Relato Bélico sobre la Guerra entre los paises sudamericanos Bolivia y Paragu...
Etiqueta negra 113 septembe
1. ETIQUETA NEGRA 113 SEPTEMBER 11, 2013
UN EXPERTO EN ÁNGELES Y SANTOS
PERSIGUE A LADRONES DE LIBROS
¿Es un bibliotecario uno de los últimos combatientes contra la
corrupción?
Un perfil de David HidalgoFotografías de Nicolas Villaume
Un hombre ingresó a la Casa Rosada, el palacio presidencial de Argentina,
con una caja negra en las manos. Se trataba de un estuche sin señas, forrado
con terciopelo, y tenía un libro en su interior. Era la réplica de un antiguo
tratado de quiromancia que había pertenecido a la biblioteca del libertador
José de San Martín. Pocos rasgos más intrigantes en la historia universal
del poder que la curiosidad de un gran estratega militar por leer el futuro en
la palma de una mano. El salón de la Casa Rosada se fue colmando de
ministros, diplomáticos y altos funcionarios peruanos y argentinos.
Minutos antes del mediodía, llegaron los presidentes. Ramón Mujica, el
portador de ese libro para adivinos, se sentó en la mesa circular de los
gobernantes y colocó la caja negra a la vista. Era una escena insólita en
América Latina: dos presidentes estaban a punto de quedar intrigados por
un libro.
Ollanta Humala visitaba a Cristina Kirchner en un viaje relámpago para
firmar varios acuerdos, desde la lucha antidroga hasta el traslado de presos.
Ramón Mujica viajaba en la comitiva como director de la Biblioteca
Nacional del Perú. Cuando llegó su turno de firmar el convenio cultural,
Mujica se las arregló para romper el protocolo: en vez de regresar a su silla,
junto a las demás autoridades, dio unos pasos hasta la mesa de honor y
entregó la caja negra a Ollanta Humala, quien se levantó para recibirlo. Por
unos segundos Mujica le dijo unas palabras que sólo Cristina Kirchner
pudo escuchar. Humala no resistió la tentación de abrir el estuche en ese
instante y la presidenta de Argentina se sumergió durante varios minutos en
ese libro lleno de dibujos de manos marcadas con signos extraños. La
política, como el esoterismo, es un reino de símbolos: entre los títulos que
le corresponden como presidenta de Argentina, Cristina Kirchner ejerce el
de Gran Maestre de la Orden del Libertador San Martín. Nadie parecía
recordarlo cuando, minutos después, le tocó imponer al presidente del Perú
un collar de oro con la imagen de un cóndor, una espada sobre una corona
de laureles y la efigie de San Martín rodeada de brillantes. Acaso el único
2. que valoraba la coincidencia era el bibliotecario que acaba de romper el
protocolo para entregarle un libro de quiromancia.
Ramón Mujica llevaba meses persiguiendo ladrones de libros antiguos en
Lima y había hallado pruebas de que una de las rutas del tráfico pasaba por
Buenos Aires. Atraer la atención de ambos presidentes con un detalle
enigmático era un movimiento digno de un prestidigitador: los políticos
cautivan a la gente con discursos; los bibliotecarios, con misterios. Un
tratado de quiromancia como ese es más que un manual de instrucciones
para leer el futuro: es una máquina del tiempo y de conocimiento, un objeto
capaz de transportar a un lector a otro mundo y a otra mentalidad. «Este
libro es impreso medio siglo después de la invención de la imprenta por
Guttemberg [sic]», dice una anotación en la primera página de ese
ejemplar. Trescientos años más tarde, estuvo en la colección que el general
San Martín donó para fundar la Biblioteca de Lima y fortalecer con libros
la libertad ganada por las armas. El tratado de quiromancia sería robado
durante la guerra que enfrentó a Perú y Chile al final de ese siglo de
rebeliones ilustradas. «Lo recobré del poder de un soldado chileno en 1881,
por dos reales de plata», dice la misma anotación. La firma es del
tradicionista Ricardo Palma, el director que en ese tiempo reconstruyó la
Biblioteca Nacional del Perú a fuerza de pedir libros de puerta en puerta.
Mujica, el hombre de la caja negra, es su más reciente sucesor. También es
un hombre en busca de tesoros perdidos.
[II]
Ramón Mujica es un experto en el poder de los símbolos antiguos. Durante
años se ha dedicado a descifrar mensajes en las imágenes religiosas de
grabados, pinturas y esculturas del tiempo de los virreyes del Perú. A
inicios de los años noventa del siglo pasado, entusiasmó a la comunidad
académica con un libro que arrojó luces sobre uno de los temas más
intrigantes de la época colonial: la aparente obsesión de sus artistas por
pintar retratos de ángeles arcabuceros. Varias series de cuadros
sobrevivientes de aquel tiempo muestran a esos personajes celestes
vestidos con trajes militares y con armas, como soldados con alas. El
mayor enigma de esas obras era que numerosas pinturas tienen
inscripciones con nombres de ángeles que no aparecen en la Biblia.
Nombres que nunca fueron reconocidos por la Iglesia Católica. Mujica, un
erudito fascinado con la historia de las religiones, hurgó en bibliotecas
americanas y europeas en busca de pistas. Encontró documentos
desconocidos sobre el tema. En vez de un estudio sobre historia del arte, lo
que hizo parecía un esfuerzo por resolver un acertijo de la antigüedad
clásica: combinó referencias de disciplinas como los estudios bíblicos, la
patrística — el estudio de los escritos de los padres de la Iglesia
3. primitiva—, la filosofía neoplatónica medieval, la magia renacentista, la
teología tridentina y la antropología. Sus hallazgos revelaron la existencia
en América de un antiguo culto angélico, que reivindicaba la devoción a
siete ángeles específicos como príncipes del cielo y guerreros del
Apocalipsis. En su momento, este culto había sido investigado por el Santo
Oficio debido a sus aparentes vinculaciones heréticas con la cábala y la
magia. Sin embargo, tras una serie de complejas reinterpretaciones, terminó
convertido en la doctrina político-religiosa que facilitó «la Conquista
espiritual del Nuevo Mundo»: las pinturas de ángeles soldados abrieron los
caminos de los Andes a los evangelizadores de la monarquía española.
Mujica puede contar esta historia como si fuera una novela de misterio.
Más que un estudioso encerrado en una torre de marfil, parece un científico
de la era victoriana, uno de esos exploradores que se vestían como
catedráticos para presentar sus hallazgos ante sus colegas de la comunidad
científica. Algunos detalles de su biografía explican el origen de su
curiosidad: es hijo de Manuel Mujica Gallo, un recordado mecenas que
combinó una activa vida política con su acentuada pasión por el arte, y
estudió Antropología en el New College de Florida, una universidad
experimental de estilo socrático, de la que se graduó con una tesis sobre los
conceptos del amor y la guerra en la poesía hispano-árabe del siglo XII. De
regreso al Perú, durante una época repartió su tiempo entre el negocio
familiar de bienes raíces y las visitas diarias a los conventos de Lima: por
las mañanas daba directivas y firmaba cheques, y por las tardes se internaba
en bibliotecas religiosas sumidas en un silencio monástico.
En una época en que el mundo entraba a una vorágine de conquistas
tecnológicas, Mujica frecuentaba recintos donde la mayor tecnología
permitida eran sus anteojos redondos de carey. El hombre que quería
resolver un enigma sobre ángeles se asomó a la oscuridad del pasado con la
curiosidad como linterna. «Un estudioso —escribió Virginia Woolf— es un
entusiasta concentrado, solitario, sedentario, que busca en los libros ese
grano especial de verdad en el cual ha puesto todo su afán». Mujica lo
encontró en antiguos tomos amarillentos, algunos de los cuales no habían
sido leídos en siglos. Su mayor descubrimiento no fue hallar esos libros y
documentos, sino entender lo que revelaban acerca de las ideas y
costumbres, miedos y esperanzas del tiempo en que fueron escritos. «Es
obligatorio beber de las fuentes que animaron a nuestros artistas con el fin
de comprender el significado de sus visiones y el sentido final de sus
obras», explicó Mujica en su estudio sobre las pinturas de ángeles.
Fue esta certeza sobre el valor de los libros antiguos como valiosos
artefactos de la memoria la que lo motivó a lanzar un mensaje de alerta
desde Lima a Buenos Aires una mañana de agosto del 2012, tres meses
4. antes del episodio con el tratado de quiromancia y los presidentes de Perú y
Argentina. Ese día Mujica iba a contar detalles sobre el sofisticado robo de
un manuscrito de la Biblioteca Nacional del Perú. Esta vez el experto en
ángeles no actuaría con un sigilo de convento, sino con la resonancia de la
era digital: revelaría el caso en una teleconferencia con un grupo de
invitados a la embajada del Perú en la capital argentina. El libro robado era
un catecismo del siglo XVIII escrito en quechua, una evidencia de cómo
los evangelizadores españoles reciclaban palabras del idioma nativo para
predicar conceptos occidentales como el cielo y el infierno, los ángeles o el
diablo. Pertenecía a una de las colecciones más importantes de la
Biblioteca Nacional, pero nadie supo de su desaparición hasta que un
académico francés lo redescubrió de manera casual en una prestigiosa
biblioteca de Washington. Entonces se supo que esa institución lo había
comprado a una librería anticuaria de Buenos Aires. Tras una odisea por
ambos extremos del continente, el libro había sido devuelto, y ahora el
director de la Biblioteca Nacional trataba de obtener aliados en una cruzada
internacional para detener el tráfico de libros. «Con la aparición del
manuscrito se puede reconstruir el circuito del robo», dijo Mujica al grupo
que lo escuchaba desde una pantalla gigante, media docena de personas
entre las que estaba Horacio González, director de la Biblioteca Nacional
de la República Argentina, y Alberto Casares, presidente de la Asociación
de Libreros Anticuarios de ese país. El autor del robo, explicó Mujica, no
sólo se había llevado el ejemplar —como ha ocurrido en otras bibliotecas
del mundo—, sino que había eliminado casi todos los rastros de su
existencia, desde las fichas bibliográficas hasta el registro de la bóveda
donde había estado guardado. El ladrón también se cuidó de eliminar las
papeletas de los investigadores que habían visto ese libro en años recientes.
