecado, la enfermedad y la misma muerte. Si Juan los llamaba semeia («signos»), Marcos
los llama dvnamis («fuerza») del Reino.
Un hombre libre
Esa fue la gran noticia que trajo Jesús a la humanidad: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios
está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 14-15).
Él nunca explicó apodícticamente qué era el Reino de Dios. Lo mostró con su vida y con sus obras:
Una nueva forma de existencia en la que cualquier hombre será hermano para otro hombre porque todos
reconocerán a Dios como Padre: donde habrán desaparecido las enfermedades y hasta ¡a muerte habrá
sido vencida.., en resumen: La salvación.
Al dar un valor absoluto al Reino, Jesús relativizó todo lo demás. Debido a eso se caracterizó por
una insobornable libertad:
Se mantuvo libre frente al dinero y lo inculcó así a los suyos:
«No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os
vestiréis... Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro
Padre celestial las alimenta... Buscad primero el Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán
por añadidura» (Mt 6, 25-33).
Se mantuvo libre frente a la ambición de honores y poder:
«Dándose cuenta de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de
nuevo al monte él solo» (Jn 6, 15).
Se mantuvo libre frente a los poderosos, a los que no parecía temer en absoluto:
«Le dijeron: Herodes quiere matarte (...) y él les dijo: Id a decir a ese zorro...» (Lc 13, 3 1-32).
Se mantuvo libre frente a los lazos familiares exclusivistas:
«¿Quién es mi madre y mis hermanos? (...) Todo aquel que cumpla la voluntad de Dios, ése es
mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3, 33-35).
Se mantuvo libre frente a cualquier grupo político o religioso:
«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos.,.!» (Mt 23, 13-32).
«Había tapado la boca a los saduceos...» (Mt 22, 34).
Se mantuvo libre frente a la ley:
«Habéis oído que se dijo... pues yo os digo...» (Mt 5, 21 y ss).
«Quedaron asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no
como los escribas» (Mc 1, 22).
Se mantuvo libre frente a los ritos religiosos.’
«El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27).
Y es que la libertad de Cristo era la del que nada tiene que perder:
«No hay nada que dé tanta libertad de palabra, nada que tanto ánimo infunda en los peligros,
nada que haga a los hombres tan fuertes como el no poseer nada, el no llevar nada pegado a sí
mismo. De suerte que quien quiera tener gran fuerza, abrace la pobreza, desprecie la vida presente,
piense que la muerte no es nada. Ese podrá hacer más bien a la Iglesia que todos los opulentos y
poderosos; más que los mismos que imperan sobre todo»”.
En las manos de Dios
Cristo también experimentó, naturalmente, el drama de todo hombre libre: Sentirse solo a pesar de
estar rodeado de gente.
Sus mismos discípulos no le acababan de entender:
«No habían comprendido (...) sino que su mente estaba embotada» (Mc 6, 52).
«¿Con que también vosotros estáis sin inteligencia?» (Mc 7, 17-18).
Llegó a sentirse solo incluso entre quienes le seguían:
«Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos y no tenía necesidad de que se le diera
testimonio acerca de los hombres, pues él conocía lo que hay en el hombre» (Jn 2, 24-25).
Sus mismos familiares llegaron a creer que estaba loco:
«Se enteraron sus parientes y fueron a hacerse cargo de él, pues decían: Está fuera de sí» (Mc
3, 21).
Sin embargo, todo lo que sintió de incomunicabilidad ante los hombres lo sintió también de relación
personal e íntima con Dios, El nombre que usaba para referirse a Dios era el vocablo arameo Abbá,
«papá». El hablaba con Dios como un niño con su padre, lleno de confianza y seguro, pero, al mismo
tiempo, respetuoso y pronto a obedecer.
El silencio de Dios
Su tiempo le pasó la factura. Pretender implantar el Reino de Dios era una amenaza contra el viejo
mundo y el estilo de vida de sus habitantes:
«Tendamos lazos al justo, que nos fastidia, se enfrenta a nuestro modo de obrar (...) es un
reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible, lleva una vida distinta de todas
(...) Se aparta de nuestros caminos como de impurezas (,..) condenémosle a una muerte afrentosa»
(Sab 2, 12-20).
Ocurrió algo curioso: Grupos cuya enemistad parecía irreconciliable se unieron frente a Jesús: los
fariseos porque rompía todos sus esquemas (cfr. Lc 15, 2), el Procurador romano porque defendía el pan
de sus hijos (cfr. Mt 27, 24), los sacerdotes «porque le tenían miedo» (Mc 11, 18)... En definitiva, que
todos se confabularon contra el inocente:
«Antes de que perezca la nación entera, es preferible que uno muera por el pueblo» (Jn 11, 50).
Su condena no fue un error. Murió como un delincuente:
«Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir» (Jn 19, 7). En un mundo como el nuestro no
hay lugar para los profetas. ¡Incluso Barrabás fue preferido a Jesús (cfr. Mt 27, 20-22)! Ese bandido
trastornaba menos la vida cotidiana y los negocios de la gente que Jesús.
La muerte de Jesús fue el precio de su libertad. No tenía nada de diplomático ni era «hombre de
equilibrio». Pilato se extrañó de que no buscase ninguna cobertura, esperaba ciertamente que Jesús
apelase a su clemencia, Habría sido una ocasión excelente para mostrar su poder (los ricos saben
perdonar muchas ofensas a quienes les van a pedir dinero o recomendación). Todo indica que una
petición suficientemente humilde habría bastado para satisfacer la vanidad del representante romano:
«¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?» (Jn
19, 10).
Jesús fue víctima consciente y deliberada de su radicalismo. En esta tierra sólo se salva quien acepta
negociar.
Entre los suyos cundió el desánimo: «La muerte del pastor dispersó a las ovejas» (Mt 16, 31). Y no
es para menos: «La mort est nécessairement une contre-révolution», se leía en mayo de 1968 en un mural
de París.
Y Jesús tuvo que afrontar solo la muerte porque todos le abandonaron. Llegó a mendigar consuelo
en Getsemaní cuando fue por tres veces en busca de sus discípulos y los encontró dormidos (Mt 26, 36-
46).
Era costumbre ofrecer al condenado, antes de la crucifixión, un brebaje de vino muy aromatizado
para adormecerlo y atenuar sus sufrimientos. Jesús se negó a beberlo (Mt 27, 34). Quiso apurar el cáliz
hasta las heces. En su final se hizo presente todo lo que hace de la muerte algo aterrador: el sufrimiento
corporal (los crucificados morían después de largo tiempo de agotamiento y dolor: tres horas en el caso
de Jesús), la tremenda injusticia con que se le condenó, la burla de los enemigos, el fracaso de la obra de
su vida, la traición de los amigos... Y, sin embargo, lo peor no fue nada de eso.
En el Antiguo Testamento existía una convicción muy arraigada que podría expresarse así: No
temas, cuando uno es fiel. Dios acude a salvarle y no le oculta su rostro. Todo el libro de Daniel es una
exposición de este principio (una vez más: con el estilo que corresponde a una cultura narrativa): a los
tres muchachos judíos que se niegan a comer alimentos prohibidos los engorda Dios milagrosamente (1,
3-15), el fuego no toca a Azarías y sus compañeros que fueron arrojados al horno por no postrarse ante la
estatua de Nabucodonosor (3, 46-50), Daniel sale vivo del foso de los leones al que le habían arrojado
por no rezar a Darío (6, 1-25), Susana es librada de las falsas acusaciones contra su honra (13), etc., etc,
Tanto Jesús como sus verdugos compartían el principio de que Dios salva siempre al inocente. Por
eso llega la prueba de fuego cuando se mofan de él diciendo:
«Sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz» (Mt 27, 40).
«Ha puesto su confianza en Dios: Que le salve ahora, si es que de verdad le quiere, ya que
dijo: Soy Hijo de Dios» (Mt 27, 43).
Pero Dios guardaba silencio. Un silencio atroz que parece dar la razón a quienes le habían condenado,
Ese es el momento más duro de la muerte de Cristo. Se pone a prueba lo que había sido su único
apoyo en vida: La conciencia de Hijo frente a su Abbá, Y en la desesperación se le escapa un grito
terrible:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34).
Aquí está lo específico de la muerte de Cristo: No en morir como un profeta, que es una muerte
gloriosa, sino en morir como Hijo abandonado. Al Bautista le mató Herodes, y esto permitía leer su
muerte como un martirio. A Jesús le matan los representantes de Dios (los sacerdotes), y con ellos todos,
mientras Dios calla.
En general los artistas cristianos han representado a Jesús en la cruz con expresión de paz y serena
dignidad. Sin duda se acercó mucho más a la realidad Hans Holbein cuando pintó el cadáver de un
hombre lacerado por los golpes, hinchado, con unos verdugones tremendos, sanguinolentos y
entumecidos; los ojos grandes, abiertos, dilatados, con las pupilas sesgadas y brillando con destellos
vidriosos, que le daban cierta expresión de estulticia...
Un personaje de Dostoyevsky decía: «¡Ese cuadro! ¡Ese cuadro puede hacerle perder la fe a más de
una persona!». Y, de hecho, los apóstoles fueron los primeros en ver que su fe se tambaleaba.
La confianza a pesar de todo
Sin embargo, Jesús se sobrepuso y murió diciendo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»
(Lc 23, 46)
Realmente, ya estaba implícita esa manifestación de confianza en la queja anterior («Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?») puesto que se trata de la primera frase del salmo 22, y para la
espiritualidad judía citar el comienzo de un salmo equivale a citar el salmo entero. Ese salmo expresa la
convicción de que Dios está cerca incluso en aquellos momentos en que resulta muy difícil experimentar
su presencia (léanse los versos 25-30).
Y así murió el Hijo de Dios. ¡Qué contraste con las muertes de Moisés, Buda, Confucio...! Todos
ellos murieron en edad avanzada, coronados de éxitos a pesar de los desengaños, rodeados de sus
discípulos y seguidores. En el Calvario aprendemos que quien quiera creer en el Dios de Jesús quizás no
deba esperar el destino de Daniel o de Susana, sino el de Jesús.
La cruz de Cristo coloca al cristiano, paradójicamente, en una situación muy parecida a la del ateo:
Ninguno de los dos puede vivir esperando soluciones mágicas de Dios.
........................
1. JOSEFO, Flavio, Antigüedades de los judíos, lib. 20. cap. 9. n. 1 (Ed. Che, Tarrasa, t. 3, 1988, p. 342).
2. JOSEFO. Flavio, Ibidem, lib. 18, cap. 3, n. 3 (ed. cit. p. 233).
3. TACITO. Publio Cornelio, Anales, lib. 15, n. 44 (Gredos, Madrid, 1980, t. 3, pp. 244-245).
4. Cfr. KAZANTZAKIS, Nikos. La última tentación. Debate. Madrid, 1988, p. 439.
5. AMBROSIO DE MILAN, Sermón 6 (PL 17, 614).
6. TALMUD BABILONICO, Tratado Sanhedrín, 43 a.
7. JUSTINO, Diálogo con Tr(fón, 69, 7 (RUIZ BUENO, Daniel, Padres apologistas griegos, BAC, Madrid,
1954, p. 429).
8. Cfr. HERZOG, R., Die Wunderheílun gen von Epidauros, Leipzig, 1931.
9. Es de notar que en el Antiguo Testamento sí que aparecen milagros punitivos. Recordemos cómo
Eliseo maldijo a Unos niños pequeños que se burlaban de su calva y salieron del bosque Unos osos
que devoraron a cuarenta y dos niños (2 Re 2, 23-24). Lo mismo ocurre en los evangelios
apócrifos (es decir, evangelios que la Iglesia nunca reconoció como inspirados). Por ejemplo, el
evangelio del PseudoTomás (14, 3) presenta un Niño Jesús convertido en peligro público: con sus
maldiciones quita la vida a un muchacho que chocó contra él, al maestro que le pegó en la cabeza..,
hasta el extremo de que San José tiene que pedir a María que «no le deje salir de casa para evitar que
todos los que he contrarían queden muertos» (SANTOS OTERO, Aurelio, Los evangelios
apócrifos, BAC. Madrid, 2. ed., 1963, p. 298).
10. LUCIANO DE SAMOSATA, Philopseudes, 14 (Obras de Luciano de Samosata, t. 2, Gredos, Madrid,
1988, pp. 206-207).
11. JUAN CRISOSTOMO, Homilía II sobre Priscila y Aquila. 4 (PG 51, 203).
12. DOSTOYEVSKI, Fiodor M., El idiota (Obras completas. t. 2, Aguilar, Madrid, 9. ed., 1973, p. 666).
4
DIOS REHABILITÓ AL AJUSTICIADO
"Muerto el perro se acabó la rabia", debieron pensar a la vez los fariseos, los sacerdotes y los
romanos en aquel primer viernes santo de la historia.
Sin embargo, algo ocurrió en seguida que revolucionó todo. Como dirá Festo, por culpa de "un tal
Jesús, ya muerto, de quien Pablo afirma que vive" (Hech 25, 19).
Es sabido que para Aristóteles "fue la admiración lo que inicialmente empujó a los hombres a
filosofar''1. También la teología cristiana, y la Iglesia misma, tuvieron su origen en el asombro de los
discípulos al encontrar vivo al que creían muerto. El asombro de la filosofía palidece ante el asombro de
la teología.
¿Qué ocurrió realmente?
En el oratorio de Rodion Stschedrin "Lenin en el corazón del pueblo", el guardia rojo, junto al
lecho de muerte de Lenin, canta: "¡No, no, no; no puede ser! ¡Lenin vive, vive, vive!" Es decir, Lenin
vive porque su causa sigue adelante y su recuerdo no se ha apagado.
¿Qué diremos de Cristo? ¿Simplemente que está vivo porque después de dos mil años tiene el
honor de "cubrir" dos veces en un solo año la portada de "Time"?; ¿porque tras la presuntuosa afirmación
del beatle John Lennon en 1966 de que "Los Beatles son más populares que Jesucristo", se disolvió el
famoso conjunto y, cinco años después, uno de sus antiguos componentes, George Harrison, cantaba
"My sweet Lord, I really want to know you" (Mi dulce Señor, necesito realmente conocerte)?
¿Recordamos a Cristo como a Sócrates, Confucio, Buda, etcétera: Los "hombres normativos" de los que
habla Karl Jaspers?
De ninguna manera: Se trata de mucho más. La causa de Lenin podía seguir adelante sin su
protagonista, pero no pasa lo mismo con la causa de Jesucristo. La doctrina y la vida de Jesús de Nazaret
no pueden separarse. Por eso en la polémica Bergmann-Bultmann decía el primero: "Jesús no ha
'resucitado' como Goethe" 2
.
Debemos afirmar rotundamente que Jesús no vive porque su causa sigue adelante, sino que sigue
adelante su causa porque vive.
Sin embargo, a la vez, debemos aclarar que no vive igual que nosotros. Recientemente fueron
descubiertos en los alrededores de Jerusalén los huesos de un crucificado -uno de tantos como hubo- de
casi dos mil años de antigüedad 3
. No faltó quien se preguntase: ¿Y si fueran los restos de Jesucristo?
¿Qué pasaría entonces con la fe en la resurrección?
Semejante pregunta denota un error grosero en la concepción que muchos cristianos tienen de la
resurrección de Cristo. Piensan que consistió en la revivificación de su cadáver. Sin embargo, debemos
afirmar con claridad que hay una diferencia fundamental entre la resurrección de Jesús y la de Lázaro
(/Jn/11/01-44), aunque designemos a ambas con el mismo término.
Lázaro volvió a la vida de antes; simplemente se le concedió una prórroga para morir. Jesús, en
cambio, "ya no muere" (Rom 6, 9) porque no volvió a esta vida, sino que "entró en su gloria" (Lc 24,
26). Mientras a Lázaro hay que soltarle las vendas para que pueda moverse (Jn 11, 44), como a cualquier
ser humano, el Resucitado se presenta en medio de sus discípulos sin abrir las puertas (Jn 20, 19 y 26). Y
es que el cuerpo de Cristo resucitado no es como el cuerpo físico que tenía antes de morir. San Pablo
dedica casi una veintena de versículos (1 Cor 15, 35-53) a explicar la diferencia entre los cuerpos físicos
y los cuerpos resucitados, tras lo cual uno tiene la impresión de no haberse enterado de nada. Y es que la
resurrección carece de analogías. Desde luego, no ha sido el Nuevo Testamento quien ha proporcionado
a tantos pintores los datos para representar a Jesús en el momento de salir glorioso de la tumba.
