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Indice
NUESTRO MÁS ALLÁ
Sobre el Autor
Nuestro más allá
La Muerte
1. Visión Bíblica de la muerte
El pensamiento de la muerte en el Antiguo Testamento
El pensamiento de la muerte en el Nuevo Testamento
Muerte y resurrección
Las promesas de Jesús
La enseñanza de san Pablo
Bienaventurados
2. Nuestras reacciones ante la muerte
Los Apóstoles
Marta y María
La hora de Dios
Los signos
Yo soy la resurrección
¿Un Dios impasible?
Necrópolis
3. Prepararse para la muerte
Algo efímero
Nuestra gran oportunidad
Diversas maneras de salir del mundo
Imágenes muy consoladoras
Hay que prepararse
4. SALMO 90: Aprender a Calcular Nuestro Tiempo
La eternidad de Dios
La soberanía de Dios
La ira de Dios
La brevedad de la vida
Súplicas finales
De paso
5. Acompañar al que está por morir
La enfermedad
Acompañar al moribundo
Encontrarle sentido a la enfermedad
Sentido de la muerte
Jesús viene a auxiliar
La fe del enviado
2
6. El Rito de la Unción de los Enfermos
La aspersión
La proclamación de la Palabra
El rito penitencial
La comunión
La unción
La muerte de Jesús y la nuestra
7. ¿Podemos comunicarnos con los muertos?
Enseñanzas básicas del Espiritismo
Una reunión espiritista
¿Qué dice la ciencia?
Orientación cristiana
¿Los espíritus o el Espíritu?
El Juicio
8. El juicio de Dios
Basados en la revelación
¿Miedo al juicio de Dios?
¿Reírme del juicio?
Estudiante diligente
9. Juicio sobre la luz de la Fe
Algo que no se puede prestar
¿ Cómo nos gustaría encontrarnos?
Escrutar continuamente el corazón
La vigilancia
Una vestidura y una vela
10. Juicio sobre nuestros talentos
Un examen
Voto de confianza
Abuso de poder
Una carrera
Una vana excusa
¿Opio o despertador?
11. Juicio sobre el amor
Algo terrible
Nuestro narcisismo
El falso amor
La fe que salva
El temor ante el juicio
La Vida Eterna
12. El Purgatorio
¿Qué es el purgatorio?
Bases bíblicas
3
Tradición y Magisterio
Don de la misericordia
Los sufragios
Purificar el purgatorio
13. El Infierno
Lo que no es el infierno
Lo que dijo Jesús
Lo que enseña el Magisterio
Inquietante pregunta
Llamada a la conversión
14. El Cielo
Estar con Cristo
Cara a cara
Morada eterna
Las experiencias de Juan, Pedro y Pablo
Los santos
Túnica limpia
El Fin del Mundo
15. FIN DEL MUNDO
No es una catástrofe
Ninguna fecha exacta
Estén siempre vigilantes
No se turben
Como el almendro
16. El anticristo
Descripción del Anticristo
El nombre del Anticristo
El profeta del Anticristo
El cristiano fiel no será engañado
17. Cielos Nuevos y Tierra Nueva (1)
18. Cielos Nuevos y Tierra Nueva (2)
19. ¿Reencarnación o Resurrección?
La reencarnación
¿Qué nos enseña la Biblia?
La muerte expiatoria de Jesús
Cielos nuevos y tierra nueva
En la casa del Padre
20. LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS (1)
La enseñanza de Pablo
¿Cómo resucitaremos?
A imitación de Pablo
21. LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS (2)
4
La pascua del Señor
El kerigma
Significado de la resurrección
Muy consolador
5
P. Hugo Estrada s.d.b.
NUESTRO MÁS ALLÁ
Ediciones San Pablo
Guatemala
6
NIHIL OBSTAT
Pbro. Dr. Luis Mariotti
CON LICENCIA ECLESIASTICA
7
Sobre el Autor
EL PADRE HUGO ESTRADA, s.d.b., es un sacerdote salesiano, egresado del
Instituto Teológico Salesiano de Guatemala. Obtuvo el título de Licenciado en Letras en
la Universidad de San Carlos de Guatemala. Tiene programas por radio y televisión.
Durante 18 años dirigió la revista internacional “Boletín Salesiano”.
Ha publicado 47 obras de tema religioso, cuyos títulos son parte de esta colección.
Además de las obras de tema religioso, ha editado varias obras literarias: “Veneno
tropical” (narrativa), “Asimetría del alma” (poesía), “La poesía de Rafael Arévalo
Martínez” (crítica literaria), “Ya somos una gran ciudad” (poesía), “Por el ojo de la
cerradura” (cuentos), “Selección de mis poesías” y “ Selección de mis cuentos”.
8
Nuestro más allá
En nuestra sociedad, hay mucha confusión acerca de nuestras últimas realidades: la
muerte, el juicio, el purgatorio, el infierno, el cielo, el fin del mundo. Se han colado,
también entre los cristianos, ideas que no corresponden a la enseñanza de la Biblia y del
Magisterio de la Iglesia. El libro del Padre Hugo Estrada, s.d.b., viene a despejar muchas
dudas acerca de lo que técnicamente se llama la “Escatología”, nuestras últimas
realidades. El Autor, en su libro, muy al día, explica con claridad meridiana y con agilidad
lo que enseña la Iglesia Católica a la luz de la Biblia, de la Tradición y de los enfoques de
los teólogos contemporáneos.
9
A manera de introducción
Al iniciar este libro sobre las últimas realidades del ser humano, hago míos los
conceptos de dos grandes escritores, que han profundizado en la “escatología”, la ciencia
que estudia las realidades posteriores a la vida humana en esta tierra.
“Este tema jamás lo habría escogido yo. Es difícil. Sin embargo algunas personas
me lo pedían insistentemente: «¡Háblanos del más-allá, porque no sabemos qué
pensar!». Eran cristianos creyentes y practicantes que no desconocían el tema, ni lo
negaban como otros. Durante decenios la predicación sobre el tema ha sido discreta, diría
que casi silenciosa, dejando a la literatura esotérica, con frecuencia poco realista, la
responsabilidad de responder a la ansiosa curiosidad del hombre cara a la muerte”.
“¿Es esta discreción extrema una reacción a la exageración sobre el tema en la
predicación de otros tiempos? ¿Es debido al malestar que el hombre moderno siente
ante imágenes tan ingenuas como las que representaban antiguamente «los
novísimos»? Pero si estas imágenes están en desuso, ¿por qué no presentar el más-allá
en su verdad profunda? Porque el más-allá del hombre es el hombre mismo en su
profundidad”.
Francois-Xavier Durrwell,
en su libro “El más allá”
“No hace muchos años, el mismo magisterio de la Iglesia ha creído oportuno
ofrecer a todos una síntesis de las verdades irrenunciables de la fe con respecto a la
escatología, o sea, con respecto a las realidades posteriores a la vida terrena del
hombre, aunque esa síntesis esté hecha con una fuerte acentuación de puntos concretos
cuya afirmación, al redactada, se consideró especialmente en peligro. Constituye una
tarea irrenunciable para todo el que tiene alguna responsabilidad en la transmisión de
la Palabra de Dios (predicadores y catequistas), no silenciar estas verdades, sino
exponerlas en conformidad con la fe de la Iglesia. Incluso todo creyente tiene que dar
razón de su esperanza (1P 3, 15). Ninguno debería olvidar las severas palabras que
escribió E. Brunner: “Una Iglesia que no tiene ya nada que enseñar sobre la eternidad
futura, no tiene ya nada en absoluto que enseñar, sino que está en bancarrota”. Pero es
misión de la teología procurar una inteligencia de esas verdades de fe.”
Cándido Pozo,
en su libro “La venida del Señor”
10
La Muerte
11
1. Visión Bíblica de la muerte
El pensamiento de la muerte, con frecuencia, es perturbador para muchas personas. Algunos aseguran que
han muerto y que han vuelto a la vida; con mucho detallismo nos cuentan su experiencia de ese momento. Lo
cierto es que esas personas tuvieron una aproximación a la muerte, pero no murieron del todo porque nadie ha
regresado del más allá para contarnos su experiencia. Sólo Jesús pudo volver de la muerte, y nos aseguró que, si
creemos en Él, también nosotros resucitaremos para vivir eternamente.
Ante el perturbador pensamiento de la muerte, las reflexiones de los grandes
pensadores y filósofos, solamente nos presentan, en “abstracto”, sus teorías e hipótesis
acerca de la muerte; pero no nos sirven para enfrentar con fe y esperanza nuestra propia
muerte y la de nuestros seres queridos. Es solamente Dios el que nos puede hablar
acerca del “más allá”; del sentido cristiano de nuestra muerte. Sólo la Palabra de Dios
nos puede dar plena seguridad de que no caminamos por un sendero de frías y dudosas
teorías e hipótesis.
Sólo en la Biblia, Dios mismo nos habla, nos ayuda a enfrentar nuestra propia
muerte y la de nuestros seres queridos. No hay otro camino seguro para darnos razón
acerca del misterio de la muerte. ¿De qué me sirve saber lo que dijeron Sócrates y Platón
acerca de la muerte, si sus pensamientos son solamente hipótesis y teorías? La última
palabra para mí, acerca de la muerte, sólo me puede venir de la revelación: lo que Dios
me adelantó acerca de lo que será mi muerte y mi vida en el más allá. Acerquémonos,
entonces, a la Biblia, y volvamos a escuchar con fe lo que Dios nos reveló acerca de la
muerte y de la vida eterna.
El pensamiento de la muerte en el Antiguo Testamento
La Biblia nos enfrenta con la primera muerte de un ser humano: un asesinato; un
hermano que mata a su propio hermano. Caín mata a Abel. De sopetón nos encontramos
con el dolor profundo de una mamá y de un papá, que, por primera vez, ven que uno de
sus hijos, está tendido en el suelo y no se levanta más. Adán y Eva comprueban lo que el
Señor les había advertido; si escogían ir por el camino del pecado, se encontrarían con la
muerte. Su hijo, sin vida, en el suelo, era una prueba fehaciente de lo que Dios les había
adelantado acerca de la muerte.
Los primeros seres humanos de la Biblia comenzaron a pensar que el hombre, al
morir, no quedaba totalmente aniquilado. Según ellos iba a un lugar de sombras, llamado
“Seol”. La Biblia no detalla cómo era ese lugar. Según los hombres bíblicos de los
primeros tiempos, en el “Seol” nadie alaba a Dios, ni se relaciona con los demás. Es un
lugar de sombras, de frustración. Por eso, cuando al Rey Ezequías se le anuncia su
12
próxima muerte, se pone a llorar desconsolado (Is 38, 1-7).
Pero esa idea desoladora del “Seol” fue, poco a poco, abandonada. Ya en algunos
salmos, comienza a aparecer la incipiente revelación de Dios con respecto al más allá. En
el salmo 16, dice el salmista:“Todo mi ser vivirá confiadamente, pues no me dejarás en
el sepulcro, ¡no abandonarás en la fosa al amigo fiel! Me mostrarás el camino de la
vida”(Sal 16, 10-11). En el salmo 49, el salmista afirma: “Pero Dios me salvará del
poder de la muerte, me llevará con él” (Sal 49, 15).
El libro de la Sabiduría afirma concretamente: “Las almas de los buenos están en
manos de Dios, y el tormento no las alcanzará” (Sb 3, 1). Además, afirma también el
mismo escritor, que los buenos “resplandecerán como antorchas” (Sb 3, 7). En el libro
de los Macabeos, los mártires, que dan testimonio de su fe en el Señor, afirman que
mueren confiando en que Dios los resucitará (2M 7, 9.14, 23). Es en el segundo libro de
los Macabeos en donde se hace oración de intercesión por los muertos en la batalla. En el
mismo texto se comenta: “Si él no hubiera creído en la resurrección de los soldados
muertos, hubiera sido inútil e innecesario orar por ellos. Pero como tenía en cuenta
que a los que morían piadosamente los aguardaba una gran recompensa, su intención
era santa y piadosa. Por eso hizo ofrecer este sacrificio por los muertos, para que
Dios les perdonará su pecado” (2M 12, 44-45). De esta manera, Dios fue preparando a
la humanidad para la revelación de Jesús en el Nuevo Testamento, acerca del sentido de
la muerte para el cristiano.
El pensamiento de la muerte en el Nuevo Testamento
Dice la Carta a los Romanos: “El salario del pecado es la muerte” (8, 23). La
humanidad estaba bajo el signo terrible de la muerte. Al venir Jesús, afirma que viene
para morir. Tres veces lo anuncia con claridad en el Evangelio de san Marcos. Pero cada
vez que Jesús habla de su muerte, añade que a los tres días va a resucitar.
Jesús viene para asumir nuestra muerte; la que merecíamos por nuestros pecados.
Viene para quitarle a la muerte su poder desolador sobre nosotros. La muerte de Jesús es
una muerte “expiatoria”. Muere en lugar de nosotros, para que seamos perdonados y
para que no tengamos una muerte eterna, sino que podamos resucitar. San Pedro lo
expresa muy bien, cuando escribe: “Jesús en el madero llevó nuestros pecados”(1P 2,
24). Unos setecientos años antes, el profeta Isaías había tenido una revelación acerca del
futuro Mesías. Lo vio como un cordero que en silencio era llevado al matadero con los
pecados de todos (Is 53, 7). Ése es el sentido expiatorio de la muerte de Jesús en lugar
nuestro.
13
Muerte y resurrección
Pero Jesús no venía para quedarse en un sepulcro. Siempre que Jesús habla de su
futura muerte, añade que va a resucitar a los tres días. Durante su vida Jesús demostró
que tenía poder sobre la muerte. Con una orden resucitó al hijo de la viuda de Naín (Lc
7, 12).También le devolvió la vida a la hija de Jairo, dirigente de una sinagoga (Mc 5, 22-
42). A propósito, Jesús permitió que su amigo Lázaro se quedara cuatro días en la
tumba; luego lo resucitó, espectacularmente, con una sola orden: “Lázaro, sal fuera” (Jn
11, 43). Fue el milagro más grande de Jesús durante su vida pública.
Es impresionante que nadie le preguntó a Jesús qué quería decir cuando afirmaba
que iba a resucitar. Era algo tan inexplicable, que, por eso mismo, nadie se atrevía a
consultarle a Jesús qué quería decir eso de “resucitar al tercer día”.
Cuando María Magdalena va al sepulcro de Jesús y lo encuentra vacío, no grita con
júbilo: “¡Resucitó!”. Más bien piensa que se han robado el cuerpo del Señor. Pedro, al
ver el sepulcro vacío, solamente lo inspecciona, pero no da muestras de alegría; no habla
de resurrección. La resurrección de Jesús fue el acontecimiento más grande del mundo.
Sobre la resurrección del Señor está basado todo el cristianismo. Por eso, san Pablo
decía: “Si Jesús no resucitó, vana es nuestra esperanza”(1Co 15, 17).
Hay una expresión de nuestro Credo, que ha desconcertado a muchos; en el Credo,
refiriéndonos a Jesús, confesamos: “Descendió a los infiernos”. No quiere decir que fue a
visitar al diablo, sino que fue a anunciar a los santos, que habían muerto antes que él,
que con su muerte y resurrección la puerta del cielo estaba nuevamente abierta.
“Infiernos”, aquí, quiere decir, “lugares inferiores”, en donde, según los antiguos, estaban
retenidos los que habían muerto en gracia de Dios, antes de que Jesús abriera
nuevamente las puertas del cielo, cerradas por el pecado. Estos “infiernos”, en el sentido
bíblico, son una imagen para hablar del estado en que se encontraban los justos, que
habían muerto antes de la redención que trajo Jesús.
Las promesas de Jesús
Fue junto al sepulcro de Lázaro, que Jesús le dijo a una de las afligidas hermanas
del difunto: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto
vivirá, y el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25). Todo podría haberse
quedado en bonitas palabras, pero Jesús no se mostró como un “teórico” acerca de la
muerte; ante todos, con una orden, resucitó a Lázaro. Frente al sepulcro de Lázaro el
Señor nos entregó la más fabulosa promesa de resurrección para los que creemos en él.
14
En la última Cena, poco antes de su muerte, Jesús les dijo a sus apóstoles: “En la
casa de mi Padre hay muchas moradas, si no fuera así, yo no les habría dicho que les
voy a preparar un lugar. Y después de irme y de prepararles un lugar, vendré otra vez
para llevarlos conmigo, para que ustedes estén en el mismo lugar en donde yo voy a
estar” (Jn 14, 2-3). Esta promesa es fabulosa: muchas veces nos habremos preguntado:
“¿Cómo hago yo para dar ese salto hacia la eternidad?”. Jesús ya nos contestó por
anticipado esta pregunta. El Señor nos dice que no debemos preocuparnos por eso,
porque Él mismo vendrá para llevarnos. No iremos solos; Jesús mismo nos acompañará
en nuestro viaje hacia la eternidad.
Todas las veces, que participamos en la Eucaristía, nos sentimos como los apóstoles
y volvemos a escuchar esta inigualable promesa del Señor: Jesús tiene para nosotros una
morada preparada en el cielo. Además, recordamos que también dijo el Señor: “El que
come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último
día”(Jn 6, 54). Cada vez que comulgamos con devoción estamos comiendo el “antídoto”
contra la muerte eterna: estamos comiendo ya la vida eterna, nuestra futura resurrección.
Toda Eucaristía es como un ensayo de lo que tendremos que hacer en la Nueva
Jerusalén, que exhibe el Apocalipsis y a la que el Señor nos ha invitado.
La enseñanza de san Pablo
Dice san Pablo, en su Carta a los Romanos, que nosotros en el bautismo somos
“sepultados” con Cristo. Nos hundimos en los méritos de Cristo en la cruz. Y como
Jesús salió del sepulcro, así también nosotros, al estar en Cristo, vamos a ser
“resucitados” (Rm 6, 4-5). El mismo san Pablo afirma: “El que resucitó a Jesús, dará
también vida a nuestros cuerpos mortales” (Rm 8, 11). Por eso nosotros creemos en la
“resurrección de los muertos”, en cuerpo y alma, al final del mundo.
San Pablo no sólo escribió estas bellas frases; las vivió él mismo a plenitud. Cuando
san Pablo ya había cumplido su misión, decía: “Deseo morir y estar con Cristo” (Flp 1,
3). Para él, la muerte lo ponía en contacto directo con Jesús resucitado, que se le había
aparecido en el camino hacia Damasco. Pablo no demostraba pánico ni incertidumbre, al
pensar en su muerte; el motivo lo expresó en su carta a los Filipenses, cuando escribió:
“Para mí el vivir es Cristo, y la muerte, ganancia”(Flp 2, 21). Para Pablo la muerte era
el fin de una carrera, de una batalla librada por la fe; ahora esperaba una corona de
gloria. (2Tm 4, 8). A esa madurez cristiana se nos convida a todos nosotros. El cristiano
maduro, es el que, como Pablo, se encamina hacia la muerte como hacia una “ganancia”,
a recibir una corona de gloria. Todo esto no debe ser una “teoría” para nosotros;
debemos llegar a aceptar con la mente y a vivirlo con el corazón. Son conceptos,
revelaciones que deben estar muy dentro de nosotros, sobre todo en el momento que nos
15
toque dar el paso sin retorno a la eternidad.
Bienaventurados
El Apocalipsis no presenta a los que han muerto en Jesús, en un “Seol” de
frustración. El Apocalipsis es el libro más optimista de la Biblia: muestra a los que han
muerto en el Señor en la Nueva Jerusalén, en el cielo, en donde “no hay ni muerte, ni
luto, ni dolor, ni llanto” (Ap 21, 4). Un personaje del cielo, al referirse a los
bienaventurados, comenta: “Ellos son los que vienen de la gran tribulación; son los que
lavaron sus túnicas en la sangre del Cordero”.Como síntesis de lo que viven los que
están en el cielo, el Apocalipsis, afirma: “Bienaventurados los que mueren en el Señor.
Descansen ya de sus fatigas” (Ap 14, 13).
Consciente de estas revelaciones, el cristiano se enfrenta a la muerte, haciendo
morir diariamente a su hombre viejo, y fortaleciendo siempre su hombre nuevo. El
cristiano sabe que para pertenecer a la Iglesia triunfante, como el grano de trigo, debe
morir a todo lo que no es de Dios; debe lavar continuamente su túnica en la sangre de
Jesús, el Cordero de Dios. El cristiano maduro, no ve la muerte como una enemiga, sino
como una “hermana”, como la llamaba san Francisco de Asís. Por eso, como peregrino,
espera la muerte como una “ganancia”, pues lo lleva a la “corona de gloria” que el Señor
le ha preparado. El cristiano maduro, cuando llegue su hora, debe decir como Pablo:
“Deseo morir y estar con Cristo”.
16
2. Nuestras reacciones ante la muerte
Cuando muere algún amigo, nos acercamos a sus familiares y les llevamos palabras
de consuelo, que brotan del cariño, del deseo de poder aliviar en algo el dolor ajeno. Pero
sabemos, de antemano, que nuestras palabras no son una respuesta total para su
problema. Cuando la muerte se acerca a alguno de nuestros seres queridos, sentimos que
tambaleamos; las palabras de consuelo de los demás nos confortan, pero no son una
respuesta a nuestra crisis espiritual. Los libros escritos por los hombres acerca de la
muerte no dejan de ser simples teorías o hipótesis. El oscuro problema de la muerte sólo
se ilumina cuando logramos acercarnos a Jesús, que fue el único que puede decir: “Yo
soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11,
25).
El capítulo 11 de San Juan es un excepcional texto inspirado, que nos ayuda a
tantear, espiritualmente, a través de este laberinto para el que los hombres no nos pueden
dar una explicación suficientemente satisfactoria. Por eso viene muy al caso analizar las
distintas reacciones, que se detectan en las varias personas, que estuvieron cerca de la
muerte de Lázaro, el amigo de Jesús, que murió y fue resucitado.
Los Apóstoles
Cuando Jesús les anuncia que irán a visitar a la familia del difunto Lázaro, los
apóstoles enmudecen; no hay ningún comentario, en un primer momento. Sólo el apóstol
Tomás se hace intérprete de los sentimientos de los otros y dice: “Vayamos, pues,
también nosotros a morir”. Los apóstoles sían muy bien que a Jesús lo estaban
persiguiendo a muerte; captaban que, por consiguiente, también ellos peligraban. La
expresión “¡Vayamos, pues, a morir también nosotros!” no es una expresión de
aceptación, sino de rebeldía, de capricho espiritual. No se acepta la orden de Jesús; lo
siguen, pero de mala gana.
Tomás parece que, en gran parte, interpreta, en alguna forma, nuestros sentimientos
ante la muerte. Nunca la logramos aceptar. Ante ella pronunciamos frases como: “¡Qué
vamos a hacer!”…, “Así es la vida”…, “Es el destino”…, “No hay remedio”. En estas
expresiones se adivina que no hay aceptación; que estamos proyectando una disimulada
rebeldía.
Marta y María
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Los sentimientos de Marta y María son bastante confusos ante la muerte de Lázaro.
Es explicable. Todos hemos pasado por momentos similares. Tanto Marta como María,
cuando se encuentran con el Señor, le reclaman: “Si hubieras estado aquí …”, como
quien dice: “No estuviste, y con tiempo te enviamos aviso”. “No llegaste y podías
haberlo curado”. Y así adelante. Lo cierto es que esa frase no deja de tener fondo de
rebeldía. Ante la muerte, siempre le queremos hacer objeciones a Dios. Nunca estamos
satisfechos; siempre presentamos nosotros una “posibilidad”, que hubiera podido entrar
en acción y no entró. Según nosotros, eso era lo mejor. Lo mejor es el plan de Dios.
Aunque no nos guste. Nuestras reclamaciones y cavilaciones no nos ayudan a que
superemos este momento difícil. Hasta que digamos: “Hágase”, pero de corazón, hasta
ese momento nuestra mente seguirá inventando posibilidades que ya no logran resucitar a
nuestros difuntos.
Algunas personas no lograron llegar al “hágase”, y se quedaron “resentidas” con
Dios. No lo han logrado “perdonar”, pues siguen pensando que les jugó una mala partida.
“Si hubieras estado aquí”… ¡Pero, si Dios siempre está! Cuesta mucho verlo en esos
momentos de oscuridad absoluta.
Ante el sepulcro de Lázaro, Jesús ordena que quiten la piedra que cubre la entrada.
