Primer relato que nos introduce en el distópico mundo de Acronia, donde la ciencia y la fantasía se fusionan para dar lugar a una realidad donde todo parece posible.
¡Bienvenidos a Sangre y Vapor!
La herencia de Urial: pistas para saldar una deuda
1. A SANGRE Y VAPOR
Un relato de los Hermanos Amigó en el
convulso mundo de Acronia
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INDICE
Primera Parte: La Deuda ........................................................................
Segunda Parte: La Travesía .....................................................................
Tercera Parte: Sobrepiedra ....................................................................
Epílogo ....................................................................................................
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PRIMERA PARTE: LA DEUDA
Todo había sucedido muy rápido, demasiado. Habían transcurrido
tres días desde que la desaparición de su padre fuera declarada oficial.
Después se había celebrado el juicio y la Sentencia por Quebranto se había
dictado esa misma mañana. Eran demasiados acontecimientos para
asimilarlos en tan poco tiempo; su padre estaba muerto, pues eso era lo
que significaba no haber cumplido sus contratos antes del plazo
establecido, daba lo mismo, donde quiera que se encontrase, que hubiera
exhalado o no su último suspiro. Ese era ya un detalle sin importancia.
Ahora el destino de su madre, el de su hermana y el suyo propio estaban
en sus manos, pero por encima de sus vidas primaba el nombre de su
linaje, y sobre todo, su posición.
La bofetada que le había dado su madre todavía le escocía, no en
la cara, sino en su orgullo, que ingenua y egoístamente había confundido
con dignidad. Curiosamente fue su falta de dignidad lo que le reprochó su
madre cuando le abofeteó, por plantearse duda alguna con respecto al
deber que debía asumir, por poner la más mínima objeción al destino que
ahora le tocaba afrontar, por no ver más allá de la vergüenza que le
provocaba la situación en la que ahora se hallaban ella y su hermana. Lo
importante, le había dicho su madre, no era eso, sino la oportunidad que le
habían brindado. Ahora él no tenía apellido, ahora ellas eran esclavas,
ahora su familia no existía. Pero podía recuperarlo todo si acometía con
entereza su destino, si jugaba bien las cartas que tenía en su mano, pues
una de ellas, la que le habían brindado apenas hacía un rato, podía
sacarlos, quizás, del difícil apuro en el que se encontraban.
Slar se frotó con rabia la mejilla izquierda. Su madre tenía razón,
no era su dignidad la que se resentía sino su orgullo, y es que no le
resultaba fácil encajar, por muy extraordinarias que fuesen las
circunstancias, ser abofeteado por una hembra. Ni su corta edad ni los
lazos de sangre habrían justificado hasta ese momento un acto semejante.
Hizo un esfuerzo por distinguir entre ambos sentimientos y se tragó el
orgullo con la saliva que se le atragantaba en el gaznate. Lo único que
había de importarle era recuperar su dignidad y devolver el estatus
perdido a su apellido. Eso suponía saldar la deuda de su padre, que a partir
4. de ese día había caído como una losa sobre sus hombros. Y un trasgo con
deudas entraba directamente a formar parte de la chusma.
Todos estos pensamientos hostigaban su mente mientras
caminaba a tientas por el viejo desván, buscando entre un laberinto de
trastos herrumbrosos y de cachivaches desvencijados. Tropezaba
constantemente, pues hacía mucho tiempo que nadie subía allí arriba, sin
embargo algo importante debía ocultarse entre aquella montonera de
chismes cuya utilidad ya nadie sería capaz de determinar. Se abrió paso
como pudo hasta el rincón de la habitación que su madre, entre susurros y
con extremo detalle, le había indicado. Retiró los imprecisos objetos que se
hallaban volcados sobre una mesa y después desnudó aquel mueble
despojándolo de la tela que lo cubría. Efectivamente, tal y como ella le
había dicho, no se trataba de una mesa sino de un arcón. Intentó moverlo
para llevarlo un poco más cerca de la claraboya por la que se filtraba la
sucia claridad de la tarde, pero se vio incapaz, apenas consiguió deslizarlo
un poco. Decidió bajar a la casa y al poco regresó con una lámpara de
aceite que depositó a un lado del baúl. La llave encajó perfectamente en la
cerradura y cuando la hizo girar no encontró para su sorpresa ninguna
resistencia.
El contenido que halló en el interior no parecía gran cosa en
comparación con el peso de su contenedor. Lo exploró minuciosamente y
fue separando cada objeto encontrado. En primer lugar, una máscara que,
si bien era bastante vieja y no se ajustaba exactamente a las que él
conocía, si parecía encontrase en grado de ser utilizada; los filtros apenas
estaban manchados. Tras examinarla con cuidado la apartó a un lado.
Después empuñó la pistola, nunca había visto una como aquella, era algo
más pequeña que las que él conocía, aunque en su vida había tocado arma
de ninguna clase. Sintió el frío del metal en la palma de su mano y llevó el
dedo índice al gatillo. No pudo evitar presionarlo mientras apuntaba a la
pared. Lo único que obtuvo fue un chasquido seco, estaba descargada.
Encontró junto al arma dos cartuchos llenos de munición y de polvo negro
cuyo recio aroma le penetró la nariz. Supuso entonces que la pistola
funcionaba y la apartó colocándola junto a la máscara. Después tomó el
cartapacio entre sus manos dejando a la vista varios cuadernos forrados de
piel que se encontraban justo debajo. Abrió primero la carpeta y desplegó
los mapas doblados en su interior, le costó reconocer los lugares pero en
cuanto leyó los nombres que figuraban en ellos entendió que se trataba de
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5. mapas de Las Tierras Fronterizas. Algunos dibujos hacían referencia de
forma general a los vastos territorios que se extendían más allá del Mar de
la Bruma, otros eran más específicos y parecían planos de lugares
concretos, trazados con líneas rectas y precisas. Los símbolos que en ellos
figuraban los encontró también en el mapa más grande y quiso entender
que indicaban la ubicación de esos lugares a lo largo de la geografía de
aquellos territorios. Volvió a plegarlos cuidadosamente y cuando tomó el
cartapacio para depositarlos allí de nuevo, notó como una pieza suelta se
movía en su interior. Lo inclinó y sintió como se deslizaba hasta caer en su
mano. Era un pequeño objeto de fino grosor y superficie plana. Tenía
forma rectangular, en una de sus esquinas aparecía grabado un extraño
símbolo que solo logró ver cuando proyectó la luz sobre él desde un ángulo
concreto, después volvía a desaparecer. A Slar le pareció que se trataba de
una de las láminas troqueladas como las que se insertaban en los golems
para hacerlos funcionar, las que contenían las directrices que los
accionaban y los empujaban a desempeñar sus tareas, pero al pasar el
pulgar por ella se percató de que los relieves que presentaba eran distintos
de los que había visto hasta entonces. En realidad nunca había visto una
así, era tal la densidad de puntos que había en ella que a simple vista no se
percibían, tan cercanos estaban unos de otros que tuvo que hacer uso de
una lupa que encontró junto a los mapas para poder apreciarlos. Quedó
desconcertado y, al no comprender, volvió a guardarla junto con los
mapas.