Afirman los evangelistas que nadie presenció la resurrección en si misma 4
. Es lógico: Si no hubo
testigos de tal acontecimiento es sencillamente porque no podía haberlos. Los cuerpos gloriosos no
impresionan la retina. La palabra ófthe, que aparece en textos decisivos (1 Cor 15, 5 y ss.; Lc 24, 34;
Hech 9, 17; 13, 31; 16, 9...) se emplea en los LXX 5 para expresar la rnanifestación de Dios o de seres
celestes normalmente inaccesibles a los ojos. Santo Tomás de Aquino afirma que los apóstoles vieron a
Cristo tras la resurrección "oculata fide" 6
: No con los ojos del cuerpo, sino con los "ojos de la fe".
Por eso el Nuevo Testamento resalta expresamente que sólo hubo apariciones a creyentes: Se
aparece "no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano" (Hech 10, 41), es
decir, a los que creían en él, como los apóstoles, o a los destinados a creer, como Pablo. Si Pilato o
Tácito hubieran estado en el lugar en que Jesús se apareció a sus apóstoles, no habrían visto nada. Hacía
falta fe.
En este sentido afirmamos que la resurrección de Cristo es un hecho real, realísimo, pero no es un
acontecimiento histórico porque nadie lo presenció ni podía presenciarlo. La resurrección de Cristo,
afortunada o desafortunadamente, no puede ser probada ni desmentida por la historia. En un artículo
cuyo título ya es significativo: "Seguridad pascual sin garantías", escribe el exegeta E. Schweizer:
"Existen garantías sobre la consistencia de un puente que se acaba de construir, sobre la exactitud de una
operación matemática, (. .) Pero para aquello que constituye el meollo de lo humano nunca hay garantías:
no existen garantías para la belleza de un cuadro, para la fuerza arrebatadora de una sonata, para el amor
auténtico de una mujer" 7
.
Lo más que podríamos decir es que la resurrección de Cristo es un acontecimiento metahistórico
porque, sin ser histórico, toca a la historia en cuanto contribuye a modificar los acontecimientos de este
mundo y ha sido percibido en sus efectos.
Pero haríamos mejor en decir que es un acontecimiento escatológico. (La escatología se refiere al
final. La resurrección de Cristo es final no en sentido cronológico, por ser lo último, sino en sentido
cualitativo, por ser algo en sí mismo insuperable y, por tanto, definitivo.)
Nos gustaría poder imaginar cómo fue todo. ¡Desgraciadamente no es posible en absoluto! No
sería una vida completamente distinta si pudiéramos representarla con conceptos e imágenes tomados de
la vida actual. Con esa dificultad toparon los apóstoles al querer expresar la vivencia que tuvieron y que
era inexpresable. Les fallaba el lenguaje y tenían que corregirse a sí mismos constantemente: afirman que
el cuerpo resucitado era como antes (Jn 20, 20) y a la vez que no era igual (Jn 20, 15; 20, 19; Lc 24,
16...). Ni siquiera saben qué palabra utilizar: Descubren que "resurrección" es insuficiente y por eso
coexiste en el Nuevo Testamento otro lenguaje que habla más bien de exaltación (Flp 2, 9; Hech 2, 36; 5,
30 y ss.; 1 Tim 3, 16; Heb 1, 3; etc.).
La tumba-vacía (Jn 20, 1-10) habría que inscribirla en este contexto de inadecuación del lenguaje.
¿Dijeron los apóstoles que Jesús había resucitado porque encontraron la tumba vacía, o afirmaron que la
tumba estaba vacía para expresar que Jesús había resucitado?
Realmente, si la resurrección de Cristo es como la nuestra, y nosotros no dejaremos de resucitar
porque nuestros cuerpos queden en la tumba, ningún problema habría en que eso mismo haya ocurrido
con el de Jesús. Repitamos una vez más que la resurrección no es volver a esta vida terrena, sino, a través
de la puerta de la muerte, pasar a la vida eterna, entrar en una nueva dimensión.
El significado
El primer significado de la resurrección salta a la vista: Dios rehabilitó al ajusticiado.
La muerte de Jesús en la cruz le había convertido a los ojos de todos en alguien maldito (Gál 3.
13). Ahora Dios corrige la sentencia de sus representantes, y éste es el contenido nuclear de la
predicación apostólica:
"Vosotros le matasteis clavándole en la cruz (...) Dios le resucitó" (Hech 2, 23-24).
El mensaje de la resurrección revela algo completamente inesperado. A pesar de las apariencias,
este Crucificado tenía razón: Era Hijo de Dios y ya no hay quien detenga el avance del Reino.
Ahora, y sólo ahora, entendemos las bienaventuranzas (Mt 5, 1-12) y el Sermón de la Montaña
entero (Mt 5-7): No fue un iluso; al resucitar se convirtió en el "bienaventurado"; es decir, en alguien que
se había aventurado bien. A partir de ese momento su amor y su lucha por el Reino se hicieron
contagiosos: "El amor de Cristo nos apremia" (2 Cor 5, 14).
La resurrección de Cristo permite dar respuesta a la pregunta para la que ningún humanismo tiene
respuesta: ¿Qué sentido tiene perder la vida por los semejantes? O. simplemente: ¿Para qué vivir, si nos
morimos?
Unamuno, en un libro cuyo mismo título ya dice mucho, gritaba, rnás que escribía:
"No quiero morirme, no, no, no quiero ni puedo quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre,
y vivir yo, este pobre yo que soy y me siento ser ahora y aquí" 8
.
Y, rebelde, citaba repetidamente a Sénancour:
"Si nos está reservada la nada, vivamos de modo que esto sea una injusticia." 9
Marx ha prometido para el futuro una sociedad comunista donde habrá sido superada la alienación.
Pero, ¿y todos los que morirán sin llegar a verla? ¿Por qué la humanidad de hoy debe ser sacrificada a la
que mañana cantará? Además, ¿qué decir del que muere de cáncer, y su muerte -a diferencia del que
muere en las barricadas- ni siquiera prepara el canto de mañana? Por otra parte, la futura humanidad feliz
no dejará de oír a la muerte cuando diga: "Et in Arcadia ego", o sea, "Yo, la muerte, también estoy en
Arcadia". La muerte vendrá a ser el Convidado de Piedra en la sociedad sin conflictos de Marx.
Marx se ve obligado a guardar silencio. Sabido es que, según él, "el hombre no se propone más
que aquellos problemas que puede resolver" 10. Y el filósofo marxista Ernst Bloch intenta resolver el
problema con la famosa tesis de la extraterritorialidad, que no hace otra cosa que renovar el famoso
sofisma de Epicuro: La muerte no tiene por qué preocupar al hombre, pues mientras éste sea, ella no
será, y cuando ella sea, aquél no será 11
. Pero es un asunto de mucha envergadura para pretender
solucionarlo con una frase ingeniosa. ¿Quién me impedirá parafrasear a Bloch y decir: Nada me debe
importar la futura sociedad sin clases, porque cuando ella sea, yo no seré; y mientras yo sea, ella no será?
Camus es más coherente que Bloch cuando escribe: "La muerte exalta la injusticia. Ella es el
abuso supremo" 12
.
Así queda perfectamente reflejado el drama de cualquier humanismo-ateo: Sin resurrección no hay
ninguna artropología aceptable para la dignidad de la persona humana. San Pablo lo vio claramente: "Si
Cristo no resucitó... isomos los más desgraciados de los hombres! (1 Cor 15, 19).
En cambio, con la resurrección de Cristo todo cambia: Con ella llega la justicia a un mundo en que
muertos y vivos piden justicia a gritos; porque El no resucitó por un privilegio irrepetible, sino "como
primicias de los que durmieron" (I Cor 15, 20). Cuando nosotros resucitemos, la cosecha estará
completa.
Ahora podemos, como Jesús de Nazaret, vivir sin miedo a morir y morir sin perder la vida.
Cuando el hombre se analiza en profundidad, descubre que "la raíz de toda obra buena es la esperanza de
la resurrección" 13
.
Amenazado de resurrección
He aquí el testimonio de un periodista guatemalteco amenazado de muerte:
"Dicen que estoy 'amenazado de muerte'. Tal vez. Sea ello lo que fuere, estoy tranquilo, porque si
me matan, no me quitarán la vida. Me la llevaré conmigo, colgando sobre mi hombro como un morral de
pastor.
A quien se mata se le puede quitar todo previamente, tal como se usa hoy, dicen: los dedos de las
manos, la lengua, la cabeza. Se le puede quemar el cuerpo con cigarrillos, se le puede aserrar, partir,
destrozar, hacer picadillo. Todo se le puede hacer, y quienes me lean se conmoverán profundamente con
razón.
Yo no me conmuevo gran cosa, porque desde niño Alguien sopló a mis oídos una verdad
inconmovible que es, al mismo tiempo, una invitación a la eternidad: 'No temáis a los que pueden matar
el cuerpo, pero no pueden quitar la vida.'
La vida, la verdadera vida, se ha fortalecido en mí cuando, a través de Pierre Teilhard de Chardin,
aprendí a leer el Evangelio: el proceso de la resurrección comienza con la primera arruga que nos sale en
la cara; con la primera mancha de vejez que aparece en nuestras manos; con la primera cana que
sorprendemos en nuestra cabeza un día cualquiera peinándonos; con el primer suspiro de nostalgia por
un mundo que se deslíe y se aleja, de pronto, frente a nuestros ojos...
Así empieza la resurrección. Así empieza no eso tan incierto que algunos llaman 'la otra vida', pero
que en realidad no es la 'otra vida', sino la vida 'otra'. . .
Dicen que estoy amenazado de muerte. De muerte corporal a la que amó Francisco. ¿Quién no está
'amenazado de rnuerte? Lo estamos todos, desde que nacemos. Porque nacer es un poco sepultarse
también.
Amenazado de muerte. ¿Y qué? Si así fuere, los perdono anticipadamente. Que mi Cruz sea una
perfecta geometrfa de amor, desde la que pueda seguir amando, hablando, escribiendo y haciendo
sonreír, de vez en cuando, a todos mis hermanos, los hombres.
Que estoy amenazado de muerte. Hay en la advertencia un error conceptual. Ni yo ni nadie
estamos amenazados de muerte. Estamos amenazados de vida, amenazados de esperanza, amenazados de
amor. . .
Estamos equivocados. Los cristianos no estamos amenazados de muerte. Estamos 'amenazados' de
resurrección. Porque además del Camino y de la Verdad, él es la Vida, aunque esté crucificada en la
cumbre del basurero del Mundo..." 14
....................
1 ARISTÓTELES. Metafísica. Iib. 1, cap 2; en Obras, Aguilar. Madrid, 2ª ed., 1977, p. 912.
2 Der Spiegel (11 de abril de 1966) 93.
3 I resti dell'uomo crocifisso, scoperti a Giv ' at ha-Mivtar: La Civiltà Cattolica 3 (1971) 492-498.
4 RS/APOCRIFOS: Es el evangelio apócrifo de Pedro (siglo II) el que hizo un re]ato fantástico de la
resurrección: "Vieron los cielos abiertos y dos varones que bajaban de allí teniendo un gran
resplandor y acercándose al sepulcro. Y la piedra aquella que habían echado sobre la puerta.
rodando por su propio impulso. se retiró a un lado, con lo que el sepulcro quedó abierto y ambos
jóvenes entraron. Al verlo, pues, aquellos soldados, despertaron al centurión y a los ancianos, pues
también éstos se encontraban allí haciendo la guardia. Y, estando ellos explicando lo que acababan
de ver, advierten de nuevo tres hombres saliendo del sepulcro, dos de los cuales servían de apoyo a
un tercero, y una cruz que iba en pos de ellos..." (36-39* en SANTOS OTERO, Los evangelios
apócrifos, BAC Madrid, 2ª ed., 1963, pp. 389-390).
5 BIBLIA-LXX: Traducción de la Biblia hebrea (Antiguo Testamento) al griego realizada entre los
años 250 y 150 a. C. Se llama así porque según una leyenda transmitida por la epístola de Aristeas,
fue realizada por 72 judíos (seis de cada tribu) en 72 días
6 SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, 3, q. 55. a. 2;
7 Sonntagsblatt (14 de abril de 1968).
8 MIGUEL DE UNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida; Obras completas, Escélicer, t. 7,
Madrid, 1966, p 136.
9 MIGUEL DE UNAMUNO, o.c., pp. 135, 262, 264...
10 KARL MARX, Contribución a la crítica de la economía política, Alberto Corazón, Madrid, 2." ed.,
1978, p. 43.
11 ERNST BLOCH, El principio esperanza, t. 3, Aguilar, Madrid, 1980, p. 287.
12 ALBERT CAMUS, El mito de Sísifo: Obras completas, Aguilar, México, 3ª ed., 1973, t. 2, p. 189.
13 SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis 18, 1; PG 33, 1017.
14 JOSÉ CALDERÓN SALAZAR, Amenazado de resurrección: Actualidad Pastoral (Buenos Aires,
mayo 1978).
5
¡ERA EL HIJO DE DIOS!
A partir de la resurrección de Jesús, para los discípulos se hizo evidente que "no hay bajo el cielo
otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hech 4, 12). Empezaron a
llamarle "el Salvador": No había otro. Y esto da que pensar.
Es verdad que Jesús de Nazaret anunció un Dios que se preocupa de los más desvalidos, ofreció un
futuro que llamó Reino de Dios y dio la vida por él. Pero apenas veinticinco años después, el emperador
romano Nerón condenó a muerte a Séneca por recordarle insistentemente que debía proceder con mayor
justicia y misericordia. ¿Por qué decimos que "Jesús nos salva" y no que "Séneca nos salva"?
Más claro todavía: Si habíamos concluido la reflexión sobre el pecado original convencidos de que
el hombre, abandonado a sus propias fuerzas, no puede salvarse, y ahora decimos que Jesús nos salva, es
imposible eludir este interrogante: ¿Qué relación guarda Jesús de Nazaret con Dios?
En definitiva, estamos frente a la pregunta que Jesús lanzó a los suyos: "¿Quién dicen los hombres
que soy yo?" (Mc 8, 27); pregunta que la humanidad lleva siglos respondiendo.
Algunos de sus contemporáneos fueron viendo que era más que Abraham (Jn 8, 53), más que
Moisés (Mt 5), más que Jonás (Lc 11, 32), más que David (Mt 22, 45), más que Salomón (Mt 12, 42),
más que Jacob (Jn 4, 12), más incluso que el templo mismo (Mt 12, 6)...
Después de la resurrección, la comunidad cristiana manifestó su entusiasmo asignándole multitud
de títulos. El Nuevo Testamento ha recogido más de cincuenta: Hijo del Hombre, Señor, Mesías, Cristo,
Hijo de David, Siervo de Dios, Salvador, Hijo de Dios, Palabra de Dios... E incluso empezaron a
preocuparse por la realidad intradivina de Cristo: Flp 2, 6; Heb 1, 3; Jn 1, 1...
Había nacido la cristología, es decir, el intento de explicar el misterio de Jesús.
Concilio de Calcedonia: Los años no pasan en balde
Una vez concluido el Nuevo Testamento, el proceso de profundización cristológica siguió
adelante. La difusión del cristianismo en el ámbito de la cultura helenista exigía expresar la originalidad
de Jesús de Nazaret en las categorías de la filosofía griega. Y se intentó. El pueblo entero participaba en
los debates teológicos con auténtica pasión. Así refleja san Gregorio de Niza (334-394) las charlas
cotidianas de su tiempo:
"Preguntas por el precio del pan y te responden que 'el Padre es mayor que el Hijo y el Hijo está
subordinado al Padre'. Preguntas si e] baño está preparado y te responden: 'El Hijo fue creado de la
nada'." 1
Tras no pocas vicisitudes, el Concilio de Calcedonia (año 451) concluyó con la conocida fórmula
de que en Cristo hay "dos physis (naturalezas), sin confusión, sin separación, en modo alguno borrada la
diferencia de physis por causa de la unión, sino conservando, más bien, cada physis su propiedad y
concurriendo en una sola prosopon (persona) y en una sola hypostasis (sustancia)"2
.
A partir de ese momento se detuvo el proceso de reflexión cristológica como si se hubiera tocado
techo. En vez de seguir el pueblo de Dios, como hasta entonces, reelaborando constantemente su
comprensión de Jesús, se fosilizó la fórmula de Calcedonia, que se ha venido repitiendo hasta hoy,
traducida literalmente a las lenguas modernas, como si esa fuera la mejor forma de conservar la verdad.
