1. Reforma educativa y SNTE
En los últimos años se han multiplicado los análisis sobre el estado lastimoso del sistema
educativo. Algunos investigadores, los menos, subrayan el carácter multifactorial de este
fenómeno: la responsabilidad del poder público y la autoridad educativa, de los padres y
tutores, de los medios de comunicación… así como los impactos del contexto sociocultural,
pero otros ofrecen una línea de interpretación que fija la responsabilidad casi única en una
organización sindical y, en el extremo, en su dirigente. De ahí que, cuando el sindicato
magisterial hizo pública su postura frente a la iniciativa del Ejecutivo para reformar el artículo
3° de la Constitución, la lectura prevaleciente haya reiterado ese diagnóstico fragmentario de
la “catástrofe silenciosa” cultivada en las últimas cuatro décadas: “El SNTE está en contra de
la reforma educativa”, dicen unos, mientras otros advierten que la movilización anunciada por
la organización (cívica, pacífica, apegada a la ley) equivale a una guerra política.
La educación pública —su calidad, su pertinencia, su condición de ingrediente esencial para la
equidad y la democracia— no fue una prioridad de los gobiernos mexicanos de la
posrevolución ni de los de la primera alternancia. Fueron muy pocos los titulares de la SEP
que en más de 100 años tuvieron la lucidez y el patriotismo para hacer de la educación el
instrumento mayor para un desarrollo con justicia.
La Alianza por la Calidad de la Educación, suscrita entre la autoridad educativa y el SNTE en
2008, fue una iniciativa de gran aliento para sacudir al sistema educativo, que incluía un
cambio sustantivo en los mecanismos de ingreso y promoción tanto del personal docente
como de directores, supervisores y autoridades educativas, la formación permanente de los
maestros, el equipamiento y rehabilitación de los centros
escolares, así como la atención ineludible a rubros como alimentación y salud de niños y
jóvenes, factores que inciden en el aprovechamiento en las aulas. Sin embargo, la ACE
enfrentó la resistencia no sólo de sectores conservadores del propio sindicato —sobre todo la
CNTE— que buscaban defender viejos privilegios, sino del alto funcionariado de la SEP,
beneficiario de esas condiciones.
Los órganos dirigentes han sido interlocutores incómodos, seguramente, pero dispuestos a
contribuir a la resolución de los desafíos mayores del sistema educativo. Suele olvidarse, por
ejemplo, que fue el sindicato quien propuso dotar de autonomía plena al Instituto Nacional
para la Evaluación de la Educación. Resulta natural, en consecuencia, que ante la iniciativa de
reforma constitucional fijara esta postura: “Decimos SÍ a la calidad y excelencia de la
educación, y SÍ a un cambio estructural que destierre la inequidad educativa y la desigualdad
social, que reduzca la brecha científica y tecnológica con otras naciones, que cree condiciones
para un crecimiento económico con justicia, bienestar y oportunidades iguales para todos los
mexicanos, que haga de la educación la garantía genuina de un mejor futuro personal, familiar
y comunitario para todos los mexicanos”.
En un punto, sin embargo, el sindicato expresaba un cuestionamiento: “Con relación a la
reforma particular sobre el servicio profesional y la permanencia de los maestros en el servicio
docente, acordamos expresar de manera transparente que el SNTE no puede respaldar una
medida que amenaza la estabilidad laboral y que genera incertidumbre en el empleo”.
2. El tema a discusión está en una sola palabra: “permanencia”. ¿Qué tiene de extraño que un
organismo sindical asuma la defensa de los derechos laborales de sus agremiados? Lo que
no implica solapar incompetencias ni preservar canonjías gremialistas al amparo de la inercia
escalafonaria. Para enfrentar desviaciones graves —corrupción, nepotismo…— existen
mecanismos administrativos.
Las evidentes deficiencias en la formación de los maestros se explican por la fragilidad del
sistema de normales y las insuficiencias —sumadas a la simulación— de los programas de
actualización.
Los exámenes de evaluación al magisterio deben servir para identificar vulnerabilidades y,
sobre todo, para desplegar iniciativas que fortalezcan el proceso de enseñanza-aprendizaje.
Los maestros mexicanos, una inmensa mayoría, no pretenden eludir las consecuencias de
una evaluación seria, rigurosa e imparcial. Pero están convencidos de que una reforma a
fondo, que impulse la profesionalización y eleve la calidad, no podrá arrojar resultados
duraderos si el único estímulo para aspirar a la “excelencia” es la preservación de la plaza.
* Alfonso Zárate Flores, director general de Grupo Consultor Interdisciplinario, S.C. (GCI).