1. Abrió los ojos y solo había negro. El color de intensa oscuridad se extendía ante sus orbes, sin
que hubiera nada más allá que esa inmensidad opaca que parecía arrastrar con ella todo
sentimiento feliz o alegre hasta un abismo que descendía hasta un páramo desconocido por el
mundo, un abismo que parecía rodearle, dónde él caía en una catarata infinita. Una negrura que
era capaz de sacar la tristeza, de despedazarla y lanzarla al aire cual estrellas, pero sin el cálido
candor característico de los astros. Solo negro. Una oscuridad que parecía alimentarse de la
propia alma. Nervioso, respiró hondo. Un intenso olor a humedad embargó sus fosas nasales,
entrando en un camino directo hacia su interior sin que su cuerpo pudiera impedirlo. Olor a
madera quejumbrosa y a podredumbre del querer. Olor a muerte.
Era incapaz de despertar de esa pesadilla plagada de tinieblas, donde parecían las sombras ser
las reinas del lugar, que con mano dura impartían su ley allá donde posaban su mirada. Su
aliento, igual de pútrido que la madera cercana, chocaba contra una superficie cercana a su
rostro, devolviéndole el vaho en choques aromáticos que le provocaban arcadas. Levantó una
mano, despacio, notando como la rugosa textura de la madera antigua le clavaba pequeñas
astillas en las yemas de los dedos. Y entonces, como una luz brillante en el inmenso cielo
nocturno, la realidad golpeó su cuerpo: estaba encerrado. Durante unos instantes, todos sus
músculos se tensaron en un rictus involuntario que le incitaba a golpear, gritar o llorar con la
máxima intensidad que fuera posible, como si sus puños, su voz o sus lágrimas pudieran romper
su prisión de árbol y tierra que parecía aprisionarlo. Su corazón tomó las riendas de la situación,
acelerando el ritmo y golpeando su pecho con una fuerza inusual que hacía sonoro cada
movimiento de sus ventrículos, mientras que su respiración respondía con más velocidad. Clavó
sus uñas en el duro material, sintiendo como la sangre emanaba de las heridas y goteaba oscuros
regueros invisibles entre la negrura del espacio cerrado en su cuerpo, cubriéndolo de un tono
rojizo que era incapaz de vislumbrar. El dolor parecía un compañero más de ese viaje que el
miedo había emprendido con su cuerpo al entender la situación, un viaje que parecía tener un
final funesto que sus manos desesperadas se negaban a aceptar. Los arañazos dejaron pasar a los
golpes desesperados que despertaban ruidos sordos en la madera, gruñidos que parecían
provenir de la mismísima madre tierra. El temor movía cada uno de sus pensamientos, dirigía
cada músculo hacía una histeria encolerizada.
Y, igual de rápido que había empezado su nerviosismo, se calmó. El miedo, poderoso, había
invadido cual veneno sus arterías y recorría su organismo, campando a sus anchas y dejando un
reguero de desesperación depresiva a su paso, dejando paso a la resignación. La histeria dejó
paso al pesimismo y la ansiedad a la aceptación. Por muy hondo que sus uñas se clavaran en la
madera, no conseguiría arrancarse de la prisión en la que se encontraba, pues no había material
más fuerte y poderoso que la propia mente. Una prisión con cadenas invisibles que rodeaban
con grilletes indestructibles sus pies, una prisión autoimpuesta de pesimismo. Quería luchar,
quería seguir corriendo, dejar atrás el temor y enfrentarse al negro, mostrar luz en su corazón
que pudiera hacer abandonar el reinado de las sombras a las tinieblas, que pudiera devolver el
candor estrellado a su noche cerrada, pero era ya demasiado tarde. Se había dejado llevar cual
títere por sus miedos y ahora no era más que la sombra del pasado, un eco triste de tiempos
antiguos.
Pues en el fondo sabía que no había prisión más poderosa que la resignación ni cadenas más
pesadas que el miedo a fallar. Muy en el interior de su alma sabía que ese abismo que le rodeaba
lo había cavado el mismo, a cada paso retrocedido que había dado en su vida, a cada temor que
había dejado pasar en su interior. Y ahora no podía hacer nada más que contemplar su propia
destrucción, su propio descenso por el precipicio hacia una muerte segura.