Por último cogió uno de los cuadernos, todo parecía indicar que se
trataba de un diario escrito, según la fecha que figuraba en su primera
página, más de veinte años atrás. En las primeras líneas pudo leer un
nombre que por fin permitió a Slar comprender porqué su madre le había
conducido hasta ese baúl. Ese nombre, Urial, era el de su abuelo materno.
Ojeó las páginas de ese primer cuaderno y de otros cuatro que encontró en
el fondo del arcón. Gracias a las fechas pudo ver que estaban ordenados
cronológicamente y que los cinco cuadernos componían el diario de un
viaje que su abuelo Urial Kardasian había realizado años atrás
adentrándose en el continente. En él halló numerosas indicaciones y
muchas anotaciones. Los últimos manuscritos apenas eran legibles,
presentaban una letra mucho menos precisa, una narración más confusa y
no distinguía muchos de sus caracteres. Además, había varias hojas
arrancadas y partes emborronadas. En un primer vistazo los lugares
descritos por su abuelo le resultaban desconocidos, aunque intercalaba en
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6. ellos nombres como Miramar, Sirrión o Cienfuegos, nombres que acababa
de ver en el mapa y que, a pesar de su lejanía, le resultaban
inevitablemente familiares.
Slar estaba confuso, se sentó en el suelo apoyando su espalda
contra la pared, se retiró los largos mechones trenzados que caían sueltos
sobre su cara y resopló de tal forma que sus labios emitieron un silbido.
¿Qué pretendía que hiciese su madre con todo esto? ¿Cómo encajaba su
abuelo materno en el presente cuando hacía tantos años que había
muerto? Trató de recopilar en su mente toda la información que conocía
acerca de él. Sabía que Urial Kardasian fue tiempo atrás, antes incluso de
que él naciera, ajusticiado por el mismo Consejo que acababa de dictar
sentencia contra él. La suerte que su antepasado corrió fue sin embargo
aún peor que la desgraciada situación en la que él se veía inmerso.
Desconocía el motivo por el que fue llevado al Tribunal, pero sin duda
debió de ser grave, dado el destino que corrió .Su madre nunca le había
hablado claramente sobre la figura de su abuelo, desconocía también a
que se dedicaba, aunque si que sabía que poseía una curiosa embarcación,
curiosa puesto que era el aire, y no el mar, el medio por el que se
desplazaba. Slar sonrío, el caso de su abuelo no era único pero si inusual.
Eran pocos, pero muy conocidos, el puñado de excéntricos navegantes que
habían reconvertido sus barcos en dirigibles, las ventajas de desplazarse
por el aire en tan pintorescos artefactos rivalizaban en número con sus
inconvenientes, aunque sin duda la idea a él se le antojaba de lo más
sugerente. Cerró los ojos con fuerza y decidió apartar de sus pensamientos
todo aquello que en ese momento le parecía superfluo y volvió a
concentrase en los últimos acontecimientos para tratar de encontrar su
relación, si es que había alguna, con el contenido del baúl.
Repasó mentalmente ese último día, recordó como se
presentaron en su casa, reclamando su presencia y la de su familia en el
Edificio de la Propiedad. No hizo falta que hiciesen sonar el ring, Slar
estaba de pie esperando ese momento con los contratos en sus manos y
abrió la puerta en el preciso instante en que se disponían a hacerlo. Su
familia sabía perfectamente que el plazo terminaba esa mañana. Salieron
de la casa, los tres con la cabeza erguida, percibió el temblor de su
hermana pequeña al caminar y la mirada fría de su madre posarse en sus
ojos. Sintió alivio cuando ésta se colocó la máscara sobre su cara y se
aferró a los documentos enrollados en su mano, así como al discurso que
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7. había esgrimido y memorizado y con el que esperaba poder convencer al
Consejo para conseguir más tiempo.
El camino hasta el Edificio de la Propiedad se le antojó más corto
que otras veces, en el fondo no estaba en absoluto seguro de que pudiesen
salir bien parados de aquella. Al fin y al cabo era aún muy joven, y a pesar
de ser muy consciente desde hacía semanas de que este momento podía
llegar y de conocer perfectamente las consecuencias de la situación en la
que su familia había desembocado, sabía muy bien que el Consejo no iba a
tener muy en cuenta las palabras, por muy atinadas que éstas pudieran
ser, de un trasgo de dieciséis años. Su padre, capitán mercante de un
buque de carga, había zarpado de Puerto Ceniza diez semanas atrás y se
esperaba su regreso desde hacía días, sin embargo éste no se produjo. Las
informaciones que habían llegado sobre su barco decían que había sido
visto por última vez en la isla de Prosperia, cercana ya al continente, pero a
partir de ahí ni una sola noticia. Slar acudió cada día al puerto con la
esperanza de divisar en el horizonte la nave de su padre, aunque en su
fuero interno se había instalado el temor, casi la certeza, de que no la
volvería a ver. Si al menos pudiera saber que había ocurrido en Miramar, si
es que había llegado hasta allí… Este último viaje era especialmente
importante, pues sabía que, además de los habituales encargos, había otra
cuestión de gran relevancia que su padre esperaba resolver y sobre la que
había depositado grandes esperanzas. Oslof Meridion no era un
transportista de enorme importancia ni poseía una gran flota de buques.
En realidad tenía una única embarcación, pero era sin duda una de las
mejores de Puerto Ceniza, de gran potencia y mucho más veloz que
ninguna otra, gracias al milagro que contenían sus tripas. Y es que su padre
no sólo era un experto marino y un hábil comerciante, sino que además
había dedicado su vida entera a aquella nave. Aún cuando estaba en tierra
se pasaba días enteros martilleando, fundiendo y moldeando tubos, y su
mayor orgullo eran unos finos conductos metálicos recubiertos por una
carcasa que había incorporado al resto de las piezas que integraban el
abigarrado abdomen de su barco. Allí dentro, le decía, se escondía su
pequeño tesoro. Slar sintió desde siempre una gran fascinación por
aquellas ruidosas tripas metálicas y cuando, siendo aún pequeño, por fin
alcanzó a tocar con sus dedos aquella carcasa y le preguntó a su padre
porqué estaba tan fría, éste le contestó, llevándose el dedo a los labios,
que aquel era su secreto. Después sonrió y le sacó la lengua. La verdad es
que cuando aquella máquina se ponía en marcha el ruido que producía era
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8. ensordecedor, pero también conseguía que las tres hélices se moviesen a
tal velocidad que Slar durante mucho tiempo no pudo evitar pensar que
todo aquello era fruto de la brujería.
