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PSICOLOGÍA SOCIAL
DE LA VIOLENCIA
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PSICOLOGÍA SOCIAL
DE LA VIOLENCIA
M.a CONCEPCIÓN FERNÁNDEZ VILLANUEVA
JUAN CARLOS REVILLA CASTRO
ROBERTO DOMÍNGUEZ BILBAO
4
Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento civil previstos en las
leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente, por cualquier sistema de
recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por
cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.
© M.a Concepción Fernández Villanueva
Juan Carlos Revilla Castro
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5
Índice
1. El concepto de violencia
1.1. El concepto de violencia
1.1.1. El uso del término violencia
1.1.2. Propuestas de definiciones sobre violencia
1.1.3. Tipos de definiciones de violencia
1.1.4. El campo de la violencia
1.2. El concepto de agresión
1.2.1. El uso del término agresión
1.2.2. Propuestas de definiciones sobre agresión
1.3. Relación entre los conceptos de violencia y agresión
2. Violencia de jóvenes
2.1. La delincuencia juvenil
2.2. La violencia en el ocio. Subculturas juveniles y fútbol
2.3. Las lógicas de la violencia juvenil
2.4. La dimensión grupal de la violencia juvenil
2.5. La identidad y la violencia juvenil
3. Violencia escolar
3.1. La violencia estructural
3.2. La violencia institucional
3.3. Alternativas a la violencia sistémica
3.4. La violencia de los estudiantes
6
3.5. Las explicaciones de la violencia de los estudiantes
3.5.1. El descompromiso con la escuela
3.5.2. El papel de la familia
3.5.3. El papel del contexto escolar
3.5.4. El papel de la relación con los profesores
3.6. El maltrato entre escolares (bullying)
3.6.1. La investigación sobre el maltrato entre escolares
3.6.2. Características de agresores y víctimas
3.7. Conclusiones
4. Violencia contra las mujeres
4.1. Concepto y panorámica general
4.2. La violencia contra las mujeres en los conflictos armados
4.2.1. La violencia como arma de guerra
4.2.2. La violencia como exacerbación del control sobre la conducta de las
mujeres
4.3. La violencia sociopolítica contra las mujeres
4.3.1. Violencia contra las niñas: los infanticidios selectivos
4.3.2. Violencia contra las niñas: la mutilación genital
4.3.3. La coerción del cuerpo y de las libertades
4.4. Violencia sexual interpersonal y violencia en la pareja y la familia
4.4.1. El acoso sexual
4.4.2. El abuso/agresión sexual y la violación
4.4.3. La percepción social de la violencia sexual y la violación
4.4.4. Los mitos sobre la violación
4.4.5. La tradición cultural en los mitos sobre la violación
4.5. La violencia en la pareja y la familia
4.5.1. El ciclo de la violencia doméstica
4.5.2. Consecuencias psicosociales de la violencia doméstica
4.5.3. La percepción social de la violencia machista en la pareja y la
familia
4.6. El enjuiciamiento de la violencia contra las mujeres. Perspectivas de cambio
4.6.1. Factores psicosociales en la evaluación jurídica
7
4.6.2. La administración de justicia sobre violencia contra las mujeres en
España
4.6.3. Una breve mirada al contexto internacional
4.7. Conclusiones
5. La violencia en el trabajo
5.1. El concepto de violencia en el trabajo
5.1.1. Los tipos de violencia
5.1.2. Las formas de la violencia
5.2. La prevalencia de la violencia en el trabajo
5.3. El análisis de la violencia en el trabajo
5.4. La intervención sobre la violencia en el trabajo
5.5. Cuestiones pendientes
6. La violencia en los medios de comunicación
6.1. El problema de la definición, la clasificación y la cuantificación de la violencia
6.2. Las perspectivas tradicionales y su crítica
6.2.1. Los efectos negativos de la violencia en los medios
6.2.2. Perspectiva crítica: Los mitos sobre violencia y televisión
6.2.3. El interés y el atractivo de la violencia, ¿otro mito?
6.3. El reconocimiento de la violencia por los espectadores
6.4. Desde una nueva mirada: las funciones de la imagen violenta
6.4.1. Función cognitivoinformativa
6.4.2. Función testificativa
6.4.3. Función movilizadora de emociones y sentimientos
6.4.4. Función identificativa
6.5. La atención a la violencia real
6.6. La mirada “moral” de los espectadores
6.7. La construcción de la evaluación moral de la violencia por los emisores y su
percepción por los espectadores
6.8. Posibilidades de transformación psicomoral y cambio de actitudes a través de
la emisión de violencia en los medios
6.8.1. La utilidad social e individual de la representación de la violencia
8
6.8.2. Identificación, empatía y responsabilidad por las víctimas
6.8.3. No identificación y extrañamiento hacia las víctimas
6.8.4. La negación de la información o su importancia
6.9. Conclusiones
Referencias bibliográficas
9
1
El concepto de violencia
Abordar un concepto siempre es un asunto lingüístico, aunque no solo lingüístico.
Especialmente si ese concepto ha sido casi omnipresente en la historia de la humanidad.
El concepto de violencia ha preocupado a la Etología, Psicología, Sociología,
Antropología, Semiótica, Política, Polemología, Irenología, Genética, Criminología,
Historia… y probablemente más disciplinas y subdisciplinas. Los intentos por encontrar
una definición que satisfaga las necesidades de tan variado público han sido numerosas,
pero a lo más que han llegado es a hacer una propuesta que tiene sentido admitiendo
algunas restricciones o acotaciones.
10
1.1. El concepto de violencia
1.1.1. El uso del término violencia
A las dificultades generadas por la multiplicidad de disciplinas académicas interesadas por
la violencia se añade que su uso no se restringe al ámbito académico, ni las personas
fuera de ese ámbito están pendientes de la adecuación de su uso a unas restricciones
eruditas sino a una utilización del mismo que les sirva para comprenderse con sus
interactuantes o consigo mismo.
Así, expresiones cotidianas que usasen el término violencia podrían ser: Se espera
una noche de violencia en el barrio. La entrada del defensa fue muy violenta. Ante la
detención reaccionó de una forma muy violenta. La protesta degeneró en violencia. La
violencia de la tormenta sorprendió a los meteorólogos. La violencia se generaliza en
Oriente Medio. Su vecino es un hombre muy violento. El toro embistió contra el
vallado con gran violencia. El choque entre el coche y el autobús fue muy violento.
Solo hizo falta que le preguntase por su padre para que reaccionase de forma violenta.
En ellas podemos encontrar desde acciones colectivas a comportamientos individuales,
pasando por características individuales permanentes; desde situaciones a fenómenos de
la naturaleza, comportamientos de animales o sucesos; desde fenómenos intencionales a
espontáneos o no atribuibles –de la naturaleza, de animales–…
¿Por qué una tormenta es violenta? Probablemente, porque tenga una fuerza
superior a lo habitual, o porque haya causado daños catastróficos, lo mismo podríamos
decir de la embestida del toro o del accidente automovilístico. ¿Por qué una
manifestación de reclamación ciudadana degenera en violencia? Probablemente, porque
utilice medios ilegítimos basados en la utilización de la fuerza. ¿Por qué un lance de un
juego deportivo puede ser violento? Probablemente, porque la fuerza utilizada por uno de
los implicados haya sido desproporcionada… Este uso cotidiano no conduce a un
denominador común vinculado al uso de la fuerza desproporcionada o excesiva. Pero,
pronto hay que introducir “peros”, no es simplemente el uso de fuerza. Si un halterófilo
levanta una barra con 180kg de peso es evidente que utiliza mucha fuerza física, pero
nadie diría que es un acontecimiento violento. Tiene que ser una fuerza explosiva para
que se catalogue de violenta. Pero, los medios ilegítimos basados en la utilización de la
fuerza utilizados por los protestantes, ¿son desproporcionados o excesivos? ¿Eso es lo
que los hace merecedores del calificativo de violentos o su ilegitimidad? Y el vecino
violento ¿tiene que tener explosiones habituales de fuerza desproporcionada o excesiva
para ser catalogado de violento o le basta con amenazar a su pareja?
Pero si acudimos a su uso académico el panorama no solo no es menos disperso
sino todo lo contrario, la adjetivación de violencia es casi infinita: violencia… civil,
militar, social, estructural, institucional, sistémica, mental, verbal, física, indirecta,
revolucionaria, política, criminal, anómica, emancipatoria, mediática.
Y no hay ninguna pretensión de exhaustividad en ninguna de las enumeraciones.
De hecho, empezar un texto sobre el concepto de violencia mostrando la amplitud
11
y confusión del campo semántico y del uso asociado al mismo no es una originalidad: se
podría decir que en la mayoría de los casos se señala el uso extensivo de la palabra
violencia, no solo para constatar que con ella se nombran fenómenos muy diferentes
sino, sobre todo, para explicar la dificultad de su conceptualización (Blair, 2009). Es
un término que se ha definido de forma vaga e inestable, a menudo se ha usado con
mucha libertad y a veces, simplemente, de forma errónea (Mider, 2013)
Los diccionarios nos van a mostrar una diferencia en el significado entre el español
y el inglés que por la interacción entre culturas va minimizándose en el uso. El
Diccionario de la RAE nos remite de violencia a cualidad de violento y aquí
encontramos nada menos que ocho acepciones que, resumiéndolas y eliminando alguna
que remite a significados claramente diferentes, remiten a fuerza, brusquedad, ira, torcido
(del sentido o interpretación de o dicho o escrito), ilegítimo. De todas ellas solo la fuerza,
si no media ninguna consideración ulterior, podría considerarse como elemento no
negativo, o incluso positivo, las demás (brusco, ira, aberrante, ilegítimo) dotan al término
de un aura de negatividad, rechazo, e incluso advertencia al categorizar algo de esa
manera.
Si en inglés tomamos un par de diccionarios de referencia (Webster y Collins)
vemos algunas diferencias: los elementos incluidos remiten a fuerza física (en el
diccionario de la RAE no se adjetiva la fuerza), a daño (en el de la RAE no se hace
referencia a las consecuencias de la violencia), a acción destructiva (en este caso la
brusquedad e intensidad del DRAE remiten de nuevo a las consecuencias y además de
gran magnitud: acción o fuerza destructiva), a sentimiento vehemente –remitiendo a
fervor– (en el DRAE es un genio impetuoso cercano a la ira). La ilegitimidad se recoge
en el Collins, pero vinculada a la fuerza (an unjust, unwarranted, or unlawful display of
force) que trata de intimidar o atemorizar; en el DRAE, a lo contrario, a la razón y
justicia, y en el Webster al daño por distorsión, infracción o profanación.
12
Figura 1.1. Campo semántico, según los diccionarios, de la violencia.
Resumiendo las referencias de los diccionarios, vemos un término que remite a
fuerza intensa, emociones intensas e ilegitimidad. Entendiendo este campo como
elementos implicados en el sentido de uso del término violencia, no como criterios
definitorios de la violencia. En realidad, los diccionarios mezclan esos criterios de forma
diversa. Así, podemos entender un uso de la fuerza de intensidad extraordinaria como
violento ¿Legítimo o ilegítimo? En principio, podría ser de ambos tipos, pero debería ser
evaluado frente a esa característica. Por ejemplo, A aplicó una fuerza extraordinaria
sobre B, la consideración inmediata es ¿podía, debía… estaba legitimado para hacerlo?
Un policía se arroja sobre un secuestrador armado, le golpea y le inmoviliza contra el
suelo; una persona inmoviliza a otra y la somete a abusos sexuales. Ante un acto violento
es difícil sustraerse a la evaluación legitimista, incluso en el uso se puede encontrar
discrepancias: hablantes que afirmen que la acción del policía no es violenta. La
intensidad emocional puede ser violenta en sí misma (una violenta pasión) o acompañar a
la intensidad de la fuerza o a la ilegitimidad: intensidad de fuerza acompañada de ira o
que produce ira o temor en quien lo recibe. Evidentemente, si se suman los elementos se
reconoce de forma generalizada como violencia.
El detalle de uso diferencial entre el español y el inglés es la referencia a las
consecuencias de la violencia, en español no se mencionan, en inglés violencia se vincula
a daño. Esto hará que en español las consecuencias puedan ser potenciales (una situación
de amenaza puede ser una situación violenta) mientras que en inglés algunas de las
13
definiciones se vinculen a la relación con el daño.
La etimología de la palabra violencia muestra que procede del latín violentia,
cualidad de violentus, que a su vez procede de vis –fuerza– y –lentus que, como sufijo,
indica un valor continúo. Es decir, que violentus tendría el significado de “el que usa la
fuerza con continuidad”. Otras palabras derivadas de la raíz vi- son vigor, vir (hombre,
en latín), viril, virtus (hombría, caballerosidad). El vocablo latino vis proviene de la raíz
indoeuropea wei-fuerza vital.
En griego se encuentra una interesante diferenciación entre violencia y poder en la
tradición poética. Según nos indica van der Dennen (1980), en el Prometeo encadenado,
de Esquilo, los primeros en aparecer en escena con Kratos (el Poder) y Bia (la Violencia)
arrastrando a Prometeo a la roca donde será encadenado. Allí se lo entregan a Hefestos y
Kratos (el Poder) le urgen a cumplir el castigo que Zeus le ha impuesto a Prometeo por
desafiar a los dioses. Aunque tanto Kratos como Bia son instrumentos al servicio del
poder tiránico de Zeus, su comportamiento en la obra de Esquilo es diferente, mientras
que Kratos (el Poder) utiliza las palabras y procesos de razonamiento para disipar las
dudas de Hefesto, que las manifiesta al apelar a los vínculos de sangre y amistad que
tiene con Prometeo, Bia (la Violencia) permanece en silencio.
Por lo tanto, etimológicamente violencia se muestra como un término asociado al
ejercicio continuo de la fuerza y al del poder exento de capacidad discursiva.
La traducción que ofrece van der Dennen, de Kratos y Bia, la seguida aquí, es
muy sugerente: Kratos como Might (que traducimos por Poder por similitud con algunas
traducciones en español de Kratos); y Bia como Violence. Pero en las traducciones
españolas de la obra de Esquilo los personajes de Kratos y Bia varían. Así, Menéndez
Pelayo traduce Kratos por Fuerza y Bia por Poder; en la de la editorial chilena Pehuén
Kratos es Poder y Bia es Fuerza; en la de Bernardo Perea para Gredos, Kratos es
Fuerza y Bia es Violencia. Incluso el diccionario V
ox de griego clásico nos muestra que
la relación entre ambos términos es muy compleja, dándonos las siguientes traducciones:
κράτoς: fuerza, vigor, solidez, robustez, poder, dominio, trono, soberanía, autoridad,
imperio, victoria, supremacía, violencia; βία: fuerza, energía corporal, vigor, robustez,
vigor moral, violencia, coacción.
1.1.2. Propuestas de definiciones sobre violencia
Teóricos procedentes de las más variadas disciplinas han realizado propuestas para una
definición de violencia (van der Donnen, 1980, recoge en un apéndice a su trabajo, que
no pretende ser exhaustivo, 48 definiciones de violencia). Y otro número de autores no
despreciable ha hecho esfuerzos por sistematizar y clasificar esas propuestas.
En términos generales, se puede decir que la cultura latina ha tenido un cierto
descuido hacia el análisis y la sistematización de la violencia hasta finales del siglo XVIII,
y este interés probablemente estuviese relacionado con acontecimientos históricos que
sacudieron a Europa. Y no será hasta finales del XIX cuando un autor, Georges Sorel, lo
tomase como centro de su obra. A pesar de tan escaso pasado, pueden identificarse tres
14
aspectos principales en los que cristaliza el concepto actual de violencia:
– El aspecto psicológico, explosión de fuerza que cuenta con un elemento
insensato y con frecuencia mortífero.
– El aspecto moral, ataque a los bienes y a la libertad de otros.
–  El aspecto político, empleo de la fuerza para conquistar el poder o dirigirlo hacia
fines ilícitos.
Esta primera caracterización teórica nos muestra tanto la relación parcial con el
mapa semántico de la violencia que bosquejábamos más arriba (intensidad de la fuerza,
ilegitimidad) como añade otro que orienta gran parte de los trabajos que han tenido lugar
sobre la violencia: la vinculación de la violencia con la política (tanto violencia soterrrada
en el ejercicio de la política desde el poder, como en la violencia manifiesta de ese mismo
poder, o en los intentos de debilitar ese poder o de derribarlo).
Pontara (1978) nos propone tres criterios a los que tiene que adecuarse una
definición de violencia:
– Criterio normativo. Lo que se entienda por violento debe recoger el aspecto
ético del término. Lo violento tiene una connotación negativa que tiene que
tener elementos discriminativos en la definición, es decir, que si algo violento
es peor, éticamente hablando, que algo no violento debe haber criterios que
permitan reconocerlo y afirmarlo.
– Criterio teórico. Una definición de violencia tiene que integrase en un modelo
teórico que justifique las preferencias de la no violencia sobre la violencia más
allá de la mera prescripción ética. Además de ser preferible éticamente debe
serlo social e interpersonalmente.
– Criterio descriptivo. Finalmente, la propuesta que se haga tiene que adecuarse al
uso cotidiano de violencia. Puede matizar, precisar o desbrozar aspectos que
en ese uso habitual no quede claro, pero tiene que ser fácilmente reconocible,
no puede ser un artefacto para uso de eruditos.
1.1.3. Tipos de definiciones de violencia
Un posible criterio para ordenar las definiciones de violencia es la división entre amplias,
restringidas y legitimistas (Coady, 2007), terminología que entra en discusión con la
que diferencia entre definiciones expansivas, observacionales y estrechas. De hecho,
algunos autores simplemente yuxtaponen las etiquetas: amplias/expansivas,
restringidas/observacionales, y legitimistas/estrechas.
Las definiciones amplias de violencia tratan de recoger cualquier tipo de
restricción impuesta a la persona. Entre ellas está la de Garver (1968). Para este autor la
violencia, en el ámbito de las interacciones entre personas, se relaciona con la idea de
15
violación más que de fuerza. Toda persona tiene unos derechos que son inalienables por
el mero hecho de serlo y que son el derecho al propio cuerpo y el derecho a la
autonomía. El derecho al propio cuerpo es evidente porque sin el propio cuerpo uno
deja de ser persona. El derecho a la autonomía lo considera como más básico que otros
como la dignidad, ya que esa dignidad no es algo que pueda simplemente darse o
protegerse por otros, sino que lo que hace al ser humano diferente de otros seres es su
modo de afrontar esa dignidad, su capacidad para definir, orientar y defender esa
dignidad: su autonomía. La violencia sería la violación de los derechos básicos de la
persona: el derecho al propio cuerpo y el derecho a la autonomía. Esta violación puede
ser de dos tipos: personal o institucional, y puede tener lugar de forma manifiesta o
encubierta, dando lugar así a cuatro tipos de violencia: violencia personal manifiesta (por
ejemplo, un atraco, una violación, un asesinato); violencia institucional manifiesta
(cuando la violencia manifiesta se apoya en un papel institucional; por ejemplo, el castigo
de padres hacia los hijos, la represión policial, la guerra como forma institucionalizada de
violencia, etc.); violencia personal encubierta (por ejemplo, las amenazas y las presiones
psicológicas en general que afectan al cuerpo o la autonomía de otra persona); y la
violencia institucional encubierta (las acciones institucionales que restringen
sistemáticamente esos derechos y que pueden ser advertidos o no por las víctimas, por
ejemplo, la existencia de guetos de cualquier tipo, la estructura machista de la sociedad,
etc.).
Pero el ejemplo más conocido de definición amplia de violencia es el concepto de
violencia estructural de Johan Galtung. Para Galtung la violencia está presente cuando
los seres humanos están influidos de tal manera que sus realizaciones somáticas y
mentales están por debajo de sus realizaciones potenciales (Galtung, 1969, 168),
posteriormente acuñará la definición más conocida: cualquier aspecto evitable que
impide la autorealización humana (Galtung, 1975, apud van der Donnen, 1980). La
violencia estructural es, por tanto, todo aquel tipo de dominación que pueda coartar de
algún modo la libertad –la potencialidad– de un ser humano. La defensa de Galtung de su
propuesta y las críticas coinciden en el mismo aspecto, que para Galtung es su fortaleza y
para sus críticos es su debilidad: la amplitud y extensión de su propuesta.
16
Las definiciones restringidas (u observacionales) son aquellas que tratan de
acotarse a las manifestaciones explícitas de violencia. Normalmente se restringen a la
violencia física observable y a los daños que produce. Así, Nieburg establece que la
violencia puede ser definida sin ambigüedades como la forma más severa y directa de
poder en sentido físico. Es fuerza en acción. Su uso es la continuación de la
negociación por otros medios ya sea por el estado, los grupos privados o las personas
(Nieburg, 1969, apud van der Dennen, 1980). U Ogle: Debe ser puramente físico –un
acto manifiesto tal como el golpe de un puñetazo o el apuntar con un arma o la
actividad de una muchedumbre, como en el caso de un linchamiento masivo. Donde
quiera que conlleve el uso de fuerza material medible, nos referiremos a violencia
(Ogle, 1950, apud van der Dennen, 1980). Estas definiciones cubrirían el campo de
violencia manifiesta de Garver pero ignorarían cualquier otro tipo y excluyen
explícitamente la violencia psicológica. Buscan la operatividad del concepto.
Finalmente, la tercera categoría son las consideradas definiciones legitimistas (o
estrechas). La restricción del concepto se debe a que no solo se restringen a violencia
explícita, sino a violencia explícita ilegal. En esta categoría puede encuadrarse la de
Hook: uso ilegal de métodos de coerción física para fines personales o grupales (Hook,
1975, apud Coady, 2007), o la de Walter (1964) el término violencia debe restringirse
al sentido de daño destructivo; por lo tanto, un tipo destructivo de fuerza (…) se
entiende habitualmente por violencia un daño exagerado o desmesurado a los
individuos, que no está prescrito socialmente, está más allá de los límites establecidos
(Walter, 1964, 250 y 255). Estos dos ejemplos recogen también una diferencia en esta
categoría, mientras que Hook limita la violencia a violencia física, Walter incluye
violencia no física también la magia, la brujería, y las diversas técnicas para infligir
daño por medios mentales o emocionales (ibíd., 250), aunque generalmente este tipo de
definiciones suele restringirse al ejercicio de la fuerza física.
Estas definiciones legitimistas se asientan en la tradición de autores como Hegel
(autoridad: uso de la violencia legitimada; violencia: uso ilegítimo de la fuerza), Weber (la
regla legitimada) o Parsons (la fuerza es un elemento necesario en el orden social
normativo; la violencia es un síntoma de patología social) (Mider, 2103).
