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México: Entre el pasado y el futuro

Dr. Enrique Krauze

En mi libro Biography of Power elegí un epígrafe del escritor español José Moreno Villa
que en esencia postulaba la extraña, fascinante y aterradora obsesión mexicana por la
historia: "La historia de México está en pie. Aquí no ha muerto nadie, a pesar de los
asesinatos y fusilamientos... No ha pasado lo pasado, se ha parado”. Lo cierto es que
al escribirlo, pensaba que los mexicanos estábamos comenzando a curarnos de ese
antiguo mal. Más aun, pensé que mi trabajo podría contribuir un poco a ese proceso de
liberación, como una especie de psicoanálisis nacional. Hoy ya no estoy tan seguro.

Borges decía que México sigue fijo en "La contemplación de la discordia de su pasado".
Tenía razón. Quizá la desventura de México llegue a ser la misma de aquel personaje
del propio Borges, "Funes el memorioso", el hombre que murió, literalmente, por un
exceso de memoria. Por todo ello, los historiadores no podemos eludir el ejercicio de
una cierta filosofía de la historia. En países menos gravitados de historia, el deslinde
entre lo mitológico y lo real puede ser un tema de interés académico. En el México de
hoy, -y por lo visto en el de mañana-, la historia será siempre asunto de interés
nacional.

Si se me pidiera definir a México en una palabra, elegiría sencillamente "antiguo". A
primera vista, parece obvia. Todos sabemos que es el país de los mayas y los aztecas,
el escenario prodigioso de la Conquista, un museo al aire libre de arquitectura barroca.
Pero la antigüedad de México es esencialmente distinta a la de Egipto o Grecia. El
pasado mexicano, en muchos sentidos, no ha pasado, está vivo porque muchas de sus
heridas siguen abiertas y sus problemas continúan latentes o pendientes. Esta es su
presencia natural. Sin embargo hay otra presencia inducida, peligrosa, desconcertante.
Es la que convierte al pasado en un arma política: como si el pasado escondiese la
clave maestra, la promesa incumplida, la verdadera esencia del país.

La gravitación natural del pasado tiene aspectos positivos. En México, ese mismo
pasado resolvió, en una medida razonable, varios de los problemas que desgarran
todavía la vida de muchos países en Europa y Oriente Medio. Por ejemplo (y a
despecho del conflicto de Chiapas, sobre el que volveré más tarde) el pasado nos
liberó, en buena medida, del odio étnico. A diferencia de los Estados Unidos o Chile,
donde exterminaron o segregaron a sus indios, o del Perú, donde los indios y los
blancos formaron dos recelosas sociedades, en México ocurrió el persistente fenómeno
de mezcla racial y cultural llamado mestizaje. Este proceso se tradujo en una actitud de
convivencia entre las personas, al margen de su origen y color. Lo mismo cabe decir de
la religiosidad del pueblo, un fervor que se diría inmune a las desgracias históricas o
naturales y casi libre de intolerancia. Gracias a la herencia del pasado, (y a despecho,
otra vez, de lo que ahora pregona la corriente neoindigenista, sobre la que hablaré más
adelante), en México tampoco existen zonas irredentas o grupos separatistas.
Habiendo nacido como nación independiente a principios del siglo XIX -antes que Italia
o la propia Alemania-, y tras sufrir dos guerras que fijaron su identidad autorreferente,
recelosa y defensiva -contra los Estados Unidos en 1847, que resultó en la pérdida de
la mitad del territorio, y contra Francia, entre 1862 y 1867- en México, la cohesión
nacional es una realidad tangible.

Por desgracia, el pasado trajo consigo lastres que han impedido entroncar el vagón de
México al tren de la modernidad. Piénsese, por ejemplo, en la doble tradición de
autoritarismo político. Para los aztecas, el emperador era visto y tratado "como un
Dios". Los españoles concebían la vida política como un inmenso edifico o cuerpo
social que el monarca manejaba como su propiedad absoluta y personal. De la
confluencia de esas dos corrientes nació un dilatado orden político que duró tres siglos
y cuya destrucción condujo a una anarquía que duró decenios.

A lo largo del siglo XIX, México vivió hundido en la discordia entre dos proyectos
contradictorios. Los conservadores querían preservar a toda costa la herencia política
española y católica. Sus adversarios, los liberales, querían construir un país abierto al
futuro, inspirado en los ideales de la Revolución francesa. En la violenta querella entre
ambas tendencias, el país, atrasado de por sí, perdió largas e irrecuperables décadas.
La solución, como ha sido la costumbre en Latinoamérica, la aportó un caudillo, pero no
un caudillo cualquiera. El general Porfirio Díaz gobernó al país por más de treinta años
(1876-1910) propiciando el avance material del país hacia el futuro... con métodos
políticos del pasado. El orden político porfiriano fue, en efecto, muy similar al colonial:
absoluto, paternal, corporativo. Hubo orden, progreso y paz. México parecía haber
encontrado su camino en el compromiso entre aquellas dos tendencias: el país se
abriría al mundo en términos económicos, pero mantendría un régimen de absolutismo
político, convirtiendo en mero formulismo la letra de la Constitución con su división de
poderes y sus libertades cívicas.

Pero aquel orden no podía ser eterno y su caída arrastró al país, de nueva cuenta, a
una cruel revolución que duró veinte años (1910-1930) y costó un millón de vidas. El
vacío de poder condujo a las reyertas gremiales -entre generales, sindicatos, grupos
campesinos-, la consolidación de los cacicazgos regionales y a una guerra religiosa: la
Cristiada. Tras dos décadas de violencia surgió un nuevo compromiso. México
retomaría la senda del crecimiento económico, corregido esta vez por una activa
política social en materia agraria y obrera, y una política educativa y cultural
nacionalista, tuteladas ambas por un fortísimo aparato estatal. Así nació el "sistema
político mexicano", que por más de medio siglo liberó a México del ciclo de dictadura-
anarquía habitual en Latinoamérica, pero cuya permanencia ha sido la causa principal
de los agudos problemas por los que ahora atraviesa el país.

El "sistema" funcionaba como una gran empresa o corporación cuyos "accionistas"
provenían de la llamada "familia revolucionaria". Estos delegaban el poder en un
presidente imperial investido por seis años de una autoridad absoluta, impune e
inmune, con derecho a nombrar sucesor y cuyo único límite era temporal: la no
reelección. Para legitimar su autoridad, el presidente contaba con la eficaz maquinaria
del partido de estado: el PRI.

Alrededor de este binomio presidente - PRI como planetas en un sistema solar, giraban
grupos políticos en distinto grado de subordinación. Los subordinados eran el Ejército,
los sindicatos obreros, los grupos campesinos, los diputados, senadores, magistrados,
gobernadores y la inmensa burocracia pública. Los no tan subordinados eran la prensa,
la Iglesia, los empresarios, las universidades y los intelectuales. Los pocos no-
subordinados -que rara vez descendían a la insubordinación- eran el Partido Acción
Nacional, compuesto por profesionistas de clase media, la marginal y proscrita
izquierda, y algunos escritores independientes, profetas que clamaban en el desierto.

