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TEXTOS: Dt 18,15-20; Sal 94;
         1Cor 7,32-35; Mc 1,21-28


El Libro del Deuteronomio (Segunda ley, como sabemos), trasmite una relectura de los
acontecimientos del Éxodo, el acontecimiento por excelencia que da origen al pueblo de Dios. Todo
lo demás tiene que ver con los orígenes del mundo, con personajes que están en las raíces de
prehistóricas de la genealogía de un grupo errante y extraño; pero el Éxodo significó, no solo la
conciencia de estar llamados a formar un pueblo de hombres y mujeres libres, sino que esos hombres
y mujeres eran “linaje de Dios”, su segulah, la parcela que Dios toma como heredad, de entre todos
los pueblos de la tierra. La profecía que el narrador pone en boca de Moisés pasará a formar parte de
la identidad misma del pueblo, y su esperanza más profunda: “Un profeta, de entre los tuyos, de entre
tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor”. El pueblo de Israel no tendrá que mirar hacia fuera para
encontrar al Enviado de Dios, tendrá, eso sí, que estar atento para ver los signos que manifestarán la
presencia del Profeta que será, siendo uno de ellos, Dios en medio de ellos. Se puede temer a Dios, se
puede sentir incomodidad ante la manifestación de su gloria, pero no se siente temor ni
incomodidad ante la presencia de un hermano, de alguien de tu propia carne y sangre… Por eso,
porque Dios se hace tan cercano que es imposible mayor muestra de amor, quienes permanezcan
indiferentes o rechacen su Palabra, tendrán que rendir cuenta. Ante ellos mismos.

El orante del Testamento Común (en sentido de compartido, o Antiguo Testamento), sabe que ese es
el problema de los hombres y mujeres de su pueblo y de todos los pueblos de la tierra: no saben ver
ni escuchar… por eso la advertencia, que suena y es una súplica: “No endurezcáis vuestro corazón”.
Ojalá seamos capaces de mantener los oídos del corazón abiertos para escuchar la voz de Dios en
todo momento.

Pablo insiste en lo que es bueno para el creyente. Advirtiendo primero, aunque no se recoge en el
texto que hoy se proclama, que “no es un mandato recibido” sino su opinión, y que responde a una
opción personal. No es mejor ni peor para los creyentes estar casados/as o solteros/as; es distinto
estilo de vida en Cristo. Y es algo distinto, sobre todo, para quienes sienten la necesidad y la
urgencia de compartir las tareas propias de la evangelización “sin andar divididos”. Ahí está la
cuestión. Quienes sientan la llamada del “trato con el Señor sin preocupaciones” (que no sin ocupaciones,
que las tendrán, y muchas…) deben saber a qué renunciar para no hacer a medias dos cosas
importantes. Porque, además, ambos estilos de vida suponen entregarse de verdad, y vivir
“consagrándose a ellos en cuerpo y alma”. En suma: podemos entregar la vida sin medida, pero no
conviene dividirla. Según la experiencia de Pablo, que será también la experiencia de muchos
hombres y mujeres a lo largo de la historia del cristianismo, tanto el matrimonio como la dedicación
a las cosas del Evangelio requieren mucha atención y dedicación. Es la opinión del apóstol. Una
visión de la consagración que dio origen, casi de manera inmediata a la vida eremítica en los
desiertos del Cercano Oriente y posteriormente a la vida cenobítica y monástica, extendida poco a
poco por todo el mundo cristianizado. Pero veinte siglos dan para mucho. Las culturas cambian, los
modos de vida también. Hoy somos mucho más “condescendientes” en todo, también en lo que
consideramos una entrega “en cuerpo y alma”; se entiendo poco y mal eso de entregarse “para
siempre” (ya sea a otra persona, o sea a Dios). Algo para reflexionar, a la luz del Evangelio y de los
signos de los tiempos.
Lo que no debería de haber cambiado es el asombro ante las palabras y
el actuar de Jesús de Nazaret. Seguimos formando parte de esos
discípulos y discípulas que siguen al Maestro, acudimos al lugar de
encuentro y oración de la comunidad y deberíamos comprender, porque
lo experimentamos, lo que significan estas palabras: “…se quedaron
asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con
autoridad”. Y no solo porque Jesús fuera un gran comunicador, que sin
duda lo era, sino porque acompañaba sus palabras con obras
irrefutables. Nadie puede refutar lo evidente, a menos que sea una
persona necia hasta más no poder… Lo cierto es que, ni siquiera un
poder que emana, no de la cordura sino de lo que consideraban “un
espíritu inmundo” (hoy, un loco o algo así: con toda la sinceridad que
suelen exhibir las personas “libres” de hacer y decir lo no-razonable y lo
no-correcto, lo que suena a blasfemia y herejía…) detiene el actuar
coherente y liberador de Jesús.