Por desgracia, ocurre justamente lo contrario. Esa fórmula ha perdido hoy gran parte del valor que
tuvo en el siglo V, y esto por las siguientes razones:
1. El lenguaje es siempre insuficiente.
Ni por una palabra ni por un conjunto de ellas puedo captar totalmente la realidad. Siempre queda
una diferencia entre lo que quiero decir y lo que digo, porque hay una fundamental inadecuación e
insuficiencia del lenguaje. Y si esto ocurre al hablar de las cosas humanas, mucho más al pretender
referirnos a Dios. Suponer que la fórmula de Calcedonia, o cualquier otra por buena que sea, expresa
inequívocamente el Misterio es una ingenuidad, como ya dijo bellamente Agustín:
"Si lo que se quiere decir lo comprendiste, no es Dios; lo que tú has podido abarcar es cosa
bien ajena a Dios (...) Si lo comprendes no es él, y si es él, no lo comprendes." 3
2. Las expresiones sólo son traducibles de manera imperfecta.
Muy bien lo expresa el dicho italiano "traduttore, traditore" (traductor, traidor), y no, naturalmente,
por mala fe del traductor, sino porque las experiencias vitales de cada pueblo que han dado lugar a su
lengua son diferentes, y por eso nunca significan lo mismo un término de un idioma y el que suele
emplearse para traducirlo a otro.
Por ejemplo, un caucasiano, cuya relación fundamental de ternura se establece con su propia
hermana y, en cambio, a su mujer no la visita nada más que en secreto, sin atreverse jamás a aparecer
con ella en público 4, no podrá nunca entender lo que significa para un occidental el término "esposa".
La traducción de este concepto entre ambas lenguas, más que difícil, es imposible. El idioma tiene tal
poder configurante que Heidegger pudo decir con razón que su filosofía no podía ser originalmente
formulada nada más que en lengua alemana.
Ya lo hacía notar Ben Sira en el prólogo que escribió en griego para el libro del Eclesiástico:
"No tienen la misma fuerza las cosas expresadas originalmente en hebreo que cuando se
traducen a otra lengua. Cosa que no sucede sólo en esto, sino que también la misma Ley, los
Profetas, y los otros libros presentan no pequeña diferencia respecto de lo que dice el original" (vv.
21-26).
Lo que significaban expresiones como physis, hypostasis, etc., para los griegos del siglo v es
sencillamente irrecuperable para nosotros. Vivimos otra experiencia cultural.
3. Las palabras van cambiando de sentido.
Con el correr de los siglos, una lengua viva puede llegar a cambiar tanto el significado de sus
palabras y proposiciones que acaben significando cosas totalmente diferentes a las originales.
Y así se da el caso curioso de que el Papa san Dionisio condenó en el año 260 a los que afirmaban
tres hypostasis en Dios 5, y posteriormente la Iglesia acabó afirmando precisamente eso. La razón es que
en poco más de cien años hypostasis dejó de ser sinónimo de physis y empezó a serlo de prosopon.
Como consecuencia de que la teología actual ha tomado conciencia clara del problema, en vez de
repetir rutinariamente la fórmula de Calcedonia, se está esforzando por hallar nuevas formulaciones
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Origen del mal y evolución humana

  • 1. Luis González-Carvajal ESTA ES NUESTRA FE Teología para universitarios Índice 1. El pecado original ¿Un fatal error gastronómico? En busca del origen del mal El hombre moral en la sociedad inmoral El corazón de piedra Un paraíso que pudo haber sido y no fue El pecado no tiene la última palabra 2. De Dios se supo a raíz de un conflicto laboral El Éxodo: Una epopeya que nunca existió «Libertad de» y «Libertad para» El segundo Éxodo El tercer Éxodo 3. La ejecución de Jesús de Nazaret No es posible escribir una biografía de Jesús ¿Qué decir de los milagros? Un hombre libre En las manos de Dios El silencio de Dios La confianza a pesar de todo 4. Dios rehabilitó al ajusticiado ¿Qué ocurrió realmente? El significado Amenazado de resurrección 5. ¡Era el Hijo de Dios! Concilio de Calcedonia: Los años no pasan en balde El misterio íntimo de Jesús Jesús es un hombre Jesús es el Hijo de Dios 6. El precio de la redención Una explicación sombría de la redención Dios no es un sádico despiadado No hace falta aplacar a Dios Lo importante es enderezar al hombre Es el amor, y no el sufrimiento, quien redime ¿Tiene sentido todavía la mortificación? 7. Oye, Dios, ¿por qué sufrimos? No es Dios quien produce el sufrimiento Planteando el problema No maltratar el misterio El sufrimiento, un compañero inevitable El recurso al milagro Dios no es «todopoderoso» todavía Líbranos, Señor, de los males pasados
  • 2. 8. Ahora nos queda su Espíritu Antiguo Testamento: El Espíritu Santo con cuentagotas Cristo, Señor del Espíritu Quiero ver el rostro de Dios Más interior que lo más íntimo mío Pentecostés es la democratización de la encarnación Espíritu y liberación 9. Cuando Dios trabaja, el hombre suda El Dios de los hombres impotentes Dios es Padre, pero no paternalista Dios es la fuerza de mi fuerza El hombre es la providencia de Dios 10. En Cristo adivinamos las posibilidades del hombre Imagen de Dios Cuerpo y alma Apertura al otro Apertura a Dios Ecce Homo 11. La fe, ¿conocimiento o sensación de Dios? Sé de quién me he fiado De la fe a las creencias Crisis de fe La fe del carbonero 12. ¿Quién es un cristiano? ¿Una moral más exigente? ¿Cristianos «malgré lui»? La lección de teología de un marxista Lo específico cristiano 13. Hablar con Dios Cuando los niños rezan Orar no es nunca negociar con Dios Oración y vida Oración y alabanza 14. El cristiano en el mundo La historia tiene una meta El mundo está preñado de Reino de Dios No hay dos historias Los signos de los tiempos 15. Un cristiano solo no es cristiano: La Iglesia La Iglesia y el Reino de Dios El retorno de los revolucionarios a la vida cotidiana La Iglesia, una comunidad de hermanos La Iglesia, «casta meretriz» 16. Encontrar a Dios en la vida A Dios no le gustan los espacios cerrados La vida hecha liturgia Un templo de piedras vivas Un sacerdocio «diferente» Los sacramentos del cristiano 17. Sacramentos para hacer visible el encuentro con Dios La vida está llena de sacramentos Los siete sacramentos Estructura interna de los sacramentos Los sacramentos, la magia y el seguimiento de Cristo La necesidad de los sacramentos 18. El cristiano nace dos veces Los recién nacidos de Dios Los dolores del segundo nacimiento Manos vacías, aunque abiertas Bautismo y libertad Bautismo e Iglesia El bautismo de los niños
  • 3. 19. Una moral sin leyes Ayer, la casuística Hoy, la moral de actitudes El pecado no es tanto una transgresión como una traición La conciencia es juez de última instancia Una teología moral que ilumine las situaciones de pecado Ama y haz lo que quieras ;Feliz culpa! 20. El retorno del que fracasé La crisis del Sacramento de la Penitencia Historia del Sacramento del Perdón El segundo bautismo El perdón se hace visible El precio del perdón El encuentro reconciliador La confesión frecuente La fiesta de la reconciliación 21. La eucaristía anticipa un mundo diferente La cena pascual La eucaristía hace presente la salvación que «ya» ha llegado La presencia real de Cristo La eucaristía recuerda que la plenitud de la salvación “todavía no” ha llegado Importancia política de la eucaristía 22. La «otra» vida ¿Vida después de la vida? El juicio, una fiesta casi segura El cielo: Patria de la identidad La suerte de estar en el purgatorio «Existe el infierno, pero está vacío» 23. El verdadero rostro de María La anunciación Concepción virginal María y las esperanzas de Israel María, modelo del discipulado cristiano María y las mujeres María y los pobres Theotokos Concepción Inmaculada Asunción
  • 4. 1 El pecado original Rara es la guerra que no acaba produciendo «hombres-topo», es decir, personas significadas del bando perdedor que. por miedo a las represalias, se encierran de por vida en una habitación a la que una persona de confianza —la única que conoce su presencia— les lleva lo necesario para subsistir. Con frecuencia ocurre que treinta o cuarenta años después de la guerra uno de ellos es descubierto por casualidad, ¡y entonces se entera.., de que no había ningún cargo contra él! Pues bien, tengo la impresión de que algo parecido ha ocurrido con el dogma del pecado original. Su formulación tradicional —que en seguida vamos a recordar— aparece hoy tan vulnerable que muchos cristianos han hecho de ella una «doctrina-topo», arrinconándola vergonzantemente en el mismo trastero donde tiempo atrás se desterró a los reyes magos, a las brujas y a otros mil recuerdos infantiles. No obstante, yo abrigo la esperanza de que si nos atrevemos a sacar a la luz del día la presentación que los teólogos actuales hacen del pecado original descubriremos —como en el caso de aquellos «hombres-topo»—— que nuestros contemporáneos no tienen nada contra ella. ¿Un fatal error gastronómico? Recordemos cómo describía un viejo catecismo el pecado original: «El cuerpo de Adán y Eva era fuerte y hermoso, y su espíritu era transparente y muy capaz. Gozaban así de un perfecto dominio sobre la naturaleza entera», pero pecaron, y su pecado «ha dañado a todos los hombres, pues a todos los hombres ha pasado la culpa con sus malas consecuencias». «Este pecado se llama pecado hereditario porque no lo hemos cometido nosotros mismos, sino que lo hemos heredado de Adán». «La culpa del pecado original se borra en el bautismo, pero algunas de sus consecuencias quedan también en los bautizados: la enfermedad y la muerte, la mala concupiscencia y muchos otros trabajos». Si fueran así las cosas, lo que ocurrió en el paraíso habría sido, desde luego, un «fatal error gastronómico», como dice irónicamente Michael Korda. Pero debemos reconocer que esa interpretación suscita hoy no pocas reservas: En primer lugar, dada la moderna sensibilidad por la justicia, parece intolerable la idea de que un pecado cometido en los albores de la humanidad podamos heredarlo los hombres que hemos nacido un millón de años más tarde. Quedaría, en efecto, muy mal parada la justicia divina si nosotros compar- tiéramos la responsabilidad de una acción que ni hemos cometido ni hemos podido hacer nada por evitarla. Se entiende que los genes transmitan el color de los ojos, pero ¿quién se atrevería a defender hoy la teoría de Santo Tomás de Aquino según la cual el semen paterno es la causa instrumental físico- dispositiva de transmisión del pecado original 2 ? También son muy serias las objeciones que nos plantea la paleontología. ¿En qué estadio de la evolución situaremos esa primera pareja que—según el catecismo— era «fuerte, hermosa, de espíritu transparente y muy capaz»? ¿En el estadio del homo sapiens, una de cuyas ramas sería el hombre de Neandertal? ¿en el del homo erectus, al que pertenecen el Pitecántropo y el Sinántropo? ¿en el del homo habilis, reconstruido gracias a los sedimentos de Oldoway, o tal vez en el estadio del austrolopitecus? Es verdad que sobre gustos no hay nada escrito, pero cuando uno contempla las reconstrucciones existentes de todos esos antepasados remotos cuesta admitir la afirmación de los catecismos sobre su hermosura. Y en cuanto a su inteligencia... ¿para qué hablar? Después de Darwin parece imposible defender que los
  • 5. primeros hombres fueron más perfectos que los últimos. Y lo peor es que también resulta difícil hablar de «una» primera pareja, porque previsiblemente la unidad biológica que evolucionó no era un individuo, sino una «población». Hoy la hipótesis monogenista se ha visto obligada a ceder terreno frente a la hipótesis poligenista. Y eso plantea nuevos problemas al dogma del pecado original. Si hubo más de una primera pareja. ¿cuál pecó? Si fue «la mía», mala suerte; pero si no... No debe extrañarnos, pues, que el evolucionismo primero y el poligenismo después crearan un profundo malestar entre los creyentes y les indujeran a elaborar retorcidas explicaciones para poder negarlos. Philip Gosse, por ejemplo, propuso la idea de que Dios, con el fin de poner a prueba la fe del hombre, fue esparciendo por la naturaleza todos esos fósiles que en el siglo pasado empezaron a encontrar los evolucionistas. Todavía Pío XII en la Humani Generis (¡2 de agosto de 1950), pedía a los científicos que investigaran, sí, pero después sometieran los resultados de su investigación a la Santa Sede para que ésta decidiera si la evolución había tenido lugar y hasta dónde había llegado 3 . Hoy no creo que sean muchos los que estén dispuestos a subordinar la ciencia a la fe y, cuando los datos empíricos no encajen en sus creencias, digan: «Pues peor para los datos». Y no porque su fe sea débil, sino porque el Vaticano II ha reconocido repetidas veces «la autonomía legítima de la cultura humana, y especialmente la de las ciencias»4 . Así, pues, lo que procede es intentar reformular, a la luz de los nuevos datos que la ciencia nos ha aportado, el dogma del pecado original, que está situado en una zona fronteriza entre la teología y las ciencias humanas. En busca del origen del mal Tratemos de reconstruir lo que ocurrió. Los datos bíblicos sobre Adán y Eva proceden únicamente de los tres primeros capítulos del Génesis (las alusiones de Sab 2, 24; Sir 25, 24; 2 Cor 11, 3 y Tim 2, 14 remiten todas ellas a dicho relato sin aportar nada nuevo) y, como es sabido ya, para interpretar co- rrectamente un texto de la Sagrada Escritura es necesario identificar en primer lugar el «género literario» al que pertenece. Pues bien, el libro del Génesis es uno de los llamados «libros históricos» del Antiguo Testamento, pero esa narración es como un meteorito que, desprendido de los «libros sapienciales», ha caído en medio de los históricos. Su estilo no deja lugar a dudas. Sería inútil buscar el «árbol de la ciencia del bien y del mal» en los manuales de botánica. Se trata de un término claramente sapiencial, como lo son los demás elementos de que sc ocupa el relato: la felicidad y la desgracia, la condición humana, el pecado y la muerte; temas de reflexión todos ellos de la Sabiduría oriental. Así, pues, no podemos acercarnos al pecado de Adán con mentalidad de historiadores, como podríamos hacer con el pecado de David, por ejemplo. Es más: «Adán» ni siquiera es un nombre propio, sino una palabra hebrea que significa «hombre» y que, por si fuera poco, suele aparecer con artículo («el hombre»). No debe extrañarnos que esa narración —que no es histórica, sino sapiencial— ignore tanto la evolución de las especies como el poligenismo. Esos tres capítulos del Génesis no resultan de poner por escrito una noticia que hubiera ido propagándose oralmente desde que ocurrieron los hechos. ¡Así es imposible cubrir un lapso superior al millón de años! Tampoco cabe pensar que estamos ante un relato para mentes primitivas escrito por un autor que personalmente estaba «mejor informado» que sus contemporáneos por haber tenido una visión milagrosa de lo que aconteció. Además, carece de sentido esperar que los autores bíblicos respondan a problemas de nuestra época —como los referentes al origen de la humanidad— que eran totalmente desconocidos para ellos. Lo que sí debemos buscar, en cambio, son las respuestas que daban a problemas comunes entre ellos y nosotros porque así, en vez de acentuar los aspectos anacrónicos de la Escritura, captaremos su eterna novedad.