Su padre había desempañado siempre tareas mercantiles, disfrutó
durante muchos años de buenos contratos con distintas compañías de
Puertos Grises y, a pesar de que el flujo de mercancías nunca había sido
abundante, logró mantener en una posición acomodada a su familia. Pero
en los últimos tiempos la situación había ido a peor; la extracción de
carbón, de azufre, de hierro y de otros materiales había disminuido.
Incluso la madera, que abundaba en los bosques, antaño despoblados pero
hoy de nuevo densos y prolíficos, había dejado de llegar. Sin duda el hecho
de que aquellas masas arbóreas se hallasen en el norte, a mucha distancia
de la costa, era un factor determinante, pero lo era mucho más el interés
compartido por todos los habitantes de Las Tierras Fronterizas por
preservar aquellos árboles intactos. Los bosques eran el hogar de los
duendes y ninguna otra criatura osaría atentar de nuevo contra ellos ni
contra su preciado medio natural. El diezmado pero orgulloso pueblo
trasgo continuaba intentando explotar los viejos recursos que una vez lo
hicieron próspero, pero nunca abiertamente sino mediante obligados
subterfugios, ya que no era sencillo, ni del todo seguro para ellos, moverse
por Acronia, pues su afán era allí interpretado como codicia y su
determinación como falta de escrúpulos.
Debieron atravesar cinco bloques hasta llegar a la sede del
Consejo de Varones Propietarios. Agradeció de nuevo y para sí el uso de las
máscaras que ocultaban su rostro y el de su familia, y que les evitaba la
deshonra de ser vistos públicamente acompañados de los guardias. Sin
embargo nadie reparó excesivamente en ellos, hubiera sido complicado
poder hacerlo entre la densidad del aire turbio y pegajoso que se colaba en
cada hueco a medida que se adentraban más y más en el centro de la
ciudad. Slar alzó la vista y fue incapaz de determinar si ya había anochecido
o si la oscuridad reinante era fruto de los gases y del ascenso caprichoso,
desordenado y difuso de los edificios hacia el cielo. Esperaron el lento
descenso del montacargas acompañado de su cadencioso soniquete y a
través de la ojales de sus máscaras pudo apreciar las lágrimas de su
hermana y el desasosiego de su madre.
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9. La caja metálica se detuvo con un seco golpe acompañado de una
nube de humo blanco y húmedo, un guardia se encargó de abrir las
destartaladas puertas provocando el crujiente quejido de sus goznes. Una
vez dentro el mismo guardia accionó la palanca y el montacargas reinició
su ascenso envolviéndolos de nuevo en el vapor y devolviendo el sonido de
su traqueteo a sus oídos hasta que alcanzaron el último de los cuatro
niveles. No era la altura de los bloques, sino la longitud de sus largas y
retorcidas chimeneas y las columnas de humo negro que expedían, lo que
confería a los edificios, y a este en concreto, la sensación de infinitud.
Atravesaron el umbral de la puerta y al punto se retiraron los dos
guardias. Slar percibió el chirrido de los engranajes producido por el
movimiento de dos golems que se aproximaron hasta quedar apostados en
cada una de las jambas, adoptando una actitud marcial absolutamente
impostada. Cruzaron los mosquetones que portaban sobre sus oxidadas
corazas metálicas y, con un movimiento mecánico, alzaron sus mentones
brillantes al techo adquiriendo una actitud suntuosa a pesar de su
decrépito estado. Slar entendía perfectamente el significado de tanta
teatralidad; todos sabían que la función de aquellas criaturas no era en
principio represiva, aunque sin duda si resultaba intimidatoria, y era
probable que sus armas careciesen de carga o que el polvo negro que
hubiese en ellas no estuviese en las condiciones adecuadas. El trasgo no se
caracterizaba por ser un pueblo belicoso, pero si se debía a un protocolo y
a cierto rigor en sus costumbres. Aquella visita no podía tener un carácter
más oficial y el edificio que pisaban albergaba la más importante y
poderosa de sus instituciones. Si bien era cierto que ningún trasgo en su
sano juicio, y con su sentido del deber intacto, sería capaz de rehuir su
responsabilidad, también lo era que toda aquella formalidad, que rayaba
la parafernalia, era más que habitual en casos como este.
Slar distinguió a los miembros que se agrupaban conversando
entre susurros al fondo de la estancia. Eran diez trasgos los que allí había,
le resultó sencillo identificar a los Varones Propietarios, pues eran ancianos
y entre los pliegues de sus túnicas se adivinaban unas cebadas tripas nada
habituales en su raza, los otros tres, por pura deducción, debían de ser los
empresarios, los demandantes. Todos ellos repararon en seguida en su
presencia y en silencio se acomodaron donde a cada uno le correspondía;
los Varones ocuparon el centro, sentándose frente a una larga mesa y los
contratistas hicieron lo propio situándose en el lado derecho de la sala.
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10. Slar se colocó a la izquierda, justo frente a los últimos, y su madre y su
hermana permanecieron detrás, de pie como él, y con la cabeza fija en la
piedra del suelo. Reparó también en la presencia de otro golem que en
principio le pareció de un tamaño más pequeño. Después, tras fijarse
mejor, comprobó que no era así, sino que solo conservaba su tronco
superior, las extremidades inferiores le habían sido amputadas o bien las
había perdido. El resto de su cuerpo, como era habitual en ellos, no ofrecía
un buen aspecto; el óxido había hecho mella en él hacía mucho tiempo y
una buena parte de sus ruidosos mecanismos estaban a la vista. Sin
embargo, aún conservaba la capacidad de recoger información para
convertirla en un texto. Aquel pequeño ser mecánico esperaba paciente,
acomodado sobre su pequeña plataforma, con una suerte de sonrisa
imprecisa programada en su rostro.