Es la hermana de Lázaro, Marta, quien se opone a que quiten la piedra, y alega: “Hace
cuatro días que está allí el cadáver; ya huele mal”. Siempre le queremos dar órdenes a
Dios. En el fondo, casi creemos que no hizo bien las cosas; que obra con cierta
imprudencia. Ante la muerte, no faltan nuestras consabidas preguntas: “¿Por qué de
cáncer?” “¿Por qué a mí?” “¿Por qué tan joven, tan niño, tan pronto?” Nuestras
preguntas no son preguntas, sino, en cierto sentido, son alegatos: “No quiten la piedra;
¿no se dan cuenta que hace ya cuatro días que murió?…” “¿No te das cuenta de que
huele mal?”
La hora de Dios
Le avisan a Jesús que su amigo íntimo está gravemente enfermo, y no va, de
inmediato, a su casa; se queda predicando. ¡Que raro! Nos avisan a nosotros de la
gravedad de un amigo, y salimos volando hacia su casa. El reloj de Dios nunca podrá
estar sincronizado con el nuestro. Ni hay que intentarlo. La hora de Dios es eterna; sólo
nos toca aceptarla. El día que intentemos cronometrar a Dios, nos vamos a desesperar.
Algunos tienen mucha experiencia en esto.
Jesús durante su vida, muchas veces, habló de “su hora”. Se refería al momento de
su muerte y glorificación. Hubo un momento en que ya estaba en las manos de sus
18
enemigos, pero, dice el Evangelio, que se les escabulló. Todavía no había llegado su
hora. En el monte de los Olivos, cuando llegan los soldados, Jesús les dice: “Esta es la
hora de las tinieblas”; y se entregó a ellos. Había llegado su hora.
Nuestra hora está marcada en el reloj de Dios. Con angustiarnos no vamos a alargar
ni acortar el tiempo. No hay más que aceptar la muerte de antemano. A eso se llama
confianza en la sabiduría del Padre, que busca la mejor hora para cada uno de sus hijos.
Los signos
Cuando le dan a Jesús la noticia de la gravedad de Lázaro, dice unas extrañas
palabras: “Esta enfermedad no es para muerte”(Jn 11, 4). que lo rodeaban,
seguramente, no entendieron. Jesús sabía que todos ellos necesitaban un “signo” muy
fuerte porque les esperaban momentos de mucha crisis. Por eso reservó para esa
circunstancia la resurrección de Lázaro; este milagro era muy superior a cualquier otro
realizado antes. Cuatro días en un sepulcro; ¡mal olor de cadáver, y luego resucitado!
Los signos son voces de Dios para hablarnos, para interpelarnos. Siempre Dios está
haciendo signos. Hay que saberlos captar e interpretar. Pero un signo no basta para
decidir nuestra conversión definitiva. Muchos de los que presenciaron la resurrección de
Lázaro, seguramente, se asombraron en el momento, pero, al poco tiempo, volvieron a
su rutinaria vida. Y no sería raro que algunos de los que gritaban pidiendo la muerte de
Jesús, hubieran estado presentes junto al sepulcro de Lázaro. Ante los signos de Dios no
basta “asombrarse”: hay que “convertirse”.
Yo soy la resurrección
En una situación tan delicada -la muerte de Lázaro-, no bastaba afirmar: “Yo soy la
resurrección y la vida; el que cree en mí aunque haya muerto vivirá” (Jn 11, 25). Jesús
resucitó a Lázaro; resucitó también al hijo de la viuda de Naín; a la hija de Jairo,
dirigente de una sinagoga. Jesús advirtió que para experimentar esa resurrección era
indispensable la fe. A Jairo, que acudió a él porque se le había muerto su hija, Jesús sólo
le advirtió: “No temas; sólo ten fe”. Y Jairo se aferró a las palabras de Jesús, y vio a su
hija resucitada. Marta desconfiaba, en cierta forma, cuando Jesús le dijo: “Tu hermano
resucitará”. Marta respondió: “Si, Señor, ya sé que resucitará en el último día”, quien
dice: “Pero para eso falta muchísimo tiempo”. Jesús se le adelantó: “Yo te digo que si tú
crees, verás la gloria de Dios”. Marta creyó y vio a su hermano resucitado.
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La fe, que pide Jesús, concuerda con la definición de la fe que da la Carta a los
Hebreos: “Es garantía de lo que se espera, prueba de lo que no se ve”(Hb 11, 1). Fe es
meterse en lo invisible, pero no a ciegas, sino agarrados de la mano del Señor.
¿Un Dios impasible?
Cuadro simplemente bellísimo: Jesús quebrantándose -como cualquier ser humano-
ante la muerte de su amigo. Llora, se turba. Una mala educación religiosa o una falta de
orientación en las cosas de Dios, ha presentado un Dios lejano e impasible. Como que no
se interesara del confuso mundo de los hombres. Aquí, la Biblia afirma, gráficamente,
todo lo contrario. Jesús está junto al que sufre. Jesús también sabe llorar. Seguramente
tuvo que llorar la muerte de su papá, José. El silencio de la Biblia con respecto a José,
nos da a entender que ya había fallecido. Con razón Jesús, que había experimentado, en
carne propia, el dolor ante la muerte, pudo decir un día: “Vengan a mí todos los que
están agobiados y cansados que yo les haré descansar”(Mt 11, 28). Marta y María
acudieron a él. ¡Y, de veras, que sintieron lo que era su descanso!
Con la mejor buena voluntad, pero muy lejos de la manera de ser de Dios, algunas
personas dicen: “Dios me quitó a mi hijo”, “Dios me quitó a mi esposo”. Eso de “quitar
esposo e hijo” no es muy evangélico. Pero sí expresa esas concepciones subconscientes
de un Dios “no muy bueno”, que pareciera que no se da cuenta del dolor ajeno.
Jesús, que llora ante el sepulcro de Lázaro, nos viene a decir que Dios no está para
aumentar el dolor del mundo, sino para ponerse al lado del que sufre el mal del mundo, y
ayudarle a pasar por ese valle oscuro. ¡Cómo falta conocer más al auténtico Jesús! “La
anchura y la profundidad del Corazón de Dios”, como decía San Pablo.
Necrópolis
Los griegos llamaban necrópolis a sus cementerios, es decir, ciudad de los muertos.
Para ellos la muerte era un lugar de sombras y tristezas. Cuando alguien se ha logrado
encontrar con Jesús, ya no existen necrópolis, sino sólo “cementerio”, que quiere decir:
dormitorio, lugar de paso hacia una casa mejor y eterna.
Ante la muerte, es fácil tambalear. ¡Qué bien que abunden las palabras de consuelo
de los amigos! Sin ellas sentiríamos que nuestra soledad es más grande. Pero esas
palabras, como las de los grandes sabios de este mundo, nunca pueden sonar como las
luminosas palabras de Jesús que, en medio de las tinieblas de la muerte, nos repite: “Yo
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soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11,
25). Jesús no se quedó en palabras. Resucitó a Lázaro y resucitó él mismo, como
primicia de todos los que vamos atrás, creyendo en que él no nos dejará en una oscura
necrópolis, sino que nos llevará a la casa definitiva de su Padre, nuestro Padre.
21
3. Prepararse para la muerte
En una fábula se narra que cierto leñador se desesperó por la dura vida que llevaba:
“¡Ojalá me venga la muerte!”, protestó. Al punto se le presentó la muerte: “¿Me
llamaste?” El leñador, asustado, respondió: “No; yo no te he llamado”. La muerte es una
de nuestras grandes e innegables realidades. La vemos rondar, día a día, a nuestro
alrededor, pero nos cuesta convencernos de que puede sorprendernos en cualquier
esquina. Siempre pensamos que la muerte es para los demás.
El tema de la muerte no tiene muchos simpatizantes. Más bien, es un tema del que
se habla por necesidad, con cierto temor. El evangelio, en cambio, nos invita a estar
siempre preparados para el día de nuestra muerte. Jesús afirma que no debemos
hacernos ilusiones, pues él vendrá como ladrón, en el momento en que menos lo
esperamos. La nuestra muerte debe ser “preparada”, conscientemente, durante toda
nuestra vida. El encuentro con Dios, cara a cara, no podemos, por temor, relegarlo como
algo secundario de nuestra existencia. Una buena muerte no se improvisa: se prepara.
Algo efímero
Vivimos y nos aferramos a las cosas de este mundo como que fuéramos a vivir
eternamente. La Biblia, repetidas veces, se encarga de hacernos meditar en que nuestra
vida es algo muy efímero. Santiago afirma: “¿Que es la vida de ustedes? Ciertamente es
una neblina que aparece por un poco tiempo, y luego se desvanece”(St 4, 14). La
neblina, a veces, es muy espesa; pero, de pronto, llega un rayo de sol, y nadie se acuerda
de que allí había neblina.
En el libro de Job, se encuentra otra imagen parecida: “Los días del hombre son
más veloces que la lanzadera del tejedor”(Jb 7, 6). El ojo humano apenas logra ver esa
escurridiza lanzadera, que va de un lado a otro. Si en tiempo de Job se hubieran
conocido algunas de nuestras sofisticadas máquinas, la lanzadera del tejedor hubiera
quedado relegada a un segundo plano en cuanto a la velocidad.
En el libro de las Crónicas se lee: “Extranjeros y advenedizos somos delante de ti,
como todos nuestros padres; y nuestros días sobre la tierra, cual sombra que no
dura”(1Cro 29, 15).
Lo cierto es que el día de hoy podemos desayunar alegremente en nuestra casa, y,
por la tarde, ya estar dentro de un ataúd. El cáncer, los ataques al corazón, el sida, los
accidentes aéreos y automovilísticos están a la orden del día. Todo nos indica que
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debemos estar siempre preparados; no “angustiados”, pues el cristiano sabe, de
antemano, que sus días están en manos del Señor. Ni un minuto más ni un minuto
menos.
Carlos Shick se llamaba el atrevido individuo, que se introdujo en un tonel, que era
llevado por la corriente hacia las Cataratas del Niágara. Todos vieron cómo el tonel se
precipitó en las aullantes cataratas. Trancurrió un momento de tensión y todos vieron,
estupefactos, cómo Shick salía victorioso del tonel. Todos lo ovacionaron. Le
aplaudieron frenéticamente. Shick, muy orondo por su triunfo, volvía hacia su casa
cuando se resbaló en una cáscara de banano, se golpeó la cabeza y murió
instantáneamente. Había superado el peligro mortal en las Cataratas del Niágara, y,
ahora, allí estaba tendido en la acera con un golpe mortal.
Nuestra situación aquí en la tierra es de forasteros. Estamos de paso. El día de
nuestro nacimiento comenzó nuestra carrera hacia la muerte. A nuestra derecha y a
nuestra izquierda, continuamente, van cayendo seres queridos, personas desconocidas,
amigos. A pesar de todo, en el fondo nos creemos indestructibles. Casi llegamos a dar la
impresión de que la ley de la muerte se inventó para otros, pero que, tal vez, se puede
hacer alguna excepción con nosotros.
El salmo 90 dice: “Setenta son los años que vivimos; los más fuertes llegan hasta
ochenta; pero el orgullo de vivir tanto, sólo trae molestias y trabajo”. Por eso, el
salmista en el mismo salmo, hace la siguiente oración: “Enséñanos a contar bien
nuestros días, para que nuestra mente alcance sabiduría”. Lo más importante no es el
número de años que vivamos, sino la manera cómo los vivamos. A eso la Biblia le llama
“alcanzar sabiduría”.Es lo que también nosotros le debemos pedir continuamente al
Señor.
Nuestra gran oportunidad
El tiempo, que se nos ha concedido, es la oportunidad de preparar nuestro
encuentro con el Señor. La parábola de los talentos, que narró Jesús, enfoca este tema de
una manera muy evidente. A cada uno se nos han concedido “talentos”, cualidades,
dones, oportunidades para que nos realicemos en esta vida; para que cumplamos la
misión que Dios nos encomendó. Nadie se puede dar el lujo de “enterrar” su talento. En
nuestro encuentro con el Señor, se nos advierte que se nos pedirán los talentos
“multiplicados”. En el Evangelio, continuamente, se machaca que nuestra vida no
termina en un cementerio. Jesús, al mismo tiempo, que habla de la muerte, remarca la
idea de la “vida eterna”, en el cielo.
Es impresionante la manera en que San Pablo encaró la muerte. En la vida de Pablo
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abundan las persecuciones, las cárceles, los naufragios, las trampas, que le tendían sus
enemigos. Pablo no vio con temor la muerte. Un día escribió: “Para mí el vivir es Cristo
y el morir, ganancia”(Flp 1, 21). Pablo había tenido un encuentro con Jesús resucitado.
Eso lo había marcado para toda su vida. Por eso estaba seguro de la resurrección. La
muerte la consideraba como “ganancia”.
La resurrección de Jesús es la columna principal sobre la que descansa el edificio de
nuestra religión. Si no se ha tenido un encuentro personal con Jesús resucitado, no puede
existir esa fe inquebrantable de Pablo en la vida futura. Si no se ha tenido encuentro
personal con Jesús resucitado, no tienen sentido sus palabras: “Yo soy la resurrección y
la vida; el que cree en mí aunque haya muerto vivirá”(Jn 11, 25).
Cuando se tiene una fe incondicional en la resurrección de Jesús, entonces cobra
valor la promesa, que Jesús les hacía a sus apóstoles en la última cena: “En la casa de mi
Padre hay muchas moradas; si no fuera así, yo no les hubiera dicho que voy a
prepararles un lugar. Y después de irme y de prepararles un lugar, vendré otra vez para
llevarlos conmigo, para que ustedes estén en el mismo lugar en donde yo voy a
estar”(Jn 14, 2-3).
San Pablo, cuando le escribía a los Corintios, hacía notar la importancia que tenía
para la fe de cada individuo el haber llegado a aceptar la resurrección de Jesús. Las
palabras de Pablo, en esta carta, son de las más importantes de la Biblia. Decía Pablo:
“Si Cristo no hubiera resucitado, la fe de ustedes sería vana; aún estarían en sus
pecados… Si solamente en esta vida esperamos en Cristo, somos los más dignos de
compasión de todos los hombres” (1Co 15, 17-20). Cuando hemos llegado a creer
firmemente en la resurrección de Jesús, entonces, sus palabras para nosotros son
definitivas. Entonces Jesús no es alguien que vino a ilusionarnos con la utopía de un
“más allá”. Si Jesús, de veras, resucitó, no hay motivo para que desconfiemos de
ninguna de sus palabras. La muerte, entonces, no nos lleva a la lobreguez de una tumba,
sino es un paso hacia un más allá glorioso.
Esta convicción en la vida futura la expresó San Pablo con una adivinada imagen.
Escribe San Pablo: “Nosotros somos como una casa terrenal, como una tienda de
campaña permanente; pero sabemos que si esta tienda se destruye, Dios nos tiene
preparada en el cielo una casa eterna, que no ha sido hecha por manos humanas”(2Co
5, 1).
En este mundo estamos transitoriamente. El que vive en una carpa de campaña lo
hace solamente en momentos de emergencia, momentáneamente. Aquí, vivimos
provisionalmente. Nuestra casa definitiva, según la Biblia, está en el cielo. Esto no es
para que vivamos como evadidos de nuestra realidad, con la cabeza en las nubes. Este
pensamiento nos ayuda, como a Pablo, a lanzarnos de lleno a cumplir la misión que Dios
nos ha encomendado en esta tierra. La vida eterna comienza aquí cuando estamos
multiplicando los “talentos”, que Dios nos encomendó para servir a los demás.
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Diversas maneras de salir del mundo
Tanto los médicos como las enfermeras y los parientes del que muere, notan bien la
diferencia entre alguien que es un creyente de corazón y el incrédulo. En la historia ha
quedado famosa la muerte del escritor Voltaire. Durante su vida hizo gala de despreciar
las cosas de Dios. En dos oportunidades, cuando estaba a punto de morir, pidió que lo
auxiliara un sacerdote. Las dos veces sanó. Pero, apenas se sintió con fuerza, comenzó
nuevamente a burlarse de Dios y de todo lo religioso. La tercera vez, que se encontraba
gravísimamente enfermo, pidió la presencia de un sacerdote. Sus amigos de la masonería
no lo permitieron. Según el médico que lo atendía, Voltaire murió gritando
desesperadamente y mordiendo las sábanas de su cama, mientras gritaba: “He sido
abandonado de Dios y de los hombres”. Tuvo muchas oportunidades para morir
cristianamente, pero desaprovechó el momento de gracia que el Señor le concedía.
De Carlos IX de Francia se dice que murió gritando: “¡Cuánta sangre, cuántos
asesinatos… en cuántos malos consejos anduve! ¡Estoy perdido!” En ese instante tan
decisivo de su existencia veía desfilar a tantas personas a quienes había mandado a
matar; recordaba todos sus errores.
La muerte de las personas, que creen firmemente en las palabras de Jesús, es muy
distinta. El libro de los Hechos narra que cuando estaba muriendo San Esteban, mientras
sus enemigos lo apedreaban, él oraba por ellos, mientras afirmaba que estaba viendo el
cielo abierto y a Jesús, que lo esperaba (Hch 7, 55-56).
Una de las últimas frases, que pronunció San Juan Bosco en su agonía, fue: “Los
espero a todos en el paraíso”. Santo Domingo Savio murió diciendo: “¡Qué cosas tan
hermosas veo!” Bien afirma el libro de la Sabiduría que las almas de los justos están en
manos de Dios (Sb 3, 1).
Imágenes muy consoladoras
La Biblia, ante la imposibilidad de describir lo indescriptible, opta por imágenes muy
impactantes para darnos una lejana idea de lo que será la vida eterna para los que creen
firmemente en las palabras del Señor.
A los atletas triunfadores, en tiempos antiguos, se les coronaba con una guirnalda de
laurel. De aquí tomó San Pablo su imagen para pensar en su encuentro con Dios.
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Escribía san Pablo: “Me aguarda la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez
justo, en aquel día; no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida”(2Tm
4, 6). Pablo se imaginaba ser coronado después de haber cumplido con la ardua tarea
que Dios le había encomendado en el mundo.
En el libro del Apocalipsis prevalece la idea de descanso para referirse a la vida
eterna. “Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor -escribe San Juan-,
descansarán de sus trabajos” (Ap 14, 13 ). Nuestra vida es un tejido de obstáculos y
luchas. De pronto todo eso se convierte en un gozoso recuerdo. Inicia lo que la Biblia
llama el descanso en el Señor. El descanso eterno.
Con una de las figuras de más hondura espiritual, para hablar de la felicidad en la
vida eterna, afirma san Juan: “No habrá llanto, ni luto, ni dolor, ni lágrimas”(Ap 21,
4). Este sentido negativo de lo que no existirá en el más allá de los justos es de lo más
consolador que se encuentra en la Biblia.
Hay que prepararse
En algunas universidades se ha introducido una materia muy extraña: la
“tanatología”; la ciencia que versa acerca de la muerte. En sentido cristiano, esta ciencia
siempre fue enseñada por Jesús, aunque no le dio un nombre técnico. Jesús siempre
habló de prepararse para el encuentro con Dios; de permanecer con las lámparas
encendidas: Jesús siempre nos anticipó que él llegará como un ladrón. De repente.
San Juan Bosco, una vez al mes, a sus hijos los invitaba a hacer lo que él llamaba
“El ejercicio de la buena muerte”. Un retiro mensual en que la persona revisa sus cuentas
ante su Señor. Algo muy sabio, y, al mismo tiempo, muy descuidado por muchísimas
personas, que piensan que con excluir el tema de la muerte, la van a alejar. Son como los
niños, que, ante el peligro, se esconden entre las sábanas y creen, de esta manera, que el
peligro está conjurado.
Cuando Jesús se estaba despidiendo de sus apóstoles, antes de su muerte, les dijo
unas palabras muy consoladoras: “Confíen en Dios y confíen también en mí. En la casa
de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, yo no les hubiera dicho que voy a
prepararles un lugar”(Jn 14, 1-2). A Jesús se le llama el “primogénito de los que
mueren” (Col 1, 18). Él se adelantó para prepararnos un lugar. Jesús les advertía a sus
apóstoles que para poder llegar a esa convicción, tenían que “creer en Dios y en él”. Para
poder tener esa certeza gozosa de una eternidad en el cielo hay que aferrarse con toda la
mente y el corazón a las palabras de Jesús. Si creemos en las promesas de Jesús, para
nosotros será lo normal pensar que, si creemos en Cristo, aunque muramos, tendremos la
vida eterna (Jn 11, 25), y que ocuparemos una de esas “moradas” que Jesús se adelantó
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a prepararnos.
El historiador Heródoto recuerda que en tiempos pasados, en Egipto, después de un
grandioso banquete, alguien pasaba con un ataúd, que llevaba dentro una figura humana.
Uno de los sirvientes, que portaban el ataúd, iba repitiendo: “Lo que él es, tú serás”. Los
paganos, antes este realismo impactante, se decían: “Comamos y bebamos porque
mañana moriremos”.
Jesús, muchas veces, en el Evangelio, nos habla con realismo acerca de la muerte.
No lo hace para infundirnos miedo. La pedagogía de Jesús es preventiva: quiere que nos
acostumbremos al pensamiento de nuestra futura muerte y nos preparemos debidamente.
Que no sea para nosotros una sorpresa desagradable. Nosotros, al oír a Jesús hablarnos
de la muerte, no llegamos a la conclusión de comer y beber porque un día moriremos,
sino pensamos que la muerte es sólo el puente para poder llegar a gozar de la presencia
de Dios eternamente, en compañía de nuestros seres más queridos, que se nos
adelantaron. Esto no debe ser una salida de consolación, sino una fe total en la palabra de
Jesús: “El que cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11, 26).
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4. SALMO 90: Aprender a Calcular Nuestro Tiempo
Calderón de la Barca tiene una obra de teatro titulada: “El gran teatro del mundo”.
Los actores ingresan al escenario por una puerta, que tiene la forma de una cuna. El
director de escena le reparte a cada uno su respectiva indumentaria para poder actuar:
unos reciben trajes de reyes, otros de soldados, de obreros, de sirvientes. Al final se va
invitando a cada personaje a que salga por la puerta, que tiene la forma de un ataúd. De
esta manera, el escritor representa lo que es la vida. El mundo es un escenario en el que
nos toca actuar. Dios nos ha colocado para desempeñar un papel, una misión. Todos
tenemos que salir por la puerta de la muerte.
En el mundo estamos de paso. Se nos olvida con frecuencia. Creemos que
permaneceremos para siempre en el escenario. La Biblia nos recuerda: “No tenemos aquí
una ciudad permanente” (Hb 13,14). Somos viajeros, peregrinos. Muchas veces se nos
olvida esta realidad, o, mejor dicho, no la queremos afrontar. Nos ilusionamos pensando
que por la puerta con forma de ataúd, sólo les toca salir a otros. De esta manera,
tratamos de mentirnos a nosotros mismos para no pensar en una de nuestras grandes
verdades, la muerte.
El salmo 90 es el único que escribió Moisés. Este profeta vivió 120 años. En su
vejez, nos dejó esta extraordinaria reflexión sobre el sentido del tiempo y de nuestra
fragilidad humana. Este salmo busca enseñarnos a vivir nuestro hoy en la presencia de
Dios.
La eternidad de Dios
Moisés comienza alabando la eternidad de Dios. A través de los siglos, Dios es un
“refugio” para sus hijos, los hombres. Dios es la seguridad absoluta.
Señor, tú has sido para nosotros
un refugio de edad en edad.
Antes de ser engendrados los montes,
antes de que naciesen la tierra y el orbe,
desde siempre y para siempre tú eres Dios
(vv. 1-2).
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Al pensar en la eternidad de Dios, Moisés inicia entonando un himno de alabanza a
Dios, que, a través de los siglos, se ha manifestado como un “refugio”, un Dios
providente para los seres humanos. El inicio de este salmo es una oración por medio de
la que Moisés, en su ancianidad, bendice a Dios porque puede dar testimonio que “de
generación en generación” ha experimentado la infaltable providencia de Dios.
La soberanía de Dios
Moisés recibió la revelación de Dios acerca del origen del hombre, que fue colocado
en el universo como un “administrador” de las cosas de Dios. No es el dueño. La gran
tentación del hombre es constituirse “dueño” del universo, y olvidar su condición de
simple “administrador”. Moisés quiere recordarle al hombre que viene del polvo y que a
él volverá.
Tú reduces al hombre a polvo,
diciendo: “Retornen hijos de Adán”.
Mil años en tu presencia
son un ayer que pasó,
una vela nocturna.
Los siembras año por año,
como hierba que se renueva:
que florece y, se renueva por la mañana,
y que por la tarde la siegan y se seca
(vv. 3-6).
