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Un faro tenue<br />Y eso también es un acto de silencio,<br /> o una imposibilidad.<br />I . Témpanos de sal<br />—Sería bueno que te fueras. Lejos. De esa forma yo podría escribir largas cartas que no dijeran nada.<br />     Ella lo miró, miró la mesa, los papeles rayoneados, la pantalla titilando. Afuera la luz era confusa, la ventana enmarcaba lo gris y brillante de las nubes y el sol. Él estaba sentado de espaldas, y había hablado sin siquiera levantar los codos de la mesa, girando apenas la cabeza. Se quedó detenida unos segundos, después giró y comenzó a salir, fue retrocediendo lentamente sobre sus pasos hasta la otra habitación. Se sentó en la cama con la vista perdida en algún punto impreciso, la cabeza levemente inclinada y los ojos bajos, en el borde, como fugando hacia su derecha. Después se llevó las manos a la cara y se la refregó. Unos metros más adelante el placar permanecía con los cajones abiertos y, sobre el piso, a mitad de camino entre ella y el placar, había un bolso a medio hacer. Una vez que bajó las manos buscó instintivamente los cigarrillos en la mesa de luz. Sacó uno y lo tuvo un buen tiempo en la mano y después en la boca, sin mirarlo. De pronto se puso a buscar en el cajón de la mesa de luz, sobre la cama, arriba del placard. Nada. Se paró y caminó despacio hasta la cocina. Él estaba encendiendo una hornalla, la pava descansaba sobre la mesada. Como deseando tocarlo, pero sin atreverse a hacerlo, ella le pasó por detrás y colocó el cigarrillo directamente sobre el fuego. Él no se inmutó y comenzó a abrir las alacenas buscando algo. Entonces ella retrocedió y apoyándose en la mesa, con los ojos perdidos en su espalda, dio una pitada larga al cigarrillo. <br />Ahora afuera al parecer corría viento, las ventanas de las habitaciones crujían levemente con el movimiento y un silbido en sordina llegaba hasta la cocina. Ella escuchó un momento o intentó hacerlo, pues su cara tenía algo de forzado interés, y al instante, sin preludio, le dijo que no quedaba té. Que hacía ya un tiempo que no había té en la casa ni ninguna otra cosa. Inmediatamente después fue hasta la pared de la izquierda para despegar un papel bastante desgastado que estaba junto a otros y se superponían entre sí. Lo leyó en silencio. Cuando levantó la vista para dar otra pitada, él estaba agachado, rebuscando entre las ollas viejas y quemadas bajo la mesada, pero de un momento a otro abandonó la búsqueda y se fue. Ella alcanzó a ver su espalda mientras salía por la puerta que da hacia el patio dejando la impresión de no haber estado nunca. Luego volvió los ojos al papel y leyó en voz alta: “Como un faro tenue que siguieran los insomnes durante el día, como correr las cortinas durante la madrugada.” Más abajo distinguió su propia letra pero no leyó. Todo el texto estaba escrito a mano y continuaba de la misma forma: la letra de él, después la de ella, y así en adelante. Hizo un bollito con el papel y lo lanzó a la pileta de lavar. Acertó en el centro y cerró el puño a modo de festejo.<br /> <br />«S tiene un sueño recurrente. Sueña que ve morir un hombre o que tiene la certeza de que ha muerto un hombre y es como si estuviera parado un tiempo indefinido frente a una cama de hospital vacía. En el sueño, él piensa o cree pensar que es imposible que la energía que compone a un hombre haya cesado para siempre, y se aferra a una extraña fe. A veces siente que ése que ha muerto es un ser valioso, y sueña que dice en voz alta, con la voz a punto de quebrársele: “Ha muerto un hombre. Hoy ha muerto un hombre.” En ese momento a veces se despierta exaltado, busca alguna bebida y toma tragos largos directamente del pico. Luego intenta volver a dormir manteniendo los ojos cerrados. Otras se desvela y se queda fumando parado cerca de la ventana de la cocina, mirando hacia afuera, hacia las luces de la noche.»<br />     Estuvo apoyada sobre la mesa un tiempo más, luego giró y dio una vuelta en redondo como observando el lugar por primera vez: la cocina y las alacenas, la pava, el mate, la pileta de lavar, la heladera, la ventana, la puerta del patio, el televisor, la pared blanca con el cuadro de una película de Lynch, el equipo de música desenchufado y los Cds a su alrededor, los auriculares, una biblioteca baja, los papeles, las llaves, el marco y los papeles, la puerta hacia afuera, el pilar, la puerta hacia adentro. Dio tres pasos y se asomó al patio. Lo llamó desde el vano con su voz en el borde exacto del grito, pero sólo escuchó el silencio o el silbido del viento y el agitarse de las ventanas. Luego caminó hasta la habitación acompañando sus pasos con golpecitos leves en las paredes o en los bordes de la mesada, la cocina, el pasillo, el marco de la puerta de la habitación. Como si siguiera una música imprecisa pero envolvente y necesaria. Ya adentro se acercó hasta su mesa de trabajo, los papeles y la lapicera estaban justo en el mismo lugar donde los había visto antes, y era como si nadie nunca hubiera pretendido darles uso alguno. Los papeles en blanco, la lapicera sin capuchón. Más atrás la pantalla permanecía negra y sólo su lead se precisaba tenue y rosado. Ella se inclinó, tomó la lapicera y dibujó sobre el papel un perro. Más arriba, un paraguas. Luego tomó el encendedor que descansaba cerca del cenicero y encendió el papel, lo aventó en el aire un instante. El fuego volvió su pelo más colorado aún y signó su cara con formas fugaces. Cuando el calor se acercaba a su mano, dejó caer el papel y observó cómo se consumía sobre el piso, arrugándose oscuro e iluminado a la vez. <br /> «Pero S no es alcohólico, ni quisiera –si eso se pudiera elegir− serlo. Ha tenido episodios alcohólicos, es cierto, pero eso tampoco determina nada o lo incluye en algún tipo de grupo o sentencia clasificatoria. Frente a eso, frente a esa necesidad de orden, él tal vez imaginaría cajones apilados en un sótano húmedo, y reiría. De hecho desde hace un tiempo trata de beber un poco menos y a veces hasta lo logra. Tal vez desde el día o, mejor dicho, desde la madrugada en que le dejó un ojo morado a su mujer y ella armó una valija y se fue mientras él correteaba entre los autos de la avenida simulando buscar un taxi. Tal vez desde hace un mes, o casi. S bebe: sí. S se pone violento: no, nunca, o casi. Tal vez lo hace desde que volvió antes de tiempo de su beca por un año en Canadá y encontró a su padre pudriéndose en la cama. Tal vez desde que su vida es una cinta rayada, una vieja cinta rayada que emite pequeños ruidos que enturbian la escucha, una estúpida cinta imposible de escuchar que, de todas formas, por nada del mundo S se permitiría dejar de escuchar.»<br />     Media hora después ella estaba sentada a la mesa de la cocina con un vaso de agua al alcance de su mano derecha, inmóvil. Entonces tomó su celular y escribió, borró, volvió a escribir. Finalmente volvió a borrar. <br />−Maxi. Milena.<br />−Para pedirte que vengás. No habla, no quiere saber nada. <br />−Vos sos uno de sus amigos, podés ver qué pasa. Tratar de hablar. Hace un tiempo ya que viene así y acá no queda ni un peso. Quizás te imaginás por qué. Estoy cansada.<br />     Una vez que cortó, volvió a la habitación y se paró frente al placard, acercó una silla y, montada, abrió sus puertas superiores. Sacó una frazada y una campera, sacó un velador, de más atrás y con esfuerzo, una caja. La tiró sobre la cama. Adentro había dos pares de zapatos bastante gastados y una bolsa con ropa vieja o en desuso. También había una carpeta. Al darse cuenta de que tenía algunas fotos, ella la dejó a un costado con un movimiento rápido, lo que provocó que unas pocas se deslizaran hacia afuera. La más visible mostraba un paisaje como de montañas, al parecer en un atardecer. En su ángulo izquierdo había una pareja: ella de pelo castaño rojizo peinado con raya al medio, de ojos expresivos, delgada, con pantalón de corderoy marrón y remera clara; él de pelo oscuro, con campera deportiva y jeans, y tal vez zapatillas de lona, haciendo un gesto extraño con la mano y sonriendo, con los ojos puestos fuera de la toma, más atrás. Otra de las fotos, menos visible, era un plano medio de tres hombres jóvenes. Uno era el mismo que aparecía en la otra foto. Los tres sonreían. Uno, además, parecía tener la expresión de un cantante o un orador, sus manos se adelantaban con intención expresiva. Las demás fotos se mezclaban en diversos collages de paisajes y personas, había viejos y niños, había una foto en blanco y negro en la que sólo se veían un par de piernas enfundadas en un jean gastado. No mucho más se podía precisar.<br />«LLevaba dos días muerto. Su padre. S atribuyó todo a la desesperanza, no a la depresión. Y a las pastillas para dormir. Lo otro, el golpe, el ojo morado, etc., lo atribuyó al alcohol y al cansancio. O pensó que lo hacía, pero sin justificaciones ni falsos arrepentimientos. Ni llamadas húmedas a las tres de la mañana para pedir perdón, y perdonarse a sí mismo, por supuesto.»<br />     Tomó un zapato y le removió la plantilla, sacó un sobre chico bastante abultado. Contó el dinero y arrodillándose lo colocó envuelto en un sueter, sobre el bolso. Se quedó así un instante, como mirándose la manos, las piernas flexionadas, la espalda encorvada en expresión de cansancio. Luego montó el bolso sobre la cama y comenzó a revisar lo que había. Casi en el mismo acto encendió un cigarrillo que poco a poco se iría consumiendo y desparramaría las cenizas por toda la habitación debido al movimiento de su mano mientras guardaba más ropa o entraba y salía trayendo papeles y una campera. Una vez que terminó, al correr el cierre superior del bolso notó que la brasa se apagaba humeando sobre el filtro. Tiró la colilla al piso y se sentó en la cama. Por la ventana se notaba que el viento leve continuaba pero la tormenta solo había traído ciertos colores grises y se hacía esperar o no llegaría nunca. Estuvo un buen tiempo sentada pero en un momento, tal vez al recordar algo, observó su reloj plateado de cinta fina olvidado en su muñeca izquierda y se paró bruscamente. Fue decidida hasta la ventana como si lo gris le hubiera indicado algo o hubiese escuchado los primeros truenos y por primera vez en mucho tiempo, tal vez desde que fue niña, volviera a sentir miedo.<br />«Dos años. Quizás ella se acuerda se dice ahora. Seguramente ella se acuerda, vuelve a decirse S. Está sentado en su escritorio, frente a la computadora. Observa la pantalla y las dos oraciones que ha logrado escribir para la nota semanal que le da de comer. Vuelve a leer la pauta de redacción: El monte Fuji, un lugar para visitar; se detiene en el título y vuelve a recordar las palabras del editor: “Que tenga algo de suspenso, de aventura, algo místico. Una notita color, de relleno. Sale con fritas para el próximo número”. S cliquea en una de las ventanas minimizadas: se despliegan una serie de textos que S escribe sin saber bien por qué, siempre en la redacción, o lo que cualquiera llamaría su trabajo, siempre agobiado por la presión del cierre, siempre como sin quererlo pero como necesitándolo, y que tal vez, de todas formas, le recuerdan a su padre. O al sueño del hospital pero sin voz, con la imposibilidad del grito de los típicos sueños de espanto. Pero esto él no lo sabe. O no lo admitiría nunca. El archivo queda abierto, ampliado sobre la pantalla, pero él vuelve a leer el tema de la nota que tiene que escribir. Piensa en robar algo de una película. Piensa en Into the wild pero no sabe bien por qué. Piensa: una película de mierda, reaccionaria. Piensa: El estereotipo ideal para una nota ideal que una señora ideal lee en la revista ideal de su mundo ideal con problemas ideales. Murmura: ¿usted soportaría a sus héroes en su mesa, señora? Y luego, por supuesto, ríe.