Don Antonio Peredo enseñó a varios de sus alumnos a enamorarse de la literatura y a descubrir que en ella reside la médula de la buena descripción periodística. Tenía todo un arsenal de autores latinoamericanos para defender sus ideas. Rayuela, de Julio Cortázar; Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y Conversación en la Catedral, de Mario Vargas Llosa encabezaban la lista.
1. La Paz, Bolivia, 10 de junio de 2012
Él era como un buen libro
Antonio Peredo Leigue, periodista y catedrático.
Antonio Peredo Leigue. En su casa. El comunicador murió el sábado 2 de junio a
los 75 años a causa de una enfermedad pulmonar. foto: archivo La Razón
La Razón / Óscar Ordóñez Arteaga
En pleno velorio, una de sus alumnas me dijo que hablar con él era como si estuviésemos
leyendo un buen libro. Y ahora que lo pienso, es verdad…Puedo asegurar que muchos de
sus colegas y nosotros, sus alumnos, encontrábamos en su conversación un nuevo detalle
para comprender un poco mejor al trabajo, a la universidad, al periodismo y a la vida
diaria; esta vida que ahora acaba de decirle: “Hasta aquí llegamos, mi querido Antonio.”
Tenía 75 años.
Ahora que repaso el libro de los recuerdos que me unen a don Antonio Peredo Leigue, mi
exdocente de Redacción Periodística, acabo de descubrir que son pocos, pero ¡qué mundos
de enseñanza!
2. Por ejemplo, una tarde en que fui a visitarlo a casa, lo encontré con el semblante caído.
Como respuesta a mi natural duda, me señaló a través de la ventana la nueva construcción
en pañales de otro edificio, delante del suyo, que habría de estrenarse dentro de algunos
meses.
Supe, entonces, que el nuevo edificio habría de arrebatarle para siempre la visión del
Illimani. Y a esa hora, poco antes de que el sol se vaya a dormir, el cielo violáceo que nos
acompañaba hacía que este nevado deje de ser una corriente postal para turistas y se
convierta en algo propio, en algo íntimo; no exagero si digo en algo humano. He ahí su
amor a la naturaleza.
AUTORES. Don Antonio Peredo enseñó a varios de sus alumnos a enamorarse de la
literatura y a descubrir que en ella reside la médula de la buena descripción periodística.
Tenía todo un arsenal de autores latinoamericanos para defender sus ideas. Rayuela, de
Julio Cortázar; Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y Conversación en la
Catedral, de Mario Vargas Llosa encabezaban la lista.
Y a los más atrevidos, nos instaba a leer poesía. No recuerdo con precisión matemática sus
palabras, pero quiero creer que un día me dijo, como el poeta Gabriel Celaya, que “la
poesía es un arma cargada de futuro”.
Recuerdo también que un día casi se escandaliza luego de haber oído decir a una de sus
alumnas que de nada le servirá leer literatura para su profesión de comunicadora social.
“Han venido a una carrera donde se lee, se lee y se lee”, solía decir. Detrás de ese “se lee”
está todo un mundo por descubrir. Con ello, don Antonio nos daba las pistas para
comprender la vida, desde luego.
La historia era otro puente en que nos gustaba detenernos a platicar. De hecho, toda buena
literatura, decía él, convierte a la historia en algo más palpable, más propio. La lucha de las
mujeres de la Coronilla de San Sebastián, en Cochabamba, que defendieron la patria de los
españoles, durante la Guerra de la Independencia, narrada en la novela Juan de la Rosa, de
Nataniel Aguirre, es uno de sus ejemplos que ahora llega a la mente.
A don Antonio le gustaba repetir que Carlos Marx decía que él aprendió la historia de
Francia no por los historiadores, sino gracias a Balzac.
