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Tema de la quincena

Las políticas familiares
Francisco Porcar

La acción política (que es todo lo que hacemos las personas para organizar la vida en sociedad) necesita, entre otras cosas, de diálogo social. Para que el diálogo social sea posible es
imprescindible la tolerancia. Y la tolerancia es, ante todo, tomarse en serio al otro, hacernos cargo los unos de los otros para buscar construir juntos las mejores condiciones posibles de vida social.

P

or eso la tolerancia está en las antípodas de lo que
suele darse en nuestra sociedad por influencia del
individualismo que nos domina, la indiferencia ante
los otros, ante las opiniones diferentes, ante las formas distintas a las nuestras de pensar y entender las cosas. Desde
la indiferencia no es posible el diálogo. Y entonces la acción política se debilita y deshumaniza. Se guía más por los
prejuicios que por el diálogo. Algo (o mucho) de esto es lo
que nos ocurre con las políticas familiares, las políticas dirigidas a la defensa y promoción de la familia.
Por una parte, abunda el prejuicio, muy extendido entre
quienes se consideran de la izquierda política, de que hablar de defensa de la familia es propio de la derecha que se
deja arrastrar por el irreductible conservadurismo de la
Iglesia, algo desfasado, propio del pasado y que se opone a
las libertades individuales. Por otra, también está muy presente, especialmente en determinados sectores católicos y
eclesiásticos, el prejuicio de que existe una especie de
conspiración izquierdista para acabar con la familia.
Lo peor del asunto es que entre un prejuicio y otro, la
casa sin barrer. Porque carecemos de políticas integrales de
familia y del mínimo diálogo social necesario sobre cómo
afrontar los problemas que tenemos, que son importantes,
para crear las condiciones en que sea posible una vida familiar acorde con las necesidades y derechos de las personas.
Sin pretender, ni mucho menos, ser exhaustivos, vamos a
ofrecer algunas consideraciones sobre diversos elementos
que sería bueno tener en cuenta para ese diálogo social sobre
las políticas familiares. Para ello, en primer lugar, presentaremos de forma muy sintética lo que propone la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) sobre la familia y las políticas familiares. En segundo lugar, apuntaremos un problema
fundamental con el que se encuentran hoy muchas familias,
especialmente del mundo obrero y del trabajo, y al que no se
presta la debida atención: el sometimiento de la vida familiar

a la producción y el consumo. Por último, nos referiremos
brevemente a un aspecto que suele ser especialmente polémico, el de la familia y la defensa y el cuidado de la vida.

1.- La familia en la DSI
La DSI contiene una muy rica reflexión sobre la familia
que podría ser muy provechosa en el necesario debate social sobre las políticas familiares que sería conveniente promover. Sin embargo esta aportación de la Iglesia está sofocada entre los dos prejuicios que antes hemos señalado. Y
muy particularmente por la presentación sesgada y parcial
que algunos sectores eclesiales muy conservadores han extendido en la opinión pública, deformando lo que plantea
la DSI. Por eso es importante recordar lo que la DSI plantea sobre la familia.
La Iglesia afirma que la familia debe estar en el centro de
la vida social porque es lugar primero de las relaciones en-

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Todo esto tiene una primera consecuencia política: la
necesidad del reconocimiento por parte de las personas, la
sociedad y el Estado de la importancia y responsabilidad de
la familia para el bien de la persona y de la sociedad y,
consecuentemente, el empeño en poner las condiciones
sociales para que sea posible el ejercicio práctico del ser y
las funciones de la familia como necesidad básica y fundamental de la persona y de la sociedad.

La familia tiene una misión: construir
humanidad
La familia está llamada a ser un espacio de comunión
desde el amor, una «íntima comunidad de vida y amor»
(«Gaudium et spes», 48), o lo que es lo mismo, la familia
está llamada, ante todo y sobre todo, a ser una comunidad
de personas, con todo lo que esto implica. En eso consiste
su misión fundamental.
tre las personas, «célula primera y vital de la sociedad»
(«Apostolicam actuossitatem», 11).
Esta importancia y centralidad de la familia en orden a
la persona y a la sociedad es subrayada por la Biblia (Génesis 2, 18 ss.), pues la pareja constituye «la expresión primera de la comunión de personas humanas» («Gaudium et
spes», 12) y la familia es «el lugar primero de la humanización» de la persona y de la sociedad y «cuna de la vida y
del amor» («Christifideles laici», 40).
Estas afirmaciones lo que vienen a poner de manifiesto
es que para la Iglesia la familia es una realidad política de
primer orden, porque es realidad humana básica y fundamental. En la familia se asienta la expresión primera y básica de la dimensión social de la vida humana y de la vocación del ser humano a la comunión en el amor, la
vocación a ser una comunidad de personas:
La familia es importante y central en relación con la persona, porque en ella la persona puede reconocerse como
lo que es y desarrollarse como tal. En gran medida la persona se hace en la familia y necesita de ella.
La familia es importante y central en relación con la sociedad, porque es lugar básico de experiencia de la sociabilidad humana. Lugar primero en el que se aprenden las
responsabilidades sociales y la solidaridad.
No queremos decir que esto sea así en todas las familias
(de sobra sabemos que a veces la familia no es así), lo que
queremos subrayar es que esta es la realidad fundamental
que está llamada a ser la familia para bien de la persona y
de la sociedad. Lo cual nos pone de manifiesto también el
daño que representa para la persona y para la sociedad que
la familia no pueda ser así.

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Comunidad de personas que se fundamenta en el matrimonio, expresión básica del hecho de que el hombre y la
mujer han sido creados para la comunión en el amor y la
libertad. Por eso, la centralidad de la familia corresponde
al dinamismo del amor como camino de humanización:
sobre esta base se puede construir una vida personal y social auténticamente humana.
La comunidad familiar nace de la comunión de personas: «comunión» que se refiere a la relación personal entre el «yo» y el «tú»; «comunidad» que apunta hacia una
«sociedad», un «nosotros». La familia, comunidad de personas es, por tanto, la primera «sociedad humana». Por
eso, una sociedad a la medida de la familia es la mejor garantía contra toda tendencia al individualismo y al colectivismo, porque en ella la persona es el centro de atención
en cuanto fin y nunca como medio. Y por eso la sociedad
y el Estado deben estar al servicio de la familia, de que la
familia puede vivir su ser y vocación. Así lo demanda el
bien común y la dignidad de la persona.
Entendida como espacio de comunión que debe desarrollarse como una auténtica comunidad de personas, frente
a criterios predominantes de eficacia y rentabilidad, la familia que vive cada día intentando construir una red de relaciones interpersonales, internas y externas, se convierte
en la «primera e insustituible escuela de sociabilidad, ejemplo y estímulo para las relaciones comunitarias más amplias en un clima de respeto, justicia, diálogo y amor» («Familiaris consortio», 43).