En otros tiempos aquel Consejo, hoy reducido a siete miembros,
constaba de setenta y un consejeros, pero la población trasga no era ya tan
numerosa y bastaban solo siete para dictar las sentencias de los casos que
llegaban hasta allí. Aquellos siete propietarios no debían rendir más
cuentas que las que pudieran hacer entre ellos y no había negocio,
inversión, préstamo, traspaso, intercambio o asunto en el archipiélago de
Puertos Grises que prosperase sin su aprobación. El centro de la mesa lo
ocupaba el Consejero Cardinal, Halfax Sinedrian, que en ese momento se
colocaba unas lupas sobre el prominente puente de su nariz, dispuesto a
leer el propósito que los reunía. Cuando estaba a punto de abrir la boca
Slar osó interrumpirle con un hilo de voz.
- Si el Consejo me lo permite quisiera dirigirle unas palabras…
Halfax Sinedrian elevó la mirada por encima de los pliegos que tenía bajo
las palmas de sus manos y la dirigió hacia Slar con una evidente expresión
de sorpresa.
- Por supuesto que no, joven arrogante.
Acto seguido volvió a encajar los anteojos en la protuberancia de su
tabique nasal y emprendió una rápida lectura en voz alta.
-Celebramos el juicio contra Oslof Meridion, marino mercante de
profesión – de nuevo alzó la vista y escrutó con mayor detenimiento a Slar,
y después a las dos sombras que se perfilaban tras él. – Hoy vence el
contrato que había contraído con las tres empresas productoras de
Puertos Grises y cuyos propietarios, aquí presentes, reclaman sus
mercancías. Además, según nos consta, el mercante Oslof había solicitado
10
11. un préstamo a este Consejo, préstamo que este Consejo tuvo a bien
concederle y cuya devolución tiene, evidentemente, hoy como fecha de
vencimiento. La suma total, añadidos los intereses acumulados, asciende
a…. - Halfax Sinedrian se aproximó al pliego entrecerrando los ojos, las
lupas casi tocaban el papel. - Vaya…Es una suma ciertamente considerable
¿Sabes a cuanto asciende la deuda de tu padre, joven… Slarion?
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El gólem de escritura.
Slar estaba perplejo, más que eso, aterrado. Conocía los contratos
que su padre había firmado con esas tres compañías, pero nada sabía del
préstamo solicitado al Consejo.
-No conozco la suma completa Consejero…
-Pues deberías Slarion. - inquirió Sinedrian con mirada ladina. – Ahora eres
tú quien debe tal suma.
El Consejero Cardinal extendió la mano ofreciendo el documento al resto
de Varones con una leve sonrisa en sus labios. Sin duda el monto que en él
figuraba debía satisfacer a los miembros del Consejo, pues a medida que
éste pasaba de unas manos a otras la sonrisa se iba contagiando en sus
rostros. A Slar le bastó observarles para saber que no había esperanza
posible para él y su familia. A su espalda sintió los lastimeros sollozos de su
hermana y el silencio insoportable de su madre. Halfax Sinedrian continuó
una vez le fue devuelto el documento.
12. – Según nos consta- volvió a leer - Las propiedades de tu familia apenas
cubrirían por si mismas la deuda contraída con estos buenos empresarios
que han perdido un importante capital gracias a la fracasada empresa de
tu padre, el marino mercante Oslof Meridion. Pero si además le sumamos
a eso la cantidad que debía restituir a este Consejo, la deuda resulta del
todo… inasumible.
Pronuncio esta última palabra mirando directamente a los ojos de Slar y
extendiéndole el documento, indicándole que se acercase a la mesa.
-Adelante, joven, adelante. Acércate, un trasgo tiene derecho a conocer el
alcance de su deuda.
Mientras Slar se acercaba en actitud claramente sumisa, Halfax
Sinedrian volvió a sonreír al resto de consejeros. Sin duda aquella situación
le divertía más allá del puro desempeño de su labor. Slar tomó de entre los
dedos de Sinedrian el documento y no pudo evitar rozarlos con los suyos.
El leve contacto se le antojó gélido, como si por ellos hubiese dejado de
circular sangre mucho tiempo atrás. La mirada que cruzó con él, solo por
un instante, le resultó igualmente cruda, tan solo la tos que brotó
súbitamente de su pecho y el esputo que se estampó en el texto, como si
de un sello se tratara, le devolvió a Slar la certidumbre de que tenía frente
a él a alguien perteneciente a este mundo.
Sintió que se mareaba cuando vio la cifra que figuraba en la última
parte del documento y reconoció la firma de su padre junto a ella. Quiso
buscar la mirada de su madre pero no la halló, oculta como estaba entre la
sombra. De nada le hubiera servido, pues era a él, y solo a él, a quien
reconocía el Consejo. Devolvió el documento sin decir palabra.
-¿Y bien? ¿Puedes hacer frente a la deuda?
- No, nuestras vidas están en manos del Consejo.
-Por supuesto -asintió Sinedrian - Es un claro ejemplo de Quebranto de
Contrato.
Ya no había remedio, Slar, su madre y su hermana lo habían perdido todo y
continuaban endeudados ni más ni menos que directamente con los
Varones, por lo que no había posibilidad de pedir nuevos préstamos que
les permitieran ganar algo de tiempo. Se habían convertido, de la noche a
la mañana, en esclavos, conocidos entre los trasgos como chusma.
Aún así, y sin saber que podía si quiera decir, intentó de nuevo
pronunciarse. Apenas abrió la boca Sinedrian volvió a frenar sus palabras.
-¿Cómo? ¿Pretendes decir algo todavía?- Sinedrian sonrió a izquierda y
derecha al resto de consejeros- Resulta increíble, y también irritante, la
12
13. osadía de este joven. – volvió a dirigirse a él. - ¿Si, joven? No creo que
puedas añadir gran cosa.
Slar se armó de valor, consciente de que estaba incumpliendo
todas las normas establecidas al resistirse a aceptar el dictamen del
Consejo y de que con ello podía contribuir a empeorar aún más su
situación. Aún así habló con toda la entereza que pudo reunir.
-Con el permiso del Consejo quisiera solicitar una carencia para poder
pagar mi deuda.
Al oír esto Sinedrian no pudo por menos que emitir un grito ahogado.
- ¡No doy crédito a este joven! -le miró fijamente a los ojos-¿Lo oyes
Slarion? Este Consejo no te da crédito; ni crédito, ni carencia, ni más
tiempo. ¡Basta ya! Ya no tienes avales que te permitan si quiera hacernos
semejante petición.
En ese mismo instante una poderosa voz emergió de la
profundidad de la sala.
-Un momento, por favor, si el Consejo me lo permite quisiera intervenir.