La corporación -y para todos los efectos prácticos, la presidencia en turno- era dueña
del suelo, el subsuelo, las vías de comunicación. Monopolizaba actividades
estratégicas. Los políticos del PRI usaban el poder como un patrimonio personal para
enriquecerse y comprar lealtades. La vida misma de México -como vio Octavio Paz-
tomó la forma de una pirámide: mexicanos de todas las condiciones soñaban con
escalar un puesto público en el sistema y no pocas veces lo lograban. El sistema
contaba con buenos administradores y desarrolló admirables mecanismos de
autorregulación. Entre 1940 y 1970, la economía creció el 6% anual, casi sin inflación ni
deuda externa.

El movimiento del 68, cuyas heridas siguen abiertas, marcó el punto de quiebre en la
historia contemporánea de México. Un sistema político incapaz de entablar diálogo con
la disidencia, un sistema que recurrió a la represión masiva, no era un sistema
moderno, permanente ni estable. Su despliegue de fuerza reveló su fragilidad. Era el
momento de superar el legado autoritario de la historia, abrir la política a la libre
competencia y abrir la economía al mercado internacional. Por desgracia, los cuatro
presidentes que siguieron buscaron -cada uno con su estilo- defender al sistema:
Echeverría y López Portillo a través del populismo que en tantos sentidos -no sólo
económicos sino morales- desquició la vida nacional; De la Madrid sosteniendo el timón
de la economía en circunstancias globales adversas pero manteniendo
inadmisiblemente el statu quo político en un entorno que le exigía cambios; y finalmente
Salinas, quien se perfilaba como el mayor reformador del siglo XX mexicano, pero
cuyas reformas económicas se hicieron verticalmente, sin consenso, y a contrapelo de
una reforma política que era aún más urgente. El resultado de esos 24 años de
resistencia, fue la quiebra que llegó por una doble vía, la insurgencia zapatista y el
asesinato político.

Igual que ocurrió en los turbulentos principios del siglo XIX y del XX a raíz del derrumbe
del orden español y el porfiriano, el vislumbre del siglo XXI nos ha sorprendido en una
situación de quiebra: crisis económica (que objetivamente vamos superando, pero no
en la percepción social), violencia política y caos social. México atraviesa por una zona
minada. El "sistema político mexicano" está herido de muerte pero el país no ha
consolidado su vida democrática.

Aunque no faltan quienes buscan la reconstitución del Estado monopólico, ésta parece
imposible debido a la influencia del entorno mundial (en el que tales estados se han
extinguido casi en su totalidad) y al impulso democratizador de sectores muy amplios
de la sociedad mexicana.
El primer signo positivo -hay que reconocerlo- ha sido la actitud del gobierno frente al
proceso electoral. A despecho de sus recientes y graves tropiezos en Chiapas, el
gobierno ha dado pruebas de una voluntad democratizadora que no parece coincidir
con la vieja guardia del PRI, atrincherada en sus feudos estatales o gremiales. El
desenlace es hoy incierto, pero ante la derrota que probablemente le espera en varias
elecciones estatales, el PRI tendrá que optar por el camino de sus homólogos en la
antigua Cortina de Hierro: pagar la cuota a la historia, ceder el poder ejecutivo en el año
2000 y reformarse en un sentido democrático. Tal vez su mejor esperanza esté en abrir
la competencia interna en elecciones primarias el año próximo.

Hay otras señales alentadoras. Aquellos planetas que giraban obedientemente en torno
a la órbita presidencial han tomado sus propios rumbos. El Poder Legislativo y Judicial
tanto en la federación como en los estados, los gobernadores y los presidentes
municipales, han dejado poco a poco su carácter subordinado y asumen las funciones
que las diversas constituciones mexicanas les conferían. Los sindicatos obreros y los
grupos campesinos comienzan también a desprenderse de la matriz del PRI que por
más de medio siglo los manejó corporativamente.

La prensa escrita, la radio y en un grado creciente la televisión, cubren noticias y
discuten asuntos de interés general -la corrupción, las drogas, el problema de Chiapas,
la violencia en todas sus variantes, la vida parlamentaria- con una libertad crítica y
solidez profesional inimaginables en la antigua cultura subordinada. Los intelectuales,
que en las sociedades de raíz católica encarnan -para bien o mal- una especie de
sacerdocio laico, han dejado de vivir de los dineros del Estado porque ahora existe un
público lector masivo que compra sus libros o sigue sus opiniones en los diarios, las
revistas políticas, o los programas de radio.

El Partido Acción Nacional, verdadero decano de la democracia en México, recoge los
frutos de su tenacidad histórica y se encuentra a años luz de los tiempos en que el
sistema le repartía displicentes migajas llamando a sus partidarios "místicos del voto".
Ahora el PAN tiene verdadera presencia nacional, gobierna -entre estados y municipios-
a más del 30% del país y es la tercera fuerza en la Cámara de Diputados.

Por su parte, el Partido de la Revolución Democrática ha tenido un desarrollo
sorprendente. Viniendo de dos corrientes ajenas y hasta opuestas a la democracia -el
Partido Comunista y el monopolio priísta- los militantes del PRD han llevado a la
práctica un experimento vivo y exitoso de aprendizaje democrático. Es verdad que los
viejos hábitos de dogmatismo e intolerancia siguen allí, pero están destinados a
moderarse con el tiempo porque el ciudadano ha demostrado continuamente su
aversión por los extremos. En el año 2000 ganará la presidencia quien conquiste el
territorio que hoy por hoy no pertenece a nadie: el centro ideológico.

Para ambos partidos, y para el desarrollo político de México, la jornada electoral del 6
de julio de 1997 fue -todos lo sabemos- un verdadero momento histórico, no sólo por
los resultados -que acabaron con el monopolio del PRI en la Cámara Baja y en el
gobierno de la Ciudad de México- sino por el salto cualitativo de concientización política
que reveló en los ciudadanos. Las elecciones legislativas de mitad de sexenio solían
ser un trámite más en la marcha ascendente del sistema: un día de campo para el PRI,
un refrendo de su derecho al acarreo o un triunfo del abstencionismo y la pasividad. A
partir del 6 de julio -fecha cabalística en el zodíaco de la democracia mexicana, ayer,
hoy y mañana- el país pisó por fin la otra ribera, la ribera de la democracia.

La fiesta democrática fue sólo un momento de fundación. A partir de entonces, con
aciertos y traspiés, el mexicano ha ido construyendo su vida democrática. Para hacerlo,
cuenta con su entusiasmo y su fe aunque no con la experiencia histórica que sería el
ideal en sus más de 175 años de vida independiente, sólo en dos breves etapas México
ha intentado -sin éxito- fundar su vida política en la democracia: en tiempos de Juárez y
en la fugaz presidencia de Madero.