Cuando el hombre se olvida de su condición de “administrador” y se cree el
“dueño” del mundo, se olvida de su Creador, y construye babeles de confusión, que lo
desestabilizan espiritualmente. El salmo 90 acentúa el hecho de que vamos a volver al
polvo. El miércoles de ceniza, la Iglesia, como madre, nos dice: “Recuerda que eres
polvo y en polvo te convertirás”. De esta manera, se nos quiere apartar de la tentación de
construir babeles en las que se hace caso omiso de Dios. El Eclesiastés también insiste en
el mismo tema, cuando anota: “Todos caminan hacia la misma meta, todos han salido
del polvo y todos vuelven al polvo. Vuelve el polvo a la tierra, a lo que era, y el
espíritu a Dios que es quien lo dio” (Ecl 3, 20; 12, 7).
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A nosotros, mil años nos parecen una cantidad exorbitante. El salmo 90, por el
contrario, nos asegura que para Dios mil años son como un día, como una vigilia
nocturna, que, según los antiguos, duraba la tercera parte de la noche. Este pensamiento
lo recoge también san Pedro, cuando escribe: “Para el Señor un día es como mil años, y
mil años como un día”(2P 3, 8). El tiempo de Dios no depende de nuestros relojes. El
mismo salmo nos compara a la hierba del campo, que florece en la mañana, y en la tarde
ya la han cortado.
Calderón de la Barca tiene otra bella obra de teatro titulada: “La vida es sueño”. El
autor, en esta obra, sostiene que mientras vivimos, soñamos; cuando morimos,
despertamos. Durante el sueño fantaseamos en tantas cosas. Lo cierto que, al despertar,
nos damos cuenta de que todo fue una ilusión. Por eso Jesús advertía: “Velen, pues, no
saben el día ni la hora en que vendrá el Hijo del Hombre” (Mt 25, 13). Nunca Jesús
quiso infundir miedo a la muerte. Su intención, al hablarnos de la inminencia de la
muerte, fue enseñarnos a ser “previsores”, a no ser sorprendidos por una de nuestras
realidades definitivas: la muerte. Para no “improvisar” el día en que debemos pasar a la
eternidad, Jesús nos indica que cuando él vuelva por nosotros, quiere encontrarnos como
“siervos fieles”, con los “lomos ceñidos”, en actitud de servicio a los demás. Jesús nos
asegura, que si eso se cumple, Él mismo se compromete a “servirnos la mesa” (Lc 12,
37). También dijo Jesús que cuando Él vuelva por nosotros, quiere encontrarnos con
nuestros “talentos” multiplicados. Es decir, con la misión cumplida.
La ira de Dios
No deja de desconcertarnos que el salmo 90 hable de la “ira de Dios”, que nos ha
consumido (v. 9). En la Biblia la ira de Dios significa que Dios es justo y que no puede
aceptar como limpio lo que está manchado. Dios odia el pecado, pero ama al pecador, y
busca salvarlo por todos los medios. Por eso, Dios aplica su disciplina al pecador para
salvarlo. No castiga como un verdugo, con odio, sino como un Padre, con amor. Así lo
expresa el salmista, cuando dice:
¡Cómo nos ha consumido tu cólera,
y, nos ha trastornado tu indignación!
Pusiste nuestras culpas ante ti,
nuestros secretos, ante la luz de tu mirada.
Y todos nuestros días pasaron bajo tu cólera,
y nuestros años se acabaron como un suspiro
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(vv. 7-9).
El caso del profeta Jonás es muy ilustrativo para comprender lo que es la “ira de
Dios”. Jonás va por camino de perdición. El Señor suscita una tormenta, que pone en
peligro el barco en el que va Jonás. Los de la tripulación lanzan al mar al profeta
desobediente, como causante de la desgracia. Jonás va a parar al vientre de un gran
cetáceo. Allí reconoce su pecado y pide perdón a Dios. El Señor no quería aniquilar a
Jonás, sino salvarlo, porque lo amaba. Muchas de las tormentas de nuestra vida, son
provocadas por Dios, que quiere aplicarnos su disciplina para salvarnos, quiere
demostrarnos que para él somos muy importantes.
En el Antiguo Testamento, muchas veces, se creía que toda desgracia era un castigo
de Dios. Cuando llegó Jesús, perfeccionó la revelación en cuanto al sufrimiento. Ante un
ciego de nacimiento, los apóstoles le preguntaron que quién había pecado para que
sucediera esa desgracia: los padres del ciego o el mismo invidente. Jesús respondió que ni
el ciego ni sus padres eran culpables de la ceguera de aquel hombre; el ciego estaba allí
para la gloria de Dios. Más tarde, nos vamos a dar cuenta de que ese ciego va a tener
con Jesús uno de los encuentros personales más bellos del Evangelio. Era para la gloria
de Dios que el ciego había nacido enfermo (Jn 9).
No toda desgracia corresponde a un castigo de Dios. Jesús hace ver que Dios Padre
corta los sarmientos que dan fruto, para que den más fruto. No habla de sarmientos
inútiles, sino de sarmientos fructíferos. Aquí está señalado el proyecto de Dios para
santificar más a los que ya son buenos y están produciendo buenos frutos. El Señor los
purifica para que su fruto sea muy agradable a Dios (Jn 15).
El salmo 90 hace la pregunta: “¿Quién entiende el golpe de tu ira?” (v. 9). La
respuesta es: ninguno. Nadie puede comprender la disciplina de Dios, su castigo. Sólo
nos queda inclinar la cabeza y aceptar el proyecto de Dios para nosotros, con la plena
confianza de que ese camino es el que, en la Sabiduría de Dios, nos conviene más. Y, no
sólo aceptamos la voluntad de Dios; también lo alabamos porque, por la fe, sabemos que
el plan de Dios para nosotros es la muestra de su amor.
La brevedad de la vida
Moisés, que vivió 120 años, en su ancianidad, llegó a la conclusión de que la edad
normal de un ser humano es de 70 años; los más robustos llegan a 80. Sin embargo, todo
es“fatiga inútil”. Es la conclusión a la que llega Moisés en su reflexión de anciano:
Aunque uno viva setenta años,
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y el más robusto, hasta ochenta,
la mayor parte son fatiga inútil,
porque pasan aprisa y vuelan.
¿Quién conoce la vehemencia de tu ira,
quién ha sentido el peso de tu cólera?
Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato
(vv. 10-12).
Aquí, encontramos ecos del libro de Job, en el que se anota: “Mis días son más
rudos que un correo, se me escapan sin que pueda ver la dicha; se deslizan como
lancha de junco, como águila que cae sobre la presa...” (Jb 9, 25-26).El autor del
Eclesiastés llega a la misma conclusión, cuando apunta: “Vanidad de vanidades y todo es
vanidad” (Ecl 1, 2).
Ante esta constatación de la brevedad y fragilidad de la vida, el salmista hace una
petición a Dios:
Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato (v. 12).
En vista de lo efímero de la existencia humana, el salmista opta por pedirle a Dios la
sabiduría de saber vivir el hoy de cada día. De aprovechar el tiempo al máximo para
cumplir la voluntad de Dios.
Jesús contó el caso de un hombre que se afanó toda la vida para acaparar riquezas y
más riquezas. Cuando ya era millonario, se dijo: “Bueno, ahora, a pasarla
espléndidamente”. Jesús narró que ese mismo día, el rico oyó una voz que le decía:
“Necio, esta misma noche morirás: ¿a quién le van a quedar tus riquezas?” (Lc 12,
20). Jesús llama “necio” a este hombre, que había calculado su vida “a largo plazo”, sin
saber que esa misma noche iba a morir.
Jesús dijo: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?”
(Mt 16, 26). La sabiduría de Dios nos lleva a calcular nuestros años, a saber “ganar a
Dios”, que es lo más importante de nuestra existencia. Se puede vivir pocos años y se
puede hacer mucho bien. El joven Domingo Savio, discípulo de Don Bosco, vivió
solamente 15 años, y la Iglesia lo tiene en los altares. En su corta edad, se santificó.
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Súplicas finales
Moisés, al reflexionar en la brevedad de la vida y la fragilidad del hombre, concluye
el salmo 90 haciendo varias súplicas a Dios:
Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?
Ten compasión de tus siervos;
por la mañana, sácianos de tu misericordia,
y toda nuestra vida será alegría y júbilo;
danos alegría, por los días en que nos afligiste,
por los años en que sufrimos desdichas.
Que tus siervos vean tu acción
y tus hijos tu gloria.
Baje a nosotros la bondad del Señor
y haga prósperas las obras de nuestras manos
(vv. 13-17).
Todas estas súplicas, que Moisés le presenta a Dios, tienen su respuesta muy
concreta en Jesús, que es la solución de Dios para nosotros. En primer lugar, el salmista
le pide a Dios “compasión”. Los rabinos, maestros de religión entre los judíos, afirmaban
que “fidelidad” es la definición de Dios. El salmista, al ver la brevedad de la vida y la
fragilidad humana, piensa que necesita, sobre todo, la compasión de Dios. Por eso le pide
que “sacie” al pueblo con su misericordia. Una porción muy grande de su perdón, de su
compasión.
Jesús nos da la respuesta a esta petición, cuando narra la parábola del hijo pródigo.
En esta parábola, Jesús presenta a Dios como un Padre compasivo que tiene siempre
abiertos los brazos y la puerta de su casa para cuando vuelva el hijo rebelde; para
devolverle sus privilegios de hijo, y para organizarle una fiesta de bienvenida.
El salmista, pasa a pedirle a Dios que les conceda “alegría”. Los del pueblo de Dios
ya han sufrido mucho en el pasado. Ahora, puede haber una compensación: alegría y
júbilo. Jesús, en las “Bienaventuranzas”, asegura que los que se atrevan a ir por el
camino del Evangelio, serán “dichosos”. En la última cena, también el Señor les dijo a los
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apóstoles: “Les he dicho estas cosas para que mi alegría esté en ustedes y para que su
alegría llegue a la plenitud” (Jn 15, 11). Una característica del santo es su gozo, su
alegría. En él se cumple la promesa del Señor: es “dichoso” porque va por el camino del
Evangelio. El gozo debe ser lo normal en nuestra vida, si vivimos las bienaventuranzas.
El salmista también le pide a Dios la evidencia de sus obras: “Que tus siervos vean
tu acción…” (v. 16). Lo que el salmista desea es que todo el pueblo vea “la mano de
Dios” en todas las circunstancias para que aumente su fe y sea fiel en todo a Dios.
Jesús prometió que los que “creyeran” verían “señales” (Mc 16, 17), es decir,
tendrían experiencia de la manifestación de Dios. A los apóstoles siempre les
acompañaron señales milagrosas en su evangelización. El libro de Hechos recuerda que,
en tiempo de persecución, un grupo de fieles se reunieron en una casa particular y, en
oración de fe, pidieron “signos y milagros” para que todos creyeran en Jesús. La señal de
Dios no se hizo esperar. Al momento se vino un fuerte temblor. Nadie se asustó; todos
vieron en el temblor la respuesta de Dios.
Necesitamos pedir con fe los signos de Dios. Los necesitamos para que nuestra fe
se fortalezca, para que conozcamos más a Dios, lo amemos mejor y nos entreguemos a
su servicio con gozo.
La última petición que hace Moisés para todo el pueblo es que Dios haga
“prósperas las obras de sus manos” (v. 17). Todos hemos recibido talentos del Señor;
tenemos una misión que cumplir. Por eso le pedimos al Señor tener éxito en nuestro
trabajo, en nuestra misión. Lo necesitamos.
Jesús nos dice que no debemos estar “ansiosos” por la comida y el vestido. El Señor
mismo nos da la solución cuando dice: “Busquen primero el reino de Dios y su justicia
y lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6,33). Es como que nos dijera: “Vivan según
las normas del Evangelio y yo me encargaré de que no les falte lo necesario”. Nos
promete “hacer prósperas las obras de nuestras manos”.
Estas súplicas finales compendian nuestros anhelos para nuestra breve y frágil vida,
que cobra sentido pleno, si contamos con la bendición de Dios.
De paso
“No tenemos aquí una ciudad permanente” (Hb 13, 14), nos dice la Biblia. Estamos
de paso. Somos peregrinos. El salmo 90 nos recuerda nuestra fragilidad humana, pero
también nos exhorta a poner la confianza en Dios, que es “eterno” y que, de generación
en generación, ha sido fiel y nunca nos fallará. También nos anima a vivir nuestro hoy
con la mirada puesta en Dios para buscar siempre su voluntad, que es el camino que nos
34
conviene. El salmo de Moisés insiste en la brevedad de nuestra vida. Jesús, por otra
parte, nos invita a “estar siempre preparados porque no sabemos el día ni la hora” (Mt
25, 13). El Señor nos asegura que, si al venir él, nos encuentra como siervos fieles con
los lomos ceñidos, en actitud de servicio a los demás, él mismo nos va a servir la mesa.
Ésta es la sabiduría que se pide en el salmo 90, y que todos buscamos, día a día, de todo
corazón. Es nuestro mejor anhelo que cuando vuelva el Señor, nos encuentre en vigilante
espera con nuestras lámparas encendidas.
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5. Acompañar al que está por morir
Jesús santifica todos los momentos más importantes de nuestra vida por medio de
los sacramentos, que son signos eficaces de su gracia. De manera especialísima
acompaña al enfermo grave por medio de la Unción de los enfermos, que, por lo general,
se complementa con la confesión y la comunión.
Por medio de la Unción de los enfermos, Jesús se le acerca al enfermo, como el
buen samaritano, que con el aceite de su compasión, quiere aliviar sus dolencias y quiere
atenderlo en su estado de postración. Por medio del sacramento de la Unción, el enfermo
experimenta la compasión de Jesús, que afirmó que venía a “vendar los corazones
heridos” (Is 61, 1)
Fue en la Edad Media cuando se le dio el nombre de “Extremaunción” a este
sacramento. Con el nombre se introdujo también la mentalidad de que debía reservarse
sólo para los que estaban a punto de morir. Fue un desacierto. Algunos Padres durante el
Concilio de Trento protestaron contra esta mentalidad con respecto al Sacramento de la
Unción; pero no logró cambiarse ni el nombre ni la mentalidad con respecto a este
sacramento. Fue el Concilio Vaticano II el que sugirió el cambio de nombre para la
Extremaunción. Propuso que se le llamara “Unción de los enfermos”. Con el cambio de
nombre se introdujo una nueva mentalidad: ahora, ya no es el Sacramento para los
moribundos (la Extremaunción), sino el Sacramento para los enfermos.
No obstante, hay en un momento en la vida del individuo en que la Unción de los
enfermos se convierte para él en una “Extremaunción”. Nuestra primera unción la
recibimos el día de nuestro Bautismo, cuando quedamos consagrados a Dios como
templos del Espíritu Santo (Ef 1, 13). En la Confirmación se nos unge nuevamente para
fortalecernos en nuestra misión como soldados de Cristo. Cuando nos disponemos a
emprender nuestro viaje hacia la eternidad, somos también ungidos con la fuerza del
Espíritu Santo para sentirnos acompañados por nuestro buen Pastor, que nos guía a
verdes pastos y a aguas tranquilas.
Muchos le atribuyen un sentido “mágico” a este sacramento. Según ellos, basta que
el enfermo lo reciba ― aunque sea en estado de coma ― y ya todo queda arreglado. No
es así. La fe es indispensable para que el Sacramento pueda comunicar la Gracia.
Cuando se administra al enfermo, que está inconsciente, es porque no sabemos si
escucha o no lo que se está diciendo. Y porque creemos en la oración de intercesión en
favor del que se encuentra en una situación, que para nosotros es totalmente
desconocida.
36
La enfermedad
Antes de reflexionar expresamente sobre la Unción del que está por morir, es
preciso meditar sobre la situación del enfermo. La enfermedad provoca, por lo general,
una crisis en el enfermo. Es tiempo de tentación en que el espíritu del mal aprovecha
para sembrar la cizaña del temor, de la duda y de la desesperanza. El enfermo se
enfrenta, primero, con el dolor, la debilidad; luego con sus consecuencias: a veces,
escasez de dinero para médicos y medicinas; imposibilidad de trabajar, de movilizarse. El
enfermo se da cuenta de que los demás no lo pueden atender como él quisiera: que se
olvidan de él. El enfermo, entonces, comienza a sentirse como “una carga pesada” para
su familia. Piensa que los demás lo marginan. Hasta llega a pensar que Dios lo ha
abandonado.
El caso de Job es muy típico al respecto. Al principio, Job, ante todas sus
calamidades, decía: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó” (Jb 1, 21). Todo muy ejemplar.
Pero, conforme fueron arreciando las interminables desgracias, Job comenzó a cuestionar
la acción de Dios. Job se consideraba bueno, ¿por qué, entonces, Dios lo castigaba de
esa manera? En sus razonamientos negativos, Job pensaba que si le fuera posible llevar a
Dios a un juzgado con seguridad le ganaría el pleito, pues, él era bueno: no había motivo
justificado para que Dios lo tuviera en esa calamitosa situación.
En su crisis espiritual, a Job le fallaron su familia y su comunidad. Su esposa,
exasperada por todo lo que sucedía, le dijo: “¡aldice a Dios y muérete!” Sus amigos, con
complejo de teólogos, lo hundieron más en la depresión porque se empecinaron en que si
Job estaba pasando por esa situación tan espantosa debía ser porque tenía escondido
algún pecado grave. Más tarde, cuando interviene Dios, les dice a estos falsos teólogos:
“Ustedes hablaron mal de mí”(Jb 42, 7). Es decir: “Ese Dios que ustedes presentan no
soy yo”. Una familia poco cristiana, le va fallar a su enfermo. Personas con criterios
antievangélicos, con respecto a la enfermedad, no son las personas apropiadas para
“acompañar” al enfermo en este trance tan crítico de su vida.
Un enfermo con conceptos no bien cimentados en la Biblia, puede hundirse más él
mismo. Alguno, por ejemplo, dice: “Esta enfermedad que Dios me envió…” Esto va
contra la revelación del mismo Dios en la Biblia. Dios es un “papá” bueno. Un padre
bueno no les envía enfermedades a sus hijos. Los que creen que Dios se está vengando
de ellos, manifiestan un concepto de un Dios futbolista, que devuelve las patadas que le
dan. Este concepto de Dios no le ayuda para nada al enfermo para la situación de crisis
por la que está pasando.
Acompañar al moribundo
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Antes, la gente moría en su cama y en su casa, por lo general, rodeada de sus
familiares. Ahora, debido al sistema de vida de nuestra sociedad, muchos mueren solos
en un hospital, en un asilo de ancianos. Si algo necesita de manera especialísima el
enfermo grave es ser acompañado espiritualmente. Es el momento de hacer por los
moribundos lo que nosotros quisiéramos que hicieran por nosotros cuando seamos
llamados a la presencia de Dios.
La situación psicológica y espiritual del enfermo grave es muy delicada. Por un lado,
la enfermedad y el sufrimiento hacen que se sienta un solitario, un abandonado por
todos, y hasta por Dios. Muchos caen en la depresión, en la rebeldía. Santa Teresita
aconsejaba alejar de los enfermos toda medicina peligrosa. Ella había pasado por esos
instantes de aturdimiento espiritual y psicológico, y había experimentado la tentación del
suicidio.
El moribundo no necesita que le den clases de teología, en ese momento, sino que
haya alguien que viva su fe y que procure compartirla con él, con mucho amor. Sin
presionarlo. Sin quererle imponer por la fuerza algo. A veces el enfermo agradece más un
respetuoso silencio, lleno de compasión, que las interminables lecciones bíblicas que lo
aturden y desconciertan más.
Sólo una persona muy llena del amor de Dios puede sobreponerse ante la
impaciencia del enfermo, ante sus caprichos, ante sus locuras y exigencias. Es el
momento de ver la imagen de Jesús, en el rostro demacrado y sudoroso del enfermo. Es
el momento de pedir al Espíritu Santo la sabiduría necesaria para sugerir las frases
bíblicas más apropiadas y que más impacto puedan causar en el enfermo. Es el momento
de la oración insistente, si es posible, en comunidad. Al enfermo le consuela que alguien
con amor lo esté acompañando en oración en ese instante, tan decisivo y desconcertante,
de su vida en que ya no acierta cómo orar. Aunque parezca que el enfermo no escuche,
hay que continuar orando y sugiriendo frases bíblicas de consuelo. Muchos de los que
han vuelto de su estado de coma, han expresado que oían todo lo que los demás decían y
comentaban. Según los expertos, el sentido del oído es de los últimos que se pierde.
El momento de la muerte es tiempo de Gracia. El Señor procura alcanzar a sus hijos
en “horas extra”, como lo hizo con el buen ladrón. Hay que cooperar con el Señor para
que el moribundo reciba la misericordia del Señor. El famoso escritor Jorge Luis Borges
hacía gala de su ateísmo en las entrevistas que le hacían. Sin embargo, cuando estaba
muriendo pidió que llamaran a un sacerdote y le rogó que rezara el Padrenuestro.
Me llamaron para asistir a una anciana en punto de muerte. De entrada, la anciana
me dijo que no era católica y que ella no me había llamado. Le contesté que no la iba a
presionar en nada. Que si permitía únicamente iba a hacer una oración por ella para que
Jesús la acompañara en ese momento difícil de su vida. Después de hacer la oración, la
anciana me dijo que le gustaría confesarse; que hacía muchos años que no lo hacía. Le
indiqué que si creía en la confesión, con mucho gusto la atendería. Después de
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confesarse, me dijo que hacía mucho que no le rezaba a la Virgen María, que le gustaría
hacerlo. Nuevamente le indiqué que si tenía fe, que lo hiciéramos juntos. Terminé
dándole la Unción de los enfermos.
Alguien, que había sido mi profesor en la Universidad, me mandó a llamar, cuando
estaba a punto de morir. Me dijo que quería confesarse, pero que todo debía quedar en
absoluto secreto, que nadie lo debía saber. Le dije que no tenía sentido confesarse en
secreto. Que era el momento preciso de reparar todas las veces que se había
avergonzado de confesar a Jesús. Era el momento de humillarse y reconocer su error
ante Jesús y sus parientes y amigos. Así lo hizo. Es impresionante cómo hasta en los
últimos momentos nuestro orgullo quiere jugarnos malas partidas. Pero más
impresionante es comprobar cómo nos alcanza la misericordia de Dios en los últimos
instantes de nuestra existencia.
Encontrarle sentido a la enfermedad
Pablo tenía una “espina”, que lo hacía sufrir. Algunos creen que fueran ataques
epilépticos o enfermedad de la vista. Pablo, después de rezar muchas veces para obtener
la sanación sin lograrla, recibió la revelación de Dios: el Señor le dijo que esa espina la
había “permitido” para que no se envaneciera por sus muchos dones espirituales. Pablo,
entonces, decía que se sentía fuerte cuando se sentía débil, porque, entonces, lo que
prevalecía en él era el poder de Dios (2Co 12 ,10).Pablo, de esta forma, le había
encontrado sentido a su“espina”.
Walter Scott y Lord Byron eran dos famosos escritores. Los dos eran cojos. Walter
Scott se mostraba sereno, con gozo. Era un cristiano convencido. Lord Byron, en
cambio, era un hombre lujurioso y amargado. No había logrado encontrarle sentido a su
enfermedad. Junto a la cruz de Jesús había dos ladrones. Los dos, al principio, insultaban
y maldecían a Jesús. Uno de los ladrones, al oír a Jesús y verlo cómo se entregaba a
Dios por la salvación del mundo, se convirtió. De la maldición pasó a la oración. Le
encontró sentido a su sufrimiento. No basta sufrir para santificarse. El dolor a unos los
hace mejores, a otros les endurece el corazón. La diferencia consiste en que los
cristianos, a la luz de la cruz, le encuentran sentido a su enfermedad, a sus sufrimientos,
y pasan de la rebeldía a la oración. Esta conversión abre sus corazones para la salvación,
que Jesús quiere llevarles. Un gran favor se le hace al enfermo grave al ayudarle a que le
encuentre sentido a su sufrimiento, a su situación de enfermo terminal. No es fácil. Pero
la gracia de Dios es más grande que nuestra debilidad.
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Sentido de la muerte
Hay circunstancias en que el enviado a orar por el enfermo tiene que aceptar que al
enfermo le falta poco tiempo, que tiene una enfermedad terminal. Entonces, sin ningún
temor, debe industriarse para ayudarlo a ver la realidad y a prepararse para ese paso tan
decisivo de su vida.
El tema de la muerte, por lo general, se elude en nuestra sociedad. El hombre, en la
actualidad, cree que con sólo no hablar de la muerte, las cosas se van arreglar solas. No
es así. Hay que ayudar al enfermo con enfermedad terminal a prepararse para ese paso
importantísimo de su existencia. No se le hace ningún mal. Todo lo contrario, se le hace
un gran bien.
