Este documento explora temas existenciales como la muerte, la libertad y el sufrimiento humano a través de la vida. Usa frases repetitivas como "oficialmente dejaremos de..." para describir cómo la muerte liberará al hombre de los temores, ansiedades y ataduras de la vida. Concluye que sólo la muerte puede liberar al hombre de las cadenas vitales y humanas que lo mantienen prisionero.
1. Memento mori
Por favor, que no lean este escrito los zagales —me pregunto por qué me refiero así a ellos y ellas,
con esta nomenclatura amarga, a la par que vivaz, jovial, lozana, apacible y optimista—, que no se
han planteado nunca pregunta interna y existencial alguna, pues se hallan habitando la vida como si
de una morada se tratara, y en ella duermen, sin introducirse en oníricos mundos en contra de su
voluntad, y en ella deambulan, sin andar, y en ella viven, sin inquietarse.
Por favor, que no lean este escrito los varones y las féminas que hayan sido alguna vez jóvenes
como los aludidos, para quienes el orden de las cosas es una fórmula innegable, irrefutable y
memorizada y no el resultado de una exhaustiva y abrumadora búsqueda.
Por favor, aquellos que quieran asesinar a Cronos con un libro de carácter anecdótico, divertido o
costumbrista, con convencionales pinceladas, que ladeen este escrito y respeten su soledad de
ansiedad intrascendente y su ensimismamiento.
Todos los que os habéis tornado en un fogoso, brioso y vehemente interrogante, que ponéis ad
sidera visus y a los árboles y a los inmundos seres de nuestro mundo y de nuestro universo; todos,
amigos, muchachos inquietos y pulcros, creadores de vuestra propia realidad y autores de lo que
viviréis en el mañana, tened en cuenta estas palabras, enfrascaos en este escrito que no es más que
la enunciación de vuestra duda y la mía, vuestra congoja y la mía, vuestra zozobra y la mía, vuestro
quebranto y el mío, y, a través de este concebido cosmos, tan nuestro como de sí mismo, saciemos
nuestra glotona y voraz pasión por la libertad.
Todos los que, antaño, habíamos anhelado el triunfo de la luz, ahora, hemos sucumbido a los
encantos del ya no tan temido ángel harapiento, cuyo nombre hemos clamado, incesablemente, en el
rudo silencio, penetrador de nuestras paredes craneales, tras múltiples batallas intestinas, con el fin
de ver si este se digna a incumplir los designios de las Parcas, adelantando así el paso de nuestra
última hora.
Aún así, siempre, hay algo en nuestro interior, una voz, un chispazo de lo que fue, que nos insta a
no pensar siquiera en cómo serán las puertas del Hades, cuya entrada está custodiada, con recelo,
por el salvaje y feroz Cerbero. Esa entrada se halla junto a un muro, una pared colosal, cuya altura
puede alarmar hasta el más sanguinario, despiadado, e inmundo ser.
2. Ignorando nuestra voz interior, intentamos acercarnos al destino, al que nos dirige el ángel
harapiento, mientras que, creciendo como un tumor dentro de la cabeza, suena una sola palabra:
muerte.
La voz nos engaña como puede: intenta hacernos olvidar ese hambre de muerte, e intenta hacernos
olvidar que esa rata ya ha consumido nuestro cerebro, instrumento para razonar. Finalmente, la voz
no consigue embaucarnos, e indispuestos a aguantar más, pues el ánima humana resalta por su
flaqueza, lanzamos proclamas incendiarias, regurgitadas, roncas y ásperas: «¡Muerte!». Como la
mecha de un explosivo, la palabra rebota, ganando velocidad, fiereza y recorriendo nuestros
interiores, formando un terremoto, que se extiende por los mismos huesos, en cuyos huecos
interiores se repite: «¡Muerte!». Cada vez más sórdida, cada vez más oscura, cada vez más cruda,
cada vez más virulenta, cada vez más sedienta, cual contraseña que reúne esfuerzos e incapacita
voluntades.