Las funciones sociales de la familia
De ese ser y vocación de la familia se desprenden sus
funciones sociales. Estas funciones sociales son impres-
Tema de la quincena
cindibles para el bien de la persona y de la sociedad. Son
las responsabilidades o deberes de toda familia, porque
responden a los derechos familiares de las personas: toda
persona tiene derecho a que la familia le sirva en ese
sentido. Pero estas funciones sociales son también los
derechos sociales de la familia. Toda familia tiene derecho, para poder vivir su ser y vocación al servicio de la
persona, a que estas funciones sociales se reconozcan,
protejan y promuevan por la sociedad y el Estado. Lo
cual implica una consecuencia política fundamental: el
aprecio y el reconocimiento de la centralidad de la familia se concreta en poner las condiciones sociales para
que la familia pueda desempeñar sus funciones sociales
lo mejor posible, con especial atención a las familias empobrecidas.
Este reconocimiento y promoción de las funciones sociales de todas las familias, especialmente de las familias empobrecidas, es responsabilidad de todas las instituciones sociales y del Estado como servidor de la sociedad.
Las funciones sociales de la familia se sintetizan en tres:
–Formar una comunidad de personas.
–Servir a la vida.
–Participar en el desarrollo de la sociedad (1).
Formar una comunidad de personas es la función social
más radical de la familia, su primera y más importante responsabilidad. Es su más valiosa aportación al bien de la
persona y de la sociedad. Y responde a lo más genuino de
la dignidad y vocación del ser humano, que se realiza en
la medida en que vive la comunión con los demás.
Ya nos hemos referido antes a lo que esto significa. Subrayamos ahora algunas cosas: formar una comunidad de
personas implica, en primer lugar, que la persona pueda
realizarse como lo que es, hombre o mujer, en su complementariedad y servicio mutuo desde la diversidad. En segundo lugar, supone la atención y el cuidado de las personas como fines en sí mismas, como lo más valioso, desde
los niños hasta los ancianos, privilegiando la gratuidad, la
entrega mutua, el servicio… y, sobre todo, haciendo posible la experiencia más radicalmente humana y más humanizadora, la de amar y ser amado.
Todo ello necesita atención, dedicación, tiempo…, que
la sociedad y el Estado deben garantizar y que las personas
deben desear.
Este formar una comunidad de personas, en buena medida, se concreta en la función de servir a la vida. Es fun-

ción esencial de la familia ser «santuario de la vida»
(«Evangelium vitae», 92). Desde la misma transmisión de
la vida, pasando por su cuidado en todas sus etapas, hasta
la función básica y fundamental de la educación. Son multitud las funciones concretas que realiza la familia para ese
servicio a la vida: todas las tareas cotidianas que se realizan en el ámbito doméstico.
Servir a la vida implica valorarla por sí misma, por lo
que es, en toda circunstancia. La familia desempeña una
función social esencial cuidando la vida desde su inicio
hasta su fin, ejerciendo y cultivando entre sus miembros el
aprecio a la vida y el servicio mutuo que todo ser humano
necesita y merece.
Este servicio a la vida encuentra un elemento decisivo
en la procreación, pues el amor conyugal está por su naturaleza abierto a la acogida de la vida. La familia contribuye
de forma radical al bien social por medio de la maternidad
y la paternidad, que para la Iglesia es una forma peculiar
de la especial participación del hombre y la mujer en la
obra creadora de Dios. Precisamente por eso, la maternidad-paternidad es mucho más que un hecho biológico y
necesita vivirse de forma responsable.
Por último, el servicio a la vida se concreta también, y
de forma importante, en la educación (que es expresión de
la maternidad y paternidad): con la tarea educativa, responsabilidad básica de la familia, se debe formar a la persona en la plenitud de su dignidad. Así, la educación es
una aportación de la familia al bien de la persona y al bien
común, siendo la primera escuela de virtudes sociales de
las que tiene necesidad toda sociedad. Con la educación la
familia tiene la responsabilidad de ayudar a que las personas desarrollen su libertad y responsabilidad, premisas indispensables para cualquier tarea en la sociedad.
Porque existe una estrecha relación entre amor-transmisión y cuidado de la vida-educación, la familia tiene una
función insustituible en la educación de los hijos, que necesita contar con la colaboración de la sociedad y que debe
ser promovida y garantizada por el Estado. La familia necesita poder ejercer su responsabilidad de educar de forma
integral a los hijos. Esta integralidad de la educación se da
cuando se educa a los hijos al diálogo, al encuentro, a la
sociabilidad, a la solidaridad, a la paz…, mediante el cultivo de las virtudes fundamentales de la justicia y el amor.
Formar una comunidad de personas y servir a la vida
son ya de por sí dos aportaciones fundamentales de la familia a la sociedad. Pero su ejercicio comporta una tercera
función social de la familia: participar activamente en el
desarrollo de la sociedad, porque una familia encerrada en
sí misma es, desde la comprensión de la familia que nos

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propone la Iglesia, un gran contrasentido. Si tal cosa ocurre, de hecho la familia ni contribuye a formar una comunidad de personas ni al servicio de la vida, porque encerrarse en sí misma es síntoma de egoísmo, gran enemigo
de la vida y de la comunión.
Así, las familias están llamadas a ser sujetos de la vida
social, implicándose en prácticas de solidaridad y de servicio, especialmente con los empobrecidos, en su entorno.
Igualmente, la familia debe movilizarse para que las leyes
y las instituciones sociales y políticas defiendan prácticamente sus derechos y deberes, de manera que las familias
puedan desarrollar efectivamente su función social al servicio de las personas y de la comunión social, siendo partícipes de las políticas familiares y asumiendo la responsabilidad de ser sujetos políticos activos en la transformación
de la sociedad hacia una mayor justicia y libertad.
En este contexto, merece una relevancia especial la relación que existe entre familia y trabajo, tan esencial en la
vida del mundo obrero.
Según la DSI, la familia debe ser considerada protagonista esencial de la vida económica, orientada no por la lógica del mercado (la familia no es una unidad de producción
y consumo, como algunos pretenden), sino según la lógica
del compartir y de la solidaridad entre las generaciones
(que es lo propio de una comunidad de personas). En este
sentido, uno de los elementos fundamentales que deben
orientar toda la organización social y ética del trabajo es la
realidad de la familia. Porque el trabajo es esencial en
cuanto representa una condición que hace posible la formación de una familia, cuyos medios de subsistencia se adquieren habitualmente mediante el trabajo. Pero, sobre
todo, «familia y trabajo, tan estrechamente interdependientes en la experiencia de la gran mayoría de las personas, requieren una consideración más conforme a la realidad, una atención que las abarque conjuntamente, sin las
limitaciones de una concepción privatista de la familia y
economicista del trabajo. Es necesario para ello que las empresas, las organizaciones profesionales, los sindicatos y el
Estado se hagan promotores de políticas laborales que no
perjudiquen sino favorezcan el núcleo familiar» (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 294). Dicho en una
palabra: el trabajo debe estar al servicio de la familia. La
persona no debe ser tratada como un individuo aislado,
sino como miembro de una familia que es lo que normalmente es.
En esta relación entre trabajo y familia debe prestarse especial atención a las tareas de cuidado familiar, que implican tanto a la mujer como al hombre: precisamente porque están orientadas y destinadas al servicio de la vida
digna del ser humano, constituyen un tipo de actividad

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eminentemente personal y personalizante, que debe ser
socialmente reconocida y valorada.

Derechos de las familias
Todo cuanto venimos diciendo implica y exige el reconocimiento, el respeto y la promoción de los derechos de
las familias. Concreción del servicio que la sociedad y el
Estado están llamados a prestar a la familia para que ésta
pueda realizar su ser y función social para el bien de la persona y de la sociedad. Estos derechos de las familias deben
guiar las políticas familiares, que se refieren no sólo ni principalmente a lo que tradicionalmente se consideran subsidios familiares, ayudas puntuales…, sino a todos los aspectos que hemos planteado como razón de ser y funciones
sociales de la familia (abarcan, por tanto, todo lo necesario
para la vida de las familias: políticas de empleo, consumo,
educación, sanidad, vivienda, servicios sociales, etc.…).
El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia expresa muy bien en qué se fundamentan estos derechos de las
familias: «El reconocimiento, por parte de las instituciones sociales y del Estado, de la prioridad de la familia sobre cualquier otra comunidad y sobre la misma realidad
estatal, comporta superar las comprensiones meramente
individualistas y asumir la dimensión familiar como perspectiva cultural y política, irrenunciable en la consideración de las personas. Ello no se coloca como alternativa
de los derechos que las personas poseen individualmente,
sino más bien como su apoyo y tutela. Esta perspectiva
hace posible elaborar criterios normativos para una solución correcta de los diversos problemas sociales, porque
las personas no deben ser consideradas sólo singularmen-
Tema de la quincena
te, sino también en relación a su propios núcleos familiares» (n. 254).
La Iglesia considera que los derechos de las familias que
deben ser garantizados y promovidos especialmente son (2):
–a existir y progresar como familia; es decir, el derecho
de toda persona a formar una familia y tener los recursos
apropiados para mantenerla; este derecho debe ser promovido especialmente entre los empobrecidos;
–a la estabilidad del vínculo y la institución matrimonial
y de la vida conyugal y familiar;
–a ejercer la responsabilidad y libertad en el campo de la
transmisión de la vida y la educación de los hijos;
–a la libertad de creer y profesar su propia fe religiosa,
de transmitirla y educar a los hijos en ella con los medios
y las instituciones necesarias;
–a obtener la seguridad física, social, política y económica, especialmente de los pobres y enfermos; el derecho
consiguiente a las adecuadas prestaciones sanitarias, de
asistencia a las personas de edad, a los subsidios familiares;
–a un trabajo digno que permita vivir dignamente a la
familia;
–a una vivienda adecuada para una vida familiar digna;
–a la propiedad y a la libertad de iniciativa;
–a emigrar como familia para buscar mejores condiciones de vida;
–a la expresión y representación ante las autoridades públicas, económicas, sociales, culturales…tanto por sí mismas como por medio de asociaciones;
–a crear asociaciones con otras familias e instituciones,
para cumplir adecuadamente su misión;
-a la protección de los menores;
-el derecho de los ancianos a una muerte digna.