San Juan Bosco estilaba hacer, mensualmente, con sus jóvenes lo que llamaba el
“ejercicio de la buena muerte”. Cada mes se hacía un breve retiro espiritual en el que
cada uno se preguntaba cómo se encontraba, en ese instante, si Dios lo llamara a la
eternidad. Los jóvenes habían asimilado con naturalidad el tema de la muerte. Tanto es
así, que, cuando Don Bosco, con su don de “palabra de ciencia”, anunciaba que dentro
de dos meses iban a morir dos jóvenes del oratorio, no cundía el pánico; al contrario,
todos se aprestaban a encontrarse en buena relación con Dios, por si acaso les tocaba
pasar a la eternidad. Don Bosco afirmaba que la buena marcha de su oratorio se debía a
la confesión y comunión frecuentes y al ejercicio de la buena muerte.
Jesús viene a auxiliar
Jesús, que santifica todos los momentos más importantes de nuestra vida por medio
de los sacramentos, de manera especialísima acompaña al enfermo grave por medio de la
Unción de los enfermos, que, por lo general, se complementa con la confesión y la
comunión.
Por medio de la Unción de los enfermos, Jesús se le acerca al enfermo, como el
buen samaritano, que con aceite quiere aliviar sus dolencias y quiere atenderlo en su
estado de postración. Por medio del sacramento de la Unción, el enfermo experimenta lo
que dijo Jesús: que había venido para “vendar los corazones heridos” (Is 61, 1).
La fe del enviado
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Y, aquí, una cuestión muy delicada. El enviado, muchas veces, tiene que suplir la
poca o nula fe del enfermo. En el caso del paralítico, que le llevaron en camilla a Jesús
(Mt 9, 2), lo que contó fue la fe de sus amigos. Se valieron de todos los recursos para
acercar al enfermo a Jesús. El texto bíblico anota que Jesús “viendo la fe de ellos”, sanó
al paralítico (Mt 9, 2). Lo que contó fue la fe de los amigos.
Fue la fe de la madre cananea la que valió ante el Señor para la sanación de su hija
(Mc 7, 26). Fue la fe del centurión romano la que obtuvo la sanación de su sirviente (Mt
8, 5-13). Fue la fe del alto oficial la que logró que Jesús sanara a distancia a su hijo, que
estaba gravemente enfermo (Jn 4, 50). Los enfermos, muchas veces, se encuentran en
una crisis muy grande de fe, y lo que cuenta en ese momento, es la fe del que ha sido
enviado por Jesús para auxiliar al enfermo terminal, para su conversión y entrega total a
Jesús.
La Unción de los enfermos, en este caso, se convierte en la “Extremaunción”, que
prepara al enfermo para que no se sienta solo, para que confíe en que Jesús lo
acompañará. El dijo: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así yo
no les hubiera dicho que voy a prepararles una morada, y cuando la prepare volveré
para llevarlos, para que ustedes estén donde yo estoy” (Jn 14, 2-3). Sería el caso de
enfocar la muerte como nuestro encuentro tan deseado con Jesús; como la consecución
de la salud total: ya no habrá médicos, ni medicinas, ni ambulancias. Dice el Apocalipsis
que en nuestra nueva y definitiva morada no habrá “luto, ni dolor, ni lágrimas” (Ap 21,
4).
En ese paso hacia la eternidad, la Unción de los enfermos, más que nunca, tiene el
sentido de viático, para que el enfermo se sienta acompañado y dirigido por Jesús hacia
la morada que le ha preparado en la eternidad.
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6. El Rito de la Unción de los Enfermos
Todo sacramento se sirve de signos por medio de los cuales se expresa lo que Dios
está operando en el individuo, que recibe el sacramento. El rito de la Unción de los
enfermos es sumamente rico en cuanto a sus signos, que ayudan al enfermo a meditar en
lo que Dios está realizando en ese momento en su vida.
La aspersión
Un Sacramento es “un signo eficaz de la Gracia”. Lo importante es que no se quede
sólo en signo, sino en que la Gracia pueda llegar al que recibe el Sacramento.
Se inicia el rito con una “aspersión” con agua bendita, que nos recuerda que en
nuestro Bautismo hemos sido hundidos en Jesús, limpiados con su sangre preciosa,
constituidos templos del Espíritu Santo y hechos hijos de Dios. El pensamiento de
nuestro Bautismo, que nos ha limpiado y convertido en hijos de Dios, es sumamente
consolador. Nos recuerda que estamos en manos de Dios Padre, que nos envió al mundo
con un proyecto de amor, y quiere que ese proyecto se cumpla al pie de la letra en
nosotros. Dios desea lo mejor para nosotros, a pesar de que las circunstancias de la
enfermedad y el dolor, tal vez, lleven a pensar en lo contrario.
En su bautismo, Jesús escuchó la voz del Padre que decía: “Éste es mi Hijo
amado” En nuestro bautismo resonó la misma voz; Dios dijo: “Tú eres mi hijo amado”.
En la enfermedad terminal este recuerdo nos ayuda a confiar en la bondad de Dios; a
sentirnos hijos amados en sus manos de un Padre bondadoso, que sólo quiere lo mejor
para nosotros.
El agua bendita, con que se rocía la habitación del enfermo, también es símbolo del
poder de Jesús contra las presencias malignas. La carta a los Efesios, expresamente, nos
asegura que estamos rodeados de influencias diabólicas, que quieren destruirnos, pero
que contamos con la armadura de Dios para no ser vencidos. El agua bendita nos invita a
invocar el poder de Jesús contra toda mala presencia que quiere impedir nuestra paz
interior, nuestra confianza en la misericordia de Dios. Hay que tener presente que
muchas casas están contaminadas de presencias malas, por culpa de sus habitantes, que
han frecuentado centros de espiritismo, de adivinación, de brujería; por vivir
constantemente desligados de la bendición de Dios. El agua bendita debe invitar a invocar
el poder que Jesús nos ha dado contra el mal.
Satanás, el acusador, va a procurar en los últimos momentos acusarnos por lo malo
42
de nuestro pasado. Va a hacer desfilar nuestros pecados delante de nosotros. Ése es el
momento preciso en que deben desfilar también ante nosotros las palabras consoladoras
de Dios: “Aunque los pecados de ustedes fueran rojos como la grana,ustedes van a
quedar más blancos que la nieve” (Is 1, 18). También es el momento de recordar la
promesa del Señor: “No me acordaré más de su pecados” (Is 43, 25). Es la oportunidad
en que la Palabra de Dios debe prevalecer en nosotros contra la palabra del “acusador”.
La proclamación de la Palabra
Por medio de la lectura y comentario de algún pasaje conveniente de la Biblia, el
enfermo puede volver a escuchar a Jesús que le habla. La “buena noticia” de Jesús lo
ayudará para el aumento de su fe; ya que, como dice la misma Biblia: “La fe viene como
resultado de oír el mensaje que nos habla de Jesús” (Rm 10,17). Si el corazón del
enfermo está cerrado por el pecado, la Palabra se le va hundir como “espada de doble
filo”, y llegará hasta los rincones oscuros de su corazón para iluminarlos.
Sobre todo, lo importante es que el enfermo pueda escuchar a Jesús que le dice:
“Vengan a mí los que están agobiados y cansados, yo los haré descansar. Tomen mi
yugo y aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso
para sus almas” (Mt 11, 28-29).
El rito penitencial
Todo lo anterior, prepara al enfermo para que el Espíritu Santo lo “convenza” de
pecado, y lo ayude a sacarlo de su corazón. El pecado en el corazón, impide que ingrese
la bendición de Dios. Es de suma importancia que el enfermo comience por limpiar su
corazón. El libro del Eclesiástico, muy claramente, indica que el enfermo debe comenzar
por “purificar su corazón de todo pecado” (Ecclo 38,10).
Santiago, al mismo tiempo que indica que deben llamar a los presbíteros de la Iglesia
para que unjan y oren por el enfermo, también indica: “Confiésense unos a otros sus
pecados y oren unos por otros para ser sanados” (St 5, 16). La confesión ayuda a
limpiar el corazón y a abrirse a la bendición de Dios.
Muchos de los enfermos, llevan mucho tiempo sin confesar sus pecados. Este
momento de crisis física y psicológica es propicio para que se afloje su corazón y acepten
confesarse y recibir el perdón. La Unción de los enfermos no es un “rito mágico”, que
surte efecto con solo administrarlo. Se necesita la cooperación del enfermo: la fe, el
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arrepentimiento, la confesión de los pecados.
La comunión
Nada tan consolador y sanador como la santa comunión en el momento de la
enfermedad terminal. Hay que recordarle al enfermo las promesas de Jesús con respecto
a la santa comunión. Jesús dijo: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida
eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54). Dos cosas determinantes le
promete Jesús al enfermo, ahora, que le toca salir del mundo. La comunión comunica
“Vida eterna”, que en el Evangelio de san Juan, significa “vida de Dios”. Por medio de la
comunión Dios nos comunica su vida eterna. Luego, el Señor asegura que, al recibir su
Cuerpo santo, se recibe un adelanto de la Resurrección. La santa comunión es la mejor
medicina, que en ese momento, ningún otro médico le puede recetar al enfermo. Las
demás personas, que están presentes, si están preparadas, pueden comulgar también.
¡Qué mejor apoyo para el enfermo que acompañarlo con la santa comunión!
La unción
Con todos estos preparativos, el enfermo ya está preparado para experimentar la
Unción con el óleo de los enfermos. Por medio de la imposición de manos del sacerdote
y de los miembros de la familia, el enfermo debe experimentar el amor de Jesús, que,
como buen samaritano, se inclina hacia él y lo unge con el aceite de su amor. Dice la
carta a los Romanos: “El amor de Dios ha sido derramado por medio del Espíritu
Santo, que nos ha sido concedido” (Rm 5, 5).
El aceite, en la antigüedad, era símbolo de purificación y fortalecimiento. Se usaba
como medicina. El Sacramento de la Unción quiere hacerle experimentar al enfermo el
amor y la consolación del Señor, que se acerca a él, para fortalecerlo en la enfermedad y
el sufrimiento. El Ritual presenta varias oraciones, que se pueden hacer por el enfermo.
Las oraciones espontáneas, que cada uno de los presentes hace, logran que el enfermo se
sienta amado, tomado en cuenta; que experimente el amor de Dios por medio del amor
de sus hermanos, que lo rodean e interceden por él en ese momento crítico de su vida.
La “Bendición final” del rito es como una síntesis de lo que el Sacramento de la
Unción realiza en el enfermo. Dice el Ritual: “Jesucristo, el Señor, esté siempre a tu lado
para defenderte. Que él vaya delante de ti para guiarte y vaya tras de ti para ayudarte.
Que él vele por ti, te sostenga y te bendiga. La bendición de Dios todopoderoso,
Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre nosotros y nos acompañe siempre.
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Amén”.
En su “Teología Dogmática”, Miguel Schmaus, resume, bellamente, cuáles son los
efectos del sacramento de la Unción de los enfermos. Anota Schmaus: “Si la muerte es el
punto culminante y la piedra de toque de la vida, su realización necesita un auxilio
especial de Dios; gracias a él el hombre se fortalece contra los ataques de la
desesperación, contra la impaciencia en los dolores y contra los ataques del diablo. Dios
mismo despierta la confianza segura en su misericordia y en su resistencia victoriosa
frente a las amenazas del cuerpo y del alma”.
No es raro encontrarse con personas que, cuando el enfermo está grave, dicen: “No
llamen al sacerdote porque se va asustar el enfermo”. No saben de lo que están privando
al enfermo en este trance tan difícil de su vida. En primer lugar, ningún cristiano maduro
se asusta de que se le atienda debidamente por medio del sacramento, que Jesús dejó
para el momento clave de nuestra vida. En segundo lugar, es preferible que se “asuste” y
no que se vaya sin la debida preparación a su encuentro con el Señor. Lo mejor que le
pueden ofrecer al enfermo para su viaje hacia la eternidad es la Unción de los enfermos.
Es el viático indispensable para ese viaje sin retorno a la patria definitiva.
La muerte de Jesús y la nuestra
Jesús nos enseña cómo morir. Cuando le llega su hora, se adelanta para tomar la
cruz, para beber el cáliz, que el Padre le pide que beba. Muere rezando el Salmo 22.
Pide perdón por sus verdugos. Sus últimas palabras fueron: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). A pesar de las terribles circunstancias, que
acompañaron su muerte, Jesús murió abandonándose en las manos del Padre.
Parecida a la muerte de Jesús fue la de san Esteban. Mientras le llovían las piedras
de sus enemigos, Esteban no dejaba de rezar; la Biblia anota: “Esteban oró diciendo:
Señor Jesús, recibe mi espírtu”. Luego se puso de rodillas y gritó con voz fuerte:
“¡Señor, no les tomes en cuenta este pecado! Habiendo dicho esto, murió” (Hch 7,
59).La muerte de Esteban está calcada en la muerte de Jesús. Nuestra muerte, debe ser
como la de Jesús. No en cuanto al martirio, necesariamente, sino en cuanto a la oración y
al abandono en las manos de Dios para que se haga su voluntad.
La muerte de nuestros grandes santos, nos anima a imitarlos y a aceptar el designio
de Dios, sin miedo y con gozo. Cuando san Juan Bosco estaba muriendo, tenía entre las
manos un crucifijo y un rosario. Ya no podía hablar. Levantaba las manos en señal de
adoración y agradecimiento a Dios. Musitaba continuamente alguna jaculatoria.
San Francisco de Asís, antes de morir, recitaba un himno de alabanza al Señor. De
pronto llamó a un hermano religioso para que le añadiera una estrofa al himno de
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alabanza, que él mismo había compuesto al Creador. San Francisco le dijo al hermano
que le añadiera los siguientes versos:
“Y por la hermana muerte ¡loado seas, Mi Señor!
Ningún viviente escapa de su persecución.
¡Ay si en pecado grave sorprende al pecador!
¡Dichosos los que hacen la voluntad de Dios!”
Santo Tomás de Aquino, estaba gravemente enfermo en la cama; pero cuando le llevaron el Viático, se puso
de rodillas y comenzó a recitar un himno, que había compuesto a la Eucaristía: “Adoro,te, devote, lataens Deitas,
quae sub his figuris, vere latitas”. “Te adoro con devoción, divinidad escondida, que estás verdaderamente
presente bajo estas apariencias”.
A san Policarpo de Esmirna lo fueron a capturar los soldados para llevarlo al
martirio, porque no quería poner unos granos de incienso ante la estatua del César, para
adorarlo. El Santo les pidió a los soldados que le concedieran una hora de oración para
prepararse a su muerte, mientras les ofrecía una sabrosa comida. De esa manera, se
preparó para presentarse ante el Señor. Santa Teresa de Jesús escribió: “Ven, muerte, tan
escondida, que no te sienta venir, porque el placer de morir, no me vuelva a dar la vida”.
A santa Teresita del Niño Jesús, cuando estaba por morir, le preguntaron si ya se había
“resignado” a la muerte. Ella contestó: “Resignación se necesita para vivir. Yo lo que
tengo es una alegría inmensa”.
Desde el día de nuestro nacimiento, está marcada la fecha de nuestra muerte en el
misterioso calendario de Dios. Nos gustaría morir como los santos. Para eso nos
preparamos durante toda la vida. Al ayudar a otros a prepararse para ese viaje sin
retorno, automáticamente, nos estamos preparando para nuestro propio viaje a la
eternidad. Que el Señor en su misericordia nos conceda tener nuestra lámpara de la fe
bien encendida, y que nuestra túnica de la gracia de Dios se encuentre blanca como el día
de nuestro bautismo. Que, como Jesús, podamos morir diciendo: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu”.
A veces, se habla del “arte de morir”. Cristianamente esto no es posible. El artista
con su propio talento crea una obra artística. Aquí, no hay quien con su propio talento
pueda crear su propia manera de morir cristianamente. Aquí se trata de una gracia, que
todos los días debemos implorar con humildad y fe al Señor.
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7. ¿Podemos comunicarnos con los muertos?
Después de un retiro espiritual para jóvenes, se me acercó una muchacha de unos
veinte años, muy triste; veía que sus compañeros cantaban y estaban llenos del Espíritu
Santo. Ella afirmaba que no sentía gozo, que quería cantar como sus compañeros y no
lograba hacerlo. Le hice algunas preguntas acerca de su vida. También le pregunté si
había sido llevada a algún centro de espiritismo. Me dijo que ella no creía en esas cosas,
pero que como su mamá tenía un centro espiritista, ella le ayudaba a poner las veladoras
y flores. Le hice ver que, posiblemente, allí estaba el problema. La invité para que
hiciéramos una oración de liberación. Estábamos por concluir la oración, cuando la joven
comenzó a hablar en lenguas y a llenarse de júbilo.
Son muchas las personas que se consideran cristianas y que, por alguna situación
conflictiva de su vida, acuden a algún centro espiritista, buscando una solución para su
problema. No saben a lo malo que se exponen. Ignoran que el espiritismo contradice
puntos fundamentales del cristianismo.
El espiritismo es la doctrina que enseña que por medio de un intermediario, llamado
“médium”, puede haber comunicación con los espíritus de los difuntos, para preguntar
algo o para solicitar ayuda. Desde muy antiguo las personas han intentado comunicarse
con los espíritus. En la Biblia, aparece el Rey Saúl que va a consultar a una espiritista en
Endor. Es reprendido duramente por el profeta Samuel. Saúl termina suicidándose.
Alejandro Magno, antes de una batalla, consultaba a los espiritistas. En la Edad Media
abundaron los magos y espiritistas.
El espiritismo moderno, se inició en Nueva York, en 1848, por medio de las
adolescentes hermanas Margarita y Katie Fox. Ellas comenzaron a escuchar toques
misteriosos. Optaron por preguntar quién era. Sugirieron que si se trataba de un viviente,
que diera un toque. Si era un espíritu que diera dos toques. De esta manera, según
cuentan ellas, aprendieron a comunicarse con el espíritu de Charles Rosna, que había
sido asesinado cuando contaba 31 años. Lo que hacían las hermanas Fox, en Nueva
York, comenzó a ser noticia destacada y se extendió por todo el mundo. Así nació el
espiritismo moderno. Uno de sus ideólogos fue Allan Kardec.
Las hermanas Fox terminaron muy mal: en la pobreza y en el alcoholismo. Una de
ellas, Margarita, en 1888, en la Academia de música de Nueva York, dio testimonio de
que todo lo del espiritismo había sido un fraude y que ésa era la gran pena de su vida.
Pero la gente ya se había embarcado en el espiritismo, y no tomaron en cuenta el
testimonio de Margarita Fox.
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Enseñanzas básicas del Espiritismo
Para el espiritismo, Dios es sólo una “inteligencia cósmica”, creador y sustentador
del mundo; pero se encuentra muy alejado de los seres humanos. Por eso, es más fácil
tener acceso a los espíritus. Los espiritistas no aceptan la Biblia como revelación de Dios;
confían, más bien, en las revelaciones de los espíritus. Los espiritistas creen en la
“reencarnación”. Según ellos, cuando alguien muere, su alma se reencarna en otro
cuerpo de un ser superior o inferior, según la bondad o maldad de su vida. De esta
manera, la persona se va purificando, cada vez más, hasta llegar a la total purificación.
Para los espiritistas, Jesús únicamente es un ser extraordinario, un “médium
excepcional” para comunicarse con Dios. Los espiritistas no reconocen la divinidad de
Jesús. No lo aceptan como salvador, que muere para redimir a los seres humanos. Según
los espiritistas, no existe el infierno. El médium, para los espiritistas, es el que ha sido
dotado de esta cualidad para poder comunicarse con los espíritus y transmitir a los demás
sus mensajes.
Una reunión espiritista
Los espiritistas se reúnen en un salón alrededor de una mesa redonda. Se toman de
las manos y apagan las luces. En ese momento, el “médium” entra en trance y comienza
a recibir mensajes de los espíritus, acerca de lo que los participantes han preguntado. Por
lo general, le cambia la voz al médium.
Durante la reunión espiritista, suceden fenómenos impactantes: mesas que se
ladean, objetos que se elevan o aparecen flotando. Alguna vez, alguno escribe
vertiginosamente lo que algún espíritu le está dictando. Los participantes hacen preguntas
a los espíritus por medio del médium, y reciben respuestas. Se dice que se operan
sanaciones espectaculares.
Muchos de los que acuden a estos centros espiritistas van para tener el consuelo de
comunicarse con sus difuntos o para pedir alguna información acerca de algo que les
preocupa. Algunos van para pedir que se haga un maleficio contra determinada persona.
También acuden para ser librados de algún maleficio que les hubieran hecho.
¿Qué dice la ciencia?
48
Los sacerdotes y científicos José María Heredia y el Padre Irala estudiaron desde un
punto científico el espiritismo. Llegaron a la conclusión de que los espíritus no tienen
nada que ver con relación a los fenómenos espectaculares, que se dan en los centros
espiritistas. Más bien ahí se ponen en juego poderes mentales, parasicológicos e
hipnóticos. Los mencionados sacerdotes, para demostrarlo, también aprendieron a
levantar mesas, a hacer aparecer objetos suspendidos en el espacio.
El sacerdote Jesús Ortiz López, que ha estudiado el tema del espiritismo, afirma: “El
espiritismo tiene afinidad con la adivinación pues consiste en técnicas para mantener
comunicación con los espíritus, principalmente, de los difuntos conocidos, para averiguar
de ellos cosas ocultas. Hoy día los estudios más serios y documentados sobre el
espiritismo llegan a la conclusión de que la mayor parte de los casos se deben a puros y
simples fraudes. Sin embargo consideran que un porcentaje mínimo se debe a verdadero
trato con los espíritus malignos (magia diabólica), mientras que un porcentaje de casos se
explican por los fenómenos metapsíquicos, cuyas posibilidades naturales son amplias y
no totalmente conocidas aun por la ciencia (parapsicología). La asistencia a las
reuniones espiritistas está gravemente prohibida por la Iglesia. Se comprende que sea así
por ser cooperación a una cosa pecaminosa, por el escándalo de los demás y por los
graves peligros para la propia fe.
Son muchísimas las personas que confiesan que en esos lugares las han engañado al
mismo tiempo que las han estafado. Hay que comenzar por decir que muchas de las
personas que van a esos lugares, son personas asustadas y desorientadas, inclinadas a la
credulidad, a aceptar cualquier cosas que se les diga. Por lo general, cuando una persona
llega, lo primero que hacen, es aterrorizarla asegurándole que ven detrás de ella una
“sombra” horrible; que hay tremendo maleficio en su vida. Ése es el primer paso. El
segundo paso consiste en que le ofrecen ayuda, pero le hacen ver que todo esto es muy
complicado y que cuesta mucho dinero. Tercer paso: la gente, atemorizada en exceso,
termina haciendo todo lo que le dicen y pagando, lo que le piden para solucionar su
“peligrosa situación”.
Una maestra me contaba que le dijeron que sobre ella había un terrible maleficio.
Para que pudiera ser librada de ese mal, había que mandar a decir a Roma, treinta y tres
misas, ya que los años de Jesús habían sido treinta y tres. El costo de las misas era diez
mil dólares. La maestra, asustada, dijo que ella nunca lograría conseguir esa cantidad.
Entonces le dijeron que podían conseguir unas misas de menor precio. Los que
conocemos acerca de asuntos religiosos, sabemos de sobra que esas misas de miles de
dólares en Roma no existen; son un invento de los estafadores. Pero cuando la gente está
aterrorizada ya no razona. Termina dejándose embaucar.
He conocido muchos casos como éstos. Si fueran solamente personas sencillas las
que son engañadas, no habría por qué admirarse. Pero, con mucha frecuencia, los que
caen en la trampa son profesionales, personas de cierta cultura en su rama profesional,
pero con una ignorancia crasa en los fundamentos de la religión cristiana. Una persona
49
aterrorizada, en un ambiente de misterio y miedo, ya no piensa con lucidez. Acepta todo
lo que le dicen.
He sabido de casos en los que el médium le ha dicho a alguna mujer, que los va a
consultar, que parte esencial de la liberación que necesita es que tenga una relación sexual
con él. Mujeres, atontadas y amedrentadas, confiesan que han aceptado lo que les
proponía el médium, con tal de ser liberadas del maleficio. Una de ellas era una señora
de más de setenta años. No quiero asegurar que siempre se estafe a la gente en estos
centros espiritistas; pero sí conozco muchos casos como los que aquí he mencionado.
Orientación cristiana
La Biblia es muy específica al condenar tajantemente el espiritismo. Dice el libro del
Deuteronomio: “Que nadie de ustedes ofrezca en sacrificio a su hijo haciéndolo pasar
por el fuego, ni practique la adivinación, ni pretenda predecir el futuro, ni se dedique
a la hechicería, ni consulte a los adivinos y a los que consultan a los espíritus, ni
consulte a los muertos. Porque al Señor le repugnan los que hacen estas cosas” (Dt
18,11-12).En el Levítico, el Señor dice: “No recurran a espíritus y adivinos. No se
hagan impuros por consultarlos. Yo soy el Señor su Dios” (Lv 19,31).