<br /> «Al salir se encuentra con su editor: todo listo, salgo a dar una vuelta y le hago los últimos retoques, dice. A la par coloca su sonrisa abierta. El editor, que también es su amigo y que fue quien le consiguió ese trabajo, le ofrece irse antes. Comprende que tal vez ese día tenga otras actividades que son más importantes. Él niega y promete volver. Ok, le dice el otro, a la salida te acompaño. <br />«S camina cuatro cuadras y entra en un bar, pide vodka. Desde la barra lo observan dos ojos distantes pero conocidos que se demoran en ponerse en movimiento. Ahora viene Juan, dice él. Quedó de llevarme a una misa para tipos que se mueren esperando. Va a haber bailarinas y sillas mecánicas. Ahora viene. Ahora viene y paga. Hace frío, los vidrios están empañados y el murmullo de la calle llega en sordina hasta la barra. S tiene los ojos vidriosos y la cara entumecida. Toma tragos cortos acomodado en la barra como asumiendo el invierno o poniendo carteles que dicen peligro en una ruta poblada de baches pero desierta. Desde donde está puede ver la puerta de entrada y el movimiento, gente que entra o que sale. No lo hace: no le interesa o no quiere. Tampoco le preocupa ver si viene o no su amigo. Piensa: por más fácil que fuera imaginarlo, ni siquiera podría saber dónde estoy. Tampoco su mujer atravesaría nunca esa puerta. O quién sabe. Piensa: tal vez ella sí podría intuir dónde, tal vez ella sí podría encontrarme, pero lo más probable es que no quiera hacerlo, y no esté se equivocada. Piensa: Tal vez ni lo haya recordado, tal vez no lo haya recordado y este muy ocupada con los papers de su exitoso doctorado. S se sonríe. S levanta la vista y observa la puerta; se dice: Puerta vaivén, puerta vaivén; repite: vai-vén. Después baja la vista y observa cómo la garúa ha empezado a generar un hilo fino de agua que corre sobre el pavimento hasta las alcantarillas y arrastra consigo algunas hojas. Puerta vaivén, vai-vén, vuelve a repetirse ahora casi murmurando. Luego gira hacia la sala: hay pocas mesas ocupadas. En una reconoce a un grupo de turistas o extranjeros. Al menos así le parece: vestimenta, gestualidad, consumos. En el barrio es frecuente verlos. Vienen al tercer mundo, vienen porque sí, vienen para ser artistas o pordioseros por temporada, vienen porque no tienen otra opción. Vienen. Le llama atención una de las chicas, o al menos sus ojos se han perdido en un punto inexacto de su cara, pero cuando ella levanta la vista, él vuelve a girar. Pide otro vodka.»<br />     Lo veía a través de la ventana, estaba sentado con los pies en la cuneta seca que atraviesa el fondo y orientaba el cuerpo de espaldas al sol o lo que persistía de él y se escondía tenue hacia el otro lado, contra el viento y las nubes. Leía y releía papeles que sostenía con su mano izquierda mientras la otra descansaba como muerta sobre su falda. Los papeles parecían pocos y a la vez cada hoja parecía sólo tener unas escasas líneas escritas a mano. Casi en intervalos perfectos, él levantaba su mano derecha para pasar a la siguiente hoja y luego volver a su posición inicial. Ella giró y miró hacia adentro, el paquete de cigarrillos holgaba sobre la cama tan cerca como lejos del bolso y de ella misma. Por un instante fue como si dudara, luego comenzó a abrir muy despacio y suave como tratando de no hacer ruido una de las hojas de la ventana, de tal forma que podría pensarse que se hubiera olvidado completamente del viento y más aún de su poder para convertir cualquier gesto en silencio. Cuando logró girar la manija y deslizar la celosía unos centímetros, pudo ver que él ahora escribía y su mano derecha corría tensa y oscurecida bajo la sombra del sol, del viento, de las nubes. Entonces, como si se arrepintiera, cerró la ventana con un estruendo y se volvió hasta el bolso, descorrió el cierre y hurgando con su mano derecha sacó un manojo de billetes. Separó unos cuantos y los dejó sobre la cama. Después tomó el bolso con decisión y fue saliendo. Mientras atravesaba el pasillo pudo oír que un auto estacionaba en la entrada de la casa. <br /> «S ha tomado tres Vodkas. Cortos, es cierto. Con el cuarto lleno y en su mano, se acerca a la mesa y hace chistes y sonríe y está como en una euforia contenida. Son cinco en la mesa: dos gringos, una gringa, un colombiano, una chilena: la que lo había mirado. Él está sentado entre uno de los gringos y la chilena. La gringa habla de cine. Pondera el cine de Tarkowsky. S, luego de una entrada que él llamaría triunfal y su charla amena y alcohólica matizada de risas por todas partes, ha callado un instante, cínico, para escuchar. Luego dice sí, por supuesto, y dándose vuelta levemente le dice a la chilena: Es tan fanática como un suicida. Esa mina es tan fanática como un suicida. No en voz baja, tampoco en voz alta; sino en un tono intermedio: los gringos no comprenden demasiado el español y el colombiano está perdido en la gringa hablante y cinéfila. Los dos, S y la chilena, se carcajean un buen rato. Luego todo sigue igual: comentarios acerca de la ciudad, de sus vidas, de sus intereses, de sus viajes, etc., etc., etc.»<br />«Más tarde un gringo con tres pelos en la cara que simulan ser una barba se pone a departir sobre los pueblos originarios y sus viajes por Bolivia, Perú, Ecuador, etc. S está como ido, pero también borracho. De repente siente vibrar su celular en el pantalón. Lo saca y lo deja sobre la mesa. Lo observa vibrar un buen tiempo con la luz encendida, hasta que finalmente para. S interrumpe el discurso del otro y se pone a contar una historia: “Yo tengo un amigo que anduvo por ahí”, dice. “Un amigo que una vez se cansó de todo y de un día para el otro, sin siquiera habérselo propuesto, armó una pequeña mochila y se fue.” Ah, ¿Sí?, dicen los gringos y sonríen o simulan poner cara de interés. La chilena, a su vez, juguetea con un Phillip Morris entre los dedos. “Sí –dice S−, tendría 22 o 23 años y un destino para nada original: el primer boleto se orientó hacia el norte y así siguió su ruta por un buen tiempo, atravesando pueblitos que lo exaltaban y emocionaban y también a veces lo aburrían y todo a la vez pero en cierta forma no podía ser mejor o así le parecía. Amaicha, Tilcara, humahuaca. Los pueblos que suele haber por ahí, digamos. También se dedicó a hablar, extrañamente se diría, porque hasta ese momento había sido más bien alguien reconcentrado y plenamente esquivo a los contactos. Sin embargo, conversó bastante con la gente que iba encontrando en cada pueblo y se interesó por sus pequeñas cosas sin fingida atención. Después cruzó a Bolivia y llegó hasta Potosí, creo. Conoció más gente: hippies, mochileros, turistas, aventureros, exploradores, perdidos, desesperados.” Los gringos asienten y probablemente especulan hacia dónde se dirige el cuento del latino borracho. Sin embargo sus caras no dicen nada, nada, y en verdad es muy probable que tampoco estén entendiendo absolutamente nada. Desde la barra dos ojos lo observan. S continúa hablando: “Aunque es imposible precisar en qué punto del trayecto tuvo la visión, mi amigo digo, lo cierto es que poco tiempo después me contó que durante uno de esos tiempos muertos que siempre se dan en los viajes, en una estación perdida del norte, él se puso a mirar la caras que iban y venían, y los gestos, y la ropa, la gente en general digamos, gente muy parecida a él en cierto sentido, ¿no?, y de repente sintió algo extraño o sintió que algo no andaba bien, o eso le pareció, y ahí tuvo la imagen o la certeza, y así me lo dijo, los vio a todos portando fusiles, misteriosos fusiles rusos viejos y gastados, viejo fusiles que se iban derritiendo, cayendo hacia abajo, y hasta chorreaban más aún que los relojes de Dalí. Y entonces él, mi amigo, tuvo la sensación de que lo habían cagado o eso creyó pensar en ese momento y casi que tirito un buen tiempo o creyó que lo hacía soportando un escalofrío que recorrió su cuerpo hasta que su boca comenzó a abrirse y estalló en una risa desmedida.”»<br />     Maxi no tuvo oportunidad de golpear, no bien franqueó la entrada, ella ya abría la puerta. Se saludaron tímidamente, sin mantenerse demasiado la mirada, parados a un metro de distancia. Él parecía cansado pero soportaba una sonrisa dócil en sus labios. Sin prólogos, ella le dijo: “Desde hace un tiempo viene así. Quizás desde que lo internaron a Pablo, después de lo que pasó. Primero dejó de trabajar, dijo que se iba a dedicar a escribir, y hasta parecía que lo hacía. Yo lo apoyé, incluso. Pero ya después con esa excusa empezó a encerrarse en la pieza, solo, como si nada le importara o no hubieran más opciones. Y poco a poco me fue haciendo un vacío o vaciándose él mismo, ya no sé. No aguanto más, me voy. No habla o habla de cualquier cosa. Está en el patio. Me voy. Me iba a antes de que llegaras, pero ya estás acá.” <br />«S, como el personaje de su historia, también ríe al concluir la narración. De hecho, es el único que ríe en la mesa. Aunque quizá también la chilena esboce una media sonrisa. De un momento a otro y mientras los demás comienzan a evaluar la retirada, S piensa: hoy no he soñado. Justo hoy no he soñado. Luego se dispersa, o casi, observando a una nena que reparte lapiceras entre las mesas del bar. Mesa por mesa, la nena, de unos ocho años, va depositando sus lapiceras al borde de las mesas; luego volverá a pasar para retirarlas o cobrar. Ya ha pasado por su mesa, pero él no podría precisar en qué momento, puesto que no ve la lapicera ni menos aún recuerda haber visto a la nena antes. Mientras tanto los gringos se paran y hacen comentarios inentendibles, y la lluvia se hace espesa contra la puerta vaivén y los vidrios. Al parecer sólo la chilena se quedaría un poco más. Pero esto S no lo percibe, ni siquiera ve la duda o el temor en la cara de la chilena; sus ojos se deslizan de la nena a las mesas y de las mesas a la barra o a las caras de la gente en las mesas. Una y otra vez, una y otra vez van y vienen hasta que de pronto la nena está a su lado y para él es como un imposible: como si nunca hubiera pensado que estaba tan cerca o pudiera llegar hasta él. Entonces, espabilándose, hace como que busca la lapicera en la mesa y no la encuentra. Luego dice: estampitas no tenés hoy, ¿no?; y ríe. La nena lo mira indiferente y da medio paso para irse, o cuidarse. Él saca cien pesos y, mirando a la barra, vuelve a sonreír.»