Las definiciones legitimistas de la violencia tienen el riesgo del criterio de
oportunidad y de la dependencia de un segundo concepto. Así, en cada momento la
violencia se redefiniría con arreglo al entorno normativo en el que tuviese lugar además
de cambiar el etiquetamiento de un acontecimiento, según está amparado
normativamente o no. Por otro lado, evitan el incómodo paralelismo entre acciones
cometidas por poderes legítimos y por quienes pretenden derribarlo. Por ejemplo, la
diferencia en términos de violencia entre terrorismo y represión policial (legal) es posible
en esta categoría de definiciones, pero no en las categorías anteriores.
Coady (2007) indica un correlato imperfecto entre estos tipos de violencia y la
ideología política. Del mismo modo que puede establecerse un continuo desde las
definiciones más amplias hasta las más restringidas (o legitimistas), también se puede
establecer un continuo en la aceptación de las categorías de definiciones, desde la
17
izquierda hasta la derecha. Las definiciones amplias encontrarían una mejor recepción en
posturas políticas de izquierdas. Por un lado, permitirían catalogar como violencia no
solo a todo tipo de coerción ejercido por un poder establecido, sino también incluir a
cualquier injusticia social, discriminación o desigualdad social. La diferencia entre
violencia conservadora, orientada al mantenimiento del statu quo, y violencia
revolucionaria, orientada a la alteración del statu quo, quedaría difuminada o eliminada.
Las definiciones restringidas, de tipo esencialmente operativo y que enlazan con
facilidad con la percepción cotidiana de la violencia, encontrarían una mejor recepción en
posturas de tipo centrista o liberal. Son definiciones que evitan tanto la equiparación de
violencias de distinto signo como la sacralización de lo legal. Aceptan mejor la valoración
legítima que legal y hacen residir la connotación ética negativa en la propia experiencia
cotidiana del observador.
Las definiciones estrechas están claramente ajustadas a una concepción
conservadora de la realidad social identificando claramente legal y legítimo. Como señaló
Marcuse, gracias a un tipo de lingüística política, no podemos usar la palabra
violencia para describir las acciones de las fuerzas especiales en Vietnam pero sí las
de los estudiantes que se defienden de la policía (apud Coady, 2007) o, trayéndolo a
nuestros días, podríamos calificar de violentas las acciones de Hamas en el conflicto en la
franja de Gaza, pero no podríamos calificar de violentas las acciones del ejército israelí…
hasta que la ONU declarase su ilegalidad.
Estas son concordancias políticas genéricas o a priori, pero pueden ser alteradas en
circunstancias concretas. Por ejemplo, es frecuente encontrar posturas conservadoras
clamando contra la violencia del Estado que impide el libre mercado o que obliga a
abortar. Del mismo modo, se pueden encontrar discursos de izquierda justificando la
represión estalinista como un modo legítimo de conseguir la nueva sociedad comunista.
18
Figura 1.2. Categorías de definiciones políticas y su concordancia política.
1.1.4. El campo de la violencia
No es intención de los autores proponer una nueva definición, si es que tal cosa fuera
posible, ya que con la acumulación existente parece que solo se pueden hacer
repeticiones o definiciones ad hoc para propósitos específicos. Por lo que vamos a cerrar
este apartado con una figura comprensiva de lo que se ha entendido por violencia.
19
Figura 1.3. Resumen del campo de la violencia generado por las definiciones del término.
El campo de la violencia resulta ser bastante coherente. Desde todos los puntos, de
vista hay una fuerza coercitiva. La intensidad y la naturaleza de esa fuerza ya es más
ambigua. La percepción del lego es que es de gran intensidad, pero los teóricos gradúan
esa intensidad: para muchos no es necesaria esa alta intensidad, una baja intensidad de la
fuerza –una amenaza, por ejemplo– puede tener efectos similares. La naturaleza física o
no física también es ambigua. Tanto para el lenguaje común como para muchos teóricos,
la violencia es física, pero de nuevo hay teóricos que no aceptan esa restricción y ven tan
merecedora de ser etiquetada de violenta una fuerza física (una patada, un disparo) como
una no física y, en este sentido, las concepciones que se apartan de la fuerza física se
acercan más al ejercicio de la fuerza como imposición no discursiva del poder. La
violencia para todos sería el ejercicio del poder no argumentativo, que no intenta
convencer o persuadir, que se impone. Pero para algunos teóricos esta imposición sería
brusca y física, mientras que para otros podría adoptar otras formas que devienen en
imposición, que no aceptan la réplica, ya que no buscan el entendimiento aunque utilicen
expresiones verbales (por ejemplo, una humillación sería aceptada como violenta por
algunos teóricos, no es física, es verbal, pero no entra en el juego de desarrollar
argumentativamente la corrección a la realidad y a las normas sociales de lo manifestado,
solo busca el daño de forma no contemplada en las normas sociales).
En el uso cotidiano, la violencia se asocia a emociones intensas, tanto referidas a
20
alguien que la ejerce (la asociación persona violenta, persona iracunda, a veces se
establece como una sinonimia), como a alguien que las padece (la violencia de las
pasiones). Este uso, en cambio, no es sostenido en las definiciones teóricas que dejan los
asuntos emocionales en un segundo plano.
La relación con la normatividad sí es más uniforme. El lego percibe lo violento
como algo fuera de las normas en algún sentido. El teórico precisa esa falta de
normatividad enredándose en algún caso en su consideración para discriminar lo
realmente violento de lo que solo lo es en apariencia. Pero, en cualquier caso, la
calificación de violento exige posicionarse respecto a la normatividad, si no en términos
de legalidad sí en términos de legitimidad.
Finalmente, la consecuencia lógica asociada a la imposición de una fuerza intensa
son los daños que provoca. Inicialmente, esos daños son aparentes, visibles: físicos, pero
la complejidad teórica ampliará a daños de otro tipo, en primer lugar psicológicos y, para
los más expansivos, sociales.
Si retomamos los criterios de Pontara –normativo, teórico y descriptivo– vemos
cómo la violencia, la defina quien la defina, es un ejercicio de imposición de poder que,
por su intensidad o consecuencias, tiene que dar cuenta ante algún tipo de legitimidad, ya
que va contra el deseo o la voluntad de quien sufre la violencia, –criterio normativo–,
dependiendo de la propuesta concreta mostrará unos límites en su inclusividad –criterio
teórico– y se adecúa con bastante comodidad a lo que el lego percibe como violento –
criterio descriptivo–. Lo cual podemos resumir en el siguiente cuadro
Figura 1.4. Esquema resumen del núcleo del concepto de violencia.
21
1.2. El concepto de agresión
Para tratar de comprender el concepto de violencia es inevitable abordar el concepto de
agresión. Son términos muy cercanos, a veces utilizados para definirse mutuamente
(DRAE: Agresividad: Tendencia a actuar o a responder violentamente), a veces
tratados como sinónimos. Por ello, la revisión del concepto de agresión tendrá que
dilucidar en qué medida son intercambiables y en qué medida no y, en este caso,
delimitar en la medida de lo posible cuándo es correcto usar uno de los términos y no el
otro.
1.2.1. El uso del término agresión
Los diccionarios son más escuetos con el término agresión que con el de violencia. Así,
encontramos definiciones bastante similares en los diccionarios de referencia como el
DRAE, el Merriam-Webster o el Collins. En todos hay alguna acepción para la
agresividad humana personal, una o dos, y otra para la agresividad como nación. Entre
las primeras encontramos, acto de acometer a alguien para matarlo, herirlo o hacerle
daño (DRAE) oconducta o actitud hostil, injuriosa o destructiva (Merriam-Webster),
conducta o actitud mental hostil o destructiva (Collins). Todas ellas suponen la acción
de alguien que provoca un daño en otro. La inclusión de términos como matarlo, junto a
hacerle daño, u hostilidad o destrucción permiten pensar que el daño recibido es no
deseado por quien lo experimenta. Otro conjunto de acepciones completan esta agresión
personal: acto contrario al derecho de otra persona (DRAE), procedimiento o acción
enérgica especialmente cuando es para dominar (Merriam-Webster), cualquier
práctica o actividad ofensiva (y aclaran: una agresión contra la libertad personal
Collins). En estos casos la consecuencia de la agresión afecta a los derechos o la libertad
de la persona, por contraste suponemos que las primeras acepciones recogidas se
orientan al daño físico de la otra persona. Por lo tanto, la agresión tendría como objeto
causar daño de cualquier tipo a otra persona. De forma generalizada, se recoge una
acepción sobre el ataque (sin declaración previa, que supone violación de la integridad
territorial o no provocado) de una nación contra otra, que, en el nivel de las naciones,
sería una mezcla de las dos aplicadas a las personas: provocación de daños físicos y
violación de derechos. En los diccionarios ingleses se incluye el que se pueda hablar de
actitud (outlook –Merriam-Webster–, mental attitude –Collins–) mientras que en el
español solo se hace referencia explícita a comportamientos o acciones (acto de
acometer, ataque armado) solo quedando un margen a un acto no exclusivamente físico
en la ambigua expresión acto contrario al derecho…
22
Figura 1.5. Campo semántico, según los diccionarios, de la agresión.
En la etimología de agresión, los autores no se apoyan en los poetas griegos y su
sentido parece bastante claro en la procedencia de aggredere: avanzar contra (algo o
alguien). Revisando otros términos derivados de la misma raíz latina quizá se destaque
mejor su sentido. El participio pasado del verbo latino gradi (caminar, dar pasos) es
gressus, y del cual se formaron diversos términos en las lenguas romances. Así, del dar
pasos hacia adelante surgió pro-greso, y de dar pasos hacia atrás re-greso, de alejarse de
algo o alguien: di-gresión, de entrar en algún lugar: in-greso, de la de caminar juntos
hacia un punto de reunión: congreso y de la de ir en sentido opuesto al de otra persona:
a-gresión (ver www.elcastellano.org)
En ninguno de los diccionarios referenciales consultados se recoge alguna acepción
positiva del término agresión, ni se deduce de su origen etimológico y, sin embargo, es
muy popular coloquialmente, con el sentido de gran asertividad (ejecutivo agresivo,
vendedor agresivo, etc.). De hecho, el uso del término agresión es mucho más amplio de
lo que los diccionarios nos muestran: abarca todo ese abanico desde comportamiento
destructivo hasta asertividad. No extrañan expresiones como la agresión que sufrió a
manos de su pareja le produjo lesiones irreversibles, se encontraba incómodo en su
trabajo porque su compañero se dirigía a él en un tono agresivo, es un tiburón en los
negocios: es un empresario muy agresivo, es difícil que no sea el mejor en ventas: es
un vendedor muy agresivo.
El rango de significados no sigue un continuo, sino que desplaza el sentido desde la
referencia al poder a la asertividad. En los primeros ejemplos se supone un poder en la
persona que realiza la acción. Poder que puede ser físico (la pareja que causa lesiones) o
posicional en una estructura (el tono agresivo del compañero tiene que apoyarse en algún
tipo de poder que la víctima no puede contrarrestar, ya se deba a un mayor estatus
profesional, a una popularidad entre el resto de compañeros o a un apoyo de
determinados superiores jerárquicos). En los dos últimos ejemplos sería forzar el
significado de poder al poder por competencias o habilidades, en lugar de eso la
agresividad referida se apoya en la capacidad que tienen esas personas para realizar una
actividad enérgicamente y con la suficiente intensidad y continuidad que les permita
obtener logros que de otra manera serían muy difíciles, si no imposibles, de conseguir
23
Pero el lenguaje aquí hace una pequeña trampa. Esa diferencia de uso se suele
marcar en el lenguaje: mientras que las agresiones como actos se relacionan con el
sentido negativo, destructivo, del término, la agresividad como actitud o rasgo se puede
relacionar tanto con el sentido positivo como con el negativo. Así, se puede decir le
agredió al salir de la reunión, con el sentido evidentemente negativo de le provocó
daños; pero no se puede decir le agredió vendiéndole una enciclopedia, con el sentido
positivo de le acabó convenciendo de que la comprase. Pero, por otro lado, sí se puede
decir el jugador demostró tanto agresividad en el campo que acabó expulsado, con
sentido negativo: su comportamiento excedía los límites aceptables de intensidad
establecidos como normativamente aceptables; y también se puede decir la agresividad
de sus técnicas de venta le hacen obtener grandes resultados para la empresa, con el
sentido positivo de energía, intensidad, persistencia en las técnicas de venta utilizadas.
La relación que hay entre agresión y agresivo no es la misma que hay entre
violencia y violento. Mientras que entre violencia y violento se mantiene de un modo u
otro la negatividad asociada al daño o exceso asociado a la violencia, en el caso de
agresión/agresivo el primer término tendría un solo polo (negativo), mientras que el
segundo tendría una dualidad que se muestra según se acerque más al ejercicio hostil del
poder (negativa) o a la intensidad de la asertividad.
Figura 1.6. Campo semántico, según el uso, de la agresión.
1.2.2. Propuestas de definiciones sobre agresión
24
Un concepto como el de agresión ha generado una gran cantidad de propuestas de
definición, desde distintas perspectivas científicas. Van der Dennen (1980) recoge 106 en
su revisión, algunas de ellas tan dispares como: proceso consciente de coerción contra el
entorno físico, otros animales o humanos por un individuo o un grupo de personas
(Tiger, 1969, apud van der Dennen, 1980) o conducta cuyo fin deliberado es matar o
causar serios daños a otro ser humano (Prosterman, 1972, apud van der Dennen,
1980).
La clasificación u ordenación de las distintas propuestas sigue criterios variados,
pero, en aras de la simplificación, se podría forzar una agrupación respecto a tres ejes,
que a veces han sido utilizados como elementos constituyentes y veces como tipos
diferenciales de modelos explicativos. Estos tres ejes son el biológico, el psicológico y el
del entorno.
Alrededor del eje biológico se agrupan definiciones que recogen los aspectos de la
agresión más vinculados a la evolución animal y a la lucha por la supervivencia. Por
ejemplo, desde la etología, Konrad Lorenz define la agresión como el instinto de lucha
en las bestias y los hombres, que se dirige contra miembros de la misma especie
(Lorenz, 1966, apud van der Dennen, 1980). Este instinto de lucha no es necesariamente
negativo, sino que se vincula a la supervivencia: la lucha puede ser tanto para conseguir
recursos necesarios (comida) como para proteger a la prole. La base de ese
comportamiento, desde el punto de vista etológico, no difiere mucho entre animales y
seres humanos, lo cual no supone negar la adaptación de este instinto de lucha a las
condiciones a las que ha evolucionado el ser humano: ya no suele ser necesario luchar
físicamente por conseguir alimentos, ni defender el territorio de depredadores. La
adaptación para tener una posición de ventaja en la actualidad puede relacionarse más
con el logro de una posición social o la defensa de la prole, quizá se manifieste más en un
encuentro airado con un tutor escolar que ha castigado o suspendido a un hijo.
Evidentemente, son comportamientos alejados de los de la mera supervivencia, pero,
afirman los etólogos, sin que haya una cesura radical entre aquellos y estos.
Además de esta postura holística en la consideración de la agresión en los seres
humanos como un instrumento general de la adaptación, son numerosos los trabajos que
tratan de desentrañar los mecanismo neurológicos y biológicos que subyacen a la
agresión, especialmente en la agresión denominada reactiva que, por su falta de control,
parece responder a reacciones basadas en mecanismos biológicos más que en ningún tipo
de elaboración psicológica (Nelson y Trainor, 2007).
El eje psicológico recoge los aspectos vinculados a disposiciones diferenciadas
entre unos individuos y otros, ya sea por estabilidad comportamental o por respuestas
diferenciales ante los mismos estímulos. En estos casos, los elementos psicólogicos en
juego son múltiples, desde emociones generadas hasta elaboraciones cognitivas de la
situación.
La estabilidad del comportamiento agresivo y, por lo tanto, su consideración de
rasgo estable o hábito adquirido es un elemento que cíclicamente tiene presencia y
tratamiento en los medios. La posibilidad de identificación de perfiles de personas que
25
facilitan reconocer a aquellas que tienen mayor probabilidad de desarrollar conductas
agresivas parece un deseo defensivo más que una aspiración científica.
Los estudios sobre estabilidad de la agresividad en los sujetos son contradictorios y
pueden encontrarse los que indican que hay una continuidad moderada (Huesmann,
Dubow y Boxer, 2009, apud Piquero et al. 2012), mientras que otros destacan que una
proporción substancial de los jóvenes que manifiestan comportamientos agresivos
desisten de ellos en su adultez (Loeber y Hay, 1997, apud Piquero et al. 2012) y en
algunos estudios se encuentran evidencias tanto para la estabilidad como para el cambio:
muchos individuos nunca muestran niveles altos o moderados de agresión, otros
muestran agresión física tanto en la infancia como en la adolescencia, pero desisten al
llegar a adultos, otros solo muestran conducta agresiva como adultos y un pequeño grupo
muestra estabilidad en la agresión en la infancia, en la adolescencia y en la adultez
(Piquero, Carriaga, Diamond, Kazemian, 2012).
Dentro de los aspectos psicológicos se encuentra la identificación del disparador de
la conducta agresiva en elementos internos frente a los elementos externos del ambiente.
Ahí pueden considerarse desde disposiciones propias de la personas en forma de rasgos
estables a elementos emocionales. En este sentido, ocupa un lugar destacado la
actualización que Berkowitz hizo en los años sesenta de la conocida teoría de la
frustración-agresión de Dollard, Miller, Doob, Mowrer, y Sears del año 1939
(Berkowitz, 1969). Si la propuesta original establecía una relación simple entre la
conducta de agresión y el antecedente de frustración, que fue evolucionando a una
mayor complejidad de la relación entre frustración y agresión, será Berkowitz el que la
revitalice señalando como elemento mediador explicativo de la relación entre la
frustración y la agresión a las emociones, y concretamente a la ira. Una frustración que
provoca en una persona elementos emocionales negativos como la ira sí es probable que
genere una respuesta de agresión, en caso contrario no.
En el tercer eje, el del entorno, se encuentran múltiples elementos que han sido
considerados esenciales para entender la agresión. Desde la identificación de estímulos
que realizó Moyer en los años sesenta (depredadora, por miedo, inducida por irritación,
territorial, maternal e instrumental –Moyer, 1969 apud Liu, 2004–) al aprendizaje de los
modelos de comportamiento a los que se expone la persona (Bandura, 1973).
En este sentido, Delgado (1971, apud Van der Dennen, 1980) propone la siguiente
definición: La agresividad humana es una respuesta conductual, caracterizada por el
ejercicio de la fuerza en un intento de perjudicar o dañar a personas o propiedades.
Este fenómeno debe analizarse en sus tres componentes: a) las circunstancias del
entorno, incluyendo económicas, ideológicas, políticas, sociales, y familiares que
están afectando al individuo; b) recepción de esta información del entorno por vías
sensoriales y su interpretación por mecanismos cerebrales que provocan sentimientos
emocionales y respuestas conductuales; c) realización de respuestas individuales o
sociales que constituyen las manifestaciones observables de la violencia. En su
propuesta, Delgado no parece diferenciar entre agresión y violencia, aunque lo hará más
adelante: es una cuestión de grado (la violencia es una forma extrema de la agresión,
26
dirá), pero eso lo abordaremos más adelante. Ahora cabe destacar cómo la agresión, para
Delgado, aunque es una conducta, es fundamentalmente una respuesta, es decir, una
reacción a un entorno. El individuo procesará la información del entorno para dar esa
respuesta, pero deben darse esos elementos del entorno que provocarán en el individuo la
conducta agresiva. El foco, por tanto, se desplaza a los elementos externos al individuo.
Se podrían resumir las propuestas de definición de la agresión teniendo en cuenta
estos tres ejes en el siguiente cuadro.
Figura 1.7. Resumen de los ejes de las definiciones del término agresión.
Sin embargo, estos ejes aunque acotan el campo de la agresión quizá desvíen un
tanto la pretensión de definir el concepto. El eje biológico nos recuerda que no podemos
olvidar nuestra continuidad con otros seres vivos; el psicológico que somos seres
complejos que (casi) no emitimos respuestas automática sino mediadas por procesos
emocionales y cognitivos y que somos seres dotados de continuidad identitaria (en la que
nos reconocemos y se nos reconoce y en la que puede entrar, o no, la agresión);
finalmente, el eje social enfatiza el papel de los estímulos en la emisión de respuestas y la
ineludible socialidad del ser humano. Pero esos ejes también son válidos para multitud de
aspectos.
Tratando de centrar la definición de agresión, podemos cuestionar el uso cotidiano
de agresividad para considerarlo en la definición de agresión. Un comportamiento
agresivo que se refiere a un logro asociado a un desempeño intensivo, persistente, con
uso generoso de energía y que se vincula a la asertividad difícilmente se denominará
agresión, pero sí entrará en la agresividad. Por ejemplo, un vendedor de un producto a
domicilio que utiliza tácticas apoyadas en una gran insistencia, en un bombardeo de
datos, de ofertas sucesivas… puede ser considerado un vendedor agresivo, pero es
27
extraño que un posible cliente considere que su comportamiento haya representado una
agresión.
Esto nos reduce el término agresión al comportamiento enérgico que produce
daños por el ejercicio del poder de modo hostil o destructivo, la mitad del campo de uso
semántico de la agresión señalado más arriba. Ahora bien, en ese campo semántico de la
agresión hay dos aspectos implícitos a considerar. La agresión siempre es un
comportamiento o una conducta. Puede ser como respuesta a un estímulo, pero no es un
mero reflejo: hay una utilización intencional de un esfuerzo, al menos moderado, para
provocar un daño. Es, por tanto, una conducta intencional.
Van der Dennen (1980) considera que la intencionalidad no es necesaria para la
calificación de agresión, sin embargo, los ejemplos que pone no son consistentes. Por
ejemplo, se refiere a la agresión de un niño que está llorando o pataleando, o a la de una
unidad de policía que se defiende de un ataque de una guerrilla urbana. En ambos casos
la intencionalidad de emitir la conducta y provocar daños en los posibles receptores
parece indiscutible, lo que puede no haber es una motivación específica para causar una
daño concreto en un persona concreta. Y, como consecuencia, el niño puede asustarse si
la consecuencia es que le ha roto las gafas a su abuelo o los policías ven que han causado
la muerte de unos adolescentes solo armados de su bravuconería.