Si el Señor prohíbe estas prácticas espiritistas es porque, como Padre, quiere evitar
a sus hijos la “contaminación” y el influjo de las “malas presencias”, que se dan en los
centros espiritistas. Por algo, la Biblia afirma que “a Dios le repugnan” los que hacen
estas cosas. En todo el sentido de la palabra, para uno que es cristiano, es como un
“adulterio” espiritual. Se acude a “otros dioses”, como si el Señor no fuera suficiente
para auxiliar a sus hijos a quienes ha prometido protegerlos y cuidarlos.
En muchísimas oportunidades, he tenido que atender a personas, que vienen con
temores excesivos porque oyen voces extrañas, perciben presencias malas en sus vidas,
han perdido la serenidad, la alegría de que gozaban antes. Lo primero que hago es
preguntarles si han frecuentado centros espiritistas. La casi totalidad de estas personas
responden afirmativamente. Cuando son jóvenes, por lo general, han jugado “güija”, un
método también de tipo espiritista, que causa tantos males psicológicos y espirituales a
muchas personas.
Las personas, que acuden a centros espiritistas, en el fondo, por más que se
declaren cristianas, creen que tienen fe sólo porque frecuentan algunas prácticas
piadosas. Lo cierto es que, propiamente, no tienen fe porque, al ir al centro espiritista,
desobedecen la Palabra de Dios, y demuestran que creen más en lo que enseñan los
espiritistas que en lo que enseña Dios en la Biblia, y en lo que enseña la Iglesia.
Cuando una persona acude a un centro espiritista, se pone en manos de los que no
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  • 1.
  • 2. Indice NUESTRO MÁS ALLÁ Sobre el Autor Nuestro más allá La Muerte 1. Visión Bíblica de la muerte El pensamiento de la muerte en el Antiguo Testamento El pensamiento de la muerte en el Nuevo Testamento Muerte y resurrección Las promesas de Jesús La enseñanza de san Pablo Bienaventurados 2. Nuestras reacciones ante la muerte Los Apóstoles Marta y María La hora de Dios Los signos Yo soy la resurrección ¿Un Dios impasible? Necrópolis 3. Prepararse para la muerte Algo efímero Nuestra gran oportunidad Diversas maneras de salir del mundo Imágenes muy consoladoras Hay que prepararse 4. SALMO 90: Aprender a Calcular Nuestro Tiempo La eternidad de Dios La soberanía de Dios La ira de Dios La brevedad de la vida Súplicas finales De paso 5. Acompañar al que está por morir La enfermedad Acompañar al moribundo Encontrarle sentido a la enfermedad Sentido de la muerte Jesús viene a auxiliar La fe del enviado 2
  • 3. 6. El Rito de la Unción de los Enfermos La aspersión La proclamación de la Palabra El rito penitencial La comunión La unción La muerte de Jesús y la nuestra 7. ¿Podemos comunicarnos con los muertos? Enseñanzas básicas del Espiritismo Una reunión espiritista ¿Qué dice la ciencia? Orientación cristiana ¿Los espíritus o el Espíritu? El Juicio 8. El juicio de Dios Basados en la revelación ¿Miedo al juicio de Dios? ¿Reírme del juicio? Estudiante diligente 9. Juicio sobre la luz de la Fe Algo que no se puede prestar ¿ Cómo nos gustaría encontrarnos? Escrutar continuamente el corazón La vigilancia Una vestidura y una vela 10. Juicio sobre nuestros talentos Un examen Voto de confianza Abuso de poder Una carrera Una vana excusa ¿Opio o despertador? 11. Juicio sobre el amor Algo terrible Nuestro narcisismo El falso amor La fe que salva El temor ante el juicio La Vida Eterna 12. El Purgatorio ¿Qué es el purgatorio? Bases bíblicas 3
  • 4. Tradición y Magisterio Don de la misericordia Los sufragios Purificar el purgatorio 13. El Infierno Lo que no es el infierno Lo que dijo Jesús Lo que enseña el Magisterio Inquietante pregunta Llamada a la conversión 14. El Cielo Estar con Cristo Cara a cara Morada eterna Las experiencias de Juan, Pedro y Pablo Los santos Túnica limpia El Fin del Mundo 15. FIN DEL MUNDO No es una catástrofe Ninguna fecha exacta Estén siempre vigilantes No se turben Como el almendro 16. El anticristo Descripción del Anticristo El nombre del Anticristo El profeta del Anticristo El cristiano fiel no será engañado 17. Cielos Nuevos y Tierra Nueva (1) 18. Cielos Nuevos y Tierra Nueva (2) 19. ¿Reencarnación o Resurrección? La reencarnación ¿Qué nos enseña la Biblia? La muerte expiatoria de Jesús Cielos nuevos y tierra nueva En la casa del Padre 20. LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS (1) La enseñanza de Pablo ¿Cómo resucitaremos? A imitación de Pablo 21. LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS (2) 4
  • 5. La pascua del Señor El kerigma Significado de la resurrección Muy consolador 5
  • 6. P. Hugo Estrada s.d.b. NUESTRO MÁS ALLÁ Ediciones San Pablo Guatemala 6
  • 7. NIHIL OBSTAT Pbro. Dr. Luis Mariotti CON LICENCIA ECLESIASTICA 7
  • 8. Sobre el Autor EL PADRE HUGO ESTRADA, s.d.b., es un sacerdote salesiano, egresado del Instituto Teológico Salesiano de Guatemala. Obtuvo el título de Licenciado en Letras en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Tiene programas por radio y televisión. Durante 18 años dirigió la revista internacional “Boletín Salesiano”. Ha publicado 47 obras de tema religioso, cuyos títulos son parte de esta colección. Además de las obras de tema religioso, ha editado varias obras literarias: “Veneno tropical” (narrativa), “Asimetría del alma” (poesía), “La poesía de Rafael Arévalo Martínez” (crítica literaria), “Ya somos una gran ciudad” (poesía), “Por el ojo de la cerradura” (cuentos), “Selección de mis poesías” y “ Selección de mis cuentos”. 8
  • 9. Nuestro más allá En nuestra sociedad, hay mucha confusión acerca de nuestras últimas realidades: la muerte, el juicio, el purgatorio, el infierno, el cielo, el fin del mundo. Se han colado, también entre los cristianos, ideas que no corresponden a la enseñanza de la Biblia y del Magisterio de la Iglesia. El libro del Padre Hugo Estrada, s.d.b., viene a despejar muchas dudas acerca de lo que técnicamente se llama la “Escatología”, nuestras últimas realidades. El Autor, en su libro, muy al día, explica con claridad meridiana y con agilidad lo que enseña la Iglesia Católica a la luz de la Biblia, de la Tradición y de los enfoques de los teólogos contemporáneos. 9
  • 10. A manera de introducción Al iniciar este libro sobre las últimas realidades del ser humano, hago míos los conceptos de dos grandes escritores, que han profundizado en la “escatología”, la ciencia que estudia las realidades posteriores a la vida humana en esta tierra. “Este tema jamás lo habría escogido yo. Es difícil. Sin embargo algunas personas me lo pedían insistentemente: «¡Háblanos del más-allá, porque no sabemos qué pensar!». Eran cristianos creyentes y practicantes que no desconocían el tema, ni lo negaban como otros. Durante decenios la predicación sobre el tema ha sido discreta, diría que casi silenciosa, dejando a la literatura esotérica, con frecuencia poco realista, la responsabilidad de responder a la ansiosa curiosidad del hombre cara a la muerte”. “¿Es esta discreción extrema una reacción a la exageración sobre el tema en la predicación de otros tiempos? ¿Es debido al malestar que el hombre moderno siente ante imágenes tan ingenuas como las que representaban antiguamente «los novísimos»? Pero si estas imágenes están en desuso, ¿por qué no presentar el más-allá en su verdad profunda? Porque el más-allá del hombre es el hombre mismo en su profundidad”. Francois-Xavier Durrwell, en su libro “El más allá” “No hace muchos años, el mismo magisterio de la Iglesia ha creído oportuno ofrecer a todos una síntesis de las verdades irrenunciables de la fe con respecto a la escatología, o sea, con respecto a las realidades posteriores a la vida terrena del hombre, aunque esa síntesis esté hecha con una fuerte acentuación de puntos concretos cuya afirmación, al redactada, se consideró especialmente en peligro. Constituye una tarea irrenunciable para todo el que tiene alguna responsabilidad en la transmisión de la Palabra de Dios (predicadores y catequistas), no silenciar estas verdades, sino exponerlas en conformidad con la fe de la Iglesia. Incluso todo creyente tiene que dar razón de su esperanza (1P 3, 15). Ninguno debería olvidar las severas palabras que escribió E. Brunner: “Una Iglesia que no tiene ya nada que enseñar sobre la eternidad futura, no tiene ya nada en absoluto que enseñar, sino que está en bancarrota”. Pero es misión de la teología procurar una inteligencia de esas verdades de fe.” Cándido Pozo, en su libro “La venida del Señor” 10
  • 12. 1. Visión Bíblica de la muerte El pensamiento de la muerte, con frecuencia, es perturbador para muchas personas. Algunos aseguran que han muerto y que han vuelto a la vida; con mucho detallismo nos cuentan su experiencia de ese momento. Lo cierto es que esas personas tuvieron una aproximación a la muerte, pero no murieron del todo porque nadie ha regresado del más allá para contarnos su experiencia. Sólo Jesús pudo volver de la muerte, y nos aseguró que, si creemos en Él, también nosotros resucitaremos para vivir eternamente. Ante el perturbador pensamiento de la muerte, las reflexiones de los grandes pensadores y filósofos, solamente nos presentan, en “abstracto”, sus teorías e hipótesis acerca de la muerte; pero no nos sirven para enfrentar con fe y esperanza nuestra propia muerte y la de nuestros seres queridos. Es solamente Dios el que nos puede hablar acerca del “más allá”; del sentido cristiano de nuestra muerte. Sólo la Palabra de Dios nos puede dar plena seguridad de que no caminamos por un sendero de frías y dudosas teorías e hipótesis. Sólo en la Biblia, Dios mismo nos habla, nos ayuda a enfrentar nuestra propia muerte y la de nuestros seres queridos. No hay otro camino seguro para darnos razón acerca del misterio de la muerte. ¿De qué me sirve saber lo que dijeron Sócrates y Platón acerca de la muerte, si sus pensamientos son solamente hipótesis y teorías? La última palabra para mí, acerca de la muerte, sólo me puede venir de la revelación: lo que Dios me adelantó acerca de lo que será mi muerte y mi vida en el más allá. Acerquémonos, entonces, a la Biblia, y volvamos a escuchar con fe lo que Dios nos reveló acerca de la muerte y de la vida eterna. El pensamiento de la muerte en el Antiguo Testamento La Biblia nos enfrenta con la primera muerte de un ser humano: un asesinato; un hermano que mata a su propio hermano. Caín mata a Abel. De sopetón nos encontramos con el dolor profundo de una mamá y de un papá, que, por primera vez, ven que uno de sus hijos, está tendido en el suelo y no se levanta más. Adán y Eva comprueban lo que el Señor les había advertido; si escogían ir por el camino del pecado, se encontrarían con la muerte. Su hijo, sin vida, en el suelo, era una prueba fehaciente de lo que Dios les había adelantado acerca de la muerte. Los primeros seres humanos de la Biblia comenzaron a pensar que el hombre, al morir, no quedaba totalmente aniquilado. Según ellos iba a un lugar de sombras, llamado “Seol”. La Biblia no detalla cómo era ese lugar. Según los hombres bíblicos de los primeros tiempos, en el “Seol” nadie alaba a Dios, ni se relaciona con los demás. Es un lugar de sombras, de frustración. Por eso, cuando al Rey Ezequías se le anuncia su 12
  • 13. próxima muerte, se pone a llorar desconsolado (Is 38, 1-7). Pero esa idea desoladora del “Seol” fue, poco a poco, abandonada. Ya en algunos salmos, comienza a aparecer la incipiente revelación de Dios con respecto al más allá. En el salmo 16, dice el salmista:“Todo mi ser vivirá confiadamente, pues no me dejarás en el sepulcro, ¡no abandonarás en la fosa al amigo fiel! Me mostrarás el camino de la vida”(Sal 16, 10-11). En el salmo 49, el salmista afirma: “Pero Dios me salvará del poder de la muerte, me llevará con él” (Sal 49, 15). El libro de la Sabiduría afirma concretamente: “Las almas de los buenos están en manos de Dios, y el tormento no las alcanzará” (Sb 3, 1). Además, afirma también el mismo escritor, que los buenos “resplandecerán como antorchas” (Sb 3, 7). En el libro de los Macabeos, los mártires, que dan testimonio de su fe en el Señor, afirman que mueren confiando en que Dios los resucitará (2M 7, 9.14, 23). Es en el segundo libro de los Macabeos en donde se hace oración de intercesión por los muertos en la batalla. En el mismo texto se comenta: “Si él no hubiera creído en la resurrección de los soldados muertos, hubiera sido inútil e innecesario orar por ellos. Pero como tenía en cuenta que a los que morían piadosamente los aguardaba una gran recompensa, su intención era santa y piadosa. Por eso hizo ofrecer este sacrificio por los muertos, para que Dios les perdonará su pecado” (2M 12, 44-45). De esta manera, Dios fue preparando a la humanidad para la revelación de Jesús en el Nuevo Testamento, acerca del sentido de la muerte para el cristiano. El pensamiento de la muerte en el Nuevo Testamento Dice la Carta a los Romanos: “El salario del pecado es la muerte” (8, 23). La humanidad estaba bajo el signo terrible de la muerte. Al venir Jesús, afirma que viene para morir. Tres veces lo anuncia con claridad en el Evangelio de san Marcos. Pero cada vez que Jesús habla de su muerte, añade que a los tres días va a resucitar. Jesús viene para asumir nuestra muerte; la que merecíamos por nuestros pecados. Viene para quitarle a la muerte su poder desolador sobre nosotros. La muerte de Jesús es una muerte “expiatoria”. Muere en lugar de nosotros, para que seamos perdonados y para que no tengamos una muerte eterna, sino que podamos resucitar. San Pedro lo expresa muy bien, cuando escribe: “Jesús en el madero llevó nuestros pecados”(1P 2, 24). Unos setecientos años antes, el profeta Isaías había tenido una revelación acerca del futuro Mesías. Lo vio como un cordero que en silencio era llevado al matadero con los pecados de todos (Is 53, 7). Ése es el sentido expiatorio de la muerte de Jesús en lugar nuestro. 13
  • 14. Muerte y resurrección Pero Jesús no venía para quedarse en un sepulcro. Siempre que Jesús habla de su futura muerte, añade que va a resucitar a los tres días. Durante su vida Jesús demostró que tenía poder sobre la muerte. Con una orden resucitó al hijo de la viuda de Naín (Lc 7, 12).También le devolvió la vida a la hija de Jairo, dirigente de una sinagoga (Mc 5, 22- 42). A propósito, Jesús permitió que su amigo Lázaro se quedara cuatro días en la tumba; luego lo resucitó, espectacularmente, con una sola orden: “Lázaro, sal fuera” (Jn 11, 43). Fue el milagro más grande de Jesús durante su vida pública. Es impresionante que nadie le preguntó a Jesús qué quería decir cuando afirmaba que iba a resucitar. Era algo tan inexplicable, que, por eso mismo, nadie se atrevía a consultarle a Jesús qué quería decir eso de “resucitar al tercer día”. Cuando María Magdalena va al sepulcro de Jesús y lo encuentra vacío, no grita con júbilo: “¡Resucitó!”. Más bien piensa que se han robado el cuerpo del Señor. Pedro, al ver el sepulcro vacío, solamente lo inspecciona, pero no da muestras de alegría; no habla de resurrección. La resurrección de Jesús fue el acontecimiento más grande del mundo. Sobre la resurrección del Señor está basado todo el cristianismo. Por eso, san Pablo decía: “Si Jesús no resucitó, vana es nuestra esperanza”(1Co 15, 17). Hay una expresión de nuestro Credo, que ha desconcertado a muchos; en el Credo, refiriéndonos a Jesús, confesamos: “Descendió a los infiernos”. No quiere decir que fue a visitar al diablo, sino que fue a anunciar a los santos, que habían muerto antes que él, que con su muerte y resurrección la puerta del cielo estaba nuevamente abierta. “Infiernos”, aquí, quiere decir, “lugares inferiores”, en donde, según los antiguos, estaban retenidos los que habían muerto en gracia de Dios, antes de que Jesús abriera nuevamente las puertas del cielo, cerradas por el pecado. Estos “infiernos”, en el sentido bíblico, son una imagen para hablar del estado en que se encontraban los justos, que habían muerto antes de la redención que trajo Jesús. Las promesas de Jesús Fue junto al sepulcro de Lázaro, que Jesús le dijo a una de las afligidas hermanas del difunto: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá, y el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25). Todo podría haberse quedado en bonitas palabras, pero Jesús no se mostró como un “teórico” acerca de la muerte; ante todos, con una orden, resucitó a Lázaro. Frente al sepulcro de Lázaro el Señor nos entregó la más fabulosa promesa de resurrección para los que creemos en él. 14
  • 15. En la última Cena, poco antes de su muerte, Jesús les dijo a sus apóstoles: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas, si no fuera así, yo no les habría dicho que les voy a preparar un lugar. Y después de irme y de prepararles un lugar, vendré otra vez para llevarlos conmigo, para que ustedes estén en el mismo lugar en donde yo voy a estar” (Jn 14, 2-3). Esta promesa es fabulosa: muchas veces nos habremos preguntado: “¿Cómo hago yo para dar ese salto hacia la eternidad?”. Jesús ya nos contestó por anticipado esta pregunta. El Señor nos dice que no debemos preocuparnos por eso, porque Él mismo vendrá para llevarnos. No iremos solos; Jesús mismo nos acompañará en nuestro viaje hacia la eternidad. Todas las veces, que participamos en la Eucaristía, nos sentimos como los apóstoles y volvemos a escuchar esta inigualable promesa del Señor: Jesús tiene para nosotros una morada preparada en el cielo. Además, recordamos que también dijo el Señor: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”(Jn 6, 54). Cada vez que comulgamos con devoción estamos comiendo el “antídoto” contra la muerte eterna: estamos comiendo ya la vida eterna, nuestra futura resurrección. Toda Eucaristía es como un ensayo de lo que tendremos que hacer en la Nueva Jerusalén, que exhibe el Apocalipsis y a la que el Señor nos ha invitado. La enseñanza de san Pablo Dice san Pablo, en su Carta a los Romanos, que nosotros en el bautismo somos “sepultados” con Cristo. Nos hundimos en los méritos de Cristo en la cruz. Y como Jesús salió del sepulcro, así también nosotros, al estar en Cristo, vamos a ser “resucitados” (Rm 6, 4-5). El mismo san Pablo afirma: “El que resucitó a Jesús, dará también vida a nuestros cuerpos mortales” (Rm 8, 11). Por eso nosotros creemos en la “resurrección de los muertos”, en cuerpo y alma, al final del mundo. San Pablo no sólo escribió estas bellas frases; las vivió él mismo a plenitud. Cuando san Pablo ya había cumplido su misión, decía: “Deseo morir y estar con Cristo” (Flp 1, 3). Para él, la muerte lo ponía en contacto directo con Jesús resucitado, que se le había aparecido en el camino hacia Damasco. Pablo no demostraba pánico ni incertidumbre, al pensar en su muerte; el motivo lo expresó en su carta a los Filipenses, cuando escribió: “Para mí el vivir es Cristo, y la muerte, ganancia”(Flp 2, 21). Para Pablo la muerte era el fin de una carrera, de una batalla librada por la fe; ahora esperaba una corona de gloria. (2Tm 4, 8). A esa madurez cristiana se nos convida a todos nosotros. El cristiano maduro, es el que, como Pablo, se encamina hacia la muerte como hacia una “ganancia”, a recibir una corona de gloria. Todo esto no debe ser una “teoría” para nosotros; debemos llegar a aceptar con la mente y a vivirlo con el corazón. Son conceptos, revelaciones que deben estar muy dentro de nosotros, sobre todo en el momento que nos 15
  • 16. toque dar el paso sin retorno a la eternidad. Bienaventurados El Apocalipsis no presenta a los que han muerto en Jesús, en un “Seol” de frustración. El Apocalipsis es el libro más optimista de la Biblia: muestra a los que han muerto en el Señor en la Nueva Jerusalén, en el cielo, en donde “no hay ni muerte, ni luto, ni dolor, ni llanto” (Ap 21, 4). Un personaje del cielo, al referirse a los bienaventurados, comenta: “Ellos son los que vienen de la gran tribulación; son los que lavaron sus túnicas en la sangre del Cordero”.Como síntesis de lo que viven los que están en el cielo, el Apocalipsis, afirma: “Bienaventurados los que mueren en el Señor. Descansen ya de sus fatigas” (Ap 14, 13). Consciente de estas revelaciones, el cristiano se enfrenta a la muerte, haciendo morir diariamente a su hombre viejo, y fortaleciendo siempre su hombre nuevo. El cristiano sabe que para pertenecer a la Iglesia triunfante, como el grano de trigo, debe morir a todo lo que no es de Dios; debe lavar continuamente su túnica en la sangre de Jesús, el Cordero de Dios. El cristiano maduro, no ve la muerte como una enemiga, sino como una “hermana”, como la llamaba san Francisco de Asís. Por eso, como peregrino, espera la muerte como una “ganancia”, pues lo lleva a la “corona de gloria” que el Señor le ha preparado. El cristiano maduro, cuando llegue su hora, debe decir como Pablo: “Deseo morir y estar con Cristo”. 16
  • 17. 2. Nuestras reacciones ante la muerte Cuando muere algún amigo, nos acercamos a sus familiares y les llevamos palabras de consuelo, que brotan del cariño, del deseo de poder aliviar en algo el dolor ajeno. Pero sabemos, de antemano, que nuestras palabras no son una respuesta total para su problema. Cuando la muerte se acerca a alguno de nuestros seres queridos, sentimos que tambaleamos; las palabras de consuelo de los demás nos confortan, pero no son una respuesta a nuestra crisis espiritual. Los libros escritos por los hombres acerca de la muerte no dejan de ser simples teorías o hipótesis. El oscuro problema de la muerte sólo se ilumina cuando logramos acercarnos a Jesús, que fue el único que puede decir: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11, 25). El capítulo 11 de San Juan es un excepcional texto inspirado, que nos ayuda a tantear, espiritualmente, a través de este laberinto para el que los hombres no nos pueden dar una explicación suficientemente satisfactoria. Por eso viene muy al caso analizar las distintas reacciones, que se detectan en las varias personas, que estuvieron cerca de la muerte de Lázaro, el amigo de Jesús, que murió y fue resucitado. Los Apóstoles Cuando Jesús les anuncia que irán a visitar a la familia del difunto Lázaro, los apóstoles enmudecen; no hay ningún comentario, en un primer momento. Sólo el apóstol Tomás se hace intérprete de los sentimientos de los otros y dice: “Vayamos, pues, también nosotros a morir”. Los apóstoles sían muy bien que a Jesús lo estaban persiguiendo a muerte; captaban que, por consiguiente, también ellos peligraban. La expresión “¡Vayamos, pues, a morir también nosotros!” no es una expresión de aceptación, sino de rebeldía, de capricho espiritual. No se acepta la orden de Jesús; lo siguen, pero de mala gana. Tomás parece que, en gran parte, interpreta, en alguna forma, nuestros sentimientos ante la muerte. Nunca la logramos aceptar. Ante ella pronunciamos frases como: “¡Qué vamos a hacer!”…, “Así es la vida”…, “Es el destino”…, “No hay remedio”. En estas expresiones se adivina que no hay aceptación; que estamos proyectando una disimulada rebeldía. Marta y María 17
  • 18. Los sentimientos de Marta y María son bastante confusos ante la muerte de Lázaro. Es explicable. Todos hemos pasado por momentos similares. Tanto Marta como María, cuando se encuentran con el Señor, le reclaman: “Si hubieras estado aquí …”, como quien dice: “No estuviste, y con tiempo te enviamos aviso”. “No llegaste y podías haberlo curado”. Y así adelante. Lo cierto es que esa frase no deja de tener fondo de rebeldía. Ante la muerte, siempre le queremos hacer objeciones a Dios. Nunca estamos satisfechos; siempre presentamos nosotros una “posibilidad”, que hubiera podido entrar en acción y no entró. Según nosotros, eso era lo mejor. Lo mejor es el plan de Dios. Aunque no nos guste. Nuestras reclamaciones y cavilaciones no nos ayudan a que superemos este momento difícil. Hasta que digamos: “Hágase”, pero de corazón, hasta ese momento nuestra mente seguirá inventando posibilidades que ya no logran resucitar a nuestros difuntos. Algunas personas no lograron llegar al “hágase”, y se quedaron “resentidas” con Dios. No lo han logrado “perdonar”, pues siguen pensando que les jugó una mala partida. “Si hubieras estado aquí”… ¡Pero, si Dios siempre está! Cuesta mucho verlo en esos momentos de oscuridad absoluta. Ante el sepulcro de Lázaro, Jesús ordena que quiten la piedra que cubre la entrada. Es la hermana de Lázaro, Marta, quien se opone a que quiten la piedra, y alega: “Hace cuatro días que está allí el cadáver; ya huele mal”. Siempre le queremos dar órdenes a Dios. En el fondo, casi creemos que no hizo bien las cosas; que obra con cierta imprudencia. Ante la muerte, no faltan nuestras consabidas preguntas: “¿Por qué de cáncer?” “¿Por qué a mí?” “¿Por qué tan joven, tan niño, tan pronto?” Nuestras preguntas no son preguntas, sino, en cierto sentido, son alegatos: “No quiten la piedra; ¿no se dan cuenta que hace ya cuatro días que murió?…” “¿No te das cuenta de que huele mal?” La hora de Dios Le avisan a Jesús que su amigo íntimo está gravemente enfermo, y no va, de inmediato, a su casa; se queda predicando. ¡Que raro! Nos avisan a nosotros de la gravedad de un amigo, y salimos volando hacia su casa. El reloj de Dios nunca podrá estar sincronizado con el nuestro. Ni hay que intentarlo. La hora de Dios es eterna; sólo nos toca aceptarla. El día que intentemos cronometrar a Dios, nos vamos a desesperar. Algunos tienen mucha experiencia en esto. Jesús durante su vida, muchas veces, habló de “su hora”. Se refería al momento de su muerte y glorificación. Hubo un momento en que ya estaba en las manos de sus 18