Slar vio como una figura se alejaba de una de las bancadas y se dirigía hacia
la mesa principal mientras pronunciaba esas palabras. Era un trasgo de
unos cuarenta años, aunque todavía vigoroso, de notable envergadura,
con la altura habitual entre los de su raza pero que le pareció además que
poseía una especial prestancia que combinaba de forma extraña con la
desgarbada naturaleza de los trasgos, confiriéndole un aire elegante y
nada habitual entre sus congéneres. Sinedrian alzó con parsimonia su
mirada, se retiró las lupas y esbozó un gesto de fastidio al ver aproximarse
al individuo.
-Por supuesto, Argail, por supuesto. Un comerciante de tu talla siempre
será escuchado por este Consejo.
- Gracias Consejero Sinedrian, permitidme presentarme de manera formal.
Mi nombre es Argail Tartu. Puede que te resulte conocido.- las últimas
palabras fueron dirigidas directamente a Slar.
- Se quien sois.
Argail le sonrió y volvió a dirigirse a Sinedrian y al resto de consejeros.
- Este consejo me conoce bien y sabe de mi buena reputación. –Sinedrian
asintió mientras hacía lo posible por contener su tos y le dirigía un ademán
para que procediera con rapidez.- Así como el padre del joven Slarion,
también yo soy mercante, y por tanto me he relacionado a menudo con
Oslof Meridion. Me entristece por tanto ver la difícil situación por la que
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14. atraviesa su hijo y quisiera ofrecerme como avalista de este joven, si él
tiene a bien concederme su permiso.- Argail dirigió su mirada cristalina a
Slar enarcando las cejas como si esperara una única respuesta. Slar vaciló
un segundo y después se apresuró a contestar.
-Por supuesto, claro que si.
- ¡Bien! En ese caso solicito avalar la deuda de este joven y que pase a
formar parte de la tripulación de mi nave desde ya, pues zarpamos mañana
por la mañana rumbo al continente. – Slar lo miró confuso.
-¿Todo en orden joven amigo?
- Perdonadme, entonces ¿Debo entender que deseáis adquirirme como
chusma? – Argail adoptó entonces una actitud algo impostada y expresó su
sorpresa.
-Me ofende que pienses eso, joven Slarion. No te considero chusma y por
tanto no te adquiero en calidad de esclavo. Únicamente pretendo
respaldarte y darte la oportunidad de poder pagar lo que debes. –
entonces alzó los brazos al aire con los puños cerrados y dirigiéndose al
Consejo exclamó: - ¿Acaso no tiene derecho un trasgo a una última
oportunidad? ¿No tiene derecho a luchar por su destino, a obtener fortuna
con su esfuerzo y a acumular ganancias en función de sus méritos? Eres
demasiado joven para asumir el fatal porvenir que te espera, joven amigo,
y por eso quiero evitarlo.
- Excelente argumentación Argail, sois realmente hábil.- Sinedrian alzó con
su mano derecha un tomo y con la izquierda señaló las letras de su
portada.- La Ley del Mérito y del Esfuerzo. -Volvió a posar el libro y cogió
otro que levantó de igual modo.- Pero no debemos olvidarnos de la Ley de
la Herencia, que nos recuerda que todo trasgo deberá asumir siempre lo
heredado de su padre.
Argail adoptó entonces una actitud contrita. – Por supuesto Consejero
Sinedrian. Solo quiero brindarle a este joven la ocasión de pagar su deuda,
por la estima que le tenía a su malogrado padre, al que humildemente
consideraba no solo mi colega, sino también mi amigo.
Sinedrian escrutó al comerciante desde la mesa, no entendía el
proceder de Argail Tartu, al que consideraba un trasgo inteligente, dado
que era rico y poseía gran cantidad de propiedades. Aquel movimiento no
encajaba con el carácter y el proceder atribuibles a un individuo de su
altura, la amistad no era precisamente el mejor vehículo para que un
trasgo alcanzase la prosperidad. Sin embargo optó por no contradecirle y
14
15. ceder a su solicitud. Observó que esperaba su respuesta con cierto
nerviosismo.
-Claro, claro…- repuso Sinedrian - Este consejo ha entendido
perfectamente tus intenciones, Argail Tartu. Solo tu nombre es garantía
suficiente para Nosotros, pero debemos establecer una fecha límite para la
carencia solicitada. -consultó con el resto de Varones - después
permaneció largo rato en silencio, sopesando su respuesta y por fin habló
de nuevo. -Ocho semanas. Transcurrido ese tiempo el joven Slarion deberá
presentarse de nuevo aquí y pagar su deuda a este Consejo. De no
presentarse será considerado un fugitivo, y si lo hace sin haber reunido la
suma, pasará inmediatamente a formar parte de la chusma. Obviamente
si, esperemos que no sea así, esta situación se diera, tú, Argail, deberás
hacerte cargo de las molestias que de toda esta circunstancia puedan
derivarse ¿Estamos todos de acuerdo?
No hizo falta que Slar se pronunciase sobre este acuerdo ya que
fue Argail quien asintió por los dos. Después le lanzó una sonrisa de
satisfacción a la que él correspondió con un profundo suspiro y una simple
mueca de aceptación. Se permitió respirar tranquilo durante unos
instantes, pero entonces cayó en la cuenta. Se volvió hacia su madre y su
hermana y vio que estaban ya siendo escoltadas por los mismos guardias
que las habían custodiado hasta allí. Delante de él, el Consejo se había
puesto en pie, los tres contratistas se dirigían juntos hacia una de las
puertas, sin duda satisfechos con el resultado y repartiéndose entre ellos
las posesiones de su familia. Sinedrian departía con Argail, probablemente
sobre los términos del acuerdo. Nadie salvo él había reparado en las dos
trasgas que ya estaban a punto de abandonar la estancia. Slar pronunció
una frase que nadie pareció oír, así que la repitió, esta vez gritando.
-¡Un momento, miembros del Consejo, un momento!-
El gritó silenció el murmullo de la sala. Slar se dio la vuelta y pudo ver que
también los guardias se habían detenido antes de cruzar las puertas, su
madre y su hermana seguían allí. Cuando volvió a dirigirse al Consejo
encontró a alguno de los Varones con expresión desencajada, Argail le
observaba con los ojos abiertos como platos, las cejas de nuevo enarcadas
y la boca a medio abrir ante aquella intolerable interrupción. Su expresión,
a pesar de todo, denotaba cierta diversión. A su lado Halfax Sinedrian le
dirigía una mirada inquisitiva colmada de asombro, una mezcla de
incomprensión y de asco. Consiguió, sin embargo, que sus palabras no
destilaran otra cosa que hastío.
15
16. - ¿Si, joven? ¿Qué?