  • 6. Pues bien, el autor de esos capítulos se plantea un tema clásico de la literatura sapiencial que además es de palpitante actualidad: ¿Por qué hay tanto mal en el mundo que nos ha tocado vivir? «¡Oh intención perversa! ¿De dónde saliste para cubrir la tierra de engaño?» (Sir 37, 3). Y dará una respuesta original, que contrasta llamativamente con las que ofrecen las religiones circundantes. Algunas de esas religiones daban por supuesto que. si Dios es el creador de todo, tuvo que haber creado también el mal. Por ejemplo, el poema babilónico de la creación cuenta que fue la diosa Ea quien introdujo las tendencias malas en la humanidad al amasar con la sangre podrida de un dios caído, Kingú, el barro destinado a modelar al hombre 5 . En cambio otras religiones, para salvaguardar la bondad de Dios, se ven obligadas a suponer a su lado una especie de «anti-Dios» que creó el mal. Por ejemplo, en la religión de Zaratustra la historia del mundo es entendida como la lucha entre los dos principios opuestos del bien y del mal —Ohrmazd y Ahriman6 —, igualmente originarios y poderosos - Daría la impresión de que no cabe ninguna otra alternativa: O hay un solo Dios que ha creado todo (el bien y el mal) o bien Dios ha creado sólo el bien pero entonces tiene que existir otro principio originario para el mal, una especie de «anti-dios». Pues bien, nuestro autor rechaza ambas explicaciones. El mal no lo ha creado Dios, pero tampoco procede de un «anti-dios», sino que el mismo hombre lo ha introducido en el mundo al abusar de la libertad que Dios le dio. Lo que ocurre es que el autor bíblico pertenecía a una cultura narrativa y no se expresaba con esos términos abstractos. Igual que Jesús enseñaba mediante parábolas, él transmitirá su mensaje mediante una narración. Esa narración es el relato de la creación del mundo en siete días que conocemos desde niños (Gen 1). Para afirmar que existe un principio único, dice que Dios creó todo, incluso el sol y la luna que en otros pueblos tenían consideración divina. Y para dejar claro que, a pesar de haber creado todo, no creó el mal, cada día de la creación concluye con el estribillo famoso de «vio Dios lo que había hecho, y estaba bien». En cambio más adelante se dirá que «Dios miró la tierra y he aquí que estaba toda viciada» (Gen 6, 12). Para explicar el tránsito de una situación a otra se intercala entre ambas el relato del pecado de Adán y Eva. No es una crónica histórica del pasado, sino una «reconstrucción» —un «relato etiológico» lo llaman los escrituristas— de lo que al principio tuvo que suceder. Evidentemente, cuando se analiza con detenimiento la solución propuesta, vemos que está más claro lo que niega (el mal no lo ha creado Dios, pero tampoco un segundo principio distinto de Dios) que lo que afirma (el mal lo ha introducido el hombre abusando de su libertad), porque cabría preguntarse: Y, ¿por qué el hombre abusó de su libertad, si fue creado bueno por Dios? El recurso a Satanás, que a su vez sería un ángel caído (cfr. 2 Pe 2, 4; Jds 6), sólo traslada la pregunta un poco más atrás: ¿Por qué pecaron los ángeles, si habían sido creados buenos por Dios? San Agustín ya se hacía esa pregunta: «¿Quién depositó esto en mí y sembró en mi alma esta semilla de amargura, siendo hechura exclusiva de mi dulcísimo Dios? Si el diablo es el autor. ¿de dónde procede el diablo? Y si éste se convirtió de ángel bueno en diablo por su mala voluntad, ¿de dónde le viene a él la mala voluntad por la que es diablo, siendo todo él hechura de un creador bonísimo’?»7 . De modo que el autor bíblico deja en el misterio el origen absoluto, metafísico, del mal —la Escritura no tendrá reparo en hablar del «mysterium iniquitatis» (2 Tes 2, 7)—, pero no así el origen del mal concreto que había en su tiempo: Este lo habían introducido los hombres del pasado a través de una inevitable y misteriosa solidaridad. El hombre moral en la sociedad inmoral Notemos que el autor bíblico nos acaba de dar una lección de «buen hacer» teológico: La obligación de la teología es reflexionar sobre la experiencia humana para darle una interpretación desde la fe. Sólo así se evitará aquella acusación que definía irónicamente al teólogo como un hombre que da respuestas absolutamente precisas y claras a preguntas... que nadie se había hecho.
  • 7. Nosotros, por tanto, vamos a seguir ese mismo camino: Reflexionar sobre nuestra situación de hoy para descubrir en ella las huellas del pecado original. De hecho, todos sabemos que «el hombre, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener su origen en su santo Creador». Al seguir este camino invertimos el orden de la búsqueda: La presentación tradicional descendía de la causa al efecto. Se suponía conocido lo que ocurrió en el pasado (la trasgresión del paraíso) y se deducían las consecuencias que aquello tuvo para el presente (pérdida de la gracia y de diversos dones). Nosotros, en cambio, partiremos de los efectos (la situación de miseria moral en que vivimos, que es lo que nos resulta directamente conocido) y ascenderemos en busca de la causa. Vamos a comenzar desempolvando el concepto de responsabilidad colectiva. Entre los semitas la conciencia de comunidad es tan fuerte que, cuando tienen que aludir a la muerte de un vecino, dicen: «Nuestra sangre ha sido derramada»9 . Tan intensos son sus lazos comunitarios que les parece lógico ser premiados o castigados «con toda su casa», tanto por el derecho civil como por Dios (cfr. Ex 20, 5-6; Dt 5, 9 y ss.). En medio de aquel clima fue necesario que los profetas insistieran en la responsabilidad personal de cada individuo: «En aquellos días no dirán más: “Los padres comieron el agraz, y los dientes de los hijos sufren la dentera”; sino que cada uno por su culpa morirá: quienquiera que coma el agraz tendrá la dentera» (Jer 31, 29-30; cfr. Ez 18). Nosotros, en cambio, educados en el individualismo moderno, lo que necesitamos es más bien profetas que nos hagan descubrir la responsabilidad colectiva. Veamos algunos datos de la experiencia: Todos los años mueren de hambre entre 14 y 40 millones de seres humanos. Ninguno de nosotros querríamos positivamente que murieran y muchos desearíamos poder evitarlo, pero no sabemos cómo. Sin embargo, tampoco nos sentimos inocentes: Somos conscientes de que en nuestra mesa —en la mesa del 25 por ciento más rico de la humanidad— hemos acumulado el 83 por ciento del Producto Mundial Bruto. Cuentan que la célebre teóloga alemana Dorothee Sólle, durante el debate que siguió a una de sus conferencias, fue criticada por uno de sus oyentes que le reprochaba no haber hablado suficientemente del pecado. «Es verdad —contestó ella—, he olvidado que como plátanos...» . En un libro posterior aclaró lo que quiso decir: «Con cada plátano que me como, estafo a los que lo cultivan en lo más importante de su salario y apoyo a la United Fruit Company en su saqueo de América Latina» Nos ha transmitido la historia cómo el P. Conrad, director espiritual de Santa Isabel de Hungría, había prescrito a ésta no alimentarse ni vestirse con cosa alguna que no supiese ciertamente que había llegado a ella sin sombra alguna de injusticia 12 . Pues bien, si hoy —que entendemos algo más de microeconomía— quisiéramos cumplir esa orden no podríamos probar bocado y deberíamos ir desnudos: Quien pretende no matar ni robar en el mundo de hoy, debe pensar que se está matando y robando en el otro extremo de la cadena que a él le trae ese bienestar al que no está dispuesto a renunciar. La maravilla de nuestro invento consiste en que semejante violencia no la ejerce un hombre determinado contra otro igualmente determinado —lo que resultaría abrumador para su conciencia—, sino que, a través de unas estructuras anónimas, el mal «se hace solo». No hay culpables. León Tolstoi, en su famosa novela «Guerra y Paz» hace esta finísima reflexión sobre la condena a muerte de Pierre Bezujov: «¿Quién era el que había condenado a Pierre y le arrebataba la vida con todos sus recuerdos, sus aspiraciones, sus esperanzas y sus pensamientos? ¿Quién? Se daba cuenta de que no era nadie. Aquello era debido al orden de las cosas, a una serie de circunstancias. Un orden establecido mataba a Pierre, le arrebataba la vida, lo aniquilaba»13 .
  • 8. Esto es lo que Juan Pablo II ha llamado recientemente «estructuras de pecado»14 . Es verdad que son fruto de una acumulación de pecados personales, pero cuando los pecados personales cristalizan en estructuras de pecado surge algo cualitativamente distinto: Las estructuras de pecado se levantan frente a nosotros como un poder extraño que nos lleva a donde quizás no querríamos ir. ¡Cuántos hombres que acabaron incluso matando afirman sinceramente que ellos no quisieron hacer lo que hicieron! El «Lute» escribió en su autobiografía: «Al nacer estaba ya marcado. Tenía un cromosoma XYP. Sí, p de prisión» 15 , Y es que no solamente el árbol tiene la culpa de los malos frutos, sino también el terreno. En un patio sin luz difícilmente crecerá bien un árbol; su mundo circundante no le da ninguna oportunidad, lo deforma. Como dice un famoso texto orteguiano: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo» Podemos dar un paso más en nuestro análisis: Esa responsabilidad colectiva no nos une solamente a los hombres de hoy, sino que nos liga también a los hombres del pasado. Dicho de forma analógica, ellos siguen pecando después de morir porque han dejado las cosas tan liadas que ya nadie sabe por dónde empezar a deshacer entuertos. La consecuencia es que sus pecados de ayer provocan los nuestros de hoy. Lo que sirve de unión entre sus pecados y los nuestros es lo que San Juan llamaba «el pecado del mundo», en singular (Jn 1, 29; 1 Jn 5, 19); es decir, ese entresijo de responsabilidades y faltas que en su interdependencia recíproca constituye la realidad vital del hombre. Hay teólogos que prefieren hablar de «hamartiosfera» (del griego hamartía = pecado). Nombres diferentes para referirnos a la misma realidad: Nacemos situados. Como consecuencia del pecado de quienes nos han precedido. ninguno de nosotros nacemos ya «en el paraíso». El corazón de piedra Así, pues, cuando nacemos, «otros» han empezado a escribir ya nuestra biografía. No obstante, entenderíamos superficialmente la influencia de los pecados de ayer sobre los de hoy si pensáramos que se reduce a un condicionamiento que nos llega desde fuera. Y conste que eso ya es suficientemente grave: Cualquier valor (la justicia, la verdad, la castidad, etc.) podría llegar a sernos inaccesible si viviéramos en un ambiente donde no se cotiza en absoluto y nadie lo vive. Pero aquí se trata de algo más todavía: La misma naturaleza humana ha quedado dañada, de tal modo que a veces distinguimos nítidamente dónde está el bien, pero somos incapaces de caminar hacia él. San Pablo describe esa situación con mucha finura psicológica en el capítulo 7 de la carta a los Romanos: “Realmente, mi proceder no lo comprendo” pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y. si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la ley en que es buena; en realidad ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí (...) Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros» (Rom 7. 15-24). De los Santos Padres fue San Agustín el gran doctor del pecado original. Igual que San Pablo, no tuvo nada más que reflexionar sobre su propia existencia. Vivió dividido, atraído por los más altos ideales morales y religiosos, pero también atado por la ambición y la sensualidad: «Tus palabras, Señor, se habían pegado a mis entrañas y por todas partes me veía cercado por ti (...) y hasta me agradaba el camino —el Salvador mismo—; pero tenía pereza de caminar por sus estrecheces. (...) Me veía y me llenaba de horror, pero no tenía adónde huir de mí mismo (...) había llegado a pedirte en los comienzos de la misma adolescencia la castidad, diciéndote: «Dame la castidad y continencia, pero no ahora». (...) Yo era el que quería, y el que no quería, yo era. Mas
  • 9. porque no quería plenamente ni plenamente no quería, por eso contendía conmigo y me destrozaba a mí mismo (...) Y por eso no era yo el que obraba, sino el pecado que habitaba en mí, como castigo de otro pecado más libre, por ser hijo de Adán» Podríamos expresar esa vivencia de Pablo y Agustín diciendo que —por culpa de nuestros antepasados— nacemos con un «corazón de piedra», como le gustaba decir al profeta Ezequiel (11, 19; 36, 26). Pues bien, ese «corazón de piedra» es lo que la tradición de la Iglesia —a partir precisamente de San Agustín— llamó pecado original. Quizás pueda sorprender que llamemos «pecado» a algo que nos encontramos al nacer y es, por tanto, completamente ajeno a nuestra voluntad. Sin embargo, tiene en común cualquier otro pecado que, de hecho, supone una situación de desamor y, por tanto, de alejamiento de Dios y de los hermanos. Se distingue, en cambio, de los pecados personales en que Dios no nos puede pedir responsabilidades por él. Igual que la salvación de Cristo debe ser aceptada personalmente, el pecado de Adán debe ser ratificado por cada uno para ser objeto de responsabilidad. De hecho, muy pocos teólogos defienden hoy el limbo, cuya existencia se postuló en el pasado por creer que los niños que mueren antes de que el bautismo les «perdone» el pecado original no podían ir al cielo Conviene aclarar que del pecado original y de los pecados personales no se dice que sean «pecado» en sentido unívoco, sino en sentido análogo. Cuando hablamos del «pecado original» no queremos sugerir que se nos imputa el pecado cometido por Adán (la culpa personal —.digámoslo una vez más— no puede transmitirse), sino que nos afectan las consecuencias de su pecado. Un paraíso que pudo haber sido y no fue Veamos ahora cómo la exposición que acabamos de hacer del pecado es perfectamente compatible con los datos de la ciencia. A Pío XII le preocupaba la posibilidad del poligenismo porque si no descendemos todos los hombres de una sola pareja que hubiera pecado, no veía cómo pudo propagarse a todos el pecado original’9 . Sin embargo, si la redención ha podido extenderse a todos los hombres sin que ni uno solo descienda físicamente del Redentor, Cristo, no existen razones para pensar que la tendencia al mal sólo podría transmitirse mediante la generación física. Se trata, como hemos visto, de una misteriosa solidaridad en el mal propagada a través de la «hamartiosfera». Tampoco deben planteamos problemas las afirmaciones sobre el estado de justicia original cuyos supuestos dones (inteligencia, ausencia de enfermedades, etc.) se perdieron tras el pecado. Fuera del ámbito de los estudios bíblicos existe la idea de que el paraíso original fue el ámbito de una felicidad fácil, regalada a los primeros hombres sin esfuerzo por su parte. No hubo, sin embargo, nada de eso. El relato del paraíso fue construido a partir del mismo molde que el relato de la Alianza: En ambos casos Dios introduce a los hombres en un lugar llamado a ser maravilloso (bien sea el jardín del Edén o la Tierra Prometida) y les hace saber que existe una condición única para que la felicidad que les espera se haga realidad: cumplir los mandamientos de Dios (bien sea el precepto de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, bien sean los preceptos dados a través de Moisés). También en ambos casos hay que decir que la desobediencia de los hombres frustró los planes de Dios y trajo la desgracia a los hombres. El paralelo termina con la expulsión de la tierra (deportación a Babilonia en un caso, expulsión del Edén en otro). De hecho, el magisterio de la Iglesia nunca ha definido si el hombre dispuso alguna vez de los bienes que relacionamos con el Paraíso y los perdió después por causa del pecado, o únicamente estaba en marcha un proceso que habría llevado a su adquisición si no hubiera quedado interrumpido por el pecado. San Ireneo, por ejemplo, sostenía que la perfección de Adán era infantil, inmadura, como la de un niño que todavía no posee lo que está llamado a ser 20 .