Anderson y Bushman (2002) introducen un matiz importante en la clarificación de
la relación de la intencionalidad con la agresión. Señalan que para que una conducta sea
considerada agresión debe tener la intencionalidad de dañar a un objetivo próximo,
mientras que los daños como objetivo último van a servir para diferenciar entre tipos de
agresión. Por ejemplo, dos personas van a subir a un autobús y una de ellas golpea
intencionalmente a la otra con el codo en las costillas. Supongamos dos situaciones para
ese ejemplo: a) apenas hay sitio en el autobús y solo la primera que logre subir viajará; b)
las personas se conocen y tienen rencillas habituales entre ellas. En ambos casos,
podemos hablar de agresión (objetivo inmediato: causar daño a la otra persona), pero son
agresiones diferentes (en el primer caso la persona agresora hubiese golpeado a
cualquiera ya que su objetivo último es subir al autobús; en el segundo caso, la persona
agresora solo golpearía a esa persona porque su objetivo último es perjudicarla de la
manera que pueda en cada momento).
La precisión de Anderson y Bushman nos lleva al segundo de los aspectos
implícitos, que es el daño provocado. La agresión siempre intenta provocar daños. Aquí
la diferencia entre el daño real y potencial como criterio para considerar un
comportamiento como agresión no es tan nítido. Si alguien lanza un puñetazo a otra
persona y le golpea, no hay duda de que es una agresión, pero ¿y si la posible víctima lo
esquiva? Nos encontramos con una diferencia de uso. En el lenguaje cotidiano, y no hay
que olvidar que siempre nos referimos a la vinculación al uso concreto de un idioma
concreto (en este caso el español), probablemente digamos que intentó agredirnos, pero
no lo consiguió porque estuvimos ágiles; pero en el lenguaje científico no tendría
sentido cambiar la calificación de un comportamiento solo porque ha fracasado,
probablemente diremos que ha sido una agresión fallida, pero, sin duda, una agresión.
28
Al hacer referencia a los daños provocados hay que incluir un matiz clave: ese
daño, en principio, tendería ser evitado por la persona que lo recibe. Lo alambicado de la
formulación pretende incorporar situaciones de indefensión. Por ejemplo, una persona
inconsciente recibe golpes. Aunque la víctima no tiene capacidad para tener una postura
sobre los golpes recibidos cabe suponer que si la tuviese tendería a evitarlos. Esto deja
fuera de la agresión a los daños aceptados libremente por la persona, como, por ejemplo,
el daño que provoca la reducción de un hombro dislocado o las actividades de tipo
sadomasoquista.
El énfasis en la intención de la persona agresora o en los daños provocados marca
una de las diferenciaciones entre tipos de agresión que más apoyo ha tenido. Así,
podemos distinguir entre agresiones cuyo último objetivo sea dañar a otro y otras cuyo
objetivo último sea resolver un problema o conseguir alguna recompensa o ventaja
respecto a otro. Estos tipos han recibido múltiples etiquetas. Ramírez y Andreu (2006)
recogen las siguientes:
– Agresión cuyo objetivo último es dañar al otro: hostil, impulsiva, no controlada,
no planificada, reactiva, de sangre caliente, abierta, defensiva, afectiva,
negativa/destructiva.
– Agresión cuyo objetivo último es otro diferente del daño provocado
inmediatamente: instrumental, premeditada, controlada, planificada, proactiva,
a sangre fría, oculta, ofensiva, depredadora, positiva/constructiva.
La caracterización de ambas se resume en los distintos términos que se han usado
para identificarlas. La primera, a la que llamaremos hostil para abreviar, es la agresión
que tiene lugar de forma casi automática, no responde a una planificación previa del
agresor, es de tipo reactivo, incluso defensivo. Por ejemplo, es el manotazo que se suelta
cuando nos damos cuenta de que alguien está realizando una conducta que evaluamos
como peligrosa, nociva o de riesgo para nosotros, o el empujón que devuelve un niño a
otro que al pasar corriendo ha tropezado con él. La segunda, a la que llamaremos
instrumental, es una conducta que responde a un cálculo, a una evaluación de un
objetivo para cuyo logro se considera asumible el daño que se va a realizar. Es la
zancadilla de un futbolista a otro que va solo hacia la portería: el defensa no tiene como
primer objetivo dañarle, sino que no meta gol.
Con todo ello, no olvidando la continuidad con comportamientos animales, el papel
de variables psicológicas y la importancia de los estímulos externos y del contexto
sociocultural, es interesante considerar la definición que proponen Bushman y Anderson
en el ámbito de la Psicología Social y que mantiene un cierta estabilidad (Bushman y
Huesmann, 2010; la definición original es de los mismo autores de 2001): la agresión
humana es cualquier conducta dirigida hacia otro individuo que se lleva a cabo con el
intento próximo (inmediato) de provocar daño. Además, el perpetrador cree que la
conducta dañará al objetivo y que el objetivo está motivado para evitar la conducta.
O, como resumen Bushman y Huesmann (2010), cualquier conducta que intenta dañar
29
a otra persona que no quiere ser dañada.
Figura 1.8. Esquema del concepto de agresión desde la Psicología Social.
30
1.3. Relación entre los conceptos de violencia y agresión
La cercanía entre los conceptos de violencia y agresión es evidente. Es frecuente
encontrar autores que los utilizan de tal manera que lo que para uno es violencia para
otro es agresión o viceversa. En otros casos, se distinguen por su intensidad o gravedad o
simplemente son planteamientos circulares. Así, revisando rápidamente algunas de las
decenas de definiciones que recoge Van der Dennen (1980), vemos cómo la agresión se
ha definido en términos de violencia (por agresión entendemos la conducta que viola los
derechos de otros, con énfasis en la violencia física o en su amenaza, Osman & Lee,
1978); la violencia en términos de agresión (la violencia puede verse como la
transformación de la agresión en actualidad: es agresión en acción, Persson, 1980); o
una como una modalidad de la otra (violencia y fuerza son extremos de un continuo de
agresión, en el cual fuerza es el extremo que indica que hay una instrumentalización
para algún fin y violencia es el extremo que indica simplemente la intención de dañar,
Lief, 1963); o una como una versión extrema de la otra (violencia es agresión extrema
con el objetivo de dañar gravemente o destruir a personas, objetos u organizaciones e
implicando características de explosividad, Lowry & Rankin, 1972); e incluso hay
definiciones de las que es difícil escapar a la circularidad que plantean (la agresión es una
demostración unilateral de hostilidad y violencia, y violencia es una forma intensa de
hostilidad, M.E: Smith, 1975).
Aunque hay que recordar una vez más el papel que juega el idioma concreto en el
que se está hablando, y, en este sentido, el uso de violencia como agresión extrema es
mucho más marcado en inglés que en español, unas definiciones tan entreveradas unas
con otras, y una ausencia de criterios de demarcación en el ámbito científico, muestran
un panorama confuso terminológicamente y una necesidad de tener en cuenta siempre el
sentido que el autor considerado da al término utilizado y evitar juicios apresurados por
usos terminológicos propios.
Aun así, comparando los núcleos de los conceptos de violencia y agresión, se
pueden identificar matices y énfasis diferenciales entre ambos conceptos.
Figura 1.9. Esquemas paralelos de los conceptos de violencia y agresión.
31
En términos generales, ambos conceptos suponen la realización de una acción por
alguien, que produce un menoscabo no deseado en otro. En este sentido, van a compartir
necesariamente parte del campo semántico que los va a definir. Sin embargo, hay
diferencias que se pueden señalar.
En primer lugar, la violencia supone una cierta duración en el ejercicio del poder
(no tiene por qué reducirse a un acto único) mientras que la agresión remite a actos
puntuales. La violencia es continua, la agresión es discontinua. Si un defensa de fútbol
corta el juego de un delantero con continuas faltas llegando a lesionarle, podríamos decir
que a lo largo del partido se ha comportado violentamente con él, o que el delantero ha
sufrido una agresión tras otra del defensa. Es decir, que aunque la realidad es la misma,
el uso de un término (violencia) supone una duración en el ejercicio del poder (físico en
este caso), mientras que si se usa el otro término (agresión) hay que acumular
discontinuidades para dar esa idea de continuidad (una agresión tras otra). Si solo
hubiese sido una falta, probablemente se diría que ha habido una agresión, no una
violencia. En este último caso, para usar el término violencia habría que hacerlo como
adjetivo enfatizador, dejando el núcleo de lo ocurrido a otro sustantivo (el mismo de
agresión si se que quiere): el defensa realizó una violenta agresión.
En segundo lugar, la agresión se desarrolla alrededor del daño que se produce o se
quiere producir, mientras que la violencia se orienta hacia la coacción o la coerción. Es
evidente que un daño puede conllevar una coerción y viceversa, pero se pueden
diferenciar matices. La distinción de Anderson y Bushman (2002) entre objetivos
próximos y últimos puede ser de ayuda en este aspecto. La agresión siempre tiene como
objetivo próximo o inmediato el daño no deseado del otro, la violencia tiene como
objetivo último la coacción o coerción del otro.
Un profesor puede comportarse violentamente en clase gritando a sus alumnos,
amenazando con ejercer un poder físico sobre los alumnos con demostraciones, como
golpear la mesa o la pizarra. Les coarta, impide que realicen los comportamientos que
desearían (hablar con el compañero, jugar a los barquitos…) mediante el ejercicio de
demostración de un poder continuo. Incluso puede utilizar agresiones puntuales para
mantener ese ejercicio de poder (un cachete a uno, un insulto a otro…). Las agresiones
se identifican rápidamente por ese daño explícito (golpe, insulto…), aunque
evidentemente habría que definir con rigor daño para acotar las agresiones (por ejemplo,
menoscabo específico de tipo físico, psicológico o social). Cuando el daño producido es
difuso, la diferenciación se vuelve imposible: un insulto puede suponer un daño explícito,
en tanto que menoscaba la identidad de la persona, pero puede suponer un daño difuso
en tanto que deteriora su imagen, que perjudique sus relaciones sociales futuras en su
entorno. En este caso, el daño puede ser la parte visible de la coacción ejercida hacia esa
persona.
En tercer lugar, la relación con las normas también es diferencial. Mientras que la
violencia siempre está relacionada con las normas (sociales, legales) que la califican como
legítima o ilegítima, la agresión casi siempre es contra las normas. Los pocos espacios en
los que la agresión era aceptada normativamente (el castigo físico a los hijos en aras a
32
mejorar su comportamiento) están siendo rechazados en las sociedades occidentales y
reduciéndose las agresiones aceptables normativamente únicamente a situaciones de
autodefensa. Mientras que las situaciones violentas sí tienen una regulación que identifica
la violencia aceptable socialmente: la ejercida por los cuerpos de seguridad contra los que
contravienen preceptos legales, la defensiva de las fuerzas armadas, etc., el conocido
monopolio de la violencia propugnado por Weber para los estados modernos.
Estos matices no deben ocultar los elementos comunes entre ambos. Podríamos
afirmar que la agresión se vincula con el ejercicio de la fuerza mientras que la violencia
con el del poder, pero es innegable que una forma de ejercer el poder es mediante la
fuerza. Hemos matizado la relación entre coacción o coerción y daño, pero es evidente
que la distinción entre objetivos inmediatos y últimos no es exclusiva entre sí, etc.
Los conceptos de violencia y agresión son coextensivos en cierta medida, pero no
son intercambiables. El uso diferencial entre ellos puede enriquecer el discurso
matizándolo. Representando ambos el uso intencional de recursos para el perjuicio de
otros, suponiendo, también en ambos casos, la utilización con alta intensidad de la fuerza
o el poder, los matices diferenciales respecto al carácter continuo o discontinuo, a la
ambigua coerción o al mero daño o al posicionamiento respecto a la normatividad animan
a mantener ambos términos para una mejor comprensión de la realidad.
33
Figura 1.10. Resumen de la coextensividad y diferencialidad de los conceptos de
violencia y agresión.
34
2
Violencia de jóvenes
El estudio de la violencia requiere, como elemento fundamental de la contextualización
del fenómeno, la referencia a los diferentes espacios sociales en que aparece. Las formas
concretas que toma la violencia son siempre específicas a cada medio social. Por ello, es
muy importante describir y conocer en detalle este tipo de manifestaciones. Solo después
de conocer las diversas manifestaciones de la violencia con sus diversos matices y
condiciones puede tener sentido tratar de establecer ciertas recurrencias o procesos que,
en su diversidad, pueden presentar similitudes que nos ayuden a entender el fenómeno.
Por tanto, para estudiar la violencia de los jóvenes es necesario conocer las diferentes
modalidades de actos violentos en los que participan jóvenes y, muy especialmente,
establecer algún tipo de comparación implícita o explícita con la violencia adulta. Al fin y
al cabo, la violencia de jóvenes como objeto de estudio solo se justifica si entendemos
que esta es diferente de otras formas de violencia social no específicamente juveniles.
Sin embargo, para confirmar este extremo es necesario comparar la violencia que
ejercen los jóvenes y compararla con la de los adultos. En caso contrario, corremos el
riesgo de magnificar el fenómeno o de atribuir a la violencia de los jóvenes una
peligrosidad que no queda justificada por su incidencia. Como señalaron Fernández
Villanueva et al. (1998), la violencia de los jóvenes ni es nueva ni es extremadamente
peligrosa ni es esencialmente distinta de otros tipos de violencia. En ese sentido, las
violencias más habituales entre los jóvenes, en nuestro contexto español, según Revilla
(2000), son la violencia reivindicativa, la delincuencia juvenil, la violencia vinculada al
ocio y la violencia escolar. De estas cuatro formas de violencia, la violencia
reivindicativa, la relacionada con las protestas juveniles contra el gobierno o por
diferentes causas sociales, ha perdido notoriedad en las últimas décadas. Al tiempo, este
tipo de violencia no parece muy diferente de la que protagonizan los adultos, ni en su
forma ni en sus consecuencias, incluso recientemente se han producido reivindicaciones
laborales adultas más violentas que las juveniles, a pesar de que es esta última la que
suele generar mayor alarma social. No se trataría de que la reivindicatividad juvenil haya
desaparecido, aunque mucho se ha hablado del conformismo juvenil (ver Revilla, 2001),
sino de que las protestas juveniles en las actualidad no son especialmente violentas en
general, aunque pueda haber excesos puntuales. La excepción en nuestro país era hasta
hace poco la violencia callejera en el País Vasco, ejercida por grupos de jóvenes
simpatizantes de la banda terrorista ETA y que sirve como plataforma de lanzamiento
35
para los futuros comandos terroristas.
La violencia delictiva tampoco se distingue apenas de formas de violencia adulta.
Si se puede hablar de delincuencia juvenil es debido a un inicio temprano en conductas
ilegales. La preocupación por la cuestión guarda relación con el intento de intervenir e
integrar a estos jóvenes en la sociedad antes de que se “cronifiquen” estos
comportamientos antisociales (Revilla, 2000). En la violencia delictiva juvenil, podría ser
interesante distinguir entre la delincuencia como medio de vida, de la que termina por
formar parte la violencia, y la delincuencia como conductas antisociales, ilegales y en
buena medida violentas, que forman parte de una forma de vida peculiar de
determinados grupos sociales. Esta distinción es necesaria si queremos entender
adecuadamente lo que se entiende por delincuencia y las conductas que forman parte de
las estadísticas sobre delincuencia (ver Rechea et al., 2006). Así se podría distinguir entre
la violencia vinculada al tráfico de drogas o al robo de bancos (medio de vida) de la
violencia que sucede a partir de las actividades de los jóvenes en sus ámbitos de
interacción (forma de vida). No por ello se trata necesariamente de conductas menos
graves, pues se han producido, por ejemplo, algunos asesinatos o violaciones de chicas
adolescentes por grupos de chicos adolescentes, en una dramática anticipación de la
violencia de género en las relaciones íntimas. Cuando nos referimos a la violencia como
parte de un modo de vida, nos referimos a que en los mundos sociales de muchos grupos
sociales (con un concepto amplio de violencia podríamos incluso decir que todos los
mundos sociales implican ciertas formas de violencia) aparecen conductas violentas,
antisociales o ilegales que, si caen bajo cualquier forma de control social, pueden ser
castigadas. Por ejemplo, algunos jóvenes, y adultos, consumen drogas ilegales, agreden a
otras personas o conducen con una tasa de alcohol en sangre superior al doble de la
permitida (lo cual es delito en España). Estas conductas violentas o antisociales son parte,
en sentido amplio, de una subcultura social particular, por tanto, de una forma de vida.
Esta caracterización de la delincuencia aproxima, pues, a la violencia delincuencial
a las otras dos formas de violencia que sí nos parecen más específicamente juveniles,
pues responden a características propias de la posición social que ocupa la juventud
como grupo social, aun con sus diferencias internas. Setrata de la violencia ligada al ocio
y la violencia escolar. Ambos tipos de violencia tienen en común que se producen
fundamentalmente entre miembros del mismo grupo de edad o, al menos, encuentran su
lógica en procesos grupales juveniles. Son violencias que, a no ser que sobrepasen un
umbral difícilmente determinable, no suelen ser contempladas como violencia
delincuente, ni suelen aparecer en las estadísticas de delincuencia en nuestro país.
Además, son violencias que formarían parte de una determinada forma de vida, y tienen
mucho que ver con los procesos de construcción y vivencia de unas determinadas
identidades juveniles.
Si estos tipos de violencia son inequívocamente juveniles es altamente probable
que los actores que los cometen dejen de realizar progresivamente estos actos agresivos.
Sin embargo, el tratamiento que se otorga normalmente a la violencia juvenil desde la
opinión pública no toma esta cuestión en consideración, sino que, al contrario, cualquier
36
manifestación violenta, o simplemente inadecuada, de los jóvenes es tomada como un
síntoma de lo que ha de venir, del futuro que nos espera a la sociedad cuando estos
jóvenes se incorporen al mundo adulto (Revilla, 2001). De este modo, la preocupación
por la violencia juvenil se convierte en un instrumento de presión sobre los jóvenes para
que se comporten adecuadamente e, incluso, en un mecanismo para justificar la
postergación de su ingreso en los derechos, también deberes, asociados a los adultos y
así legitimar su cierta discriminación social. De hecho, cabría entender la violencia juvenil
de otro modo más acorde con esta interpretación: como excesos propios de la época
juvenil que han sido característicos también de otras generaciones de jóvenes. A pesar de
ello, la interpretación predominante se fija en lo inadecuado del comportamiento juvenil,
en la ausencia de valores que implica y, en consecuencia, penaliza radicalmente ya no
solo la violencia, sino cualquier conducta que se salga de lo normativamente establecido.
Todo esto convierte a la violencia juvenil en un problema social y, por extensión, a
todo el colectivo, lo cual no deja de ser una acusación habitualmente injustificada. Esto
no significa, desde nuestro punto de vista, que no tenga sentido estudiar la violencia
juvenil, más bien que es necesario situarla en su contexto y en su importancia relativa.
Por ello, el objetivo de estas páginas será realizar un repaso por las formas de violencia
juvenil más presentes en España, fundamentalmente la violencia delictiva, la violencia
vinculada al ocio, dejando el tratamiento de la violencia escolar para el capítulo siguiente.
Con ello, pretendemos dar un panorama suficiente, dado lo limitado del espacio, para
entender los sucesivos fenómenos de violencia de jóvenes que han ido (pre)ocupando a
la sociedad española, aunque su estudio haya permanecido hasta el presente. Por ello,
comenzaremos por la violencia delictiva, la primera en generar interés, y seguiremos por
la violencia relacionada con el ocio, que aporta también nuevas explicaciones al
fenómeno.
37
2.1. La delincuencia juvenil
El tipo de violencia de jóvenes quizá más estudiado es el que se ha denominado conducta
antisocial y que se refiere a los comportamientos relacionados con la delincuencia, ya sea
por constituir delito o por tratarse de conductas inapropiadas fuera del marco legal (ver
Rutter, Giller y Hagell, 2000). El interés específico por la delincuencia juvenil tiene que
ver con el momento histórico en que se produce el “descubrimiento” de la adolescencia
(Gillis, 1974), entendida como un periodo turbulento en el que el joven es vulnerable a
cualquier influencia negativa que proceda del exterior y que puede poner en peligro su
futuro. Y, así, aquel joven que no encajara con el ideal de adolescencia era estigmatizado,
de forma que se problematizó y criminalizó la transición a la edad adulta de los jóvenes
obreros descualificados, cuya socialización era más extraescolar (en la calle) que escolar,
lo que producía una independencia más temprana y una mayor precocidad en sus
comportamientos. Con la psicologización de este modelo de adolescencia, esta
precocidad y resistencia eran prueba de la inferioridad y de la perversidad inherente de
los muchachos de clase obrera, que habían de ser necesariamente disciplinados
(educados, salvados, rescatados) o encarcelados (criminalizados) si no era posible tal
disciplinamiento (Caron, 1995).
En España, como sociedad de desarrollo industrial tardío, esta problematización de
la juventud obrera no se produce hasta los años 60 y 70 del siglo pasado, cuando la
migración interna lleva a las periferias de las grandes ciudades a enormes masas de
población joven que se ve sometida a unas condiciones de pobreza relativa y de cierta
marginación social. Esto produce una preocupación en la población autóctona y en los
propios investigadores sociales que la entienden como una de las causas del aumento de
la delincuencia juvenil (Ballesteros, 1966). La explicación que predomina en ese
momento une, al fenómeno en sí de la migración, elementos sociológicos (como malas
condiciones de vida o falta de empleo), la explicación socioestructural más típicamente
mertoniana (Merton, 1957), junto con otros elementos morales, como la ausencia de
adaptación al trabajo, la relajación de los lazos familiares, el mal ejemplo de los adultos,
o la desaparición de valores religiosos (Gómez, 1970), una explicación más propia del
régimen político conservador reinante, pero también de cualquier sociedad que pierde los
vínculos seguros de la tradición y se incorpora al orden postradicional típico de las
actuales sociedades occidentales.
Con la instalación de la democracia, este último tipo de explicaciones pierde una
fuerza que ganan las explicaciones más sociológicas, ya sea en términos estructurales o
subculturales. Al captar estos significados de la subcultura juvenil, los diferentes autores
trataban de dotar de sentido a la actividad delincuencial de las bandas juveniles. De esa
forma, se oponían a la opinión general dominante sobre los adolescentes de clase
trabajadora que criminalizaba y responsabilizaba a estos de casi todos los males de la
sociedad, es decir, psicologizaba y patologizaba esos comportamientos. Poco a poco, se
instala aquella concepción del delincuente juvenil que le entiende como un sujeto que
sufre la marginación social y que responde de forma llamativa, pero finalmente ineficaz,
38
pues muere o termina encarcelado, tal como se puede apreciar en el cine español de la
época, que incluso ha dado lugar a un subgénero, el “cine quinqui”, que inauguró la
película de José Antonio de la Loma Perros callejeros (1977). Estas películas reflejan un
mundo semimarginal de jóvenes habitantes de las periferias urbanas de las grandes
ciudades llegadas en aluvión del medio rural y en ellas aparece una forma de vida
particular (una subcultura que se ha denominado “golfos”; Feixa y Porzio, 2004), que
une la delincuencia y la violencia al consumo de drogas duras y que construyó antihéroes
atractivos aunque frágiles (por el desenlace que les espera). Con ello, pues, se destacan
los elementos subculturales, la existencia de una subcultura propia de ciertos grupos
sociales, de modo que constituyen un modo de vida en el que sus miembros se socializan
hasta aceptar los criterios de éxito, característicos de ese grupo, ilegítimos para la
sociedad global (Cohen, 1955).