Slar volvió a adoptar el tono y la actitud apropiados. –Me preguntaba que
será de mi familia durante las próximas semanas…
Sinedrian dirigió su mirada hacia las dos sombras en el extremo opuesto de
la estancia.
-¡Ah! Eso… Bueno… ¿Qué quieres decir? Son chusma, serán subastadas
como esclavas, como es obvio.
- Si me permitís- intervino Argail- Entiendo la preocupación del joven
Slarion. Al fin y al cabo no hemos concretado en que situación ha quedado
su familia tras nuestro acuerdo. No sería del todo justificado considerarlas
chusma, ya que técnicamente el joven es todavía un trasgo libre, dispuesto
a aprovechar la oportunidad que el destino ha tenido a bien ofrecerle- en
ese momento le sacó la lengua a Slar en un gesto de complicidad.- Pero
claro, tampoco sería correcto considerarlas libres, en primer lugar porque
el único trasgo varón de la casa se va a ausentar una larga temporada, y en
segundo lugar, y es un detalle importante, porque actualmente esta familia
no tiene casa. Difícil dilema, ciertamente.- adoptó entonces una actitud
reflexiva llevándose las manos a las caderas.
-¿Dilema? ¿Qué dilema?- Sinedrian miró perezosamente hacia las dos
trasgas. Son esclavas, es sencillo. - después volvió a fijar sus ojos crudos
sobre el comerciante, al que cada vez comprendía menos, además
detestaba su aire pomposo. Argail volvió a hablar tras permanecer absorto
tratando de responder a lo que él se empeñaba en considerar un dilema
– ¿Sería muy osado por mi parte hacer una última petición al Consejo para
que estas dos… - se interrumpió a sí mismo y miró primero a Slar, que
permanecía tenso y atento a sus palabras, y después a Sinedrian, quien
evidenciaba cada vez más su impaciencia.
-… esclavas permanezcan mientras transcurre el periodo de carencia en el
depósito sin ser todavía vendidas?
Sinedrian miró incrédulo a Tartu. Tras unos segundos cabeceó con
denotada irritación y pronunció una sola palabra.
-Sea.
No fue mucho el tiempo del que dispuso Slar para despedirse de
su madre y de su hermana, apenas el justo para intercambiar unas
palabras con la primera. Su madre dio muestra en todo momento de una
solemnidad y de una dureza que no pudieron por menos que sorprenderle.
Él, sin embargo, evidenció sus dudas al respecto de aquella situación y de
lo ocurrido en la sala. ¿Cómo podría reunir semejante cantidad en tan solo
16
17. ocho semanas? ¿No era aquel extraño e inesperado trato una forma de
retrasar lo inevitable? ¿Y qué sería de ellas si no lo conseguía? Cuando
preguntó a su madre por el proceder de Argail y si era cierto que su padre
lo conocía hasta el punto de dar la cara por ellos de ese modo, ella le
respondió con una seca bofetada. Slar, atónito ante un gesto semejante
por parte de su madre, se llevó la mano hasta el ador de su mejilla y dobló
el cuello buscando a Argail, que supervisaba la escena a escasa distancia.
Lo encontró mirándole sin perder detalle, el mercante enarcó de nuevo las
cejas en un gesto que esta vez no supo interpretar pero que le hizo sentir
una terrible vergüenza. Su madre reclamó de nuevo su atención tirando de
su cuello hasta que su oreja estuvo a la altura de sus labios.
– Debes ir a Miramar, averigua lo que le ocurrió a tu padre. Tenía allí un
negocio en ciernes que todavía sigue siendo la única esperanza que
tenemos.
Fue entonces cuando le susurró las instrucciones que más tarde le
conducirían, primero hasta la llave oculta bajo una baldosa del comedor, y
después hasta el viejo arcón del desván. Por último su madre tomó su cara
entre sus manos y le habló mirándole a los ojos fija e intensamente, quizás
con un atisbo de dulzura, y le instó a no desaprovechar la oportunidad que
tenía en sus manos al margen de las dudas que pudiera albergar sobre los
últimos acontecimientos. Sus últimas palabras las pronunció muy despacio.
-Tu única oportunidad está en lo que él sabía.
Y ahora se hallaba en aquel desván al que ya nadie subía nunca,
rodeado de trastos inservibles, tratando de encontrar allí alguna clave a
tanto sinsentido. Dirigió su mirada al interior del arcón, allí debía haber
algo, y ese “él” al que se refería su madre no debía ser su padre sino su
abuelo, quien empezaba a tener cada vez más claro que tenía algo que ver
con todo aquello, aunque no imaginaba que podía ser. Tomó de nuevo el
cartapacio y sacó el mapa grande, lo extendió y lo inspeccionó, esta vez al
detalle. Volvió a leer los nombres escritos en él: Miramar, el que se había
convertido en su nuevo y obligado destino a partir de ese día, Montevil,
Cienfuegos, todas ellas importantes ciudades de Las Tierras Fronterizas,
pero también Siempreinvierno, Rocanegra, Las Colinas Áridas… Observó
que en cada uno de esos lugares figuraba un número y que no parecían
seguir un orden concreto. Levantó la mirada y tras quedar un rato
pensativo alcanzó uno de los diarios y comenzó a pasar sus páginas. Poco a
poco fue encontrando los números. Cada uno de ellos parecía hacer
referencia a cosas distintas, a objetos que aparecían dibujados, algunos de
17
18. ellos ciertamente extraños. Reconoció fácilmente dos de ellos, el primero
era claramente la silueta de un dirigible. Su ubicación, una vez se trasladó
al mapa, se correspondía con el Alcázar de las Tormentas, sin duda un
buen lugar para perder una nave. El segundo despertó aún mucho más su
interés, pues era el mismo extraño símbolo que antes había encontrado en
la lámina troquelada, y junto a él figuraba otra palabra que acabó de
captar toda su atención, esa palabra era Carbón. Su abuelo la había
rodeado con un círculo con tal empeño que la hoja había quedado
traspasada por su trazo. Buscó el número siete en el mapa y lo encontró,
estampado encima de un nombre: Sobrepiedra.
18
Pistola ligera con
munición.
Máscara antigas
de cuero y filtros
laterales.
Objetos encontrados por Slar pertenecientes a su abuelo.