2.- El sometimiento de la familia al
sistema de producción y consumo
En nuestra sociedad el sistema de producción y consumo funciona de tal manera que representa en la práctica,
una negación de las funciones sociales de las familias, un
gran obstáculo para que sea posible una vida familiar humana y humanizadora. Porque se ha producido una inver-

sión total del orden de valores: lo que debe ser siempre un
fin, las personas (que no son individuos aislados sino familias), se ha convertido en un instrumento que tiene que
adaptarse a las exigencias de la producción y el consumo;
y lo que siempre debería ser un instrumento, la producción y el consumo, se ha convertido en un fin en sí mismo. Este constituye hoy uno de los principales obstáculos
para la vida familiar.
¿Qué significa esto? Entre otras cosas lo siguiente:
«Cuando la actividad productiva se organiza de tal manera que impide a la persona organizar y planificar su vida,
es porque se ha producido una visión reduccionista de la
persona que ignora algunas de las dimensiones fundamentales constitutivas de su misma naturaleza humana. A título de ejemplo señalamos dos.
Una primera reducción de la naturaleza humana consiste en la reducción de la familia al individuo. El sistema de
producción está organizado como si la sociedad estuviera
compuesta por individuos aislados, cuando la realidad nos
dice que lo que realmente existen son familias. La familia
es el ámbito de la educación y la socialización, de las relaciones y la sociabilidad, de los cuidados y los afectos; pero
sobre todo la familia es una comunidad de amor que hace
posible el crecimiento y el desarrollo equilibrado de las personas y con ello se convierte en el instrumento más eficaz
de humanización y personalización de la sociedad. Formar
y desarrollar una familia exige tiempo, atención, cuidados,
planificación. Cuando el sistema de producción se organiza
de espaldas a ella acaba produciéndose una contradicción
porque producción y familia se convierten en dos estructuras antagónicas que reclaman atención y disponibilidad al
mismo tiempo y acaban imponiéndose una a la otra.
La segunda reducción consiste en la reducción del tiempo
de vida al tiempo laboral o productivo. La vida de las personas se compone de una tiempo biológico (…) se compone de
un tiempo personal, el que cada ser humano necesita para la
reflexión, la formación, la oración y la contemplación; se
compone de un tiempo familiar (…); y se compone también
de un tiempo social, un tiempo para el servicio a los otros,
para la solidaridad y la política, porque la persona se hace
persona en sociedad. Si la organización de la producción y el
consumo nos dirige a «la sociedad de las veinticuatro horas»
y los tiempos de producción y consumo se distribuyen al dictado de las exigencias de la racionalidad económica y de la
productividad, el resultado es que el tiempo productivo personal (…) se impone sobre los demás tiempos de vida y acaba por hacerlos inútiles (…)
Debemos prestar una atención especial para que el modelo de producción permita vivir y cultivar la vida perso-

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nal, familiar, cultural, social y religiosa que son imprescindibles para que la persona pueda desarrollarse como hijo/a
de Dios y la sociedad pueda construirse sobre los cimientos de la justicia y la libertad.
Entendemos que el esfuerzo por encuadrar la actividad
productiva dentro de los derechos familiares de las personas y de los derechos sociales de las familias, de manera
que posibiliten el libre acceso de todos a los bienes materiales, culturales y espirituales que les son necesarios, debe
constituirse en la preocupación central de empresarios y
gobiernos, en el objetivo central de la ciencia económica y
en una de las reivindicaciones principales de los trabajadores y los sindicatos» (3).
Los que aquí se señalan no son los únicos problemas con
los que se encuentran las familias para desempeñar su imprescindible función social y poder ser realmente una comunidad
de personas. Pero sí son algunos de los que más radical y profundamente dificultan hoy la vida de las familias. Sin embargo, son problemas a los que no se presta la debida atención.
La forma en que está organizado el trabajo es esencial
para la vida familiar. Sin trabajo no es posible la vida familiar, pero con cualquier tipo de trabajo tampoco lo es. En
este sentido, los planteamientos que se van abriendo paso
sobre la conciliación ente la vida familiar y laboral son una
necesidad, pero son insuficientes. Porque lo cierto es que
no es posible conciliar, tal como hoy están planteadas, dos
realidades que se han convertido en contradictorias. Nos
enfrentamos a la necesidad de eliminar esa contradicción
para que sea posible la conciliación. Y para ello lo que
debe modificarse es el sistema productivo, la organización
del trabajo, subordinándola a las necesidades y derechos
familiares de las personas.
Por otra parte, hay que subrayar cómo el derecho de las
mujeres a tener un empleo se está realizando frecuentemente a costa de situar a las mujeres en una posición muy difícil. Porque tenemos un mercado de trabajo que penaliza las
funciones familiares. Así, la mutilación de la dimensión familiar que han padecido históricamente los varones al asumir el papel de «productores» en el mercado de trabajo asalariado, desentendidos de las tareas de la vida familiar, se
está reproduciendo hoy también en muchas mujeres que se
ven forzadas a «elegir», por ejemplo, entre ser madre o tener un empleo. Porque sobre las familias recaen múltiples
sobrecargas que la sociedad no atiende debidamente y el sistema productivo dificulta cada vez más a hombres y mujeres responder a las necesidades de la vida familiar.
Esta sobrecarga recae en gran medida sobre las mujeres.
Así, lo que debería ser el derecho y la responsabilidad de
las parejas a organizarse y compartir las tareas laborales y

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domésticas necesarias para la vida familiar, está muy lejos
de ser un derecho real en la práctica. Y el sistema productivo se convierte en un gran obstáculo para que, por ejemplo, los niños vean debidamente cubiertas sus necesidades
de afecto, atención, cuidado, educación…; los ancianos
sufren cada vez más situaciones de soledad; y los adultos
encuentran serios problemas para ser con normalidad padres y madres, o para sus relaciones de pareja.
A todo esto hay que añadir otra cosa muy importante: por
efecto de la tendencia a congelar o reducir el gasto público
destinado a promover los derechos sociales de las personas
(por más que en alguna ocasión se dé algún paso en sentido
contrario, el esfuerzo realizado en esa dirección sigue estando muy lejos de las posibilidades reales de la sociedad y de
las necesidades sociales), también se han resentido las ya de
por sí débiles políticas de apoyo a las familias en el desempeño de sus funciones. Pero, aún cuando se invierte en políticas sociales, la misma concepción de las políticas de familia
es habitualmente muy restrictiva, limitándose normalmente
a «ayudas» y «subsidios» a las familias o a alguno de sus
miembros, prestando sin embargo poca atención a los servicios públicos y, sobre todo, a los problemas que representan
para las familias el sistema de producción y consumo que
domina nuestra sociedad. Padecemos la falta de políticas integrales de familia, es decir, de políticas que tiendan en su
conjunto a crear las condiciones en que es posible la vida familiar y que, por tanto, tienden a plantear la perspectiva familiar de todos los problemas sociales.
Por último, subrayar el problema que representa el consumismo como forma de vida. El consumismo, de hecho,
es contradictorio con la vocación de la familia a ser una co-
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munidad de personas. Por una parte, es una manera de
orientar la vida que dirige las energías personas y familiares a la búsqueda permanente de obtener más bienes de
consumo, de consumir más, de tener más…, lo cual provoca dejar en segundo lugar otras necesidades humanas
mucho más importantes, así como la preocupación por los
otros y por la vida social. Por otra parte, el consumismo representa todo un universo de valores que influye poderosamente en la educación en un sentido profundamente
deshumanizador. Además, frecuentemente se utiliza, o se
desearía utilizar, el consumo como mecanismo de compensación de otras muchas carencias.