Respiramos y no respiramos. Aguardamos nuestro momento pacientemente. Nos duele todo el
cuerpo. Llenar íntegramente nuestros pulmones despierta un rayo en el pecho. Nos sostenemos
apoyados en alguna pared, con tal de no derrumbarnos. Desorientados, no conseguimos despertar de
la pesadilla. No queremos que nadie nos descubra y nos haga perder lo poco que tenemos.
Encerrados en una celda, en la que se respira libertad, divisamos, por la ventana, tras la cual no hay
más que kilómetros de cautividad, que al otro lado, la tarde se extingue, poniendo zancos a las
sombras, y la última luz del astro rey, prendida en los algodones, se empeña en obrar nuestro
milagro, en hablar de esas otras tardes en las que nuestra vida se medía por el número de cafés
servidos en terrazas, por el tumulto ingente de humanos concentrado en zonas de ocio, dominado
por el entusiasta jolgorio, por los juegos y los parvos y estridentes gritos de los infantes, en las
callejuelas…
Ahora, el pasado no es más que una pila de escombros, una ruina de incógnitas, que jamás tratamos
de resolver. Ahora, el pasado no son más que un montón de espejos quebrados, por un certero
martillo, en los cuales nos es imposible reconocernos. Nos desarma la verdad, preferimos vivir en la
ignorancia, en el engaño. Hastiados, con voz enferma, en un arrebato infantil, damos un golpe de
mar y una ola de heridas se abalanza sobre nuestros cuerpos. Subordinados a la tristeza, inmóviles y
trémulos, inhalamos, con gélido y gris pesar, el aire desnudo, y otro fugitivo grito escapa de nuestro
interior.
Este grito, suspendido, no muere, y su eco renace, y roza nuestro corazón como una bala,
hiriéndonos de gravedad. Este grito, suspendido, nos recuerda, constante e incansablemente, que
3. nos exigen sudor, sangre y semen… ¿A cambio de qué? A cambio de rencor, odio, olvido,
infortunios y miseria.
Lloramos, porque queremos que retornen los días de felicidad despreocupada e inocente. Lloramos,
porque, vacíos de esperanzas, hemos desarrollado una fobia hacia la vida, porque nunca tendremos
ilusiones, sueños, pasiones… El llanto crea una angustia tan persistente que descubre cuán triste
está nuestra alma, a causa del inevitable destino, que la vacía vida, reinada por pugnas, ha
condenado nuestro cuerpo, un cuerpo desnutrido.
Sí, tiene sentido, hemos roto el espejo porque cada vez que lo vemos, recordamos que aquel
recipiente de nuestras cavilaciones, nutridas por nuestra desgraciada sangre, está podrido por
dentro. Nuevamente, nos desesperamos: otro grito. Este hace temblar al mismo Tántalo, falto de
moral. Después de intentar apaciguar nuestras batallas intestinas, culpables directas del dolor, la
desesperación y los miedos, vuelve en sí. De repente, perdemos la conciencia y nuestro cuerpo es
atraído por el duro, pétreo, férreo, cruel e inclemente suelo, como si de un impío imán se tratara.
Súbitamente, odiamos el haber llamado, en nuestros peores días, al implacable ángel, y, como un
amanecer, se abre algo, orgulloso y gallardo, cual amapola, dentro de nosotros. Este algo lo hemos
vivido todos alguna vez. Sí, se trata del mismísimo Fobos, el miedo. Sí, sentimos miedo. Miedo a
trascender la realidad, que pretendemos dejar de conformar.
Mas ya da igual, hastiado y vencido por nuestros pensamientos, el caballero invisible, humilde y
solemnemente, se ha retirado del cuerpo, que funciona gracias a él. Todo queda destruido, envuelto
en un halo de tristeza.
Después, la vida es, literalmente, sueño. Con pies descalzos, machete en puño, buen cuchillo en el
cinto, rostro terrizo y ojos febriles y acongojados, nuestra trágica comedia llega a su fin, sin haber
sido reconocidos como héroes, sin habernos asegurado rojas rosas, que cruzan el umbral del otro
lado.