  • 19. enemigos, pero, dice el Evangelio, que se les escabulló. Todavía no había llegado su hora. En el monte de los Olivos, cuando llegan los soldados, Jesús les dice: “Esta es la hora de las tinieblas”; y se entregó a ellos. Había llegado su hora. Nuestra hora está marcada en el reloj de Dios. Con angustiarnos no vamos a alargar ni acortar el tiempo. No hay más que aceptar la muerte de antemano. A eso se llama confianza en la sabiduría del Padre, que busca la mejor hora para cada uno de sus hijos. Los signos Cuando le dan a Jesús la noticia de la gravedad de Lázaro, dice unas extrañas palabras: “Esta enfermedad no es para muerte”(Jn 11, 4). que lo rodeaban, seguramente, no entendieron. Jesús sabía que todos ellos necesitaban un “signo” muy fuerte porque les esperaban momentos de mucha crisis. Por eso reservó para esa circunstancia la resurrección de Lázaro; este milagro era muy superior a cualquier otro realizado antes. Cuatro días en un sepulcro; ¡mal olor de cadáver, y luego resucitado! Los signos son voces de Dios para hablarnos, para interpelarnos. Siempre Dios está haciendo signos. Hay que saberlos captar e interpretar. Pero un signo no basta para decidir nuestra conversión definitiva. Muchos de los que presenciaron la resurrección de Lázaro, seguramente, se asombraron en el momento, pero, al poco tiempo, volvieron a su rutinaria vida. Y no sería raro que algunos de los que gritaban pidiendo la muerte de Jesús, hubieran estado presentes junto al sepulcro de Lázaro. Ante los signos de Dios no basta “asombrarse”: hay que “convertirse”. Yo soy la resurrección En una situación tan delicada -la muerte de Lázaro-, no bastaba afirmar: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí aunque haya muerto vivirá” (Jn 11, 25). Jesús resucitó a Lázaro; resucitó también al hijo de la viuda de Naín; a la hija de Jairo, dirigente de una sinagoga. Jesús advirtió que para experimentar esa resurrección era indispensable la fe. A Jairo, que acudió a él porque se le había muerto su hija, Jesús sólo le advirtió: “No temas; sólo ten fe”. Y Jairo se aferró a las palabras de Jesús, y vio a su hija resucitada. Marta desconfiaba, en cierta forma, cuando Jesús le dijo: “Tu hermano resucitará”. Marta respondió: “Si, Señor, ya sé que resucitará en el último día”, quien dice: “Pero para eso falta muchísimo tiempo”. Jesús se le adelantó: “Yo te digo que si tú crees, verás la gloria de Dios”. Marta creyó y vio a su hermano resucitado. 19
  • 20. La fe, que pide Jesús, concuerda con la definición de la fe que da la Carta a los Hebreos: “Es garantía de lo que se espera, prueba de lo que no se ve”(Hb 11, 1). Fe es meterse en lo invisible, pero no a ciegas, sino agarrados de la mano del Señor. ¿Un Dios impasible? Cuadro simplemente bellísimo: Jesús quebrantándose -como cualquier ser humano- ante la muerte de su amigo. Llora, se turba. Una mala educación religiosa o una falta de orientación en las cosas de Dios, ha presentado un Dios lejano e impasible. Como que no se interesara del confuso mundo de los hombres. Aquí, la Biblia afirma, gráficamente, todo lo contrario. Jesús está junto al que sufre. Jesús también sabe llorar. Seguramente tuvo que llorar la muerte de su papá, José. El silencio de la Biblia con respecto a José, nos da a entender que ya había fallecido. Con razón Jesús, que había experimentado, en carne propia, el dolor ante la muerte, pudo decir un día: “Vengan a mí todos los que están agobiados y cansados que yo les haré descansar”(Mt 11, 28). Marta y María acudieron a él. ¡Y, de veras, que sintieron lo que era su descanso! Con la mejor buena voluntad, pero muy lejos de la manera de ser de Dios, algunas personas dicen: “Dios me quitó a mi hijo”, “Dios me quitó a mi esposo”. Eso de “quitar esposo e hijo” no es muy evangélico. Pero sí expresa esas concepciones subconscientes de un Dios “no muy bueno”, que pareciera que no se da cuenta del dolor ajeno. Jesús, que llora ante el sepulcro de Lázaro, nos viene a decir que Dios no está para aumentar el dolor del mundo, sino para ponerse al lado del que sufre el mal del mundo, y ayudarle a pasar por ese valle oscuro. ¡Cómo falta conocer más al auténtico Jesús! “La anchura y la profundidad del Corazón de Dios”, como decía San Pablo. Necrópolis Los griegos llamaban necrópolis a sus cementerios, es decir, ciudad de los muertos. Para ellos la muerte era un lugar de sombras y tristezas. Cuando alguien se ha logrado encontrar con Jesús, ya no existen necrópolis, sino sólo “cementerio”, que quiere decir: dormitorio, lugar de paso hacia una casa mejor y eterna. Ante la muerte, es fácil tambalear. ¡Qué bien que abunden las palabras de consuelo de los amigos! Sin ellas sentiríamos que nuestra soledad es más grande. Pero esas palabras, como las de los grandes sabios de este mundo, nunca pueden sonar como las luminosas palabras de Jesús que, en medio de las tinieblas de la muerte, nos repite: “Yo 20
  • 21. soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11, 25). Jesús no se quedó en palabras. Resucitó a Lázaro y resucitó él mismo, como primicia de todos los que vamos atrás, creyendo en que él no nos dejará en una oscura necrópolis, sino que nos llevará a la casa definitiva de su Padre, nuestro Padre. 21
  • 22. 3. Prepararse para la muerte En una fábula se narra que cierto leñador se desesperó por la dura vida que llevaba: “¡Ojalá me venga la muerte!”, protestó. Al punto se le presentó la muerte: “¿Me llamaste?” El leñador, asustado, respondió: “No; yo no te he llamado”. La muerte es una de nuestras grandes e innegables realidades. La vemos rondar, día a día, a nuestro alrededor, pero nos cuesta convencernos de que puede sorprendernos en cualquier esquina. Siempre pensamos que la muerte es para los demás. El tema de la muerte no tiene muchos simpatizantes. Más bien, es un tema del que se habla por necesidad, con cierto temor. El evangelio, en cambio, nos invita a estar siempre preparados para el día de nuestra muerte. Jesús afirma que no debemos hacernos ilusiones, pues él vendrá como ladrón, en el momento en que menos lo esperamos. La nuestra muerte debe ser “preparada”, conscientemente, durante toda nuestra vida. El encuentro con Dios, cara a cara, no podemos, por temor, relegarlo como algo secundario de nuestra existencia. Una buena muerte no se improvisa: se prepara. Algo efímero Vivimos y nos aferramos a las cosas de este mundo como que fuéramos a vivir eternamente. La Biblia, repetidas veces, se encarga de hacernos meditar en que nuestra vida es algo muy efímero. Santiago afirma: “¿Que es la vida de ustedes? Ciertamente es una neblina que aparece por un poco tiempo, y luego se desvanece”(St 4, 14). La neblina, a veces, es muy espesa; pero, de pronto, llega un rayo de sol, y nadie se acuerda de que allí había neblina. En el libro de Job, se encuentra otra imagen parecida: “Los días del hombre son más veloces que la lanzadera del tejedor”(Jb 7, 6). El ojo humano apenas logra ver esa escurridiza lanzadera, que va de un lado a otro. Si en tiempo de Job se hubieran conocido algunas de nuestras sofisticadas máquinas, la lanzadera del tejedor hubiera quedado relegada a un segundo plano en cuanto a la velocidad. En el libro de las Crónicas se lee: “Extranjeros y advenedizos somos delante de ti, como todos nuestros padres; y nuestros días sobre la tierra, cual sombra que no dura”(1Cro 29, 15). Lo cierto es que el día de hoy podemos desayunar alegremente en nuestra casa, y, por la tarde, ya estar dentro de un ataúd. El cáncer, los ataques al corazón, el sida, los accidentes aéreos y automovilísticos están a la orden del día. Todo nos indica que 22
  • 23. debemos estar siempre preparados; no “angustiados”, pues el cristiano sabe, de antemano, que sus días están en manos del Señor. Ni un minuto más ni un minuto menos. Carlos Shick se llamaba el atrevido individuo, que se introdujo en un tonel, que era llevado por la corriente hacia las Cataratas del Niágara. Todos vieron cómo el tonel se precipitó en las aullantes cataratas. Trancurrió un momento de tensión y todos vieron, estupefactos, cómo Shick salía victorioso del tonel. Todos lo ovacionaron. Le aplaudieron frenéticamente. Shick, muy orondo por su triunfo, volvía hacia su casa cuando se resbaló en una cáscara de banano, se golpeó la cabeza y murió instantáneamente. Había superado el peligro mortal en las Cataratas del Niágara, y, ahora, allí estaba tendido en la acera con un golpe mortal. Nuestra situación aquí en la tierra es de forasteros. Estamos de paso. El día de nuestro nacimiento comenzó nuestra carrera hacia la muerte. A nuestra derecha y a nuestra izquierda, continuamente, van cayendo seres queridos, personas desconocidas, amigos. A pesar de todo, en el fondo nos creemos indestructibles. Casi llegamos a dar la impresión de que la ley de la muerte se inventó para otros, pero que, tal vez, se puede hacer alguna excepción con nosotros. El salmo 90 dice: “Setenta son los años que vivimos; los más fuertes llegan hasta ochenta; pero el orgullo de vivir tanto, sólo trae molestias y trabajo”. Por eso, el salmista en el mismo salmo, hace la siguiente oración: “Enséñanos a contar bien nuestros días, para que nuestra mente alcance sabiduría”. Lo más importante no es el número de años que vivamos, sino la manera cómo los vivamos. A eso la Biblia le llama “alcanzar sabiduría”.Es lo que también nosotros le debemos pedir continuamente al Señor. Nuestra gran oportunidad El tiempo, que se nos ha concedido, es la oportunidad de preparar nuestro encuentro con el Señor. La parábola de los talentos, que narró Jesús, enfoca este tema de una manera muy evidente. A cada uno se nos han concedido “talentos”, cualidades, dones, oportunidades para que nos realicemos en esta vida; para que cumplamos la misión que Dios nos encomendó. Nadie se puede dar el lujo de “enterrar” su talento. En nuestro encuentro con el Señor, se nos advierte que se nos pedirán los talentos “multiplicados”. En el Evangelio, continuamente, se machaca que nuestra vida no termina en un cementerio. Jesús, al mismo tiempo, que habla de la muerte, remarca la idea de la “vida eterna”, en el cielo. Es impresionante la manera en que San Pablo encaró la muerte. En la vida de Pablo 23
  • 24. abundan las persecuciones, las cárceles, los naufragios, las trampas, que le tendían sus enemigos. Pablo no vio con temor la muerte. Un día escribió: “Para mí el vivir es Cristo y el morir, ganancia”(Flp 1, 21). Pablo había tenido un encuentro con Jesús resucitado. Eso lo había marcado para toda su vida. Por eso estaba seguro de la resurrección. La muerte la consideraba como “ganancia”. La resurrección de Jesús es la columna principal sobre la que descansa el edificio de nuestra religión. Si no se ha tenido un encuentro personal con Jesús resucitado, no puede existir esa fe inquebrantable de Pablo en la vida futura. Si no se ha tenido encuentro personal con Jesús resucitado, no tienen sentido sus palabras: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí aunque haya muerto vivirá”(Jn 11, 25). Cuando se tiene una fe incondicional en la resurrección de Jesús, entonces cobra valor la promesa, que Jesús les hacía a sus apóstoles en la última cena: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, yo no les hubiera dicho que voy a prepararles un lugar. Y después de irme y de prepararles un lugar, vendré otra vez para llevarlos conmigo, para que ustedes estén en el mismo lugar en donde yo voy a estar”(Jn 14, 2-3). San Pablo, cuando le escribía a los Corintios, hacía notar la importancia que tenía para la fe de cada individuo el haber llegado a aceptar la resurrección de Jesús. Las palabras de Pablo, en esta carta, son de las más importantes de la Biblia. Decía Pablo: “Si Cristo no hubiera resucitado, la fe de ustedes sería vana; aún estarían en sus pecados… Si solamente en esta vida esperamos en Cristo, somos los más dignos de compasión de todos los hombres” (1Co 15, 17-20). Cuando hemos llegado a creer firmemente en la resurrección de Jesús, entonces, sus palabras para nosotros son definitivas. Entonces Jesús no es alguien que vino a ilusionarnos con la utopía de un “más allá”. Si Jesús, de veras, resucitó, no hay motivo para que desconfiemos de ninguna de sus palabras. La muerte, entonces, no nos lleva a la lobreguez de una tumba, sino es un paso hacia un más allá glorioso. Esta convicción en la vida futura la expresó San Pablo con una adivinada imagen. Escribe San Pablo: “Nosotros somos como una casa terrenal, como una tienda de campaña permanente; pero sabemos que si esta tienda se destruye, Dios nos tiene preparada en el cielo una casa eterna, que no ha sido hecha por manos humanas”(2Co 5, 1). En este mundo estamos transitoriamente. El que vive en una carpa de campaña lo hace solamente en momentos de emergencia, momentáneamente. Aquí, vivimos provisionalmente. Nuestra casa definitiva, según la Biblia, está en el cielo. Esto no es para que vivamos como evadidos de nuestra realidad, con la cabeza en las nubes. Este pensamiento nos ayuda, como a Pablo, a lanzarnos de lleno a cumplir la misión que Dios nos ha encomendado en esta tierra. La vida eterna comienza aquí cuando estamos multiplicando los “talentos”, que Dios nos encomendó para servir a los demás. 24
  • 25. Diversas maneras de salir del mundo Tanto los médicos como las enfermeras y los parientes del que muere, notan bien la diferencia entre alguien que es un creyente de corazón y el incrédulo. En la historia ha quedado famosa la muerte del escritor Voltaire. Durante su vida hizo gala de despreciar las cosas de Dios. En dos oportunidades, cuando estaba a punto de morir, pidió que lo auxiliara un sacerdote. Las dos veces sanó. Pero, apenas se sintió con fuerza, comenzó nuevamente a burlarse de Dios y de todo lo religioso. La tercera vez, que se encontraba gravísimamente enfermo, pidió la presencia de un sacerdote. Sus amigos de la masonería no lo permitieron. Según el médico que lo atendía, Voltaire murió gritando desesperadamente y mordiendo las sábanas de su cama, mientras gritaba: “He sido abandonado de Dios y de los hombres”. Tuvo muchas oportunidades para morir cristianamente, pero desaprovechó el momento de gracia que el Señor le concedía. De Carlos IX de Francia se dice que murió gritando: “¡Cuánta sangre, cuántos asesinatos… en cuántos malos consejos anduve! ¡Estoy perdido!” En ese instante tan decisivo de su existencia veía desfilar a tantas personas a quienes había mandado a matar; recordaba todos sus errores. La muerte de las personas, que creen firmemente en las palabras de Jesús, es muy distinta. El libro de los Hechos narra que cuando estaba muriendo San Esteban, mientras sus enemigos lo apedreaban, él oraba por ellos, mientras afirmaba que estaba viendo el cielo abierto y a Jesús, que lo esperaba (Hch 7, 55-56). Una de las últimas frases, que pronunció San Juan Bosco en su agonía, fue: “Los espero a todos en el paraíso”. Santo Domingo Savio murió diciendo: “¡Qué cosas tan hermosas veo!” Bien afirma el libro de la Sabiduría que las almas de los justos están en manos de Dios (Sb 3, 1). Imágenes muy consoladoras La Biblia, ante la imposibilidad de describir lo indescriptible, opta por imágenes muy impactantes para darnos una lejana idea de lo que será la vida eterna para los que creen firmemente en las palabras del Señor. A los atletas triunfadores, en tiempos antiguos, se les coronaba con una guirnalda de laurel. De aquí tomó San Pablo su imagen para pensar en su encuentro con Dios. 25
  • 26. Escribía san Pablo: “Me aguarda la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida”(2Tm 4, 6). Pablo se imaginaba ser coronado después de haber cumplido con la ardua tarea que Dios le había encomendado en el mundo. En el libro del Apocalipsis prevalece la idea de descanso para referirse a la vida eterna. “Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor -escribe San Juan-, descansarán de sus trabajos” (Ap 14, 13 ). Nuestra vida es un tejido de obstáculos y luchas. De pronto todo eso se convierte en un gozoso recuerdo. Inicia lo que la Biblia llama el descanso en el Señor. El descanso eterno. Con una de las figuras de más hondura espiritual, para hablar de la felicidad en la vida eterna, afirma san Juan: “No habrá llanto, ni luto, ni dolor, ni lágrimas”(Ap 21, 4). Este sentido negativo de lo que no existirá en el más allá de los justos es de lo más consolador que se encuentra en la Biblia. Hay que prepararse En algunas universidades se ha introducido una materia muy extraña: la “tanatología”; la ciencia que versa acerca de la muerte. En sentido cristiano, esta ciencia siempre fue enseñada por Jesús, aunque no le dio un nombre técnico. Jesús siempre habló de prepararse para el encuentro con Dios; de permanecer con las lámparas encendidas: Jesús siempre nos anticipó que él llegará como un ladrón. De repente. San Juan Bosco, una vez al mes, a sus hijos los invitaba a hacer lo que él llamaba “El ejercicio de la buena muerte”. Un retiro mensual en que la persona revisa sus cuentas ante su Señor. Algo muy sabio, y, al mismo tiempo, muy descuidado por muchísimas personas, que piensan que con excluir el tema de la muerte, la van a alejar. Son como los niños, que, ante el peligro, se esconden entre las sábanas y creen, de esta manera, que el peligro está conjurado. Cuando Jesús se estaba despidiendo de sus apóstoles, antes de su muerte, les dijo unas palabras muy consoladoras: “Confíen en Dios y confíen también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, yo no les hubiera dicho que voy a prepararles un lugar”(Jn 14, 1-2). A Jesús se le llama el “primogénito de los que mueren” (Col 1, 18). Él se adelantó para prepararnos un lugar. Jesús les advertía a sus apóstoles que para poder llegar a esa convicción, tenían que “creer en Dios y en él”. Para poder tener esa certeza gozosa de una eternidad en el cielo hay que aferrarse con toda la mente y el corazón a las palabras de Jesús. Si creemos en las promesas de Jesús, para nosotros será lo normal pensar que, si creemos en Cristo, aunque muramos, tendremos la vida eterna (Jn 11, 25), y que ocuparemos una de esas “moradas” que Jesús se adelantó 26
  • 27. a prepararnos. El historiador Heródoto recuerda que en tiempos pasados, en Egipto, después de un grandioso banquete, alguien pasaba con un ataúd, que llevaba dentro una figura humana. Uno de los sirvientes, que portaban el ataúd, iba repitiendo: “Lo que él es, tú serás”. Los paganos, antes este realismo impactante, se decían: “Comamos y bebamos porque mañana moriremos”. Jesús, muchas veces, en el Evangelio, nos habla con realismo acerca de la muerte. No lo hace para infundirnos miedo. La pedagogía de Jesús es preventiva: quiere que nos acostumbremos al pensamiento de nuestra futura muerte y nos preparemos debidamente. Que no sea para nosotros una sorpresa desagradable. Nosotros, al oír a Jesús hablarnos de la muerte, no llegamos a la conclusión de comer y beber porque un día moriremos, sino pensamos que la muerte es sólo el puente para poder llegar a gozar de la presencia de Dios eternamente, en compañía de nuestros seres más queridos, que se nos adelantaron. Esto no debe ser una salida de consolación, sino una fe total en la palabra de Jesús: “El que cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11, 26). 27
  • 28. 4. SALMO 90: Aprender a Calcular Nuestro Tiempo Calderón de la Barca tiene una obra de teatro titulada: “El gran teatro del mundo”. Los actores ingresan al escenario por una puerta, que tiene la forma de una cuna. El director de escena le reparte a cada uno su respectiva indumentaria para poder actuar: unos reciben trajes de reyes, otros de soldados, de obreros, de sirvientes. Al final se va invitando a cada personaje a que salga por la puerta, que tiene la forma de un ataúd. De esta manera, el escritor representa lo que es la vida. El mundo es un escenario en el que nos toca actuar. Dios nos ha colocado para desempeñar un papel, una misión. Todos tenemos que salir por la puerta de la muerte. En el mundo estamos de paso. Se nos olvida con frecuencia. Creemos que permaneceremos para siempre en el escenario. La Biblia nos recuerda: “No tenemos aquí una ciudad permanente” (Hb 13,14). Somos viajeros, peregrinos. Muchas veces se nos olvida esta realidad, o, mejor dicho, no la queremos afrontar. Nos ilusionamos pensando que por la puerta con forma de ataúd, sólo les toca salir a otros. De esta manera, tratamos de mentirnos a nosotros mismos para no pensar en una de nuestras grandes verdades, la muerte. El salmo 90 es el único que escribió Moisés. Este profeta vivió 120 años. En su vejez, nos dejó esta extraordinaria reflexión sobre el sentido del tiempo y de nuestra fragilidad humana. Este salmo busca enseñarnos a vivir nuestro hoy en la presencia de Dios. La eternidad de Dios Moisés comienza alabando la eternidad de Dios. A través de los siglos, Dios es un “refugio” para sus hijos, los hombres. Dios es la seguridad absoluta. Señor, tú has sido para nosotros un refugio de edad en edad. Antes de ser engendrados los montes, antes de que naciesen la tierra y el orbe, desde siempre y para siempre tú eres Dios (vv. 1-2). 28
  • 29. Al pensar en la eternidad de Dios, Moisés inicia entonando un himno de alabanza a Dios, que, a través de los siglos, se ha manifestado como un “refugio”, un Dios providente para los seres humanos. El inicio de este salmo es una oración por medio de la que Moisés, en su ancianidad, bendice a Dios porque puede dar testimonio que “de generación en generación” ha experimentado la infaltable providencia de Dios. La soberanía de Dios Moisés recibió la revelación de Dios acerca del origen del hombre, que fue colocado en el universo como un “administrador” de las cosas de Dios. No es el dueño. La gran tentación del hombre es constituirse “dueño” del universo, y olvidar su condición de simple “administrador”. Moisés quiere recordarle al hombre que viene del polvo y que a él volverá. Tú reduces al hombre a polvo, diciendo: “Retornen hijos de Adán”. Mil años en tu presencia son un ayer que pasó, una vela nocturna. Los siembras año por año, como hierba que se renueva: que florece y, se renueva por la mañana, y que por la tarde la siegan y se seca (vv. 3-6). Cuando el hombre se olvida de su condición de “administrador” y se cree el “dueño” del mundo, se olvida de su Creador, y construye babeles de confusión, que lo desestabilizan espiritualmente. El salmo 90 acentúa el hecho de que vamos a volver al polvo. El miércoles de ceniza, la Iglesia, como madre, nos dice: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”. De esta manera, se nos quiere apartar de la tentación de construir babeles en las que se hace caso omiso de Dios. El Eclesiastés también insiste en el mismo tema, cuando anota: “Todos caminan hacia la misma meta, todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo. Vuelve el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu a Dios que es quien lo dio” (Ecl 3, 20; 12, 7). 29