3.- El cuidado de la vida
Hemos señalado antes que, según la concepción de la
DSI, la defensa y el cuidado de la vida es una de las funciones sociales esenciales de la familia. Por eso, las políticas
familiares son fundamentales para el respeto, la promoción
y el cuidado de la vida. Ahora bien, la política, toda ella,
está llamada a ser cuidado de la vida. El cuidado de la vida
abarca al conjunto de la actividad política en tanto que
ésta se dirige a crear las mejores condiciones sociales posibles para la vida digna de las personas.
En este contexto, de forma muy sintética, podríamos resumir lo fundamental de lo que plantea la DSI sobre el respeto,
promoción y cuidado de la vida, de la siguiente manera:
1º.- La vida es un bien: es el valor fundamental sobre
el que se asientan todos los demás. Entre los derechos humanos es el más básico, porque sin el respeto a la vida, su
cuidado y promoción, todos los demás derechos humanos
se desmoronan.

2º.- El bien que es la vida es don de Dios, el Dios
de la Vida que ama y cuida la vida. De ahí su carácter
sagrado e inviolable. La vida humana es siempre un bien
que merece reconocimiento, respeto, promoción y cuidado. Somos responsables de ese bien: somos responsables
los unos de la vida de los otros.
3º.- El reconocimiento y cuidado de la vida como
sagrada e inviolable es el valor social fundamental.
Sobre el respeto, la promoción y el cuidado de la vida de
cada persona y de todas las personas (desde el momento
de la concepción hasta el de la muerte), sin distinciones,
pues toda vida tiene el mismo valor, se asienta la convivencia social y el sentido de la actividad política que tiene
como objetivo organizar esa convivencia social desde el reconocimiento de la dignidad de la persona y la búsqueda
del bien común (que cada persona pueda vivir de acuerdo
a su dignidad).
Si no se respeta, promueve y cuidado la vida no hay ningún fundamento para la vida social. Por eso el cuidado de
la vida debe ser unitario, sin discriminaciones de ningún
tipo. Se trata de hacerse cargo, socialmente, de la vida de
cada persona y de todas las personas, protegiéndola y creando las condiciones necesarias y posibles para que se desarrolle dignamente.
4º.- De ahí que los atentados contra la vida, en todas
sus formas, y la falta de atención al cuidado de la vida
para que pude desarrollarse dignamente, pongan en crisis
las mismas bases y fundamentos de la vida social, negando radicalmente la dignidad humana: son siempre un
mal.
5º.- En nuestra sociedad existen muchos signos positivos que muestran la preocupación por la defensa y promoción de la vida, pero se ha ido debilitando el respeto y cuidado de la vida por efecto de una cultura individualista, de
la eficiencia y del hedonismo, que relativiza en muchos
sentidos el valor de la vida y constituye un gravísimo problema social.
6º.- En este contexto es especialmente problemática la
tendencia social a presentar algunos atentados contra la
vida, especialmente en el caso del aborto y la eutanasia,
como derechos de los individuos que deben ser reconocidos social y legalmente, porque tal cosa supone una inversión radical del papel que debe desempeñar la comunidad
política: ésta sólo puede asentarse sobre el reconocimiento, el respeto y la promoción de los derechos de todas las
personas, vinculados a la dignidad humana, entre los que
en primer lugar está la protección del derecho a la vida,
que nunca puede someterse a la decisión de ninguna persona ni autoridad pública.

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dre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la
decisión de deshacerse del fruto de la concepción no se
toma por razones puramente egoístas o de conveniencia,
sino porque quisieran preservar algunos bienes importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para los
demás miembros de la familia. A veces se temen para el
que ha de nacer tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo, estas y otras razones, aun siendo graves y dramáticas,
jamás pueden justificar la eliminación deliberada de un
ser humano inocente» (EV, 58).

7º.- Es especialmente urgente e importante promover una
«cultura de la vida»: una manera de sentir, pensar y actuar
que se asiente sobre el reconocimiento práctico del valor sagrado e inviolable de toda vida humana, sobre la responsabilidad de proteger especialmente la vida de los más débiles e
indefensos y sobre la responsabilidad de todos, personas e
instituciones, de poner las mejores condiciones posibles para
la defensa y promoción de la vida digna de todos.
8º.- En esta tarea del cuidado de la vida, la acción política es un elemento fundamental y decisivo, pues no estamos
sólo ante un problema de la conciencia individual de las personas, sino ante el desafío de construir condiciones de vida
social en las que sea posible la vida digna de todas las personas. Muchos atentados contra la vida se producen, además
de por la extensión de una cultura individualista, hedonista
y economicista, por la inexistencia de esas debidas condiciones sociales que también debilitan profundamente el reconocimiento práctico del valor de la vida.
Pues bien, especialmente esto último es lo que no se
suele tener suficientemente en cuenta. El resultado es que,
además de relativizar el absoluto escándalo de la injusticia
y la pobreza que matan masivamente en nuestro mundo,
otros problemas como el del aborto y la eutanasia, por
ejemplo, tienden a plantearse casi exclusivamente desde
una perspectiva individual, prescindiendo del contexto social en el que se producen. Lo cual lleva frecuentemente a
desenfocar los problemas y a plantear mal la forma de
afrontarlos. En este sentido, merecerían una atenta reflexión social y eclesial lo que señala Juan Pablo II en «Evangelium vitae»:
«La aceptación de aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral (…) Es cierto que en
muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la ma-

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«Una responsabilidad general no menos grave afecta tanto a los que han favorecido la difusión de una mentalidad de
permisivismo sexual y de menosprecio de la maternidad,
como a quienes deberían haber asegurado –y no lo han hecho– políticas familiares y sociales en apoyo de las familias,
especialmente de las numerosas o con particulares dificultades económicas y educativas (…) En este sentido, el aborto
va más allá de las responsabilidades de las personas concretas y del daño que se les provoca, asumiendo una dimensión
fuertemente social» (EV, 59).
«Hoy, debido a los progresos de la medicina y en un contexto cultural con frecuencia cerrado a la trascendencia, la experiencia de la muerte se presenta con algunas características
nuevas. En efecto, cuando prevalece la tendencia a apreciar la
vida sólo en la medida en que dé placer y bienestar, el sufrimiento aparece como una amenaza insoportable, de la que es
preciso librarse a toda costa (…) En semejante contexto es
cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia (…) Estamos
aquí ante uno de los síntomas más alarmante de la «cultura
de la muerte», que amenaza sobre todo a las sociedades del
bienestar, caracterizadas por una mentalidad eficientista que
presenta el creciente número de personas ancianas y debilitadas como algo demasiado gravoso e insoportable. Muy a menudo estas se ven aisladas por la familia y la sociedad, organizada casi exclusivamente sobre la base de criterios de
eficiencia productivista, según los cuales una vida irremediablemente inhábil no tiene ya valor alguno» (EV, 64). ■
Notas
(1) Sintetizamos lo que plantea Juan Pablo II en «Familiaris consortio»,
n. 17. Junto a estas tres funciones sociales propias de toda familia, Juan
Pablo II señala una cuarta referida a las familias cristianas, participar en
la vida y en la misión de la Iglesia.
(2) Los recogemos tal como los sintetiza «Familiaris consortio» (n. 46)
y el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2.211).
(3) Lo expresamos con las mismas palabras del Manifiesto «Por un trabajo al servicio de todo el hombre», del Departamento de Pastoral Obrera de la Comisión Episcopal de Apostolado Seglar, con motivo del X Aniversario de la aprobación del documento «La Pastoral Obrera de toda la
Iglesia», pp. 7-10.