<br />     Tras ella, que atraviesa primera el umbral con el bolso colgando de su hombro, Maxi cierra la puerta. Después lentamente, como dudando, ambos avanzan por la galería de la entrada. Ya afuera alcanzan a dar unos pasos y ven que por el costado de la casa, a través del pasillo que conecta el fondo con el frente y la puerta de entrada a la casa, él se acerca como sonriendo, con los papeles en su mano izquierda y con la otra levemente adelantada. Ella se detiene y descuelga el bolso de su hombro, lo deja descansar sobre el piso. Maxi gira y camina hacia donde viene él sin decir palabra. Los dos avanzan pacientes y decididos hasta encontrarse, se dan un abrazo. Más atrás ella observa la escena, los ve suspendidos en la tarde, recortados entre lo gris y brillante de las nubes y el sol. La tormenta sigue demorándose o quizás no llegué nunca. De pronto él abre sus ojos vidriosos y le hace un gesto con la mano que logra escapar a la oscuridad de ese día de agosto. <br />II. Riera <br />Riera levantó lentamente la persiana y relojeó la calle de las cinco de la tarde. Pensó que no hacía tanto calor y que quizás alguien se animaría a venir. Entonces fue hasta la puerta y la abrió: la claridad del sol resintió un poco sus ojos acostumbrados a la penumbra de la siesta y poco a poco fue descubriendo la piecita gris poblada de objetos de metal, herramientas, maquinas tapadas con nailon y cosas en desuso. En algunas partes la pintura descascarada de las paredes alternaba con posters de diferentes temas o marcas y calendarios viejos. Él se dirigió hasta la mesa de trabajo y la acercó lo más que pudo a la ventana, dándole leves empujones, para que cualquiera pudiera ver desde afuera que estaba atendiendo. Pero no bien se hubo sentado en la banqueta algo sombrío le surcó el rostro. Trató de no darle importancia; dio algunos pasos hasta la puerta interior y desde el vano pidió: “María, prepare el mate.”<br />     Mientras esperaba la infusión tibia que le devolviera las energías y despabilara un poco más su cuerpo gastado, se dijo que lo mejor sería buscar algunos trabajos viejos o cosas abandonadas, hacerles algunos retoques y ponerlos a la venta; de esa forma quizás alguien podría precisar justamente alguna de esas piezas y él lograría una entrada extra, además de una actividad para la tarde. Así que estuvo revolviendo un buen rato un par de cajones que se apilaban contra la pared anterior y evaluando las posibilidades de los distintos objetos que contenían; luego separó unos cuantos y los fue llevando hasta la mesa de trabajo. Una vez que estuvo en su banco, comenzó a ver para qué podrían servir o en qué se podrían convertir: primero tomó una tapa de distribuidor quebrada y derruida, y le buscó alguna forma posible; pero no hubo caso, y pensando que quizás podría lograr un cenicero (¡pero para regalar!), la apartó a un costado de la mesa. Siguió el mismo proceso con algunas otras piezas que fue apartando a un costado. Finalmente encontró una tapa de cilindro y se dijo que quizás limando un poco los bordes podría ser útil en un futuro. Entonces encendió la moladora y estuvo trabajando sobre la pieza bastante tiempo, hasta que María lo interrumpió apareciendo en el vano de la puerta con el mate preparado en una mano y la pavita chica con el culo quemado en la otra.<br />     −¿Dónde se lo dejo? –preguntó con los ojos perdidos en la resolana, como sopesando el calor.<br />     −Aquí, en las manos –le dijo Riera, y una leve sonrisa le asomó en los labios. <br />     Ella no sonrió y ya parada justo del lado opuesto de la mesa de trabajo, con la puerta que daba a la calle a su derecha, fue depositando entre las cosas de la mesa lo que había traído. Casi cuando lograba atravesar nuevamente la otra puerta para perderse en el interior de la casa, Riera, guardando en el bolsillo derecho de su pantalón el pañuelo blanco con que había secado su frente, le preguntó:<br />     −¿El Pochito cómo sigue? <br />Ella se detuvo un instante casi imperceptible y casi sin darse vuelta dijo que dormía tranquilo, por ahora, e inmediatamente desapareció tras la oscuridad.<br />     Luego él fue tomando unos mates a la par que iba dejando pulida y como nueva la tapa de cilindro de Renault 12 que había encontrado. El mate le servía como excusa: mientras le daba las últimas chupadas ruidosas que relamían el fondo o se sebaba uno nuevo, aprovechaba para observar su trabajo desde una perspectiva diferente; de esa forma notaba más fácilmente los defectos o detalles por mejorar. <br />     A eso de las seis, con el sol un poco más bajo entrando caudaloso en la piecita, se dijo que ya estaba bien y sacando la tapa de la morsa la elevó en su mano derecha para mirarla a la luz: no estaba mal, después de todo, pensó; y, a la vez que se decía esto, fue considerando los posibles precios que le pondría y teniendo en cuenta qué haría si le pedían alguna rebaja y hasta cuánto estaría bien o podría ser “negocio”. Se sintió satisfecho pero de repente, sin justificación precisa, algo emergió desde alguna parte de su cabeza y surcó sus pensamientos actuales: “asistente social”. Las palabras resonaron un instante; entonces, sin bajar la pieza del aire, Riera agitó levemente la cabeza hacia un lado y casi que chasqueó imperceptiblemente los labios. En ese momento una sombra atravesó la luz de la ventana y luego apareció por la puerta. Como si lo hubieran sorprendido en algo vergonzoso, Riera bajó rápidamente la mano y depositó su trabajo terminado sobre la mesa. En el mismo acto, adquirió una pose sobria, evaluando casi inconscientemente la posibilidad de que esa sombra fuera un cliente. Pero no era así: la sombra ingreso lentamente en la piecita y acostumbrando sus ojos a la luz interior, en contraste con la fuerza del sol en la calle, lo divisó:<br />     -Eh, Don Riera. ¿Trabajando tan temprano con este calor?<br />Riera lo reconoció inmediatamente, y tratando de sonreír o de sostener una mueca parecida a una sonrisa, le dijo que sí, que tenía algunos encargos que terminar, mientras sus ojos vagaban sobre la mesa de trabajo. Entonces el otro agregó inmediatamente, como si no hubiera escuchado lo anterior:<br />     −Qué bueno, porque eso le ha salido bien. Qué será, pieza de auto, ¿no?<br />Riera asintió en silencio y pensó, casi como haciéndose un chiste silencioso a sí mismo, que algo sabía el artista del barrio, que se veía que algo había escuchado. Pero no hizo ningún gesto y volvió a rebuscar entre las cosas que había separado a un costado. Pero no encontraba ninguna que pudiera servir de algo o cumpliera un papel en la mentira. Entonces levantando la mirada vio en la repisa de enfrente un camioncito derruido y lleno de tierra que fingía ser un adorno. Le voy a pegar una limpiadita, se dijo, se lo merece, y mientras se bajaba del banco y daba cuatro pasos cortos hasta la pared de enfrente como recordando algo impreciso, cayó de nuevo en la cuenta de que no estaba solo y, simulando no mirar pero mirando a la vez por el rabillo del ojo, preguntó:<br />     −¿Y, usted? ¿Qué anda haciendo?<br />El otro se sonrió y le dijo que venía a buscar a Miguel, que le había conseguido “un contacto” para un trabajo. Sin escucharlo, Riera bajó el camioncito y se justificó diciendo que él ya había cumplido con una etapa de su trabajo, que ahora se iba a dar un gusto, y, orgulloso, fue transportando el camioncito entre las dos manos hasta el banco. <br />     -Eso es una maravilla –dijo el otro.<br />     -Sí, sí, y eso que tiene un tiempo ya –agregó Riera. <br />Después le fue diciendo que se asomara por la puerta de adentro para buscarlo a Miguel o si la veía a su hija en la cocina le preguntase por él, pero que no gritara ni hablara fuerte porque el Pochito dormía en la pieza de atrás. Y cuando el otro atinó a preguntarle algo, él agregó que cada día iba mejor, que seguramente en poco tiempo iba a poder volver a la escuela; luego giró y encendió la radio vieja que descansaba en la repisa a sus espaldas: a bajo volumen, una voz metálica y quejumbrosa, como gritos lejanos en que las palabras se atropellaran unas a otras, pobló el silencio. Nada más.<br />     -Qué hace, papá, le va a hacer mal con este calor –le reclamó Miguel no bien atravesó la puerta interior e inmediatamente, a la vez que saludaba al otro y ambos salían para irse, agregó: -Mire, si busca alguien, la llama a la María, eh, no se olvide.<br />     “No se olvide”, se repitió Riera para sus adentros e inmediatamente volvió su atención al camioncito. Buscó a sus espaldas un retazo de tela y con eso le fue dando despacio por todas partes; de a poco iba adquiriendo un aspecto brillante y digno. “Lo habré hecho en el setenta y tantos”, se dijo, “sí, si Luis todavía no venía, debe haber sido por ahí.” Después tomó una lija más fina y se puso a retocarle la trompa y los faroles, los detalles de las puertas y las partes de la carrocería en que más óxido se había juntado. De a ratos mojaba el trapito en un poco de agua que descansaba un tanto sucia en un pedazo de botella plástica cortada al medio. “Claro, en ese tiempo el tallercito era por gusto, nomás. Y las tardes con los compañeros me habían empezado a cansar. Se iba todo para otro lado. Para mí que lo hice pensando en Luis y después me lo fui quedando de adorno: cuando tuve que abrir de prepo le daba pinta al local.” Riera estaba como olvidado remarcando circularmente las llantas de las ruedas, el trapo en su mano derecha seguía una línea imprecisa, circular y perfecta, y su pulso, fuerte, aún guardaba cierto arrojo de juventud. Luego, de repente, giró y apagó la radio: “no tocan nada”, se dijo. Volvió el camioncito entre sus manos. “Debe ser que Irene me dijo, ya cuando nació Miguel, que lo dejara acá hasta que creciera un poco y lo pudiera usar.” Los labios se juntaron y contrajeron hacia adentro; los ojos recorrieron la piecita como dispersos y nuevamente volvieron al camioncito. “Al fin, para esa época Luis ya se había ido sin siquiera saber que el camioncito había sido para él. Ni mi ex mujer.” Ahora lo tenía dado vuelta contra la mesa y lo cepillaba fuerte, pero de un momento a otro lo dio vuelta y apoyó en la parte más alejada de la mesa, casi oblicuamente. “A lo mejor el Pochito, cuando mejore, me lo pide.” Lo miró desde esa perspectiva y estiró su mano izquierda para sacudirle suavemente, con su dedo pulgar, un poco de polvo. “Suficiente −se dijo entonces−, no hubiera sido mal pegarle una limpiada con querosén, pero mejor mañana”; luego pensó que sería mejor continuar con algo que se pudiera vender o tuviera alguna utilidad, giró y colocó el camioncito sobre la repisa a sus espaldas. Rebuscando entre las cosas que había apartado, encontró alguna que creyó útil y volvió al trabajo. <br />     Ahora la luz era más dócil, se colaba por la puerta abierta y la ventana sin agredir y brindando su mejor claridad. Riera se llevó su mano derecha al bolsillo del pantalón y extrajo el pañuelo para secarse la transpiración de la frente. Hacía bastante calor: tuvo ganas de sacarse la camisa y quedarse en camiseta malla, pero evaluó que si venía algún cliente su aspecto podría ahuyentarlo, y hasta cualquiera que pasara podría pensar que él era poco serio. Además en verdad él era de la creencia de que ese tipo de vestimenta, en definitiva, lo hacía a uno sentirse más fresco. “Y más si vienen de otro lado”, se dijo luego como repensando en lo anterior. <br />     Después estuvo trabajando en esa pieza bastante tiempo y ni siquiera se detuvo cuando su hija se asomó por la puerta interior para preguntarle si alguien había venido y él a su vez, sin mirarla, le hizo un gesto con la cabeza que indicaba que no pero que también lo señalaba como alguien muy ocupado en su trabajo. Cuando ella se hubo perdido nuevamente tras la oscuridad, Riera se sonrió hacia adentro por su actuación, satisfecho, pero a la vez y casi en el mismo acto sintió compasión de sí mismo y algo agrio como un resabio de acidez le creció en la boca del estómago. Entonces, acaso para olvidar rápidamente el episodio, retomó el trabajo con cierto fervor forzado pero decidido, y aunque algo sombrío habitara de todas formas su cara, no cesó durante un buen tiempo.