  • 10. Podríamos comparar lo que pasó a la humanidad a lo que ocurriría a un niño que poseyera al nacer unas dotes intelectuales realmente excepcionales pero que, antes de desarrollarlas, un accidente le dejara parcialmente tarado. Es de suponer que cuando llegue a la edad madura ese hombre estará más desarrollado intelectualmente que antes del accidente, pero ya no llegará a ser el genio que estaba llamado a ser. Esto no contradice a la Escritura porque las «noticias» sobre ese supuesto estado de justicia original no proceden tanto de la Biblia como de ciertos escritos apócrifos del judaísmo, especialmente la «Vida de Adán y Eva». En dicho libro se indica que, tras el pecado, Dios infirió a Adán setenta calamidades desconocidas anteriormente, que van desde el dolor de ojos hasta la muerte21 . Es verdad que Pablo afirma que la muerte entró en el mundo por el pecado de Adán (Rom 5, 12), pero por otros pasajes de la misma carta (cfr. 6, 16; 7, 5; 8, 6; etc.) se ve que la «muerte» es para él el alejamiento de Dios. El pecado no tiene la última palabra Y ahora que hemos despojado al pecado original de la hojarasca que lo recubría dándole aspecto de mito increíble. vemos que lo que ha quedado es el testimonio de una alienación profunda de la que todos tenemos experiencia y que es un dato irrenunciable para cualquier antropología que quiera ser realista. Debería hacemos pensar el hecho de que existencialistas como Heidegger y Jaspers, que ya no comparten la fe cristiana, hayan necesitado conservar en sus filosofías los conceptos de una culpabilidad inevitable y omnipresente para explicar la situación existencial del hombre. El mensaje del pecado original se resume diciendo que en el mundo y en nuestro corazón hay mayor cantidad de mal de la que podríamos esperar atendiendo a la mala voluntad de los hombres. En consecuencia, el mundo y el hombre, abandonados a sus propias fuerzas, serían incapaces de salvación. Se trataría de una empresa tan patética como la de aquel barón de Münchhausen que intentaba salir del pantano en que había caído tirando hacia arriba de su propia coleta. El marxista y ateo Ernst Bloch lo captó muy claramente: «El hombre se halla lleno de buena voluntad y nadie le va a la zaga en ello. Allí, empero, donde tiende su mano para ayudar, allá causa un estropicio»22 . Gracias a Dios (y nunca mejor dicho), el pecado no tiene la última palabra. Después de una famosa comparación sobre las consecuencias que tiene para la humanidad la solidaridad con Adán y la solidaridad con Jesucristo, Pablo concluye diciendo que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20). Por eso la reflexión sobre el pecado original exige necesariamente prolongarse hacia las acciones salvíficas de Dios. En el próximo capítulo veremos la primera de ellas: El Éxodo. ......................... 1. KORDA, Michael, Power! How to get it, how to use it, Ballantine Books, New York, 1975, p. II. 2. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, 3, q. 28, a. 1 (BAC, t. 12, Madrid, 1955, pp. 49-54). Una exposición mucho más cruda de esta teoría se encuentra en San Fulgencio, De Fide ad Petrum, 2, 16 (PL 40, 758). 3. «El magisterio de la Iglesia —escribió Pío XII— no prohíbe las investigaciones y disputas de los entendidos, con tal de que todos estén dispuestos a obedecer el juicio de la Iglesia» (DS 3896 = D 2327). Ni que decir tiene que no estamos ante una declaración ex cathedra; unos párrafos antes declaraba el mismo Papa que se trataba de «magisterio ordinario» (DS 3885 = D 2313). 4. VATICANO II, Oaudium et Spes, 36 b, 56 f, 59 e. 5. Poema babilónico de la creación, tablilla 6 (PRITCHARD. James B., La Sabiduría del Antiguo Oriente. Antología de textos. Garriga, Barcelona, 1966, p. 43). 6. Cfr. ELIADE, Mircea, Historia de las creencias y de las ideas religiosas, t. 4 («Textos»),
  • 11. Cristiandad, Madrid, 1980, pp. 127-129. 7. AGUSTIN DE HIPONA, Confesiones, lib. 7. cap. 3. n.” 5 (Obras Completas de San Agustín. t. 2, BAC. Madrid, 5 ed., 1968. p. 272). 8. VATICANO II, Gaudium et Spes. 13. 9. VAUX, Roland de, Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona, 2.’ ed., 1976, p. 35. 10. Citado en METZ, René y SCHLICK, Jean. (eds.). Los grupos informales en la Iglesia, Sígueme. Salamanca, 1975. p. 152. 11. SOLLE, Dorothee, Teología política, Sígueme, Salamanca. 1972, p. 94. (La United Fruit, que monopoliza la explotación y comercialización de plátanos en América Central, Colombia y Ecuador. se llama ahora United Brands). 12. CONGAR, Yves M., Los caminos del Dios vivo, Estela. Barcelona, 1964, p. 277. 13. TOLSTOI, León, Guerra y Paz (Obras de León Tolstoi, t. 1. Aguilar, Madrid, 5. ed., 1973, p. 1386). 14. JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, 36 a, 36, b, 36 c, 36 f, 37 c, 37 d, 38 f, 39 g, 40 d, 46 e. 15. SANCHEZ, Eleuterio, Camina o revienta, EDICUSA Madrid 1977. p. 13. 16. ORTEGA Y GASSET, José, Meditaciones del Quijote (Obras completas, t. 1, Revista de Occidente, Madrid, 41 ed., 1957, p. 322). 13. TOLSTOI, León, Guerra y Paz (Obras de León Tolstoi, t. 1. Aguilar, Madrid, 5.~ ed., 1973, p. 1386). 14. JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, 36 a, 36, b, 36 c, 36 f, 37 c, 37 d, 38 f, 39 g, 40 d, 46 e. 15. SANCHEZ, Eleuterio, Camina o revienta, EDICUSA Madrid 1977. p. 13. 16. ORTEGA Y GASSET, José, Meditaciones del Quijote (Obras completas, t. 1, Revista de Occidente, Madrid, 41 ed., 1957, p. 322). 17. AGUSTÍN DE HIPONA, Las Confesiones, lib. 8 (Ibidem, pp. 310-339). 18. De esto hablaremos en el capítulo titulado «El cristiano nace dos veces», dedicado al bautismo. 19. DS 3897= D 2328. 20. IRENEO DE LYON, Adversus Haereses, 4, 38, 1-2 (PG 7, ¡.105-1.107); Epideixis, 1, 1, 14; 2, 1, 46. 21. Vida de Adán y Eva (versión griega), Vv. 8 y 27; en DIEZ MACHO, Alejandro (dir.), Apócrifos del Antiguo Testamento, t. 2, Cristiandad, Madrid, 1983, pp. 327-332. 22. BLOCH, Ernst, El principio esperanza, t. 3. Aguilar. Madrid, 1980, p. 128. 2 DE DIOS SE SUPO A RAÍZ DE UN CONFLICTO COLECTIVO Todavía hoy, después de 32 siglos, los judíos conmemoran todos los años el Éxodo celebrando la cena pascual. Sentada la familia alrededor de la mesa, un niño hace las preguntas rituales: "¿Por qué esta noche no es como las demás ? En las demás noches se come indiferentemente pan con levadura o sin ella, pero hoy solo ázimo." Y entonces el más anciano responde leyendo en el libro de Éxodo la maravillosa gesta salvífica que celebran en esa noche pascual: Dios liberó a sus antepasados de la humillante esclavitud egipcia. Primero envió diez terribles plagas para minar la resistencia de los opresores; después los judíos pudieron cruzar el mar Rojo, que se abrió milagrosamente para dejarles
  • 12. paso, y, tras andar cuarenta años por el desierto en medio de continuos portentos, llegaron por fin a Israel, la tierra prometida. Y concluye: "De generación en generación todos han de recordar la salida de Egipto." Pero lo asombroso es que la historia universal no tiene la menor noticia de esa grandiosa liberación que celebra el pueblo judío todos los años desde hace tres mil doscientos. Sin duda, los hechos tuvieron que ser mucho más humildes. Intentaremos reconstruirlos e indagaremos después las razones de ese engrandecimiento posterior para familiarizarnos con la concepción de la historia que aparece en la Biblia. Una epopeya que nunca existió Era frecuente antiguamente que tribus procedentes de los países asiáticos del desierto del Sinaí, empujados por el hambre que había originado la sequía, solicitaran la entrada en las fértiles comarcas regadas por el Nilo. Generalmente se les permitía entrar. Se conserva, por ejemplo, una carta del escriba Inena, funcionario de la frontera oriental de Egipto, fechada el año 1215 a. C., en la que informa a sus superiores de que acaba "de dejar pasar a las tribus beduinas de Edom por la fortaleza de Merneptah Hotep-hir-Maat (...) a los estanques de PerAtum (...) para que vivan y para que vivan sus rebaños, gracias al gran ka del Faraón" 1. Una vez en Egipto, los israelitas fueron empleados en la construcción de las ciudades de Pltom y de Ra'meses en el este del delta del Nilo (cfr. Ex 1, 11). Esto nos hace pensar que estamos en el reinado de Ramsés II (12901223 a. C.), dentro de la XIX Dinastía. Ramsés II sería, por tanto, el "faraón de la explotación". Sabemos que en ese tiempo los extranjeros, tratados como un pueblo socialmente inferior, eran obligados a arrastrar las piedras que se empleaban en construir las ciudades y templos, y trabajaban como peones. Es comprensible que los israelitas, olvidada ya el hambre que les trajo a Egipto, quisieran recobrar su antigua libertad. También es comprensible que los egipcios, en una época de intensa actividad constructiva como fue la Ramsés II, se resistiesen a perder sin lucha esta mano de obra y la persiguieran con sus carros de combate. Al llegar a un brazo poco profundo del mar Rojo -que todavía hoy es vadeable cuando un viento fuerte arrastra las aguas- los carros egipcios se atascarían en el barro, con lo cual los fugitivos israelitas se vieron repentinamente libres del peligro y quedaron convencidos de que Dios había intervenido en su ayuda. Lo mismo pensaron cuando encontraron el maná o las codornices en el desierto, a pesar de que nosotros sabemos que esos acontecimientos admiten una explicación perfectamente natural: existe un tipo de tamarisco (el "tamarix mannifera") de cuyas ramas cae al principio del verano una especie de goma perfectamente comestible que responde a la descripción del maná; no es raro que en la península del Sinaí caigan al suelo, extenuadas por el viento huracanado, grandes bandadas de codornices, y se las pueda coger con la mano... Más tarde, los israelitas reelaboraron muy libremente la historia, a partir de tales recuerdos, para dar expresión plástica a la convicción intima de que fue el mismo Dios el que les ayudó día tras día hasta llegar a la tierra prometida. (Recordemos que la suya es una cultura narrativa y no tenía otra forma de expresarse.) Es incluso posible seguir la pista a las reelaboraciones sucesivas que hicieron de los acontecimientos, porque en el libro de Éxodo hay todavía rastro de tres tradiciones primitivas, cada una de las cuales supera a la anterior en su empeño por "visibilizar" en cualquier hecho la mano de Dios 2. Elijamos, por ejemplo, la primera plaga, la de las aguas convertidas en sangre (que, por cierto, no tiene ningún misterio: A causa de los sedimentos procedentes del sur. durante la crecida anual se produce en el Alto Egipcio el fenómeno conocido como "Nilo rojo"), y sigamos la evolución del relato: Para la tradición más antigua (J), únicamente el agua que Moisés sacó del Nilo tomó color rojizo: "El agua que saques del río se convertirá en sangre sobre el suelo" (4, 9).
  • 13. En una evolución posterior (E) se trata ya de la misma corriente del Nilo: "Voy a golpear con el cayado que tengo en la mano las aguas del río, y se convertirán en sangre" (7, 17). Por último, en la tercera tradición (P.), la más reciente, se trata de toda el agua del país: de "sus canales, sus ríos, sus lagunas, y todos sus depósitos de agua" (7,19). El paso del mar Rojo ha padecido un proceso igual de llamativo: Mientras el yavista se contenta con decir que "Yahveh hizo soplar durante toda la noche un fuerte viento del Este que secó el mar y se dividieron las aguas" (14, 21 b), el Escrito Sacerdotal nos lo engrandece así: "Moisés extendió su mano sobre el mar (...) Los israelitas entraron en medio del mar a pie enjuto, mientas que las aguas formaban muralla a derecha e izquierda" (Ex 14, 21 a. 22). Según el yavista, las ruedas de los carros de guerra egipcios quedaron atrapadas por el barro y "no podían avanzar sino con gran dificultad" (14, 25), pero el Sacerdotal dice que cuando Moisés volvió a extender su mano, las aguas del mar volvieron a su lecho y sepultaron a los egipcios (14, 27 a. 28-29). Incluso después de la fijación por escrito del texto actual del libro del Éxodo los rabinos continuaron agrandando las maravillas que allí tuvieron lugar: el mar se convierte en rocas contra las que se estrellan los egipcios, para los israelitas brotan chorros de agua deliciosa, la superficie marina se hiela como si fuera un espejo de cristal, etc. 3. Ocurre que toda la Biblia, y no sólo el libro del Éxodo, está recorrida por lo que llamamos un talante midráshico, que no vacila en reinterpretar los hechos dejando correr la fantasía para servir mejor a la teología que a la historia. Se basa en la convicción de que Dios se revela en los acontecimientos y, cuanto más claro se vea, mejor. Israel tuvo el don de comprender cualquier suceso como lenguaje de Dios. Veamos otro dato al que pondría reparos cualquier historiador: Cuesta mucho creer que aquella famosa noche atravesaran el mar Rojo 603.550 hombres de veinte años en adelante (cfr. Ex 38, 26; Num 1, 46) porque, añadiendo las mujeres y los niños, tendríamos que suponer un censo israelita en el país de los faraones próximo a los dos o tres millones, es decir, tan numeroso como los propios egipcios. ¿En qué cabeza cabe que ese número tan gigantesco pudiera atravesar el mar Rojo en una noche llevando consigo sus ovejas y bueyes? Además, sus problemas de abastecimiento durante cuarenta años por el desierto habrían sido totalmente insolubles ¿Otra exageración? No, ahora se trata de una utilización simbólica de los números que era muy frecuente en la mentalidad de la época. Si se sustituyen las consonantes de los vocablos hebreos r's kl bny ysr'l ("todos los hijos de Israel": Núm 1, 46: NU/603550-hombres) por sus correspondientes valores numéricos, sale precisamente 603.550. Por tanto, cuando el autor dice que salieron 603.550 sólo quiere decir que salieron "todos los hijos de Israel" (seguramente no más de seis u ocho mil). En definitiva, que los "libros históricos" de la Biblia están muy lejos de nuestro concepto de historia. En ellos todo está al servicio de un mensaje teológico, y éste es el que vamos a intentar captar ahora. "Libertad de" y "libertad para" El pueblo israelita tuvo la seguridad de que fue el mismo Dios quien les obligó a luchar por sus derechos. Precisamente por eso el Éxodo es significativo para la teología. Luchas de liberación ha habido y habrá muchas, pero no parecían tener nada que ver con Dios. En cambio el pueblo del Antiguo Testamento vivió de la convicción de que todo se realizó bajo la inspiración de la fe, a instancias de un Dios que tomó partido por los oprimidos y los provoco (en su sentido etimológico de "llamar hacia adelante", hacia el futuro): "Di a los israelitas que se pongan en marcha" (Ex 14, 15). Cuando Moisés, casado y feliz con sus dos hijos, olvidadas sus juveniles inquietudes sociales, llevaba una vida auténticamente religiosa, casi mística, al lado de su suegro, el sacerdote Jetró, ocurrió lo sorprendente: Que aquel Dios en quien había buscado un remanso de paz le obliga a volver a la lucha: "Dijo Yahveh (a Moisés): El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí y he visto además la opresión con que los egipcios los oprimen. Ahora, pues, ve; yo te envío a Faraón para que saques a mi pueblo, los israelitas, de Egipto."' (Ex 3, 9-10.)