  • 30. A nosotros, mil años nos parecen una cantidad exorbitante. El salmo 90, por el contrario, nos asegura que para Dios mil años son como un día, como una vigilia nocturna, que, según los antiguos, duraba la tercera parte de la noche. Este pensamiento lo recoge también san Pedro, cuando escribe: “Para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día”(2P 3, 8). El tiempo de Dios no depende de nuestros relojes. El mismo salmo nos compara a la hierba del campo, que florece en la mañana, y en la tarde ya la han cortado. Calderón de la Barca tiene otra bella obra de teatro titulada: “La vida es sueño”. El autor, en esta obra, sostiene que mientras vivimos, soñamos; cuando morimos, despertamos. Durante el sueño fantaseamos en tantas cosas. Lo cierto que, al despertar, nos damos cuenta de que todo fue una ilusión. Por eso Jesús advertía: “Velen, pues, no saben el día ni la hora en que vendrá el Hijo del Hombre” (Mt 25, 13). Nunca Jesús quiso infundir miedo a la muerte. Su intención, al hablarnos de la inminencia de la muerte, fue enseñarnos a ser “previsores”, a no ser sorprendidos por una de nuestras realidades definitivas: la muerte. Para no “improvisar” el día en que debemos pasar a la eternidad, Jesús nos indica que cuando él vuelva por nosotros, quiere encontrarnos como “siervos fieles”, con los “lomos ceñidos”, en actitud de servicio a los demás. Jesús nos asegura, que si eso se cumple, Él mismo se compromete a “servirnos la mesa” (Lc 12, 37). También dijo Jesús que cuando Él vuelva por nosotros, quiere encontrarnos con nuestros “talentos” multiplicados. Es decir, con la misión cumplida. La ira de Dios No deja de desconcertarnos que el salmo 90 hable de la “ira de Dios”, que nos ha consumido (v. 9). En la Biblia la ira de Dios significa que Dios es justo y que no puede aceptar como limpio lo que está manchado. Dios odia el pecado, pero ama al pecador, y busca salvarlo por todos los medios. Por eso, Dios aplica su disciplina al pecador para salvarlo. No castiga como un verdugo, con odio, sino como un Padre, con amor. Así lo expresa el salmista, cuando dice: ¡Cómo nos ha consumido tu cólera, y, nos ha trastornado tu indignación! Pusiste nuestras culpas ante ti, nuestros secretos, ante la luz de tu mirada. Y todos nuestros días pasaron bajo tu cólera, y nuestros años se acabaron como un suspiro 30
  • 31. (vv. 7-9). El caso del profeta Jonás es muy ilustrativo para comprender lo que es la “ira de Dios”. Jonás va por camino de perdición. El Señor suscita una tormenta, que pone en peligro el barco en el que va Jonás. Los de la tripulación lanzan al mar al profeta desobediente, como causante de la desgracia. Jonás va a parar al vientre de un gran cetáceo. Allí reconoce su pecado y pide perdón a Dios. El Señor no quería aniquilar a Jonás, sino salvarlo, porque lo amaba. Muchas de las tormentas de nuestra vida, son provocadas por Dios, que quiere aplicarnos su disciplina para salvarnos, quiere demostrarnos que para él somos muy importantes. En el Antiguo Testamento, muchas veces, se creía que toda desgracia era un castigo de Dios. Cuando llegó Jesús, perfeccionó la revelación en cuanto al sufrimiento. Ante un ciego de nacimiento, los apóstoles le preguntaron que quién había pecado para que sucediera esa desgracia: los padres del ciego o el mismo invidente. Jesús respondió que ni el ciego ni sus padres eran culpables de la ceguera de aquel hombre; el ciego estaba allí para la gloria de Dios. Más tarde, nos vamos a dar cuenta de que ese ciego va a tener con Jesús uno de los encuentros personales más bellos del Evangelio. Era para la gloria de Dios que el ciego había nacido enfermo (Jn 9). No toda desgracia corresponde a un castigo de Dios. Jesús hace ver que Dios Padre corta los sarmientos que dan fruto, para que den más fruto. No habla de sarmientos inútiles, sino de sarmientos fructíferos. Aquí está señalado el proyecto de Dios para santificar más a los que ya son buenos y están produciendo buenos frutos. El Señor los purifica para que su fruto sea muy agradable a Dios (Jn 15). El salmo 90 hace la pregunta: “¿Quién entiende el golpe de tu ira?” (v. 9). La respuesta es: ninguno. Nadie puede comprender la disciplina de Dios, su castigo. Sólo nos queda inclinar la cabeza y aceptar el proyecto de Dios para nosotros, con la plena confianza de que ese camino es el que, en la Sabiduría de Dios, nos conviene más. Y, no sólo aceptamos la voluntad de Dios; también lo alabamos porque, por la fe, sabemos que el plan de Dios para nosotros es la muestra de su amor. La brevedad de la vida Moisés, que vivió 120 años, en su ancianidad, llegó a la conclusión de que la edad normal de un ser humano es de 70 años; los más robustos llegan a 80. Sin embargo, todo es“fatiga inútil”. Es la conclusión a la que llega Moisés en su reflexión de anciano: Aunque uno viva setenta años, 31
  • 32. y el más robusto, hasta ochenta, la mayor parte son fatiga inútil, porque pasan aprisa y vuelan. ¿Quién conoce la vehemencia de tu ira, quién ha sentido el peso de tu cólera? Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato (vv. 10-12). Aquí, encontramos ecos del libro de Job, en el que se anota: “Mis días son más rudos que un correo, se me escapan sin que pueda ver la dicha; se deslizan como lancha de junco, como águila que cae sobre la presa...” (Jb 9, 25-26).El autor del Eclesiastés llega a la misma conclusión, cuando apunta: “Vanidad de vanidades y todo es vanidad” (Ecl 1, 2). Ante esta constatación de la brevedad y fragilidad de la vida, el salmista hace una petición a Dios: Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato (v. 12). En vista de lo efímero de la existencia humana, el salmista opta por pedirle a Dios la sabiduría de saber vivir el hoy de cada día. De aprovechar el tiempo al máximo para cumplir la voluntad de Dios. Jesús contó el caso de un hombre que se afanó toda la vida para acaparar riquezas y más riquezas. Cuando ya era millonario, se dijo: “Bueno, ahora, a pasarla espléndidamente”. Jesús narró que ese mismo día, el rico oyó una voz que le decía: “Necio, esta misma noche morirás: ¿a quién le van a quedar tus riquezas?” (Lc 12, 20). Jesús llama “necio” a este hombre, que había calculado su vida “a largo plazo”, sin saber que esa misma noche iba a morir. Jesús dijo: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?” (Mt 16, 26). La sabiduría de Dios nos lleva a calcular nuestros años, a saber “ganar a Dios”, que es lo más importante de nuestra existencia. Se puede vivir pocos años y se puede hacer mucho bien. El joven Domingo Savio, discípulo de Don Bosco, vivió solamente 15 años, y la Iglesia lo tiene en los altares. En su corta edad, se santificó. 32
  • 33. Súplicas finales Moisés, al reflexionar en la brevedad de la vida y la fragilidad del hombre, concluye el salmo 90 haciendo varias súplicas a Dios: Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos; por la mañana, sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo; danos alegría, por los días en que nos afligiste, por los años en que sufrimos desdichas. Que tus siervos vean tu acción y tus hijos tu gloria. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos (vv. 13-17). Todas estas súplicas, que Moisés le presenta a Dios, tienen su respuesta muy concreta en Jesús, que es la solución de Dios para nosotros. En primer lugar, el salmista le pide a Dios “compasión”. Los rabinos, maestros de religión entre los judíos, afirmaban que “fidelidad” es la definición de Dios. El salmista, al ver la brevedad de la vida y la fragilidad humana, piensa que necesita, sobre todo, la compasión de Dios. Por eso le pide que “sacie” al pueblo con su misericordia. Una porción muy grande de su perdón, de su compasión. Jesús nos da la respuesta a esta petición, cuando narra la parábola del hijo pródigo. En esta parábola, Jesús presenta a Dios como un Padre compasivo que tiene siempre abiertos los brazos y la puerta de su casa para cuando vuelva el hijo rebelde; para devolverle sus privilegios de hijo, y para organizarle una fiesta de bienvenida. El salmista, pasa a pedirle a Dios que les conceda “alegría”. Los del pueblo de Dios ya han sufrido mucho en el pasado. Ahora, puede haber una compensación: alegría y júbilo. Jesús, en las “Bienaventuranzas”, asegura que los que se atrevan a ir por el camino del Evangelio, serán “dichosos”. En la última cena, también el Señor les dijo a los 33
  • 34. apóstoles: “Les he dicho estas cosas para que mi alegría esté en ustedes y para que su alegría llegue a la plenitud” (Jn 15, 11). Una característica del santo es su gozo, su alegría. En él se cumple la promesa del Señor: es “dichoso” porque va por el camino del Evangelio. El gozo debe ser lo normal en nuestra vida, si vivimos las bienaventuranzas. El salmista también le pide a Dios la evidencia de sus obras: “Que tus siervos vean tu acción…” (v. 16). Lo que el salmista desea es que todo el pueblo vea “la mano de Dios” en todas las circunstancias para que aumente su fe y sea fiel en todo a Dios. Jesús prometió que los que “creyeran” verían “señales” (Mc 16, 17), es decir, tendrían experiencia de la manifestación de Dios. A los apóstoles siempre les acompañaron señales milagrosas en su evangelización. El libro de Hechos recuerda que, en tiempo de persecución, un grupo de fieles se reunieron en una casa particular y, en oración de fe, pidieron “signos y milagros” para que todos creyeran en Jesús. La señal de Dios no se hizo esperar. Al momento se vino un fuerte temblor. Nadie se asustó; todos vieron en el temblor la respuesta de Dios. Necesitamos pedir con fe los signos de Dios. Los necesitamos para que nuestra fe se fortalezca, para que conozcamos más a Dios, lo amemos mejor y nos entreguemos a su servicio con gozo. La última petición que hace Moisés para todo el pueblo es que Dios haga “prósperas las obras de sus manos” (v. 17). Todos hemos recibido talentos del Señor; tenemos una misión que cumplir. Por eso le pedimos al Señor tener éxito en nuestro trabajo, en nuestra misión. Lo necesitamos. Jesús nos dice que no debemos estar “ansiosos” por la comida y el vestido. El Señor mismo nos da la solución cuando dice: “Busquen primero el reino de Dios y su justicia y lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6,33). Es como que nos dijera: “Vivan según las normas del Evangelio y yo me encargaré de que no les falte lo necesario”. Nos promete “hacer prósperas las obras de nuestras manos”. Estas súplicas finales compendian nuestros anhelos para nuestra breve y frágil vida, que cobra sentido pleno, si contamos con la bendición de Dios. De paso “No tenemos aquí una ciudad permanente” (Hb 13, 14), nos dice la Biblia. Estamos de paso. Somos peregrinos. El salmo 90 nos recuerda nuestra fragilidad humana, pero también nos exhorta a poner la confianza en Dios, que es “eterno” y que, de generación en generación, ha sido fiel y nunca nos fallará. También nos anima a vivir nuestro hoy con la mirada puesta en Dios para buscar siempre su voluntad, que es el camino que nos 34
  • 35. conviene. El salmo de Moisés insiste en la brevedad de nuestra vida. Jesús, por otra parte, nos invita a “estar siempre preparados porque no sabemos el día ni la hora” (Mt 25, 13). El Señor nos asegura que, si al venir él, nos encuentra como siervos fieles con los lomos ceñidos, en actitud de servicio a los demás, él mismo nos va a servir la mesa. Ésta es la sabiduría que se pide en el salmo 90, y que todos buscamos, día a día, de todo corazón. Es nuestro mejor anhelo que cuando vuelva el Señor, nos encuentre en vigilante espera con nuestras lámparas encendidas. 35
  • 36. 5. Acompañar al que está por morir Jesús santifica todos los momentos más importantes de nuestra vida por medio de los sacramentos, que son signos eficaces de su gracia. De manera especialísima acompaña al enfermo grave por medio de la Unción de los enfermos, que, por lo general, se complementa con la confesión y la comunión. Por medio de la Unción de los enfermos, Jesús se le acerca al enfermo, como el buen samaritano, que con el aceite de su compasión, quiere aliviar sus dolencias y quiere atenderlo en su estado de postración. Por medio del sacramento de la Unción, el enfermo experimenta la compasión de Jesús, que afirmó que venía a “vendar los corazones heridos” (Is 61, 1) Fue en la Edad Media cuando se le dio el nombre de “Extremaunción” a este sacramento. Con el nombre se introdujo también la mentalidad de que debía reservarse sólo para los que estaban a punto de morir. Fue un desacierto. Algunos Padres durante el Concilio de Trento protestaron contra esta mentalidad con respecto al Sacramento de la Unción; pero no logró cambiarse ni el nombre ni la mentalidad con respecto a este sacramento. Fue el Concilio Vaticano II el que sugirió el cambio de nombre para la Extremaunción. Propuso que se le llamara “Unción de los enfermos”. Con el cambio de nombre se introdujo una nueva mentalidad: ahora, ya no es el Sacramento para los moribundos (la Extremaunción), sino el Sacramento para los enfermos. No obstante, hay en un momento en la vida del individuo en que la Unción de los enfermos se convierte para él en una “Extremaunción”. Nuestra primera unción la recibimos el día de nuestro Bautismo, cuando quedamos consagrados a Dios como templos del Espíritu Santo (Ef 1, 13). En la Confirmación se nos unge nuevamente para fortalecernos en nuestra misión como soldados de Cristo. Cuando nos disponemos a emprender nuestro viaje hacia la eternidad, somos también ungidos con la fuerza del Espíritu Santo para sentirnos acompañados por nuestro buen Pastor, que nos guía a verdes pastos y a aguas tranquilas. Muchos le atribuyen un sentido “mágico” a este sacramento. Según ellos, basta que el enfermo lo reciba ― aunque sea en estado de coma ― y ya todo queda arreglado. No es así. La fe es indispensable para que el Sacramento pueda comunicar la Gracia. Cuando se administra al enfermo, que está inconsciente, es porque no sabemos si escucha o no lo que se está diciendo. Y porque creemos en la oración de intercesión en favor del que se encuentra en una situación, que para nosotros es totalmente desconocida. 36
  • 37. La enfermedad Antes de reflexionar expresamente sobre la Unción del que está por morir, es preciso meditar sobre la situación del enfermo. La enfermedad provoca, por lo general, una crisis en el enfermo. Es tiempo de tentación en que el espíritu del mal aprovecha para sembrar la cizaña del temor, de la duda y de la desesperanza. El enfermo se enfrenta, primero, con el dolor, la debilidad; luego con sus consecuencias: a veces, escasez de dinero para médicos y medicinas; imposibilidad de trabajar, de movilizarse. El enfermo se da cuenta de que los demás no lo pueden atender como él quisiera: que se olvidan de él. El enfermo, entonces, comienza a sentirse como “una carga pesada” para su familia. Piensa que los demás lo marginan. Hasta llega a pensar que Dios lo ha abandonado. El caso de Job es muy típico al respecto. Al principio, Job, ante todas sus calamidades, decía: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó” (Jb 1, 21). Todo muy ejemplar. Pero, conforme fueron arreciando las interminables desgracias, Job comenzó a cuestionar la acción de Dios. Job se consideraba bueno, ¿por qué, entonces, Dios lo castigaba de esa manera? En sus razonamientos negativos, Job pensaba que si le fuera posible llevar a Dios a un juzgado con seguridad le ganaría el pleito, pues, él era bueno: no había motivo justificado para que Dios lo tuviera en esa calamitosa situación. En su crisis espiritual, a Job le fallaron su familia y su comunidad. Su esposa, exasperada por todo lo que sucedía, le dijo: “¡aldice a Dios y muérete!” Sus amigos, con complejo de teólogos, lo hundieron más en la depresión porque se empecinaron en que si Job estaba pasando por esa situación tan espantosa debía ser porque tenía escondido algún pecado grave. Más tarde, cuando interviene Dios, les dice a estos falsos teólogos: “Ustedes hablaron mal de mí”(Jb 42, 7). Es decir: “Ese Dios que ustedes presentan no soy yo”. Una familia poco cristiana, le va fallar a su enfermo. Personas con criterios antievangélicos, con respecto a la enfermedad, no son las personas apropiadas para “acompañar” al enfermo en este trance tan crítico de su vida. Un enfermo con conceptos no bien cimentados en la Biblia, puede hundirse más él mismo. Alguno, por ejemplo, dice: “Esta enfermedad que Dios me envió…” Esto va contra la revelación del mismo Dios en la Biblia. Dios es un “papá” bueno. Un padre bueno no les envía enfermedades a sus hijos. Los que creen que Dios se está vengando de ellos, manifiestan un concepto de un Dios futbolista, que devuelve las patadas que le dan. Este concepto de Dios no le ayuda para nada al enfermo para la situación de crisis por la que está pasando. Acompañar al moribundo 37
  • 38. Antes, la gente moría en su cama y en su casa, por lo general, rodeada de sus familiares. Ahora, debido al sistema de vida de nuestra sociedad, muchos mueren solos en un hospital, en un asilo de ancianos. Si algo necesita de manera especialísima el enfermo grave es ser acompañado espiritualmente. Es el momento de hacer por los moribundos lo que nosotros quisiéramos que hicieran por nosotros cuando seamos llamados a la presencia de Dios. La situación psicológica y espiritual del enfermo grave es muy delicada. Por un lado, la enfermedad y el sufrimiento hacen que se sienta un solitario, un abandonado por todos, y hasta por Dios. Muchos caen en la depresión, en la rebeldía. Santa Teresita aconsejaba alejar de los enfermos toda medicina peligrosa. Ella había pasado por esos instantes de aturdimiento espiritual y psicológico, y había experimentado la tentación del suicidio. El moribundo no necesita que le den clases de teología, en ese momento, sino que haya alguien que viva su fe y que procure compartirla con él, con mucho amor. Sin presionarlo. Sin quererle imponer por la fuerza algo. A veces el enfermo agradece más un respetuoso silencio, lleno de compasión, que las interminables lecciones bíblicas que lo aturden y desconciertan más. Sólo una persona muy llena del amor de Dios puede sobreponerse ante la impaciencia del enfermo, ante sus caprichos, ante sus locuras y exigencias. Es el momento de ver la imagen de Jesús, en el rostro demacrado y sudoroso del enfermo. Es el momento de pedir al Espíritu Santo la sabiduría necesaria para sugerir las frases bíblicas más apropiadas y que más impacto puedan causar en el enfermo. Es el momento de la oración insistente, si es posible, en comunidad. Al enfermo le consuela que alguien con amor lo esté acompañando en oración en ese instante, tan decisivo y desconcertante, de su vida en que ya no acierta cómo orar. Aunque parezca que el enfermo no escuche, hay que continuar orando y sugiriendo frases bíblicas de consuelo. Muchos de los que han vuelto de su estado de coma, han expresado que oían todo lo que los demás decían y comentaban. Según los expertos, el sentido del oído es de los últimos que se pierde. El momento de la muerte es tiempo de Gracia. El Señor procura alcanzar a sus hijos en “horas extra”, como lo hizo con el buen ladrón. Hay que cooperar con el Señor para que el moribundo reciba la misericordia del Señor. El famoso escritor Jorge Luis Borges hacía gala de su ateísmo en las entrevistas que le hacían. Sin embargo, cuando estaba muriendo pidió que llamaran a un sacerdote y le rogó que rezara el Padrenuestro. Me llamaron para asistir a una anciana en punto de muerte. De entrada, la anciana me dijo que no era católica y que ella no me había llamado. Le contesté que no la iba a presionar en nada. Que si permitía únicamente iba a hacer una oración por ella para que Jesús la acompañara en ese momento difícil de su vida. Después de hacer la oración, la anciana me dijo que le gustaría confesarse; que hacía muchos años que no lo hacía. Le indiqué que si creía en la confesión, con mucho gusto la atendería. Después de 38
  • 39. confesarse, me dijo que hacía mucho que no le rezaba a la Virgen María, que le gustaría hacerlo. Nuevamente le indiqué que si tenía fe, que lo hiciéramos juntos. Terminé dándole la Unción de los enfermos. Alguien, que había sido mi profesor en la Universidad, me mandó a llamar, cuando estaba a punto de morir. Me dijo que quería confesarse, pero que todo debía quedar en absoluto secreto, que nadie lo debía saber. Le dije que no tenía sentido confesarse en secreto. Que era el momento preciso de reparar todas las veces que se había avergonzado de confesar a Jesús. Era el momento de humillarse y reconocer su error ante Jesús y sus parientes y amigos. Así lo hizo. Es impresionante cómo hasta en los últimos momentos nuestro orgullo quiere jugarnos malas partidas. Pero más impresionante es comprobar cómo nos alcanza la misericordia de Dios en los últimos instantes de nuestra existencia. Encontrarle sentido a la enfermedad Pablo tenía una “espina”, que lo hacía sufrir. Algunos creen que fueran ataques epilépticos o enfermedad de la vista. Pablo, después de rezar muchas veces para obtener la sanación sin lograrla, recibió la revelación de Dios: el Señor le dijo que esa espina la había “permitido” para que no se envaneciera por sus muchos dones espirituales. Pablo, entonces, decía que se sentía fuerte cuando se sentía débil, porque, entonces, lo que prevalecía en él era el poder de Dios (2Co 12 ,10).Pablo, de esta forma, le había encontrado sentido a su“espina”. Walter Scott y Lord Byron eran dos famosos escritores. Los dos eran cojos. Walter Scott se mostraba sereno, con gozo. Era un cristiano convencido. Lord Byron, en cambio, era un hombre lujurioso y amargado. No había logrado encontrarle sentido a su enfermedad. Junto a la cruz de Jesús había dos ladrones. Los dos, al principio, insultaban y maldecían a Jesús. Uno de los ladrones, al oír a Jesús y verlo cómo se entregaba a Dios por la salvación del mundo, se convirtió. De la maldición pasó a la oración. Le encontró sentido a su sufrimiento. No basta sufrir para santificarse. El dolor a unos los hace mejores, a otros les endurece el corazón. La diferencia consiste en que los cristianos, a la luz de la cruz, le encuentran sentido a su enfermedad, a sus sufrimientos, y pasan de la rebeldía a la oración. Esta conversión abre sus corazones para la salvación, que Jesús quiere llevarles. Un gran favor se le hace al enfermo grave al ayudarle a que le encuentre sentido a su sufrimiento, a su situación de enfermo terminal. No es fácil. Pero la gracia de Dios es más grande que nuestra debilidad. 39
  • 40. Sentido de la muerte Hay circunstancias en que el enviado a orar por el enfermo tiene que aceptar que al enfermo le falta poco tiempo, que tiene una enfermedad terminal. Entonces, sin ningún temor, debe industriarse para ayudarlo a ver la realidad y a prepararse para ese paso tan decisivo de su vida. El tema de la muerte, por lo general, se elude en nuestra sociedad. El hombre, en la actualidad, cree que con sólo no hablar de la muerte, las cosas se van arreglar solas. No es así. Hay que ayudar al enfermo con enfermedad terminal a prepararse para ese paso importantísimo de su existencia. No se le hace ningún mal. Todo lo contrario, se le hace un gran bien. San Juan Bosco estilaba hacer, mensualmente, con sus jóvenes lo que llamaba el “ejercicio de la buena muerte”. Cada mes se hacía un breve retiro espiritual en el que cada uno se preguntaba cómo se encontraba, en ese instante, si Dios lo llamara a la eternidad. Los jóvenes habían asimilado con naturalidad el tema de la muerte. Tanto es así, que, cuando Don Bosco, con su don de “palabra de ciencia”, anunciaba que dentro de dos meses iban a morir dos jóvenes del oratorio, no cundía el pánico; al contrario, todos se aprestaban a encontrarse en buena relación con Dios, por si acaso les tocaba pasar a la eternidad. Don Bosco afirmaba que la buena marcha de su oratorio se debía a la confesión y comunión frecuentes y al ejercicio de la buena muerte. Jesús viene a auxiliar Jesús, que santifica todos los momentos más importantes de nuestra vida por medio de los sacramentos, de manera especialísima acompaña al enfermo grave por medio de la Unción de los enfermos, que, por lo general, se complementa con la confesión y la comunión. Por medio de la Unción de los enfermos, Jesús se le acerca al enfermo, como el buen samaritano, que con aceite quiere aliviar sus dolencias y quiere atenderlo en su estado de postración. Por medio del sacramento de la Unción, el enfermo experimenta lo que dijo Jesús: que había venido para “vendar los corazones heridos” (Is 61, 1). La fe del enviado 40