Las transformaciones y el desarrollo de la sociedad española consiguieron que la
situación de esta población mejorara y que, poco a poco, las situaciones de marginalidad
se redujeran en su incidencia, como también la preocupación por la delincuencia juvenil
asociada a la marginalidad, en congruencia mayor también con la relativa baja tasa de
criminalidad juvenil presente en la sociedad española (Gómez, 1970) o al menos una
criminalidad similar a la de otros países europeos (Jünger-Tas et al, 1994). A partir de
ese momento, la actitud de la sociedad española hacia la delincuencia juvenil ha estado
cada vez más marcada por la cobertura mediática (televisiva) de los asesinatos. Así, se ha
ido pasando de la preocupación por los derechos de los presos de la transición (buena
parte de ellos políticos en ese momento) a una preocupación por las víctimas y, en
general, a un avance del discurso de “ley y orden” (Barberet, 2005). Soto (2005) ha
mostrado que existe una relación entre la cobertura mediática de los crímenes más graves
en televisión (algunos cometidos por jóvenes) con un aumento de la preocupación
ciudadana por la violencia delincuencial y el endurecimiento de la política criminal. Y la
precocidad de algunos de estos crímenes más graves está llevando a que se debata la
frontera de la responsabilidad penal de los menores, ahora en los 14 años para ciertos
delitos graves. De hecho, según la actual Ley del Menor española (LO 5/2000) en su Art.
3 a los menores de catorce años no se les exigirá responsabilidad con arreglo a la
presente Ley, sino que se les aplicará lo dispuesto en las normas sobre protección de
menores. Y a los jóvenes entre 18 y 21 años se les puede aplicar la Ley del Menor, más
benévola que el Código Penal, bajo ciertos supuestos (Art. 4).
Por ello, la agenda política de la última década al menos se ha caracterizado por la
ambigüedad, apostando por un lado por la protección a los menores agresores, en línea
con la Convención de Derechos del Niño, pero, por otro, estableciendo castigos severos
para los delitos de mayor gravedad, más bien escasos, que provocan la alarma social y
mediática (Bernut-Beneitez, 2002). De hecho, las características de la delincuencia
juvenil en España la alejan de lo que podría ser un medio de vida alternativo para la
mayoría de los jóvenes. Se trata más bien, y en general, de conductas que podríamos
denominar desviadas y de importancia relativa, como vandalismo, riñas, robos, conducir
sin permiso, etc. (ver Rechea et al., 1995).
39
Por último, es necesario señalar que el crecimiento exponencial de la inmigración a
España en los últimos años ha producido un aumento también de la preocupación por la
delincuencia juvenil, si bien en este caso centrado exclusivamente en las bandas de
jóvenes inmigrantes (especialmente de origen latinoamericano), con el temor, acrecentado
por los medios, de que esto supusiera una importación de una violencia hasta el momento
ajena al contexto español. La cobertura mediática, pues, estereotipa y estigmatiza
(Machado, 2008), al tiempo que marca como delincuente lo que tiene mucho de
subcultura juvenil adaptativa a un medio hostil para los jóvenes hijos de la inmigración
que buscan la integración en la autoorganización (Feixa et al., 2006), máxime cuando la
magnitud del fenómeno ni sus características coinciden realmente con el modelo
supuestamente importado, aunque el nombre sí coincida (“maras”, “Latin Kings”, etc.;
Soriano, 2008).
40
2.2. La violencia en el ocio. Subculturas juveniles y fútbol
Si bien, como hemos señalado, el estudio de la delincuencia ha tenido desde sus orígenes
una perspectiva cultural en su análisis (las subculturas juveniles), el estudio de la
violencia de jóvenes en España viró progresivamente hacia una preocupación mayor por
las actuaciones violentas desvinculadas de, o no explicables desde, un carácter
instrumental, sino más bien expresivo, alejándose, por tanto, de la violencia delictiva.
El interés por las subculturas juveniles comenzó a partir de la vinculación de ciertas
agrupaciones juveniles con problemas sociales, sobre todo la delincuencia, tal como
hemos visto (Thrasher, 1927). Pero en estas explicaciones, la delincuencia parece
convertirse en un estilo de vida alternativo, en la medida en que los jóvenes alcancen un
éxito económico con las actividades ilícitas. Sin embargo, Cohen (1955) ya comenzó a
apreciar el carácter no-utilitario y hedonista de las subculturas juveniles de clase baja. La
tradición de la escuela de Birmingham (Cohen, 1955; Hargreaves, 1967; Willis, 1977),
respondiendo a una situación social diferente, británica, sacó definitivamente el estudio
de las subculturas juveniles del ámbito de la delincuencia, las desproblematizó
socialmente, minimizando la importancia de los comportamientos ilícitos, y les dio un
carácter más simbólico que práctico. En España, Feixa (1998) ha desarrollado teórica y
conceptualmente esta perspectiva. Desde su punto de vista, los jóvenes son creadores de
culturas en la medida en que sus conductas se dotan de un significado de algún modo
diferente al de la cultura de la sociedad de la que forman parte. Feixa no habla de una
cultura juvenil única, tal como se ha afirmado desde otras planteamientos, sino de
culturas juveniles diversas que se expresan en estilos de vida distintivos y que aparecen
por las vivencias comunes de los jóvenes en los espacios institucionales (escuela, trabajo,
medios de comunicación), parentales (familia y vecindario) y espacios de ocio.
Continuando con Feixa (1998), las culturas juveniles serían culturas subalternas,
dependientes de la cultura hegemónica (Gramsci, 1975, 1998) y escasamente integradas
en las estructuras productivas, si bien de carácter transitorio. Cada cultura juvenil
comparte una identidad generacional, en la medida en que son producto de las mismas
condiciones históricas concretas, lo cual no significa que todos los jóvenes formen una
generación unificada, ya que a los factores históricos se unen los factores estructurales,
de clase, que diferencian la vivencia de los acontecimientos históricos.
Las culturas juveniles llaman la atención por sus manifestaciones espectaculares,
estilísticas, que alcanzan una presencia social importante en los atuendos agresivos o en
las músicas impactantes. Feixa (1998) articula los estilos juveniles en torno a varias
dimensiones como son: a) un lenguaje propio; b) una identificación con un tipo de
música; c) una estética característica; d) unas producciones culturales (revistas, graffiti,
tatuajes, libros, etc.); y e) unas actividades focales propias, normalmente de ocio, como
partidos de fútbol, consumo de drogas, salir de noche a determinados locales, etc. Todos
estos elementos sirven como identificación del estilo ante los demás, por tanto, de
diferenciación frente a otros jóvenes y frente a los adultos (Revilla, 1996, 1998), y
guardan una cierta coherencia entre ellos (homología).
41
La investigación sobre subculturas estableció la diferencia entre subculturas
juveniles propias de la clase trabajadora y aquellas otras de clase media, que ya habían
aparecido con Hollingshead. Sin embargo, en nuestro país no es tan sencillo diferenciar
las subculturas juveniles por su procedencia de clase. Hay que tener en cuenta en este
sentido que los jóvenes españoles se adhieren a modelos simbólicos importados en
general del Reino Unido, laboratorio donde se ha configurado la mayor parte de la
creación estilística juvenil desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Así, en España se
han visto jóvenes hippies, mods, rockers, punks, skins, okupas, etc., y otras más
autóctonas, como golfos, makineros, fiesteros, etc. (ver Feixa y Porzio, 2004). En esta
importación se transforman los significados originales de la subcultura o se reconstruyen
para dotarles de sentido desde nuestra realidad. De hecho, en investigaciones realizadas
en nuestro país sobre tribus urbanas o subculturas juveniles no se ha podido constatar la
homogeneidad de clase de unos u otros estilos juveniles (ver Fdez. Villanueva et al.,
1998; Adán Revilla, 1996; Zamora Acosta, 1990). Sin embargo, los estilos juveniles no
son más que la “juventud visible” (Adán Revilla, 1996), una mayoría de los jóvenes no
se consideran adscritos a ningún estilo juvenil, sino que estarían adscritos a un estilo
juvenil común, y que sería el más relacionado con la subcultura juvenil general de todos
los jóvenes. Este estilo “normal” (conformista según Brake, 1985) se identifica con
ciertos tipos de música de consumo masivo entre los jóvenes y su indumentaria entra
dentro de los parámetros que se consideran como un aspecto juvenil (Revilla, 2000).
Los estilos juveniles generan preocupación social en la medida en que se relacionan
con la violencia o con comportamientos antisociales (o inmorales para muchos), asumido
ya el carácter expresivo de la mayoría de las conductas ilícitas juveniles. De hecho, como
mencionamos más arriba, la delincuencia juvenil predominante en España está
constituida por pequeños delitos (Rechea et al., 1995), que encajan muy bien con esta
violencia subcultural. Sin embargo, muchos de estos estilos juveniles no guardan relación
con la violencia ni con el comportamiento antisocial, aunque algunos de sus miembros
podrían cometer alguno en determinados momentos como parte de sus estrategias
identitarias. Sus miembros no suelen estar involucrados en incidentes y su actividad es
más bien de vivencia de una identidad y una especificidad simbólica a través, entre otros
elementos, de sus manifestaciones imaginarias. El hecho de que algunos estilos juveniles
estén relacionados con la violencia tiene que ver con las actitudes sociopolíticas propias
del estilo, que pueden estar relacionadas con comportamientos mejor o peor
considerados socialmente. Influye igualmente el grado de identificación de los sujetos con
el grupo, pues cuando la identificación con el estilo juvenil es total y articula, siquiera
temporalmente, la vida del sujeto, la posibilidad de que se involucre en comportamientos
antisociales por mor de la interacción grupal es mayor (Revilla, 2000). Los tipos de
violencia más grave relacionados con la juventud siguen siendo desde hace cierto tiempo
la violencia entre determinadas subculturas y la violencia xenófoba de los skins. Respecto
de la primera, ciertos grupos subculturales presentan una clara actitud de rivalidad y
competencia entre sí, del mismo modo que existe una tradición de enfrentamiento
competitivo entre ciertas subculturas: mods-rockers, punkies-skins, etc. (Fernández
42
Villanueva et al., 1998). Esta rivalidad les lleva a enfrentarse de una forma relativamente
pautada, a la vez que espontánea. Espontánea porque depende de un encuentro casual en
la calle, pero pautada porque el encuentro se busca y tiene características casi siempre
similares: provocación de un grupo en superioridad numérica que, si es contestada, se
transforma en agresión grupal más o menos ritual, más o menos brutal. En el caso de la
violencia skin ultraderechista estas actitudes sociopolíticas cristalizan en un tipo de
ideología, de tipo nacionalsocialista o fascista. Esta ideología marca una serie de actitudes
ante otros grupos sociales e incluso la necesidad de actuar agresivamente sobre ellos para
conseguir ciertos objetivos (Fernández Villanueva et al., 1998)
La violencia en el fútbol español tiene bastante que ver con la violencia estilística,
pues muchos de los ultras de clubes de fútbol están identificados con ciertos estilos
juveniles, especialmente con los skins o red-skins. Como señalan Spaaij y Viñas (2005),
en la segunda mitad de los años 80, los grupos de jóvenes aficionados al fútbol se
politizan progresivamente y asumen de forma predominante un estilo skin ultraderechista
que provee de un aparato ideológico legitimador, no especialmente elaborado, a las
manifestaciones de violencia (Fernandez Villanueva et al., 1998). Como consecuencia de
la brutalidad de los incidentes que se producen en los campos de fútbol y sus
alrededores, se produce una reacción general de rechazo a la violencia y a estos grupos,
que hasta el momento, incluso en cierta forma hasta la actualidad, recibían el apoyo de
los propios clubes. Pero, también, se desarrollan grupos estilísticamente similares, pero
opuestos ideológicamente, los red-skins, que entran en una dinámica de enfrentamiento
mutuo, especialmente con las hinchadas ultras opuestas ideológicamente. Por tanto, la
dinámica es similar a la violencia estilística: grupos enfrentados en una relación de
competencia por unos recursos simbólicos, en este caso el prestigio y el honor del club al
que se representa. Bien es cierto que la reacción de la sociedad, de la Administración y
de los propios clubes ha conducido a una reducción de las manifestaciones violentas en el
fútbol, así como la gravedad de los incidentes, especialmente después de algún asesinato
de un hincha que tenía poco o nada que ver con la violencia de sus agresores.
De hecho, entendemos que las principales variables explicativas de ambos
fenómenos, en línea con trabajos anteriores, son la grupalidad (ad intra e inter-) y los
procesos derivados de ella (como solidaridad, rivalidad, etc.), la identidad grupal e
individual, los procesos de configuración ideológica y los elementos imaginarios (ver
Fernández Villanueva et al., 1998).
Por último, nos gustaría señalar dos cuestiones en rápido ascenso, como son la
llegada de subculturas, cuyo universo simbólico proviene de Latinoamérica y la presencia
de mujeres en estos grupos y/o la existencia de subculturas específicamente femeninas.
Esta última cuestión ha sido hasta ahora especialmente olvidada, apenas se han estudiado
sus producciones simbólicas propias que expresen culturalmente sus diferencias frente a
las culturas masculinas en aquellos contextos en los que las culturas aparecen segregadas
por género. Además, hasta el momento no se ha pensado en las jóvenes como sujetos
agresores, aunque habría algunos indicios de que esto podría cambiar y que, si bien de
forma minoritaria, estarían apareciendo mujeres en los grupos violentos. Sobre las
43
subculturas hijas de la inmigración, los principales esfuerzos investigadores (Feixa et al.,
2006; Machado, 2008; Soriano, 2008) hasta el momento se han dirigido a minimizar la
relación que los medios de comunicación y, como reflejo, la población han establecido
entre estos grupos y las conductas delincuentes, tratando de situarles más bien en el
ámbito de las subculturas juveniles, sin olvidar el componente estructural existente
derivados de las dificultades de integración social de estos colectivos juveniles.
44
2.3. Las lógicas de la violencia juvenil
El análisis que acabamos de realizar es el de un fenómeno social que genera
preocupación en la sociedad de intensidad variable, desde una situación de latencia,
cuando no suceden actos de violencia especialmente seria o grave hasta una situación de
alarma social, especialmente mediática. Son estos casos graves los que parecen desatar la
atención de los medios y la preocupación social, independientemente de que las tasas de
violencia delictiva general en España siguen siendo más reducidas que las de otros países
de nuestro entorno (Ministerio del Interior, 2006). Si esto es así, ¿por qué ocuparse de la
violencia de los jóvenes? Creemos que a pesar de todo es necesario conocer los
diferentes aspectos de la vida de un colectivo social tan importante como es la juventud,
y eso que llamamos violencia, en sus diferentes tipos, es también un aspecto relevante de
las manifestaciones juveniles. Por otro lado, la atención prestada a esta cuestión puede
poner en relieve los diferentes momentos por los que atraviesa y, en su caso, cuándo su
incidencia pudiera evolucionar en una dirección u otra.
En términos generales, la violencia de los jóvenes que describimos forma parte de
su forma de vida, no de modo inherente, aunque sí con una presencia relevante. Eso no
significa que no existan jóvenes delincuentes que encuentran en la trasgresión de la ley un
medio de vida, fundamentalmente a través del narcotráfico, pero no alcanza una
significatividad suficiente o similar a la existente en otros contextos sociales. Por ello,
entendemos que no se justifica la fluctuante alarma social que genera en nuestro país.
Los fenómenos de violencia que analizamos se podrían resumir en dos tipos de
lógicas. La primera, que podríamos denominar lógica intrageneracional, remitiría a las
tensiones internas a los diferentes colectivos juveniles, que se expresan en dinámicas de
solidaridad intragrupal y rivalidad intergrupal, con la aparición de violencias entre
distintos grupos de jóvenes, sea en la escuela, en la calle o en el fútbol, los principales
espacios significativos para los jóvenes españoles, a veces llegando a convertirse en
delitos perseguidos por las instituciones sociales por su gravedad o notoriedad, con las
consecuencias aparejadas para los jóvenes que los cometen. Con estas actuaciones, no
siempre violentas, los jóvenes expresan su necesidad de diferenciarse y de igualarse
frente a otros jóvenes, un proceso fundamental siempre en los procesos de construcción
y de vivencia de cualquier identidad, también las juveniles (ver Revilla, 1998). Los
jóvenes buscan con ello el reconocimiento en primer lugar de sus iguales en unas
identidades valoradas desde las subculturas juveniles, para lo que a veces tienen que ser
rebeldes o al menos mal vistas por los ojos adultos. Y para ser valorado es necesario
también en algunos casos mostrar el propio poder, demostrar una fuerza que en un
contexto competitivo deriva en violencia. En este mostrar y demostrar poder cobran
especial importancia los procesos imaginarios (Fernández Villanueva et al., 1998).
Quienes sufren esta violencia, a veces brutal y fatal, son aquellos jóvenes, chicos y
chicas, menos valorados según los criterios de los grupos de jóvenes dispuestos a ejercer
la violencia. Y son las víctimas quienes necesitan la protección de las instituciones, ya sea
en la escuela, en los espacios de ocio o en los espacios de residencia.
45
La segunda lógica, que podríamos denominar intergeneracional, tendría que ver
con la violencia de oposición al mundo adulto, una oposición a veces claramente
motivada y consciente de su intención y resultados, otras veces simplemente inespecífica.
Pero pensamos que, en el momento actual, este segundo tipo tiende a ser predominante,
pues resulta difícil para los jóvenes organizar cualquier movimiento de protesta que aúne
los intereses de un colectivo tan diversificado en su interior. Bien es verdad que los
movimientos juveniles que consiguen organizarse (minorías de jóvenes que alcanzan
visibilidad en la reivindicación de sus planteamientos) no son necesariamente violentos,
por lo que quedarían fuera del interés de este trabajo. Esta violencia de oposición al
mundo adulto aparece especialmente en la actualidad en los espacios escolares (ver
capítulo 3), por la sencilla razón de que no es una participación elegida por los propios
jóvenes, sino impuesta por las instituciones sociales. La presión disciplinaria que se ejerce
sobre los jóvenes es intensa, presión por el rendimiento, pero también por un
comportamiento impecable, de forma que la preocupación del docente es más el
mantenimiento del orden que el proceso de aprendizaje. Por ello, aquellos que tienen
menos que ganar en este intercambio escolar tienen cada vez menor motivación por el
rendimiento escolar y mayor motivación por mostrar su malestar frente a la escuela. Pero
también podríamos encontrar un reflejo de esta lógica en la violencia delictiva, en delitos
como el vandalismo y, en general, todas las transgresiones a las normas sociales
establecidas, insistimos como oposición inespecífica y manifestación de malestar hacia
una sociedad que se percibe como ajena y/o opresiva.
Se trate de la lógica de que se trate, predomina entre los jóvenes la percepción de
que estas conductas violentas no tendrán consecuencias para su futuro, en línea con la
idea de que se encuentran en una moratoria en la que se trata de experimentar con cierta
libertad. Sin embargo, entendemos que esta percepción puede no ser demasiado realista.
No es realista pensar que la oposición a la escuela no tenga como resultado un
rendimiento escolar deficiente, incluso una reputación de alumno problemático que vaya
reduciendo las posibilidades de acceder a formación para puestos de trabajo cualificados.
Pero incluso lo que sucede fuera de la escuela puede tener serias consecuencias y a veces
sin vuelta atrás. Los jóvenes que, como producto de verse involucrados voluntariamente
en actos agresivos grupales, cometen algún delito más serio (agresiones con lesiones
graves, incluso fatales) o simplemente son detenidos por la policía por delitos algo menos
serios, pero punibles (como robos en tiendas, no pagar en el transporte público, etc.),
pueden terminar en centros de menores, bajo la tutela de las administraciones públicas, o
simplemente desarrollar un currículum delictivo que les perjudicará en el futuro cuando
intenten acceder a posiciones sociales adultas.
46
2.4. La dimensión grupal de la violencia juvenil
La grupalidad es un componente fundamental en la violencia de los jóvenes. No está
ausente de la violencia de los adultos, pero en las manifestaciones que hemos señalado
como propias de la juventud es mucho más influyente y determinante.
La integración en el grupo en cualquiera de sus formas es sumamente importante
en la adolescencia y la juventud. La abundante investigación recogida por los tratados
más actuales de psicología evolutiva (Shaffer y Kipp, 2009) indica que los iguales son
elementos sustantivos en la configuración de la identidad social. Los grupos étnicos,
grupos de amigos, de género, de profesión, ya sean integrados en la estructura social o,
por el contrario, minoritarios o marginales, juegan un papel determinante en la formación
de la identidad social de los jóvenes. Posteriormente a la etapa de la adolescencia, los
individuos necesitan salir de la construcción de la realidad que han interiorizado en la
familia y entrar en un mundo simbólico, que les conecte con la sociedad más amplia y les
permita sentirse participantes en el mundo y actores en la historia. El grupo es en este
momento un recurso para construir la identidad social y la posibilidad de incidir como
protagonistas en la vida social y en la historia. En el estado de reelaboración de la
identidad, y de paso de la identidad adolescente a la identidad adulta, los jóvenes poseen
una escasa presencia social y el grupo de pares les proporciona visibilidad, poder e
importancia. Su presencia en un grupo les hace partícipes de la importancia y la
visibilidad social que este grupo tiene antes de su entrada en él, y a través de dicho grupo
consiguen una proyección más amplia y más relevante, incluso una proyección histórica,
especialmente en el caso de los grupos fuertemente ideologizados o grupos políticos. No
en vano, la acción social se suele presentar como promovida por grupos que han sentido
la necesidad de utilizar la violencia para transformar la sociedad. La violencia política, las
guerras o la acción violenta de grupos minoritarios que más tarde triunfaron, suelen ser
los marcos justificadores de los individuos que forman parte de pequeños grupos y que
ejercen la violencia en la esfera de lo interpersonal. Los individuos violentos suelen
comparar su comportamiento con el de la policía, los terroristas, o los revolucionarios
para justificar sus actos.