<br />   <br />     Algo dio contra las rejas de la ventana. Riera se exaltó y tardó un instante en comprender. Sin embargo al momento siguiente ya estaba parado en el vano de la puerta que daba a la calle gritándoles a los niños que estaban en la calle, o al menos intentándolo:<br />    −No metan bulla, che. No metan bulla ni patéen acá que estoy trabajando –y mientras los niños se alejaban hacia la esquina, y algunos que parecían conocerlo lo miraban extrañados y dudaban si saludarlo, él se quedó como evaluando la tarde, el sol, que ya caía nuevamente tras los cerros, y diciéndose que seguramente los pendejos lo habían despertado al Pochito con semejantes pelotazos. Entonces se dijo que iría a ver cómo seguía, pero no alcanzó a girar hacia adentro cuando pensó que su hija lo iba a retar, le iba a decir que dejara de molestar asomándose por la puerta a cada rato, y se detuvo. Finalmente volvió a decirse que de todas formas iría, pero cuando iba a tomar impulso para hacerlo se dio cuenta de que un Peugeot nuevo estacionaba justo contra la vereda de enfrente y de él bajaba un hombre de unos cuarenta años, bastante bien arreglado. <br />     Riera primero no había pensado nada muy preciso, pero por las dudas había encarado hacia adentro para que, fuera quien fuese, lo encontrara en el local, trabajando. Y ahora, mientras encendía las luces para ver mejor, se decía que mejor así y que en definitiva había hecho bien. Entonces dio algunos pasos y se subió nuevamente al banco de trabajo.<br />     −A ver, muéstreme lo que trajo –dijo; y el otro depositó sobre la mesa una forma de metal bastante particular, de tamaño medio, mientras le decía que era una pieza bastante simple, pero con el tema de la importación no podía conseguir una igual. Que si iba a poder hacerla, le hiciera dos. “Seguramente en cualquier momento se rompe la de la otra puerta”, agregó. Y entonces él le dijo “cómo no”, y se puso a trabajar con algunas cosas viejas que guardaba, buscando que se parecieran a la que le habían traído. El otro lo observó un momento y dio algunos pasos en la piecita como mirando cada detalle e interesándose por algunas máquinas apagadas y sin uso; al girar vio un banderín de fútbol: “hincha de los Bohemios el hombre”, exclamó; pero Riera no lo escuchó. Luego, de repente, volvió su ojos nuevamente al anciano inclinado sobre la mesa de trabajo y le preguntó hasta qué hora estaría atendiendo. Una vez que obtuvo la respuesta que deseaba escuchar –Riera le explicó que cerraría en una hora, aproximadamente, pero que si quería podía golpearle la puerta para retirar las piezas, ya que él vivía ahí mismo-, dijo que le parecía muy bien y que volvería en una hora. Antes de salir volvió a preguntar, casi de costado, con la vista perdiéndose a través de la ventana, cuánto costaría todo y al escucharlo profirió una humorada:<br />     −Eh, ¿se rompió algo? –Luego se volvió y fue saliendo con una media sonrisa entre los labios.<br />     Riera estuvo trabajando sobre las piezas un buen tiempo. La primera le costó un poco más que la segunda y, en cierto sentido, se podría pensar que él la tomó como un ensayo previo para lograr la segunda, porque si bien ambas estaban correctamente realizadas, ésta última, mirada con especial interés, evidenciaba cortes más directos y terminaciones más precisas; era como un cuadro que el artista hubiera pintado con todo su poder de síntesis, pero a la vez, mientras daba las pinceladas precisas que había imaginado, se hubiera dado el lujo de salirse de su propio esquema para dar paso a la libertad creativa del acto en sí mismo. Por eso él pensaba mostrarle esa pieza al cliente, para que percibiera lo acabado del trabajo y se fuera satisfecho. Claro, era una pieza interna de una puerta de auto, pero había que realizarla perfectamente para que pudiera suplir la original. “Tampoco es cuestión de hacer un mamarracho porque sí”, se dijo Riera mientras observaba las piezas dispersas sobre la mesa. Luego las juntó y las colocó a la par, incluso con la tercera: pensó que la original era el boceto para las otras, que eran superiores en todo sentido, pero que aunque fueran casi idénticas, una de ellas, la última que había hecho, a la vez, era superior a la anterior. Estuvo abstraído en ese pensamiento un buen tiempo y luego sin mediar justificación alguna derivó hacia otros pensamientos o imágenes: vio a Irene regando el patio junto María, que tal vez jugaba a escasos metros suyos, y a la vez se intuyó a sí mismo más atrás, quizás mateando bajo la parra y observándolas, y de repente a esa imagen se le sobreimpuso otra, fugaz: la de su primera mujer en el mismo patio, tal vez mateando también. Pero de la misma forma en que había emergido, la imagen pasó sin dejar rastro porque luego volvió a instalarse la otra, la de Irene y el apacible atardecer y, a su vez y casi inmediatamente, a esta última la sucedió el recuerdo de uno de los galpones de la bodega y un compañero de esa época, y más tarde Miguel cuando era niño, jugando en el piso, quizás sobre el cemento del local o ya en la vereda, peloteando contra la pared. <br />     De un momento a otro, Riera, casi inconscientemente, trató de incorporarse nuevamente sobre el banco de trabajo pero sintió una molestia en la espalda; entonces se quedó quieto a mitad de camino, el cuerpo semi inclinado tratando de disminuir el dolor, los brazos estirados, las dos manos abiertas sobre la mesa, y como si juntara fuerzas o pensara en algo elevó la cabeza y paseó sus ojos por el fluorescente del local y luego los deslizó hasta la puerta abierta. Los mantuvo ahí un instante: percibían los faroles de la calle y su silencio; el calor había menguado y la noche intentaba ser fresca y serena. Riera sintió todo esto en lo que puede entenderse como un segundo y volvió sus ojos hacia adentro a la vez que pensaba o presentía algo inexplicable, porque la sensación era de haber vivido sólo ese día eternamente o, más precisamente, sólo esa tarde o ese instante; como si sólo su cabeza o algo en él hubiera viajado hacia atrás y hacia adelante y hacia los costados y hacia todos los lados posibles que componían su biografía, o lo que él había entendido como su biografía hasta ese momento de lucidez, y lo que pudo haber imaginado y pensado o deseado o sufrido en alguno de esos momentos que ahora parecían ficciones. Era como si de repente cayera en la cuenta de que él, o lo que hasta ese momento hubiera considerado como su persona, tan sólo se reducía o era un ente inmerso en algo indefinido que a la vez hubiera creado para divertimento propio todo lo anterior, y que, vaya saberse por qué, ahora condescendía a detener el juego para siempre dejando sentir el horror que eso implicaba o a evidenciar, acaso mientras recargaba fuerzas, su poder narrativo; y a la vez, casi inmediatamente y sin ningún tipo de justificaciones, prosiguiera su marcha infinita por sobre la nada proponiendo los espejismos como la única forma posible de existencia.<br />     Pero todo fue un instante y Riera inmediatamente después irguió su cuerpo como si nada hubiera pasado y sin pensarlo dio por olvidado todo lo anterior: solo le quedó, sorprendentemente, un regusto por lo dado, como si a la inversa de los sentimientos previos, ahora viera todo por primera vez y descubriera lo maravilloso de eso, de lo que ahora percibía, y en definitiva tampoco importara demasiado si fueran reflejos o realidades independientes. Como si eso que por una vez había condescendido a evidenciar el juego, eso, inmediatamente después, hubiera tenido la piedad de mentir, de arrepentirse y de ofrendar, como contrapartida, la sensación de que cada momento alberga algo nuevo que incluso puede resurgir sobre los restos de lo viejo y a la vez ser lo mejor posible. Entonces él se bajó lentamente del banco, haciendo caso omiso a las molestias de espalda que ahora volvían a latir leves, y se quedó parado junto a la mesa de trabajo. “Cómo seguirá el Pochito”, se preguntó y tratando de calcular qué hora sería fue dando unos pasos cortos hasta la puerta de calle. Afuera no se veía un alma: tan sólo a veces algún niño quizás enviado a hacer mandados para la cena atravesaba la calle nimbada irregularmente por faroles amarillos indiferentes al rumor de la avenida que unos metros más adelante aún mantenía un ritmo regular de tráfico. Estuvo un tiempo apoyado en el marco de la puerta, observando, a la espera. De vez en cuando algún auto doblaba y se internaba por esta cuadra, entonces él pensaba que tal vez sería el cliente, pero en general estos pasaban rápidos e imprecisos en la oscuridad, y sólo en contadas ocasiones venían lentos, cómo buscando dar con algún lugar determinado o una dirección confusa y, si bien podía pensarse que venían hacia acá, seguían de largo y se perdían hacia el otro lado, hacia donde empezaban las calles de tierra. <br />     “Ya es tarde, seguramente mañana pasa”, se dijo Riera y cuando giró para entrar se le dio por mirar hacia el otro lado de la calle. Llegando casi a la última esquina antes de que el pavimento cediera paso a las calles de tierra vio dos sombras, una sentada sobre el cordón y la otra parada, que conversaban y acompañaban sus palabras con gestos o movimientos de manos, como si discutieran. Las palabras no podían llegarle, desde donde estaba había una buena distancia hasta las sombras. Trató de afinar la vista, pero tampoco pudo precisar nada y confiando en su instinto, se dijo que debían de ser Miguel y el otro, el artista, y como negando o despreciando sutilmente algo movió su cabeza mientras decía entre dientes: “ya habrán arreglado el mundo esos dos.” Entonces sí se decidió a entrar, pero mientras juntaba la puerta sintió sus propias palabras y su cuerpo extraños o excesivos, tuvo la sensación de que ya no podía siquiera controlar su boca, y mientras una sombra negra y definitiva se instalaba en su cuerpo acompañada por una media sonrisa escuchó que María le hablaba:<br />     −Papá, ya vaya cerrando que es tarde.<br />Él se exaltó y en el mismo acto de decir que sí, que ya cerraba, y poner llave en la puerta, algo volvió hablar por él:<br />     −Al final, ¿vinieron o no? –dijo y se quedó como expectando su propia acidez interna. <br />     Alcanzó escuchar que María le decía que ella ya había llamado, que a lo mejor pasaban mañana, mientras se perdía nuevamente tras la oscuridad de la puerta interior.<br /> <br />     Riera siguió con sus actividades como si no hubiera escuchado nada: caminó hasta la ventana para cerrarla y volvió a asomarse para mirar hacia la calle −todo seguía igual, las calles vacías, las sombras distantes, los faroles nimbados y amarillos−; luego bajó lentamente la persiana tratando de que algunos de sus pliegues, gastados y herrumbrosos, no se trabaran hasta llegar abajo. Finalmente dio dos pasos cortos hasta la puerta, la juntó y puso llave. Ya adentro se tomó su tiempo para ordenar las herramientas y las cosas que habían quedado dispersas, también para dejar a mano las tres piezas en que había estado trabajando. Una vez que tuvo todo listo, caminó despacio hasta la puerta interior: mientras avanzaba fue deslizando suavemente su mano derecha sobre la mesa de trabajo. Una vez en el vano de la puerta, apagó la luz y se perdió tras la oscuridad que ahora invadía todo, como si fuera el telón de un acto inconcluso, que cae de golpe, sin precisiones ni preguntas o respuestas.<br />