Mi ex docente tenía, además, la fama de haber sido hermano de los guerrilleros Guido
(Inti) y Roberto (Coco) Peredo, quienes lucharon junto al Che Guevara en la guerrilla de
1967. Su tercer hermano, Osvaldo, llamado por sus amigos Chato, organizó el movimiento
guerrillero en Teoponte, en 1970. Algo de místico se desprende aún de estos hechos
porque se siente la emoción inexplicable de rozar con un pedacito de la historia de este
país.
Ahora entiendo por qué en las redes sociales aparece la interminable cadena de
comentarios amables y palabras que abrazan sus recuerdos. Me hacen pensar que don
Antonio era único en su especie. Tal vez lo haya sido. Pero estoy seguro de que eso no le
preocupaba.
Lo que sí le tenía desconcertado, contrariado incluso, era la pésima ortografía de sus
alumnos. Su delgada pluma roja acribillaba sin compasión el blanco papel de nuestras
tareas hasta desnudar errores desapercibidos. Nada escapaba a la lupa de sus atentos ojos.
3. En lo personal, más me interesaban las recomendaciones que me sugería con esa perfecta
caligrafía de maestro indiscutible. Ésa, la prueba irrefutable de la generosidad de su
tiempo.
Estricto y correcto hasta más no poder. Me cerró la puerta de clase por culpa de cinco
minutos de retraso. Las disculpas no eran suficientes; su lema era que aprendamos a ser
mejores cada día. Pero no para demostrárselo a él o a las demás personas, sino a nosotros
mismos.
Amaba la precisión, piedra fundamental como buen periodista que era. Yo lo conocí como
docente de la Universidad Mayor de San Andrés y aprendí a quererlo como amigo.
Odiaba decir “yo le aconsejo esto”. No, escapaba de ese oasis engañoso y prefería —con
sus sugerencias— que encontremos nuestras verdades. He ahí el detalle para que una de
sus ex alumnas lo sienta como un libro, pues toda palabra que salía de sus labios parecía
estar hilvanada con el hálito imaginativo de la reflexión amigable y oportuna.
Cuando en 2002 me enteré de su candidatura a la Vicepresidencia por el Movimiento al
Socialismo (MAS), casi increpándolo, le pregunté por qué ingresaba a la política si dijo mil
veces que es pecado mortal que un periodista sea candidato de un partido político.
Además, los periodistas “salvadores” de Bolivia habían fracasado en su integridad…
Pero con su indiscutible voz de locutor profesional, me dijo: “La diferencia está en que yo
he sido político desde siempre”.
ELN. Recordé, entonces, que formó parte del Ejército de Liberación Nacional y empuñó el
arma de sus ideales políticos a los que nunca renunció y de los que se sentía muy
orgulloso.
Después, en sus épocas de diputado y senador, recuerdo que lo veía más como mi docente
que como legislador. Me quedo con su aspecto humilde de camisa blanca sin corbata,
cubierta por un suéter guindo de botones al centro y su eterno saco café oscuro de cuadros
delgaditos.
Cuando lo encontraba en la calle, interrumpía su camino y su tiempo para abrazarlo con
gratitud y preguntarle por su salud.
“Estoy muy bien”, solía decirme sonriendo. Y me tranquilizó con la misma sentencia el día
en que le llamé por teléfono a su casa, el 13 de marzo, para hablar sobre la muerte de
Domitila Chungara, una de las mujeres que en 1978 formó parte de una huelga de hambre
que habría de terminar con la dictadura de Hugo Banzer Suárez.
Desde aquella vez, no tuve la fortuna de encontrarlo en la calle, caminando con ese aire
humilde de paso quedito con que solía verlo.
Y ahora, por desgracia, escribo esta semblanza por culpa de la mala noticia de su muerte a
causa de un cáncer avanzado en el pulmón, disfrazado de neumonía.
A este paso, prefiero abrazarme de la mejor frase que escuché en su velorio. “Hablar con él
era como leer un buen libro”. ¡Gracias don Antonio! Paz en su tumba.
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