Por otra parte, en el marco del grupo se normalizan, es decir, se hacen normales o
aceptables actos y conductas que nunca lo serían desde el punto de vista individual. En el
seno de los grupos se construye y refuerza el sistema de valores, las creencias, la
ideología. Los líderes seleccionan los mensajes y valores que consideran valiosos, repiten
esos mensajes, insisten en ellos, los interpretan y les dan sentido propio, una
“interpretación situada” para hacerlos funcionales en la interacción cotidiana de sus
miembros. Las orientaciones para la acción que dan a sus miembros han sido justificadas
para hacerlas aceptables y conseguir que los individuos las interioricen. La interiorización
de los valores del grupo supone una forma de vinculación, según la cual los avatares
históricos y los objetivos del grupo son vividos como propios. Es decir, el individuo hace
suyos ciertos elementos o problemas de la vida del grupo situando como propio lo que
antes le era extraño. Se identifica con el grupo. Interioriza, pues, su ideología,
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  • 4. PSICOLOGÍA SOCIAL DE LA VIOLENCIA M.a CONCEPCIÓN FERNÁNDEZ VILLANUEVA JUAN CARLOS REVILLA CASTRO ROBERTO DOMÍNGUEZ BILBAO 4
  • 5. Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento civil previstos en las leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente, por cualquier sistema de recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A. © M.a Concepción Fernández Villanueva Juan Carlos Revilla Castro Roberto Domínguez Bilbao © EDITORIAL SÍNTESIS, S. A. V allehermoso, 34. 28015 Madrid Teléfono 91 593 20 98 www.sintesis.com ISBN: 978-84-907774-2-8 5
  • 6. Índice 1. El concepto de violencia 1.1. El concepto de violencia 1.1.1. El uso del término violencia 1.1.2. Propuestas de definiciones sobre violencia 1.1.3. Tipos de definiciones de violencia 1.1.4. El campo de la violencia 1.2. El concepto de agresión 1.2.1. El uso del término agresión 1.2.2. Propuestas de definiciones sobre agresión 1.3. Relación entre los conceptos de violencia y agresión 2. Violencia de jóvenes 2.1. La delincuencia juvenil 2.2. La violencia en el ocio. Subculturas juveniles y fútbol 2.3. Las lógicas de la violencia juvenil 2.4. La dimensión grupal de la violencia juvenil 2.5. La identidad y la violencia juvenil 3. Violencia escolar 3.1. La violencia estructural 3.2. La violencia institucional 3.3. Alternativas a la violencia sistémica 3.4. La violencia de los estudiantes 6
  • 7. 3.5. Las explicaciones de la violencia de los estudiantes 3.5.1. El descompromiso con la escuela 3.5.2. El papel de la familia 3.5.3. El papel del contexto escolar 3.5.4. El papel de la relación con los profesores 3.6. El maltrato entre escolares (bullying) 3.6.1. La investigación sobre el maltrato entre escolares 3.6.2. Características de agresores y víctimas 3.7. Conclusiones 4. Violencia contra las mujeres 4.1. Concepto y panorámica general 4.2. La violencia contra las mujeres en los conflictos armados 4.2.1. La violencia como arma de guerra 4.2.2. La violencia como exacerbación del control sobre la conducta de las mujeres 4.3. La violencia sociopolítica contra las mujeres 4.3.1. Violencia contra las niñas: los infanticidios selectivos 4.3.2. Violencia contra las niñas: la mutilación genital 4.3.3. La coerción del cuerpo y de las libertades 4.4. Violencia sexual interpersonal y violencia en la pareja y la familia 4.4.1. El acoso sexual 4.4.2. El abuso/agresión sexual y la violación 4.4.3. La percepción social de la violencia sexual y la violación 4.4.4. Los mitos sobre la violación 4.4.5. La tradición cultural en los mitos sobre la violación 4.5. La violencia en la pareja y la familia 4.5.1. El ciclo de la violencia doméstica 4.5.2. Consecuencias psicosociales de la violencia doméstica 4.5.3. La percepción social de la violencia machista en la pareja y la familia 4.6. El enjuiciamiento de la violencia contra las mujeres. Perspectivas de cambio 4.6.1. Factores psicosociales en la evaluación jurídica 7
  • 8. 4.6.2. La administración de justicia sobre violencia contra las mujeres en España 4.6.3. Una breve mirada al contexto internacional 4.7. Conclusiones 5. La violencia en el trabajo 5.1. El concepto de violencia en el trabajo 5.1.1. Los tipos de violencia 5.1.2. Las formas de la violencia 5.2. La prevalencia de la violencia en el trabajo 5.3. El análisis de la violencia en el trabajo 5.4. La intervención sobre la violencia en el trabajo 5.5. Cuestiones pendientes 6. La violencia en los medios de comunicación 6.1. El problema de la definición, la clasificación y la cuantificación de la violencia 6.2. Las perspectivas tradicionales y su crítica 6.2.1. Los efectos negativos de la violencia en los medios 6.2.2. Perspectiva crítica: Los mitos sobre violencia y televisión 6.2.3. El interés y el atractivo de la violencia, ¿otro mito? 6.3. El reconocimiento de la violencia por los espectadores 6.4. Desde una nueva mirada: las funciones de la imagen violenta 6.4.1. Función cognitivoinformativa 6.4.2. Función testificativa 6.4.3. Función movilizadora de emociones y sentimientos 6.4.4. Función identificativa 6.5. La atención a la violencia real 6.6. La mirada “moral” de los espectadores 6.7. La construcción de la evaluación moral de la violencia por los emisores y su percepción por los espectadores 6.8. Posibilidades de transformación psicomoral y cambio de actitudes a través de la emisión de violencia en los medios 6.8.1. La utilidad social e individual de la representación de la violencia 8
  • 9. 6.8.2. Identificación, empatía y responsabilidad por las víctimas 6.8.3. No identificación y extrañamiento hacia las víctimas 6.8.4. La negación de la información o su importancia 6.9. Conclusiones Referencias bibliográficas 9
  • 10. 1 El concepto de violencia Abordar un concepto siempre es un asunto lingüístico, aunque no solo lingüístico. Especialmente si ese concepto ha sido casi omnipresente en la historia de la humanidad. El concepto de violencia ha preocupado a la Etología, Psicología, Sociología, Antropología, Semiótica, Política, Polemología, Irenología, Genética, Criminología, Historia… y probablemente más disciplinas y subdisciplinas. Los intentos por encontrar una definición que satisfaga las necesidades de tan variado público han sido numerosas, pero a lo más que han llegado es a hacer una propuesta que tiene sentido admitiendo algunas restricciones o acotaciones. 10
  • 11. 1.1. El concepto de violencia 1.1.1. El uso del término violencia A las dificultades generadas por la multiplicidad de disciplinas académicas interesadas por la violencia se añade que su uso no se restringe al ámbito académico, ni las personas fuera de ese ámbito están pendientes de la adecuación de su uso a unas restricciones eruditas sino a una utilización del mismo que les sirva para comprenderse con sus interactuantes o consigo mismo. Así, expresiones cotidianas que usasen el término violencia podrían ser: Se espera una noche de violencia en el barrio. La entrada del defensa fue muy violenta. Ante la detención reaccionó de una forma muy violenta. La protesta degeneró en violencia. La violencia de la tormenta sorprendió a los meteorólogos. La violencia se generaliza en Oriente Medio. Su vecino es un hombre muy violento. El toro embistió contra el vallado con gran violencia. El choque entre el coche y el autobús fue muy violento. Solo hizo falta que le preguntase por su padre para que reaccionase de forma violenta. En ellas podemos encontrar desde acciones colectivas a comportamientos individuales, pasando por características individuales permanentes; desde situaciones a fenómenos de la naturaleza, comportamientos de animales o sucesos; desde fenómenos intencionales a espontáneos o no atribuibles –de la naturaleza, de animales–… ¿Por qué una tormenta es violenta? Probablemente, porque tenga una fuerza superior a lo habitual, o porque haya causado daños catastróficos, lo mismo podríamos decir de la embestida del toro o del accidente automovilístico. ¿Por qué una manifestación de reclamación ciudadana degenera en violencia? Probablemente, porque utilice medios ilegítimos basados en la utilización de la fuerza. ¿Por qué un lance de un juego deportivo puede ser violento? Probablemente, porque la fuerza utilizada por uno de los implicados haya sido desproporcionada… Este uso cotidiano no conduce a un denominador común vinculado al uso de la fuerza desproporcionada o excesiva. Pero, pronto hay que introducir “peros”, no es simplemente el uso de fuerza. Si un halterófilo levanta una barra con 180kg de peso es evidente que utiliza mucha fuerza física, pero nadie diría que es un acontecimiento violento. Tiene que ser una fuerza explosiva para que se catalogue de violenta. Pero, los medios ilegítimos basados en la utilización de la fuerza utilizados por los protestantes, ¿son desproporcionados o excesivos? ¿Eso es lo que los hace merecedores del calificativo de violentos o su ilegitimidad? Y el vecino violento ¿tiene que tener explosiones habituales de fuerza desproporcionada o excesiva para ser catalogado de violento o le basta con amenazar a su pareja? Pero si acudimos a su uso académico el panorama no solo no es menos disperso sino todo lo contrario, la adjetivación de violencia es casi infinita: violencia… civil, militar, social, estructural, institucional, sistémica, mental, verbal, física, indirecta, revolucionaria, política, criminal, anómica, emancipatoria, mediática. Y no hay ninguna pretensión de exhaustividad en ninguna de las enumeraciones. De hecho, empezar un texto sobre el concepto de violencia mostrando la amplitud 11
  • 12. y confusión del campo semántico y del uso asociado al mismo no es una originalidad: se podría decir que en la mayoría de los casos se señala el uso extensivo de la palabra violencia, no solo para constatar que con ella se nombran fenómenos muy diferentes sino, sobre todo, para explicar la dificultad de su conceptualización (Blair, 2009). Es un término que se ha definido de forma vaga e inestable, a menudo se ha usado con mucha libertad y a veces, simplemente, de forma errónea (Mider, 2013) Los diccionarios nos van a mostrar una diferencia en el significado entre el español y el inglés que por la interacción entre culturas va minimizándose en el uso. El Diccionario de la RAE nos remite de violencia a cualidad de violento y aquí encontramos nada menos que ocho acepciones que, resumiéndolas y eliminando alguna que remite a significados claramente diferentes, remiten a fuerza, brusquedad, ira, torcido (del sentido o interpretación de o dicho o escrito), ilegítimo. De todas ellas solo la fuerza, si no media ninguna consideración ulterior, podría considerarse como elemento no negativo, o incluso positivo, las demás (brusco, ira, aberrante, ilegítimo) dotan al término de un aura de negatividad, rechazo, e incluso advertencia al categorizar algo de esa manera. Si en inglés tomamos un par de diccionarios de referencia (Webster y Collins) vemos algunas diferencias: los elementos incluidos remiten a fuerza física (en el diccionario de la RAE no se adjetiva la fuerza), a daño (en el de la RAE no se hace referencia a las consecuencias de la violencia), a acción destructiva (en este caso la brusquedad e intensidad del DRAE remiten de nuevo a las consecuencias y además de gran magnitud: acción o fuerza destructiva), a sentimiento vehemente –remitiendo a fervor– (en el DRAE es un genio impetuoso cercano a la ira). La ilegitimidad se recoge en el Collins, pero vinculada a la fuerza (an unjust, unwarranted, or unlawful display of force) que trata de intimidar o atemorizar; en el DRAE, a lo contrario, a la razón y justicia, y en el Webster al daño por distorsión, infracción o profanación. 12
  • 13. Figura 1.1. Campo semántico, según los diccionarios, de la violencia. Resumiendo las referencias de los diccionarios, vemos un término que remite a fuerza intensa, emociones intensas e ilegitimidad. Entendiendo este campo como elementos implicados en el sentido de uso del término violencia, no como criterios definitorios de la violencia. En realidad, los diccionarios mezclan esos criterios de forma diversa. Así, podemos entender un uso de la fuerza de intensidad extraordinaria como violento ¿Legítimo o ilegítimo? En principio, podría ser de ambos tipos, pero debería ser evaluado frente a esa característica. Por ejemplo, A aplicó una fuerza extraordinaria sobre B, la consideración inmediata es ¿podía, debía… estaba legitimado para hacerlo? Un policía se arroja sobre un secuestrador armado, le golpea y le inmoviliza contra el suelo; una persona inmoviliza a otra y la somete a abusos sexuales. Ante un acto violento es difícil sustraerse a la evaluación legitimista, incluso en el uso se puede encontrar discrepancias: hablantes que afirmen que la acción del policía no es violenta. La intensidad emocional puede ser violenta en sí misma (una violenta pasión) o acompañar a la intensidad de la fuerza o a la ilegitimidad: intensidad de fuerza acompañada de ira o que produce ira o temor en quien lo recibe. Evidentemente, si se suman los elementos se reconoce de forma generalizada como violencia. El detalle de uso diferencial entre el español y el inglés es la referencia a las consecuencias de la violencia, en español no se mencionan, en inglés violencia se vincula a daño. Esto hará que en español las consecuencias puedan ser potenciales (una situación de amenaza puede ser una situación violenta) mientras que en inglés algunas de las 13
  • 14. definiciones se vinculen a la relación con el daño. La etimología de la palabra violencia muestra que procede del latín violentia, cualidad de violentus, que a su vez procede de vis –fuerza– y –lentus que, como sufijo, indica un valor continúo. Es decir, que violentus tendría el significado de “el que usa la fuerza con continuidad”. Otras palabras derivadas de la raíz vi- son vigor, vir (hombre, en latín), viril, virtus (hombría, caballerosidad). El vocablo latino vis proviene de la raíz indoeuropea wei-fuerza vital. En griego se encuentra una interesante diferenciación entre violencia y poder en la tradición poética. Según nos indica van der Dennen (1980), en el Prometeo encadenado, de Esquilo, los primeros en aparecer en escena con Kratos (el Poder) y Bia (la Violencia) arrastrando a Prometeo a la roca donde será encadenado. Allí se lo entregan a Hefestos y Kratos (el Poder) le urgen a cumplir el castigo que Zeus le ha impuesto a Prometeo por desafiar a los dioses. Aunque tanto Kratos como Bia son instrumentos al servicio del poder tiránico de Zeus, su comportamiento en la obra de Esquilo es diferente, mientras que Kratos (el Poder) utiliza las palabras y procesos de razonamiento para disipar las dudas de Hefesto, que las manifiesta al apelar a los vínculos de sangre y amistad que tiene con Prometeo, Bia (la Violencia) permanece en silencio. Por lo tanto, etimológicamente violencia se muestra como un término asociado al ejercicio continuo de la fuerza y al del poder exento de capacidad discursiva. La traducción que ofrece van der Dennen, de Kratos y Bia, la seguida aquí, es muy sugerente: Kratos como Might (que traducimos por Poder por similitud con algunas traducciones en español de Kratos); y Bia como Violence. Pero en las traducciones españolas de la obra de Esquilo los personajes de Kratos y Bia varían. Así, Menéndez Pelayo traduce Kratos por Fuerza y Bia por Poder; en la de la editorial chilena Pehuén Kratos es Poder y Bia es Fuerza; en la de Bernardo Perea para Gredos, Kratos es Fuerza y Bia es Violencia. Incluso el diccionario V ox de griego clásico nos muestra que la relación entre ambos términos es muy compleja, dándonos las siguientes traducciones: κράτoς: fuerza, vigor, solidez, robustez, poder, dominio, trono, soberanía, autoridad, imperio, victoria, supremacía, violencia; βία: fuerza, energía corporal, vigor, robustez, vigor moral, violencia, coacción. 1.1.2. Propuestas de definiciones sobre violencia Teóricos procedentes de las más variadas disciplinas han realizado propuestas para una definición de violencia (van der Donnen, 1980, recoge en un apéndice a su trabajo, que no pretende ser exhaustivo, 48 definiciones de violencia). Y otro número de autores no despreciable ha hecho esfuerzos por sistematizar y clasificar esas propuestas. En términos generales, se puede decir que la cultura latina ha tenido un cierto descuido hacia el análisis y la sistematización de la violencia hasta finales del siglo XVIII, y este interés probablemente estuviese relacionado con acontecimientos históricos que sacudieron a Europa. Y no será hasta finales del XIX cuando un autor, Georges Sorel, lo tomase como centro de su obra. A pesar de tan escaso pasado, pueden identificarse tres 14
  • 15. aspectos principales en los que cristaliza el concepto actual de violencia: – El aspecto psicológico, explosión de fuerza que cuenta con un elemento insensato y con frecuencia mortífero. – El aspecto moral, ataque a los bienes y a la libertad de otros. –  El aspecto político, empleo de la fuerza para conquistar el poder o dirigirlo hacia fines ilícitos. Esta primera caracterización teórica nos muestra tanto la relación parcial con el mapa semántico de la violencia que bosquejábamos más arriba (intensidad de la fuerza, ilegitimidad) como añade otro que orienta gran parte de los trabajos que han tenido lugar sobre la violencia: la vinculación de la violencia con la política (tanto violencia soterrrada en el ejercicio de la política desde el poder, como en la violencia manifiesta de ese mismo poder, o en los intentos de debilitar ese poder o de derribarlo). Pontara (1978) nos propone tres criterios a los que tiene que adecuarse una definición de violencia: – Criterio normativo. Lo que se entienda por violento debe recoger el aspecto ético del término. Lo violento tiene una connotación negativa que tiene que tener elementos discriminativos en la definición, es decir, que si algo violento es peor, éticamente hablando, que algo no violento debe haber criterios que permitan reconocerlo y afirmarlo. – Criterio teórico. Una definición de violencia tiene que integrase en un modelo teórico que justifique las preferencias de la no violencia sobre la violencia más allá de la mera prescripción ética. Además de ser preferible éticamente debe serlo social e interpersonalmente. – Criterio descriptivo. Finalmente, la propuesta que se haga tiene que adecuarse al uso cotidiano de violencia. Puede matizar, precisar o desbrozar aspectos que en ese uso habitual no quede claro, pero tiene que ser fácilmente reconocible, no puede ser un artefacto para uso de eruditos. 1.1.3. Tipos de definiciones de violencia Un posible criterio para ordenar las definiciones de violencia es la división entre amplias, restringidas y legitimistas (Coady, 2007), terminología que entra en discusión con la que diferencia entre definiciones expansivas, observacionales y estrechas. De hecho, algunos autores simplemente yuxtaponen las etiquetas: amplias/expansivas, restringidas/observacionales, y legitimistas/estrechas. Las definiciones amplias de violencia tratan de recoger cualquier tipo de restricción impuesta a la persona. Entre ellas está la de Garver (1968). Para este autor la violencia, en el ámbito de las interacciones entre personas, se relaciona con la idea de 15
  • 16. violación más que de fuerza. Toda persona tiene unos derechos que son inalienables por el mero hecho de serlo y que son el derecho al propio cuerpo y el derecho a la autonomía. El derecho al propio cuerpo es evidente porque sin el propio cuerpo uno deja de ser persona. El derecho a la autonomía lo considera como más básico que otros como la dignidad, ya que esa dignidad no es algo que pueda simplemente darse o protegerse por otros, sino que lo que hace al ser humano diferente de otros seres es su modo de afrontar esa dignidad, su capacidad para definir, orientar y defender esa dignidad: su autonomía. La violencia sería la violación de los derechos básicos de la persona: el derecho al propio cuerpo y el derecho a la autonomía. Esta violación puede ser de dos tipos: personal o institucional, y puede tener lugar de forma manifiesta o encubierta, dando lugar así a cuatro tipos de violencia: violencia personal manifiesta (por ejemplo, un atraco, una violación, un asesinato); violencia institucional manifiesta (cuando la violencia manifiesta se apoya en un papel institucional; por ejemplo, el castigo de padres hacia los hijos, la represión policial, la guerra como forma institucionalizada de violencia, etc.); violencia personal encubierta (por ejemplo, las amenazas y las presiones psicológicas en general que afectan al cuerpo o la autonomía de otra persona); y la violencia institucional encubierta (las acciones institucionales que restringen sistemáticamente esos derechos y que pueden ser advertidos o no por las víctimas, por ejemplo, la existencia de guetos de cualquier tipo, la estructura machista de la sociedad, etc.). Pero el ejemplo más conocido de definición amplia de violencia es el concepto de violencia estructural de Johan Galtung. Para Galtung la violencia está presente cuando los seres humanos están influidos de tal manera que sus realizaciones somáticas y mentales están por debajo de sus realizaciones potenciales (Galtung, 1969, 168), posteriormente acuñará la definición más conocida: cualquier aspecto evitable que impide la autorealización humana (Galtung, 1975, apud van der Donnen, 1980). La violencia estructural es, por tanto, todo aquel tipo de dominación que pueda coartar de algún modo la libertad –la potencialidad– de un ser humano. La defensa de Galtung de su propuesta y las críticas coinciden en el mismo aspecto, que para Galtung es su fortaleza y para sus críticos es su debilidad: la amplitud y extensión de su propuesta. 16
  • 17. Las definiciones restringidas (u observacionales) son aquellas que tratan de acotarse a las manifestaciones explícitas de violencia. Normalmente se restringen a la violencia física observable y a los daños que produce. Así, Nieburg establece que la violencia puede ser definida sin ambigüedades como la forma más severa y directa de poder en sentido físico. Es fuerza en acción. Su uso es la continuación de la negociación por otros medios ya sea por el estado, los grupos privados o las personas (Nieburg, 1969, apud van der Dennen, 1980). U Ogle: Debe ser puramente físico –un acto manifiesto tal como el golpe de un puñetazo o el apuntar con un arma o la actividad de una muchedumbre, como en el caso de un linchamiento masivo. Donde quiera que conlleve el uso de fuerza material medible, nos referiremos a violencia (Ogle, 1950, apud van der Dennen, 1980). Estas definiciones cubrirían el campo de violencia manifiesta de Garver pero ignorarían cualquier otro tipo y excluyen explícitamente la violencia psicológica. Buscan la operatividad del concepto. Finalmente, la tercera categoría son las consideradas definiciones legitimistas (o estrechas). La restricción del concepto se debe a que no solo se restringen a violencia explícita, sino a violencia explícita ilegal. En esta categoría puede encuadrarse la de Hook: uso ilegal de métodos de coerción física para fines personales o grupales (Hook, 1975, apud Coady, 2007), o la de Walter (1964) el término violencia debe restringirse al sentido de daño destructivo; por lo tanto, un tipo destructivo de fuerza (…) se entiende habitualmente por violencia un daño exagerado o desmesurado a los individuos, que no está prescrito socialmente, está más allá de los límites establecidos (Walter, 1964, 250 y 255). Estos dos ejemplos recogen también una diferencia en esta categoría, mientras que Hook limita la violencia a violencia física, Walter incluye violencia no física también la magia, la brujería, y las diversas técnicas para infligir daño por medios mentales o emocionales (ibíd., 250), aunque generalmente este tipo de definiciones suele restringirse al ejercicio de la fuerza física. Estas definiciones legitimistas se asientan en la tradición de autores como Hegel (autoridad: uso de la violencia legitimada; violencia: uso ilegítimo de la fuerza), Weber (la regla legitimada) o Parsons (la fuerza es un elemento necesario en el orden social normativo; la violencia es un síntoma de patología social) (Mider, 2103). Las definiciones legitimistas de la violencia tienen el riesgo del criterio de oportunidad y de la dependencia de un segundo concepto. Así, en cada momento la violencia se redefiniría con arreglo al entorno normativo en el que tuviese lugar además de cambiar el etiquetamiento de un acontecimiento, según está amparado normativamente o no. Por otro lado, evitan el incómodo paralelismo entre acciones cometidas por poderes legítimos y por quienes pretenden derribarlo. Por ejemplo, la diferencia en términos de violencia entre terrorismo y represión policial (legal) es posible en esta categoría de definiciones, pero no en las categorías anteriores. Coady (2007) indica un correlato imperfecto entre estos tipos de violencia y la ideología política. Del mismo modo que puede establecerse un continuo desde las definiciones más amplias hasta las más restringidas (o legitimistas), también se puede establecer un continuo en la aceptación de las categorías de definiciones, desde la 17