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Un faro tenue

  • 1. Un faro tenue<br />Y eso también es un acto de silencio,<br /> o una imposibilidad.<br />I . Témpanos de sal<br />—Sería bueno que te fueras. Lejos. De esa forma yo podría escribir largas cartas que no dijeran nada.<br /> Ella lo miró, miró la mesa, los papeles rayoneados, la pantalla titilando. Afuera la luz era confusa, la ventana enmarcaba lo gris y brillante de las nubes y el sol. Él estaba sentado de espaldas, y había hablado sin siquiera levantar los codos de la mesa, girando apenas la cabeza. Se quedó detenida unos segundos, después giró y comenzó a salir, fue retrocediendo lentamente sobre sus pasos hasta la otra habitación. Se sentó en la cama con la vista perdida en algún punto impreciso, la cabeza levemente inclinada y los ojos bajos, en el borde, como fugando hacia su derecha. Después se llevó las manos a la cara y se la refregó. Unos metros más adelante el placar permanecía con los cajones abiertos y, sobre el piso, a mitad de camino entre ella y el placar, había un bolso a medio hacer. Una vez que bajó las manos buscó instintivamente los cigarrillos en la mesa de luz. Sacó uno y lo tuvo un buen tiempo en la mano y después en la boca, sin mirarlo. De pronto se puso a buscar en el cajón de la mesa de luz, sobre la cama, arriba del placard. Nada. Se paró y caminó despacio hasta la cocina. Él estaba encendiendo una hornalla, la pava descansaba sobre la mesada. Como deseando tocarlo, pero sin atreverse a hacerlo, ella le pasó por detrás y colocó el cigarrillo directamente sobre el fuego. Él no se inmutó y comenzó a abrir las alacenas buscando algo. Entonces ella retrocedió y apoyándose en la mesa, con los ojos perdidos en su espalda, dio una pitada larga al cigarrillo. <br />Ahora afuera al parecer corría viento, las ventanas de las habitaciones crujían levemente con el movimiento y un silbido en sordina llegaba hasta la cocina. Ella escuchó un momento o intentó hacerlo, pues su cara tenía algo de forzado interés, y al instante, sin preludio, le dijo que no quedaba té. Que hacía ya un tiempo que no había té en la casa ni ninguna otra cosa. Inmediatamente después fue hasta la pared de la izquierda para despegar un papel bastante desgastado que estaba junto a otros y se superponían entre sí. Lo leyó en silencio. Cuando levantó la vista para dar otra pitada, él estaba agachado, rebuscando entre las ollas viejas y quemadas bajo la mesada, pero de un momento a otro abandonó la búsqueda y se fue. Ella alcanzó a ver su espalda mientras salía por la puerta que da hacia el patio dejando la impresión de no haber estado nunca. Luego volvió los ojos al papel y leyó en voz alta: “Como un faro tenue que siguieran los insomnes durante el día, como correr las cortinas durante la madrugada.” Más abajo distinguió su propia letra pero no leyó. Todo el texto estaba escrito a mano y continuaba de la misma forma: la letra de él, después la de ella, y así en adelante. Hizo un bollito con el papel y lo lanzó a la pileta de lavar. Acertó en el centro y cerró el puño a modo de festejo.<br /> <br />«S tiene un sueño recurrente. Sueña que ve morir un hombre o que tiene la certeza de que ha muerto un hombre y es como si estuviera parado un tiempo indefinido frente a una cama de hospital vacía. En el sueño, él piensa o cree pensar que es imposible que la energía que compone a un hombre haya cesado para siempre, y se aferra a una extraña fe. A veces siente que ése que ha muerto es un ser valioso, y sueña que dice en voz alta, con la voz a punto de quebrársele: “Ha muerto un hombre. Hoy ha muerto un hombre.” En ese momento a veces se despierta exaltado, busca alguna bebida y toma tragos largos directamente del pico. Luego intenta volver a dormir manteniendo los ojos cerrados. Otras se desvela y se queda fumando parado cerca de la ventana de la cocina, mirando hacia afuera, hacia las luces de la noche.»<br /> Estuvo apoyada sobre la mesa un tiempo más, luego giró y dio una vuelta en redondo como observando el lugar por primera vez: la cocina y las alacenas, la pava, el mate, la pileta de lavar, la heladera, la ventana, la puerta del patio, el televisor, la pared blanca con el cuadro de una película de Lynch, el equipo de música desenchufado y los Cds a su alrededor, los auriculares, una biblioteca baja, los papeles, las llaves, el marco y los papeles, la puerta hacia afuera, el pilar, la puerta hacia adentro. Dio tres pasos y se asomó al patio. Lo llamó desde el vano con su voz en el borde exacto del grito, pero sólo escuchó el silencio o el silbido del viento y el agitarse de las ventanas. Luego caminó hasta la habitación acompañando sus pasos con golpecitos leves en las paredes o en los bordes de la mesada, la cocina, el pasillo, el marco de la puerta de la habitación. Como si siguiera una música imprecisa pero envolvente y necesaria. Ya adentro se acercó hasta su mesa de trabajo, los papeles y la lapicera estaban justo en el mismo lugar donde los había visto antes, y era como si nadie nunca hubiera pretendido darles uso alguno. Los papeles en blanco, la lapicera sin capuchón. Más atrás la pantalla permanecía negra y sólo su lead se precisaba tenue y rosado. Ella se inclinó, tomó la lapicera y dibujó sobre el papel un perro. Más arriba, un paraguas. Luego tomó el encendedor que descansaba cerca del cenicero y encendió el papel, lo aventó en el aire un instante. El fuego volvió su pelo más colorado aún y signó su cara con formas fugaces. Cuando el calor se acercaba a su mano, dejó caer el papel y observó cómo se consumía sobre el piso, arrugándose oscuro e iluminado a la vez. <br /> «Pero S no es alcohólico, ni quisiera –si eso se pudiera elegir− serlo. Ha tenido episodios alcohólicos, es cierto, pero eso tampoco determina nada o lo incluye en algún tipo de grupo o sentencia clasificatoria. Frente a eso, frente a esa necesidad de orden, él tal vez imaginaría cajones apilados en un sótano húmedo, y reiría. De hecho desde hace un tiempo trata de beber un poco menos y a veces hasta lo logra. Tal vez desde el día o, mejor dicho, desde la madrugada en que le dejó un ojo morado a su mujer y ella armó una valija y se fue mientras él correteaba entre los autos de la avenida simulando buscar un taxi. Tal vez desde hace un mes, o casi. S bebe: sí. S se pone violento: no, nunca, o casi. Tal vez lo hace desde que volvió antes de tiempo de su beca por un año en Canadá y encontró a su padre pudriéndose en la cama. Tal vez desde que su vida es una cinta rayada, una vieja cinta rayada que emite pequeños ruidos que enturbian la escucha, una estúpida cinta imposible de escuchar que, de todas formas, por nada del mundo S se permitiría dejar de escuchar.»<br /> Media hora después ella estaba sentada a la mesa de la cocina con un vaso de agua al alcance de su mano derecha, inmóvil. Entonces tomó su celular y escribió, borró, volvió a escribir. Finalmente volvió a borrar. <br />−Maxi. Milena.<br />−Para pedirte que vengás. No habla, no quiere saber nada. <br />−Vos sos uno de sus amigos, podés ver qué pasa. Tratar de hablar. Hace un tiempo ya que viene así y acá no queda ni un peso. Quizás te imaginás por qué. Estoy cansada.<br /> Una vez que cortó, volvió a la habitación y se paró frente al placard, acercó una silla y, montada, abrió sus puertas superiores. Sacó una frazada y una campera, sacó un velador, de más atrás y con esfuerzo, una caja. La tiró sobre la cama. Adentro había dos pares de zapatos bastante gastados y una bolsa con ropa vieja o en desuso. También había una carpeta. Al darse cuenta de que tenía algunas fotos, ella la dejó a un costado con un movimiento rápido, lo que provocó que unas pocas se deslizaran hacia afuera. La más visible mostraba un paisaje como de montañas, al parecer en un atardecer. En su ángulo izquierdo había una pareja: ella de pelo castaño rojizo peinado con raya al medio, de ojos expresivos, delgada, con pantalón de corderoy marrón y remera clara; él de pelo oscuro, con campera deportiva y jeans, y tal vez zapatillas de lona, haciendo un gesto extraño con la mano y sonriendo, con los ojos puestos fuera de la toma, más atrás. Otra de las fotos, menos visible, era un plano medio de tres hombres jóvenes. Uno era el mismo que aparecía en la otra foto. Los tres sonreían. Uno, además, parecía tener la expresión de un cantante o un orador, sus manos se adelantaban con intención expresiva. Las demás fotos se mezclaban en diversos collages de paisajes y personas, había viejos y niños, había una foto en blanco y negro en la que sólo se veían un par de piernas enfundadas en un jean gastado. No mucho más se podía precisar.<br />«LLevaba dos días muerto. Su padre. S atribuyó todo a la desesperanza, no a la depresión. Y a las pastillas para dormir. Lo otro, el golpe, el ojo morado, etc., lo atribuyó al alcohol y al cansancio. O pensó que lo hacía, pero sin justificaciones ni falsos arrepentimientos. Ni llamadas húmedas a las tres de la mañana para pedir perdón, y perdonarse a sí mismo, por supuesto.»<br /> Tomó un zapato y le removió la plantilla, sacó un sobre chico bastante abultado. Contó el dinero y arrodillándose lo colocó envuelto en un sueter, sobre el bolso. Se quedó así un instante, como mirándose la manos, las piernas flexionadas, la espalda encorvada en expresión de cansancio. Luego montó el bolso sobre la cama y comenzó a revisar lo que había. Casi en el mismo acto encendió un cigarrillo que poco a poco se iría consumiendo y desparramaría las cenizas por toda la habitación debido al movimiento de su mano mientras guardaba más ropa o entraba y salía trayendo papeles y una campera. Una vez que terminó, al correr el cierre superior del bolso notó que la brasa se apagaba humeando sobre el filtro. Tiró la colilla al piso y se sentó en la cama. Por la ventana se notaba que el viento leve continuaba pero la tormenta solo había traído ciertos colores grises y se hacía esperar o no llegaría nunca. Estuvo un buen tiempo sentada pero en un momento, tal vez al recordar algo, observó su reloj plateado de cinta fina olvidado en su muñeca izquierda y se paró bruscamente. Fue decidida hasta la ventana como si lo gris le hubiera indicado algo o hubiese escuchado los primeros truenos y por primera vez en mucho tiempo, tal vez desde que fue niña, volviera a sentir miedo.<br />«Dos años. Quizás ella se acuerda se dice ahora. Seguramente ella se acuerda, vuelve a decirse S. Está sentado en su escritorio, frente a la computadora. Observa la pantalla y las dos oraciones que ha logrado escribir para la nota semanal que le da de comer. Vuelve a leer la pauta de redacción: El monte Fuji, un lugar para visitar; se detiene en el título y vuelve a recordar las palabras del editor: “Que tenga algo de suspenso, de aventura, algo místico. Una notita color, de relleno. Sale con fritas para el próximo número”. S cliquea en una de las ventanas minimizadas: se despliegan una serie de textos que S escribe sin saber bien por qué, siempre en la redacción, o lo que cualquiera llamaría su trabajo, siempre agobiado por la presión del cierre, siempre como sin quererlo pero como necesitándolo, y que tal vez, de todas formas, le recuerdan a su padre. O al sueño del hospital pero sin voz, con la imposibilidad del grito de los típicos sueños de espanto. Pero esto él no lo sabe. O no lo admitiría nunca. El archivo queda abierto, ampliado sobre la pantalla, pero él vuelve a leer el tema de la nota que tiene que escribir. Piensa en robar algo de una película. Piensa en Into the wild pero no sabe bien por qué. Piensa: una película de mierda, reaccionaria. Piensa: El estereotipo ideal para una nota ideal que una señora ideal lee en la revista ideal de su mundo ideal con problemas ideales. Murmura: ¿usted soportaría a sus héroes en su mesa, señora? Y luego, por supuesto, ríe.