Este documento describe las tradiciones de los arreos, o traslados de ganado a granel, en la Argentina a fines del siglo XIX y principios del XX. Explica que los ferrocarriles y luego los camiones reemplazaron a los arreos, poniendo fin a esta práctica. También relata detalles de un gran arreo nocturno observado en una estancia, incluyendo el número y tipo de animales, y cómo los peones podían deducir muchos detalles sobre el arreo sólo por los sonidos que oían en la oscuridad
Historia de los últimos arreos de ganado en Argentina a fines del siglo XIX
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costumbres y tradiciones
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Bernardo Alemán
Ultimos arreos.
Estas fueron quizás algunas de las últimas tropas grandes que se arrearon
a fines del siglo XIX y principios del XX.
La llegada del ferrocarril, si bien no concluyó con los arreos, acortó las
distancias; bastaba con arrear hasta la estación más próxima y allí cargar la
hacienda en los vagones jaula del tren que estaban estacionados en el brete.
A mediados del siglo pasado aparecieron los camiones de transportar
hacienda, que van directamente y a cualquier día y hora a la puerta del
establecimiento donde se encuentra la hacienda que se desea transportar. Esto
concluyó con los arreos, con las tropas y con los troperos.
Ya no se ven pasar más por los caminos rurales las tropas en viaje, ni se oye
el grito de los troperos animando el arreo, ni el tañido de los cencerros de las
madrinas tropilleras que iban a la cabecera.
Hasta no hace muchas décadas, quienes contamos unas cuantas
primaveras, alcanzamos a ver en el norte de Santa Fe esas tropas que pasaban
rumbo a las ferias de invernada en la localidad de Humberto Primo del
Departamento Castellanos. Provenían de los departamentos de Vera y General
Obligado principalmente. Lo hacían cortando campo por inmensos potreros,
siguiendo la rastrillada de tropas anteriores que habían dejado marcado el
camino de manera indeleble.
Al Llegar al río Salado, debían cruzarlo a nado por el llamado Paso de la
Barra, donde había un canoero que secundaba el cruce, yendo y viniendo de una
orilla a la otra, transportando recados y pilchas, mientras los troperos, semi
desnudos, nadaban prendidos de la cola o las crines de sus montados, a la vez
que atendían el ganado que no se volviera en medio del río. Salvado este
obstáculo, la marcha resultaba más fácil y tranquila, transcurriendo por caminos
y callejones hasta llegar a destino. Como siempre habías estancias que permitían
dar agua a la hacienda y encerrar durante la noche, se libraban de las agotadoras
rondas, aprovechando los troperos para descansar a gusto.
Estos arreos llevaban varios días de camino y hasta una semana, según la
distancia a recorrer y el estado de la hacienda. Por lo general se trataba de
novillada de tipo criollo, guampudos y livianos, de unos tres a cuatro años.
En la década de 1940, unas lluvias excesivas anegaron los campos del norte
santafesino, principalmente en la zona de Tostado, hasta tal punto que los
ganaderos tuvieron que salir con sus haciendas en busca de campos secos de
pastoreo. Se armaron así numerosos arreos que vagaron muchos de ellos sin
rumbo fijo, hasta encontrar lugar donde dejar la tropa a pastaje, mientras
descendía el agua en los potreros de origen y pudieran retornar a ellos.
Durante días y días debieron arrear en medio del agua y solo podían echar
pié a tierra cuando encontraban un hormiguero que sobresaliera por encima de la
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inundación. Así anduvieron durante semanas, hasta encontrar donde acomodar
la tropa en terreno seco. Algunos arreos fueron tan grandes y duraron tantos días
que, comentaban los troperos, exagerando la nota, cuando llegaron a destino no
se conocían más los de la cabecera con los de la culata; tan cambiados estaban
en su facha, con las barbas y las melenas crecidas y ropa toda sucia.
Para concluir referiré lo que escribió A. J. Althaparro bajo el título de “Una
arreo en la noche – Allá en el pago del vecino”.
Cuenta el autor que estaba una noche la peonada de una estancia
terminando de churrasquear en la cocina del personal, cuando oyeron el ladrido
de los perros, lejos de las casas, en forma desganada pero insistente.
Debe venir un arreo, dijo uno saliendo al patio...
Alguno que viene cantando por el camino, agregó otro, saliendo
también.
Poco a poco se fue aumentando el grupo de los de afuera, los
que en la noche oscura en que no se veían ni las manos trataban de
descubrir que era lo que anunciaban los perros...
El oído acostumbrado de los hombres de campo y su gran poder
de deducción fue supliendo a otros datos para saber de lo que se
trataba.