Había sido, en palabras de Mujica, un trabajo interno.
[III]
Una tarde Mujica me contó cómo había descubierto la gravedad de los
robos en la Biblioteca Nacional. Había ocurrido en su segundo mes de
director. Durante una reunión en su despacho, una funcionaria le dio una
noticia: alguien había tratado de robarse parte del archivo que perteneció a
un antiguo presidente del Perú. Unos operarios de mantenimiento habían
encontrado siete carpetas con documentos escondidas al interior de un
mueble viejo en la azotea de la antigua sede de la BNP, un edificio del
Centro de Lima que por casi doscientos años guardó los mayores tesoros
bibliográficos del país. Los técnicos que acudieron a verificar el hallazgo se
toparon con más de cuatro mil páginas de la correspondencia del mariscal
Andrés Avelino Cáceres, dos veces gobernante del Perú en el siglo XIX, y
uno de sus mayores héroes militares. Eran papeles históricos que debían
estar en la bóveda.
5. El hallazgo accidental había ocurrido el mismo día en que el presidente
Humala firmó la resolución suprema que nombró a Ramón Mujica director
de la Biblioteca Nacional del Perú. Sin embargo, Mujica no recibió la
noticia de los robos al tomar el cargo ni en las semanas siguientes, sino
hasta que regresó de un viaje. Su reacción inmediata fue presentarse en el
viejo local de la Biblioteca con una comitiva de funcionarios y personal de
seguridad para esclarecer el robo. «Estaba consternado —recordó una
trabajadora que presenció la escena—. Decía que no entendía por qué le
habían ocultado eso». Allí se enteró de que desde el día del hallazgo, la jefa
del Archivo, Martha Uriarte, había tenido que hacer malabares en su
oficina para proteger los documentos de Cáceres: cada tarde, antes de irse a
casa, los cambiaba de estante en secreto, para evitar que algún intruso de la
mafia se los volviera a llevar durante la noche. Uriarte no confiaba en nadie
y por eso esperaba el retorno del director para entregárselos en persona. El
asunto era más grave que un intento frustrado de robo. Otra funcionaria
había dado una orden general para ocultárselo. «Sentí indignación: me di
cuenta de que todas las personas que me habían sonreído, que me habían
felicitado, que me habían dicho que iban a trabajar conmigo, todas estaban
mintiendo», dice Mujica sobre algunos de los funcionarios de la BNP al
recordar el incidente.
No era el primer caso conocido de hurto en la Biblioteca Nacional. En años
recientes, antes del nombramiento de Mujica, varias denuncias
periodísticas habían revelado el robo de grabados y de tomos completos de
sus fondos más valiosos, cuyo acceso solo está permitido a investigadores.
El problema no había terminado ni siquiera con la mudanza de la antigua
sede del centro de Lima a un nuevo edificio en uno de los distritos más
residenciales de la ciudad. La respuesta oficial seguía pareciendo una
política para aliviar goteras: cada denuncia era asumida como un caso
aislado y no como la operación de una mafia. Así había ocurrido incluso
cuando un par de académicos peruanos, especialistas en religiosidad
colonial, entregaron a un diario limeño la prueba documental de uno de los
robos. Se trataba de la copia microfilmada de un grabado del siglo XVII
que muestra un retrato de Nicolás de Ayllón, un noble indígena a quien la
Iglesia Católica llegó a declarar venerable, el segundo de los cuatro pasos a
la santidad. Los investigadores habían estudiado el grabado en físico para
unos libros que estaban preparando. Tiempo después, esa página había
desaparecido del tomo original. El tema no había pasado inadvertido para
Mujica: el experto en ángeles es también una autoridad en la historia de los
santos. Durante sus propias investigaciones, había trabajado con
documentos y libros de la misma época. Alguna vez había tenido el
grabado de Ayllón en sus manos. Por eso, días antes de sentarse como
nuevo director de la Biblioteca, Mujica indagó sobre este caso con dos de
6. sus antecesores, un sociólogo y un historiador. Según recuerda, uno de
ellos le dijo que el caso Ayllón era una manipulación periodística. El
hallazgo del archivo de Andrés Avelino Cáceres en la azotea del edificio
antiguo acabaría con cualquier duda: los robos eran sistemáticos.
El experto en ángeles y santos se había transformado en una especie de
fiscal con buenos modales. Su habitual elocuencia de palabras relacionadas
con el arte y la historia había dado un giro hacia un lenguaje jurídico de
expresiones como «sospechosos», «delito», «evidencia», «pruebas». Este
vocabulario era un síntoma de las circunstancias: su primer año y medio
como director de la Biblioteca Nacional del Perú había resultado más típico
de una procuraduría anticorrupción que de una institución con fines
académicos. El hurto frustrado en el edificio antiguo fue apenas un primer
punto de inflexión: en lugar de intimidarse por la mafia de traficantes de
libros, Mujica lideró una cruzada para combatirla. En los meses siguientes
ordenó que se hicieran denuncias penales y que se contactara por correo
electrónico a más de siete mil usuarios para consultarles si sabían de algún
otro robo. Las presiones internas para traerse abajo las pesquisas,
provenientes de ciertos grupos de trabajadores de la Biblioteca, lo
empujaron a una medida extrema: el cierre total durante unos meses para
hacer un inventario de tesoros bibliográficos. Fue entonces cuando
confirmó que cerca de mil ejemplares antiguos habían desaparecido de sus
bóvedas. El día que hizo pública la cifra, Mujica mostró una evidencia de
la obscenidad de los ladrones de libros: un video del momento exacto en
que un vigilante de la bóveda principal entró a llevarse un tomo del siglo
XVII que acababa de ser inventariado. Por primera vez se tenía una prueba
indiscutible de que la mafia estaba adentro. «Si a Ricardo Palma lo
llamaron el Bibliotecario Mendigo, a este historiador de arte colonial le
caería bien el título de bibliotecario detective», dijo sobre Mujica uno de
los principales diarios de Lima. El ejemplar robado en el video era una
biografía de Toribio de Mogrovejo, el santo que impartía sacramentos a
otros santos en la Lima virreinal. Mujica lo convertiría en el símbolo de su
campaña para recuperar los libros robados.
[IV]
Frente al escritorio de Ramón Mujica, en su estudio particular, se ve un
grupo de condenados en un clímax del dolor: hay un hombre desnudo
colgado de cabeza que es apaleado con un garrote. Unos pasos más allá,
otro hombre es torturado con chorros de agua que entran por el embudo
que le han insertado en la boca. En el mismo ambiente, un tercer hombre
está amarrado a una cama cubierta de afiladas puntas de fierro. Algo más
abajo se ve a un cuarto sujeto forzado a copular con un sapo gigante, muy
cerca de tres personas que gritan de horror mientras las meten a una gran
7. olla con agua hirviente. La imagen más imponente de este lugar muestra
casi veinte variedades de sufrimiento. Es una pintura del infierno. Las
víctimas son pecadores, los verdugos son demonios. Para un visitante, la
agonía eterna en un cuadro del tamaño de un gran televisor puede causar un
efecto dramático. Frente al escritorio de Mujica, es la evidencia de su
interés en el profetismo, el apocalipsis, la iconografía sobre el final de los
tiempos. «No son castigos imaginarios», me explica sobre las imágenes de
la pintura. «[Casi todos] son castigos que practicaba el sistema judicial
virreinal». Era la justicia de la época en que se publicaron los libros ahora
robados por los mafiosos.
En este lugar Mujica ha escrito varios de sus propios libros. Junto al
escritorio tiene una pintura de piso a techo sobre el triunfo de la
independencia americana. El personaje central es una mujer que representa
a la Patria. Debajo lleva una especie de leyenda a pincel que dice:
El genio de la Independencia Americana, coronado por las manos de la
Prudencia y la Esperanza, y llevando en las suyas el símbolo de la Libertad,
empieza su carrera triunfante. Seis caballos tiran de su carro en
representación de las repúblicas de México, Guatemala, Colombia, Buenos
Aires, Perú y Chile. La Templanza y la Justicia la dirigen.