<br /> «Al salir se encuentra con su editor: todo listo, salgo a dar una vuelta y le hago los últimos retoques, dice. A la par coloca su sonrisa abierta. El editor, que también es su amigo y que fue quien le consiguió ese trabajo, le ofrece irse antes. Comprende que tal vez ese día tenga otras actividades que son más importantes. Él niega y promete volver. Ok, le dice el otro, a la salida te acompaño. <br />«S camina cuatro cuadras y entra en un bar, pide vodka. Desde la barra lo observan dos ojos distantes pero conocidos que se demoran en ponerse en movimiento. Ahora viene Juan, dice él. Quedó de llevarme a una misa para tipos que se mueren esperando. Va a haber bailarinas y sillas mecánicas. Ahora viene. Ahora viene y paga. Hace frío, los vidrios están empañados y el murmullo de la calle llega en sordina hasta la barra. S tiene los ojos vidriosos y la cara entumecida. Toma tragos cortos acomodado en la barra como asumiendo el invierno o poniendo carteles que dicen peligro en una ruta poblada de baches pero desierta. Desde donde está puede ver la puerta de entrada y el movimiento, gente que entra o que sale. No lo hace: no le interesa o no quiere. Tampoco le preocupa ver si viene o no su amigo. Piensa: por más fácil que fuera imaginarlo, ni siquiera podría saber dónde estoy. Tampoco su mujer atravesaría nunca esa puerta. O quién sabe. Piensa: tal vez ella sí podría intuir dónde, tal vez ella sí podría encontrarme, pero lo más probable es que no quiera hacerlo, y no esté se equivocada. Piensa: Tal vez ni lo haya recordado, tal vez no lo haya recordado y este muy ocupada con los papers de su exitoso doctorado. S se sonríe. S levanta la vista y observa la puerta; se dice: Puerta vaivén, puerta vaivén; repite: vai-vén. Después baja la vista y observa cómo la garúa ha empezado a generar un hilo fino de agua que corre sobre el pavimento hasta las alcantarillas y arrastra consigo algunas hojas. Puerta vaivén, vai-vén, vuelve a repetirse ahora casi murmurando. Luego gira hacia la sala: hay pocas mesas ocupadas. En una reconoce a un grupo de turistas o extranjeros. Al menos así le parece: vestimenta, gestualidad, consumos. En el barrio es frecuente verlos. Vienen al tercer mundo, vienen porque sí, vienen para ser artistas o pordioseros por temporada, vienen porque no tienen otra opción. Vienen. Le llama atención una de las chicas, o al menos sus ojos se han perdido en un punto inexacto de su cara, pero cuando ella levanta la vista, él vuelve a girar. Pide otro vodka.»<br /> Lo veía a través de la ventana, estaba sentado con los pies en la cuneta seca que atraviesa el fondo y orientaba el cuerpo de espaldas al sol o lo que persistía de él y se escondía tenue hacia el otro lado, contra el viento y las nubes. Leía y releía papeles que sostenía con su mano izquierda mientras la otra descansaba como muerta sobre su falda. Los papeles parecían pocos y a la vez cada hoja parecía sólo tener unas escasas líneas escritas a mano. Casi en intervalos perfectos, él levantaba su mano derecha para pasar a la siguiente hoja y luego volver a su posición inicial. Ella giró y miró hacia adentro, el paquete de cigarrillos holgaba sobre la cama tan cerca como lejos del bolso y de ella misma. Por un instante fue como si dudara, luego comenzó a abrir muy despacio y suave como tratando de no hacer ruido una de las hojas de la ventana, de tal forma que podría pensarse que se hubiera olvidado completamente del viento y más aún de su poder para convertir cualquier gesto en silencio. Cuando logró girar la manija y deslizar la celosía unos centímetros, pudo ver que él ahora escribía y su mano derecha corría tensa y oscurecida bajo la sombra del sol, del viento, de las nubes. Entonces, como si se arrepintiera, cerró la ventana con un estruendo y se volvió hasta el bolso, descorrió el cierre y hurgando con su mano derecha sacó un manojo de billetes. Separó unos cuantos y los dejó sobre la cama. Después tomó el bolso con decisión y fue saliendo. Mientras atravesaba el pasillo pudo oír que un auto estacionaba en la entrada de la casa. <br /> «S ha tomado tres Vodkas. Cortos, es cierto. Con el cuarto lleno y en su mano, se acerca a la mesa y hace chistes y sonríe y está como en una euforia contenida. Son cinco en la mesa: dos gringos, una gringa, un colombiano, una chilena: la que lo había mirado. Él está sentado entre uno de los gringos y la chilena. La gringa habla de cine. Pondera el cine de Tarkowsky. S, luego de una entrada que él llamaría triunfal y su charla amena y alcohólica matizada de risas por todas partes, ha callado un instante, cínico, para escuchar. Luego dice sí, por supuesto, y dándose vuelta levemente le dice a la chilena: Es tan fanática como un suicida. Esa mina es tan fanática como un suicida. No en voz baja, tampoco en voz alta; sino en un tono intermedio: los gringos no comprenden demasiado el español y el colombiano está perdido en la gringa hablante y cinéfila. Los dos, S y la chilena, se carcajean un buen rato. Luego todo sigue igual: comentarios acerca de la ciudad, de sus vidas, de sus intereses, de sus viajes, etc., etc., etc.»<br />«Más tarde un gringo con tres pelos en la cara que simulan ser una barba se pone a departir sobre los pueblos originarios y sus viajes por Bolivia, Perú, Ecuador, etc. S está como ido, pero también borracho. De repente siente vibrar su celular en el pantalón. Lo saca y lo deja sobre la mesa. Lo observa vibrar un buen tiempo con la luz encendida, hasta que finalmente para. S interrumpe el discurso del otro y se pone a contar una historia: “Yo tengo un amigo que anduvo por ahí”, dice. “Un amigo que una vez se cansó de todo y de un día para el otro, sin siquiera habérselo propuesto, armó una pequeña mochila y se fue.” Ah, ¿Sí?, dicen los gringos y sonríen o simulan poner cara de interés. La chilena, a su vez, juguetea con un Phillip Morris entre los dedos. “Sí –dice S−, tendría 22 o 23 años y un destino para nada original: el primer boleto se orientó hacia el norte y así siguió su ruta por un buen tiempo, atravesando pueblitos que lo exaltaban y emocionaban y también a veces lo aburrían y todo a la vez pero en cierta forma no podía ser mejor o así le parecía. Amaicha, Tilcara, humahuaca. Los pueblos que suele haber por ahí, digamos. También se dedicó a hablar, extrañamente se diría, porque hasta ese momento había sido más bien alguien reconcentrado y plenamente esquivo a los contactos. Sin embargo, conversó bastante con la gente que iba encontrando en cada pueblo y se interesó por sus pequeñas cosas sin fingida atención. Después cruzó a Bolivia y llegó hasta Potosí, creo. Conoció más gente: hippies, mochileros, turistas, aventureros, exploradores, perdidos, desesperados.” Los gringos asienten y probablemente especulan hacia dónde se dirige el cuento del latino borracho. Sin embargo sus caras no dicen nada, nada, y en verdad es muy probable que tampoco estén entendiendo absolutamente nada. Desde la barra dos ojos lo observan. S continúa hablando: “Aunque es imposible precisar en qué punto del trayecto tuvo la visión, mi amigo digo, lo cierto es que poco tiempo después me contó que durante uno de esos tiempos muertos que siempre se dan en los viajes, en una estación perdida del norte, él se puso a mirar la caras que iban y venían, y los gestos, y la ropa, la gente en general digamos, gente muy parecida a él en cierto sentido, ¿no?, y de repente sintió algo extraño o sintió que algo no andaba bien, o eso le pareció, y ahí tuvo la imagen o la certeza, y así me lo dijo, los vio a todos portando fusiles, misteriosos fusiles rusos viejos y gastados, viejo fusiles que se iban derritiendo, cayendo hacia abajo, y hasta chorreaban más aún que los relojes de Dalí. Y entonces él, mi amigo, tuvo la sensación de que lo habían cagado o eso creyó pensar en ese momento y casi que tirito un buen tiempo o creyó que lo hacía soportando un escalofrío que recorrió su cuerpo hasta que su boca comenzó a abrirse y estalló en una risa desmedida.”»<br /> Maxi no tuvo oportunidad de golpear, no bien franqueó la entrada, ella ya abría la puerta. Se saludaron tímidamente, sin mantenerse demasiado la mirada, parados a un metro de distancia. Él parecía cansado pero soportaba una sonrisa dócil en sus labios. Sin prólogos, ella le dijo: “Desde hace un tiempo viene así. Quizás desde que lo internaron a Pablo, después de lo que pasó. Primero dejó de trabajar, dijo que se iba a dedicar a escribir, y hasta parecía que lo hacía. Yo lo apoyé, incluso. Pero ya después con esa excusa empezó a encerrarse en la pieza, solo, como si nada le importara o no hubieran más opciones. Y poco a poco me fue haciendo un vacío o vaciándose él mismo, ya no sé. No aguanto más, me voy. No habla o habla de cualquier cosa. Está en el patio. Me voy. Me iba a antes de que llegaras, pero ya estás acá.” <br />«S, como el personaje de su historia, también ríe al concluir la narración. De hecho, es el único que ríe en la mesa. Aunque quizá también la chilena esboce una media sonrisa. De un momento a otro y mientras los demás comienzan a evaluar la retirada, S piensa: hoy no he soñado. Justo hoy no he soñado. Luego se dispersa, o casi, observando a una nena que reparte lapiceras entre las mesas del bar. Mesa por mesa, la nena, de unos ocho años, va depositando sus lapiceras al borde de las mesas; luego volverá a pasar para retirarlas o cobrar. Ya ha pasado por su mesa, pero él no podría precisar en qué momento, puesto que no ve la lapicera ni menos aún recuerda haber visto a la nena antes. Mientras tanto los gringos se paran y hacen comentarios inentendibles, y la lluvia se hace espesa contra la puerta vaivén y los vidrios. Al parecer sólo la chilena se quedaría un poco más. Pero esto S no lo percibe, ni siquiera ve la duda o el temor en la cara de la chilena; sus ojos se deslizan de la nena a las mesas y de las mesas a la barra o a las caras de la gente en las mesas. Una y otra vez, una y otra vez van y vienen hasta que de pronto la nena está a su lado y para él es como un imposible: como si nunca hubiera pensado que estaba tan cerca o pudiera llegar hasta él. Entonces, espabilándose, hace como que busca la lapicera en la mesa y no la encuentra. Luego dice: estampitas no tenés hoy, ¿no?; y ríe. La nena lo mira indiferente y da medio paso para irse, o cuidarse. Él saca cien pesos y, mirando a la barra, vuelve a sonreír.»