De pronto alguien creyó haber oído un cencerro y pocos
segundos después lo confirmó otro de los del grupo, asegurando que
eran dos.
Ya empezaba la imaginación a construir el panorama de un
arreo en la noche y aguzando el oído en esa orientación pronto se
oyó, aunque lejano, el grito característico del resero y casi enseguida
algún mugido.
No había duda que se acercaba una tropa por el camino real, que
pasaba a pocos metros, y a breve plazo daría con su nota de sonido
un rato de animación a la habitual quietud de la estancia, en el
silencio de la noche.
Arreo grande –afirmó el viejo capataz porque vienen como seis
o siete tropillas; se oyen tres cencerros, dos campanillas y uno o dos
tachos. Una de las campanillas ha de ser de plata.
Son novillos –sentenció otro y ante una insinuación de duda,
replicó –si fueran vacas se oirían más balidos.
Vienen de lejos, porque marcha muy entablada la hacienda, y se
va sola. Casi no se ha oído el grito de güeya... güeya...
Aunque la oscuridad de la noche no permitía distinguir ni los
bultos de los que pasaban ya frente al grupo de observadores,
podíamos estar seguros que se trataba de un arreo de unos 600
vacunos; que eran novillos y que traían una marcha de muchas
leguas.
Como iban para el norte, era probable que llevaran destino a los
corrales y esta suposición se convirtió en una presunción más
fundada pues el mismo viejo capataz, a quien se reconocía mucha
autoridad en esta materia afirmó: Es hacienda muy gorda, porque la
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arrean con la fresca aunque está la noche tan oscura y porque al
caminar le suena mucho la pezuña.
Al día siguiente, el primer peón que fue a la esquina, más que
por necesidad, por confirmar casi al detalle todos los datos que
respecto a este arreo, anticipara la deducción criolla; propia de los
hombres de campo de mi pago y de mi tiempo.
Mucho nos enseña este relato sobre algunos detalles de los arreos: por
empezar observamos que cada resero contaba con su tropilla propia, modalidad
esta de la región surera; no así en el litoral norte, donde la paisanada disponía de
escasos medios y solo poseía dos o tres montados para conchabarse de troperos.
El capataz era el único que aportaba una tropilla completa y a ella se agregaban
los otros montados de los peones para marchar todos juntos.
Se mencionan en este relato cencerros, campanillas y tachos para usar en
las yeguas madrinas: los primeros, de distintos tamaños, pueden ser de dos
clases: cuadrados u ovalados; las campanillas son pequeñas campanitas que se
usan preferentemente en las majadas de ovejas o chivos, servían también de
cencerro en las tropillas; en cuanto al tacho era un cencerro largo confeccionado
en chapa, más liviano y con alguna aleación para darle mayor sonoridad, se
usaban también prefrentemente en las majadas, por lo general eran de
confección casera y por consiguiente más económicos y aquel que no tenía lo
suficiente para adquirir un cencerro le colgaba un tacho al pescuezo de su yegua
madrina.
En varios de los arreos comentados se observa la costumbre de viajar de
noche, cosa aparentemente molesta y dificultosa por el peligro que se extravíen
algunos animales, sin embargo queda aclarado en este “Arreo en la noche”, que
era para aprovechar la fresca y que la hacienda sufra menos.
Cuenta el autor “que la tropa marchaba muy entablada”, ello significa que
los animales, después de muchos días de viajar se habitúan a seguir juntos, se
hacen a la huella y no hay mayor peligro en que se separen o pretendan volver a
la querencia.
Por último se debe resaltar el dato que: “por el ruido de la pezuña se conoce
la gordura del vacuno”.
Conclusión.
Los grandes arreos que comenzaron allá por el siglo XVI con Hernandarias
y subsistieron durante centurias, hasta mediados del XX, hoy ya han
desaparecido practicamente. El ferrocarril primero y luego el camión, los han
relegado al olvido. Con ellos desaparecieron los troperos, los capataces de tropa,
el señuelo guía y las tropillas punteras. Los adelantos de la civilización los han
hecho innecesarios. Se han convertido en un recuerdo, en una leyenda casi. Solo
nos queda rememorarlos para que no se pierdan totalmente; para que las
generaciones venideras sepan que la patria se hizo también de a caballo,
tranqueando detrás de los animales por rastrilladas, huellas y caminos,
vadeando ríos a nado, trepando sierras y cordilleras, entre polvaderas, tormentas
y nevadas. Que también debieron soportar los sufridos arrieros sorpresivas
disparadas de los animales, interminables rondas nocturnas, las heladas, el
viento, el frío, el hambre y la sed.
Valgan estas miserables líneas para resaltar y grabar en el recuerdo el valor
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