  • 14. El hombre se contenta con facilidad; Dios no. Al hombre le basta ser un esclavo feliz; Dios, con sus continuas pro-vocaciones, le obliga a ir siempre más allá. El Dios que se manifestó en el Éxodo es un Dios al que siempre se le verá al lado de los pobres y pequeños, de los minoritarios y de los menos fuertes. Por eso Gedeón, con sólo 300 hombres, pudo vencer a los madianitas (Jue 7), y David, apenas un niño, únicamente con una honda y cinco piedras, vencerá a Goliat, "hombre de guerra desde su juventud" que va provisto de espada, lanza y venablo (1 Sam 17, 32-54). Ni que decir tiene que la opción de Dios por los pobres no equivale a odio a los poderosos. Para él la liberación de Egipto no fue una victoria, sino un fracaso, porque no se puede hablar de victoria cuando únicamente vencen unos. Según una tradición judía, cuando los egipcios se ahogaron en el mar, querían los ángeles entonar un canto de alabanza a Dios. Pero El exclamó: "Hombres creados por mí se hunden en el mar, ¿y queréis vosotros lanzar gritos de júbilo?" ' "¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado -dirá Dios por boca del profeta Ezequiel- y no más bien en que se convierta de su conducta y viva?" (Ez 18, 23.) Instalados por fin en la tierra prometida, comenzó la tarea de edificar la convivencia sobre unas nuevas bases. De nada habría servido la libertad de aquella opresión que sufrieron en Egipto si no fuera una libertad para un nuevo proyecto de vida. Por eso el Éxodo lleva a la Alianza. Se trata primero de una alusión genérica: "No hagáis como se hace en la tierra de Egipto, donde habéis habitado" (Lev 18, 2); y, en seguida, lo concretará en los diez mandamientos del Decálogo que el Evangelio dirá luego que se reducen a dos: Amar a Dios y al prójimo (Mt 22, 36-40 y par.); es decir, a la convicción de que, si Dios es el Padre común, hay que vivir como hermanos. Por eso se distribuyó la tierra equitativamente (Núm 34, 13-15) y se arbitraron leyes que garantizaran esa igualdad inicial frente al egoísmo que hace fácil presa en el corazón humano. Cada siete años debía celebrarse un año-sabático en el que se liberaba a los esclavos (Ex 21, 2) y se perdonaban las deudas (Dt 15, 1-4); y cada cincuenta años un año-jubilar en el que se redistribuían las tierras entre todos (Lev 25, 8-17), lo que se podría llamar en términos de hoy "reforma agraria de Yahveh". Todo ello tenía un fin muy preciso: "Así no habrá pobres junto a ti." (Dt 15, 4.) Progresivamente se fueron olvidando las exigencias de la Alianza (incluso algunos estudiosos piensan que la ley del jubileo no llegó a cumplirse nunca). Entre los israelitas aparecieron los ricos y los pobres, reproduciéndose las relaciones de dominación que hubo anteriormente en Egipto. Durante la monarquía, la infidelidad a Dios y al hermano alcanzará su culmen, y a partir del siglo VIII, los profetas denunciaron duramente las infracciones del Decálogo. Siete siglos después de la liberación de Egipto, el pueblo israelita, debilitado, fue deportado a Babilonia. El profeta Jeremías dirá con fina ironía que se trata de un año jubilar forzoso, como castigo por no haberlos respetado libremente: Ahora todos tienen lo mismo porque nadie tiene nada (Jer 34, 8- 22). El segundo éxodo Otra vez el pueblo estaba como en Egipto: oprimido en un país extranjero; y Dios se puso a su lado para volver a empezar de nuevo. El nunca abandona a quien le abandona: "¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas llegaran a olvidar, yo no te olvido" (Is 49, 15). Esta vez el instrumento elegido fue Ciro, cuyo corazón movió para que dejara en libertad a su pueblo (Esd 1). La larga marcha que devolverá a los israelitas desde Babilonia a Palestina será interpretada por los profetas como una renovación del primer éxodo. Isaías se complace en evocar las
  • 15. semejanzas con la primera epopeya: El Eufrates, como en otro tiempo el mar Rojo, se abrirá para dejar paso a la caravana del nuevo Éxodo (11, 15-16), brotará agua en el desierto como en otro tiempo pasó en Meribá (48, 21), Dios mismo guiará al pueblo (52, 12), etcétera. (Naturalmente, ninguno de esos portentos acontecieron en la realidad: Es la forma que tienen los hombres de aquella cultura narrativa de decir que Dios volvía a empezar.) Al llegar por segunda vez en su historia a la tierra prometida, Esdras, el sacerdote, y Nehemías, el gobernador, comenzaron la restauración. Leyeron la Ley y dijeron al pueblo: "Este día está consagrado a Yahveh, vuestro Dios; no estéis tristes ni lloréis", pues todo el pueblo lloraba al oír las palabras de la Ley (Neh 8, 9). Pero pronto se vio que era todo inútil. El Decálogo era un ideal demasiado hermoso para la debilidad humana. Los profetas empezaron a ver los límites del Antiguo Testamento: El pecador reconocía su pecado, sí, pero no tenía fuerzas para salir de él. Y empezaron a anunciar una época futura en la que los hombres serían capaces de corresponder sin reservas a la fidelidad de Dios: "Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne" (Ez 36, 26). Esas palabras nos resultan familiares: ¡Había descubierto el pecado original! Jeremías expresa con palabras diferentes la necesidad de una nueva Alianza: "He aquí que vienen días -oráculo de Yahveh- en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto (...), sino que pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré." (Jer 31, 31-33.) ,: Quienes esperaban esa Nueva Alianza constituyeron el "resto" de Israel, que no significa necesariamente un número reducido, sino que alude al Israel cualitativo que comienza a formarse después del destierro. Fue necesaria la terrible experiencia del exilio para que apareciese ese Israel renovado. El resto era, a los ojos de Amós, como "dos patas o la punta de una oreja" arrancados de la boca del león (Am 3, 12). El tercer éxodo La interiorización de la Alianza soñada por el "resto" de Israel llegará con Cristo. Lo que Moisés empezó fue concluido por Jesús. Por eso el Nuevo Testamento dirá de Jesús que es el nuevo Moisés, y lo dirá de la forma a que nos tiene acostumbrados !a cultura narrativa: Si Moisés fue el único niño judío que se salvó de las aguas del Nilo (Ex 2, 1-10), Jesús será el único que se salve de la matanza de Herodes (Mt 2, 13-18). Si Moisés va a los suyos renunciando a los privilegios que tenía en la corte egipcia, Jesús lo hace renunciando a los de su condición divina (Flp 2, ó-11). Si a Moisés no le aceptaron los suyos cuando vino a ellos (Ex 2, 14), tampoco a Cristo le aceptarán (Jn 1, 11), etcétera Pues bien: A Jesús, el nuevo Moisés, dedicaremos los siguientes capítulos. .......................... 1 El texto de la carta está recogido en JAMES B. PRITCHARD, La sabiduría del Antiguo Oriente, Garriga, Barcelona, 1966, p 216. 2 Las tres tradiciones se representan por la inicial de sus nombres en alemán, lengua en la que escribieron los primeros y más importantes trabajos sobre el tema: J = Jahwist (yavista, siglo X a. C), E = Elohist (elolsta, siglo VIII a. C) y P. = Priesterschrift (escrito sacerdotal, siglo Vl a. C.). 3 MEKILTA. Sobre Éxodo 14, 16, pasará 4 (ed. HOROWITZRABIN, Jerusalén, 2ª ed., 1960, pp. 100- 101). 4 MICHA JOSEF BIN GORION, Die Sagen der Juden, Francfort, 1962, p. 464. Cit. en Concilium 95 (1974) 18
  • 16. 3 La ejecución de Jesús de Nazaret Hemos visto en el capítulo anterior cómo los continuos fracasos del pueblo judío mostraron claramente que sólo Dios podía abrir de nuevo una historia bloqueada. Pues bien. Dios lo hará enviándonos a su Hijo y llenándonos de su Espíritu. Por desgracia, sabemos muy pocos detalles de la vida de Jesús de Nazaret. Los testimonios no cristianos sobre él son escasísimos. Por ejemplo, Flavio Josefo, un historiador judío de aquella época, se limita a mencionarle de pasada en un libro que escribió hacia el año 93 ó 94: «Anán reunió el sanedrín e hizo comparecer a Santiago, hermano de Jesús llamado el Cristo, y con él hizo comparecer a varios otros. Los acusó de ser infractores de la ley y los condenó a ser apedreados»1 . En el mismo libro hay un párrafo mucho más expresivo, pero todo hace suponer que se trata de una interpolación hecha por algún cristiano: «Por aquel tiempo existió un hombre sabio, llamado Jesús, si es lícito llamarlo hombre, porque realizó grandes milagros y fue maestro de aquellos hombres que aceptan con placer la verdad. Atrajo a muchos judíos y muchos gentiles. Era el Cristo. Delatado por los principales de los judíos, Pilatos lo condenó a la crucifixión. Aquellos que antes lo habían amado no dejaron de hacerlo, porque se les apareció al tercer día resucitado; lo profetas habían anunciado éste y mil otros hechos maravillosos acerca de él. Desde entonces hasta la actualidad existe la agrupación de los cristianos»2 Hacia el año 116 ó 117 Tácito emite este juicio bien poco amistoso: «Cristo había sido ejecutado en el reinado de Tiberio por el procurador Poncio Pilato; la execrable superstición, momentáneamente reprimida, irrumpía de nuevo no sólo en Judea, origen del mal, sino también por la Ciudad (de Roma), lugar en el que de todas partes confluyen y donde se celebran toda clase de atrocidades y vergüenzas»3 . Y, si exceptuamos las fuentes cristianas, no hay más testimonios de aquella época sobre Jesús. Semejante escasez —aun siendo conscientes de que entonces se escribía mucho menos que hoy y además se han perdido todas las crónicas de la época imperial excepto las de Tácito y Suetonio— nos hace pensar que la grandeza de Jesús no fue una grandeza capaz de ser apreciada con los criterios de «este mundo». Cuando escribe Pablo que Dios ha escogido lo que al mundo le parecía débil y necio para avergonzar a los listos (1 Cor 1, 27-28), da la impresión de que podría aplicarse no sólo a los primeros cristianos, sino también al mismo Cristo que pasó tan desapercibido para los historiadores de la época.
  • 17. No es posible escribir una biografía de Jesús El hecho es que, si queremos saber detalles concretos de la vida de Jesús, no tenemos más remedio que recurrir a las fuentes cristianas —los Evangelios y los demás escritos del Nuevo Testamento, por ejemplo—, pero en éstos topamos con el problema que ya hemos encontrado en los capítulos anteriores: La historia aparece tratada con excesivas libertades. En la novela de Nikos Kazantzakis que sirvió de base a «La última tentación de Cristo», la polémica película de Martin Scorsese, se ve continuamente a Mateo con una libreta en ha mano para tomar nota exacta de cuanto va ocurriendo y poder escribir un evangelio lleno de exactitud histórica. Incluso se le aparece un ángel para dictarle al oído los detalles de la infancia de Jesús que él no tuvo ocasión de conocer personalmente4 . Pues bien, las cosas no fueron así en absoluto. Los apóstoles reconocieron en Jesús al Hijo de Dios únicamente a partir de su resurrección, pero, convencidos de que lo era ya desde el nacimiento, quisieron contarnos su vida de forma que nosotros no tardáramos tanto como ellos en descubrirlo. Recordemos que el talante midráshico no vacila en dejar correr la fantasía para servir mejor a la teología que a la historia. Y ahora es muy difícil separar en cada caso los hechos y palabras que realmente son históricos del ropaje midráshico con que han llegado hasta nosotros. Seleccionar los «ipsissima verba et facta Iesu» (las mismísimas palabras y obras de Jesús) es una auténtica cruz para los exegetas, a pesar de que el Nuevo Testamento, traducido a mil quinientas lenguas, es, sin duda. eh libro más y mejor analizado de toda la historia de la literatura. Hoy existe la convicción generalizada de que es imposible escribir una biografía detallada de Jesús. Por no saber, ni siquiera sabemos exactamente cuándo nació. Probablemente fue el año 6 ó 7 a.C. Desde luego, «en tiempos del rey Herodes» (Mt 2, 1) y, por tanto, antes del año 4 a.C., fecha en que falleció Herodes 1. De modo que por error de Dionisio el Exiguo —abad de un monasterio romano al que se encomendó en el siglo VI hacer los cálculos para implantar el calendario cristiano— nos encontramos con la paradoja de que Cristo nació «antes de Cristo». Tampoco consta que naciera el 25 de diciembre. En esa fecha celebraba el mundo romano la fiesta del dios Sol, y al cristianizarse el Imperio se empezó a conmemorar en su lugar el nacimiento de Jesús, simplemente porque alguna fecha había que elegir y, al fin y al cabo, «Cristo es nuestro nuevo sol»5 Cabe incluso la posibilidad de que Jesús no naciera en Belén, sino en Nazaret; pero siendo este lugar irrelevante desde el punto de vista teológico (cfr. Jn 1, 46), Lucas adelantó unos años el censo de Augusto —que realmente debió ser el año 6 d.C.— para que pudiera nacer en Belén (2, 1-7), donde «debía» nacer: «Tú, Belén Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti ha de salir aquel que ha de dominar en Israel» (Miq 5, 1; cfr. Mt 2, 4-6). ¿Qué decir de los milagros? Tampoco es fácil determinar con exactitud cómo fueron los milagros de Jesús. Desde luego, parece indudable que en él se dieron acciones singulares que sus enemigos atribuyeron a «causas diabólicas» (Mc 3, 22) y sus discípulos al poder de Dios. De hecho, el Talmud (siglo IV) dice de Jesús que «practicó la hechicería y sedujo a Israel»6 , y San Justino se queja de que los judíos
  • 18. «tuvieron el atrevimiento de decir que era un mago y seductor del pueblo»7 . Los evangelios narran con detalle más de treinta milagros realizados por Jesús (tres resurrecciones, ocho milagros sobre ha naturaleza —como la tempestad calmada o la transformación del agua en vino— y veintitrés curaciones). Además hablan de forma genérica de «otras muchas» curaciones. Pero resulta difícil determinar cómo transcurrieron los hechos porque en has narraciones evangélicas observamos el mismo proceso de amplificaciones sucesivas a partir de un sobrio relato inicial que ya vimos en las plagas de Egipto: Se pasa de un enfermo (Mc 10, 46; 5, 2) a dos (Mt 20, 30; 8, 28); de cuatro mil alimentados (Mc 8,9) a cinco mil (Mc 6, 44); de siete canastas sobrantes (Mc 8, 8) a doce (Mc 6, 43)... Sí está a nuestro alcance, en cambio, interpretar correctamente el significado de los milagros. El mejor camino para ello es comparar los milagros evangélicos con otras colecciones de «milagros». Disponemos de varias, porque en aquel tiempo los magos gozaban de general credibilidad (el hecho de que todo un naturalista como Plinio afirme con absoluta seriedad que cierta planta judía no florecía los sábados puede hacernos intuir hasta dónde llegaba la credulidad de los contemporáneos de Jesús). Los contrastes hablan por sí solos. En las colecciones de milagros ajenas al Evangelio es fácil encontrar: 1. Milagros curiosos, teatrales y jocosos, como el descrito en la tercera inscripción del templo dedicado a Esculapio en Epidauro: Istmonike pidió quedar embarazada, y se he cumplió el deseo. Como al cabo de tres años no había dado todavía a luz, volvió al santuario y Esculapio he explicó que ella sólo había pedido un embarazo, no un parto. 2. Milagros lucrativos. En la cuarta inscripción de dicho templo consta cómo el mismo Esculapio fijó los honorarios que debía percibir por complacer a sus «clientes». 3. Milagros punitivos, normalmente por desconfiar o no pagar diligentemente los honorarios 9 4. Y hasta milagros para alcanzar fines inmorales o amores ilegítimos, como los que podemos encontrar en los Diálogos de Luciano de Samosata Pues bien, resulta obvio que los Evangelios nos trasladan a un paisaje diferente; tanto es así que ni siquiera suelen emplear la palabra thauma («milagro»). Juan habla casi siempre de semeia («signos», «señales») y, de hecho, Jesús se queja de que los hombres valoren habitualmente sus milagros por la utilidad que les reportan, sin llegar a captar su significado último: «Vosotros me buscáis no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis hartado» (Jn 6, 26). Puesto que Jesús pretende comunicar un mensaje a través de sus milagros, procede a una cuidadosa selección de los mismos. Rechaza como tentación satánica los que no pasarían de ser una simple exhibición personal (Mt 4, 1-11; Lc 11, 29); y a Herodes, que esperaba asistir a una demostración de su poder, ni siquiera le dirige la palabra (Lc 23, 8-9). Sus milagros son, por el contrario, para vencer los diversos males que afligen al hombre (enfermedad, hambre, muerte...); son —para decirlo de una vez— signos que manifiestan la presencia del Reino de Dios. Por eso, cuando le preguntan los discípulos del Bautista si él es el Mesías que había de venir o tienen que seguir esperando a otro, responde: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los sordos oyen; los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Mt 11, 4-5). Precisamente porque sus milagros hacen presente el Reino de Dios y éste es un don gratuito de Dios,
  • 19. Jesús jamás pide una recompensa por sus curaciones y desea que sus discípulos obren de la misma manera: «Gratis lo recibísteis, dadlo gratis» (Mt 10, 8). De ha misma forma, puesto que el Reino de Dios es salvación para la humanidad, sus milagros tampoco tienen nunca el carácter de castigo o venganza, y cuando los discípulos hablan de pedir que baje fuego del cielo sobre un pueblo que no le había querido recibir, les reprendió: «No sabéis de qué Espíritu sois, porque el Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos» (Le 9, 55). Así, pues, la aparición de un mundo nuevo explica los milagros de Jesús: Son anticipos de la victoria definitiva del bien sobre el pecado, la enfermedad y la misma muerte. Si Juan los llamaba semeia («signos»), Marcos los llama dvnamis («fuerza») del Reino. Un hombre libre Esa fue la gran noticia que trajo Jesús a la humanidad: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 14-15). Él nunca explicó apodícticamente qué era el Reino de Dios. Lo mostró con su vida y con sus obras: Una nueva forma de existencia en la que cualquier hombre será hermano para otro hombre porque todos reconocerán a Dios como Padre: donde habrán desaparecido las enfermedades y hasta ¡a muerte habrá sido vencida.., en resumen: La salvación. Al dar un valor absoluto al Reino, Jesús relativizó todo lo demás. Debido a eso se caracterizó por una insobornable libertad: Se mantuvo libre frente al dinero y lo inculcó así a los suyos: «No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis... Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta... Buscad primero el Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 25-33). Se mantuvo libre frente a la ambición de honores y poder: «Dándose cuenta de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo» (Jn 6, 15). Se mantuvo libre frente a los poderosos, a los que no parecía temer en absoluto: «Le dijeron: Herodes quiere matarte (...) y él les dijo: Id a decir a ese zorro...» (Lc 13, 3 1-32). Se mantuvo libre frente a los lazos familiares exclusivistas: «¿Quién es mi madre y mis hermanos? (...) Todo aquel que cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3, 33-35). Se mantuvo libre frente a cualquier grupo político o religioso: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos.,.!» (Mt 23, 13-32). «Había tapado la boca a los saduceos...» (Mt 22, 34). Se mantuvo libre frente a la ley: «Habéis oído que se dijo... pues yo os digo...» (Mt 5, 21 y ss). «Quedaron asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no