  • 18. izquierda hasta la derecha. Las definiciones amplias encontrarían una mejor recepción en posturas políticas de izquierdas. Por un lado, permitirían catalogar como violencia no solo a todo tipo de coerción ejercido por un poder establecido, sino también incluir a cualquier injusticia social, discriminación o desigualdad social. La diferencia entre violencia conservadora, orientada al mantenimiento del statu quo, y violencia revolucionaria, orientada a la alteración del statu quo, quedaría difuminada o eliminada. Las definiciones restringidas, de tipo esencialmente operativo y que enlazan con facilidad con la percepción cotidiana de la violencia, encontrarían una mejor recepción en posturas de tipo centrista o liberal. Son definiciones que evitan tanto la equiparación de violencias de distinto signo como la sacralización de lo legal. Aceptan mejor la valoración legítima que legal y hacen residir la connotación ética negativa en la propia experiencia cotidiana del observador. Las definiciones estrechas están claramente ajustadas a una concepción conservadora de la realidad social identificando claramente legal y legítimo. Como señaló Marcuse, gracias a un tipo de lingüística política, no podemos usar la palabra violencia para describir las acciones de las fuerzas especiales en Vietnam pero sí las de los estudiantes que se defienden de la policía (apud Coady, 2007) o, trayéndolo a nuestros días, podríamos calificar de violentas las acciones de Hamas en el conflicto en la franja de Gaza, pero no podríamos calificar de violentas las acciones del ejército israelí… hasta que la ONU declarase su ilegalidad. Estas son concordancias políticas genéricas o a priori, pero pueden ser alteradas en circunstancias concretas. Por ejemplo, es frecuente encontrar posturas conservadoras clamando contra la violencia del Estado que impide el libre mercado o que obliga a abortar. Del mismo modo, se pueden encontrar discursos de izquierda justificando la represión estalinista como un modo legítimo de conseguir la nueva sociedad comunista. 18
  • 19. Figura 1.2. Categorías de definiciones políticas y su concordancia política. 1.1.4. El campo de la violencia No es intención de los autores proponer una nueva definición, si es que tal cosa fuera posible, ya que con la acumulación existente parece que solo se pueden hacer repeticiones o definiciones ad hoc para propósitos específicos. Por lo que vamos a cerrar este apartado con una figura comprensiva de lo que se ha entendido por violencia. 19
  • 20. Figura 1.3. Resumen del campo de la violencia generado por las definiciones del término. El campo de la violencia resulta ser bastante coherente. Desde todos los puntos, de vista hay una fuerza coercitiva. La intensidad y la naturaleza de esa fuerza ya es más ambigua. La percepción del lego es que es de gran intensidad, pero los teóricos gradúan esa intensidad: para muchos no es necesaria esa alta intensidad, una baja intensidad de la fuerza –una amenaza, por ejemplo– puede tener efectos similares. La naturaleza física o no física también es ambigua. Tanto para el lenguaje común como para muchos teóricos, la violencia es física, pero de nuevo hay teóricos que no aceptan esa restricción y ven tan merecedora de ser etiquetada de violenta una fuerza física (una patada, un disparo) como una no física y, en este sentido, las concepciones que se apartan de la fuerza física se acercan más al ejercicio de la fuerza como imposición no discursiva del poder. La violencia para todos sería el ejercicio del poder no argumentativo, que no intenta convencer o persuadir, que se impone. Pero para algunos teóricos esta imposición sería brusca y física, mientras que para otros podría adoptar otras formas que devienen en imposición, que no aceptan la réplica, ya que no buscan el entendimiento aunque utilicen expresiones verbales (por ejemplo, una humillación sería aceptada como violenta por algunos teóricos, no es física, es verbal, pero no entra en el juego de desarrollar argumentativamente la corrección a la realidad y a las normas sociales de lo manifestado, solo busca el daño de forma no contemplada en las normas sociales). En el uso cotidiano, la violencia se asocia a emociones intensas, tanto referidas a 20
  • 21. alguien que la ejerce (la asociación persona violenta, persona iracunda, a veces se establece como una sinonimia), como a alguien que las padece (la violencia de las pasiones). Este uso, en cambio, no es sostenido en las definiciones teóricas que dejan los asuntos emocionales en un segundo plano. La relación con la normatividad sí es más uniforme. El lego percibe lo violento como algo fuera de las normas en algún sentido. El teórico precisa esa falta de normatividad enredándose en algún caso en su consideración para discriminar lo realmente violento de lo que solo lo es en apariencia. Pero, en cualquier caso, la calificación de violento exige posicionarse respecto a la normatividad, si no en términos de legalidad sí en términos de legitimidad. Finalmente, la consecuencia lógica asociada a la imposición de una fuerza intensa son los daños que provoca. Inicialmente, esos daños son aparentes, visibles: físicos, pero la complejidad teórica ampliará a daños de otro tipo, en primer lugar psicológicos y, para los más expansivos, sociales. Si retomamos los criterios de Pontara –normativo, teórico y descriptivo– vemos cómo la violencia, la defina quien la defina, es un ejercicio de imposición de poder que, por su intensidad o consecuencias, tiene que dar cuenta ante algún tipo de legitimidad, ya que va contra el deseo o la voluntad de quien sufre la violencia, –criterio normativo–, dependiendo de la propuesta concreta mostrará unos límites en su inclusividad –criterio teórico– y se adecúa con bastante comodidad a lo que el lego percibe como violento – criterio descriptivo–. Lo cual podemos resumir en el siguiente cuadro Figura 1.4. Esquema resumen del núcleo del concepto de violencia. 21
  • 22. 1.2. El concepto de agresión Para tratar de comprender el concepto de violencia es inevitable abordar el concepto de agresión. Son términos muy cercanos, a veces utilizados para definirse mutuamente (DRAE: Agresividad: Tendencia a actuar o a responder violentamente), a veces tratados como sinónimos. Por ello, la revisión del concepto de agresión tendrá que dilucidar en qué medida son intercambiables y en qué medida no y, en este caso, delimitar en la medida de lo posible cuándo es correcto usar uno de los términos y no el otro. 1.2.1. El uso del término agresión Los diccionarios son más escuetos con el término agresión que con el de violencia. Así, encontramos definiciones bastante similares en los diccionarios de referencia como el DRAE, el Merriam-Webster o el Collins. En todos hay alguna acepción para la agresividad humana personal, una o dos, y otra para la agresividad como nación. Entre las primeras encontramos, acto de acometer a alguien para matarlo, herirlo o hacerle daño (DRAE) oconducta o actitud hostil, injuriosa o destructiva (Merriam-Webster), conducta o actitud mental hostil o destructiva (Collins). Todas ellas suponen la acción de alguien que provoca un daño en otro. La inclusión de términos como matarlo, junto a hacerle daño, u hostilidad o destrucción permiten pensar que el daño recibido es no deseado por quien lo experimenta. Otro conjunto de acepciones completan esta agresión personal: acto contrario al derecho de otra persona (DRAE), procedimiento o acción enérgica especialmente cuando es para dominar (Merriam-Webster), cualquier práctica o actividad ofensiva (y aclaran: una agresión contra la libertad personal Collins). En estos casos la consecuencia de la agresión afecta a los derechos o la libertad de la persona, por contraste suponemos que las primeras acepciones recogidas se orientan al daño físico de la otra persona. Por lo tanto, la agresión tendría como objeto causar daño de cualquier tipo a otra persona. De forma generalizada, se recoge una acepción sobre el ataque (sin declaración previa, que supone violación de la integridad territorial o no provocado) de una nación contra otra, que, en el nivel de las naciones, sería una mezcla de las dos aplicadas a las personas: provocación de daños físicos y violación de derechos. En los diccionarios ingleses se incluye el que se pueda hablar de actitud (outlook –Merriam-Webster–, mental attitude –Collins–) mientras que en el español solo se hace referencia explícita a comportamientos o acciones (acto de acometer, ataque armado) solo quedando un margen a un acto no exclusivamente físico en la ambigua expresión acto contrario al derecho… 22
  • 23. Figura 1.5. Campo semántico, según los diccionarios, de la agresión. En la etimología de agresión, los autores no se apoyan en los poetas griegos y su sentido parece bastante claro en la procedencia de aggredere: avanzar contra (algo o alguien). Revisando otros términos derivados de la misma raíz latina quizá se destaque mejor su sentido. El participio pasado del verbo latino gradi (caminar, dar pasos) es gressus, y del cual se formaron diversos términos en las lenguas romances. Así, del dar pasos hacia adelante surgió pro-greso, y de dar pasos hacia atrás re-greso, de alejarse de algo o alguien: di-gresión, de entrar en algún lugar: in-greso, de la de caminar juntos hacia un punto de reunión: congreso y de la de ir en sentido opuesto al de otra persona: a-gresión (ver www.elcastellano.org) En ninguno de los diccionarios referenciales consultados se recoge alguna acepción positiva del término agresión, ni se deduce de su origen etimológico y, sin embargo, es muy popular coloquialmente, con el sentido de gran asertividad (ejecutivo agresivo, vendedor agresivo, etc.). De hecho, el uso del término agresión es mucho más amplio de lo que los diccionarios nos muestran: abarca todo ese abanico desde comportamiento destructivo hasta asertividad. No extrañan expresiones como la agresión que sufrió a manos de su pareja le produjo lesiones irreversibles, se encontraba incómodo en su trabajo porque su compañero se dirigía a él en un tono agresivo, es un tiburón en los negocios: es un empresario muy agresivo, es difícil que no sea el mejor en ventas: es un vendedor muy agresivo. El rango de significados no sigue un continuo, sino que desplaza el sentido desde la referencia al poder a la asertividad. En los primeros ejemplos se supone un poder en la persona que realiza la acción. Poder que puede ser físico (la pareja que causa lesiones) o posicional en una estructura (el tono agresivo del compañero tiene que apoyarse en algún tipo de poder que la víctima no puede contrarrestar, ya se deba a un mayor estatus profesional, a una popularidad entre el resto de compañeros o a un apoyo de determinados superiores jerárquicos). En los dos últimos ejemplos sería forzar el significado de poder al poder por competencias o habilidades, en lugar de eso la agresividad referida se apoya en la capacidad que tienen esas personas para realizar una actividad enérgicamente y con la suficiente intensidad y continuidad que les permita obtener logros que de otra manera serían muy difíciles, si no imposibles, de conseguir 23
  • 24. Pero el lenguaje aquí hace una pequeña trampa. Esa diferencia de uso se suele marcar en el lenguaje: mientras que las agresiones como actos se relacionan con el sentido negativo, destructivo, del término, la agresividad como actitud o rasgo se puede relacionar tanto con el sentido positivo como con el negativo. Así, se puede decir le agredió al salir de la reunión, con el sentido evidentemente negativo de le provocó daños; pero no se puede decir le agredió vendiéndole una enciclopedia, con el sentido positivo de le acabó convenciendo de que la comprase. Pero, por otro lado, sí se puede decir el jugador demostró tanto agresividad en el campo que acabó expulsado, con sentido negativo: su comportamiento excedía los límites aceptables de intensidad establecidos como normativamente aceptables; y también se puede decir la agresividad de sus técnicas de venta le hacen obtener grandes resultados para la empresa, con el sentido positivo de energía, intensidad, persistencia en las técnicas de venta utilizadas. La relación que hay entre agresión y agresivo no es la misma que hay entre violencia y violento. Mientras que entre violencia y violento se mantiene de un modo u otro la negatividad asociada al daño o exceso asociado a la violencia, en el caso de agresión/agresivo el primer término tendría un solo polo (negativo), mientras que el segundo tendría una dualidad que se muestra según se acerque más al ejercicio hostil del poder (negativa) o a la intensidad de la asertividad. Figura 1.6. Campo semántico, según el uso, de la agresión. 1.2.2. Propuestas de definiciones sobre agresión 24
  • 25. Un concepto como el de agresión ha generado una gran cantidad de propuestas de definición, desde distintas perspectivas científicas. Van der Dennen (1980) recoge 106 en su revisión, algunas de ellas tan dispares como: proceso consciente de coerción contra el entorno físico, otros animales o humanos por un individuo o un grupo de personas (Tiger, 1969, apud van der Dennen, 1980) o conducta cuyo fin deliberado es matar o causar serios daños a otro ser humano (Prosterman, 1972, apud van der Dennen, 1980). La clasificación u ordenación de las distintas propuestas sigue criterios variados, pero, en aras de la simplificación, se podría forzar una agrupación respecto a tres ejes, que a veces han sido utilizados como elementos constituyentes y veces como tipos diferenciales de modelos explicativos. Estos tres ejes son el biológico, el psicológico y el del entorno. Alrededor del eje biológico se agrupan definiciones que recogen los aspectos de la agresión más vinculados a la evolución animal y a la lucha por la supervivencia. Por ejemplo, desde la etología, Konrad Lorenz define la agresión como el instinto de lucha en las bestias y los hombres, que se dirige contra miembros de la misma especie (Lorenz, 1966, apud van der Dennen, 1980). Este instinto de lucha no es necesariamente negativo, sino que se vincula a la supervivencia: la lucha puede ser tanto para conseguir recursos necesarios (comida) como para proteger a la prole. La base de ese comportamiento, desde el punto de vista etológico, no difiere mucho entre animales y seres humanos, lo cual no supone negar la adaptación de este instinto de lucha a las condiciones a las que ha evolucionado el ser humano: ya no suele ser necesario luchar físicamente por conseguir alimentos, ni defender el territorio de depredadores. La adaptación para tener una posición de ventaja en la actualidad puede relacionarse más con el logro de una posición social o la defensa de la prole, quizá se manifieste más en un encuentro airado con un tutor escolar que ha castigado o suspendido a un hijo. Evidentemente, son comportamientos alejados de los de la mera supervivencia, pero, afirman los etólogos, sin que haya una cesura radical entre aquellos y estos. Además de esta postura holística en la consideración de la agresión en los seres humanos como un instrumento general de la adaptación, son numerosos los trabajos que tratan de desentrañar los mecanismo neurológicos y biológicos que subyacen a la agresión, especialmente en la agresión denominada reactiva que, por su falta de control, parece responder a reacciones basadas en mecanismos biológicos más que en ningún tipo de elaboración psicológica (Nelson y Trainor, 2007). El eje psicológico recoge los aspectos vinculados a disposiciones diferenciadas entre unos individuos y otros, ya sea por estabilidad comportamental o por respuestas diferenciales ante los mismos estímulos. En estos casos, los elementos psicólogicos en juego son múltiples, desde emociones generadas hasta elaboraciones cognitivas de la situación. La estabilidad del comportamiento agresivo y, por lo tanto, su consideración de rasgo estable o hábito adquirido es un elemento que cíclicamente tiene presencia y tratamiento en los medios. La posibilidad de identificación de perfiles de personas que 25
  • 26. facilitan reconocer a aquellas que tienen mayor probabilidad de desarrollar conductas agresivas parece un deseo defensivo más que una aspiración científica. Los estudios sobre estabilidad de la agresividad en los sujetos son contradictorios y pueden encontrarse los que indican que hay una continuidad moderada (Huesmann, Dubow y Boxer, 2009, apud Piquero et al. 2012), mientras que otros destacan que una proporción substancial de los jóvenes que manifiestan comportamientos agresivos desisten de ellos en su adultez (Loeber y Hay, 1997, apud Piquero et al. 2012) y en algunos estudios se encuentran evidencias tanto para la estabilidad como para el cambio: muchos individuos nunca muestran niveles altos o moderados de agresión, otros muestran agresión física tanto en la infancia como en la adolescencia, pero desisten al llegar a adultos, otros solo muestran conducta agresiva como adultos y un pequeño grupo muestra estabilidad en la agresión en la infancia, en la adolescencia y en la adultez (Piquero, Carriaga, Diamond, Kazemian, 2012). Dentro de los aspectos psicológicos se encuentra la identificación del disparador de la conducta agresiva en elementos internos frente a los elementos externos del ambiente. Ahí pueden considerarse desde disposiciones propias de la personas en forma de rasgos estables a elementos emocionales. En este sentido, ocupa un lugar destacado la actualización que Berkowitz hizo en los años sesenta de la conocida teoría de la frustración-agresión de Dollard, Miller, Doob, Mowrer, y Sears del año 1939 (Berkowitz, 1969). Si la propuesta original establecía una relación simple entre la conducta de agresión y el antecedente de frustración, que fue evolucionando a una mayor complejidad de la relación entre frustración y agresión, será Berkowitz el que la revitalice señalando como elemento mediador explicativo de la relación entre la frustración y la agresión a las emociones, y concretamente a la ira. Una frustración que provoca en una persona elementos emocionales negativos como la ira sí es probable que genere una respuesta de agresión, en caso contrario no. En el tercer eje, el del entorno, se encuentran múltiples elementos que han sido considerados esenciales para entender la agresión. Desde la identificación de estímulos que realizó Moyer en los años sesenta (depredadora, por miedo, inducida por irritación, territorial, maternal e instrumental –Moyer, 1969 apud Liu, 2004–) al aprendizaje de los modelos de comportamiento a los que se expone la persona (Bandura, 1973). En este sentido, Delgado (1971, apud Van der Dennen, 1980) propone la siguiente definición: La agresividad humana es una respuesta conductual, caracterizada por el ejercicio de la fuerza en un intento de perjudicar o dañar a personas o propiedades. Este fenómeno debe analizarse en sus tres componentes: a) las circunstancias del entorno, incluyendo económicas, ideológicas, políticas, sociales, y familiares que están afectando al individuo; b) recepción de esta información del entorno por vías sensoriales y su interpretación por mecanismos cerebrales que provocan sentimientos emocionales y respuestas conductuales; c) realización de respuestas individuales o sociales que constituyen las manifestaciones observables de la violencia. En su propuesta, Delgado no parece diferenciar entre agresión y violencia, aunque lo hará más adelante: es una cuestión de grado (la violencia es una forma extrema de la agresión, 26
  • 27. dirá), pero eso lo abordaremos más adelante. Ahora cabe destacar cómo la agresión, para Delgado, aunque es una conducta, es fundamentalmente una respuesta, es decir, una reacción a un entorno. El individuo procesará la información del entorno para dar esa respuesta, pero deben darse esos elementos del entorno que provocarán en el individuo la conducta agresiva. El foco, por tanto, se desplaza a los elementos externos al individuo. Se podrían resumir las propuestas de definición de la agresión teniendo en cuenta estos tres ejes en el siguiente cuadro. Figura 1.7. Resumen de los ejes de las definiciones del término agresión. Sin embargo, estos ejes aunque acotan el campo de la agresión quizá desvíen un tanto la pretensión de definir el concepto. El eje biológico nos recuerda que no podemos olvidar nuestra continuidad con otros seres vivos; el psicológico que somos seres complejos que (casi) no emitimos respuestas automática sino mediadas por procesos emocionales y cognitivos y que somos seres dotados de continuidad identitaria (en la que nos reconocemos y se nos reconoce y en la que puede entrar, o no, la agresión); finalmente, el eje social enfatiza el papel de los estímulos en la emisión de respuestas y la ineludible socialidad del ser humano. Pero esos ejes también son válidos para multitud de aspectos. Tratando de centrar la definición de agresión, podemos cuestionar el uso cotidiano de agresividad para considerarlo en la definición de agresión. Un comportamiento agresivo que se refiere a un logro asociado a un desempeño intensivo, persistente, con uso generoso de energía y que se vincula a la asertividad difícilmente se denominará agresión, pero sí entrará en la agresividad. Por ejemplo, un vendedor de un producto a domicilio que utiliza tácticas apoyadas en una gran insistencia, en un bombardeo de datos, de ofertas sucesivas… puede ser considerado un vendedor agresivo, pero es 27
  • 28. extraño que un posible cliente considere que su comportamiento haya representado una agresión. Esto nos reduce el término agresión al comportamiento enérgico que produce daños por el ejercicio del poder de modo hostil o destructivo, la mitad del campo de uso semántico de la agresión señalado más arriba. Ahora bien, en ese campo semántico de la agresión hay dos aspectos implícitos a considerar. La agresión siempre es un comportamiento o una conducta. Puede ser como respuesta a un estímulo, pero no es un mero reflejo: hay una utilización intencional de un esfuerzo, al menos moderado, para provocar un daño. Es, por tanto, una conducta intencional. Van der Dennen (1980) considera que la intencionalidad no es necesaria para la calificación de agresión, sin embargo, los ejemplos que pone no son consistentes. Por ejemplo, se refiere a la agresión de un niño que está llorando o pataleando, o a la de una unidad de policía que se defiende de un ataque de una guerrilla urbana. En ambos casos la intencionalidad de emitir la conducta y provocar daños en los posibles receptores parece indiscutible, lo que puede no haber es una motivación específica para causar una daño concreto en un persona concreta. Y, como consecuencia, el niño puede asustarse si la consecuencia es que le ha roto las gafas a su abuelo o los policías ven que han causado la muerte de unos adolescentes solo armados de su bravuconería. Anderson y Bushman (2002) introducen un matiz importante en la clarificación de la relación de la intencionalidad con la agresión. Señalan que para que una conducta sea considerada agresión debe tener la intencionalidad de dañar a un objetivo próximo, mientras que los daños como objetivo último van a servir para diferenciar entre tipos de agresión. Por ejemplo, dos personas van a subir a un autobús y una de ellas golpea intencionalmente a la otra con el codo en las costillas. Supongamos dos situaciones para ese ejemplo: a) apenas hay sitio en el autobús y solo la primera que logre subir viajará; b) las personas se conocen y tienen rencillas habituales entre ellas. En ambos casos, podemos hablar de agresión (objetivo inmediato: causar daño a la otra persona), pero son agresiones diferentes (en el primer caso la persona agresora hubiese golpeado a cualquiera ya que su objetivo último es subir al autobús; en el segundo caso, la persona agresora solo golpearía a esa persona porque su objetivo último es perjudicarla de la manera que pueda en cada momento). La precisión de Anderson y Bushman nos lleva al segundo de los aspectos implícitos, que es el daño provocado. La agresión siempre intenta provocar daños. Aquí la diferencia entre el daño real y potencial como criterio para considerar un comportamiento como agresión no es tan nítido. Si alguien lanza un puñetazo a otra persona y le golpea, no hay duda de que es una agresión, pero ¿y si la posible víctima lo esquiva? Nos encontramos con una diferencia de uso. En el lenguaje cotidiano, y no hay que olvidar que siempre nos referimos a la vinculación al uso concreto de un idioma concreto (en este caso el español), probablemente digamos que intentó agredirnos, pero no lo consiguió porque estuvimos ágiles; pero en el lenguaje científico no tendría sentido cambiar la calificación de un comportamiento solo porque ha fracasado, probablemente diremos que ha sido una agresión fallida, pero, sin duda, una agresión. 28