Si hubiese un consenso completo sobre la necesidad de arraigar definitivamente el
orden democrático y su contraparte necesaria, la libertad de mercado (con las variantes
de resguardo social que se quiere), México habría resuelto la tensión dialéctica entre la
gravitación de su pasado tradicional y el llamado de un futuro absolutamente
impostergable. Nuestro gran problema es que tal consenso no existe y aunque la
tendencia dominante del país apunta hacia la modernización, en los últimos tiempos el
pasado ha reaparecido una vez más con una cara múltiple: como pesadilla y
recordatorio, como cuenta pendiente y como amenaza represiva. Hoy más que nunca,
se le usa como arma política.

Una de esas reapariciones es la violencia misma, ese río subterráneo de sangre que
recorre nuestra historia. Estrictamente no deberíamos hablar de violencia sino de
violencias que ahora estallan ante nuestros ojos: la violencia organizada o dispersa, la
delincuencial o social, la paramilitar o guerrillera. La situación se asemeja a la que
describe Manuel Payno en “Los bandidos de Río Frío” a mediados del siglo XIX, con los
agravantes obvios: ahora no se asaltan decenas de diligencias sino cientos de miles o
quizá millones de personas, ahora intervienen factores globales como la droga, ahora el
país tiene diez veces más habitantes y una problemática social infinitamente más grave
y compleja. ¿Encontramos la vía de contenerla? Dependerá de la celeridad y la
decisión con que los ciudadanos y las autoridades reconstruyan -o más bien
construyan- el sistema de justicia. Dependerá también de la recuperación efectiva y
generalizada de la economía; pero sobre todo, a mi juicio, de la claridad con que se
debata el problema del crimen y el arrojo que se tenga para combatirlo. El problema es
inmenso: México, ésa es la triste verdad, vive por momentos en un estado psicológico
de guerra interna.

Otra reaparición histórica la ha protagonizado la Iglesia católica. Muchos aplaudimos las
reformas constitucionales que hace unos años dieron a la Iglesia y a sus ministros
libertad de acción no en el otro mundo -que los ha tenido siempre- sino en éste. Pero la
quiebra del sistema político y la crisis toda del Estado mexicano parece estar
alimentando antiguos sentimientos de revancha en algunos sectores de la Iglesia.
Pareciera, en efecto, que la Iglesia estuviese queriendo pasar al Estado todas las
cuentas pendientes acumuladas en casi siglo y medio de relegamiento y humillación.
Para reubicarse ventajosamente en el espectro político de México, la Iglesia tiene los
mejores auspicios: no es mortal, como los humanos; no es temporal como los estados;
no atiende a los años, ni siquiera a los siglos sino a la eternidad. ¿Jugará la Iglesia en
estos años un papel democratizador como ocurrió en Polonia o en Chile? ¿O usará su
enorme arraigo popular en favorecer una corriente que sacrifique o relegue la
democracia en aras de corrientes intolerantes de derecha o una práctica cada vez más
abierta de la Teología de la Liberación? Desconozco la respuesta, pero la Iglesia
debería reflexionar en su inmensa responsabilidad: la libertad de los individuos ha sido
el gran logro político de Juan Pablo II. Por lo demás, uno quisiera ver una Iglesia menos
predicadora de la moral pública o de la injusticia social y más caritativa; en términos
prácticos: menos sermones y más dispensarios.

Otro actor fundamental del siglo XIX mexicano ha hecho su reaparición histórica. Me
refiero al Ejército. Por medio siglo ha permanecido rigurosamente fiel a su carácter
institucional. A diferencia de su contraparte en Latinoamérica, no tiene tradición
golpista, no parece incubar semejantes ambiciones ni actúa en un entorno mundial que
las facilite o legitime en modo alguno. Y sin embargo, ocupa un sitio cada vez más
visible en la arena nacional. Si la quiebra del sistema no conduce, en el año 2000, a un
fortalecimiento definitivo del orden democrático, o si la violencia crece
geométricamente, algunos sectores del Ejército podrán sentirse tentados a acentuar su
influencia política. ¿Sabrá el Ejército actuar dentro de sus límites históricos? Me inclino
a pensar que sí, pero es también una pregunta abierta.

Acaso la reaparición más sorprendente de ese pasado que se niega a pasar es la
cuestión indígena. El indigenismo -noble corriente de pensamiento y acción que nació
con los frailes en la Conquista- está nuevamente a la orden del día. El hecho tiene
aspectos positivos, porque implica una toma de conciencia sobre la desoladora
situación de los indios que representan, por definición, el pasado primero de México. Si
el ánimo nacional fuese de reconciliación y reconstrucción, los mexicanos deberíamos
unirnos en una cruzada nacional de apoyo digno y eficaz a los indios, sobre todo en el
sureste del país. Por desgracia, cuatro factores inciden para configurar en Chiapas un
escenario cada vez más explosivo: la inhabilidad política del gobierno, el protagonismo
revolucionario del subcomandante Marcos, la dureza criminal de los intereses locales y
el surgimiento de esa exacerbación ideológica del indigenismo que es el
"neoindigenismo".

Es importante caracterizar a esta corriente. La intervención activa de sectores
importantes de la Iglesia, la prensa, la academia y los intelectuales de izquierda en la
discusión del problema indígena, sería alentadora si arrojara luz sobre el problema, si
efectivamente mediara entre las partes o si propusiera soluciones eficaces e inmediatas
para mejorar la vida de los indios. Por desgracia no ocurre así: el ambiente está
cargado de fervor redentorista y juridicismo huero.

Por eso no es excesivo pensar que en Chiapas se gesta la más preocupante vuelta del
pasado, una aparición que sacriliza políticamente a la historia, como ocurre en Medio
Oriente o en los Balcanes: un fundamentalismo.

El sector fundamentalista tiene un fuerte arraigo en la opinión pública del centro y el sur
de México, sobre todo en las clases medias y estudiantiles. Para ellos, el pasado de
México guarda una promesa incumplida de redención. México puede ser -todavía- el
espacio donde todos los valores humanos se alcancen: la justicia social y la libertad, la
prosperidad y la igualdad, la dignidad y la democracia, el nacionalismo y la fraternidad.
Si no se han cumplido -se dice- es porque en 500 años nos hemos desviado de la
buena ruta marcada por las edénicas sociedades indígenas y los santos ideales
misioneros. O por la perversa influencia del mercado. O por las fuerzas externas del
imperialismo, el neoliberalismo y la globalización. En el imaginario de estas personas,
México puede y debe ser el lugar teológico de un encuentro entre la “Ciudad de Dios” y
el gobierno del bien común.

Es obvio que San Agustín y Santo Tomás no son culpables de esta distorsión. El
hombre puede -en lo social- buscar los ideales agustinianos y regirse -en lo político- por
las reglas prácticas tomistas. El problema consiste en llevar estas actitudes a la altura
de dogmas y creer que en verdad pueden instituirse en toda su pureza.

No puede, al menos en este mundo. Y porque no pueden, el mundo occidental inventó
la democracia y sus valores: la tolerancia, la diversidad, el diálogo, las libertades cívicas
y las garantías individuales. En cuanto al mercado, que nuestros profetas del
fundamentalismo consideran irracional y transitorio, hay que recordarles que estaba allí
desde el principio de los tiempos. Pero nada los convence. Actúan en la esfera de la fe,
no de las evidencias empíricas. Viven en la metafísica, no en la realidad. Sin embargo
su gran influencia no ha encontrado una contraparte crítica.