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  • 1. Tema de la quincena Las políticas familiares Francisco Porcar La acción política (que es todo lo que hacemos las personas para organizar la vida en sociedad) necesita, entre otras cosas, de diálogo social. Para que el diálogo social sea posible es imprescindible la tolerancia. Y la tolerancia es, ante todo, tomarse en serio al otro, hacernos cargo los unos de los otros para buscar construir juntos las mejores condiciones posibles de vida social. P or eso la tolerancia está en las antípodas de lo que suele darse en nuestra sociedad por influencia del individualismo que nos domina, la indiferencia ante los otros, ante las opiniones diferentes, ante las formas distintas a las nuestras de pensar y entender las cosas. Desde la indiferencia no es posible el diálogo. Y entonces la acción política se debilita y deshumaniza. Se guía más por los prejuicios que por el diálogo. Algo (o mucho) de esto es lo que nos ocurre con las políticas familiares, las políticas dirigidas a la defensa y promoción de la familia. Por una parte, abunda el prejuicio, muy extendido entre quienes se consideran de la izquierda política, de que hablar de defensa de la familia es propio de la derecha que se deja arrastrar por el irreductible conservadurismo de la Iglesia, algo desfasado, propio del pasado y que se opone a las libertades individuales. Por otra, también está muy presente, especialmente en determinados sectores católicos y eclesiásticos, el prejuicio de que existe una especie de conspiración izquierdista para acabar con la familia. Lo peor del asunto es que entre un prejuicio y otro, la casa sin barrer. Porque carecemos de políticas integrales de familia y del mínimo diálogo social necesario sobre cómo afrontar los problemas que tenemos, que son importantes, para crear las condiciones en que sea posible una vida familiar acorde con las necesidades y derechos de las personas. Sin pretender, ni mucho menos, ser exhaustivos, vamos a ofrecer algunas consideraciones sobre diversos elementos que sería bueno tener en cuenta para ese diálogo social sobre las políticas familiares. Para ello, en primer lugar, presentaremos de forma muy sintética lo que propone la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) sobre la familia y las políticas familiares. En segundo lugar, apuntaremos un problema fundamental con el que se encuentran hoy muchas familias, especialmente del mundo obrero y del trabajo, y al que no se presta la debida atención: el sometimiento de la vida familiar a la producción y el consumo. Por último, nos referiremos brevemente a un aspecto que suele ser especialmente polémico, el de la familia y la defensa y el cuidado de la vida. 1.- La familia en la DSI La DSI contiene una muy rica reflexión sobre la familia que podría ser muy provechosa en el necesario debate social sobre las políticas familiares que sería conveniente promover. Sin embargo esta aportación de la Iglesia está sofocada entre los dos prejuicios que antes hemos señalado. Y muy particularmente por la presentación sesgada y parcial que algunos sectores eclesiales muy conservadores han extendido en la opinión pública, deformando lo que plantea la DSI. Por eso es importante recordar lo que la DSI plantea sobre la familia. La Iglesia afirma que la familia debe estar en el centro de la vida social porque es lugar primero de las relaciones en- 19 1.464 [16-9-08 / 30-9-08] 583
  • 2. Tema de la quincena Todo esto tiene una primera consecuencia política: la necesidad del reconocimiento por parte de las personas, la sociedad y el Estado de la importancia y responsabilidad de la familia para el bien de la persona y de la sociedad y, consecuentemente, el empeño en poner las condiciones sociales para que sea posible el ejercicio práctico del ser y las funciones de la familia como necesidad básica y fundamental de la persona y de la sociedad. La familia tiene una misión: construir humanidad La familia está llamada a ser un espacio de comunión desde el amor, una «íntima comunidad de vida y amor» («Gaudium et spes», 48), o lo que es lo mismo, la familia está llamada, ante todo y sobre todo, a ser una comunidad de personas, con todo lo que esto implica. En eso consiste su misión fundamental. tre las personas, «célula primera y vital de la sociedad» («Apostolicam actuossitatem», 11). Esta importancia y centralidad de la familia en orden a la persona y a la sociedad es subrayada por la Biblia (Génesis 2, 18 ss.), pues la pareja constituye «la expresión primera de la comunión de personas humanas» («Gaudium et spes», 12) y la familia es «el lugar primero de la humanización» de la persona y de la sociedad y «cuna de la vida y del amor» («Christifideles laici», 40). Estas afirmaciones lo que vienen a poner de manifiesto es que para la Iglesia la familia es una realidad política de primer orden, porque es realidad humana básica y fundamental. En la familia se asienta la expresión primera y básica de la dimensión social de la vida humana y de la vocación del ser humano a la comunión en el amor, la vocación a ser una comunidad de personas: La familia es importante y central en relación con la persona, porque en ella la persona puede reconocerse como lo que es y desarrollarse como tal. En gran medida la persona se hace en la familia y necesita de ella. La familia es importante y central en relación con la sociedad, porque es lugar básico de experiencia de la sociabilidad humana. Lugar primero en el que se aprenden las responsabilidades sociales y la solidaridad. No queremos decir que esto sea así en todas las familias (de sobra sabemos que a veces la familia no es así), lo que queremos subrayar es que esta es la realidad fundamental que está llamada a ser la familia para bien de la persona y de la sociedad. Lo cual nos pone de manifiesto también el daño que representa para la persona y para la sociedad que la familia no pueda ser así. 20 584 1.464 [16-9-08 / 30-9-08] Comunidad de personas que se fundamenta en el matrimonio, expresión básica del hecho de que el hombre y la mujer han sido creados para la comunión en el amor y la libertad. Por eso, la centralidad de la familia corresponde al dinamismo del amor como camino de humanización: sobre esta base se puede construir una vida personal y social auténticamente humana. La comunidad familiar nace de la comunión de personas: «comunión» que se refiere a la relación personal entre el «yo» y el «tú»; «comunidad» que apunta hacia una «sociedad», un «nosotros». La familia, comunidad de personas es, por tanto, la primera «sociedad humana». Por eso, una sociedad a la medida de la familia es la mejor garantía contra toda tendencia al individualismo y al colectivismo, porque en ella la persona es el centro de atención en cuanto fin y nunca como medio. Y por eso la sociedad y el Estado deben estar al servicio de la familia, de que la familia puede vivir su ser y vocación. Así lo demanda el bien común y la dignidad de la persona. Entendida como espacio de comunión que debe desarrollarse como una auténtica comunidad de personas, frente a criterios predominantes de eficacia y rentabilidad, la familia que vive cada día intentando construir una red de relaciones interpersonales, internas y externas, se convierte en la «primera e insustituible escuela de sociabilidad, ejemplo y estímulo para las relaciones comunitarias más amplias en un clima de respeto, justicia, diálogo y amor» («Familiaris consortio», 43). Las funciones sociales de la familia De ese ser y vocación de la familia se desprenden sus funciones sociales. Estas funciones sociales son impres-