La interpretación, en palabras de Mujica, es algo como esto: la Patria
desciende del cielo, pisoteando las nubes negras del coloniaje. Lleva la
escuadra de la masonería y el gorro frigio de la Revolución Francesa. Es
coronada con rosas por la Esperanza, que lleva el ancla de Santa Rosa, y la
Prudencia, que porta el espejo donde se ven los defectos y la vara sanadora
de Hermes. Alrededor de ella vuelan ángeles que cargan símbolos
masónicos: uno muestra el martillo del escultor y la paleta del pintor, otro
sostiene la cornucopia que aparece en el Escudo Nacional del Perú; un
tercer ángel tira del Uróboros o serpiente que se devora a sí misma, y el
cuarto carga el libro cerrado de los masones. «Es un cuadro único», dice
Mujica sobre esta pieza anónima de inicios del siglo XIX. La imagen
podría ser motivo de un concurso sobre la influencia esotérica en la gesta
de la Independencia Americana. También sugiere una verdad más esencial:
toda gran conquista humana está salpicada de secretos.
El primer ambiente de su estudio es una biblioteca especializada en historia
del arte que cubre tres paredes. Mujica habla de sus cuadros con el mismo
entusiasmo que de los libros antiguos. Es una pasión heredada de su padre,
quien llegó a formar un museo privado y fue amigo de Picasso. Hay algo
contradictorio entre su tono racional de historiador y las inflexiones de voz
que utiliza para enfatizar ciertos detalles reveladores de cada pintura, en
especial los retratos de santos y otros personajes del arte religioso. Es como
8. un estado de asombro recurrente ante las cosas ocultas, esas que nadie más
capta con la misma facilidad. «Santidad significa que una idea o una cosa
posee cierto valor extraordinario, cuya presencia obliga al hombre a
enmudecer», escribió el psiquiatra Carl Jung, un gran estudioso de los
símbolos antiguos. Visto de ese modo por un iniciado, estos cuadros ya no
son solo cuadros, sino ventanas: portales que uno puede atravesar por un
instante para escuchar la voz perdida de sus personajes, tocar sus túnicas,
oler el aire que acaba de rozar sus cuerpos bienaventurados o malditos y
quizá hasta percibir sus tormentos o instantes de iluminación, como un
voyeur del Día del Juicio Final. El director de la Biblioteca Nacional tuvo
hace un tiempo una experiencia parecida. Dice que vio un milagro a través
de un sueño.
Una noche Mujica soñó que entraba en una galería de arte para ver una
exhibición del pintor peruano Pepo León. Entre los cuadros de la muestra,
distinguió uno que lo conmovió: la imagen del cadáver de Jesucristo
sentado y vestido a medias con una túnica blanca, con heridas en las
palmas de las manos y el rostro cubierto por un lienzo suspendido en el
aire. En el lienzo se veía el rostro de Santa Rosa. Era la representación del
instante exacto en que el rostro de Cristo empieza a imprimirse
milagrosamente en una pieza de tela, como en el paño de la Verónica
durante su camino al Calvario, pero con las facciones de la santa limeña.
Mujica buscó al artista de inmediato. Le dijo que había visto en sueños un
cuadro suyo que todavía no estaba pintado en la realidad. Quería
preguntarle si aceptaría hacerlo por encargo, como se hacía durante la Edad
Media o el Renacimiento. «Sólo él era capaz de representar el momento
mismo del milagro que se produjo en mi sueño», me dice Mujica, ahora de
pie frente a la pieza colgada en una habitación extrema del estudio. Es,
asegura, la recreación exacta de lo que vio. Una pintura visionaria. «Aquí
Santa Rosa es la Vera Imago, la verdadera imagen, la efigie viviente de
Cristo», dice antes de regresar a su oficina en la Biblioteca Nacional para
seguir con el caso de los ladrones de libros.
No es casual que esas pinturas de la Patria y la santa compartan refugio en
este estudio privado. En su libro sobre Santa Rosa de Lima, Mujica
demuestra que la imagen de la limeña no ha sido uno, sino muchos
símbolos a la vez: la mística, la contrarreformista, la enemiga de los
piratas, el emblema de la corona española para la extirpación de idolatrías,
la profeta de la restauración del Imperio de los Incas y hasta un blasón
político, símbolo del incipiente patriotismo criollo. A principios del siglo
XIX, en medio de la guerra emancipadora, el general Simón Bolívar
escribió una carta en que se quejaba de que los combatientes de América
del Sur no tuvieran un ícono unificador como la Virgen de Guadalupe para
los patriotas mexicanos, quienes la llevaban en sus banderas durante la
9. lucha por la libertad. Bolívar decía que aquella imagen les había dado una
mezcla de fervor e impulso político. Meses después, en el decisivo
Congreso de Tucumán, en Argentina, los patriotas sudamericanos eligieron
como emblema a la santa limeña. El encargado de llevarla como símbolo
fue el libertador que leía tratados de quiromancia. «‘Entre las instrucciones
que se entregaron al General San Martín para el Ejército Libertador de
Chile y del Perú’ –cita Mujica– se decía que ‘la campaña libertadora estaba
bajo el Patronato de Santa Rosa de Lima’». El libro en que Ramón Mujica
desentraña esta historia se titula Rosa Limensis, en referencia al título de
un fascinante tratado de 1711 que incluye cuarenta jeroglíficos sobre la
primera santa americana. Es una joya de la literatura emblemática de la
Colonia. Lo había consultado varios años antes como investigador en la
propia Biblioteca Nacional y fue una de las primeras reliquias que quiso
volver a ver apenas se instaló en su oficina de director. Cuando la mandó
pedir a los encargados de la bóveda, le informaron que no estaba. Se la
habían robado.
10. ETIQUETA VERDE 07 APRIL 16, 2013
EL FOTÓGRAFO QUE LLEGÓTRAS LA
AVALANCHASÓLO ENCONTRÓ EL
RUIDODE LAS PIEDRAS
Después de un derrumbe en los Andes del Perú, Nicolas
Villaumesubió al nevado caído para mostrarnos un desastre que
nadie puede ver.El calentamiento global es un fenómeno tan
imperceptible comoun grifo que gotea: el planeta se calienta un
grado por siglo.¿Cómo fotografiar una catástrofe invisible?
Un texto de Juan Francisco UgarteFotografías de Nicolas Villaume
Fotografía de Nicolas Villaume
El domingo once de abril de
2010, una montaña de hielo se
quebró en los Andes del Perú. A
cinco mil metros sobre el nivel
del mar, un trozo de glaciar
cayó sobre una laguna y originó
una ola de veinticinco metros.
El ruido fue el mismo que el estrépito de un trueno. En una catástrofe que
ocurre a las alturas, el sonido es la única forma de medir el peligro. Eran
las ocho de la mañana cuando el agua empezó a caer por el nevado
Hualcán, desde donde se precipitó el hielo. En Carhuaz, departamento de
Áncash, no era un buen día para la desgracia: el pueblo celebraba la
procesión de Cuasimodo, una fiesta religiosa que sucede el domingo
después a Semana Santa. En la plaza la escena estaba montada: alfombras
de flores amarillas en las pistas, hombres en corbata y sombrero, y un
Cristo metido en un altar, guardado para después. Desde allí, a quince
kilómetros montaña abajo, el ruido del agua se escuchó como el motor de
una excavadora Caterpillar. Ya no era sólo agua, sino una masa de lodo,
maderas y piedras. Con los ojos mirando de un lado a otro, los habitantes
de Carhuaz buscaron el sonido apiñados en las calles. No lo sabían, pero
iban a ser testigos de un desastre que ninguno puede ver: un glaciar que se
11. derrite como un grifo que gotea y nadie cierra. El agua llegó veinte minutos
después. Un grupo de policías ordenó la fuga. Algunos escaparon de casa
hacia lugares más altos. Otros partieron en camiones de carga a ciudades
vecinas. A Huaraz. A Recuay. A Caraz. Lo que iba a ser una fiesta
tremenda se convirtió en una diáspora imprevista. Pero la crecida sólo bajó
por el río Chucchún, una corriente que traza la ruta desde el nevado hasta
Acopampa, el distrito más cercano a la montaña. Y el más afectado. En
menos de una hora se formó allí un paisaje de barro. Barro encima de los
puentes. Barro en la entrada de las casas. Barro sobre animales muertos.
Pero una ola en la montaña no es una noticia de último minuto para el
planeta. En el siglo seis, una marea de ocho metros cubrió Ginebra después
de que un montón de tierra impactara en el lago local. En Italia, una
tonelada de roca cayó a la represa de Vajont, al norte de Venecia, y
ocasionó un tsunami de más de noventa metros que destruyó el pueblo de
Longarone. En el Perú, a sólo unos kilómetros de Carhuaz, un terremoto
hizo que en el nevado contiguo se produjera una avalancha que sepultó a
dos pueblos enteros. Pero esa mañana de abril, la ola gigante no pasó de ser
un susto que estropeó la fiesta de Cuasimodo. Horas más tarde, cuando
muchos de los que habían partido volvieron en los mismos camiones, la
fiesta fue otra: reunidos a ambos lados del río, como forzosos asistentes a
una despedida, los pobladores vieron al lodo llevarse parte de sus cosas.
Fue sólo una cuestión de horas. Para la noche, el río sólo arrastraba a los
mismos pasajeros de siempre: piedras, ramas y basura.