En la defensa de estos valores deberían entrar a escena los empresarios. Hay otros
empeños públicos que deberían hacer suyos (además, claro, de la modernidad y
productividad). Es necesario, por ejemplo, crear conciencia pública sobre la figura
misma del empresario, deshacer el empleocentrismo mexicano según el cual el país
debería ser una nación de empleados (¿de quién?, nunca se dice) y no de
autoempleados, propiciar la cultura de la microempresa, fortalecer los valores morales
del individuo responsable, productivo y solidario. Estos y otros temas han sido tratados
desde hace casi treinta años por un escritor mexicano que probablemente es uno de los
profundos y originales del mundo. Me refiero a Gabriel Zaid. Nadie como él ha
contribuido a pensar vías económicas alternativas para apoyar al México tradicional.
Sus ideas, además, son aplicables a otros países en desarrollo. Se anticipó, por
ejemplo, a El Otro Sendero, la famosa teoría de Hernando de Soto. Por desgracia, las
ideas innovadoras de El Progreso Improductivo, su libro publicado en 1979, (la oferta
pertinente de medios de producción baratos para la población pobre, las ventajas del
crédito a la palabra, la crítica a la economía piramidal, la conveniencia de repartir en
efectivo y cientos de ideas más) apenas están siendo "descubiertas", veinte años más
tarde, por los empresarios. Hay mucho más que descubrir en sus obras. Zaid debería
ser lectura obligada para los empresarios mexicanos.

¿Por qué han dejado los empresarios tantas asignaturas pendientes? La razón está en
una doble abdicación: los empresarios abdicaron de la política y de la cultura.
Contradictoriamente, eran liberales en economía pero estatistas en política y en cultura.
Aunque muchos provenían de un pasado concesionario o dependían de concesiones
estatales, no todos estaban en esa posición y por ello podrían haber regateado mejor
su esfera pública de influencia. Les fue más cómodo creer que viajaban "en el mismo
barco" que los políticos del PRI. Confiaban que el sistema sería eterno. Por eso
desdeñaron no sólo la acción sino el pensamiento y hasta la preocupación política.
Cuando despertaron, era demasiado tarde. No se trataba de crear grupos que
negociaran en secreto con el poder -eso se había hecho siempre-; se trataba de actuar
abiertamente en la plaza pública, siguiendo el ejemplo de Manuel Gómez Morín. Su
legado ha tardado en echar raíces. Y los empresarios perdieron décadas
irrecuperables.

Olvidar el mundo de la cultura fue otro error imperdonable. La cultura para ellos era un
ámbito natural del Estado. O una actividad para minorías, para bohemios, para
radicales, para mujeres. Al desentenderse de la vida cultural, los empresarios fueron
ciegos a sus propios intereses de largo plazo porque permitieron la propagación
indisputada de paradigmas contrarios a los valores liberales que sustentan la actividad
empresarial. Y aunque estos valores hayan triunfado en el mundo, el México cultural e
intelectual sigue siendo refractario a ellos.

A esta doble abdicación debe seguir una nueva actitud: una vasta iniciativa de apoyo a
la creación cultural y la comunicación veraz, inteligente, racional, crítica e imaginativa.
Si el peligro fundamentalista es real, los empresarios mexicanos, en todos sus niveles,
deben propiciar un avance definitivo de los valores democráticos, sobre todo el de la
cultura y la política del debate. El país es un hervidero político y lo será cada vez más
conforme nos acercamos al año 2000. ¿Quién le dará coherencia, señalará los riesgos,
explicará los rumbos? La verdad revelada no existe. La verdad se descubre en la
discusión y luego se vota en las urnas. Es preciso abrir uno, dos, tres mil foros de
discusión pública, en las universidades y las plazas, en los periódicos y las revistas, en
el radio y la televisión, es ésta la mayor responsabilidad actual del empresario
mexicano. No es sólo un imperativo de caridad: puede ser de supervivencia.

Lo más probable es que la dialéctica entre la gravitación del pasado tradicional y el
llamado del futuro, no desaparezcan nunca. El país está marchando hacia el futuro
debido a la maduración política de sus ciudadanos, a la acción de fuerzas económicas
vastas y reales, a los medios masivos de comunicación y a la frontera con los Estados
Unidos, donde viven, emigran o comercian muchos millones de mexicanos. Una buena
parte de México -el norte, amplias zonas del centro y decenas de ciudades en todo el
país- es ya esencialmente moderna. Si logra tender un puente con el México tradicional
para aliviar los índices nacionales de pobreza, podrá serlo cada vez más.

No obstante, persiste también la fijación obsesiva con el pasado. Esa obsesión puede
volvernos -quiero subrayar esta preocupación- una isla contracultural en un mundo
globalizado y propiciar escenarios verdaderamente terribles como el de una secesión
del norte modernizador con respecto al sur tradicional y el centro desgarrado entre
ambas fuerzas. Paradójicamente este desenlace, improbable pero no imposible, sería
también una reaparición del pasado: lo consideraron seriamente varios estados
norteños durante la guerra de Reforma, cuando México fue presa de la discordia.

¿Qué concluir? México no practica la "guerra santa" contra Occidente, como algunas
zonas del Islam, ni está dividido por fronteras étnicas e históricas irreconciliables, como
la antigua Yugoslavia. Nuestro fundamentalismo, tal como se ha venido gestando, no
será en el fondo de origen religioso ni racial, sino ideológico. Tal vez en ello resida un
principio de solución. Hay que someter a escrutinio democrático todas las posturas, por
más radicales que sean. Así se disolvió finalmente la guerrilla centroamericana
hermanada a la Teología de la Liberación, que hace un decenio parecía invencible. Así
han consolidado su rumbo países más conflictivos, divididos, fracturados.

Tal vez México esté condenado a ser "un polo excéntrico de occidente", como escribió
Octavio Paz. La esperanza no está en suprimir la excentricidad sino en reducirla. El
terrible siglo XX termina con grandes enigmas, riesgos y temores, pero al menos se ha
purgado a sí mismo de los regímenes totalitarios y ha reafirmado sus valores
esenciales. México no errará el rumbo si, reteniendo su vocación de justicia y bien
común, asume definitivamente la libertad y la democracia que son los valores
perdurables de Occidente.

El país no puede seguir como la mujer de Lot, en el relato bíblico, que por mirar hacia
adelante con la vista hacia atrás quedó convertida en una estatua de sal. El pasado, en
lo que tiene de entrañable, seguirá con nosotros, en la cultura y el espíritu. Pero en el
mundo real de este fin de siglo, el pasado debe pasar. El futuro nos llama y no
podemos eludir la cita. Si hay mexicanos deseosos de quedarse en el pasado hay que
respetarlos, a condición de que no desgarren el mapa nacional ni impidan, a quienes
cerca de ellos quieren escapar al futuro, hacerlo con plena libertad. La posición
histórica, geográfica y humana de México para conquistar un futuro de libertad, justicia
y prosperidad no es desventajosa. Sólo debemos adquirir confianza en nosotros
mismos, actuar con responsabilidad y sentido práctico, deshacer el humo de las
ideologías redentoristas y seguir construyendo la patria que merecen nuestros hijos.