El maestro acompaña sus palabras con un gesto que alcanza más allá de la curación de aquel
hombre, asustado, como los demás, pero capaz de expresar lo que muchos sentirían en aquél
momento: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno?” Sus preguntas, aparentemente incriminatorias,
terminan en una confesión de fe en toda regla: “Sé quién eres: el Santo de Dios”. El hombre poseído
supo proclamar ante todos en la sinagoga lo que ni sus discípulos se atrevieron a hacer hasta mucho
tiempo después, y con sus dudas… Quizás por eso el narrador deja constancia del poder que ejercen
las palabras de Jesús cuando dejamos de estar “tan cuerdos” y acogemos lo que es tan evidente:
Jesús es Aquel que todos en Israel, de una manera u otra, esperaban; aquel que fue anunciado por
Moisés y al que, una vez conocido, no se puede hacer otra cosa que seguirle “en cuerpo y alma”.

Jesús se pone ante el hombre marcado y marginado, no para recriminar su actitud y sus palabras, no
para descargar sobre él otra dosis de culpabilidad, sino para dejarle libre del todo, verdaderamente
                             libre. Si la gente quedó asombrada de sus palabras, ahora todos están
                             absolutamente anonadados: “¿Qué es esto? De la pregunta sobre lo qué
                             dice Jesús, mejor dicho, de cómo lo dice, se pasa a la pregunta por lo
                             que hace. Descubren que no se trata de que su enseñanza sea
                             diferente… ¡Su autoridad es la diferencia esencial! Jesús de Nazaret
                             tiene autoridad auténtica, genuina, irresistible. Porque es coherente y
                             hace lo que dice.

                              Señor, Jesús: necesitamos esa manera de ser tuya, necesitamos esa manera
                              de hablar con autoridad auténtica, necesitamos que nos hagas partícipes de
                              tu coherencia, de tu poder divino: el poder que da salvación gratuita, sin
                              promesas interesadas y del todo irresponsables. Necesitamos, también, algo
                              de esa manera tan humana y liberadora de mirar nuestras debilidades y las
                              de quienes nos rodean ¿Es mucho lo que pedimos? Siendo tus discípulos y
                              discípulas, la Iglesia que se siente reunida por el Espíritu Santo en torno a ti,
                              centrada en ti, haciendo la voluntad del Dios Padre-Madre, evangelizando
contigo, no podemos pedir menos.
Tú, Señor, lo comprendes… ¿verdad?