Un año después de la ola, en marzo de 2011, un fotógrafo francés se
tropieza con el cadáver de una rata. Acaba de llegar a Carhuaz para conocer
la laguna 513, esa masa turquesa de nombre tan técnico como olvidable de
donde se levantó la ola de veinticinco metros. Pero lo primero que ve,
tirado como un desecho cualquiera, es el roedor aplastado en la pista que
nadie quiere limpiar. No es el único. Desde hace unos años se ha hecho
común ver a estos bichos urbanos en la sierra del Perú. Nicolas Villaume
—metro ochenta y cinco, pelo castaño, frente amplia— se detiene a mirar
el cadáver. Levanta la cámara. Dispara. Años atrás, a casi tres mil metros
sobre el nivel del mar, una rata era una anomalía. Hoy habitan las zonas
más altas de la ciudad. En un lugar donde, con una lentitud de tres
generaciones, los nevados han empezado a convertirse en aburridos
paisajes de rocas, estos roedores sólo son un síntoma del desastre que se
prepara todos los días y nadie percibe: el planeta se calienta al ritmo de un
grado centígrado cada siglo. Esa tragedia en cámara lenta que llamamos
calentamiento global. Una catástrofe muda que sólo conocemos por la
estadística: en el último medio siglo, la Península Antártica —esa lengua
blanca que abastece de agua a Sudamérica— ha perdido en hielo el
equivalente a todo el territorio de Haití en el lapso de tiempo en que un
12. hombre nace, crece y envejece. Y Nicolas Villaume, un francés
obsesionado con el medio ambiente, ha venido hasta aquí para
fotografiarla. Este es su último viaje. Antes tuvo que recorrer el mundo
para registrar la escena de un mismo crimen: los rastros de una calentura
trastornada. En el Himalaya visitó a los Zanskaris, una comunidad que
perdió todos sus nevados y que ahora está obligada a vivir en otra parte. En
el pueblo de Doko, en Etiopía, fotografió los cultivos estropeados por las
lluvias. Cuando viajó a Alaska descubrió que el frío ahí ya no es tan
helado: el permafrost y los caribús están desapareciendo por la subida de
temperatura. En Papúa Nueva Guinea retrató la isla de Manus después de
que en 2008 una tormenta destruyera parte de la aldea. Nicolas Villaume ha
dedicado cuatro años de su vida a elaborar versiones de una misma
fotografía. Sabe que el cambio climático no sólo significa exceso de calor y
nevados derretidos, sino también sequías en lugares donde antes el agua
llegaba sin problemas, trastornos de lluvias en sitios de altura, incendios
recurrentes en bosques, cultivos estériles y conflictos de hambre en zonas
de agricultura. Pero para muchos todo esto no implica una preocupación
actual, sino una serie de eventos que preparan su golpe de gracia para el
futuro. Villaume entiende que documentar una catástrofe que la mayoría de
gente no llegará a experimentar, puede parecer una tarea inútil. Su proyecto
tiene mucho de cazafantasma: capturar aquello que no podemos ver. O lo
que es igual: hacernos ver lo que preferimos ignorar. Decir que un
fotógrafo es un observador entrenado parece un lugar común, pero
Villaume, más que observador, es alguien condenado a llegar tarde. Su
empresa es una paradoja: representar el futuro con el pasado. Cuando
puede fotografiar el cambio climático, el desastre ya ocurrió. Un día un
científico de la organización francesa IRD (Instituto de Investigación para
el Desarrollo) le contó sobre una ola gigantesca en las montañas del Perú.
Era lo que buscaba: un hecho insólito para llamar la atención sobre el
calentamiento global. Quería mostrar que no se trata de una tragedia
futurista, sino de una tragedia en directo, que ocurre en este mismo
instante. Llegar tarde es su fatalidad: la única forma que tiene para hacer
visible lo invisible.
Pero esta vez Nicolas Villaume llegará más tarde de lo normal.
Una noche antes de partir al nevado Hualcán, mientras paseaba por una
calle mal iluminada, el fotógrafo que camina por todo el mundo para
mostrar un desastre invisible se cayó. La pierna derecha en el hoyo de una
canaleta. El cuerpo doblado en dos. La rodilla fracturada. Ese mismo día,
temprano por la mañana, había hecho algunas entrevistas a los pobladores
de Acopampa. El cielo era lechoso. No había sol. Sabía que sería difícil
tomar las fotos con una luz como esa. Pero estaba decidido a subir la
montaña. Meses atrás, en Ecuador, que unos insectos raros le comieran el
13. pie no impidió que cruzara el páramo calcinado de Mojandita. Para llegar a
la India tuvo que soportar un viaje de una semana, recorrer en jeep caminos
sinuosos de arena, piedras y peñascos, y aprender a adaptarse en menos de
cinco días a un clima imposible. Una caída al hueco de una canaleta es un
inconveniente sólo para principiantes. Y esa misma noche, Villaume estaba
empecinado en recuperarse. Un amigo de Huaraz lo llevó a donde un
huesero. Fue peor: le doblaron la pierna, se la estiraron, el dolor aumentó
aunque el hombre que se lo provocaba decía que era normal, que pronto
pasaría. Sólo cuando escuchó el rechinar de los huesos tomó una decisión.
Iba a esperar. Esta vez, llegaría quince meses más tarde.
El día de la ola en Carhuaz nadie pensó en el calentamiento global.
Desconocían que la caída de hielo era consecuencia de un fenómeno
llamado ‘retroceso glaciar’. Que ocurre desde los años setenta en la
Cordillera Blanca, esa mancha pálida en los Andes que corta por la mitad al
departamento de Áncash. Que las caídas a la laguna suceden casi siempre
sin que nadie las perciba. Que la misma laguna se formó por el deshielo del
glaciar hace cincuenta años. Que en 1992, por miedo a un desastre, un
glaciólogo se empecinó en hacer un túnel para conducir el agua desde la
montaña hasta el río. Y que, gracias a este túnel metido a veinte metros en
el dique de la laguna 513, ese día la enorme ola no sepultó a la ciudad.
El hombre que salvó a más de sesenta mil personas con dos décadas de
anticipación dice que los residentes al pie del Hualcán están mal
informados. «Piensan que la desglaciación les conviene porque trae más
agua a la ciudad», explica César Portocarrero. «Pero eso cambiará. En
menos de cincuenta años se ha perdido el treinta por ciento de los
nevados», advierte el glaciólogo que pronto se quedará sin trabajo por
culpa de un planeta recalentado. Que tarde o temprano el agua se acabará
es quizá la idea que más se repite sobre el calentamiento global. Desde la
década de los sesenta, en que un nuevo concepto de cambio climático
empezó a difundirse, el discurso ecologista ha adquirido popularidad en los
países más desarrollados. Pero fue un documental —UNA VERDAD
INCÓMODA, de Al Gore— lo que provocó aquel estallido de
preocupación por el medio ambiente más parecido a un fanatismo religioso.
Nadie ha visto el calentamiento global, pero hay una legión de creyentes
que temen su poder.
Al día siguiente de la ola en Carhuaz, los noticieros de la televisión diferían
tanto en sus titulares que un espectador distraído pudo creer que eran
noticias distintas. Uno decía que lo que bajó por la montaña había sido un
huaico. Otro, en menos de cinco minutos, describió el hecho como alud,
huaico y aluvión, los tres juntos, arrasando con toda la ciudad. Y para otro
ni siquiera existió un bloque de hielo: el aluvión era una lluvia insólita que
14. rebalsó la laguna. Algo sí parece cierto: más allá de un discurso repetido,
nadie está seguro de qué demonios trata el calentamiento global. Pensamos
que es lo mismo al cambio climático. Y a fuerza de usarlo siempre,
ignoramos que ‘cambio climático’ no se refiere a un solo fenómeno, sino a
varios, y que entre ellos está el aumento en la temperatura del planeta.
Calentamiento global es una expresión sin gracia metafórica, tan universal
como intangible, que remite a calor excesivo y a fin del mundo, y nos
confunde. Ahora hay evangelistas del medio ambiente en todas partes.
Hasta en los concursos de belleza. Miss Tierra (o Miss Earth) es un
certamen anual en Filipinas donde se elige como reina a aquella que sea
más bella y tenga la mejor propuesta para no contaminar el mundo. Eso es
el calentamiento global: una confusión desarreglada convertida en
banalidad con maquillaje.
15. ETIQUETA VERDE 08 JUNE 07, 2013
¿POR QUÉ LIBERAR A LOS
ANIMALES DEL CIRCONO ES UN
ACTO DE BONDAD?
¿Por qué liberar a los animales del circono es un acto de bondad?
Una crónica de Sol AmayaIlustraciones de Giuliana Origgi
San Som es una estrella de
circo sin empleo. La policía lo
está buscando. Él y sus
hermanos —Simba, Mufasa,
Vicente, Pucara, Antártida,
Malvina y Argentina— son
fugitivos y viven escondidos
en un campo despoblado en
algún punto de la provincia de
Buenos Aires. La culpa es de los ambientalistas, dice Gabriel Ayroldi, el
domador del Circo Mágico Houdini, uno de los últimos que aún presentan
animales en Argentina. San Som y todos los leones de la especie Panthera
leo aparecen en la Lista Roja de la Unión Internacional para la
Conservación de la Naturaleza. Por eso Ayroldi se ha alejado de las carpas
y reparte su tiempo enfrentando jueces y preocupándose de alimentar a sus
leones escondidos. Los ha retirado del show porque un juez ordenó que se
separe de ellos, y varias organizaciones en contra de los espectáculos
circenses quieren devolverlos a su hábitat natural. No se percatan de que su
hábitat natural es este circo argentino. Son descendientes de una generación
criada en la década del setenta en un zoológico de la provincia de
Mendoza. Jamás han vivido fuera de una jaula ni pisado la sabana africana.