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Sobre el mexicano de Enrique Krauze

  • 1. México: Entre el pasado y el futuro Dr. Enrique Krauze En mi libro Biography of Power elegí un epígrafe del escritor español José Moreno Villa que en esencia postulaba la extraña, fascinante y aterradora obsesión mexicana por la historia: "La historia de México está en pie. Aquí no ha muerto nadie, a pesar de los asesinatos y fusilamientos... No ha pasado lo pasado, se ha parado”. Lo cierto es que al escribirlo, pensaba que los mexicanos estábamos comenzando a curarnos de ese antiguo mal. Más aun, pensé que mi trabajo podría contribuir un poco a ese proceso de liberación, como una especie de psicoanálisis nacional. Hoy ya no estoy tan seguro. Borges decía que México sigue fijo en "La contemplación de la discordia de su pasado". Tenía razón. Quizá la desventura de México llegue a ser la misma de aquel personaje del propio Borges, "Funes el memorioso", el hombre que murió, literalmente, por un exceso de memoria. Por todo ello, los historiadores no podemos eludir el ejercicio de una cierta filosofía de la historia. En países menos gravitados de historia, el deslinde entre lo mitológico y lo real puede ser un tema de interés académico. En el México de hoy, -y por lo visto en el de mañana-, la historia será siempre asunto de interés nacional. Si se me pidiera definir a México en una palabra, elegiría sencillamente "antiguo". A primera vista, parece obvia. Todos sabemos que es el país de los mayas y los aztecas, el escenario prodigioso de la Conquista, un museo al aire libre de arquitectura barroca. Pero la antigüedad de México es esencialmente distinta a la de Egipto o Grecia. El pasado mexicano, en muchos sentidos, no ha pasado, está vivo porque muchas de sus heridas siguen abiertas y sus problemas continúan latentes o pendientes. Esta es su presencia natural. Sin embargo hay otra presencia inducida, peligrosa, desconcertante. Es la que convierte al pasado en un arma política: como si el pasado escondiese la clave maestra, la promesa incumplida, la verdadera esencia del país. La gravitación natural del pasado tiene aspectos positivos. En México, ese mismo pasado resolvió, en una medida razonable, varios de los problemas que desgarran todavía la vida de muchos países en Europa y Oriente Medio. Por ejemplo (y a despecho del conflicto de Chiapas, sobre el que volveré más tarde) el pasado nos liberó, en buena medida, del odio étnico. A diferencia de los Estados Unidos o Chile, donde exterminaron o segregaron a sus indios, o del Perú, donde los indios y los blancos formaron dos recelosas sociedades, en México ocurrió el persistente fenómeno de mezcla racial y cultural llamado mestizaje. Este proceso se tradujo en una actitud de convivencia entre las personas, al margen de su origen y color. Lo mismo cabe decir de la religiosidad del pueblo, un fervor que se diría inmune a las desgracias históricas o naturales y casi libre de intolerancia. Gracias a la herencia del pasado, (y a despecho, otra vez, de lo que ahora pregona la corriente neoindigenista, sobre la que hablaré más adelante), en México tampoco existen zonas irredentas o grupos separatistas. Habiendo nacido como nación independiente a principios del siglo XIX -antes que Italia o la propia Alemania-, y tras sufrir dos guerras que fijaron su identidad autorreferente,
  • 2. recelosa y defensiva -contra los Estados Unidos en 1847, que resultó en la pérdida de la mitad del territorio, y contra Francia, entre 1862 y 1867- en México, la cohesión nacional es una realidad tangible. Por desgracia, el pasado trajo consigo lastres que han impedido entroncar el vagón de México al tren de la modernidad. Piénsese, por ejemplo, en la doble tradición de autoritarismo político. Para los aztecas, el emperador era visto y tratado "como un Dios". Los españoles concebían la vida política como un inmenso edifico o cuerpo social que el monarca manejaba como su propiedad absoluta y personal. De la confluencia de esas dos corrientes nació un dilatado orden político que duró tres siglos y cuya destrucción condujo a una anarquía que duró decenios. A lo largo del siglo XIX, México vivió hundido en la discordia entre dos proyectos contradictorios. Los conservadores querían preservar a toda costa la herencia política española y católica. Sus adversarios, los liberales, querían construir un país abierto al futuro, inspirado en los ideales de la Revolución francesa. En la violenta querella entre ambas tendencias, el país, atrasado de por sí, perdió largas e irrecuperables décadas. La solución, como ha sido la costumbre en Latinoamérica, la aportó un caudillo, pero no un caudillo cualquiera. El general Porfirio Díaz gobernó al país por más de treinta años (1876-1910) propiciando el avance material del país hacia el futuro... con métodos políticos del pasado. El orden político porfiriano fue, en efecto, muy similar al colonial: absoluto, paternal, corporativo. Hubo orden, progreso y paz. México parecía haber encontrado su camino en el compromiso entre aquellas dos tendencias: el país se abriría al mundo en términos económicos, pero mantendría un régimen de absolutismo político, convirtiendo en mero formulismo la letra de la Constitución con su división de poderes y sus libertades cívicas. Pero aquel orden no podía ser eterno y su caída arrastró al país, de nueva cuenta, a una cruel revolución que duró veinte años (1910-1930) y costó un millón de vidas. El vacío de poder condujo a las reyertas gremiales -entre generales, sindicatos, grupos campesinos-, la consolidación de los cacicazgos regionales y a una guerra religiosa: la Cristiada. Tras dos décadas de violencia surgió un nuevo compromiso. México retomaría la senda del crecimiento económico, corregido esta vez por una activa política social en materia agraria y obrera, y una política educativa y cultural nacionalista, tuteladas ambas por un fortísimo aparato estatal. Así nació el "sistema político mexicano", que por más de medio siglo liberó a México del ciclo de dictadura- anarquía habitual en Latinoamérica, pero cuya permanencia ha sido la causa principal de los agudos problemas por los que ahora atraviesa el país. El "sistema" funcionaba como una gran empresa o corporación cuyos "accionistas" provenían de la llamada "familia revolucionaria". Estos delegaban el poder en un presidente imperial investido por seis años de una autoridad absoluta, impune e inmune, con derecho a nombrar sucesor y cuyo único límite era temporal: la no reelección. Para legitimar su autoridad, el presidente contaba con la eficaz maquinaria del partido de estado: el PRI. Alrededor de este binomio presidente - PRI como planetas en un sistema solar, giraban