  • 3. Tema de la quincena cindibles para el bien de la persona y de la sociedad. Son las responsabilidades o deberes de toda familia, porque responden a los derechos familiares de las personas: toda persona tiene derecho a que la familia le sirva en ese sentido. Pero estas funciones sociales son también los derechos sociales de la familia. Toda familia tiene derecho, para poder vivir su ser y vocación al servicio de la persona, a que estas funciones sociales se reconozcan, protejan y promuevan por la sociedad y el Estado. Lo cual implica una consecuencia política fundamental: el aprecio y el reconocimiento de la centralidad de la familia se concreta en poner las condiciones sociales para que la familia pueda desempeñar sus funciones sociales lo mejor posible, con especial atención a las familias empobrecidas. Este reconocimiento y promoción de las funciones sociales de todas las familias, especialmente de las familias empobrecidas, es responsabilidad de todas las instituciones sociales y del Estado como servidor de la sociedad. Las funciones sociales de la familia se sintetizan en tres: –Formar una comunidad de personas. –Servir a la vida. –Participar en el desarrollo de la sociedad (1). Formar una comunidad de personas es la función social más radical de la familia, su primera y más importante responsabilidad. Es su más valiosa aportación al bien de la persona y de la sociedad. Y responde a lo más genuino de la dignidad y vocación del ser humano, que se realiza en la medida en que vive la comunión con los demás. Ya nos hemos referido antes a lo que esto significa. Subrayamos ahora algunas cosas: formar una comunidad de personas implica, en primer lugar, que la persona pueda realizarse como lo que es, hombre o mujer, en su complementariedad y servicio mutuo desde la diversidad. En segundo lugar, supone la atención y el cuidado de las personas como fines en sí mismas, como lo más valioso, desde los niños hasta los ancianos, privilegiando la gratuidad, la entrega mutua, el servicio… y, sobre todo, haciendo posible la experiencia más radicalmente humana y más humanizadora, la de amar y ser amado. Todo ello necesita atención, dedicación, tiempo…, que la sociedad y el Estado deben garantizar y que las personas deben desear. Este formar una comunidad de personas, en buena medida, se concreta en la función de servir a la vida. Es fun- ción esencial de la familia ser «santuario de la vida» («Evangelium vitae», 92). Desde la misma transmisión de la vida, pasando por su cuidado en todas sus etapas, hasta la función básica y fundamental de la educación. Son multitud las funciones concretas que realiza la familia para ese servicio a la vida: todas las tareas cotidianas que se realizan en el ámbito doméstico. Servir a la vida implica valorarla por sí misma, por lo que es, en toda circunstancia. La familia desempeña una función social esencial cuidando la vida desde su inicio hasta su fin, ejerciendo y cultivando entre sus miembros el aprecio a la vida y el servicio mutuo que todo ser humano necesita y merece. Este servicio a la vida encuentra un elemento decisivo en la procreación, pues el amor conyugal está por su naturaleza abierto a la acogida de la vida. La familia contribuye de forma radical al bien social por medio de la maternidad y la paternidad, que para la Iglesia es una forma peculiar de la especial participación del hombre y la mujer en la obra creadora de Dios. Precisamente por eso, la maternidad-paternidad es mucho más que un hecho biológico y necesita vivirse de forma responsable. Por último, el servicio a la vida se concreta también, y de forma importante, en la educación (que es expresión de la maternidad y paternidad): con la tarea educativa, responsabilidad básica de la familia, se debe formar a la persona en la plenitud de su dignidad. Así, la educación es una aportación de la familia al bien de la persona y al bien común, siendo la primera escuela de virtudes sociales de las que tiene necesidad toda sociedad. Con la educación la familia tiene la responsabilidad de ayudar a que las personas desarrollen su libertad y responsabilidad, premisas indispensables para cualquier tarea en la sociedad. Porque existe una estrecha relación entre amor-transmisión y cuidado de la vida-educación, la familia tiene una función insustituible en la educación de los hijos, que necesita contar con la colaboración de la sociedad y que debe ser promovida y garantizada por el Estado. La familia necesita poder ejercer su responsabilidad de educar de forma integral a los hijos. Esta integralidad de la educación se da cuando se educa a los hijos al diálogo, al encuentro, a la sociabilidad, a la solidaridad, a la paz…, mediante el cultivo de las virtudes fundamentales de la justicia y el amor. Formar una comunidad de personas y servir a la vida son ya de por sí dos aportaciones fundamentales de la familia a la sociedad. Pero su ejercicio comporta una tercera función social de la familia: participar activamente en el desarrollo de la sociedad, porque una familia encerrada en sí misma es, desde la comprensión de la familia que nos 21 1.464 [16-9-08 / 30-9-08] 585
  • 4. Tema de la quincena propone la Iglesia, un gran contrasentido. Si tal cosa ocurre, de hecho la familia ni contribuye a formar una comunidad de personas ni al servicio de la vida, porque encerrarse en sí misma es síntoma de egoísmo, gran enemigo de la vida y de la comunión. Así, las familias están llamadas a ser sujetos de la vida social, implicándose en prácticas de solidaridad y de servicio, especialmente con los empobrecidos, en su entorno. Igualmente, la familia debe movilizarse para que las leyes y las instituciones sociales y políticas defiendan prácticamente sus derechos y deberes, de manera que las familias puedan desarrollar efectivamente su función social al servicio de las personas y de la comunión social, siendo partícipes de las políticas familiares y asumiendo la responsabilidad de ser sujetos políticos activos en la transformación de la sociedad hacia una mayor justicia y libertad. En este contexto, merece una relevancia especial la relación que existe entre familia y trabajo, tan esencial en la vida del mundo obrero. Según la DSI, la familia debe ser considerada protagonista esencial de la vida económica, orientada no por la lógica del mercado (la familia no es una unidad de producción y consumo, como algunos pretenden), sino según la lógica del compartir y de la solidaridad entre las generaciones (que es lo propio de una comunidad de personas). En este sentido, uno de los elementos fundamentales que deben orientar toda la organización social y ética del trabajo es la realidad de la familia. Porque el trabajo es esencial en cuanto representa una condición que hace posible la formación de una familia, cuyos medios de subsistencia se adquieren habitualmente mediante el trabajo. Pero, sobre todo, «familia y trabajo, tan estrechamente interdependientes en la experiencia de la gran mayoría de las personas, requieren una consideración más conforme a la realidad, una atención que las abarque conjuntamente, sin las limitaciones de una concepción privatista de la familia y economicista del trabajo. Es necesario para ello que las empresas, las organizaciones profesionales, los sindicatos y el Estado se hagan promotores de políticas laborales que no perjudiquen sino favorezcan el núcleo familiar» (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 294). Dicho en una palabra: el trabajo debe estar al servicio de la familia. La persona no debe ser tratada como un individuo aislado, sino como miembro de una familia que es lo que normalmente es. En esta relación entre trabajo y familia debe prestarse especial atención a las tareas de cuidado familiar, que implican tanto a la mujer como al hombre: precisamente porque están orientadas y destinadas al servicio de la vida digna del ser humano, constituyen un tipo de actividad 22 586 1.464 [16-9-08 / 30-9-08] eminentemente personal y personalizante, que debe ser socialmente reconocida y valorada. Derechos de las familias Todo cuanto venimos diciendo implica y exige el reconocimiento, el respeto y la promoción de los derechos de las familias. Concreción del servicio que la sociedad y el Estado están llamados a prestar a la familia para que ésta pueda realizar su ser y función social para el bien de la persona y de la sociedad. Estos derechos de las familias deben guiar las políticas familiares, que se refieren no sólo ni principalmente a lo que tradicionalmente se consideran subsidios familiares, ayudas puntuales…, sino a todos los aspectos que hemos planteado como razón de ser y funciones sociales de la familia (abarcan, por tanto, todo lo necesario para la vida de las familias: políticas de empleo, consumo, educación, sanidad, vivienda, servicios sociales, etc.…). El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia expresa muy bien en qué se fundamentan estos derechos de las familias: «El reconocimiento, por parte de las instituciones sociales y del Estado, de la prioridad de la familia sobre cualquier otra comunidad y sobre la misma realidad estatal, comporta superar las comprensiones meramente individualistas y asumir la dimensión familiar como perspectiva cultural y política, irrenunciable en la consideración de las personas. Ello no se coloca como alternativa de los derechos que las personas poseen individualmente, sino más bien como su apoyo y tutela. Esta perspectiva hace posible elaborar criterios normativos para una solución correcta de los diversos problemas sociales, porque las personas no deben ser consideradas sólo singularmen-