                                                                                     Trinidad León Martín mc

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  • 1. lS y TEXTOS: Dt 18,15-20; Sal 94; 1Cor 7,32-35; Mc 1,21-28 El Libro del Deuteronomio (Segunda ley, como sabemos), trasmite una relectura de los acontecimientos del Éxodo, el acontecimiento por excelencia que da origen al pueblo de Dios. Todo lo demás tiene que ver con los orígenes del mundo, con personajes que están en las raíces de prehistóricas de la genealogía de un grupo errante y extraño; pero el Éxodo significó, no solo la conciencia de estar llamados a formar un pueblo de hombres y mujeres libres, sino que esos hombres y mujeres eran “linaje de Dios”, su segulah, la parcela que Dios toma como heredad, de entre todos los pueblos de la tierra. La profecía que el narrador pone en boca de Moisés pasará a formar parte de la identidad misma del pueblo, y su esperanza más profunda: “Un profeta, de entre los tuyos, de entre tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor”. El pueblo de Israel no tendrá que mirar hacia fuera para encontrar al Enviado de Dios, tendrá, eso sí, que estar atento para ver los signos que manifestarán la presencia del Profeta que será, siendo uno de ellos, Dios en medio de ellos. Se puede temer a Dios, se puede sentir incomodidad ante la manifestación de su gloria, pero no se siente temor ni incomodidad ante la presencia de un hermano, de alguien de tu propia carne y sangre… Por eso, porque Dios se hace tan cercano que es imposible mayor muestra de amor, quienes permanezcan indiferentes o rechacen su Palabra, tendrán que rendir cuenta. Ante ellos mismos. El orante del Testamento Común (en sentido de compartido, o Antiguo Testamento), sabe que ese es el problema de los hombres y mujeres de su pueblo y de todos los pueblos de la tierra: no saben ver ni escuchar… por eso la advertencia, que suena y es una súplica: “No endurezcáis vuestro corazón”. Ojalá seamos capaces de mantener los oídos del corazón abiertos para escuchar la voz de Dios en todo momento. Pablo insiste en lo que es bueno para el creyente. Advirtiendo primero, aunque no se recoge en el texto que hoy se proclama, que “no es un mandato recibido” sino su opinión, y que responde a una opción personal. No es mejor ni peor para los creyentes estar casados/as o solteros/as; es distinto estilo de vida en Cristo. Y es algo distinto, sobre todo, para quienes sienten la necesidad y la urgencia de compartir las tareas propias de la evangelización “sin andar divididos”. Ahí está la cuestión. Quienes sientan la llamada del “trato con el Señor sin preocupaciones” (que no sin ocupaciones, que las tendrán, y muchas…) deben saber a qué renunciar para no hacer a medias dos cosas importantes. Porque, además, ambos estilos de vida suponen entregarse de verdad, y vivir “consagrándose a ellos en cuerpo y alma”. En suma: podemos entregar la vida sin medida, pero no conviene dividirla. Según la experiencia de Pablo, que será también la experiencia de muchos hombres y mujeres a lo largo de la historia del cristianismo, tanto el matrimonio como la dedicación a las cosas del Evangelio requieren mucha atención y dedicación. Es la opinión del apóstol. Una visión de la consagración que dio origen, casi de manera inmediata a la vida eremítica en los desiertos del Cercano Oriente y posteriormente a la vida cenobítica y monástica, extendida poco a poco por todo el mundo cristianizado. Pero veinte siglos dan para mucho. Las culturas cambian, los modos de vida también. Hoy somos mucho más “condescendientes” en todo, también en lo que consideramos una entrega “en cuerpo y alma”; se entiendo poco y mal eso de entregarse “para siempre” (ya sea a otra persona, o sea a Dios). Algo para reflexionar, a la luz del Evangelio y de los signos de los tiempos.
  • 2. Lo que no debería de haber cambiado es el asombro ante las palabras y el actuar de Jesús de Nazaret. Seguimos formando parte de esos discípulos y discípulas que siguen al Maestro, acudimos al lugar de encuentro y oración de la comunidad y deberíamos comprender, porque lo experimentamos, lo que significan estas palabras: “…se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad”. Y no solo porque Jesús fuera un gran comunicador, que sin duda lo era, sino porque acompañaba sus palabras con obras irrefutables. Nadie puede refutar lo evidente, a menos que sea una persona necia hasta más no poder… Lo cierto es que, ni siquiera un poder que emana, no de la cordura sino de lo que consideraban “un espíritu inmundo” (hoy, un loco o algo así: con toda la sinceridad que suelen exhibir las personas “libres” de hacer y decir lo no-razonable y lo no-correcto, lo que suena a blasfemia y herejía…) detiene el actuar coherente y liberador de Jesús. El maestro acompaña sus palabras con un gesto que alcanza más allá de la curación de aquel hombre, asustado, como los demás, pero capaz de expresar lo que muchos sentirían en aquél momento: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno?” Sus preguntas, aparentemente incriminatorias, terminan en una confesión de fe en toda regla: “Sé quién eres: el Santo de Dios”. El hombre poseído supo proclamar ante todos en la sinagoga lo que ni sus discípulos se atrevieron a hacer hasta mucho tiempo después, y con sus dudas… Quizás por eso el narrador deja constancia del poder que ejercen las palabras de Jesús cuando dejamos de estar “tan cuerdos” y acogemos lo que es tan evidente: Jesús es Aquel que todos en Israel, de una manera u otra, esperaban; aquel que fue anunciado por Moisés y al que, una vez conocido, no se puede hacer otra cosa que seguirle “en cuerpo y alma”. Jesús se pone ante el hombre marcado y marginado, no para recriminar su actitud y sus palabras, no para descargar sobre él otra dosis de culpabilidad, sino para dejarle libre del todo, verdaderamente libre. Si la gente quedó asombrada de sus palabras, ahora todos están absolutamente anonadados: “¿Qué es esto? De la pregunta sobre lo qué dice Jesús, mejor dicho, de cómo lo dice, se pasa a la pregunta por lo que hace. Descubren que no se trata de que su enseñanza sea diferente… ¡Su autoridad es la diferencia esencial! Jesús de Nazaret tiene autoridad auténtica, genuina, irresistible. Porque es coherente y hace lo que dice. Señor, Jesús: necesitamos esa manera de ser tuya, necesitamos esa manera de hablar con autoridad auténtica, necesitamos que nos hagas partícipes de tu coherencia, de tu poder divino: el poder que da salvación gratuita, sin promesas interesadas y del todo irresponsables. Necesitamos, también, algo de esa manera tan humana y liberadora de mirar nuestras debilidades y las de quienes nos rodean ¿Es mucho lo que pedimos? Siendo tus discípulos y discípulas, la Iglesia que se siente reunida por el Espíritu Santo en torno a ti, centrada en ti, haciendo la voluntad del Dios Padre-Madre, evangelizando contigo, no podemos pedir menos. Tú, Señor, lo comprendes… ¿verdad? Trinidad León Martín mc