Sus padres fueron leones estelares que, en la época dorada del circo criollo,
desfilaban por las calles de los pueblos en automóviles seguidos de
elefantes, chimpancés y camellos. Hoy viven lejos de los aplausos de niños
y adultos, escondidos entre campos de soja y el rugido de los tractores que
la cosechan. Al teléfono, la voz de Ayroldi dice que no puede revelar
16. dónde están. Está seguro de que los ambientalistas han intervenido su línea.
La única vez que estuve frente a San Som me sudaban las manos y me
asaltó un cosquilleo en la boca del estómago igual al que se siente antes de
caer en picada en una montaña rusa. Nos separaban veinte centímetros y
ningún vidrio o reja. San Som me miraba con ojos vidriosos y de un tono
cítrico. Me rodeaba como el gato enjaulado que era. A veces se inclinaba
hacia atrás, como tomando impulso. Levantaba la cola y estiraba sus garras
delanteras. Los leones son criaturas que pesan dos o tres veces lo que un
adulto promedio. Duermen tres cuartas partes del día, pero cuando están
despiertos pueden cazar presas de hasta el doble de su propio peso. La
puerta de escape de la jaula estaba cerrada. Era 2010 y entre él y yo se
interponía Gabriel Ayroldi. De pantalones negros y chaqueta roja decorada
con brillos, Ayroldi no empuñaba un látigo, sino un balde con trozos de
carne. Un león hambriento puede comer más de cuarenta kilos de carne en
una semana. El domador se acercaba a San Som y lo besaba haciéndole
cosquillas con su bigote azabache. El león le devolvía un lengüetazo y
después recibía un premio del balde. Eran estrellas de un circo con los días
contados. «No te muevas. No lo intentes. Ni se te ocurra». Su voz era la de
un coronel en campo de batalla. Las instrucciones eran para mí. San Som
podía espantarse. Un león asustado se defiende con garras y dientes.
—Dale de comer —me sugería Ayroldi, e insistía en que era como
alimentar a un gatito.
Acerqué hacia sus fauces enormes y abiertas un minúsculo y tembloroso
trozo de carne. San Som parecía burlarse. Los colmillos sobresalían entre
sus labios negros. Se fue acercando desconfiado. Alcancé a sentir su aliento
sobre mi mano. Estiró su lengua, y a toda velocidad envolvió en ella la
carne y volvió a alejarse de mí.
—Mirá la camarita —me gritaba desde afuera el fotógrafo, e insinuaba que
diera la espalda al león, contra lo que indican todos los manuales de
supervivencia para exploradores.
San Som era apenas el más fuerte de los ocho felinos que rugían en sus
jaulas, como aprobando la actuación. Más allá de las rejas, a salvo del
peligro, un grupo de niños aplaudía y se reía. En nuestra imaginación, los
leones son fieros, los domadores son valientes señores de bigote
engominado y el espectáculo de verlos juntos es digno de festejo. En la
vida real, el asunto es bastante más triste.
Pan y circo, escribía el poeta romano Juvenal en el siglo I. Pan y circo
ordenó el Estado argentino a mediados del siglo XX. En 1944 una ley
aprobada por Perón obligó a los gobiernos provinciales de la Argentina a
prestar terrenos a los circos, de preferencia cerca de plazas públicas o de
17. fácil acceso desde el centro de las ciudades. Los pueblos esperaban el
espectáculo con entusiasmo. Medio siglo después, la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires prohibió por ley los espectáculos circenses con animales de
cualquier especie. Otros distritos siguieron el mismo camino. La normativa
sólo confirmaba que la popularidad del circo palidecía. Los vecinos, que
habían visto leones salvajes en los documentales de naturaleza y en el cine,
ya no sonreían ante el show de los animales amaestrados.
Divertirse a costa de los animales empezó a ser políticamente incorrecto en
el siglo XX. A finales de los años setenta se firmó la Declaración Universal
de los Derechos del Animal, según la cual ningún animal debe ser
explotado para diversión del hombre. El documento afirma que las
exhibiciones de animales y los espectáculos que los presenten son
incompatibles con su dignidad. Cualquier entretenimiento a costa de
leones, delfines o incluso mascotas sería una ofensa para ellos. Una
interpretación estricta de esta declaración llamaría a la clausura de
zoológicos, hipódromos y parques acuáticos. Pero sólo los circos con
animales han empezado a ser ilegales. Lo más chocante parece no ser el
cautiverio, sino el trato hacia los animales. En un zoológico existen
cuidadores, mientras que en un circo son domadores que obligan al animal
a ir más allá de su naturaleza. En Dumbo el villano es el domador que
maltrataba a la madre del elefante bebé y lo separaba de su cría. La historia
no es exagerada. En los circos de la vida real no se usaban látigos, pero sí
ankus, una especie de palo con un pico puntiagudo que causaba heridas
pequeñas pero profundas. A veces se le colocaba una flor en la punta para
que el efecto fuera menos violento a la vista del público. Es el mismo
instrumento que August, el borracho y violento dueño del circo en la
película Agua Para Elefantes, usaba para castigar a Rosy, el paquidermo
que se había convertido en su nueva estrella.
Para los leones, Ayroldi utilizaba el sistema clásico de garrote o zanahoria:
si el animal obedecía una orden, obtenía un bocadillo de carne clavado en
la punta de un palo. El palo servía para amedrentar, como los golpes en el
hocico que reciben los perros durante el adiestramiento. Entre 2007 y 2012
visité más de una docena de veces a Ayroldi. Jamás vi que los golpeara.
Pero tampoco fui testigo de que los leones lo desobedecieran. En el show,
el domador pedía al león que saltara de una silla a otra haciendo un gesto
con la mano. Algunas veces los felinos se negaban. Ayroldi repetía la
orden. Si el animal no hacía caso, para desilusión del público, el
espectáculo de los leones terminaba. Eso asegura Ayroldi, y también que
nunca los forzó a trabajar cuando no querían, ni los lastimó. Explica que no
sólo lo hacía por bondad, sino por una razón práctica: el animal sabe por
instinto que su fuerza y agilidad es mucho mayor que la del palo de un
domador.
18. Obligar al felino más feroz de la sabana a balancearse sobre un banquito
bajo los reflectores es contra natura. Libera ONG, una agrupación
internacional con sede en Argentina en contra de los espectáculos de circo
con animales, reconoce que tal vez no siempre haya violencia contra todos
los animales durante la doma, pero considera que la práctica es contraria a
su bienestar. Lo que en el siglo pasado hacía que el público aplaudiera de
pie, hoy es visto como una película de terror. No debería causar gracia que
un elefante se siente sobre una banqueta o le robe el sombrero al domador.
Tampoco deberíamos aplaudir a un león que salta a través de una serie de
aros o juega con una pelota. Los ambientalistas sostienen que hay un acto
de represión al domar a un animal. Pero el filósofo español Fernando
Savater dice que derechos sólo pueden tener las personas, porque es algo
que nos concedemos unos humanos a otros. Un pacto de nuestra especie.
Hoy no quedan tantos lugares en el mundo donde un león pueda devorar a
una persona a menos que los dos se encuentren dentro de la jaula de un
circo. Los especialistas estiman que sólo quedan entre treinta y dos mil y
treinta y cinco mil leones en estado salvaje. También que en los últimos
veinte años la población mundial de leones ha caído en un treinta por
ciento. Por ese motivo son una especie vulnerable, es decir, aún no están en
la fase más grave del peligro de extinción, pero van en ese camino. Los
más pesimistas creen que en menos de quince años los Panthera leo serán
sólo un recuerdo en los libros de zoología y los afiches antiguos de circo.
Las bestias, como adversarios y amenazas han desaparecido, y los seres
humanos sacralizamos todo lo que desaparece, dice Savater. Glorificamos a
las bestias que no podemos tener en casa —agrega—, pues como no las
tratamos con frecuencia creemos que necesitan que las defendamos. Por
eso rechazamos los circos y vemos a los domadores como villanos. Gabriel
Ayroldi ha perdido el timbre de militar en la voz. Me cuenta con tristeza
que su circo ya no tiene tantos seguidores. Ahora cuando llega con su
familia a un pueblo, los vecinos lo acusan de maltratador de animales y se
quejan de que desaparecen gatos y perros callejeros, pues, según la leyenda
urbana, se convierten en alimento para los leones. El día que yo acerqué un
pedazo de carne a las fauces de San Som tuve que caminar con cuidado
entre decenas de huesos de vaca que había en el interior de la jaula para
poder acercarme al felino. Eran las mismas carcasas que cubrían el suelo de
las jaulas en las que dormían sus hermanos.
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ETIQUETA NEGRA 104 AUGUST 06, 2012
ENAMÓRATE DE TU PROFESOR
¿Por qué es deseable la seducciónentre un maestro y sus alumnos?