  • 20. como los escribas» (Mc 1, 22). Se mantuvo libre frente a los ritos religiosos.’ «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27). Y es que la libertad de Cristo era la del que nada tiene que perder: «No hay nada que dé tanta libertad de palabra, nada que tanto ánimo infunda en los peligros, nada que haga a los hombres tan fuertes como el no poseer nada, el no llevar nada pegado a sí mismo. De suerte que quien quiera tener gran fuerza, abrace la pobreza, desprecie la vida presente, piense que la muerte no es nada. Ese podrá hacer más bien a la Iglesia que todos los opulentos y poderosos; más que los mismos que imperan sobre todo»”. En las manos de Dios Cristo también experimentó, naturalmente, el drama de todo hombre libre: Sentirse solo a pesar de estar rodeado de gente. Sus mismos discípulos no le acababan de entender: «No habían comprendido (...) sino que su mente estaba embotada» (Mc 6, 52). «¿Con que también vosotros estáis sin inteligencia?» (Mc 7, 17-18). Llegó a sentirse solo incluso entre quienes le seguían: «Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos y no tenía necesidad de que se le diera testimonio acerca de los hombres, pues él conocía lo que hay en el hombre» (Jn 2, 24-25). Sus mismos familiares llegaron a creer que estaba loco: «Se enteraron sus parientes y fueron a hacerse cargo de él, pues decían: Está fuera de sí» (Mc 3, 21). Sin embargo, todo lo que sintió de incomunicabilidad ante los hombres lo sintió también de relación personal e íntima con Dios, El nombre que usaba para referirse a Dios era el vocablo arameo Abbá, «papá». El hablaba con Dios como un niño con su padre, lleno de confianza y seguro, pero, al mismo tiempo, respetuoso y pronto a obedecer. El silencio de Dios Su tiempo le pasó la factura. Pretender implantar el Reino de Dios era una amenaza contra el viejo mundo y el estilo de vida de sus habitantes: «Tendamos lazos al justo, que nos fastidia, se enfrenta a nuestro modo de obrar (...) es un reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible, lleva una vida distinta de todas (...) Se aparta de nuestros caminos como de impurezas (,..) condenémosle a una muerte afrentosa» (Sab 2, 12-20). Ocurrió algo curioso: Grupos cuya enemistad parecía irreconciliable se unieron frente a Jesús: los fariseos porque rompía todos sus esquemas (cfr. Lc 15, 2), el Procurador romano porque defendía el pan de sus hijos (cfr. Mt 27, 24), los sacerdotes «porque le tenían miedo» (Mc 11, 18)... En definitiva, que todos se confabularon contra el inocente:
  • 21. «Antes de que perezca la nación entera, es preferible que uno muera por el pueblo» (Jn 11, 50). Su condena no fue un error. Murió como un delincuente: «Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir» (Jn 19, 7). En un mundo como el nuestro no hay lugar para los profetas. ¡Incluso Barrabás fue preferido a Jesús (cfr. Mt 27, 20-22)! Ese bandido trastornaba menos la vida cotidiana y los negocios de la gente que Jesús. La muerte de Jesús fue el precio de su libertad. No tenía nada de diplomático ni era «hombre de equilibrio». Pilato se extrañó de que no buscase ninguna cobertura, esperaba ciertamente que Jesús apelase a su clemencia, Habría sido una ocasión excelente para mostrar su poder (los ricos saben perdonar muchas ofensas a quienes les van a pedir dinero o recomendación). Todo indica que una petición suficientemente humilde habría bastado para satisfacer la vanidad del representante romano: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?» (Jn 19, 10). Jesús fue víctima consciente y deliberada de su radicalismo. En esta tierra sólo se salva quien acepta negociar. Entre los suyos cundió el desánimo: «La muerte del pastor dispersó a las ovejas» (Mt 16, 31). Y no es para menos: «La mort est nécessairement une contre-révolution», se leía en mayo de 1968 en un mural de París. Y Jesús tuvo que afrontar solo la muerte porque todos le abandonaron. Llegó a mendigar consuelo en Getsemaní cuando fue por tres veces en busca de sus discípulos y los encontró dormidos (Mt 26, 36- 46). Era costumbre ofrecer al condenado, antes de la crucifixión, un brebaje de vino muy aromatizado para adormecerlo y atenuar sus sufrimientos. Jesús se negó a beberlo (Mt 27, 34). Quiso apurar el cáliz hasta las heces. En su final se hizo presente todo lo que hace de la muerte algo aterrador: el sufrimiento corporal (los crucificados morían después de largo tiempo de agotamiento y dolor: tres horas en el caso de Jesús), la tremenda injusticia con que se le condenó, la burla de los enemigos, el fracaso de la obra de su vida, la traición de los amigos... Y, sin embargo, lo peor no fue nada de eso. En el Antiguo Testamento existía una convicción muy arraigada que podría expresarse así: No temas, cuando uno es fiel. Dios acude a salvarle y no le oculta su rostro. Todo el libro de Daniel es una exposición de este principio (una vez más: con el estilo que corresponde a una cultura narrativa): a los tres muchachos judíos que se niegan a comer alimentos prohibidos los engorda Dios milagrosamente (1, 3-15), el fuego no toca a Azarías y sus compañeros que fueron arrojados al horno por no postrarse ante la estatua de Nabucodonosor (3, 46-50), Daniel sale vivo del foso de los leones al que le habían arrojado por no rezar a Darío (6, 1-25), Susana es librada de las falsas acusaciones contra su honra (13), etc., etc, Tanto Jesús como sus verdugos compartían el principio de que Dios salva siempre al inocente. Por eso llega la prueba de fuego cuando se mofan de él diciendo: «Sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz» (Mt 27, 40). «Ha puesto su confianza en Dios: Que le salve ahora, si es que de verdad le quiere, ya que dijo: Soy Hijo de Dios» (Mt 27, 43). Pero Dios guardaba silencio. Un silencio atroz que parece dar la razón a quienes le habían condenado, Ese es el momento más duro de la muerte de Cristo. Se pone a prueba lo que había sido su único
  • 22. apoyo en vida: La conciencia de Hijo frente a su Abbá, Y en la desesperación se le escapa un grito terrible: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34). Aquí está lo específico de la muerte de Cristo: No en morir como un profeta, que es una muerte gloriosa, sino en morir como Hijo abandonado. Al Bautista le mató Herodes, y esto permitía leer su muerte como un martirio. A Jesús le matan los representantes de Dios (los sacerdotes), y con ellos todos, mientras Dios calla. En general los artistas cristianos han representado a Jesús en la cruz con expresión de paz y serena dignidad. Sin duda se acercó mucho más a la realidad Hans Holbein cuando pintó el cadáver de un hombre lacerado por los golpes, hinchado, con unos verdugones tremendos, sanguinolentos y entumecidos; los ojos grandes, abiertos, dilatados, con las pupilas sesgadas y brillando con destellos vidriosos, que le daban cierta expresión de estulticia... Un personaje de Dostoyevsky decía: «¡Ese cuadro! ¡Ese cuadro puede hacerle perder la fe a más de una persona!». Y, de hecho, los apóstoles fueron los primeros en ver que su fe se tambaleaba. La confianza a pesar de todo Sin embargo, Jesús se sobrepuso y murió diciendo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46) Realmente, ya estaba implícita esa manifestación de confianza en la queja anterior («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?») puesto que se trata de la primera frase del salmo 22, y para la espiritualidad judía citar el comienzo de un salmo equivale a citar el salmo entero. Ese salmo expresa la convicción de que Dios está cerca incluso en aquellos momentos en que resulta muy difícil experimentar su presencia (léanse los versos 25-30). Y así murió el Hijo de Dios. ¡Qué contraste con las muertes de Moisés, Buda, Confucio...! Todos ellos murieron en edad avanzada, coronados de éxitos a pesar de los desengaños, rodeados de sus discípulos y seguidores. En el Calvario aprendemos que quien quiera creer en el Dios de Jesús quizás no deba esperar el destino de Daniel o de Susana, sino el de Jesús. La cruz de Cristo coloca al cristiano, paradójicamente, en una situación muy parecida a la del ateo: Ninguno de los dos puede vivir esperando soluciones mágicas de Dios. ........................ 1. JOSEFO, Flavio, Antigüedades de los judíos, lib. 20. cap. 9. n. 1 (Ed. Che, Tarrasa, t. 3, 1988, p. 342). 2. JOSEFO. Flavio, Ibidem, lib. 18, cap. 3, n. 3 (ed. cit. p. 233). 3. TACITO. Publio Cornelio, Anales, lib. 15, n. 44 (Gredos, Madrid, 1980, t. 3, pp. 244-245). 4. Cfr. KAZANTZAKIS, Nikos. La última tentación. Debate. Madrid, 1988, p. 439. 5. AMBROSIO DE MILAN, Sermón 6 (PL 17, 614). 6. TALMUD BABILONICO, Tratado Sanhedrín, 43 a. 7. JUSTINO, Diálogo con Tr(fón, 69, 7 (RUIZ BUENO, Daniel, Padres apologistas griegos, BAC, Madrid, 1954, p. 429). 8. Cfr. HERZOG, R., Die Wunderheílun gen von Epidauros, Leipzig, 1931. 9. Es de notar que en el Antiguo Testamento sí que aparecen milagros punitivos. Recordemos cómo Eliseo maldijo a Unos niños pequeños que se burlaban de su calva y salieron del bosque Unos osos que devoraron a cuarenta y dos niños (2 Re 2, 23-24). Lo mismo ocurre en los evangelios apócrifos (es decir, evangelios que la Iglesia nunca reconoció como inspirados). Por ejemplo, el evangelio del PseudoTomás (14, 3) presenta un Niño Jesús convertido en peligro público: con sus
  • 23. maldiciones quita la vida a un muchacho que chocó contra él, al maestro que le pegó en la cabeza.., hasta el extremo de que San José tiene que pedir a María que «no le deje salir de casa para evitar que todos los que he contrarían queden muertos» (SANTOS OTERO, Aurelio, Los evangelios apócrifos, BAC. Madrid, 2. ed., 1963, p. 298). 10. LUCIANO DE SAMOSATA, Philopseudes, 14 (Obras de Luciano de Samosata, t. 2, Gredos, Madrid, 1988, pp. 206-207). 11. JUAN CRISOSTOMO, Homilía II sobre Priscila y Aquila. 4 (PG 51, 203). 12. DOSTOYEVSKI, Fiodor M., El idiota (Obras completas. t. 2, Aguilar, Madrid, 9. ed., 1973, p. 666). 4 DIOS REHABILITÓ AL AJUSTICIADO "Muerto el perro se acabó la rabia", debieron pensar a la vez los fariseos, los sacerdotes y los romanos en aquel primer viernes santo de la historia. Sin embargo, algo ocurrió en seguida que revolucionó todo. Como dirá Festo, por culpa de "un tal Jesús, ya muerto, de quien Pablo afirma que vive" (Hech 25, 19). Es sabido que para Aristóteles "fue la admiración lo que inicialmente empujó a los hombres a filosofar''1. También la teología cristiana, y la Iglesia misma, tuvieron su origen en el asombro de los discípulos al encontrar vivo al que creían muerto. El asombro de la filosofía palidece ante el asombro de la teología. ¿Qué ocurrió realmente? En el oratorio de Rodion Stschedrin "Lenin en el corazón del pueblo", el guardia rojo, junto al lecho de muerte de Lenin, canta: "¡No, no, no; no puede ser! ¡Lenin vive, vive, vive!" Es decir, Lenin vive porque su causa sigue adelante y su recuerdo no se ha apagado. ¿Qué diremos de Cristo? ¿Simplemente que está vivo porque después de dos mil años tiene el honor de "cubrir" dos veces en un solo año la portada de "Time"?; ¿porque tras la presuntuosa afirmación del beatle John Lennon en 1966 de que "Los Beatles son más populares que Jesucristo", se disolvió el famoso conjunto y, cinco años después, uno de sus antiguos componentes, George Harrison, cantaba "My sweet Lord, I really want to know you" (Mi dulce Señor, necesito realmente conocerte)? ¿Recordamos a Cristo como a Sócrates, Confucio, Buda, etcétera: Los "hombres normativos" de los que habla Karl Jaspers? De ninguna manera: Se trata de mucho más. La causa de Lenin podía seguir adelante sin su protagonista, pero no pasa lo mismo con la causa de Jesucristo. La doctrina y la vida de Jesús de Nazaret no pueden separarse. Por eso en la polémica Bergmann-Bultmann decía el primero: "Jesús no ha 'resucitado' como Goethe" 2 . Debemos afirmar rotundamente que Jesús no vive porque su causa sigue adelante, sino que sigue adelante su causa porque vive. Sin embargo, a la vez, debemos aclarar que no vive igual que nosotros. Recientemente fueron descubiertos en los alrededores de Jerusalén los huesos de un crucificado -uno de tantos como hubo- de casi dos mil años de antigüedad 3 . No faltó quien se preguntase: ¿Y si fueran los restos de Jesucristo? ¿Qué pasaría entonces con la fe en la resurrección? Semejante pregunta denota un error grosero en la concepción que muchos cristianos tienen de la resurrección de Cristo. Piensan que consistió en la revivificación de su cadáver. Sin embargo, debemos afirmar con claridad que hay una diferencia fundamental entre la resurrección de Jesús y la de Lázaro
  • 24. (/Jn/11/01-44), aunque designemos a ambas con el mismo término. Lázaro volvió a la vida de antes; simplemente se le concedió una prórroga para morir. Jesús, en cambio, "ya no muere" (Rom 6, 9) porque no volvió a esta vida, sino que "entró en su gloria" (Lc 24, 26). Mientras a Lázaro hay que soltarle las vendas para que pueda moverse (Jn 11, 44), como a cualquier ser humano, el Resucitado se presenta en medio de sus discípulos sin abrir las puertas (Jn 20, 19 y 26). Y es que el cuerpo de Cristo resucitado no es como el cuerpo físico que tenía antes de morir. San Pablo dedica casi una veintena de versículos (1 Cor 15, 35-53) a explicar la diferencia entre los cuerpos físicos y los cuerpos resucitados, tras lo cual uno tiene la impresión de no haberse enterado de nada. Y es que la resurrección carece de analogías. Desde luego, no ha sido el Nuevo Testamento quien ha proporcionado a tantos pintores los datos para representar a Jesús en el momento de salir glorioso de la tumba. Afirman los evangelistas que nadie presenció la resurrección en si misma 4 . Es lógico: Si no hubo testigos de tal acontecimiento es sencillamente porque no podía haberlos. Los cuerpos gloriosos no impresionan la retina. La palabra ófthe, que aparece en textos decisivos (1 Cor 15, 5 y ss.; Lc 24, 34; Hech 9, 17; 13, 31; 16, 9...) se emplea en los LXX 5 para expresar la rnanifestación de Dios o de seres celestes normalmente inaccesibles a los ojos. Santo Tomás de Aquino afirma que los apóstoles vieron a Cristo tras la resurrección "oculata fide" 6 : No con los ojos del cuerpo, sino con los "ojos de la fe". Por eso el Nuevo Testamento resalta expresamente que sólo hubo apariciones a creyentes: Se aparece "no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano" (Hech 10, 41), es decir, a los que creían en él, como los apóstoles, o a los destinados a creer, como Pablo. Si Pilato o Tácito hubieran estado en el lugar en que Jesús se apareció a sus apóstoles, no habrían visto nada. Hacía falta fe. En este sentido afirmamos que la resurrección de Cristo es un hecho real, realísimo, pero no es un acontecimiento histórico porque nadie lo presenció ni podía presenciarlo. La resurrección de Cristo, afortunada o desafortunadamente, no puede ser probada ni desmentida por la historia. En un artículo cuyo título ya es significativo: "Seguridad pascual sin garantías", escribe el exegeta E. Schweizer: "Existen garantías sobre la consistencia de un puente que se acaba de construir, sobre la exactitud de una operación matemática, (. .) Pero para aquello que constituye el meollo de lo humano nunca hay garantías: no existen garantías para la belleza de un cuadro, para la fuerza arrebatadora de una sonata, para el amor auténtico de una mujer" 7 . Lo más que podríamos decir es que la resurrección de Cristo es un acontecimiento metahistórico porque, sin ser histórico, toca a la historia en cuanto contribuye a modificar los acontecimientos de este mundo y ha sido percibido en sus efectos. Pero haríamos mejor en decir que es un acontecimiento escatológico. (La escatología se refiere al final. La resurrección de Cristo es final no en sentido cronológico, por ser lo último, sino en sentido cualitativo, por ser algo en sí mismo insuperable y, por tanto, definitivo.) Nos gustaría poder imaginar cómo fue todo. ¡Desgraciadamente no es posible en absoluto! No sería una vida completamente distinta si pudiéramos representarla con conceptos e imágenes tomados de la vida actual. Con esa dificultad toparon los apóstoles al querer expresar la vivencia que tuvieron y que era inexpresable. Les fallaba el lenguaje y tenían que corregirse a sí mismos constantemente: afirman que el cuerpo resucitado era como antes (Jn 20, 20) y a la vez que no era igual (Jn 20, 15; 20, 19; Lc 24, 16...). Ni siquiera saben qué palabra utilizar: Descubren que "resurrección" es insuficiente y por eso coexiste en el Nuevo Testamento otro lenguaje que habla más bien de exaltación (Flp 2, 9; Hech 2, 36; 5, 30 y ss.; 1 Tim 3, 16; Heb 1, 3; etc.). La tumba-vacía (Jn 20, 1-10) habría que inscribirla en este contexto de inadecuación del lenguaje. ¿Dijeron los apóstoles que Jesús había resucitado porque encontraron la tumba vacía, o afirmaron que la tumba estaba vacía para expresar que Jesús había resucitado? Realmente, si la resurrección de Cristo es como la nuestra, y nosotros no dejaremos de resucitar porque nuestros cuerpos queden en la tumba, ningún problema habría en que eso mismo haya ocurrido con el de Jesús. Repitamos una vez más que la resurrección no es volver a esta vida terrena, sino, a través de la puerta de la muerte, pasar a la vida eterna, entrar en una nueva dimensión.