<br /> Tras ella, que atraviesa primera el umbral con el bolso colgando de su hombro, Maxi cierra la puerta. Después lentamente, como dudando, ambos avanzan por la galería de la entrada. Ya afuera alcanzan a dar unos pasos y ven que por el costado de la casa, a través del pasillo que conecta el fondo con el frente y la puerta de entrada a la casa, él se acerca como sonriendo, con los papeles en su mano izquierda y con la otra levemente adelantada. Ella se detiene y descuelga el bolso de su hombro, lo deja descansar sobre el piso. Maxi gira y camina hacia donde viene él sin decir palabra. Los dos avanzan pacientes y decididos hasta encontrarse, se dan un abrazo. Más atrás ella observa la escena, los ve suspendidos en la tarde, recortados entre lo gris y brillante de las nubes y el sol. La tormenta sigue demorándose o quizás no llegué nunca. De pronto él abre sus ojos vidriosos y le hace un gesto con la mano que logra escapar a la oscuridad de ese día de agosto. <br />II. Riera <br />Riera levantó lentamente la persiana y relojeó la calle de las cinco de la tarde. Pensó que no hacía tanto calor y que quizás alguien se animaría a venir. Entonces fue hasta la puerta y la abrió: la claridad del sol resintió un poco sus ojos acostumbrados a la penumbra de la siesta y poco a poco fue descubriendo la piecita gris poblada de objetos de metal, herramientas, maquinas tapadas con nailon y cosas en desuso. En algunas partes la pintura descascarada de las paredes alternaba con posters de diferentes temas o marcas y calendarios viejos. Él se dirigió hasta la mesa de trabajo y la acercó lo más que pudo a la ventana, dándole leves empujones, para que cualquiera pudiera ver desde afuera que estaba atendiendo. Pero no bien se hubo sentado en la banqueta algo sombrío le surcó el rostro. Trató de no darle importancia; dio algunos pasos hasta la puerta interior y desde el vano pidió: “María, prepare el mate.”<br /> Mientras esperaba la infusión tibia que le devolviera las energías y despabilara un poco más su cuerpo gastado, se dijo que lo mejor sería buscar algunos trabajos viejos o cosas abandonadas, hacerles algunos retoques y ponerlos a la venta; de esa forma quizás alguien podría precisar justamente alguna de esas piezas y él lograría una entrada extra, además de una actividad para la tarde. Así que estuvo revolviendo un buen rato un par de cajones que se apilaban contra la pared anterior y evaluando las posibilidades de los distintos objetos que contenían; luego separó unos cuantos y los fue llevando hasta la mesa de trabajo. Una vez que estuvo en su banco, comenzó a ver para qué podrían servir o en qué se podrían convertir: primero tomó una tapa de distribuidor quebrada y derruida, y le buscó alguna forma posible; pero no hubo caso, y pensando que quizás podría lograr un cenicero (¡pero para regalar!), la apartó a un costado de la mesa. Siguió el mismo proceso con algunas otras piezas que fue apartando a un costado. Finalmente encontró una tapa de cilindro y se dijo que quizás limando un poco los bordes podría ser útil en un futuro. Entonces encendió la moladora y estuvo trabajando sobre la pieza bastante tiempo, hasta que María lo interrumpió apareciendo en el vano de la puerta con el mate preparado en una mano y la pavita chica con el culo quemado en la otra.<br /> −¿Dónde se lo dejo? –preguntó con los ojos perdidos en la resolana, como sopesando el calor.<br /> −Aquí, en las manos –le dijo Riera, y una leve sonrisa le asomó en los labios. <br /> Ella no sonrió y ya parada justo del lado opuesto de la mesa de trabajo, con la puerta que daba a la calle a su derecha, fue depositando entre las cosas de la mesa lo que había traído. Casi cuando lograba atravesar nuevamente la otra puerta para perderse en el interior de la casa, Riera, guardando en el bolsillo derecho de su pantalón el pañuelo blanco con que había secado su frente, le preguntó:<br /> −¿El Pochito cómo sigue? <br />Ella se detuvo un instante casi imperceptible y casi sin darse vuelta dijo que dormía tranquilo, por ahora, e inmediatamente desapareció tras la oscuridad.<br /> Luego él fue tomando unos mates a la par que iba dejando pulida y como nueva la tapa de cilindro de Renault 12 que había encontrado. El mate le servía como excusa: mientras le daba las últimas chupadas ruidosas que relamían el fondo o se sebaba uno nuevo, aprovechaba para observar su trabajo desde una perspectiva diferente; de esa forma notaba más fácilmente los defectos o detalles por mejorar. <br /> A eso de las seis, con el sol un poco más bajo entrando caudaloso en la piecita, se dijo que ya estaba bien y sacando la tapa de la morsa la elevó en su mano derecha para mirarla a la luz: no estaba mal, después de todo, pensó; y, a la vez que se decía esto, fue considerando los posibles precios que le pondría y teniendo en cuenta qué haría si le pedían alguna rebaja y hasta cuánto estaría bien o podría ser “negocio”. Se sintió satisfecho pero de repente, sin justificación precisa, algo emergió desde alguna parte de su cabeza y surcó sus pensamientos actuales: “asistente social”. Las palabras resonaron un instante; entonces, sin bajar la pieza del aire, Riera agitó levemente la cabeza hacia un lado y casi que chasqueó imperceptiblemente los labios. En ese momento una sombra atravesó la luz de la ventana y luego apareció por la puerta. Como si lo hubieran sorprendido en algo vergonzoso, Riera bajó rápidamente la mano y depositó su trabajo terminado sobre la mesa. En el mismo acto, adquirió una pose sobria, evaluando casi inconscientemente la posibilidad de que esa sombra fuera un cliente. Pero no era así: la sombra ingreso lentamente en la piecita y acostumbrando sus ojos a la luz interior, en contraste con la fuerza del sol en la calle, lo divisó:<br /> -Eh, Don Riera. ¿Trabajando tan temprano con este calor?<br />Riera lo reconoció inmediatamente, y tratando de sonreír o de sostener una mueca parecida a una sonrisa, le dijo que sí, que tenía algunos encargos que terminar, mientras sus ojos vagaban sobre la mesa de trabajo. Entonces el otro agregó inmediatamente, como si no hubiera escuchado lo anterior:<br /> −Qué bueno, porque eso le ha salido bien. Qué será, pieza de auto, ¿no?<br />Riera asintió en silencio y pensó, casi como haciéndose un chiste silencioso a sí mismo, que algo sabía el artista del barrio, que se veía que algo había escuchado. Pero no hizo ningún gesto y volvió a rebuscar entre las cosas que había separado a un costado. Pero no encontraba ninguna que pudiera servir de algo o cumpliera un papel en la mentira. Entonces levantando la mirada vio en la repisa de enfrente un camioncito derruido y lleno de tierra que fingía ser un adorno. Le voy a pegar una limpiadita, se dijo, se lo merece, y mientras se bajaba del banco y daba cuatro pasos cortos hasta la pared de enfrente como recordando algo impreciso, cayó de nuevo en la cuenta de que no estaba solo y, simulando no mirar pero mirando a la vez por el rabillo del ojo, preguntó:<br /> −¿Y, usted? ¿Qué anda haciendo?<br />El otro se sonrió y le dijo que venía a buscar a Miguel, que le había conseguido “un contacto” para un trabajo. Sin escucharlo, Riera bajó el camioncito y se justificó diciendo que él ya había cumplido con una etapa de su trabajo, que ahora se iba a dar un gusto, y, orgulloso, fue transportando el camioncito entre las dos manos hasta el banco. <br /> -Eso es una maravilla –dijo el otro.<br /> -Sí, sí, y eso que tiene un tiempo ya –agregó Riera. <br />Después le fue diciendo que se asomara por la puerta de adentro para buscarlo a Miguel o si la veía a su hija en la cocina le preguntase por él, pero que no gritara ni hablara fuerte porque el Pochito dormía en la pieza de atrás. Y cuando el otro atinó a preguntarle algo, él agregó que cada día iba mejor, que seguramente en poco tiempo iba a poder volver a la escuela; luego giró y encendió la radio vieja que descansaba en la repisa a sus espaldas: a bajo volumen, una voz metálica y quejumbrosa, como gritos lejanos en que las palabras se atropellaran unas a otras, pobló el silencio. Nada más.<br /> -Qué hace, papá, le va a hacer mal con este calor –le reclamó Miguel no bien atravesó la puerta interior e inmediatamente, a la vez que saludaba al otro y ambos salían para irse, agregó: -Mire, si busca alguien, la llama a la María, eh, no se olvide.<br /> “No se olvide”, se repitió Riera para sus adentros e inmediatamente volvió su atención al camioncito. Buscó a sus espaldas un retazo de tela y con eso le fue dando despacio por todas partes; de a poco iba adquiriendo un aspecto brillante y digno. “Lo habré hecho en el setenta y tantos”, se dijo, “sí, si Luis todavía no venía, debe haber sido por ahí.” Después tomó una lija más fina y se puso a retocarle la trompa y los faroles, los detalles de las puertas y las partes de la carrocería en que más óxido se había juntado. De a ratos mojaba el trapito en un poco de agua que descansaba un tanto sucia en un pedazo de botella plástica cortada al medio. “Claro, en ese tiempo el tallercito era por gusto, nomás. Y las tardes con los compañeros me habían empezado a cansar. Se iba todo para otro lado. Para mí que lo hice pensando en Luis y después me lo fui quedando de adorno: cuando tuve que abrir de prepo le daba pinta al local.” Riera estaba como olvidado remarcando circularmente las llantas de las ruedas, el trapo en su mano derecha seguía una línea imprecisa, circular y perfecta, y su pulso, fuerte, aún guardaba cierto arrojo de juventud. Luego, de repente, giró y apagó la radio: “no tocan nada”, se dijo. Volvió el camioncito entre sus manos. “Debe ser que Irene me dijo, ya cuando nació Miguel, que lo dejara acá hasta que creciera un poco y lo pudiera usar.” Los labios se juntaron y contrajeron hacia adentro; los ojos recorrieron la piecita como dispersos y nuevamente volvieron al camioncito. “Al fin, para esa época Luis ya se había ido sin siquiera saber que el camioncito había sido para él. Ni mi ex mujer.” Ahora lo tenía dado vuelta contra la mesa y lo cepillaba fuerte, pero de un momento a otro lo dio vuelta y apoyó en la parte más alejada de la mesa, casi oblicuamente. “A lo mejor el Pochito, cuando mejore, me lo pide.” Lo miró desde esa perspectiva y estiró su mano izquierda para sacudirle suavemente, con su dedo pulgar, un poco de polvo. “Suficiente −se dijo entonces−, no hubiera sido mal pegarle una limpiada con querosén, pero mejor mañana”; luego pensó que sería mejor continuar con algo que se pudiera vender o tuviera alguna utilidad, giró y colocó el camioncito sobre la repisa a sus espaldas. Rebuscando entre las cosas que había apartado, encontró alguna que creyó útil y volvió al trabajo. <br /> Ahora la luz era más dócil, se colaba por la puerta abierta y la ventana sin agredir y brindando su mejor claridad. Riera se llevó su mano derecha al bolsillo del pantalón y extrajo el pañuelo para secarse la transpiración de la frente. Hacía bastante calor: tuvo ganas de sacarse la camisa y quedarse en camiseta malla, pero evaluó que si venía algún cliente su aspecto podría ahuyentarlo, y hasta cualquiera que pasara podría pensar que él era poco serio. Además en verdad él era de la creencia de que ese tipo de vestimenta, en definitiva, lo hacía a uno sentirse más fresco. “Y más si vienen de otro lado”, se dijo luego como repensando en lo anterior. <br /> Después estuvo trabajando en esa pieza bastante tiempo y ni siquiera se detuvo cuando su hija se asomó por la puerta interior para preguntarle si alguien había venido y él a su vez, sin mirarla, le hizo un gesto con la cabeza que indicaba que no pero que también lo señalaba como alguien muy ocupado en su trabajo. Cuando ella se hubo perdido nuevamente tras la oscuridad, Riera se sonrió hacia adentro por su actuación, satisfecho, pero a la vez y casi en el mismo acto sintió compasión de sí mismo y algo agrio como un resabio de acidez le creció en la boca del estómago. Entonces, acaso para olvidar rápidamente el episodio, retomó el trabajo con cierto fervor forzado pero decidido, y aunque algo sombrío habitara de todas formas su cara, no cesó durante un buen tiempo.