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década de 1820
imprimir José Miguel Carrera 18201821
William Yates
Controfensiva de López
[Contraofensiva de López. La batalla del Gamonal. Anarquía en Buenos Aires. Martín Rodríguez. San
Juan. Corro. Martín Rodríguez y los indios. Carrera y los tratados de Benegas].
Una vez reunidos nuestros hombres en San Lorenzo, continuamos la
retirada y atravesamos el Carcarañá, acampando en las Barrancas. Los porteños
acamparon en la ciudad de Rosario y casi la destruyeron. Quedaron allí, no
considerando prudente seguir hasta muy lejos las tropas fugitivas, por una
comarca donde carecían en absoluto de adeptos.
López, considerando que solamente la guerra podía dejar satisfechos a sus
oficiales y soldados, hizo una leva en la provincia reuniendo alrededor de
ochocientos hombres; unos pocos indios del norte bajaron también a reunírsele y
con ellos nuestra división aumentó a unos mil hombres. Volvimos en busca de
los porteños y cuando estábamos por cruzar el Carcarañá, nuestra vanguardia se
encontró con la vanguardia enemiga, cerca de San Lorenzo, matándole cuarenta
hombres y tomándole nueve prisioneros. Esto fue para los porteños como una
advertencia de que sus primitivos destinos guerreros estaban a punto de volver.
Sin embargo de que empezaron a retirarse, fueron alcanzados y obligados a
combatir.1
El 10 de septiembre, por la mañana, fue atacado y tomado el pueblo de
Pergamino, que se hallaba guarnecido por una división de trescientos cincuenta
soldados enemigos. 2 Cayeron prisioneros doscientos veinte hombres y la
mayoría de los restantes murió en el ataque. El día 12, todas nuestras fuerzas se
enfrentaron con las de Dorrego, para librar una batalla, en la Cañada Vica o
Gamonal.3 Las fuerzas de Dorrego se habían reducido mucho con la pérdida de
los destacamentos destruidos en San Lorenzo y Pergamino, así como por las
deserciones sufridas. Era esta la primera batalla, en que nos poníamos frente a
una fuerza equivalente en número a la nuestra.
Dorrego, que atribuía los triunfos de los federales a su peculiar manera de
combatir, decidió adoptar el mismo sistema y prohibió a sus soldados —bajo
pena de la vida— que hicieran uso de sus armas de fuego. El, en persona, cargó al
frente de su línea contra los santafecinos, que atacaron con el mismo desprecio
del peligro. Dorrego logró romper la línea de López, pero fue arremetido por los
chilenos de Benavente, que detuvieron el avance; la lucha se hizo entonces
general y encarnizada, pero al final, los porteños no tuvieron más que recurrir al
expediente que tanto habían puesto en práctica: empezaron a retroceder, siendo
empujados muy de cerca y desbaratados, pese a los esfuerzos de su general que
en persona exponía su vida haciendo lo posible por reunir y reanimar las tropas
en desorden. Fueron perseguidos en una distancia de seis leguas y no se dio
cuartel hasta que terminó la persecución, tomándose trescientos veinticinco
prisioneros. Dorrego escapó a duras penas en la retirada. 4
Carrera y López pasaron el Arroyo del Medio; el primero deseaba seguir a
Buenos Aires y establecer allí un gobierno adicto a nuestra causa, pero el segundo
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sólo quería sellar los tratados que había comenzado en Pavón. 5 Como nuestra
fuerza principal estaba compuesta por milicianos que ansiaban por restituirse a
sus hogares, se contentaron con arrear, en calidad de botín de guerra, quince o
veinte mil cabezas de ganado y gran cantidad de caballos. En llegando a su
propia provincia se dispersaron, volviendo cada uno a su casa.
El cuartel general de Carrera estaba en Rosario. Los dragones de López
debieron trasladarse a Santa Fe para contener las incursiones de los indios del
norte, ofendidos con López porque éste no había querido entregar a los
comisionados indígenas un sujeto que mató a un indio de la misma tribu, en
Santa Fe.