Un ensayo de William DeresiewiczIlustraciones de Sheila
AlvaradoTraducción de Carlos Cavero
El catedrático ensimismado, ese
bondadoso personaje de antaño,
desapareció hace bastante
tiempo. Otra imagen ocupa su
lugar, una que ilustra no sólo
nuestra hostilidad cultural hacia
el intelecto, sino también
nuestra desesperada confusión
ante la naturaleza del amor. Hay un patrón muy consistente en las recientes
películas sobre académicos. En Historias de familia, Jeff Daniels interpreta
a un catedrático de literatura y escritor frustrado que se acuesta con sus
alumnas, descuida a su esposa e intimida a sus hijos. En Cosas que
importan, William Hurt representa al catedrático y escritor frustrado que se
acuesta con sus alumnas, descuida a su esposa e intimida a sus hijos. En
Jóvenes prodigiosas, Michael Douglas da vida a un catedrático y escritor
frustrado que se acuesta con sus alumnas, acaba de ser abandonado por su
tercera esposa y es incapaz de responsabilizarse del hijo concebido en el
affaire con la rectora. El personaje de Jeff Daniels es vanidoso, egoísta,
resentido e inmaduro. El de William Hurt es vanidoso, egoísta, arrogante y
autocompasivo. El de Michael Douglas es vanidoso, egoísta, resentido y
autocompasivo. Hurt, en su papel, se emborracha. Douglas se emborracha,
fuma hierba y toma pastillas. Los tres viven comparándose con escritores
de éxito (dos en el caso de Douglas y, en el de Daniels, con su propia
esposa), cuya presencia los vuelve aún más insignificantes. En Ya no
somos dos, Mark Ruffalo y Peter Krause se reparten el papel protagónico:
20. ambos son catedráticos de lengua que descuidan a sus esposas y les son
infieles, pero Krause es el escritor arrogante y libidinoso que seduce a sus
alumnas, mientras que Ruffalo encarna al pasivo fracaso andante que siente
lástima de sí mismo. El estereotipo se divide de manera distinta en Una
canción de amor para Bobby Long, con John Travolta como el catedrático
alcohólico y arruinado, y Gabriel Macht como el escritor alcohólico en
pleno bloqueo literario.
Pero no siempre estos personajes dictan el curso de literatura. En La vida
de David Gale, Kevin Spacey es un profesor de filosofía amargado,
libertino y destruido por dentro. En Pequeña Miss Sunshine, Steve Carell
es un erudito proustiano suicida que se odia a sí mismo. Ambos personajes
se enamoran de sus estudiantes con resultados desastrosos. Y aunque este
estereotipo ha recuperado vigencia recientemente, sus raíces se remontan a
unas cuantas décadas.
¿Qué sucede aquí? Si la imagen del catedrático ensimismado representaba
la inocencia del idealismo, ¿qué significa este nuevo estereotipo? ¿Por qué
tantos de estos profesores fracasados son además escritores frustrados?,
¿por qué se relaciona tan a menudo la banalidad profesional con la
indecencia sexual? (En Ya no somos dos, «ir a la biblioteca» viene a ser un
eufemismo para «ir a acostarse con una alumna».) ¿Por qué todos los
catedráticos son hombres y por qué los casados son tan miserables como
esposos?
El catedrático de literatura que es además un escritor frustrado, alcohólico,
amargado, irresponsable con su familia y seductor con sus alumnas es el
símbolo de la esterilidad creativa. Y es estéril en su creatividad porque no
ama a nadie sino a sí mismo. De allí nacen su vanidad, su arrogancia y su
egoísmo; su autocompasión, pasividad y resentimiento. De allí nacen
también su ambición y su fracaso. Entonces ese apetito lujurioso por llevar
a la cama a sus alumnas no es señal de virilidad, sino de impotencia: sólo
puede con las presas fáciles; se alimenta de la vitalidad de sus estudiantes;
es incapaz de madurar. Otras castraciones simbólicas abundan en el género.
John Travolta se tambalea en una bata de baño, Michael Douglas se
tambalea en una bata de baño que además es rosada, el catedrático que
interpreta Steve Carell es gay. Aunque más importante aún es el hecho de
que casi todos tienen que medirse frente a una mujer mil veces más fuerte,
por lo general la esposa, cuyo poder yace precisamente en su habilidad para
amar: para sacrificar, para comprender, para relacionarse. Hacia el final de
la película, suele suceder que el académico también ha aprendido a amar y,
tras ser profundamente humillado cual Rochester en Jane Eyre, es digno de
la redención femenina.
21. Hay diversos factores que no debemos pasar por alto en toda esta historia.
En primer lugar, si bien este nuevo estereotipo nos presenta la imagen
político-periodística de la academia como bastión de los esnobs sabelotodo,
liberales y decadentes, su énfasis es distinto. El liberalismo, protagonista de
los medios de comunicación, suele mantenerse al margen (casi nunca nos
enteramos de los ideales políticos de estos catedráticos del cine), mientras
que la decadencia sí es primordial. El elitismo y el intelectualismo se
minimizan: el primero generalmente aparece como arrogancia personal y
no como una actitud cultural de mayor alcance; y el segundo, como un
inevitable puñado de frases célebres. En segundo lugar, este nuevo
estereotipo no es exclusividad del cine. La mayor parte de la docena de
películas que he mencionado son adaptaciones de novelas, cuentos u obras
de teatro. Otras posibles muestras incluyen Herzog, de SaulBellow, la
colección Kepesh, de Philip Roth, y la novela de Wallace Stegner, Crossing
to safety. Sobre la belleza, de Zadie Smith, es un claro ejemplo, así como
numerosas obras del floreciente género de la ficción. Richard Powers nos
muestra cuán reflexivas se han vuelto estas dos imágenes con su visión de
la heroína de El escarabajo de oro: variaciones, aquel «juego sexual» con la
ropa puesta entre ella y su asesor de tesis, quien se vio de pronto excitado
por primera vez en su labor universitaria, mientras ambos comparaban los
méritos relativos de Volpone y Como gustéis.
Quizá el hecho de mayor trascendencia sobre el nuevo estereotipo
académico y el paradigma narrativo en el que suele ubicarse sea que se
trata del medio que une la superioridad de los valores femeninos a los
masculinos. El amor, la comunidad y el autosacrificio de ellas frente a la
ambición, el éxito y la fama de ellos.
Entonces ¿por qué se presenta a los académicos como el instrumento ideal
para dar esta lección? Sí, abundan las películas en las que un abogado de
alto vuelo, exitoso ejecutivo o incluso un artista (hombre o mujer)
comprende que la familia y la amistad valen más que el dinero y el éxito,
pero a estos personajes se les concede primero la riqueza y el éxito, antes
de descubrir lo que en realidad importa (y se les permite conservar su
riqueza y prestigio al final). La ambición es un sentimiento así de
censurable sólo cuando viene de un académico. Sólo para él es esta
ambición su propia tumba, incluso bajo sus propias reglas. La explicación
yace en otro hecho notable sobre el nuevo estereotipo (aunque también
formaba parte del antiguo): este personaje es siempre un profesor de
humanidades. Aquellos que no enseñan literatura son profesores de
historia, filosofía, historia del arte o francés. Y el patrón es el mismo en las
novelas y obras de teatro en cuestión tanto como lo es en las películas. Al
parecer, en el imaginario popular, ‘catedrático’ quiere decir ‘catedrático de
humanidades’. Claro que los catedráticos de ciencias abundan en el cine y
22. la literatura, pero se les sobreentiende como científicos, no como
catedráticos. Los sociólogos aparecen de sobra en la prensa, pero por lo
general los encontramos en la categoría de ‘erudito’ o ‘experto’. Los
estereotipos nacen de la separación de realidades complejas —los
académicos juegan múltiples roles— en simplificaciones recíprocamente
aisladas. Basta con mencionar la palabra ‘catedrático’ para que en el
imaginario popular, hoy como antaño, aparezca la imagen del ratón de
biblioteca que cita frases célebres como una máquina. Y es precisamente
este personaje el que se ha vuelto caso ejemplar de cuán banal es la
ambición.
En el imaginario popular, el profesor de Humanidades no tiene razones
para ser ambicioso. Nadie sabe con exactitud a qué se dedica, y en cuanto a
lo que se sabe, nadie cree que valga la pena. Es por esto que, cuando el
conejillo de Indias de este experimento humanístico se hace público, suele
ridiculizarse como banal, enigmático o tonto. Hay otros prejuicios en
juego: «sólo enseñan los que no sirven para trabajar en su carrera». El
crítico es un eunuco o parásito; el intelectual, un inútil; y el escalafón
académico es un sistema para perennizar la mediocridad. Tal vez sea el
simple hecho de que los académicos no ambicionen riqueza, poder o
verdadera fama lo que los hace blancos perfectos de tales acusaciones. En
nuestra cultura, el conformarse con algo menos que estos objetivos
mefistofélicos es de por sí castrante. Los académicos sí son ambiciosos,
pero de un modo pobre y patético. Tal vez esto explique también por qué
son los culpables perfectos del delito de falta de pasión. Nadie espera que
un abogado se apasione por la ley: su móvil es el dinero. Nadie espera que
un gasfitero se apasione por las cañerías: lo hace para mantener a su
familia. No obstante, si se trata de un catedrático, la única excusa para
dedicarse a un oficio tan frívolo a cambio de un sueldo tan mísero es su
amor por el curso. Si le quitamos eso, ¿qué le queda? Además de una
vanidad sin fundamento y su enclenque ambición, no le queda nada. Los
catedráticos son, en el imaginario popular, hombrecillos ridículos que se
vanaglorian de nada. No llama la atención entonces que merezcan una
lección.