<br /> <br /> Algo dio contra las rejas de la ventana. Riera se exaltó y tardó un instante en comprender. Sin embargo al momento siguiente ya estaba parado en el vano de la puerta que daba a la calle gritándoles a los niños que estaban en la calle, o al menos intentándolo:<br /> −No metan bulla, che. No metan bulla ni patéen acá que estoy trabajando –y mientras los niños se alejaban hacia la esquina, y algunos que parecían conocerlo lo miraban extrañados y dudaban si saludarlo, él se quedó como evaluando la tarde, el sol, que ya caía nuevamente tras los cerros, y diciéndose que seguramente los pendejos lo habían despertado al Pochito con semejantes pelotazos. Entonces se dijo que iría a ver cómo seguía, pero no alcanzó a girar hacia adentro cuando pensó que su hija lo iba a retar, le iba a decir que dejara de molestar asomándose por la puerta a cada rato, y se detuvo. Finalmente volvió a decirse que de todas formas iría, pero cuando iba a tomar impulso para hacerlo se dio cuenta de que un Peugeot nuevo estacionaba justo contra la vereda de enfrente y de él bajaba un hombre de unos cuarenta años, bastante bien arreglado. <br /> Riera primero no había pensado nada muy preciso, pero por las dudas había encarado hacia adentro para que, fuera quien fuese, lo encontrara en el local, trabajando. Y ahora, mientras encendía las luces para ver mejor, se decía que mejor así y que en definitiva había hecho bien. Entonces dio algunos pasos y se subió nuevamente al banco de trabajo.<br /> −A ver, muéstreme lo que trajo –dijo; y el otro depositó sobre la mesa una forma de metal bastante particular, de tamaño medio, mientras le decía que era una pieza bastante simple, pero con el tema de la importación no podía conseguir una igual. Que si iba a poder hacerla, le hiciera dos. “Seguramente en cualquier momento se rompe la de la otra puerta”, agregó. Y entonces él le dijo “cómo no”, y se puso a trabajar con algunas cosas viejas que guardaba, buscando que se parecieran a la que le habían traído. El otro lo observó un momento y dio algunos pasos en la piecita como mirando cada detalle e interesándose por algunas máquinas apagadas y sin uso; al girar vio un banderín de fútbol: “hincha de los Bohemios el hombre”, exclamó; pero Riera no lo escuchó. Luego, de repente, volvió su ojos nuevamente al anciano inclinado sobre la mesa de trabajo y le preguntó hasta qué hora estaría atendiendo. Una vez que obtuvo la respuesta que deseaba escuchar –Riera le explicó que cerraría en una hora, aproximadamente, pero que si quería podía golpearle la puerta para retirar las piezas, ya que él vivía ahí mismo-, dijo que le parecía muy bien y que volvería en una hora. Antes de salir volvió a preguntar, casi de costado, con la vista perdiéndose a través de la ventana, cuánto costaría todo y al escucharlo profirió una humorada:<br /> −Eh, ¿se rompió algo? –Luego se volvió y fue saliendo con una media sonrisa entre los labios.<br /> Riera estuvo trabajando sobre las piezas un buen tiempo. La primera le costó un poco más que la segunda y, en cierto sentido, se podría pensar que él la tomó como un ensayo previo para lograr la segunda, porque si bien ambas estaban correctamente realizadas, ésta última, mirada con especial interés, evidenciaba cortes más directos y terminaciones más precisas; era como un cuadro que el artista hubiera pintado con todo su poder de síntesis, pero a la vez, mientras daba las pinceladas precisas que había imaginado, se hubiera dado el lujo de salirse de su propio esquema para dar paso a la libertad creativa del acto en sí mismo. Por eso él pensaba mostrarle esa pieza al cliente, para que percibiera lo acabado del trabajo y se fuera satisfecho. Claro, era una pieza interna de una puerta de auto, pero había que realizarla perfectamente para que pudiera suplir la original. “Tampoco es cuestión de hacer un mamarracho porque sí”, se dijo Riera mientras observaba las piezas dispersas sobre la mesa. Luego las juntó y las colocó a la par, incluso con la tercera: pensó que la original era el boceto para las otras, que eran superiores en todo sentido, pero que aunque fueran casi idénticas, una de ellas, la última que había hecho, a la vez, era superior a la anterior. Estuvo abstraído en ese pensamiento un buen tiempo y luego sin mediar justificación alguna derivó hacia otros pensamientos o imágenes: vio a Irene regando el patio junto María, que tal vez jugaba a escasos metros suyos, y a la vez se intuyó a sí mismo más atrás, quizás mateando bajo la parra y observándolas, y de repente a esa imagen se le sobreimpuso otra, fugaz: la de su primera mujer en el mismo patio, tal vez mateando también. Pero de la misma forma en que había emergido, la imagen pasó sin dejar rastro porque luego volvió a instalarse la otra, la de Irene y el apacible atardecer y, a su vez y casi inmediatamente, a esta última la sucedió el recuerdo de uno de los galpones de la bodega y un compañero de esa época, y más tarde Miguel cuando era niño, jugando en el piso, quizás sobre el cemento del local o ya en la vereda, peloteando contra la pared. <br /> De un momento a otro, Riera, casi inconscientemente, trató de incorporarse nuevamente sobre el banco de trabajo pero sintió una molestia en la espalda; entonces se quedó quieto a mitad de camino, el cuerpo semi inclinado tratando de disminuir el dolor, los brazos estirados, las dos manos abiertas sobre la mesa, y como si juntara fuerzas o pensara en algo elevó la cabeza y paseó sus ojos por el fluorescente del local y luego los deslizó hasta la puerta abierta. Los mantuvo ahí un instante: percibían los faroles de la calle y su silencio; el calor había menguado y la noche intentaba ser fresca y serena. Riera sintió todo esto en lo que puede entenderse como un segundo y volvió sus ojos hacia adentro a la vez que pensaba o presentía algo inexplicable, porque la sensación era de haber vivido sólo ese día eternamente o, más precisamente, sólo esa tarde o ese instante; como si sólo su cabeza o algo en él hubiera viajado hacia atrás y hacia adelante y hacia los costados y hacia todos los lados posibles que componían su biografía, o lo que él había entendido como su biografía hasta ese momento de lucidez, y lo que pudo haber imaginado y pensado o deseado o sufrido en alguno de esos momentos que ahora parecían ficciones. Era como si de repente cayera en la cuenta de que él, o lo que hasta ese momento hubiera considerado como su persona, tan sólo se reducía o era un ente inmerso en algo indefinido que a la vez hubiera creado para divertimento propio todo lo anterior, y que, vaya saberse por qué, ahora condescendía a detener el juego para siempre dejando sentir el horror que eso implicaba o a evidenciar, acaso mientras recargaba fuerzas, su poder narrativo; y a la vez, casi inmediatamente y sin ningún tipo de justificaciones, prosiguiera su marcha infinita por sobre la nada proponiendo los espejismos como la única forma posible de existencia.<br /> Pero todo fue un instante y Riera inmediatamente después irguió su cuerpo como si nada hubiera pasado y sin pensarlo dio por olvidado todo lo anterior: solo le quedó, sorprendentemente, un regusto por lo dado, como si a la inversa de los sentimientos previos, ahora viera todo por primera vez y descubriera lo maravilloso de eso, de lo que ahora percibía, y en definitiva tampoco importara demasiado si fueran reflejos o realidades independientes. Como si eso que por una vez había condescendido a evidenciar el juego, eso, inmediatamente después, hubiera tenido la piedad de mentir, de arrepentirse y de ofrendar, como contrapartida, la sensación de que cada momento alberga algo nuevo que incluso puede resurgir sobre los restos de lo viejo y a la vez ser lo mejor posible. Entonces él se bajó lentamente del banco, haciendo caso omiso a las molestias de espalda que ahora volvían a latir leves, y se quedó parado junto a la mesa de trabajo. “Cómo seguirá el Pochito”, se preguntó y tratando de calcular qué hora sería fue dando unos pasos cortos hasta la puerta de calle. Afuera no se veía un alma: tan sólo a veces algún niño quizás enviado a hacer mandados para la cena atravesaba la calle nimbada irregularmente por faroles amarillos indiferentes al rumor de la avenida que unos metros más adelante aún mantenía un ritmo regular de tráfico. Estuvo un tiempo apoyado en el marco de la puerta, observando, a la espera. De vez en cuando algún auto doblaba y se internaba por esta cuadra, entonces él pensaba que tal vez sería el cliente, pero en general estos pasaban rápidos e imprecisos en la oscuridad, y sólo en contadas ocasiones venían lentos, cómo buscando dar con algún lugar determinado o una dirección confusa y, si bien podía pensarse que venían hacia acá, seguían de largo y se perdían hacia el otro lado, hacia donde empezaban las calles de tierra. <br /> “Ya es tarde, seguramente mañana pasa”, se dijo Riera y cuando giró para entrar se le dio por mirar hacia el otro lado de la calle. Llegando casi a la última esquina antes de que el pavimento cediera paso a las calles de tierra vio dos sombras, una sentada sobre el cordón y la otra parada, que conversaban y acompañaban sus palabras con gestos o movimientos de manos, como si discutieran. Las palabras no podían llegarle, desde donde estaba había una buena distancia hasta las sombras. Trató de afinar la vista, pero tampoco pudo precisar nada y confiando en su instinto, se dijo que debían de ser Miguel y el otro, el artista, y como negando o despreciando sutilmente algo movió su cabeza mientras decía entre dientes: “ya habrán arreglado el mundo esos dos.” Entonces sí se decidió a entrar, pero mientras juntaba la puerta sintió sus propias palabras y su cuerpo extraños o excesivos, tuvo la sensación de que ya no podía siquiera controlar su boca, y mientras una sombra negra y definitiva se instalaba en su cuerpo acompañada por una media sonrisa escuchó que María le hablaba:<br /> −Papá, ya vaya cerrando que es tarde.<br />Él se exaltó y en el mismo acto de decir que sí, que ya cerraba, y poner llave en la puerta, algo volvió hablar por él:<br /> −Al final, ¿vinieron o no? –dijo y se quedó como expectando su propia acidez interna. <br /> Alcanzó escuchar que María le decía que ella ya había llamado, que a lo mejor pasaban mañana, mientras se perdía nuevamente tras la oscuridad de la puerta interior.<br /> <br /> Riera siguió con sus actividades como si no hubiera escuchado nada: caminó hasta la ventana para cerrarla y volvió a asomarse para mirar hacia la calle −todo seguía igual, las calles vacías, las sombras distantes, los faroles nimbados y amarillos−; luego bajó lentamente la persiana tratando de que algunos de sus pliegues, gastados y herrumbrosos, no se trabaran hasta llegar abajo. Finalmente dio dos pasos cortos hasta la puerta, la juntó y puso llave. Ya adentro se tomó su tiempo para ordenar las herramientas y las cosas que habían quedado dispersas, también para dejar a mano las tres piezas en que había estado trabajando. Una vez que tuvo todo listo, caminó despacio hasta la puerta interior: mientras avanzaba fue deslizando suavemente su mano derecha sobre la mesa de trabajo. Una vez en el vano de la puerta, apagó la luz y se perdió tras la oscuridad que ahora invadía todo, como si fuera el telón de un acto inconcluso, que cae de golpe, sin precisiones ni preguntas o respuestas.<br />