  • 41. Y, aquí, una cuestión muy delicada. El enviado, muchas veces, tiene que suplir la poca o nula fe del enfermo. En el caso del paralítico, que le llevaron en camilla a Jesús (Mt 9, 2), lo que contó fue la fe de sus amigos. Se valieron de todos los recursos para acercar al enfermo a Jesús. El texto bíblico anota que Jesús “viendo la fe de ellos”, sanó al paralítico (Mt 9, 2). Lo que contó fue la fe de los amigos. Fue la fe de la madre cananea la que valió ante el Señor para la sanación de su hija (Mc 7, 26). Fue la fe del centurión romano la que obtuvo la sanación de su sirviente (Mt 8, 5-13). Fue la fe del alto oficial la que logró que Jesús sanara a distancia a su hijo, que estaba gravemente enfermo (Jn 4, 50). Los enfermos, muchas veces, se encuentran en una crisis muy grande de fe, y lo que cuenta en ese momento, es la fe del que ha sido enviado por Jesús para auxiliar al enfermo terminal, para su conversión y entrega total a Jesús. La Unción de los enfermos, en este caso, se convierte en la “Extremaunción”, que prepara al enfermo para que no se sienta solo, para que confíe en que Jesús lo acompañará. El dijo: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así yo no les hubiera dicho que voy a prepararles una morada, y cuando la prepare volveré para llevarlos, para que ustedes estén donde yo estoy” (Jn 14, 2-3). Sería el caso de enfocar la muerte como nuestro encuentro tan deseado con Jesús; como la consecución de la salud total: ya no habrá médicos, ni medicinas, ni ambulancias. Dice el Apocalipsis que en nuestra nueva y definitiva morada no habrá “luto, ni dolor, ni lágrimas” (Ap 21, 4). En ese paso hacia la eternidad, la Unción de los enfermos, más que nunca, tiene el sentido de viático, para que el enfermo se sienta acompañado y dirigido por Jesús hacia la morada que le ha preparado en la eternidad. 41
  • 42. 6. El Rito de la Unción de los Enfermos Todo sacramento se sirve de signos por medio de los cuales se expresa lo que Dios está operando en el individuo, que recibe el sacramento. El rito de la Unción de los enfermos es sumamente rico en cuanto a sus signos, que ayudan al enfermo a meditar en lo que Dios está realizando en ese momento en su vida. La aspersión Un Sacramento es “un signo eficaz de la Gracia”. Lo importante es que no se quede sólo en signo, sino en que la Gracia pueda llegar al que recibe el Sacramento. Se inicia el rito con una “aspersión” con agua bendita, que nos recuerda que en nuestro Bautismo hemos sido hundidos en Jesús, limpiados con su sangre preciosa, constituidos templos del Espíritu Santo y hechos hijos de Dios. El pensamiento de nuestro Bautismo, que nos ha limpiado y convertido en hijos de Dios, es sumamente consolador. Nos recuerda que estamos en manos de Dios Padre, que nos envió al mundo con un proyecto de amor, y quiere que ese proyecto se cumpla al pie de la letra en nosotros. Dios desea lo mejor para nosotros, a pesar de que las circunstancias de la enfermedad y el dolor, tal vez, lleven a pensar en lo contrario. En su bautismo, Jesús escuchó la voz del Padre que decía: “Éste es mi Hijo amado” En nuestro bautismo resonó la misma voz; Dios dijo: “Tú eres mi hijo amado”. En la enfermedad terminal este recuerdo nos ayuda a confiar en la bondad de Dios; a sentirnos hijos amados en sus manos de un Padre bondadoso, que sólo quiere lo mejor para nosotros. El agua bendita, con que se rocía la habitación del enfermo, también es símbolo del poder de Jesús contra las presencias malignas. La carta a los Efesios, expresamente, nos asegura que estamos rodeados de influencias diabólicas, que quieren destruirnos, pero que contamos con la armadura de Dios para no ser vencidos. El agua bendita nos invita a invocar el poder de Jesús contra toda mala presencia que quiere impedir nuestra paz interior, nuestra confianza en la misericordia de Dios. Hay que tener presente que muchas casas están contaminadas de presencias malas, por culpa de sus habitantes, que han frecuentado centros de espiritismo, de adivinación, de brujería; por vivir constantemente desligados de la bendición de Dios. El agua bendita debe invitar a invocar el poder que Jesús nos ha dado contra el mal. Satanás, el acusador, va a procurar en los últimos momentos acusarnos por lo malo 42
  • 43. de nuestro pasado. Va a hacer desfilar nuestros pecados delante de nosotros. Ése es el momento preciso en que deben desfilar también ante nosotros las palabras consoladoras de Dios: “Aunque los pecados de ustedes fueran rojos como la grana,ustedes van a quedar más blancos que la nieve” (Is 1, 18). También es el momento de recordar la promesa del Señor: “No me acordaré más de su pecados” (Is 43, 25). Es la oportunidad en que la Palabra de Dios debe prevalecer en nosotros contra la palabra del “acusador”. La proclamación de la Palabra Por medio de la lectura y comentario de algún pasaje conveniente de la Biblia, el enfermo puede volver a escuchar a Jesús que le habla. La “buena noticia” de Jesús lo ayudará para el aumento de su fe; ya que, como dice la misma Biblia: “La fe viene como resultado de oír el mensaje que nos habla de Jesús” (Rm 10,17). Si el corazón del enfermo está cerrado por el pecado, la Palabra se le va hundir como “espada de doble filo”, y llegará hasta los rincones oscuros de su corazón para iluminarlos. Sobre todo, lo importante es que el enfermo pueda escuchar a Jesús que le dice: “Vengan a mí los que están agobiados y cansados, yo los haré descansar. Tomen mi yugo y aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas” (Mt 11, 28-29). El rito penitencial Todo lo anterior, prepara al enfermo para que el Espíritu Santo lo “convenza” de pecado, y lo ayude a sacarlo de su corazón. El pecado en el corazón, impide que ingrese la bendición de Dios. Es de suma importancia que el enfermo comience por limpiar su corazón. El libro del Eclesiástico, muy claramente, indica que el enfermo debe comenzar por “purificar su corazón de todo pecado” (Ecclo 38,10). Santiago, al mismo tiempo que indica que deben llamar a los presbíteros de la Iglesia para que unjan y oren por el enfermo, también indica: “Confiésense unos a otros sus pecados y oren unos por otros para ser sanados” (St 5, 16). La confesión ayuda a limpiar el corazón y a abrirse a la bendición de Dios. Muchos de los enfermos, llevan mucho tiempo sin confesar sus pecados. Este momento de crisis física y psicológica es propicio para que se afloje su corazón y acepten confesarse y recibir el perdón. La Unción de los enfermos no es un “rito mágico”, que surte efecto con solo administrarlo. Se necesita la cooperación del enfermo: la fe, el 43
  • 44. arrepentimiento, la confesión de los pecados. La comunión Nada tan consolador y sanador como la santa comunión en el momento de la enfermedad terminal. Hay que recordarle al enfermo las promesas de Jesús con respecto a la santa comunión. Jesús dijo: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54). Dos cosas determinantes le promete Jesús al enfermo, ahora, que le toca salir del mundo. La comunión comunica “Vida eterna”, que en el Evangelio de san Juan, significa “vida de Dios”. Por medio de la comunión Dios nos comunica su vida eterna. Luego, el Señor asegura que, al recibir su Cuerpo santo, se recibe un adelanto de la Resurrección. La santa comunión es la mejor medicina, que en ese momento, ningún otro médico le puede recetar al enfermo. Las demás personas, que están presentes, si están preparadas, pueden comulgar también. ¡Qué mejor apoyo para el enfermo que acompañarlo con la santa comunión! La unción Con todos estos preparativos, el enfermo ya está preparado para experimentar la Unción con el óleo de los enfermos. Por medio de la imposición de manos del sacerdote y de los miembros de la familia, el enfermo debe experimentar el amor de Jesús, que, como buen samaritano, se inclina hacia él y lo unge con el aceite de su amor. Dice la carta a los Romanos: “El amor de Dios ha sido derramado por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido concedido” (Rm 5, 5). El aceite, en la antigüedad, era símbolo de purificación y fortalecimiento. Se usaba como medicina. El Sacramento de la Unción quiere hacerle experimentar al enfermo el amor y la consolación del Señor, que se acerca a él, para fortalecerlo en la enfermedad y el sufrimiento. El Ritual presenta varias oraciones, que se pueden hacer por el enfermo. Las oraciones espontáneas, que cada uno de los presentes hace, logran que el enfermo se sienta amado, tomado en cuenta; que experimente el amor de Dios por medio del amor de sus hermanos, que lo rodean e interceden por él en ese momento crítico de su vida. La “Bendición final” del rito es como una síntesis de lo que el Sacramento de la Unción realiza en el enfermo. Dice el Ritual: “Jesucristo, el Señor, esté siempre a tu lado para defenderte. Que él vaya delante de ti para guiarte y vaya tras de ti para ayudarte. Que él vele por ti, te sostenga y te bendiga. La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre nosotros y nos acompañe siempre. 44
  • 45. Amén”. En su “Teología Dogmática”, Miguel Schmaus, resume, bellamente, cuáles son los efectos del sacramento de la Unción de los enfermos. Anota Schmaus: “Si la muerte es el punto culminante y la piedra de toque de la vida, su realización necesita un auxilio especial de Dios; gracias a él el hombre se fortalece contra los ataques de la desesperación, contra la impaciencia en los dolores y contra los ataques del diablo. Dios mismo despierta la confianza segura en su misericordia y en su resistencia victoriosa frente a las amenazas del cuerpo y del alma”. No es raro encontrarse con personas que, cuando el enfermo está grave, dicen: “No llamen al sacerdote porque se va asustar el enfermo”. No saben de lo que están privando al enfermo en este trance tan difícil de su vida. En primer lugar, ningún cristiano maduro se asusta de que se le atienda debidamente por medio del sacramento, que Jesús dejó para el momento clave de nuestra vida. En segundo lugar, es preferible que se “asuste” y no que se vaya sin la debida preparación a su encuentro con el Señor. Lo mejor que le pueden ofrecer al enfermo para su viaje hacia la eternidad es la Unción de los enfermos. Es el viático indispensable para ese viaje sin retorno a la patria definitiva. La muerte de Jesús y la nuestra Jesús nos enseña cómo morir. Cuando le llega su hora, se adelanta para tomar la cruz, para beber el cáliz, que el Padre le pide que beba. Muere rezando el Salmo 22. Pide perdón por sus verdugos. Sus últimas palabras fueron: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). A pesar de las terribles circunstancias, que acompañaron su muerte, Jesús murió abandonándose en las manos del Padre. Parecida a la muerte de Jesús fue la de san Esteban. Mientras le llovían las piedras de sus enemigos, Esteban no dejaba de rezar; la Biblia anota: “Esteban oró diciendo: Señor Jesús, recibe mi espírtu”. Luego se puso de rodillas y gritó con voz fuerte: “¡Señor, no les tomes en cuenta este pecado! Habiendo dicho esto, murió” (Hch 7, 59).La muerte de Esteban está calcada en la muerte de Jesús. Nuestra muerte, debe ser como la de Jesús. No en cuanto al martirio, necesariamente, sino en cuanto a la oración y al abandono en las manos de Dios para que se haga su voluntad. La muerte de nuestros grandes santos, nos anima a imitarlos y a aceptar el designio de Dios, sin miedo y con gozo. Cuando san Juan Bosco estaba muriendo, tenía entre las manos un crucifijo y un rosario. Ya no podía hablar. Levantaba las manos en señal de adoración y agradecimiento a Dios. Musitaba continuamente alguna jaculatoria. San Francisco de Asís, antes de morir, recitaba un himno de alabanza al Señor. De pronto llamó a un hermano religioso para que le añadiera una estrofa al himno de 45
  • 46. alabanza, que él mismo había compuesto al Creador. San Francisco le dijo al hermano que le añadiera los siguientes versos: “Y por la hermana muerte ¡loado seas, Mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución. ¡Ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que hacen la voluntad de Dios!” Santo Tomás de Aquino, estaba gravemente enfermo en la cama; pero cuando le llevaron el Viático, se puso de rodillas y comenzó a recitar un himno, que había compuesto a la Eucaristía: “Adoro,te, devote, lataens Deitas, quae sub his figuris, vere latitas”. “Te adoro con devoción, divinidad escondida, que estás verdaderamente presente bajo estas apariencias”. A san Policarpo de Esmirna lo fueron a capturar los soldados para llevarlo al martirio, porque no quería poner unos granos de incienso ante la estatua del César, para adorarlo. El Santo les pidió a los soldados que le concedieran una hora de oración para prepararse a su muerte, mientras les ofrecía una sabrosa comida. De esa manera, se preparó para presentarse ante el Señor. Santa Teresa de Jesús escribió: “Ven, muerte, tan escondida, que no te sienta venir, porque el placer de morir, no me vuelva a dar la vida”. A santa Teresita del Niño Jesús, cuando estaba por morir, le preguntaron si ya se había “resignado” a la muerte. Ella contestó: “Resignación se necesita para vivir. Yo lo que tengo es una alegría inmensa”. Desde el día de nuestro nacimiento, está marcada la fecha de nuestra muerte en el misterioso calendario de Dios. Nos gustaría morir como los santos. Para eso nos preparamos durante toda la vida. Al ayudar a otros a prepararse para ese viaje sin retorno, automáticamente, nos estamos preparando para nuestro propio viaje a la eternidad. Que el Señor en su misericordia nos conceda tener nuestra lámpara de la fe bien encendida, y que nuestra túnica de la gracia de Dios se encuentre blanca como el día de nuestro bautismo. Que, como Jesús, podamos morir diciendo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. A veces, se habla del “arte de morir”. Cristianamente esto no es posible. El artista con su propio talento crea una obra artística. Aquí, no hay quien con su propio talento pueda crear su propia manera de morir cristianamente. Aquí se trata de una gracia, que todos los días debemos implorar con humildad y fe al Señor. 46
  • 47. 7. ¿Podemos comunicarnos con los muertos? Después de un retiro espiritual para jóvenes, se me acercó una muchacha de unos veinte años, muy triste; veía que sus compañeros cantaban y estaban llenos del Espíritu Santo. Ella afirmaba que no sentía gozo, que quería cantar como sus compañeros y no lograba hacerlo. Le hice algunas preguntas acerca de su vida. También le pregunté si había sido llevada a algún centro de espiritismo. Me dijo que ella no creía en esas cosas, pero que como su mamá tenía un centro espiritista, ella le ayudaba a poner las veladoras y flores. Le hice ver que, posiblemente, allí estaba el problema. La invité para que hiciéramos una oración de liberación. Estábamos por concluir la oración, cuando la joven comenzó a hablar en lenguas y a llenarse de júbilo. Son muchas las personas que se consideran cristianas y que, por alguna situación conflictiva de su vida, acuden a algún centro espiritista, buscando una solución para su problema. No saben a lo malo que se exponen. Ignoran que el espiritismo contradice puntos fundamentales del cristianismo. El espiritismo es la doctrina que enseña que por medio de un intermediario, llamado “médium”, puede haber comunicación con los espíritus de los difuntos, para preguntar algo o para solicitar ayuda. Desde muy antiguo las personas han intentado comunicarse con los espíritus. En la Biblia, aparece el Rey Saúl que va a consultar a una espiritista en Endor. Es reprendido duramente por el profeta Samuel. Saúl termina suicidándose. Alejandro Magno, antes de una batalla, consultaba a los espiritistas. En la Edad Media abundaron los magos y espiritistas. El espiritismo moderno, se inició en Nueva York, en 1848, por medio de las adolescentes hermanas Margarita y Katie Fox. Ellas comenzaron a escuchar toques misteriosos. Optaron por preguntar quién era. Sugirieron que si se trataba de un viviente, que diera un toque. Si era un espíritu que diera dos toques. De esta manera, según cuentan ellas, aprendieron a comunicarse con el espíritu de Charles Rosna, que había sido asesinado cuando contaba 31 años. Lo que hacían las hermanas Fox, en Nueva York, comenzó a ser noticia destacada y se extendió por todo el mundo. Así nació el espiritismo moderno. Uno de sus ideólogos fue Allan Kardec. Las hermanas Fox terminaron muy mal: en la pobreza y en el alcoholismo. Una de ellas, Margarita, en 1888, en la Academia de música de Nueva York, dio testimonio de que todo lo del espiritismo había sido un fraude y que ésa era la gran pena de su vida. Pero la gente ya se había embarcado en el espiritismo, y no tomaron en cuenta el testimonio de Margarita Fox. 47
  • 48. Enseñanzas básicas del Espiritismo Para el espiritismo, Dios es sólo una “inteligencia cósmica”, creador y sustentador del mundo; pero se encuentra muy alejado de los seres humanos. Por eso, es más fácil tener acceso a los espíritus. Los espiritistas no aceptan la Biblia como revelación de Dios; confían, más bien, en las revelaciones de los espíritus. Los espiritistas creen en la “reencarnación”. Según ellos, cuando alguien muere, su alma se reencarna en otro cuerpo de un ser superior o inferior, según la bondad o maldad de su vida. De esta manera, la persona se va purificando, cada vez más, hasta llegar a la total purificación. Para los espiritistas, Jesús únicamente es un ser extraordinario, un “médium excepcional” para comunicarse con Dios. Los espiritistas no reconocen la divinidad de Jesús. No lo aceptan como salvador, que muere para redimir a los seres humanos. Según los espiritistas, no existe el infierno. El médium, para los espiritistas, es el que ha sido dotado de esta cualidad para poder comunicarse con los espíritus y transmitir a los demás sus mensajes. Una reunión espiritista Los espiritistas se reúnen en un salón alrededor de una mesa redonda. Se toman de las manos y apagan las luces. En ese momento, el “médium” entra en trance y comienza a recibir mensajes de los espíritus, acerca de lo que los participantes han preguntado. Por lo general, le cambia la voz al médium. Durante la reunión espiritista, suceden fenómenos impactantes: mesas que se ladean, objetos que se elevan o aparecen flotando. Alguna vez, alguno escribe vertiginosamente lo que algún espíritu le está dictando. Los participantes hacen preguntas a los espíritus por medio del médium, y reciben respuestas. Se dice que se operan sanaciones espectaculares. Muchos de los que acuden a estos centros espiritistas van para tener el consuelo de comunicarse con sus difuntos o para pedir alguna información acerca de algo que les preocupa. Algunos van para pedir que se haga un maleficio contra determinada persona. También acuden para ser librados de algún maleficio que les hubieran hecho. ¿Qué dice la ciencia? 48
  • 49. Los sacerdotes y científicos José María Heredia y el Padre Irala estudiaron desde un punto científico el espiritismo. Llegaron a la conclusión de que los espíritus no tienen nada que ver con relación a los fenómenos espectaculares, que se dan en los centros espiritistas. Más bien ahí se ponen en juego poderes mentales, parasicológicos e hipnóticos. Los mencionados sacerdotes, para demostrarlo, también aprendieron a levantar mesas, a hacer aparecer objetos suspendidos en el espacio. El sacerdote Jesús Ortiz López, que ha estudiado el tema del espiritismo, afirma: “El espiritismo tiene afinidad con la adivinación pues consiste en técnicas para mantener comunicación con los espíritus, principalmente, de los difuntos conocidos, para averiguar de ellos cosas ocultas. Hoy día los estudios más serios y documentados sobre el espiritismo llegan a la conclusión de que la mayor parte de los casos se deben a puros y simples fraudes. Sin embargo consideran que un porcentaje mínimo se debe a verdadero trato con los espíritus malignos (magia diabólica), mientras que un porcentaje de casos se explican por los fenómenos metapsíquicos, cuyas posibilidades naturales son amplias y no totalmente conocidas aun por la ciencia (parapsicología). La asistencia a las reuniones espiritistas está gravemente prohibida por la Iglesia. Se comprende que sea así por ser cooperación a una cosa pecaminosa, por el escándalo de los demás y por los graves peligros para la propia fe. Son muchísimas las personas que confiesan que en esos lugares las han engañado al mismo tiempo que las han estafado. Hay que comenzar por decir que muchas de las personas que van a esos lugares, son personas asustadas y desorientadas, inclinadas a la credulidad, a aceptar cualquier cosas que se les diga. Por lo general, cuando una persona llega, lo primero que hacen, es aterrorizarla asegurándole que ven detrás de ella una “sombra” horrible; que hay tremendo maleficio en su vida. Ése es el primer paso. El segundo paso consiste en que le ofrecen ayuda, pero le hacen ver que todo esto es muy complicado y que cuesta mucho dinero. Tercer paso: la gente, atemorizada en exceso, termina haciendo todo lo que le dicen y pagando, lo que le piden para solucionar su “peligrosa situación”. Una maestra me contaba que le dijeron que sobre ella había un terrible maleficio. Para que pudiera ser librada de ese mal, había que mandar a decir a Roma, treinta y tres misas, ya que los años de Jesús habían sido treinta y tres. El costo de las misas era diez mil dólares. La maestra, asustada, dijo que ella nunca lograría conseguir esa cantidad. Entonces le dijeron que podían conseguir unas misas de menor precio. Los que conocemos acerca de asuntos religiosos, sabemos de sobra que esas misas de miles de dólares en Roma no existen; son un invento de los estafadores. Pero cuando la gente está aterrorizada ya no razona. Termina dejándose embaucar. He conocido muchos casos como éstos. Si fueran solamente personas sencillas las que son engañadas, no habría por qué admirarse. Pero, con mucha frecuencia, los que caen en la trampa son profesionales, personas de cierta cultura en su rama profesional, pero con una ignorancia crasa en los fundamentos de la religión cristiana. Una persona 49
  • 50. aterrorizada, en un ambiente de misterio y miedo, ya no piensa con lucidez. Acepta todo lo que le dicen. He sabido de casos en los que el médium le ha dicho a alguna mujer, que los va a consultar, que parte esencial de la liberación que necesita es que tenga una relación sexual con él. Mujeres, atontadas y amedrentadas, confiesan que han aceptado lo que les proponía el médium, con tal de ser liberadas del maleficio. Una de ellas era una señora de más de setenta años. No quiero asegurar que siempre se estafe a la gente en estos centros espiritistas; pero sí conozco muchos casos como los que aquí he mencionado. Orientación cristiana La Biblia es muy específica al condenar tajantemente el espiritismo. Dice el libro del Deuteronomio: “Que nadie de ustedes ofrezca en sacrificio a su hijo haciéndolo pasar por el fuego, ni practique la adivinación, ni pretenda predecir el futuro, ni se dedique a la hechicería, ni consulte a los adivinos y a los que consultan a los espíritus, ni consulte a los muertos. Porque al Señor le repugnan los que hacen estas cosas” (Dt 18,11-12).En el Levítico, el Señor dice: “No recurran a espíritus y adivinos. No se hagan impuros por consultarlos. Yo soy el Señor su Dios” (Lv 19,31). Si el Señor prohíbe estas prácticas espiritistas es porque, como Padre, quiere evitar a sus hijos la “contaminación” y el influjo de las “malas presencias”, que se dan en los centros espiritistas. Por algo, la Biblia afirma que “a Dios le repugnan” los que hacen estas cosas. En todo el sentido de la palabra, para uno que es cristiano, es como un “adulterio” espiritual. Se acude a “otros dioses”, como si el Señor no fuera suficiente para auxiliar a sus hijos a quienes ha prometido protegerlos y cuidarlos. En muchísimas oportunidades, he tenido que atender a personas, que vienen con temores excesivos porque oyen voces extrañas, perciben presencias malas en sus vidas, han perdido la serenidad, la alegría de que gozaban antes. Lo primero que hago es preguntarles si han frecuentado centros espiritistas. La casi totalidad de estas personas responden afirmativamente. Cuando son jóvenes, por lo general, han jugado “güija”, un método también de tipo espiritista, que causa tantos males psicológicos y espirituales a muchas personas. Las personas, que acuden a centros espiritistas, en el fondo, por más que se declaren cristianas, creen que tienen fe sólo porque frecuentan algunas prácticas piadosas. Lo cierto es que, propiamente, no tienen fe porque, al ir al centro espiritista, desobedecen la Palabra de Dios, y demuestran que creen más en lo que enseñan los espiritistas que en lo que enseña Dios en la Biblia, y en lo que enseña la Iglesia. Cuando una persona acude a un centro espiritista, se pone en manos de los que no 50