19. 19
SEGUNDA PARTE: LA TRAVESÍA
A la mañana siguiente Slar se presentó puntual en el puerto, la
agitación y el trasiego allí era el habitual a esas horas. El de Puerto Ceniza
era el más grande e importante de los que había en las cinco islas que
conformaban Puertos Grises, aunque no todos funcionaban. Cada uno de
los nombres con el que se referían a esas islas era un fiel reflejo de su
aspecto, de su situación y de su utilidad. Solo una de ellas, además de
Puerto Ceniza, albergaba actualmente población trasga. Sin embargo
Puerto Ruina, anterior capital del archipiélago, apenas era ya una sombra
de lo que antaño fue. Las enraizadas disputas entre hombres y trasgos
acabaron por cristalizarse en una larga guerra que se prolongó durante
diez años en sus costas y que apenas había terminado hacía otros tantos
con la casi total devastación de sus infraestructuras. El pueblo trasgo sufrió
con ella un severo golpe que se vino a sumar a las incontables derrotas y
pérdidas padecidas, y que le llevaron a dejar muy atrás en el tiempo su
pasado hegemónico. Otra de ellas, Puerto Escombro, no era otra cosa que
el islote donde iban a parar todas las máquinas inservibles tras alcanzar el
extremo de lo deplorable, lo cual era decir mucho, ya que la mayoría de las
que hacían funcionar Puerto Ceniza estaban ya en grado de considerarse
en ese estado. Fuera como fuese habría resultado imposible para nadie
sobrevivir allí, se decía incluso que en ese lugar no había habido nunca isla
alguna hasta que comenzaron a verter sobre aquellas aguas las cantidades
de basura industrial que componían su paisaje. Puerto Escoria era otra
cloaca donde era destinado el residuo esponjoso que resultaba tras la
combustión del carbón. Su aire era irrespirable, incluso con las máscaras
puestas. Y por último Puerto Carroña, llamada así por ser la isla donde
quedaban abandonados muchos de los gigantescos cadáveres de
cachalotes tras serles extraídas las sustancias y materiales que a los trasgos
les interesaban. Su carne, que no era su producto más preciado, quedaba a
la intemperie, pudriéndose con el paso del tiempo y alimentando a las
arpías que campaban a sus anchas por la isla. Solo después de que
hubiesen dejado los esqueletos completamente pelados enviaban los
trasgos a los golems y a la chusma para recogerlos.
Divisó fácilmente el barco de Argail, un poderoso buque de carga
en el que ultimaban las últimas tareas antes de zarpar. El comerciante
daba algunas instrucciones a su dotación subido a uno de los raíles por
20. donde varios golems empujaban, entre ruidos mecánicos de rotores y
bielas, las cargadas vagonetas hasta la rampa de acceso a la nave. En
cuanto le vio acercarse extendió los brazos para recibirle, aferrándole de
los hombros cuando lo tuvo delante. Slar no tenía claro como comportarse
delante de él, ni en calidad de que. Conocía el trabajo del mar aunque
nunca había acompañado a su padre tan lejos como para alcanzar si quiera
a ver el continente. Tan solo había faenado en las cortas travesías que su
padre realizaba por los puertos de las islas trasgas o hasta algún que otro
islote algo más alejado donde se daban cita numerosos comerciantes. Era
en esas islas que salpicaban las latitudes imprecisas del Mar de la Bruma
donde Slar había conocido por primera vez a algunos miembros de las
otras razas.
Los hombres, a los que también se les conocía como marinos,
pues dominaban desde sus ciudades la mayor parte de las costas
continentales y de las islas cercanas a ellas, se consideraban a si mismos
los dueños del mar, y era por esta y por otras muchas razones que Slar, y la
mayoría de los suyos, los consideraban altaneros al tiempo que vulgares.
Sin embargo su relación con ellos era inevitable. Pero su desprecio por los
hombres no podía compararse ni de lejos con el que sentían los trasgos por
la raza gnoma. No eran muchas las que podían encontrarse tan alejadas de
tierra firme, pero las integrantes de esta raza gozaban también de una
considerable reputación como comerciantes, alcanzando posiciones muy
elevadas en el orden social de algunas de las ciudades más importantes de
Las Tierras Fronterizas. Cuando Slar había visto a alguna de ellas en los
mercados, intercambiando mercancías con los hombres e incluso
adquiriendo productos trasgos como grasa y carne de ballena,
experimentó el profundo rechazo por ellas que tanto la historia como la
cultura trasgas habían inoculado en cada uno de sus individuos. El hecho
de que fueran las hembras las encargadas de dedicarse a la ejecución de
labores tan relevantes como la navegación, el comercio o la guerra, y que
los miembros masculinos permanecían en el hogar haciéndose cargo de la
crianza de su prole, o de otras tareas menores, era lo que le producía
mayor repugnancia. Jamás hubiera osado dirigirles la palabra a tan
despreciables hembras, aunque debía aceptar que otros trasgos se
tragaran su orgullo y comerciaran con ellas. Recordaba la decepción que
experimentó la primera vez que descubrió a su padre tratando con una
enana cuando le vio como entregaba a aquel achaparrado y robusto ser
unas telas a cambio de varias piezas metálicas que admiraba con deleite.
20
21. Ningún trasgo se acostumbraba a tales relaciones, aunque fuesen
puntuales.
Slar se dispuso a arrimar el hombro y comenzó a enrollar una de
las maromas que había quedado suelta tras ser desprendida de su
amarradero, pero Argail lo detuvo y le instó a volver con él.
- Pensaba que tu intención era que trabajase para ti.
- Dime, joven Slarion ¿Eres unos esclavo? ¿Eres uno de estos?- Argail
señaló a distintos trasgos que faenaban en silencio alrededor.
-La verdad, todavía no lo se.
Argail apresó del brazo a uno de ellos y lo atrajo de un violento tirón hacia
él. El trasgo se mantuvo quieto tras la sacudida, sin esbozar un gesto y con
la cabeza gacha.
- Mírale ¿Te parece que es como tú? Yo no trabajo con trasgos libres, joven
Slarion, Mi tripulación es chusma, galeotes. ¿Eres tú un galeote?
Slar observó al trasgo que tenía en frente, debía de ser poco mayor que él,
llevaba sueltos los largos y gruesos mechones de su cabellera que le
cubrían gran parte del rostro. Argail volvió a hablar, esta vez dirigiéndose al
galeote.
- Hreg, mira a este trasgo ¿Te parece que es chusma?
El esclavo permaneció inmóvil, sin decir palabra. Slar comenzó a sentirse
incómodo. Argail volvió a hacer la pregunta elevando el tono. El galeote le
miró sin alzar la cabeza y contestó.
- No Argail
- ¿No qué?- insistió el mercante.
- No me parece que sea chusma.
Argail mostró una sonrisa de satisfacción ante la respuesta.