  • 29. Al hacer referencia a los daños provocados hay que incluir un matiz clave: ese daño, en principio, tendería ser evitado por la persona que lo recibe. Lo alambicado de la formulación pretende incorporar situaciones de indefensión. Por ejemplo, una persona inconsciente recibe golpes. Aunque la víctima no tiene capacidad para tener una postura sobre los golpes recibidos cabe suponer que si la tuviese tendería a evitarlos. Esto deja fuera de la agresión a los daños aceptados libremente por la persona, como, por ejemplo, el daño que provoca la reducción de un hombro dislocado o las actividades de tipo sadomasoquista. El énfasis en la intención de la persona agresora o en los daños provocados marca una de las diferenciaciones entre tipos de agresión que más apoyo ha tenido. Así, podemos distinguir entre agresiones cuyo último objetivo sea dañar a otro y otras cuyo objetivo último sea resolver un problema o conseguir alguna recompensa o ventaja respecto a otro. Estos tipos han recibido múltiples etiquetas. Ramírez y Andreu (2006) recogen las siguientes: – Agresión cuyo objetivo último es dañar al otro: hostil, impulsiva, no controlada, no planificada, reactiva, de sangre caliente, abierta, defensiva, afectiva, negativa/destructiva. – Agresión cuyo objetivo último es otro diferente del daño provocado inmediatamente: instrumental, premeditada, controlada, planificada, proactiva, a sangre fría, oculta, ofensiva, depredadora, positiva/constructiva. La caracterización de ambas se resume en los distintos términos que se han usado para identificarlas. La primera, a la que llamaremos hostil para abreviar, es la agresión que tiene lugar de forma casi automática, no responde a una planificación previa del agresor, es de tipo reactivo, incluso defensivo. Por ejemplo, es el manotazo que se suelta cuando nos damos cuenta de que alguien está realizando una conducta que evaluamos como peligrosa, nociva o de riesgo para nosotros, o el empujón que devuelve un niño a otro que al pasar corriendo ha tropezado con él. La segunda, a la que llamaremos instrumental, es una conducta que responde a un cálculo, a una evaluación de un objetivo para cuyo logro se considera asumible el daño que se va a realizar. Es la zancadilla de un futbolista a otro que va solo hacia la portería: el defensa no tiene como primer objetivo dañarle, sino que no meta gol. Con todo ello, no olvidando la continuidad con comportamientos animales, el papel de variables psicológicas y la importancia de los estímulos externos y del contexto sociocultural, es interesante considerar la definición que proponen Bushman y Anderson en el ámbito de la Psicología Social y que mantiene un cierta estabilidad (Bushman y Huesmann, 2010; la definición original es de los mismo autores de 2001): la agresión humana es cualquier conducta dirigida hacia otro individuo que se lleva a cabo con el intento próximo (inmediato) de provocar daño. Además, el perpetrador cree que la conducta dañará al objetivo y que el objetivo está motivado para evitar la conducta. O, como resumen Bushman y Huesmann (2010), cualquier conducta que intenta dañar 29
  • 30. a otra persona que no quiere ser dañada. Figura 1.8. Esquema del concepto de agresión desde la Psicología Social. 30
  • 31. 1.3. Relación entre los conceptos de violencia y agresión La cercanía entre los conceptos de violencia y agresión es evidente. Es frecuente encontrar autores que los utilizan de tal manera que lo que para uno es violencia para otro es agresión o viceversa. En otros casos, se distinguen por su intensidad o gravedad o simplemente son planteamientos circulares. Así, revisando rápidamente algunas de las decenas de definiciones que recoge Van der Dennen (1980), vemos cómo la agresión se ha definido en términos de violencia (por agresión entendemos la conducta que viola los derechos de otros, con énfasis en la violencia física o en su amenaza, Osman & Lee, 1978); la violencia en términos de agresión (la violencia puede verse como la transformación de la agresión en actualidad: es agresión en acción, Persson, 1980); o una como una modalidad de la otra (violencia y fuerza son extremos de un continuo de agresión, en el cual fuerza es el extremo que indica que hay una instrumentalización para algún fin y violencia es el extremo que indica simplemente la intención de dañar, Lief, 1963); o una como una versión extrema de la otra (violencia es agresión extrema con el objetivo de dañar gravemente o destruir a personas, objetos u organizaciones e implicando características de explosividad, Lowry & Rankin, 1972); e incluso hay definiciones de las que es difícil escapar a la circularidad que plantean (la agresión es una demostración unilateral de hostilidad y violencia, y violencia es una forma intensa de hostilidad, M.E: Smith, 1975). Aunque hay que recordar una vez más el papel que juega el idioma concreto en el que se está hablando, y, en este sentido, el uso de violencia como agresión extrema es mucho más marcado en inglés que en español, unas definiciones tan entreveradas unas con otras, y una ausencia de criterios de demarcación en el ámbito científico, muestran un panorama confuso terminológicamente y una necesidad de tener en cuenta siempre el sentido que el autor considerado da al término utilizado y evitar juicios apresurados por usos terminológicos propios. Aun así, comparando los núcleos de los conceptos de violencia y agresión, se pueden identificar matices y énfasis diferenciales entre ambos conceptos. Figura 1.9. Esquemas paralelos de los conceptos de violencia y agresión. 31
  • 32. En términos generales, ambos conceptos suponen la realización de una acción por alguien, que produce un menoscabo no deseado en otro. En este sentido, van a compartir necesariamente parte del campo semántico que los va a definir. Sin embargo, hay diferencias que se pueden señalar. En primer lugar, la violencia supone una cierta duración en el ejercicio del poder (no tiene por qué reducirse a un acto único) mientras que la agresión remite a actos puntuales. La violencia es continua, la agresión es discontinua. Si un defensa de fútbol corta el juego de un delantero con continuas faltas llegando a lesionarle, podríamos decir que a lo largo del partido se ha comportado violentamente con él, o que el delantero ha sufrido una agresión tras otra del defensa. Es decir, que aunque la realidad es la misma, el uso de un término (violencia) supone una duración en el ejercicio del poder (físico en este caso), mientras que si se usa el otro término (agresión) hay que acumular discontinuidades para dar esa idea de continuidad (una agresión tras otra). Si solo hubiese sido una falta, probablemente se diría que ha habido una agresión, no una violencia. En este último caso, para usar el término violencia habría que hacerlo como adjetivo enfatizador, dejando el núcleo de lo ocurrido a otro sustantivo (el mismo de agresión si se que quiere): el defensa realizó una violenta agresión. En segundo lugar, la agresión se desarrolla alrededor del daño que se produce o se quiere producir, mientras que la violencia se orienta hacia la coacción o la coerción. Es evidente que un daño puede conllevar una coerción y viceversa, pero se pueden diferenciar matices. La distinción de Anderson y Bushman (2002) entre objetivos próximos y últimos puede ser de ayuda en este aspecto. La agresión siempre tiene como objetivo próximo o inmediato el daño no deseado del otro, la violencia tiene como objetivo último la coacción o coerción del otro. Un profesor puede comportarse violentamente en clase gritando a sus alumnos, amenazando con ejercer un poder físico sobre los alumnos con demostraciones, como golpear la mesa o la pizarra. Les coarta, impide que realicen los comportamientos que desearían (hablar con el compañero, jugar a los barquitos…) mediante el ejercicio de demostración de un poder continuo. Incluso puede utilizar agresiones puntuales para mantener ese ejercicio de poder (un cachete a uno, un insulto a otro…). Las agresiones se identifican rápidamente por ese daño explícito (golpe, insulto…), aunque evidentemente habría que definir con rigor daño para acotar las agresiones (por ejemplo, menoscabo específico de tipo físico, psicológico o social). Cuando el daño producido es difuso, la diferenciación se vuelve imposible: un insulto puede suponer un daño explícito, en tanto que menoscaba la identidad de la persona, pero puede suponer un daño difuso en tanto que deteriora su imagen, que perjudique sus relaciones sociales futuras en su entorno. En este caso, el daño puede ser la parte visible de la coacción ejercida hacia esa persona. En tercer lugar, la relación con las normas también es diferencial. Mientras que la violencia siempre está relacionada con las normas (sociales, legales) que la califican como legítima o ilegítima, la agresión casi siempre es contra las normas. Los pocos espacios en los que la agresión era aceptada normativamente (el castigo físico a los hijos en aras a 32
  • 33. mejorar su comportamiento) están siendo rechazados en las sociedades occidentales y reduciéndose las agresiones aceptables normativamente únicamente a situaciones de autodefensa. Mientras que las situaciones violentas sí tienen una regulación que identifica la violencia aceptable socialmente: la ejercida por los cuerpos de seguridad contra los que contravienen preceptos legales, la defensiva de las fuerzas armadas, etc., el conocido monopolio de la violencia propugnado por Weber para los estados modernos. Estos matices no deben ocultar los elementos comunes entre ambos. Podríamos afirmar que la agresión se vincula con el ejercicio de la fuerza mientras que la violencia con el del poder, pero es innegable que una forma de ejercer el poder es mediante la fuerza. Hemos matizado la relación entre coacción o coerción y daño, pero es evidente que la distinción entre objetivos inmediatos y últimos no es exclusiva entre sí, etc. Los conceptos de violencia y agresión son coextensivos en cierta medida, pero no son intercambiables. El uso diferencial entre ellos puede enriquecer el discurso matizándolo. Representando ambos el uso intencional de recursos para el perjuicio de otros, suponiendo, también en ambos casos, la utilización con alta intensidad de la fuerza o el poder, los matices diferenciales respecto al carácter continuo o discontinuo, a la ambigua coerción o al mero daño o al posicionamiento respecto a la normatividad animan a mantener ambos términos para una mejor comprensión de la realidad. 33
  • 34. Figura 1.10. Resumen de la coextensividad y diferencialidad de los conceptos de violencia y agresión. 34
  • 35. 2 Violencia de jóvenes El estudio de la violencia requiere, como elemento fundamental de la contextualización del fenómeno, la referencia a los diferentes espacios sociales en que aparece. Las formas concretas que toma la violencia son siempre específicas a cada medio social. Por ello, es muy importante describir y conocer en detalle este tipo de manifestaciones. Solo después de conocer las diversas manifestaciones de la violencia con sus diversos matices y condiciones puede tener sentido tratar de establecer ciertas recurrencias o procesos que, en su diversidad, pueden presentar similitudes que nos ayuden a entender el fenómeno. Por tanto, para estudiar la violencia de los jóvenes es necesario conocer las diferentes modalidades de actos violentos en los que participan jóvenes y, muy especialmente, establecer algún tipo de comparación implícita o explícita con la violencia adulta. Al fin y al cabo, la violencia de jóvenes como objeto de estudio solo se justifica si entendemos que esta es diferente de otras formas de violencia social no específicamente juveniles. Sin embargo, para confirmar este extremo es necesario comparar la violencia que ejercen los jóvenes y compararla con la de los adultos. En caso contrario, corremos el riesgo de magnificar el fenómeno o de atribuir a la violencia de los jóvenes una peligrosidad que no queda justificada por su incidencia. Como señalaron Fernández Villanueva et al. (1998), la violencia de los jóvenes ni es nueva ni es extremadamente peligrosa ni es esencialmente distinta de otros tipos de violencia. En ese sentido, las violencias más habituales entre los jóvenes, en nuestro contexto español, según Revilla (2000), son la violencia reivindicativa, la delincuencia juvenil, la violencia vinculada al ocio y la violencia escolar. De estas cuatro formas de violencia, la violencia reivindicativa, la relacionada con las protestas juveniles contra el gobierno o por diferentes causas sociales, ha perdido notoriedad en las últimas décadas. Al tiempo, este tipo de violencia no parece muy diferente de la que protagonizan los adultos, ni en su forma ni en sus consecuencias, incluso recientemente se han producido reivindicaciones laborales adultas más violentas que las juveniles, a pesar de que es esta última la que suele generar mayor alarma social. No se trataría de que la reivindicatividad juvenil haya desaparecido, aunque mucho se ha hablado del conformismo juvenil (ver Revilla, 2001), sino de que las protestas juveniles en las actualidad no son especialmente violentas en general, aunque pueda haber excesos puntuales. La excepción en nuestro país era hasta hace poco la violencia callejera en el País Vasco, ejercida por grupos de jóvenes simpatizantes de la banda terrorista ETA y que sirve como plataforma de lanzamiento 35
  • 36. para los futuros comandos terroristas. La violencia delictiva tampoco se distingue apenas de formas de violencia adulta. Si se puede hablar de delincuencia juvenil es debido a un inicio temprano en conductas ilegales. La preocupación por la cuestión guarda relación con el intento de intervenir e integrar a estos jóvenes en la sociedad antes de que se “cronifiquen” estos comportamientos antisociales (Revilla, 2000). En la violencia delictiva juvenil, podría ser interesante distinguir entre la delincuencia como medio de vida, de la que termina por formar parte la violencia, y la delincuencia como conductas antisociales, ilegales y en buena medida violentas, que forman parte de una forma de vida peculiar de determinados grupos sociales. Esta distinción es necesaria si queremos entender adecuadamente lo que se entiende por delincuencia y las conductas que forman parte de las estadísticas sobre delincuencia (ver Rechea et al., 2006). Así se podría distinguir entre la violencia vinculada al tráfico de drogas o al robo de bancos (medio de vida) de la violencia que sucede a partir de las actividades de los jóvenes en sus ámbitos de interacción (forma de vida). No por ello se trata necesariamente de conductas menos graves, pues se han producido, por ejemplo, algunos asesinatos o violaciones de chicas adolescentes por grupos de chicos adolescentes, en una dramática anticipación de la violencia de género en las relaciones íntimas. Cuando nos referimos a la violencia como parte de un modo de vida, nos referimos a que en los mundos sociales de muchos grupos sociales (con un concepto amplio de violencia podríamos incluso decir que todos los mundos sociales implican ciertas formas de violencia) aparecen conductas violentas, antisociales o ilegales que, si caen bajo cualquier forma de control social, pueden ser castigadas. Por ejemplo, algunos jóvenes, y adultos, consumen drogas ilegales, agreden a otras personas o conducen con una tasa de alcohol en sangre superior al doble de la permitida (lo cual es delito en España). Estas conductas violentas o antisociales son parte, en sentido amplio, de una subcultura social particular, por tanto, de una forma de vida. Esta caracterización de la delincuencia aproxima, pues, a la violencia delincuencial a las otras dos formas de violencia que sí nos parecen más específicamente juveniles, pues responden a características propias de la posición social que ocupa la juventud como grupo social, aun con sus diferencias internas. Setrata de la violencia ligada al ocio y la violencia escolar. Ambos tipos de violencia tienen en común que se producen fundamentalmente entre miembros del mismo grupo de edad o, al menos, encuentran su lógica en procesos grupales juveniles. Son violencias que, a no ser que sobrepasen un umbral difícilmente determinable, no suelen ser contempladas como violencia delincuente, ni suelen aparecer en las estadísticas de delincuencia en nuestro país. Además, son violencias que formarían parte de una determinada forma de vida, y tienen mucho que ver con los procesos de construcción y vivencia de unas determinadas identidades juveniles. Si estos tipos de violencia son inequívocamente juveniles es altamente probable que los actores que los cometen dejen de realizar progresivamente estos actos agresivos. Sin embargo, el tratamiento que se otorga normalmente a la violencia juvenil desde la opinión pública no toma esta cuestión en consideración, sino que, al contrario, cualquier 36
  • 37. manifestación violenta, o simplemente inadecuada, de los jóvenes es tomada como un síntoma de lo que ha de venir, del futuro que nos espera a la sociedad cuando estos jóvenes se incorporen al mundo adulto (Revilla, 2001). De este modo, la preocupación por la violencia juvenil se convierte en un instrumento de presión sobre los jóvenes para que se comporten adecuadamente e, incluso, en un mecanismo para justificar la postergación de su ingreso en los derechos, también deberes, asociados a los adultos y así legitimar su cierta discriminación social. De hecho, cabría entender la violencia juvenil de otro modo más acorde con esta interpretación: como excesos propios de la época juvenil que han sido característicos también de otras generaciones de jóvenes. A pesar de ello, la interpretación predominante se fija en lo inadecuado del comportamiento juvenil, en la ausencia de valores que implica y, en consecuencia, penaliza radicalmente ya no solo la violencia, sino cualquier conducta que se salga de lo normativamente establecido. Todo esto convierte a la violencia juvenil en un problema social y, por extensión, a todo el colectivo, lo cual no deja de ser una acusación habitualmente injustificada. Esto no significa, desde nuestro punto de vista, que no tenga sentido estudiar la violencia juvenil, más bien que es necesario situarla en su contexto y en su importancia relativa. Por ello, el objetivo de estas páginas será realizar un repaso por las formas de violencia juvenil más presentes en España, fundamentalmente la violencia delictiva, la violencia vinculada al ocio, dejando el tratamiento de la violencia escolar para el capítulo siguiente. Con ello, pretendemos dar un panorama suficiente, dado lo limitado del espacio, para entender los sucesivos fenómenos de violencia de jóvenes que han ido (pre)ocupando a la sociedad española, aunque su estudio haya permanecido hasta el presente. Por ello, comenzaremos por la violencia delictiva, la primera en generar interés, y seguiremos por la violencia relacionada con el ocio, que aporta también nuevas explicaciones al fenómeno. 37
  • 38. 2.1. La delincuencia juvenil El tipo de violencia de jóvenes quizá más estudiado es el que se ha denominado conducta antisocial y que se refiere a los comportamientos relacionados con la delincuencia, ya sea por constituir delito o por tratarse de conductas inapropiadas fuera del marco legal (ver Rutter, Giller y Hagell, 2000). El interés específico por la delincuencia juvenil tiene que ver con el momento histórico en que se produce el “descubrimiento” de la adolescencia (Gillis, 1974), entendida como un periodo turbulento en el que el joven es vulnerable a cualquier influencia negativa que proceda del exterior y que puede poner en peligro su futuro. Y, así, aquel joven que no encajara con el ideal de adolescencia era estigmatizado, de forma que se problematizó y criminalizó la transición a la edad adulta de los jóvenes obreros descualificados, cuya socialización era más extraescolar (en la calle) que escolar, lo que producía una independencia más temprana y una mayor precocidad en sus comportamientos. Con la psicologización de este modelo de adolescencia, esta precocidad y resistencia eran prueba de la inferioridad y de la perversidad inherente de los muchachos de clase obrera, que habían de ser necesariamente disciplinados (educados, salvados, rescatados) o encarcelados (criminalizados) si no era posible tal disciplinamiento (Caron, 1995). En España, como sociedad de desarrollo industrial tardío, esta problematización de la juventud obrera no se produce hasta los años 60 y 70 del siglo pasado, cuando la migración interna lleva a las periferias de las grandes ciudades a enormes masas de población joven que se ve sometida a unas condiciones de pobreza relativa y de cierta marginación social. Esto produce una preocupación en la población autóctona y en los propios investigadores sociales que la entienden como una de las causas del aumento de la delincuencia juvenil (Ballesteros, 1966). La explicación que predomina en ese momento une, al fenómeno en sí de la migración, elementos sociológicos (como malas condiciones de vida o falta de empleo), la explicación socioestructural más típicamente mertoniana (Merton, 1957), junto con otros elementos morales, como la ausencia de adaptación al trabajo, la relajación de los lazos familiares, el mal ejemplo de los adultos, o la desaparición de valores religiosos (Gómez, 1970), una explicación más propia del régimen político conservador reinante, pero también de cualquier sociedad que pierde los vínculos seguros de la tradición y se incorpora al orden postradicional típico de las actuales sociedades occidentales. Con la instalación de la democracia, este último tipo de explicaciones pierde una fuerza que ganan las explicaciones más sociológicas, ya sea en términos estructurales o subculturales. Al captar estos significados de la subcultura juvenil, los diferentes autores trataban de dotar de sentido a la actividad delincuencial de las bandas juveniles. De esa forma, se oponían a la opinión general dominante sobre los adolescentes de clase trabajadora que criminalizaba y responsabilizaba a estos de casi todos los males de la sociedad, es decir, psicologizaba y patologizaba esos comportamientos. Poco a poco, se instala aquella concepción del delincuente juvenil que le entiende como un sujeto que sufre la marginación social y que responde de forma llamativa, pero finalmente ineficaz, 38