Sin embargo, nada de esto explica por qué el nuevo estereotipo académico
ha surgido justo ahora. La primera posibilidad es que los académicos de
hoy se representan como fracasados arrogantes, lujuriosos y alcohólicos
porque simplemente son así. Si prestamos atención a varios de los
elementos constantes de la imagen pedagógica, no cabe duda de que es
verdad. La pedantería y el elitismo son tentaciones inherentes a la labor
académica, y Max Weber escribió hace ya casi un siglo que, para los
catedráticos, la vanidad es una especie de enfermedad profesional.
Justamente por no poseer el tipo de riqueza que acumulan médicos y
23. abogados ni el estatus que esta otorga, los académicos son más propensos a
alardear de su superioridad intelectual que los miembros de otras élites
profesionales. Por otro lado, los catedráticos no son los únicos ni la
abrumadora mayoría de quienes sufren esa tácita desesperación y sus
resultados. Los catedráticos hombres no son menos dedicados o fieles
como esposos que el promedio; de hecho, en comparación con hombres
más adinerados, son quizá mejores. (El considerable número de
catedráticas de hoy es un hecho del que el imaginario popular aún no se ha
percatado).
La segunda posibilidad es que los guionistas y novelistas contemporáneos
sientan animadversión hacia los profesores, sobre todo hacia los de
Literatura. Puede haber algo de cierto en esta hipótesis si tenemos en
cuenta el rumor de que los guionistas suelen ser exestudiantes o graduados
en Literatura, y que los novelistas tienden a organizar sesiones de narrativa
que los pone en frecuente contacto con catedráticos, y que a veces ellos
mismos son catedráticos de Literatura, y que, al fin y al cabo, debido a la
relación entre artista y crítico, tienen un motivo especial para sentir recelo
por los catedráticos.
El aspecto en que el nuevo estereotipo se aleja más de la realidad actual —
aunque al hacerlo refleja lo que sucede en la cultura estadounidense de hoy,
y con más claridad revela el estado actual de la psique americana— tiene
que ver con el sexo. Tal como hemos visto, algo que casi todos los
catedráticos del cine y de la literatura tienen en común es que se acuestan
con sus estudiantes. Esto es verdad hasta cuando el profesor no se ajusta al
nuevo estereotipo de ninguna otra manera. La lujuria es en realidad casi la
única emoción que el catedrático del cine expresa hacia sus estudiantes. En
las contadas escenas en que estos maestros realmente enseñan, la meta es
exhibir el salón de clase o la oficina como la madriguera misma de la
tensión sexual. La mente popular no puede concebir qué otro tipo de
relación, por no mencionar qué otro tipo de intimidad, puede mantener un
catedrático con sus alumnos. Y es obvio que no puede imaginar qué otro
tipo de placer se puede obtener enseñando en una universidad.
¿Por qué ha surgido en las últimas décadas esta idea de los campus como
antros de perdición, donde tenebrosos hombres maduros reposan a la
espera de núbiles jovencitas? Las universidades mixtas existen desde
principios del siglo XIX, y muchísimas universidades, sobre todo públicas,
han sido mixtas desde hace bastante en ese siglo. Sin embargo, la gran
fiebre por la educación mixta en las universidades privadas de élite de
Estados Unidos, que lideran la marcha en formar la imagen pública de la
vida universitaria, no se hizo presente sino hasta finales de los sesenta. Al
mismo tiempo, las mujeres se fueron convirtiendo en una presencia cada
24. vez más notoria en estas universidades que ya habían sido mixtas desde
antes. Otra revolución sucedía por aquel entonces: la revolución sexual. De
pronto, los catedráticos tenían a su alcance a abundantes jovencitas, y así,
las jóvenes reafirmaban su sexualidad con nuevas libertades y
atrevimientos. La conclusión popular fue inevitable. Desde entonces, la
cultura estadounidense no ha cesado en su creciente sexualización. Esto
significa, para la mayoría, que es la cultura la que está sexualizando a los
jóvenes. No es casualidad que la preocupación por la explotación sexual
infantil haya alcanzado dimensiones de pánico moral. En la figura del
profesor, los estadounidenses pueden disfrutar de manera indirecta la
experiencia de estar cerca de todos esos cuerpos jóvenes y firmes sin dejar
de condenar, al mismo tiempo, el deseo de disfrutarlo: el viejo truco
puritano.
La situación se vuelve intensa e irónica ante dos nuevos fenómenos. El
estilo sobreprotector de crianza de los baby-boomers ha presionado a las
universidades para volver al loco parentis, y las ha obligado a volver al
mismo papel paternalista contra el que los boomers se manifestaron en sus
tiempos universitarios. Los profesores son los padres sustitutos a quienes
los padres entregan a sus hijos, y el surgimiento y expulsión del fantasma
del catedrático depredador sexual puede ser una forma de purgar la
ansiedad que esa transacción suscita. Aunque ya bastante antes de que los
hijos de los baby-boomers llegaran a la universidad, la campaña feminista
contra el acoso sexual —más efectiva en el ámbito académico, la
institución más receptiva a los dilemas del feminismo— había convertido a
las universidades en el lugar de trabajo más autovigilado de la sociedad
americana, sobre todo en términos de relaciones entre profesores y
estudiantes. Con esto no pretendo decir que el contacto sexual entre
alumnos y profesores, bien acogido o no, nunca ocurra, pero la creencia de
que este contacto es la norma no es un hecho sino producto de la más pura
fantasía.
Aún así, hay algo de cierto tras el nuevo estereotipo sexualizado del
académico, sólo que no es lo que el común de las personas imagina.
Tampoco es uno que la sociedad sea capaz de comprender. Las relaciones
entre catedráticos y estudiantes pueden ser verdaderamente intensas e
íntimas, tal como lo sospecha con escalofríos nuestra cultura. Pero esta
intimidad, cuando sucede, es mental. Incluso me atrevería a afirmar que en
muchos casos es la intimidad del alma. Y así la relación entre catedrático y
alumno, en el mejor de los casos, es fuente de dos problemas para la
imaginación estadounidense: comienza con el intelecto, esa sospechosa
facultad, e involucra un tipo de amor que no es erótico ni familiar, los dos
únicos que nuestra cultura concibe. Eros, en el verdadero sentido de la
palabra, habita en el corazón de la relación pedagógica, pero no es el
25. catedrático el único que se enamora.
Las universidades mixtas han existido desde principios del siglo
XIX. Sin embargo, con la revolución sexual a finales de los
setenta, los catedráticos tenían a su alcance a abundantes
jovencitas que reafirmaban su sexualidad con nuevas libertades y
atrevimientos. En la figura del profesor, los estadounidenses
pueden disfrutar de manera indirecta la experiencia de estar cerca
de todos esos cuerpos jóvenes y firmes sin dejar de condenar, al
mismo tiempo, el deseo de disfrutarlo: el viejo truco puritano
El amor es una llama, y un buen maestro despierta en los alumnos el
ardiente deseo por su atención y aprobación, por su voz y presencia, lo cual
resulta erótico en su urgencia e intensidad. El profesor enciende estos
sentimientos con tan sólo estar de pie ante sus alumnos en el aula
abordando temas como Shakespeare, la Antropología o la Física, pero los
frutos de la mente son así de dulces, y el intelecto posee el poder de
despertar nuevas fuerzas en el alma. Los alumnos suelen confundir este
terremoto emocional con atracción sexual, y si el instructor en cuestión es
un estúpido, un inexperto o un cínico, echará mano de esa confusión para
su propio placer. No obstante, la mayoría de catedráticos comprende que el
arte de la pedagogía no sólo consiste en despertar deseo, sino también en
canalizarlo hacia el verdadero objetivo, es decir, llevarlo del profesor hacia
el tema de estudio. Enseñar es —según W. B. Yeats— como encender una
fogata, no como llenar un balde, y es así como la enseñanza se ilumina. El
catedrático se convierte en la musa inspiradora del estudiante, el personaje
a quien se consagra todo el trabajo del semestre: las horas de estudio, las
presentaciones en el aula, los ensayos, por mencionar sólo algunos. El
estudiante atento lo comprende así. En cierta ocasión que conversaba con
una de mis jefas de práctica sobre el tema, le pregunté si alguna vez se
había enamorado de algún profesor en la universidad.
—Sí —fue la respuesta de la joven universitaria.—¿Y querías acostarte con
él?—No. Lo que yo quería con él era sexo cerebral.
Aquí no estoy diciendo nada nuevo. Todo esto lo sabía ya Sócrates, el
maestro más grande de todos, y lo expuso en su total magnitud en El
banquete, la dramatización que Platón compuso sobre la pedagogía erótica
de su mentor. Todos tenemos un ‘embarazo mental’, tal como Sócrates
explicó a sus colegas, y sentimos atracción por las almas bellas porque nos
fecundan con ideas que suplican por venir a este mundo. Estas imágenes
parecen contradecirse: ¿Estamos ya embarazados o es acaso la proximidad
de las almas bellas la que nos fecunda? Ambas son ciertas: el verdadero
maestro nos asiste en el descubrimiento de lo que ya sabíamos, sólo que no
26. sabíamos que ya lo sabíamos. Las imágenes son sexuales adrede. El
Simposio, donde las mentes más brillantes de Atenas pasaban la noche
bebiendo, disertando sobre el amor y recostados en divanes de dos en dos,
está cargado de tensión sexual. Sin embargo, lo que Sócrates quiere
enseñar a sus compañeros es que la belleza del alma supera a la de los
cuerpos.