  • 3. grupos políticos en distinto grado de subordinación. Los subordinados eran el Ejército, los sindicatos obreros, los grupos campesinos, los diputados, senadores, magistrados, gobernadores y la inmensa burocracia pública. Los no tan subordinados eran la prensa, la Iglesia, los empresarios, las universidades y los intelectuales. Los pocos no- subordinados -que rara vez descendían a la insubordinación- eran el Partido Acción Nacional, compuesto por profesionistas de clase media, la marginal y proscrita izquierda, y algunos escritores independientes, profetas que clamaban en el desierto. La corporación -y para todos los efectos prácticos, la presidencia en turno- era dueña del suelo, el subsuelo, las vías de comunicación. Monopolizaba actividades estratégicas. Los políticos del PRI usaban el poder como un patrimonio personal para enriquecerse y comprar lealtades. La vida misma de México -como vio Octavio Paz- tomó la forma de una pirámide: mexicanos de todas las condiciones soñaban con escalar un puesto público en el sistema y no pocas veces lo lograban. El sistema contaba con buenos administradores y desarrolló admirables mecanismos de autorregulación. Entre 1940 y 1970, la economía creció el 6% anual, casi sin inflación ni deuda externa. El movimiento del 68, cuyas heridas siguen abiertas, marcó el punto de quiebre en la historia contemporánea de México. Un sistema político incapaz de entablar diálogo con la disidencia, un sistema que recurrió a la represión masiva, no era un sistema moderno, permanente ni estable. Su despliegue de fuerza reveló su fragilidad. Era el momento de superar el legado autoritario de la historia, abrir la política a la libre competencia y abrir la economía al mercado internacional. Por desgracia, los cuatro presidentes que siguieron buscaron -cada uno con su estilo- defender al sistema: Echeverría y López Portillo a través del populismo que en tantos sentidos -no sólo económicos sino morales- desquició la vida nacional; De la Madrid sosteniendo el timón de la economía en circunstancias globales adversas pero manteniendo inadmisiblemente el statu quo político en un entorno que le exigía cambios; y finalmente Salinas, quien se perfilaba como el mayor reformador del siglo XX mexicano, pero cuyas reformas económicas se hicieron verticalmente, sin consenso, y a contrapelo de una reforma política que era aún más urgente. El resultado de esos 24 años de resistencia, fue la quiebra que llegó por una doble vía, la insurgencia zapatista y el asesinato político. Igual que ocurrió en los turbulentos principios del siglo XIX y del XX a raíz del derrumbe del orden español y el porfiriano, el vislumbre del siglo XXI nos ha sorprendido en una situación de quiebra: crisis económica (que objetivamente vamos superando, pero no en la percepción social), violencia política y caos social. México atraviesa por una zona minada. El "sistema político mexicano" está herido de muerte pero el país no ha consolidado su vida democrática. Aunque no faltan quienes buscan la reconstitución del Estado monopólico, ésta parece imposible debido a la influencia del entorno mundial (en el que tales estados se han extinguido casi en su totalidad) y al impulso democratizador de sectores muy amplios de la sociedad mexicana.
  • 4. El primer signo positivo -hay que reconocerlo- ha sido la actitud del gobierno frente al proceso electoral. A despecho de sus recientes y graves tropiezos en Chiapas, el gobierno ha dado pruebas de una voluntad democratizadora que no parece coincidir con la vieja guardia del PRI, atrincherada en sus feudos estatales o gremiales. El desenlace es hoy incierto, pero ante la derrota que probablemente le espera en varias elecciones estatales, el PRI tendrá que optar por el camino de sus homólogos en la antigua Cortina de Hierro: pagar la cuota a la historia, ceder el poder ejecutivo en el año 2000 y reformarse en un sentido democrático. Tal vez su mejor esperanza esté en abrir la competencia interna en elecciones primarias el año próximo. Hay otras señales alentadoras. Aquellos planetas que giraban obedientemente en torno a la órbita presidencial han tomado sus propios rumbos. El Poder Legislativo y Judicial tanto en la federación como en los estados, los gobernadores y los presidentes municipales, han dejado poco a poco su carácter subordinado y asumen las funciones que las diversas constituciones mexicanas les conferían. Los sindicatos obreros y los grupos campesinos comienzan también a desprenderse de la matriz del PRI que por más de medio siglo los manejó corporativamente. La prensa escrita, la radio y en un grado creciente la televisión, cubren noticias y discuten asuntos de interés general -la corrupción, las drogas, el problema de Chiapas, la violencia en todas sus variantes, la vida parlamentaria- con una libertad crítica y solidez profesional inimaginables en la antigua cultura subordinada. Los intelectuales, que en las sociedades de raíz católica encarnan -para bien o mal- una especie de sacerdocio laico, han dejado de vivir de los dineros del Estado porque ahora existe un público lector masivo que compra sus libros o sigue sus opiniones en los diarios, las revistas políticas, o los programas de radio. El Partido Acción Nacional, verdadero decano de la democracia en México, recoge los frutos de su tenacidad histórica y se encuentra a años luz de los tiempos en que el sistema le repartía displicentes migajas llamando a sus partidarios "místicos del voto". Ahora el PAN tiene verdadera presencia nacional, gobierna -entre estados y municipios- a más del 30% del país y es la tercera fuerza en la Cámara de Diputados. Por su parte, el Partido de la Revolución Democrática ha tenido un desarrollo sorprendente. Viniendo de dos corrientes ajenas y hasta opuestas a la democracia -el Partido Comunista y el monopolio priísta- los militantes del PRD han llevado a la práctica un experimento vivo y exitoso de aprendizaje democrático. Es verdad que los viejos hábitos de dogmatismo e intolerancia siguen allí, pero están destinados a moderarse con el tiempo porque el ciudadano ha demostrado continuamente su aversión por los extremos. En el año 2000 ganará la presidencia quien conquiste el territorio que hoy por hoy no pertenece a nadie: el centro ideológico. Para ambos partidos, y para el desarrollo político de México, la jornada electoral del 6 de julio de 1997 fue -todos lo sabemos- un verdadero momento histórico, no sólo por los resultados -que acabaron con el monopolio del PRI en la Cámara Baja y en el gobierno de la Ciudad de México- sino por el salto cualitativo de concientización política que reveló en los ciudadanos. Las elecciones legislativas de mitad de sexenio solían
  • 5. ser un trámite más en la marcha ascendente del sistema: un día de campo para el PRI, un refrendo de su derecho al acarreo o un triunfo del abstencionismo y la pasividad. A partir del 6 de julio -fecha cabalística en el zodíaco de la democracia mexicana, ayer, hoy y mañana- el país pisó por fin la otra ribera, la ribera de la democracia. La fiesta democrática fue sólo un momento de fundación. A partir de entonces, con aciertos y traspiés, el mexicano ha ido construyendo su vida democrática. Para hacerlo, cuenta con su entusiasmo y su fe aunque no con la experiencia histórica que sería el ideal en sus más de 175 años de vida independiente, sólo en dos breves etapas México ha intentado -sin éxito- fundar su vida política en la democracia: en tiempos de Juárez y en la fugaz presidencia de Madero. Si hubiese un consenso completo sobre la necesidad de arraigar definitivamente el orden democrático y su contraparte necesaria, la libertad de mercado (con las variantes de resguardo social que se quiere), México habría resuelto la tensión dialéctica entre la gravitación de su pasado tradicional y el llamado de un futuro absolutamente impostergable. Nuestro gran