Echados, contemplamos cómo Cronos se agota, y nos percatamos de que la belleza es fugitiva, la
hermosura reside en la paciencia, y que, de alguna manera, estima y calvario, mudos, se padecen en
expectación. Las voces que reclaman muerte, surgidas de la nada creadora, ya no giran ni resuenan
en la mente del loco mojando el iris: somos felices.
¿De qué? ¿De ser tierra? Puede. ¿Por qué? Quizás se deba a que ya no tendremos que callar en
mansedumbre el horror de la vida, ni tendremos que pasearnos entre los desgraciados cuerpos,
4. abandonados por el caballero gentil, que yacen tendidos en el campo de batalla, miserablemente, sin
recibir sepulcro ninguno, sin haber logrado su tan anhelada libertad, y a la vez, haberlo hecho.
Todo es bellamente oscuro y, a pesar de que los ojos no hallan sino tiniebla en torno, ya no tributan,
afligidos, el odio. Porque saben que jamás verán, nuevamente, las lamentables y ridículas trincheras
improvisadas, inútiles. Tampoco verán cómo el alba pálida renace, nuevamente, partiendo desde el
mar, e incitándoles a vivir, sin ganas, otro exasperante y pesaroso día, en el que, ansiar, tácitos, que
Hélios muera ahogado en los dominios de Poseidón, y no se vuelva a alzar, orgulloso y enhiesto,
nunca más, como si fuera un fénix, que renace en su pira, valiente y corajudo.
Ahora, finalmente, el hombre, nosotros, pasará a ser nube de la que el sueño es viento, a pesar de
ser carente de aquel alma, aquel caballero, que se tensa cual arco, y descenderá al vientre de Gea, o
desaparecerá entre el resto de nubes, para reunirse con un ente divino, que piensa el mundo.
Nosotros seremos, oficialmente, libres, porque ya no formaremos parte de la vida, pues ya no podrá
acogernos, afablemente, en su seno. Oficialmente, dejaremos de sentir que, para sobrevivir, es
menester temer, fervientemente, a alguien o algo. Oficialmente, dejaremos de escondernos,
temerosos, bajo pretextos y excusas innecesarios. Oficialmente, dejaremos de querer parapetarnos
del invisible sol que, sin nosotros quererlo, arroja oleadas y oleadas de luz esperanzada sobre
nuestra putrefacta alma. Oficialmente, dejaremos de estar perdidos entre el ingente cúmulo de
humanos, cual hormiga en la selva agitada por un cataclismo. Oficialmente, dejaremos de estar
angustiados, por no saber qué hacer. Oficialmente, dejaremos de ser unos mezquinos infelices.
Oficialmente, dejaremos de ser unos ilusos que corren hacia una incipiente lontananza, mientras,
hastiados, sentimos que nos quedamos sin sangre en los pulmones. Oficialmente, dejaremos de
respirar lenta y paulatinamente y rápida y agitadamente, y, a su vez, no hacerlo. Oficialmente,
dejaremos de estar desesperados, al pensar que jamás rozaremos, siquiera, nuestro utópico objetivo.
Oficialmente, dejaremos de pertenecerle a la vida que está compuesta por malos sueños y trampas,
que nos encierran, —motivos de más para sentir un rencor grisáceo hacia ella, y querer acabarla—.
Oficialmente, dejaremos de estar encolerizados. Oficialmente, dejaremos de fruncir el ceño y de
planear una atroz venganza, sin percatarnos de que ese subterráneo rencor se extiende por todo
nuestro ser, matándolo, poco a poco, como un cáncer. Oficialmente, dejaremos de temer al fracaso.
Oficialmente, dejaremos ver frustrado el deseo de ser reyes de este mundo. Oficialmente, dejaremos
de temer al temor ya que, oficialmente, empezaremos a ser libres. Porque sólo la muerte nos librará
de las cadenas vitales, y, las peores, las humanas.
Yasmina Mahsis Hany. 2.º Bach. A