Y justo cuando Sócrates expone este concepto, aparece Alcibiades, el joven
más bello de Atenas. Alcibiades era la brillante oveja negra de la
desaparecida política ateniense del siglo V antes de Cristo, una mezcla de
John F. Kennedy y James Dean. Sócrates debe haber visto en él al
estudiante más prometedor que jamás tendría, ya que su amor por
Alcibiades fue legendario. Sin embargo, no se trataba del tipo de amor que
su amado discípulo imaginó, y entonces Alcibiades se quejó de cómo ese
hombre maduro, luego de seducirlo con su verbo celestial, se rehusó a
tocarlo. El hermoso y joven pupilo se había enamorado, para su propia
sorpresa, del feo y viejo maestro. Al final, Alcibiades nos cuenta que se las
ingenió para quedarse a solas con Sócrates —digamos, fuera del ‘horario
de atención’— únicamente para descubrir que todo lo que su maestro
deseaba era seguir conversando. El Eros de las almas (sexo cerebral para
nosotros los mortales) no sólo supera al carnal, sino que brinda mayor
satisfacción.
¿Podrá existir una cultura menos preparada que la nuestra para aceptar
estas ideas? El sexo es el dios que adoramos con mayor fervor; negar que
es nuestro mayor placer constituye una blasfemia cultural. De cualquier
forma, ¿cómo se puede tener un Eros de las almas si ni siquiera se tiene
alma? Nuestra incapacidad para comprender la intimidad, sea esta sexual o
familiar tiene que ver con el empobrecimiento de nuestro vocabulario
espiritual. La religión todavía nos habla del alma, pero al menos para el
entendimiento popular esta es un ente por demás distante de nuestro ser de
carne y hueso. Lo que debería significar es el ser, el corazón y la mente, o
el corazón-mente, mientras madura a través de la experiencia. Es esto lo
que Keats quiere decir cuando llama al mundo ‘valle que forja las almas’.
Y al no ser capaces de comprender el alma en este sentido, somos
asimismo incapaces de comprender el principio de Sócrates, según el cual
los frutos del alma superan a los de la carne: las ideas son más valiosas que
los hijos.
Otra blasfemia. Si existe un dios que nuestra cultura adore tan
religiosamente como el sexo, son los hijos. Pero sexo e hijos, intimidad
sexual e intimidad familiar, tienen algo en común, más allá del hecho de
que una lleva a la otra: ambas nos pertenecen como criaturas de la
naturaleza, no como creadores en la cultura. Después de Rousseau, Darwin
27. y Freud, y con la psicología evolucionaria predicando el nuevo evangelio
moral, nos hemos convencido de que nuestro ser natural es el más
auténtico. Pensamos que ser natural significa ser saludable y libre. La
cultura significa confinamiento y deformación. Fueron los griegos quienes
concibieron el concepto de manera distinta. Para ellos, nuestro bien más
precioso no es lo que compartimos con los animales, lo que nos dio natura,
sino la cultura que hemos forjado a partir de ella (y que en realidad hemos
forjado en contra de ella).
Por esta razón los griegos consideraban la relación del maestro con el joven
aún más íntima y valiosa que la propia relación con los padres. Nuestros
padres nos traen al mundo, pero es el maestro quien nos trae a la cultura.
La transmisión natural es fácil; cualquier animal es capaz de realizarla. La
transmisión cultural es compleja; es indispensable un maestro. Sin
embargo, Sócrates redefinió el significado de la enseñanza. Sus pupilos ya
habían sido educados en sus culturas cuando llegaban a él. Sócrates
deseaba arrancarlos de esa educación, enseñarles a cuestionar sus valores.
Sus enseñanzas no eran culturales sino más bien contraculturales. Los
atenienses captaron la idea de Sócrates de manera muy eficiente cuando lo
condenaron por corromper a la juventud, y si hoy en día a los padres les
preocupa confiar sus hijos a los catedráticos, esta posibilidad contracultural
es lo que realmente debería preocuparlos. Enseñar es una actividad
subversiva —sostiene Neil Postman—, y lo es hoy más que nunca antes, en
estos tiempos en que los hijos están saturados de mensajes culturales desde
su mismo nacimiento. Ya no hace falta ningún entrenamiento para aprender
a inclinarse ante los dioses urbanos (sexo o hijos, dinero o nación). Sin
embargo, suele hacer falta un maestro que ayude a cuestionar a estos
dioses. La labor del maestro —según Keats— es guiarnos a través del valle
donde se forja el alma. Todos nacimos una vez, dentro de la naturaleza y
dentro de la cultura que pronto se vuelve una segunda naturaleza. Y
entonces, si hemos sido bendecidos con esa gracia, hemos nacido por
segunda vez. ¿Qué aprovechará al hombre, si ganase todo el mundo y
perdiese su alma?
Este es el tipo de sexo que los catedráticos mantienen con sus alumnos en
la privacidad del campus: sexo cerebral. Y es por eso que toleramos los
sueldos mediocres y el desprecio intelectual, por no mencionar el océano
de humillaciones que son la universidad y el el escalafón académico. De
sobra sé que no todos los profesores y alumnos comparten mi pensamiento
y acción, y tampoco es algo que se permita en cualquier universidad. En
numerosas aulas existen los sabelotodos y las divas, así como los haraganes
y zombies de pupitre. No interesa quién ocupa qué posición, si el instructor
está dictando cuatro clases en tres diferentes universidades o si son
quinientos alumnos en la sala de conferencias. Sin embargo, existen
28. muchísimos más auténticos maestros y estudiantes en todos los niveles del
sistema universitario que los que pueden imaginar quienes llevan sus
riendas. De hecho, los muchachos que han adolecido de recursos
educacionales suelen ser más ávidos de aprender y de cambiar sus más
sólidas convicciones que sus compañeros más afortunados. Además, suele
ser fuera de las universidades de élite —donde los proyectos de
investigación individual y el talento para el manejo burocrático son las
claves del éxito— donde más germina la flor de la auténtica enseñanza.
Los catedráticos no se sienten atraídos entonces por los cuerpos de sus
estudiantes sino por sus almas. Los jóvenes mantienen su curiosidad por las
ideas, todavía creen en su importancia, en su fuerza redentora. Sócrates
declaró en El banquete que lo más duro de ser ignorante es sentirse
conforme consigo mismo, pero esto no es verdad para muchos jovencitos
que ingresan a la universidad. Ellos se reconocen como incompletos, y
aceptan, acaso de manera intuitiva, que se completarán como personas
experimentando a Eros. Así, salen en búsqueda de profesores con quienes
involucrarse, algo que nosotros también perseguimos. Al final, enseñar
significa relación. No se trata de mera instrucción sino de tutela. El mismo
Sócrates sostiene que el lazo entre maestro y alumno dura toda la vida,
incluso cuando estos dejan de estar juntos. Y, en efecto, así es. El alumno
se supera, y yo sé que hasta los más cercanos a mí el día de hoy no serán
pronto más que nombres en mi agenda, y luego sólo vagos recuerdos. Sin
embargo, nuestros sentimientos por los maestros o alumnos que han calado
más hondo en nuestro interior, como aquellos que sentimos por los amigos
perdidos en el pasado, jamás se marchitan. Son parte de nosotros, y hasta el
menor pensamiento los trae de vuelta a la vida, y así sabemos que algún día
volveremos a ver sus rostros en los cielos.
La verdad es que estas posibilidades no son tan ajenas a la cultura
estadounidense como he estado tratando de decir. El nuevo estereotipo que
ha dominado la imagen de los académicos en el cine en tiempos recientes
se ha vuelto, de forma mucho más esporádica, un nuevo modelo de lo que
el catedrático puede ser y encarnar, justamente a la par con las líneas que
he plasmado. Está allí en La sonrisa de la Mona Lisa en el personaje de
Julia Roberts, en el catedrático ciego que inculca a Cameron Diaz el amor
por la poesía, y de manera más obvia en Martes con mi viejo profesor,
aquel fenómeno cultural de épicas proporciones. Robin Williams nos
regaló una versión académica en La sociedad de los poetas muertos. Sin
embargo, parece que nos hace falta mantener una prudente distancia de la
idea o al menos de la persona que la encarna. Tanto La sonrisa de la Mona
Lisa como La sociedad de los poetas muertos suceden en los años
cincuenta en universidades sólo para hombres o sólo para mujeres. Los
mentores de Cameron Diaz y Morrie Schwartz están jubilados y
29. muriéndose. La relación socrática resulta tan alarmante en nuestra cultura
que su fuego debe apagarse antes de que osemos acercarnos. Aun así, miles
de jovencitos parten rumbo a la universidad, al menos con la tenue
esperanza de saborearla. Se ha convertido en una especie de memoria
cultural reprimida, una posibilidad imaginativa fantasmal. En nuestra
cultura sextupefacta y antiintelectual, el erotismo de las almas ha pasado a
ser el amor que no se atreve a decir su nombre.