problema es que tal consenso no existe y aunque la tendencia dominante del país apunta hacia la modernización, en los últimos tiempos el pasado ha reaparecido una vez más con una cara múltiple: como pesadilla y recordatorio, como cuenta pendiente y como amenaza represiva. Hoy más que nunca, se le usa como arma política. Una de esas reapariciones es la violencia misma, ese río subterráneo de sangre que recorre nuestra historia. Estrictamente no deberíamos hablar de violencia sino de violencias que ahora estallan ante nuestros ojos: la violencia organizada o dispersa, la delincuencial o social, la paramilitar o guerrillera. La situación se asemeja a la que describe Manuel Payno en “Los bandidos de Río Frío” a mediados del siglo XIX, con los agravantes obvios: ahora no se asaltan decenas de diligencias sino cientos de miles o quizá millones de personas, ahora intervienen factores globales como la droga, ahora el país tiene diez veces más habitantes y una problemática social infinitamente más grave y compleja. ¿Encontramos la vía de contenerla? Dependerá de la celeridad y la decisión con que los ciudadanos y las autoridades reconstruyan -o más bien construyan- el sistema de justicia. Dependerá también de la recuperación efectiva y generalizada de la economía; pero sobre todo, a mi juicio, de la claridad con que se debata el problema del crimen y el arrojo que se tenga para combatirlo. El problema es inmenso: México, ésa es la triste verdad, vive por momentos en un estado psicológico de guerra interna. Otra reaparición histórica la ha protagonizado la Iglesia católica. Muchos aplaudimos las reformas constitucionales que hace unos años dieron a la Iglesia y a sus ministros libertad de acción no en el otro mundo -que los ha tenido siempre- sino en éste. Pero la quiebra del sistema político y la crisis toda del Estado mexicano parece estar alimentando antiguos sentimientos de revancha en algunos sectores de la Iglesia. Pareciera, en efecto, que la Iglesia estuviese queriendo pasar al Estado todas las cuentas pendientes acumuladas en casi siglo y medio de relegamiento y humillación. Para reubicarse ventajosamente en el espectro político de México, la Iglesia tiene los mejores auspicios: no es mortal, como los humanos; no es temporal como los estados;
  • 6. no atiende a los años, ni siquiera a los siglos sino a la eternidad. ¿Jugará la Iglesia en estos años un papel democratizador como ocurrió en Polonia o en Chile? ¿O usará su enorme arraigo popular en favorecer una corriente que sacrifique o relegue la democracia en aras de corrientes intolerantes de derecha o una práctica cada vez más abierta de la Teología de la Liberación? Desconozco la respuesta, pero la Iglesia debería reflexionar en su inmensa responsabilidad: la libertad de los individuos ha sido el gran logro político de Juan Pablo II. Por lo demás, uno quisiera ver una Iglesia menos predicadora de la moral pública o de la injusticia social y más caritativa; en términos prácticos: menos sermones y más dispensarios. Otro actor fundamental del siglo XIX mexicano ha hecho su reaparición histórica. Me refiero al Ejército. Por medio siglo ha permanecido rigurosamente fiel a su carácter institucional. A diferencia de su contraparte en Latinoamérica, no tiene tradición golpista, no parece incubar semejantes ambiciones ni actúa en un entorno mundial que las facilite o legitime en modo alguno. Y sin embargo, ocupa un sitio cada vez más visible en la arena nacional. Si la quiebra del sistema no conduce, en el año 2000, a un fortalecimiento definitivo del orden democrático, o si la violencia crece geométricamente, algunos sectores del Ejército podrán sentirse tentados a acentuar su influencia política. ¿Sabrá el Ejército actuar dentro de sus límites históricos? Me inclino a pensar que sí, pero es también una pregunta abierta. Acaso la reaparición más sorprendente de ese pasado que se niega a pasar es la cuestión indígena. El indigenismo -noble corriente de pensamiento y acción que nació con los frailes en la Conquista- está nuevamente a la orden del día. El hecho tiene aspectos positivos, porque implica una toma de conciencia sobre la desoladora situación de los indios que representan, por definición, el pasado primero de México. Si el ánimo nacional fuese de reconciliación y reconstrucción, los mexicanos deberíamos unirnos en una cruzada nacional de apoyo digno y eficaz a los indios, sobre todo en el sureste del país. Por desgracia, cuatro factores inciden para configurar en Chiapas un escenario cada vez más explosivo: la inhabilidad política del gobierno, el protagonismo revolucionario del subcomandante Marcos, la dureza criminal de los intereses locales y el surgimiento de esa exacerbación ideológica del indigenismo que es el "neoindigenismo". Es importante caracterizar a esta corriente. La intervención activa de sectores importantes de la Iglesia, la prensa, la academia y los intelectuales de izquierda en la discusión del problema indígena, sería alentadora si arrojara luz sobre el problema, si efectivamente mediara entre las partes o si propusiera soluciones eficaces e inmediatas para mejorar la vida de los indios. Por desgracia no ocurre así: el ambiente está cargado de fervor redentorista y juridicismo huero. Por eso no es excesivo pensar que en Chiapas se gesta la más preocupante vuelta del pasado, una aparición que sacriliza políticamente a la historia, como ocurre en Medio Oriente o en los Balcanes: un fundamentalismo. El sector fundamentalista tiene un fuerte arraigo en la opinión pública del centro y el sur de México, sobre todo en las clases medias y estudiantiles. Para ellos, el pasado de
  • 7. México guarda una promesa incumplida de redención. México puede ser -todavía- el espacio donde todos los valores humanos se alcancen: la justicia social y la libertad, la prosperidad y la igualdad, la dignidad y la democracia, el nacionalismo y la fraternidad. Si no se han cumplido -se dice- es porque en 500 años nos hemos desviado de la buena ruta marcada por las edénicas sociedades indígenas y los santos ideales misioneros. O por la perversa influencia del mercado. O por las fuerzas externas del imperialismo, el neoliberalismo y la globalización. En el imaginario de estas personas, México puede y debe ser el lugar teológico de un encuentro entre la “Ciudad de Dios” y el gobierno del bien común. Es obvio que San Agustín y Santo Tomás no son culpables de esta distorsión. El hombre puede -en lo social- buscar los ideales agustinianos y regirse -en lo político- por las reglas prácticas tomistas. El problema consiste en llevar estas actitudes a la altura de dogmas y creer que en verdad pueden instituirse en toda su pureza. No puede, al menos en este mundo. Y porque no pueden, el mundo occidental inventó la democracia y sus valores: la tolerancia, la diversidad, el diálogo, las libertades cívicas y las garantías individuales. En cuanto al mercado, que nuestros profetas del fundamentalismo consideran irracional y transitorio, hay que recordarles que estaba allí desde el principio de los tiempos. Pero nada los convence. Actúan en la esfera de la fe, no de las evidencias empíricas. Viven en la metafísica, no en la realidad. Sin embargo su gran influencia no ha encontrado una contraparte crítica. En la defensa de estos valores