Aunque Dorrego había ganado mucha honra para su provincia,
demostrando, al frente de una fuerza escasa, más valor y aptitudes que ningún
otro de los gobernantes de Buenos Aires, los porteños no pudieron olvidar su
principio tradicional, que consistía en deponer a todo Director derrotado, o que
hubiera caído en desgracia por cualquier motivo, sin consideración alguna a
todas las cualidades y virtudes que pudiera poseer. Así se explican tantos
cambios de gobierno: las derrotas fueron muchas y cada una de ellas trajo un
cambio político. Martín Rodríguez consideró llegado el momento propicio para
hacer efectivas sus aspiraciones y los primeros pasos los dirigió a ganar las
voluntades de los soldados de línea para el sostenimiento de sus planes.6 Soler,
ya recobrado de la vergüenza sufrida con la derrota de la Cañada de la Cruz, vino
a Buenos Aires desde Montevideo, a presentarse como candidato a la
gobernación, pero viendo que predominaba Rodríguez, unió su facción a la de
Dorrego, porque juntos podrían vencer al partido de Rodríguez, sin perjuicio de
dejar librada al porvenir la suerte particular de cada uno.
Así arregladas las cosas entre Soler y Dorrego, juntaron sus respectivas
facciones armadas, en la plaza, donde se fortificaron con artillería, etc.
Rodríguez no perdió tiempo: ordenó que se reunieran sus veteranos, y al
pasarles revista advirtió que no eran suficientes para atacar la plaza: entonces fue
a la cárcel donde se hallaban los oficiales y soldados prisioneros de San Nicolás y
les ofreció la libertad si querían ayudarlo en ese día. Ellos accedieron, todos, y
fueron sacados de la prisión proporcionándoseles armas. Incorporados a las
tropas de Rodríguez, avanzaron para llevar el ataque a la plaza. Los vecinos y
cívicos se defendieron por algún tiempo, resueltamente, pero se vieron obligados
a ceder al empuje de la fuerza de Rodríguez, mientras éste, hollando la sangre de
cuatrocientos vecinos se apoderaba del gobierno supremo de la República en
contra de la opinión general de la ciudad y de la provincia. Esta forma de elección
no es cosa rara en las repúblicas de Sud América.
Habiéndose adueñado Rodríguez del gobierno de Buenos Aires y
dispersadas las facciones que se le oponían, cumplió su promesa a los chilenos
que lo habían apoyado, extendiéndoles pasaportes para cualesquiera de las
provincias, —menos Santa Fe— donde nos encontrábamos. Algunos oficiales
pasaron a Montevideo y desde allí vinieron a reunirse nuevamente a nuestra
división.
Rodríguez envió diputados a los indios del sur, ofreciéndoles grandes
recompensas si nos declaraban la guerra, y ellos accedieron, prometiendo
hacerlo. El cacique Nicolás, aliado de Buenos Aires, vino con su tribu a
Pergamino, desde donde marchó con doscientos soldados porteños a la villa de
Melincué, en los confines de la provincia de Santa Fe. Un destacamento de los
nuestros, que guarnecía la ciudad, fue pasado a cuchillo y todas las mujeres y los
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niños, llevados por los indios como cautivos. El cacique Nicolás prometió poner a
la disposición de Rodríguez siete mil indios, cuya fuerza consideraban suficiente
para exterminarnos sin dificultad ninguna.
Buenos Aires se consideró segura con la promesa de los indios aliados. Sus
miserables poetas cantaban, todos, nuestra inevitable destrucción, ridiculizando
del modo más reprobable las ideas políticas de Carrera. Otros, que carecían de
habilidad para versificar, se ocupaban mezquinamente de provocar disensiones
entre Carrera y López distribuyendo profusamente sus panfletos. En estos
panfletos y papeles, arrojados cuidadosamente por nuestro camino, hacían
aparecer a López como una nulidad, obsecuente a todas las disposiciones de
Carrera, sin ideas, voluntad ni opinión propias. La idea insinuada en esos papeles
no estaba muy lejos de la verdad, pero la verdad no halaga siempre. López tenía
suficiente amor propio para sentir hasta el fondo su inferioridad, ahora que se
mostraba al público; sin embargo, ocultó cuanto le fue posible la envidia que roía
su mezquino corazón. Los porteños, juzgando acertadamente que su plan surtiría
efecto en el espíritu inculto de López, mandaron diputados a San Nicolás, con el
fin de reanudar las negociaciones sobre entrega de Carrera y sus soldados a los
porteños. Bustos, gobernador de Córdoba, viendo a Carrera sin fuerzas, y
echando al olvido sus obligaciones, se negó a entregarle los ochocientos chilenos
que tenía en su ejército, no obstante haber prometido entregarlos cuando Carrera
lo exigiese. También Bustos mandó diputados a San Nicolás para cooperar con
los diputados porteños a nuestra ruina, después que su gobierno fue previamente
reconocido como gobierno legal por el de Buenos Aires. 7
El regimiento N.° 1, de San Juan, que había sido cedido a Carrera por
Mendizábal, gobernador de aquella provincia, fue conducido por su coronel a un
ataque en Mendoza, sin orden alguna de Carrera; éste, solamente le había dado
instrucciones para defender a San Juan, en caso de un ataque. Corro, que
mandaba el regimiento, pudo advertir que se trataba de soldados tan buenos
como los mejores de América y confió en el coraje que acreditaban, sin consultar
su propia capacidad para dirigirlos en tal empresa. 8 Y así, marchó con su
infantería y los dragones a los Pocitos, destacando desde allí una avanzada de
cuarenta y ocho dragones a Jocolí, un pueblo distante ocho leguas de Mendoza.