  • 5. Tema de la quincena te, sino también en relación a su propios núcleos familiares» (n. 254). La Iglesia considera que los derechos de las familias que deben ser garantizados y promovidos especialmente son (2): –a existir y progresar como familia; es decir, el derecho de toda persona a formar una familia y tener los recursos apropiados para mantenerla; este derecho debe ser promovido especialmente entre los empobrecidos; –a la estabilidad del vínculo y la institución matrimonial y de la vida conyugal y familiar; –a ejercer la responsabilidad y libertad en el campo de la transmisión de la vida y la educación de los hijos; –a la libertad de creer y profesar su propia fe religiosa, de transmitirla y educar a los hijos en ella con los medios y las instituciones necesarias; –a obtener la seguridad física, social, política y económica, especialmente de los pobres y enfermos; el derecho consiguiente a las adecuadas prestaciones sanitarias, de asistencia a las personas de edad, a los subsidios familiares; –a un trabajo digno que permita vivir dignamente a la familia; –a una vivienda adecuada para una vida familiar digna; –a la propiedad y a la libertad de iniciativa; –a emigrar como familia para buscar mejores condiciones de vida; –a la expresión y representación ante las autoridades públicas, económicas, sociales, culturales…tanto por sí mismas como por medio de asociaciones; –a crear asociaciones con otras familias e instituciones, para cumplir adecuadamente su misión; -a la protección de los menores; -el derecho de los ancianos a una muerte digna. 2.- El sometimiento de la familia al sistema de producción y consumo En nuestra sociedad el sistema de producción y consumo funciona de tal manera que representa en la práctica, una negación de las funciones sociales de las familias, un gran obstáculo para que sea posible una vida familiar humana y humanizadora. Porque se ha producido una inver- sión total del orden de valores: lo que debe ser siempre un fin, las personas (que no son individuos aislados sino familias), se ha convertido en un instrumento que tiene que adaptarse a las exigencias de la producción y el consumo; y lo que siempre debería ser un instrumento, la producción y el consumo, se ha convertido en un fin en sí mismo. Este constituye hoy uno de los principales obstáculos para la vida familiar. ¿Qué significa esto? Entre otras cosas lo siguiente: «Cuando la actividad productiva se organiza de tal manera que impide a la persona organizar y planificar su vida, es porque se ha producido una visión reduccionista de la persona que ignora algunas de las dimensiones fundamentales constitutivas de su misma naturaleza humana. A título de ejemplo señalamos dos. Una primera reducción de la naturaleza humana consiste en la reducción de la familia al individuo. El sistema de producción está organizado como si la sociedad estuviera compuesta por individuos aislados, cuando la realidad nos dice que lo que realmente existen son familias. La familia es el ámbito de la educación y la socialización, de las relaciones y la sociabilidad, de los cuidados y los afectos; pero sobre todo la familia es una comunidad de amor que hace posible el crecimiento y el desarrollo equilibrado de las personas y con ello se convierte en el instrumento más eficaz de humanización y personalización de la sociedad. Formar y desarrollar una familia exige tiempo, atención, cuidados, planificación. Cuando el sistema de producción se organiza de espaldas a ella acaba produciéndose una contradicción porque producción y familia se convierten en dos estructuras antagónicas que reclaman atención y disponibilidad al mismo tiempo y acaban imponiéndose una a la otra. La segunda reducción consiste en la reducción del tiempo de vida al tiempo laboral o productivo. La vida de las personas se compone de una tiempo biológico (…) se compone de un tiempo personal, el que cada ser humano necesita para la reflexión, la formación, la oración y la contemplación; se compone de un tiempo familiar (…); y se compone también de un tiempo social, un tiempo para el servicio a los otros, para la solidaridad y la política, porque la persona se hace persona en sociedad. Si la organización de la producción y el consumo nos dirige a «la sociedad de las veinticuatro horas» y los tiempos de producción y consumo se distribuyen al dictado de las exigencias de la racionalidad económica y de la productividad, el resultado es que el tiempo productivo personal (…) se impone sobre los demás tiempos de vida y acaba por hacerlos inútiles (…) Debemos prestar una atención especial para que el modelo de producción permita vivir y cultivar la vida perso- 23 1.464 [16-9-08 / 30-9-08] 587
  • 6. Tema de la quincena nal, familiar, cultural, social y religiosa que son imprescindibles para que la persona pueda desarrollarse como hijo/a de Dios y la sociedad pueda construirse sobre los cimientos de la justicia y la libertad. Entendemos que el esfuerzo por encuadrar la actividad productiva dentro de los derechos familiares de las personas y de los derechos sociales de las familias, de manera que posibiliten el libre acceso de todos a los bienes materiales, culturales y espirituales que les son necesarios, debe constituirse en la preocupación central de empresarios y gobiernos, en el objetivo central de la ciencia económica y en una de las reivindicaciones principales de los trabajadores y los sindicatos» (3). Los que aquí se señalan no son los únicos problemas con los que se encuentran las familias para desempeñar su imprescindible función social y poder ser realmente una comunidad de personas. Pero sí son algunos de los que más radical y profundamente dificultan hoy la vida de las familias. Sin embargo, son problemas a los que no se presta la debida atención. La forma en que está organizado el trabajo es esencial para la vida familiar. Sin trabajo no es posible la vida familiar, pero con cualquier tipo de trabajo tampoco lo es. En este sentido, los planteamientos que se van abriendo paso sobre la conciliación ente la vida familiar y laboral son una necesidad, pero son insuficientes. Porque lo cierto es que no es posible conciliar, tal como hoy están planteadas, dos realidades que se han convertido en contradictorias. Nos enfrentamos a la necesidad de eliminar esa contradicción para que sea posible la conciliación. Y para ello lo que debe modificarse es el sistema productivo, la organización del trabajo, subordinándola a las necesidades y derechos familiares de las personas. Por otra parte, hay que subrayar cómo el derecho de las mujeres a tener un empleo se está realizando frecuentemente a costa de situar a las mujeres en una posición muy difícil. Porque tenemos un mercado de trabajo que penaliza las funciones familiares. Así, la mutilación de la dimensión familiar que han padecido históricamente los varones al asumir el papel de «productores» en el mercado de trabajo asalariado, desentendidos de las tareas de la vida familiar, se está reproduciendo hoy también en muchas mujeres que se ven forzadas a «elegir», por ejemplo, entre ser madre o tener un empleo. Porque sobre las familias recaen múltiples sobrecargas que la sociedad no atiende debidamente y el sistema productivo dificulta cada vez más a hombres y mujeres responder a las necesidades de la vida familiar. Esta sobrecarga recae en gran medida sobre las mujeres. Así, lo que debería ser el derecho y la responsabilidad de las parejas a organizarse y compartir las tareas laborales y 24 588 1.464 [16-9-08 / 30-9-08] domésticas necesarias para la vida familiar, está muy lejos de ser un derecho real en la práctica. Y el sistema productivo se convierte en un gran obstáculo para que, por ejemplo, los niños vean debidamente cubiertas sus necesidades de afecto, atención, cuidado, educación…; los ancianos sufren cada vez más situaciones de soledad; y los adultos encuentran serios problemas para ser con normalidad padres y madres, o para sus relaciones de pareja. A todo esto hay que añadir otra cosa muy importante: por efecto de la tendencia a congelar o reducir el gasto público destinado a promover los derechos sociales de las personas (por más que en alguna ocasión se dé algún paso en sentido contrario, el esfuerzo realizado en esa dirección sigue estando muy lejos de las posibilidades reales de la sociedad y de las necesidades sociales), también se han resentido las ya de por sí débiles políticas de apoyo a las familias en el desempeño de sus funciones. Pero, aún cuando se invierte en políticas sociales, la misma concepción de las políticas de familia es habitualmente muy restrictiva, limitándose normalmente a «ayudas» y «subsidios» a las familias o a alguno de sus miembros, prestando sin embargo poca atención a los servicios públicos y, sobre todo, a los problemas que representan para las familias el sistema de producción y consumo que domina nuestra sociedad. Padecemos la falta de políticas integrales de familia, es decir, de políticas que tiendan en su conjunto a crear las condiciones en que es posible la vida familiar y que, por tanto, tienden a plantear la perspectiva familiar de todos los problemas sociales. Por último, subrayar el problema que representa el consumismo como forma de vida. El consumismo, de hecho, es contradictorio con la vocación de la familia a ser una co-