  • 25. El significado El primer significado de la resurrección salta a la vista: Dios rehabilitó al ajusticiado. La muerte de Jesús en la cruz le había convertido a los ojos de todos en alguien maldito (Gál 3. 13). Ahora Dios corrige la sentencia de sus representantes, y éste es el contenido nuclear de la predicación apostólica: "Vosotros le matasteis clavándole en la cruz (...) Dios le resucitó" (Hech 2, 23-24). El mensaje de la resurrección revela algo completamente inesperado. A pesar de las apariencias, este Crucificado tenía razón: Era Hijo de Dios y ya no hay quien detenga el avance del Reino. Ahora, y sólo ahora, entendemos las bienaventuranzas (Mt 5, 1-12) y el Sermón de la Montaña entero (Mt 5-7): No fue un iluso; al resucitar se convirtió en el "bienaventurado"; es decir, en alguien que se había aventurado bien. A partir de ese momento su amor y su lucha por el Reino se hicieron contagiosos: "El amor de Cristo nos apremia" (2 Cor 5, 14). La resurrección de Cristo permite dar respuesta a la pregunta para la que ningún humanismo tiene respuesta: ¿Qué sentido tiene perder la vida por los semejantes? O. simplemente: ¿Para qué vivir, si nos morimos? Unamuno, en un libro cuyo mismo título ya dice mucho, gritaba, rnás que escribía: "No quiero morirme, no, no, no quiero ni puedo quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que soy y me siento ser ahora y aquí" 8 . Y, rebelde, citaba repetidamente a Sénancour: "Si nos está reservada la nada, vivamos de modo que esto sea una injusticia." 9 Marx ha prometido para el futuro una sociedad comunista donde habrá sido superada la alienación. Pero, ¿y todos los que morirán sin llegar a verla? ¿Por qué la humanidad de hoy debe ser sacrificada a la que mañana cantará? Además, ¿qué decir del que muere de cáncer, y su muerte -a diferencia del que muere en las barricadas- ni siquiera prepara el canto de mañana? Por otra parte, la futura humanidad feliz no dejará de oír a la muerte cuando diga: "Et in Arcadia ego", o sea, "Yo, la muerte, también estoy en Arcadia". La muerte vendrá a ser el Convidado de Piedra en la sociedad sin conflictos de Marx. Marx se ve obligado a guardar silencio. Sabido es que, según él, "el hombre no se propone más que aquellos problemas que puede resolver" 10. Y el filósofo marxista Ernst Bloch intenta resolver el problema con la famosa tesis de la extraterritorialidad, que no hace otra cosa que renovar el famoso sofisma de Epicuro: La muerte no tiene por qué preocupar al hombre, pues mientras éste sea, ella no será, y cuando ella sea, aquél no será 11 . Pero es un asunto de mucha envergadura para pretender solucionarlo con una frase ingeniosa. ¿Quién me impedirá parafrasear a Bloch y decir: Nada me debe importar la futura sociedad sin clases, porque cuando ella sea, yo no seré; y mientras yo sea, ella no será? Camus es más coherente que Bloch cuando escribe: "La muerte exalta la injusticia. Ella es el abuso supremo" 12 . Así queda perfectamente reflejado el drama de cualquier humanismo-ateo: Sin resurrección no hay ninguna artropología aceptable para la dignidad de la persona humana. San Pablo lo vio claramente: "Si Cristo no resucitó... isomos los más desgraciados de los hombres! (1 Cor 15, 19). En cambio, con la resurrección de Cristo todo cambia: Con ella llega la justicia a un mundo en que muertos y vivos piden justicia a gritos; porque El no resucitó por un privilegio irrepetible, sino "como primicias de los que durmieron" (I Cor 15, 20). Cuando nosotros resucitemos, la cosecha estará completa. Ahora podemos, como Jesús de Nazaret, vivir sin miedo a morir y morir sin perder la vida. Cuando el hombre se analiza en profundidad, descubre que "la raíz de toda obra buena es la esperanza de la resurrección" 13 .
  • 26. Amenazado de resurrección He aquí el testimonio de un periodista guatemalteco amenazado de muerte: "Dicen que estoy 'amenazado de muerte'. Tal vez. Sea ello lo que fuere, estoy tranquilo, porque si me matan, no me quitarán la vida. Me la llevaré conmigo, colgando sobre mi hombro como un morral de pastor. A quien se mata se le puede quitar todo previamente, tal como se usa hoy, dicen: los dedos de las manos, la lengua, la cabeza. Se le puede quemar el cuerpo con cigarrillos, se le puede aserrar, partir, destrozar, hacer picadillo. Todo se le puede hacer, y quienes me lean se conmoverán profundamente con razón. Yo no me conmuevo gran cosa, porque desde niño Alguien sopló a mis oídos una verdad inconmovible que es, al mismo tiempo, una invitación a la eternidad: 'No temáis a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden quitar la vida.' La vida, la verdadera vida, se ha fortalecido en mí cuando, a través de Pierre Teilhard de Chardin, aprendí a leer el Evangelio: el proceso de la resurrección comienza con la primera arruga que nos sale en la cara; con la primera mancha de vejez que aparece en nuestras manos; con la primera cana que sorprendemos en nuestra cabeza un día cualquiera peinándonos; con el primer suspiro de nostalgia por un mundo que se deslíe y se aleja, de pronto, frente a nuestros ojos... Así empieza la resurrección. Así empieza no eso tan incierto que algunos llaman 'la otra vida', pero que en realidad no es la 'otra vida', sino la vida 'otra'. . . Dicen que estoy amenazado de muerte. De muerte corporal a la que amó Francisco. ¿Quién no está 'amenazado de rnuerte? Lo estamos todos, desde que nacemos. Porque nacer es un poco sepultarse también. Amenazado de muerte. ¿Y qué? Si así fuere, los perdono anticipadamente. Que mi Cruz sea una perfecta geometrfa de amor, desde la que pueda seguir amando, hablando, escribiendo y haciendo sonreír, de vez en cuando, a todos mis hermanos, los hombres. Que estoy amenazado de muerte. Hay en la advertencia un error conceptual. Ni yo ni nadie estamos amenazados de muerte. Estamos amenazados de vida, amenazados de esperanza, amenazados de amor. . . Estamos equivocados. Los cristianos no estamos amenazados de muerte. Estamos 'amenazados' de resurrección. Porque además del Camino y de la Verdad, él es la Vida, aunque esté crucificada en la cumbre del basurero del Mundo..." 14 .................... 1 ARISTÓTELES. Metafísica. Iib. 1, cap 2; en Obras, Aguilar. Madrid, 2ª ed., 1977, p. 912. 2 Der Spiegel (11 de abril de 1966) 93. 3 I resti dell'uomo crocifisso, scoperti a Giv ' at ha-Mivtar: La Civiltà Cattolica 3 (1971) 492-498. 4 RS/APOCRIFOS: Es el evangelio apócrifo de Pedro (siglo II) el que hizo un re]ato fantástico de la resurrección: "Vieron los cielos abiertos y dos varones que bajaban de allí teniendo un gran resplandor y acercándose al sepulcro. Y la piedra aquella que habían echado sobre la puerta. rodando por su propio impulso. se retiró a un lado, con lo que el sepulcro quedó abierto y ambos jóvenes entraron. Al verlo, pues, aquellos soldados, despertaron al centurión y a los ancianos, pues también éstos se encontraban allí haciendo la guardia. Y, estando ellos explicando lo que acababan de ver, advierten de nuevo tres hombres saliendo del sepulcro, dos de los cuales servían de apoyo a un tercero, y una cruz que iba en pos de ellos..." (36-39* en SANTOS OTERO, Los evangelios apócrifos, BAC Madrid, 2ª ed., 1963, pp. 389-390). 5 BIBLIA-LXX: Traducción de la Biblia hebrea (Antiguo Testamento) al griego realizada entre los años 250 y 150 a. C. Se llama así porque según una leyenda transmitida por la epístola de Aristeas, fue realizada por 72 judíos (seis de cada tribu) en 72 días 6 SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, 3, q. 55. a. 2; 7 Sonntagsblatt (14 de abril de 1968).
  • 27. 8 MIGUEL DE UNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida; Obras completas, Escélicer, t. 7, Madrid, 1966, p 136. 9 MIGUEL DE UNAMUNO, o.c., pp. 135, 262, 264... 10 KARL MARX, Contribución a la crítica de la economía política, Alberto Corazón, Madrid, 2." ed., 1978, p. 43. 11 ERNST BLOCH, El principio esperanza, t. 3, Aguilar, Madrid, 1980, p. 287. 12 ALBERT CAMUS, El mito de Sísifo: Obras completas, Aguilar, México, 3ª ed., 1973, t. 2, p. 189. 13 SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis 18, 1; PG 33, 1017. 14 JOSÉ CALDERÓN SALAZAR, Amenazado de resurrección: Actualidad Pastoral (Buenos Aires, mayo 1978). 5 ¡ERA EL HIJO DE DIOS! A partir de la resurrección de Jesús, para los discípulos se hizo evidente que "no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hech 4, 12). Empezaron a llamarle "el Salvador": No había otro. Y esto da que pensar. Es verdad que Jesús de Nazaret anunció un Dios que se preocupa de los más desvalidos, ofreció un futuro que llamó Reino de Dios y dio la vida por él. Pero apenas veinticinco años después, el emperador romano Nerón condenó a muerte a Séneca por recordarle insistentemente que debía proceder con mayor justicia y misericordia. ¿Por qué decimos que "Jesús nos salva" y no que "Séneca nos salva"? Más claro todavía: Si habíamos concluido la reflexión sobre el pecado original convencidos de que el hombre, abandonado a sus propias fuerzas, no puede salvarse, y ahora decimos que Jesús nos salva, es imposible eludir este interrogante: ¿Qué relación guarda Jesús de Nazaret con Dios? En definitiva, estamos frente a la pregunta que Jesús lanzó a los suyos: "¿Quién dicen los hombres que soy yo?" (Mc 8, 27); pregunta que la humanidad lleva siglos respondiendo. Algunos de sus contemporáneos fueron viendo que era más que Abraham (Jn 8, 53), más que Moisés (Mt 5), más que Jonás (Lc 11, 32), más que David (Mt 22, 45), más que Salomón (Mt 12, 42), más que Jacob (Jn 4, 12), más incluso que el templo mismo (Mt 12, 6)... Después de la resurrección, la comunidad cristiana manifestó su entusiasmo asignándole multitud de títulos. El Nuevo Testamento ha recogido más de cincuenta: Hijo del Hombre, Señor, Mesías, Cristo, Hijo de David, Siervo de Dios, Salvador, Hijo de Dios, Palabra de Dios... E incluso empezaron a preocuparse por la realidad intradivina de Cristo: Flp 2, 6; Heb 1, 3; Jn 1, 1... Había nacido la cristología, es decir, el intento de explicar el misterio de Jesús. Concilio de Calcedonia: Los años no pasan en balde Una vez concluido el Nuevo Testamento, el proceso de profundización cristológica siguió adelante. La difusión del cristianismo en el ámbito de la cultura helenista exigía expresar la originalidad de Jesús de Nazaret en las categorías de la filosofía griega. Y se intentó. El pueblo entero participaba en los debates teológicos con auténtica pasión. Así refleja san Gregorio de Niza (334-394) las charlas cotidianas de su tiempo: "Preguntas por el precio del pan y te responden que 'el Padre es mayor que el Hijo y el Hijo está subordinado al Padre'. Preguntas si e] baño está preparado y te responden: 'El Hijo fue creado de la
  • 28. nada'." 1 Tras no pocas vicisitudes, el Concilio de Calcedonia (año 451) concluyó con la conocida fórmula de que en Cristo hay "dos physis (naturalezas), sin confusión, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de physis por causa de la unión, sino conservando, más bien, cada physis su propiedad y concurriendo en una sola prosopon (persona) y en una sola hypostasis (sustancia)"2 . A partir de ese momento se detuvo el proceso de reflexión cristológica como si se hubiera tocado techo. En vez de seguir el pueblo de Dios, como hasta entonces, reelaborando constantemente su comprensión de Jesús, se fosilizó la fórmula de Calcedonia, que se ha venido repitiendo hasta hoy, traducida literalmente a las lenguas modernas, como si esa fuera la mejor forma de conservar la verdad. Por desgracia, ocurre justamente lo contrario. Esa fórmula ha perdido hoy gran parte del valor que tuvo en el siglo V, y esto por las siguientes razones: 1. El lenguaje es siempre insuficiente. Ni por una palabra ni por un conjunto de ellas puedo captar totalmente la realidad. Siempre queda una diferencia entre lo que quiero decir y lo que digo, porque hay una fundamental inadecuación e insuficiencia del lenguaje. Y si esto ocurre al hablar de las cosas humanas, mucho más al pretender referirnos a Dios. Suponer que la fórmula de Calcedonia, o cualquier otra por buena que sea, expresa inequívocamente el Misterio es una ingenuidad, como ya dijo bellamente Agustín: "Si lo que se quiere decir lo comprendiste, no es Dios; lo que tú has podido abarcar es cosa bien ajena a Dios (...) Si lo comprendes no es él, y si es él, no lo comprendes." 3 2. Las expresiones sólo son traducibles de manera imperfecta. Muy bien lo expresa el dicho italiano "traduttore, traditore" (traductor, traidor), y no, naturalmente, por mala fe del traductor, sino porque las experiencias vitales de cada pueblo que han dado lugar a su lengua son diferentes, y por eso nunca significan lo mismo un término de un idioma y el que suele emplearse para traducirlo a otro. Por ejemplo, un caucasiano, cuya relación fundamental de ternura se establece con su propia hermana y, en cambio, a su mujer no la visita nada más que en secreto, sin atreverse jamás a aparecer con ella en público 4, no podrá nunca entender lo que significa para un occidental el término "esposa". La traducción de este concepto entre ambas lenguas, más que difícil, es imposible. El idioma tiene tal poder configurante que Heidegger pudo decir con razón que su filosofía no podía ser originalmente formulada nada más que en lengua alemana. Ya lo hacía notar Ben Sira en el prólogo que escribió en griego para el libro del Eclesiástico: "No tienen la misma fuerza las cosas expresadas originalmente en hebreo que cuando se traducen a otra lengua. Cosa que no sucede sólo en esto, sino que también la misma Ley, los Profetas, y los otros libros presentan no pequeña diferencia respecto de lo que dice el original" (vv. 21-26). Lo que significaban expresiones como physis, hypostasis, etc., para los griegos del siglo v es sencillamente irrecuperable para nosotros. Vivimos otra experiencia cultural. 3. Las palabras van cambiando de sentido. Con el correr de los siglos, una lengua viva puede llegar a cambiar tanto el significado de sus palabras y proposiciones que acaben significando cosas totalmente diferentes a las originales. Y así se da el caso curioso de que el Papa san Dionisio condenó en el año 260 a los que afirmaban tres hypostasis en Dios 5, y posteriormente la Iglesia acabó afirmando precisamente eso. La razón es que en poco más de cien años hypostasis dejó de ser sinónimo de physis y empezó a serlo de prosopon. Como consecuencia de que la teología actual ha tomado conciencia clara del problema, en vez de repetir rutinariamente la fórmula de Calcedonia, se está esforzando por hallar nuevas formulaciones