Esta guardia fue sorprendida y atacada por Caxaravilla, el celebrado porteño, con
doscientos hombres de caballería y cuatrocientos de infantería. La guardia
arremetió logrando derrotar a los doscientos soldados de caballería,
ocasionándoles considerables pérdidas, y al volver de la persecución tuvo la
audacia de atacar a la infantería, perdiendo en este hecho la guardia las tres
cuartas partes de sus soldados. Los sobrevivientes volvieron adonde estaba
Corro. Esta victoria, obtenida por seiscientos soldados sobre cuarenta y ocho, no
se debió al coraje de los vencedores, sino a la imposibilidad en que se vieron para
huir. Porque si la infantería hubiera podido seguir el ejemplo de la caballería,
seguramente lo habría hecho. De haber podido huir, nunca se hubieran
defendido, ni vencido a sus contrarios. Esta victoria, que el enemigo pagó bien
cara, se celebró en Mendoza con muchas fiestas y ceremonias. 9
Los oficiales y soldados unánimemente, pidieron a Corro que los llevara
hasta la ciudad, porque la derrota sufrida por la guardia diríase que había
afirmado más la alta opinión que tenían de su propia superioridad. Pero Corro
miraba las cosas de otra manera. Era un cobarde redomado, desprovisto de
ideas, de iniciativa, y sin ningún sentido del honor ni de la delicadeza.
Ordenó a sus tropas la retirada a San Juan, y entretanto, los mendocinos,
conocedores de su irresolución, le persiguieron con dos mil hombres, obligándole
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a redoblar sus marchas, pero llegó sin pérdidas a San Juan. Allí los soldados
esperaban que recobrara el ánimo, por lo menos en presencia de las damas,
porque era con ellas muy galante. Al aproximarse los mendocinos, —que tenían
promesas de auxilios, de parte de una facción urbana— Corro se retiró seguido
ansiosamente por sus soldados, convencidos de que iba a presentar batalla al
enemigo en la Ligua, (una pequeña llanura en las inmediaciones de San Juan),
pero la indignación de la tropa no conoció límites cuando recibió órdenes de
abandonar ese mismo campo —donde esperaban decidir su suerte por las armas
— y de seguir en retirada hasta La Rioja. Viendo entonces los soldados, que lo
que deseaba Corro era correr, —según su nombre lo auguraba— negaron
obediencia al cobarde y se dispersaron con distintos rumbos, a diferentes
ciudades. Unos doscientos soldados, nativos de Salta, siguieron a Corro, porque
éste llevaba el camino de esa ciudad. El gobernador de San Juan fue
reemplazado en el gobierno por don Antonio Sánchez, y llevado a Mendoza,
donde se le tuvo encerrado en un calabozo, hasta después de la muerte de
Carrera, de quien era un fiel amigo. Cuando pasamos la cordillera, fue mandado
también a Chile, a disposición de O’Higgins, y éste, ya fuera por el deseo de
aparecer magnánimo, o por un sentimiento efectivo de justicia y humanidad,
desistió de quitarle la vida en Chile pero no tuvo escrúpulos en prolongar sus
torturas, metiéndole, con grillos, en un calabozo. Después lo envió a Lima.
Mendizábal era generoso, bravo y desinteresado, leal con sus amigos e
implacable con sus enemigos. No era supersticioso y sus últimos momentos
fueron dignos del carácter que siempre había demostrado.
Poco después de la dispersión de nuestros hombres en San Juan, tuvo lugar
una revolución en Mendoza que trajo el reemplazo de Cruz Vargas por Godoy
Cruz. Como consecuencia de este cambio, el coronel Aldao y sus principales
oficiales se hicieron odiosos al nuevo gobierno. Estos eran los oficiales que habían
mandado la expedición contra nuestras tropas en San Juan, y aunque
inveterados enemigos de Carrera, ahora se veían obligados a implorar su
clemencia. Carrera no se consideró ofendido, puso remedio a sus necesidades, se
mostró generoso con ellos y los protegió, no obstante las graves ofensas que
había recibido.