  • 7. Tema de la quincena munidad de personas. Por una parte, es una manera de orientar la vida que dirige las energías personas y familiares a la búsqueda permanente de obtener más bienes de consumo, de consumir más, de tener más…, lo cual provoca dejar en segundo lugar otras necesidades humanas mucho más importantes, así como la preocupación por los otros y por la vida social. Por otra parte, el consumismo representa todo un universo de valores que influye poderosamente en la educación en un sentido profundamente deshumanizador. Además, frecuentemente se utiliza, o se desearía utilizar, el consumo como mecanismo de compensación de otras muchas carencias. 3.- El cuidado de la vida Hemos señalado antes que, según la concepción de la DSI, la defensa y el cuidado de la vida es una de las funciones sociales esenciales de la familia. Por eso, las políticas familiares son fundamentales para el respeto, la promoción y el cuidado de la vida. Ahora bien, la política, toda ella, está llamada a ser cuidado de la vida. El cuidado de la vida abarca al conjunto de la actividad política en tanto que ésta se dirige a crear las mejores condiciones sociales posibles para la vida digna de las personas. En este contexto, de forma muy sintética, podríamos resumir lo fundamental de lo que plantea la DSI sobre el respeto, promoción y cuidado de la vida, de la siguiente manera: 1º.- La vida es un bien: es el valor fundamental sobre el que se asientan todos los demás. Entre los derechos humanos es el más básico, porque sin el respeto a la vida, su cuidado y promoción, todos los demás derechos humanos se desmoronan. 2º.- El bien que es la vida es don de Dios, el Dios de la Vida que ama y cuida la vida. De ahí su carácter sagrado e inviolable. La vida humana es siempre un bien que merece reconocimiento, respeto, promoción y cuidado. Somos responsables de ese bien: somos responsables los unos de la vida de los otros. 3º.- El reconocimiento y cuidado de la vida como sagrada e inviolable es el valor social fundamental. Sobre el respeto, la promoción y el cuidado de la vida de cada persona y de todas las personas (desde el momento de la concepción hasta el de la muerte), sin distinciones, pues toda vida tiene el mismo valor, se asienta la convivencia social y el sentido de la actividad política que tiene como objetivo organizar esa convivencia social desde el reconocimiento de la dignidad de la persona y la búsqueda del bien común (que cada persona pueda vivir de acuerdo a su dignidad). Si no se respeta, promueve y cuidado la vida no hay ningún fundamento para la vida social. Por eso el cuidado de la vida debe ser unitario, sin discriminaciones de ningún tipo. Se trata de hacerse cargo, socialmente, de la vida de cada persona y de todas las personas, protegiéndola y creando las condiciones necesarias y posibles para que se desarrolle dignamente. 4º.- De ahí que los atentados contra la vida, en todas sus formas, y la falta de atención al cuidado de la vida para que pude desarrollarse dignamente, pongan en crisis las mismas bases y fundamentos de la vida social, negando radicalmente la dignidad humana: son siempre un mal. 5º.- En nuestra sociedad existen muchos signos positivos que muestran la preocupación por la defensa y promoción de la vida, pero se ha ido debilitando el respeto y cuidado de la vida por efecto de una cultura individualista, de la eficiencia y del hedonismo, que relativiza en muchos sentidos el valor de la vida y constituye un gravísimo problema social. 6º.- En este contexto es especialmente problemática la tendencia social a presentar algunos atentados contra la vida, especialmente en el caso del aborto y la eutanasia, como derechos de los individuos que deben ser reconocidos social y legalmente, porque tal cosa supone una inversión radical del papel que debe desempeñar la comunidad política: ésta sólo puede asentarse sobre el reconocimiento, el respeto y la promoción de los derechos de todas las personas, vinculados a la dignidad humana, entre los que en primer lugar está la protección del derecho a la vida, que nunca puede someterse a la decisión de ninguna persona ni autoridad pública. 25 1.464 [16-9-08 / 30-9-08] 589
  • 8. Tema de la quincena dre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de conveniencia, sino porque quisieran preservar algunos bienes importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la familia. A veces se temen para el que ha de nacer tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo, estas y otras razones, aun siendo graves y dramáticas, jamás pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente» (EV, 58). 7º.- Es especialmente urgente e importante promover una «cultura de la vida»: una manera de sentir, pensar y actuar que se asiente sobre el reconocimiento práctico del valor sagrado e inviolable de toda vida humana, sobre la responsabilidad de proteger especialmente la vida de los más débiles e indefensos y sobre la responsabilidad de todos, personas e instituciones, de poner las mejores condiciones posibles para la defensa y promoción de la vida digna de todos. 8º.- En esta tarea del cuidado de la vida, la acción política es un elemento fundamental y decisivo, pues no estamos sólo ante un problema de la conciencia individual de las personas, sino ante el desafío de construir condiciones de vida social en las que sea posible la vida digna de todas las personas. Muchos atentados contra la vida se producen, además de por la extensión de una cultura individualista, hedonista y economicista, por la inexistencia de esas debidas condiciones sociales que también debilitan profundamente el reconocimiento práctico del valor de la vida. Pues bien, especialmente esto último es lo que no se suele tener suficientemente en cuenta. El resultado es que, además de relativizar el absoluto escándalo de la injusticia y la pobreza que matan masivamente en nuestro mundo, otros problemas como el del aborto y la eutanasia, por ejemplo, tienden a plantearse casi exclusivamente desde una perspectiva individual, prescindiendo del contexto social en el que se producen. Lo cual lleva frecuentemente a desenfocar los problemas y a plantear mal la forma de afrontarlos. En este sentido, merecerían una atenta reflexión social y eclesial lo que señala Juan Pablo II en «Evangelium vitae»: «La aceptación de aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral (…) Es cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la ma- 26 590 1.464 [16-9-08 / 30-9-08] «Una responsabilidad general no menos grave afecta tanto a los que han favorecido la difusión de una mentalidad de permisivismo sexual y de menosprecio de la maternidad, como a quienes deberían haber asegurado –y no lo han hecho– políticas familiares y sociales en apoyo de las familias, especialmente de las numerosas o con particulares dificultades económicas y educativas (…) En este sentido, el aborto va más allá de las responsabilidades de las personas concretas y del daño que se les provoca, asumiendo una dimensión fuertemente social» (EV, 59). «Hoy, debido a los progresos de la medicina y en un contexto cultural con frecuencia cerrado a la trascendencia, la experiencia de la muerte se presenta con algunas características nuevas. En efecto, cuando prevalece la tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en que dé placer y bienestar, el sufrimiento aparece como una amenaza insoportable, de la que es preciso librarse a toda costa (…) En semejante contexto es cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia (…) Estamos aquí ante uno de los síntomas más alarmante de la «cultura de la muerte», que amenaza sobre todo a las sociedades del bienestar, caracterizadas por una mentalidad eficientista que presenta el creciente número de personas ancianas y debilitadas como algo demasiado gravoso e insoportable. Muy a menudo estas se ven aisladas por la familia y la sociedad, organizada casi exclusivamente sobre la base de criterios de eficiencia productivista, según los cuales una vida irremediablemente inhábil no tiene ya valor alguno» (EV, 64). ■ Notas (1) Sintetizamos lo que plantea Juan Pablo II en «Familiaris consortio», n. 17. Junto a estas tres funciones sociales propias de toda familia, Juan Pablo II señala una cuarta referida a las familias cristianas, participar en la vida y en la misión de la Iglesia. (2) Los recogemos tal como los sintetiza «Familiaris consortio» (n. 46) y el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2.211). (3) Lo expresamos con las mismas palabras del Manifiesto «Por un trabajo al servicio de todo el hombre», del Departamento de Pastoral Obrera de la Comisión Episcopal de Apostolado Seglar, con motivo del X Aniversario de la aprobación del documento «La Pastoral Obrera de toda la Iglesia», pp. 7-10.