  • 39. pues muere o termina encarcelado, tal como se puede apreciar en el cine español de la época, que incluso ha dado lugar a un subgénero, el “cine quinqui”, que inauguró la película de José Antonio de la Loma Perros callejeros (1977). Estas películas reflejan un mundo semimarginal de jóvenes habitantes de las periferias urbanas de las grandes ciudades llegadas en aluvión del medio rural y en ellas aparece una forma de vida particular (una subcultura que se ha denominado “golfos”; Feixa y Porzio, 2004), que une la delincuencia y la violencia al consumo de drogas duras y que construyó antihéroes atractivos aunque frágiles (por el desenlace que les espera). Con ello, pues, se destacan los elementos subculturales, la existencia de una subcultura propia de ciertos grupos sociales, de modo que constituyen un modo de vida en el que sus miembros se socializan hasta aceptar los criterios de éxito, característicos de ese grupo, ilegítimos para la sociedad global (Cohen, 1955). Las transformaciones y el desarrollo de la sociedad española consiguieron que la situación de esta población mejorara y que, poco a poco, las situaciones de marginalidad se redujeran en su incidencia, como también la preocupación por la delincuencia juvenil asociada a la marginalidad, en congruencia mayor también con la relativa baja tasa de criminalidad juvenil presente en la sociedad española (Gómez, 1970) o al menos una criminalidad similar a la de otros países europeos (Jünger-Tas et al, 1994). A partir de ese momento, la actitud de la sociedad española hacia la delincuencia juvenil ha estado cada vez más marcada por la cobertura mediática (televisiva) de los asesinatos. Así, se ha ido pasando de la preocupación por los derechos de los presos de la transición (buena parte de ellos políticos en ese momento) a una preocupación por las víctimas y, en general, a un avance del discurso de “ley y orden” (Barberet, 2005). Soto (2005) ha mostrado que existe una relación entre la cobertura mediática de los crímenes más graves en televisión (algunos cometidos por jóvenes) con un aumento de la preocupación ciudadana por la violencia delincuencial y el endurecimiento de la política criminal. Y la precocidad de algunos de estos crímenes más graves está llevando a que se debata la frontera de la responsabilidad penal de los menores, ahora en los 14 años para ciertos delitos graves. De hecho, según la actual Ley del Menor española (LO 5/2000) en su Art. 3 a los menores de catorce años no se les exigirá responsabilidad con arreglo a la presente Ley, sino que se les aplicará lo dispuesto en las normas sobre protección de menores. Y a los jóvenes entre 18 y 21 años se les puede aplicar la Ley del Menor, más benévola que el Código Penal, bajo ciertos supuestos (Art. 4). Por ello, la agenda política de la última década al menos se ha caracterizado por la ambigüedad, apostando por un lado por la protección a los menores agresores, en línea con la Convención de Derechos del Niño, pero, por otro, estableciendo castigos severos para los delitos de mayor gravedad, más bien escasos, que provocan la alarma social y mediática (Bernut-Beneitez, 2002). De hecho, las características de la delincuencia juvenil en España la alejan de lo que podría ser un medio de vida alternativo para la mayoría de los jóvenes. Se trata más bien, y en general, de conductas que podríamos denominar desviadas y de importancia relativa, como vandalismo, riñas, robos, conducir sin permiso, etc. (ver Rechea et al., 1995). 39
  • 40. Por último, es necesario señalar que el crecimiento exponencial de la inmigración a España en los últimos años ha producido un aumento también de la preocupación por la delincuencia juvenil, si bien en este caso centrado exclusivamente en las bandas de jóvenes inmigrantes (especialmente de origen latinoamericano), con el temor, acrecentado por los medios, de que esto supusiera una importación de una violencia hasta el momento ajena al contexto español. La cobertura mediática, pues, estereotipa y estigmatiza (Machado, 2008), al tiempo que marca como delincuente lo que tiene mucho de subcultura juvenil adaptativa a un medio hostil para los jóvenes hijos de la inmigración que buscan la integración en la autoorganización (Feixa et al., 2006), máxime cuando la magnitud del fenómeno ni sus características coinciden realmente con el modelo supuestamente importado, aunque el nombre sí coincida (“maras”, “Latin Kings”, etc.; Soriano, 2008). 40
  • 41. 2.2. La violencia en el ocio. Subculturas juveniles y fútbol Si bien, como hemos señalado, el estudio de la delincuencia ha tenido desde sus orígenes una perspectiva cultural en su análisis (las subculturas juveniles), el estudio de la violencia de jóvenes en España viró progresivamente hacia una preocupación mayor por las actuaciones violentas desvinculadas de, o no explicables desde, un carácter instrumental, sino más bien expresivo, alejándose, por tanto, de la violencia delictiva. El interés por las subculturas juveniles comenzó a partir de la vinculación de ciertas agrupaciones juveniles con problemas sociales, sobre todo la delincuencia, tal como hemos visto (Thrasher, 1927). Pero en estas explicaciones, la delincuencia parece convertirse en un estilo de vida alternativo, en la medida en que los jóvenes alcancen un éxito económico con las actividades ilícitas. Sin embargo, Cohen (1955) ya comenzó a apreciar el carácter no-utilitario y hedonista de las subculturas juveniles de clase baja. La tradición de la escuela de Birmingham (Cohen, 1955; Hargreaves, 1967; Willis, 1977), respondiendo a una situación social diferente, británica, sacó definitivamente el estudio de las subculturas juveniles del ámbito de la delincuencia, las desproblematizó socialmente, minimizando la importancia de los comportamientos ilícitos, y les dio un carácter más simbólico que práctico. En España, Feixa (1998) ha desarrollado teórica y conceptualmente esta perspectiva. Desde su punto de vista, los jóvenes son creadores de culturas en la medida en que sus conductas se dotan de un significado de algún modo diferente al de la cultura de la sociedad de la que forman parte. Feixa no habla de una cultura juvenil única, tal como se ha afirmado desde otras planteamientos, sino de culturas juveniles diversas que se expresan en estilos de vida distintivos y que aparecen por las vivencias comunes de los jóvenes en los espacios institucionales (escuela, trabajo, medios de comunicación), parentales (familia y vecindario) y espacios de ocio. Continuando con Feixa (1998), las culturas juveniles serían culturas subalternas, dependientes de la cultura hegemónica (Gramsci, 1975, 1998) y escasamente integradas en las estructuras productivas, si bien de carácter transitorio. Cada cultura juvenil comparte una identidad generacional, en la medida en que son producto de las mismas condiciones históricas concretas, lo cual no significa que todos los jóvenes formen una generación unificada, ya que a los factores históricos se unen los factores estructurales, de clase, que diferencian la vivencia de los acontecimientos históricos. Las culturas juveniles llaman la atención por sus manifestaciones espectaculares, estilísticas, que alcanzan una presencia social importante en los atuendos agresivos o en las músicas impactantes. Feixa (1998) articula los estilos juveniles en torno a varias dimensiones como son: a) un lenguaje propio; b) una identificación con un tipo de música; c) una estética característica; d) unas producciones culturales (revistas, graffiti, tatuajes, libros, etc.); y e) unas actividades focales propias, normalmente de ocio, como partidos de fútbol, consumo de drogas, salir de noche a determinados locales, etc. Todos estos elementos sirven como identificación del estilo ante los demás, por tanto, de diferenciación frente a otros jóvenes y frente a los adultos (Revilla, 1996, 1998), y guardan una cierta coherencia entre ellos (homología). 41
  • 42. La investigación sobre subculturas estableció la diferencia entre subculturas juveniles propias de la clase trabajadora y aquellas otras de clase media, que ya habían aparecido con Hollingshead. Sin embargo, en nuestro país no es tan sencillo diferenciar las subculturas juveniles por su procedencia de clase. Hay que tener en cuenta en este sentido que los jóvenes españoles se adhieren a modelos simbólicos importados en general del Reino Unido, laboratorio donde se ha configurado la mayor parte de la creación estilística juvenil desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Así, en España se han visto jóvenes hippies, mods, rockers, punks, skins, okupas, etc., y otras más autóctonas, como golfos, makineros, fiesteros, etc. (ver Feixa y Porzio, 2004). En esta importación se transforman los significados originales de la subcultura o se reconstruyen para dotarles de sentido desde nuestra realidad. De hecho, en investigaciones realizadas en nuestro país sobre tribus urbanas o subculturas juveniles no se ha podido constatar la homogeneidad de clase de unos u otros estilos juveniles (ver Fdez. Villanueva et al., 1998; Adán Revilla, 1996; Zamora Acosta, 1990). Sin embargo, los estilos juveniles no son más que la “juventud visible” (Adán Revilla, 1996), una mayoría de los jóvenes no se consideran adscritos a ningún estilo juvenil, sino que estarían adscritos a un estilo juvenil común, y que sería el más relacionado con la subcultura juvenil general de todos los jóvenes. Este estilo “normal” (conformista según Brake, 1985) se identifica con ciertos tipos de música de consumo masivo entre los jóvenes y su indumentaria entra dentro de los parámetros que se consideran como un aspecto juvenil (Revilla, 2000). Los estilos juveniles generan preocupación social en la medida en que se relacionan con la violencia o con comportamientos antisociales (o inmorales para muchos), asumido ya el carácter expresivo de la mayoría de las conductas ilícitas juveniles. De hecho, como mencionamos más arriba, la delincuencia juvenil predominante en España está constituida por pequeños delitos (Rechea et al., 1995), que encajan muy bien con esta violencia subcultural. Sin embargo, muchos de estos estilos juveniles no guardan relación con la violencia ni con el comportamiento antisocial, aunque algunos de sus miembros podrían cometer alguno en determinados momentos como parte de sus estrategias identitarias. Sus miembros no suelen estar involucrados en incidentes y su actividad es más bien de vivencia de una identidad y una especificidad simbólica a través, entre otros elementos, de sus manifestaciones imaginarias. El hecho de que algunos estilos juveniles estén relacionados con la violencia tiene que ver con las actitudes sociopolíticas propias del estilo, que pueden estar relacionadas con comportamientos mejor o peor considerados socialmente. Influye igualmente el grado de identificación de los sujetos con el grupo, pues cuando la identificación con el estilo juvenil es total y articula, siquiera temporalmente, la vida del sujeto, la posibilidad de que se involucre en comportamientos antisociales por mor de la interacción grupal es mayor (Revilla, 2000). Los tipos de violencia más grave relacionados con la juventud siguen siendo desde hace cierto tiempo la violencia entre determinadas subculturas y la violencia xenófoba de los skins. Respecto de la primera, ciertos grupos subculturales presentan una clara actitud de rivalidad y competencia entre sí, del mismo modo que existe una tradición de enfrentamiento competitivo entre ciertas subculturas: mods-rockers, punkies-skins, etc. (Fernández 42
  • 43. Villanueva et al., 1998). Esta rivalidad les lleva a enfrentarse de una forma relativamente pautada, a la vez que espontánea. Espontánea porque depende de un encuentro casual en la calle, pero pautada porque el encuentro se busca y tiene características casi siempre similares: provocación de un grupo en superioridad numérica que, si es contestada, se transforma en agresión grupal más o menos ritual, más o menos brutal. En el caso de la violencia skin ultraderechista estas actitudes sociopolíticas cristalizan en un tipo de ideología, de tipo nacionalsocialista o fascista. Esta ideología marca una serie de actitudes ante otros grupos sociales e incluso la necesidad de actuar agresivamente sobre ellos para conseguir ciertos objetivos (Fernández Villanueva et al., 1998) La violencia en el fútbol español tiene bastante que ver con la violencia estilística, pues muchos de los ultras de clubes de fútbol están identificados con ciertos estilos juveniles, especialmente con los skins o red-skins. Como señalan Spaaij y Viñas (2005), en la segunda mitad de los años 80, los grupos de jóvenes aficionados al fútbol se politizan progresivamente y asumen de forma predominante un estilo skin ultraderechista que provee de un aparato ideológico legitimador, no especialmente elaborado, a las manifestaciones de violencia (Fernandez Villanueva et al., 1998). Como consecuencia de la brutalidad de los incidentes que se producen en los campos de fútbol y sus alrededores, se produce una reacción general de rechazo a la violencia y a estos grupos, que hasta el momento, incluso en cierta forma hasta la actualidad, recibían el apoyo de los propios clubes. Pero, también, se desarrollan grupos estilísticamente similares, pero opuestos ideológicamente, los red-skins, que entran en una dinámica de enfrentamiento mutuo, especialmente con las hinchadas ultras opuestas ideológicamente. Por tanto, la dinámica es similar a la violencia estilística: grupos enfrentados en una relación de competencia por unos recursos simbólicos, en este caso el prestigio y el honor del club al que se representa. Bien es cierto que la reacción de la sociedad, de la Administración y de los propios clubes ha conducido a una reducción de las manifestaciones violentas en el fútbol, así como la gravedad de los incidentes, especialmente después de algún asesinato de un hincha que tenía poco o nada que ver con la violencia de sus agresores. De hecho, entendemos que las principales variables explicativas de ambos fenómenos, en línea con trabajos anteriores, son la grupalidad (ad intra e inter-) y los procesos derivados de ella (como solidaridad, rivalidad, etc.), la identidad grupal e individual, los procesos de configuración ideológica y los elementos imaginarios (ver Fernández Villanueva et al., 1998). Por último, nos gustaría señalar dos cuestiones en rápido ascenso, como son la llegada de subculturas, cuyo universo simbólico proviene de Latinoamérica y la presencia de mujeres en estos grupos y/o la existencia de subculturas específicamente femeninas. Esta última cuestión ha sido hasta ahora especialmente olvidada, apenas se han estudiado sus producciones simbólicas propias que expresen culturalmente sus diferencias frente a las culturas masculinas en aquellos contextos en los que las culturas aparecen segregadas por género. Además, hasta el momento no se ha pensado en las jóvenes como sujetos agresores, aunque habría algunos indicios de que esto podría cambiar y que, si bien de forma minoritaria, estarían apareciendo mujeres en los grupos violentos. Sobre las 43
  • 44. subculturas hijas de la inmigración, los principales esfuerzos investigadores (Feixa et al., 2006; Machado, 2008; Soriano, 2008) hasta el momento se han dirigido a minimizar la relación que los medios de comunicación y, como reflejo, la población han establecido entre estos grupos y las conductas delincuentes, tratando de situarles más bien en el ámbito de las subculturas juveniles, sin olvidar el componente estructural existente derivados de las dificultades de integración social de estos colectivos juveniles. 44
  • 45. 2.3. Las lógicas de la violencia juvenil El análisis que acabamos de realizar es el de un fenómeno social que genera preocupación en la sociedad de intensidad variable, desde una situación de latencia, cuando no suceden actos de violencia especialmente seria o grave hasta una situación de alarma social, especialmente mediática. Son estos casos graves los que parecen desatar la atención de los medios y la preocupación social, independientemente de que las tasas de violencia delictiva general en España siguen siendo más reducidas que las de otros países de nuestro entorno (Ministerio del Interior, 2006). Si esto es así, ¿por qué ocuparse de la violencia de los jóvenes? Creemos que a pesar de todo es necesario conocer los diferentes aspectos de la vida de un colectivo social tan importante como es la juventud, y eso que llamamos violencia, en sus diferentes tipos, es también un aspecto relevante de las manifestaciones juveniles. Por otro lado, la atención prestada a esta cuestión puede poner en relieve los diferentes momentos por los que atraviesa y, en su caso, cuándo su incidencia pudiera evolucionar en una dirección u otra. En términos generales, la violencia de los jóvenes que describimos forma parte de su forma de vida, no de modo inherente, aunque sí con una presencia relevante. Eso no significa que no existan jóvenes delincuentes que encuentran en la trasgresión de la ley un medio de vida, fundamentalmente a través del narcotráfico, pero no alcanza una significatividad suficiente o similar a la existente en otros contextos sociales. Por ello, entendemos que no se justifica la fluctuante alarma social que genera en nuestro país. Los fenómenos de violencia que analizamos se podrían resumir en dos tipos de lógicas. La primera, que podríamos denominar lógica intrageneracional, remitiría a las tensiones internas a los diferentes colectivos juveniles, que se expresan en dinámicas de solidaridad intragrupal y rivalidad intergrupal, con la aparición de violencias entre distintos grupos de jóvenes, sea en la escuela, en la calle o en el fútbol, los principales espacios significativos para los jóvenes españoles, a veces llegando a convertirse en delitos perseguidos por las instituciones sociales por su gravedad o notoriedad, con las consecuencias aparejadas para los jóvenes que los cometen. Con estas actuaciones, no siempre violentas, los jóvenes expresan su necesidad de diferenciarse y de igualarse frente a otros jóvenes, un proceso fundamental siempre en los procesos de construcción y de vivencia de cualquier identidad, también las juveniles (ver Revilla, 1998). Los jóvenes buscan con ello el reconocimiento en primer lugar de sus iguales en unas identidades valoradas desde las subculturas juveniles, para lo que a veces tienen que ser rebeldes o al menos mal vistas por los ojos adultos. Y para ser valorado es necesario también en algunos casos mostrar el propio poder, demostrar una fuerza que en un contexto competitivo deriva en violencia. En este mostrar y demostrar poder cobran especial importancia los procesos imaginarios (Fernández Villanueva et al., 1998). Quienes sufren esta violencia, a veces brutal y fatal, son aquellos jóvenes, chicos y chicas, menos valorados según los criterios de los grupos de jóvenes dispuestos a ejercer la violencia. Y son las víctimas quienes necesitan la protección de las instituciones, ya sea en la escuela, en los espacios de ocio o en los espacios de residencia. 45
  • 46. La segunda lógica, que podríamos denominar intergeneracional, tendría que ver con la violencia de oposición al mundo adulto, una oposición a veces claramente motivada y consciente de su intención y resultados, otras veces simplemente inespecífica. Pero pensamos que, en el momento actual, este segundo tipo tiende a ser predominante, pues resulta difícil para los jóvenes organizar cualquier movimiento de protesta que aúne los intereses de un colectivo tan diversificado en su interior. Bien es verdad que los movimientos juveniles que consiguen organizarse (minorías de jóvenes que alcanzan visibilidad en la reivindicación de sus planteamientos) no son necesariamente violentos, por lo que quedarían fuera del interés de este trabajo. Esta violencia de oposición al mundo adulto aparece especialmente en la actualidad en los espacios escolares (ver capítulo 3), por la sencilla razón de que no es una participación elegida por los propios jóvenes, sino impuesta por las instituciones sociales. La presión disciplinaria que se ejerce sobre los jóvenes es intensa, presión por el rendimiento, pero también por un comportamiento impecable, de forma que la preocupación del docente es más el mantenimiento del orden que el proceso de aprendizaje. Por ello, aquellos que tienen menos que ganar en este intercambio escolar tienen cada vez menor motivación por el rendimiento escolar y mayor motivación por mostrar su malestar frente a la escuela. Pero también podríamos encontrar un reflejo de esta lógica en la violencia delictiva, en delitos como el vandalismo y, en general, todas las transgresiones a las normas sociales establecidas, insistimos como oposición inespecífica y manifestación de malestar hacia una sociedad que se percibe como ajena y/o opresiva. Se trate de la lógica de que se trate, predomina entre los jóvenes la percepción de que estas conductas violentas no tendrán consecuencias para su futuro, en línea con la idea de que se encuentran en una moratoria en la que se trata de experimentar con cierta libertad. Sin embargo, entendemos que esta percepción puede no ser demasiado realista. No es realista pensar que la oposición a la escuela no tenga como resultado un rendimiento escolar deficiente, incluso una reputación de alumno problemático que vaya reduciendo las posibilidades de acceder a formación para puestos de trabajo cualificados. Pero incluso lo que sucede fuera de la escuela puede tener serias consecuencias y a veces sin vuelta atrás. Los jóvenes que, como producto de verse involucrados voluntariamente en actos agresivos grupales, cometen algún delito más serio (agresiones con lesiones graves, incluso fatales) o simplemente son detenidos por la policía por delitos algo menos serios, pero punibles (como robos en tiendas, no pagar en el transporte público, etc.), pueden terminar en centros de menores, bajo la tutela de las administraciones públicas, o simplemente desarrollar un currículum delictivo que les perjudicará en el futuro cuando intenten acceder a posiciones sociales adultas. 46
  • 47. 2.4. La dimensión grupal de la violencia juvenil La grupalidad es un componente fundamental en la violencia de los jóvenes. No está ausente de la violencia de los adultos, pero en las manifestaciones que hemos señalado como propias de la juventud es mucho más influyente y determinante. La integración en el grupo en cualquiera de sus formas es sumamente importante en la adolescencia y la juventud. La abundante investigación recogida por los tratados más actuales de psicología evolutiva (Shaffer y Kipp, 2009) indica que los iguales son elementos sustantivos en la configuración de la identidad social. Los grupos étnicos, grupos de amigos, de género, de profesión, ya sean integrados en la estructura social o, por el contrario, minoritarios o marginales, juegan un papel determinante en la formación de la identidad social de los jóvenes. Posteriormente a la etapa de la adolescencia, los individuos necesitan salir de la construcción de la realidad que han interiorizado en la familia y entrar en un mundo simbólico, que les conecte con la sociedad más amplia y les permita sentirse participantes en el mundo y actores en la historia. El grupo es en este momento un recurso para construir la identidad social y la posibilidad de incidir como protagonistas en la vida social y en la historia. En el estado de reelaboración de la identidad, y de paso de la identidad adolescente a la identidad adulta, los jóvenes poseen una escasa presencia social y el grupo de pares les proporciona visibilidad, poder e importancia. Su presencia en un grupo les hace partícipes de la importancia y la visibilidad social que este grupo tiene antes de su entrada en él, y a través de dicho grupo consiguen una proyección más amplia y más relevante, incluso una proyección histórica, especialmente en el caso de los grupos fuertemente ideologizados o grupos políticos. No en vano, la acción social se suele presentar como promovida por grupos que han sentido la necesidad de utilizar la violencia para transformar la sociedad. La violencia política, las guerras o la acción violenta de grupos minoritarios que más tarde triunfaron, suelen ser los marcos justificadores de los individuos que forman parte de pequeños grupos y que ejercen la violencia en la esfera de lo interpersonal. Los individuos violentos suelen comparar su comportamiento con el de la policía, los terroristas, o los revolucionarios para justificar sus actos. Por otra parte, en el marco del grupo se normalizan, es decir, se hacen normales o aceptables actos y conductas que nunca lo serían desde el punto de vista individual. En el seno de los grupos se construye y refuerza el sistema de valores, las creencias, la ideología. Los líderes seleccionan los mensajes y valores que consideran valiosos, repiten esos mensajes, insisten en ellos, los interpretan y les dan sentido propio, una “interpretación situada” para hacerlos funcionales en la interacción cotidiana de sus miembros. Las orientaciones para la acción que dan a sus miembros han sido justificadas para hacerlas aceptables y conseguir que los individuos las interioricen. La interiorización de los valores del grupo supone una forma de vinculación, según la cual los avatares históricos y los objetivos del grupo son vividos como propios. Es decir, el individuo hace suyos ciertos elementos o problemas de la vida del grupo situando como propio lo que antes le era extraño. Se identifica con el grupo. Interioriza, pues, su ideología, 47