López seguía en sus tratados secretos con los diputados de Rodríguez y
Bustos en San Nicolás. Los indios, que habían sido invitados por Rodríguez para
hacer alianza contra nosotros, guardaban un odio invencible a los porteños y
cuando éstos esperaban que, de un día para otro, atacaran nuestra división, llegó
a Rosario una comisión de catorce capitanejos, enviados del cacique principal,
para tratar con Carrera. Le hicieron conocer, en nombre de sus respectivos jefes,
las grandes recompensas ofrecidas por Rodríguez en pago de sus servicios, pero
declararon también que nunca se unirían a sus insidiosos enemigos, los porteños,
y en cuanto a recompensas, preferían batirse al lado de hombres valientes, sin
pago alguno, que como aliados de unos cobardes, —como eran los porteños— por
más dádivas que éstos pudieran ofrecerles. Comunicaron también a Carrera que
sus jefes ambicionaban mucho su alianza y protección y que estaban autorizados
para proporcionarle el número de indios que solicitara.
La conducta de estos indios y su ofrecimiento espontáneo, pareció
misterioso y nos hizo sospechar alguna celada, pero a poco de averiguar, se supo
que don Güelmo, antiguo capitán y comandante de una ciudad fronteriza de los
indios en Chile, en tiempo de Carrera, había preferido largarse a vivir entre los
salvajes antes de sufrir los enojos que O’Higgins y San Martín descargaban sobre
los oficiales y amigos del anterior gobierno de Chile. Este Güelmo, aunque
contaba ya ochenta años de edad, había deseado todavía ser útil a su general,
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comprometiendo los indios a su favor. Rodeados de enemigos como nos
encontrábamos, y lo que es peor, de falsos amigos, el rayo de esperanza que esta
noticia inesperada trajo a nuestros corazones, no podía sernos desagradable.
Carrera conocía la intriga de los diputados en San Nicolás y bien advertía que no
debía desperdiciar cualquier oportunidad que se le presentare para salvarse de la
red que se le tendía. Fue así que despachó cinco de los comisionados indios para
que agradecieran a los caciques el ofrecimiento desinteresado de amistad, que él
aceptaba, ofreciéndose a la vez como protector contra los porteños; al mismo
tiempo les pedía que mandaran seiscientos o setecientos hombres para que se
aproximaran en la pampa, a esperar sus órdenes, pero sin mostrarse sobre la
frontera. Los otros nueve enviados fueron alojados y provistos en nuestro
campamento, donde quedaron para servirnos como baquianos en caso de vernos
obligados a escapar de un momento a otro. Cuarenta indios que formaban la
guardia de estos delegados, acamparon en un pueblito de la frontera, donde los
proveímos de víveres, tabaco, etc.
Carrera escribió entonces a los diputados de San Nicolás, haciéndoles saber
que estaba perfectamente enterado de la deshonrosa y pérfida conspiración y la
conocía en sus menores detalles y condiciones, relativamente a las provincias de
Santa Fe, Buenos Aires y Córdoba. Les pedía al mismo tiempo que desistieran de
los planes que proyectaban y renunciaran a ponerle obstáculos en su marcha
sobre Chile porque les haría responsables ante las demás provincias de las
consecuencias que pudieran sobrevenir. 10
Esta carta de Carrera resultó un enigma difícil de resolver para los
diputados. Era en verdad extraordinario que estuviera al cabo de sus proyectos
secretos, pero era más raro todavía que, no contando sino con ciento cincuenta
hombres, tuviera la audacia de pedir la suspensión de los proyectos, de indicar la
línea de conducta que debía seguirse, e insinuar amenazas para el caso que no se
le permitiera pasar a Chile. La unión con Ramírez parecía imposible y no podía
concebirse que dispusiera de otro recurso para escapar.
Las aptitudes de Carrera eran conocidas, así como su espíritu
emprendedor, y se le temía porque se le consideraba capaz de echar mano de
cualquier recurso, en caso de peligro. Por eso resolvieron poner inmediatamente
sus planes en ejecución, antes que fuera imposible realizarlos.
El tratado se firmó por ambas partes en las siguientes condiciones: el
gobierno de Buenos Aires pagaría al gobernador López en Santa Fe la suma de
doce mil pesos y treinta mil cabezas de ganado por la entrega de Carrera y sus
oficiales al gobierno de Buenos Aires en San Nicolás; López continuaría en el
gobierno de Santa Fe, y Bustos en el de Córdoba; los tres estados, Buenos Aires,
Santa Fe y Córdoba obrarían en forma defensiva y ofensiva contra Ramírez o
cualquier otro aliado de Carrera que se opusiera a la empresa. 11