deberían entrar a escena los empresarios. Hay otros empeños públicos que deberían hacer suyos (además, claro, de la modernidad y productividad). Es necesario, por ejemplo, crear conciencia pública sobre la figura misma del empresario, deshacer el empleocentrismo mexicano según el cual el país debería ser una nación de empleados (¿de quién?, nunca se dice) y no de autoempleados, propiciar la cultura de la microempresa, fortalecer los valores morales del individuo responsable, productivo y solidario. Estos y otros temas han sido tratados desde hace casi treinta años por un escritor mexicano que probablemente es uno de los profundos y originales del mundo. Me refiero a Gabriel Zaid. Nadie como él ha contribuido a pensar vías económicas alternativas para apoyar al México tradicional. Sus ideas, además, son aplicables a otros países en desarrollo. Se anticipó, por ejemplo, a El Otro Sendero, la famosa teoría de Hernando de Soto. Por desgracia, las ideas innovadoras de El Progreso Improductivo, su libro publicado en 1979, (la oferta pertinente de medios de producción baratos para la población pobre, las ventajas del crédito a la palabra, la crítica a la economía piramidal, la conveniencia de repartir en efectivo y cientos de ideas más) apenas están siendo "descubiertas", veinte años más tarde, por los empresarios. Hay mucho más que descubrir en sus obras. Zaid debería ser lectura obligada para los empresarios mexicanos. ¿Por qué han dejado los empresarios tantas asignaturas pendientes? La razón está en una doble abdicación: los empresarios abdicaron de la política y de la cultura. Contradictoriamente, eran liberales en economía pero estatistas en política y en cultura. Aunque muchos provenían de un pasado concesionario o dependían de concesiones estatales, no todos estaban en esa posición y por ello podrían haber regateado mejor
  • 8. su esfera pública de influencia. Les fue más cómodo creer que viajaban "en el mismo barco" que los políticos del PRI. Confiaban que el sistema sería eterno. Por eso desdeñaron no sólo la acción sino el pensamiento y hasta la preocupación política. Cuando despertaron, era demasiado tarde. No se trataba de crear grupos que negociaran en secreto con el poder -eso se había hecho siempre-; se trataba de actuar abiertamente en la plaza pública, siguiendo el ejemplo de Manuel Gómez Morín. Su legado ha tardado en echar raíces. Y los empresarios perdieron décadas irrecuperables. Olvidar el mundo de la cultura fue otro error imperdonable. La cultura para ellos era un ámbito natural del Estado. O una actividad para minorías, para bohemios, para radicales, para mujeres. Al desentenderse de la vida cultural, los empresarios fueron ciegos a sus propios intereses de largo plazo porque permitieron la propagación indisputada de paradigmas contrarios a los valores liberales que sustentan la actividad empresarial. Y aunque estos valores hayan triunfado en el mundo, el México cultural e intelectual sigue siendo refractario a ellos. A esta doble abdicación debe seguir una nueva actitud: una vasta iniciativa de apoyo a la creación cultural y la comunicación veraz, inteligente, racional, crítica e imaginativa. Si el peligro fundamentalista es real, los empresarios mexicanos, en todos sus niveles, deben propiciar un avance definitivo de los valores democráticos, sobre todo el de la cultura y la política del debate. El país es un hervidero político y lo será cada vez más conforme nos acercamos al año 2000. ¿Quién le dará coherencia, señalará los riesgos, explicará los rumbos? La verdad revelada no existe. La verdad se descubre en la discusión y luego se vota en las urnas. Es preciso abrir uno, dos, tres mil foros de discusión pública, en las universidades y las plazas, en los periódicos y las revistas, en el radio y la televisión, es ésta la mayor responsabilidad actual del empresario mexicano. No es sólo un imperativo de caridad: puede ser de supervivencia. Lo más probable es que la dialéctica entre la gravitación del pasado tradicional y el llamado del futuro, no desaparezcan nunca. El país está marchando hacia el futuro debido a la maduración política de sus ciudadanos, a la acción de fuerzas económicas vastas y reales, a los medios masivos de comunicación y a la frontera con los Estados Unidos, donde viven, emigran o comercian muchos millones de mexicanos. Una buena parte de México -el norte, amplias zonas del centro y decenas de ciudades en todo el país- es ya esencialmente moderna. Si logra tender un puente con el México tradicional para aliviar los índices nacionales de pobreza, podrá serlo cada vez más. No obstante, persiste también la fijación obsesiva con el pasado. Esa obsesión puede volvernos -quiero subrayar esta preocupación- una isla contracultural en un mundo globalizado y propiciar escenarios verdaderamente terribles como el de una secesión del norte modernizador con respecto al sur tradicional y el centro desgarrado entre ambas fuerzas. Paradójicamente este desenlace, improbable pero no imposible, sería también una reaparición del pasado: lo consideraron seriamente varios estados norteños durante la guerra de Reforma, cuando México fue presa de la discordia. ¿Qué concluir? México no practica la "guerra santa" contra Occidente, como algunas
  • 9. zonas del Islam, ni está dividido por fronteras étnicas e históricas irreconciliables, como la antigua Yugoslavia. Nuestro fundamentalismo, tal como se ha venido gestando, no será en el fondo de origen religioso ni racial, sino ideológico. Tal vez en ello resida un principio de solución. Hay que someter a escrutinio democrático todas las posturas, por más radicales que sean. Así se disolvió finalmente la guerrilla centroamericana hermanada a la Teología de la Liberación, que hace un decenio parecía invencible. Así han consolidado su rumbo países más conflictivos, divididos, fracturados. Tal vez México esté condenado a ser "un polo excéntrico de occidente", como escribió Octavio Paz. La esperanza no está en suprimir la excentricidad sino en reducirla. El terrible siglo XX termina con grandes enigmas, riesgos y temores, pero al menos se ha purgado a sí mismo de los regímenes totalitarios y ha reafirmado sus valores esenciales. México no errará el rumbo si, reteniendo su vocación de justicia y bien común, asume definitivamente la libertad y la democracia que son los valores perdurables de Occidente. El país no puede seguir como la mujer de Lot, en el relato bíblico, que por mirar hacia adelante con la vista hacia atrás quedó convertida en una estatua de sal. El pasado, en lo que tiene de entrañable, seguirá con nosotros, en la cultura y el espíritu. Pero en el mundo real de este fin de siglo, el pasado debe pasar. El futuro nos llama y no podemos eludir la cita. Si hay mexicanos deseosos de quedarse en el pasado hay que respetarlos, a condición de que no desgarren el mapa nacional ni impidan, a quienes cerca de ellos quieren escapar al futuro, hacerlo con plena libertad. La posición histórica, geográfica y humana de México para conquistar un futuro de libertad, justicia y prosperidad no es desventajosa. Sólo debemos adquirir confianza en nosotros mismos, actuar con responsabilidad y sentido práctico, deshacer el humo de las ideologías redentoristas y seguir construyendo la patria que merecen nuestros hijos.