- Por supuesto, porque no lo es. A partir de ahora él será el nuevo capataz.
Díselo al resto.
- Si Argail.- y tras estas palabras el galeote se alejó, no sin antes lanzarle
una profunda mirada de odio a Slar a la que él, condicionado por el hábito,
correspondió con otra de arrogante desprecio.
Argail continuaba observando a Slar, esperando que sus miradas se
encontraran de nuevo. Cuando por fin lo hicieron volvió a hablarle.
-Ahora ya sabes cual es tu trabajo en mi barco. Sube a bordo.
A medida que el buque abandonaba lentamente las aguas
portuarias Slar veía como la costa se hacía cada vez más pequeña. Observó
como zarpaba en ese momento un ballenero que al poco cambiaba su
21
22. rumbo en dirección opuesta a la que ellos tomaban. Sin duda se dirigía
hacia el sur, donde abundaban las ballenas, los cachalotes y los
mesoplodones1. Los trasgos eran la única raza que se aventuraba tanto y
después de varias generaciones habían acabado convirtiéndose en
expertos pescadores de estos gigantescos peces. Resultaba paradójico, sin
embargo, que ellos no pudieran consumir su carne, no al menos en
grandes cantidades, pues, a pesar de su alto contenido nutricional y de su
elevado potencial energético, el organismo de los trasgos metabolizaba
muy mal la carne de ballena, provocándoles fuertes dolores estomacales y
vómitos. A Slar siempre le había frustrado que, siendo ellos los más
próximos a beneficiarse de una carne y de una grasa tan apreciada por
otras razas, no pudiesen hacerlo, más teniendo en cuenta que la dieta de
los trasgos era pobre e insuficiente. Más de un trasgo había llegado a
encontrar la muerte empujado por la necesidad, en su empeño por
alimentarse con carne de una ballena o de un mesoplodón.
22
Desde la cubierta Slar se despide de Puerto Ceniza…
1 Cetáceo de hercúleas proporciones caracterizado por una gran protuberancia ósea
en su frente con la que es capaz de hundir embarcaciones.
23. A pesar de ello, la pesca de ballenas era una de las actividades que
más beneficios reportaba a su pueblo, ya que la carne era uno más de los
muchos productos que podían obtenerse de ellas, desde los huesos y los
dientes, muy apreciados por los hombres, y sobre todo por las gnomas,
cuyos congéneres masculinos eran grandes tallistas y muy reconocidos
artistas, hasta su grasa, que se utilizaba como lubricante. Obtenían
también aceite de jabón y de cocina, margarina e incluso tabaco. El bulbo
de sus cabezas contenía una codiciada sustancia que servía para fabricar
pulimento, cosméticos, cremas, pomadas médicas y velas, así como
también lámparas de aceite de casa. El aceite de cachalote se usaba como
antioxidante, algo que para ellos resultaba especialmente útil de cara al
mantenimiento de su cada vez más atascada tecnología y sus intestinos
producían una sustancia conocida como resina gris, la cual, cuando se
exponía al sol, se oxidaba y se convertía en un mármol sólido y aromático.
Se decía que ese material gris y aceitoso producía un aroma tan placentero
cuando se calentaba que era usado en el continente como una adición a
perfumes por su habilidad para hacer que las fragancias durasen más. Una
sola gota de resina gris sobre una hoja de papel podía llegar a durar más de
cuarenta años, y su aroma permanecía en los dedos por varios días, incluso
después de lavarse. Y más aún, era una sustancia muy codiciada entre
brujos y nigromantes. Slar no entendía como en el continente eran tan
preciados los productos destinados a la estética y al ornamento, cuya
funcionalidad era completamente nula y sin embargo poseían gran valor. Y
resultaba más que curioso que fuese gracias a ellos que su pueblo, siendo
ajeno a todo tipo de artificios, accediera al comercio con las otras razas y
con el mundo.
Todos estos materiales eran tratados y producidos en las plantas
de fabricación que se dispersaban por todo Puerto Ceniza, dentro de ellas
la chusma alimentaba y hacía funcionar aquellas cada vez más renqueantes
máquinas, inundando de humo gris y negro la atmósfera de las islas. Los
productos obtenidos eran transportados en buques como en el que ahora
viajaba Slar y vendidos en las ciudades costeras, entre cuyos puertos el de
Miramar era el más grande y próspero. En el viaje de vuelta esos mismos
barcos regresaban ingentemente cargados de carbón y de otros minerales,
aunque las cargas cada vez resultaban menos abundantes. La explotación
de las minas estaba desde hace algo más de un siglo en manos de los
hombres, de ciudades como Miramar y Montevil, y era realmente
complicado para un trasgo hacerse con el derecho de explotación de una
23
24. de ellas, por pequeña que fuese, tan difícil como obtener la exclusiva del
transporte con un mercader o con un productor, y tan solo para circular
libremente por Las Tierras Fronterizas se requería de un salvoconducto que
muy pocos trasgos tenían en su poder.
En todo el continente tan solo había un lugar donde los de su raza
se habían establecido de manera permanente. Se trataba de la colonia de
Aguasfrías. No era muy grande, la componían unas cien familias
concentradas en un mismo espacio del que habitualmente casi ninguno de
los trasgos allí asentados se alejaba. Sin embargo era un lugar importante
en Las Tierras Fronterizas, pues a esta colonia acudían a menudo
comerciantes e incluso destacadas figuras de las ciudades más impor-tantes.
La columna de humo que manaba del ballenero estaba ya a punto
de desaparecer en el horizonte. Slar dejó marchar al barco y se concentró
en el desolado aspecto que ofrecía su hogar. Todavía divisaba levemente la
cortina de copos de ceniza que caían sempiternamente desde el cielo, él
no había visto nunca eso a lo que llamaban nieve pero suponía que debía
de ser algo parecido. El gusto de su pueblo por los términos descriptivos
conseguía que realmente el nombre de su isla hiciera honor a lo que era.
Pensó una vez más en su madre y en su hermana, y las imaginó sepultadas
en ceniza.
Vio como Argail se aproximaba a él desde proa. Seguía aún sin
saber exactamente que esperaba de él. Ejercer de capataz suponía
encargarse de dirigir a la tripulación, dar órdenes y comandar el navío bajo
la supervisión del capitán, que en este caso era el propio Argail. Pero él no
tenía los conocimientos necesarios para hacerse cargo de un barco de
semejante eslora. Además, Argail no le consideraría chusma, pero le había
colocado en una complicada situación frente al medio centenar de
galeotes que integraban aquella tripulación. La mirada que le había dirigido
el tal Hreg le había dejado bien claro que su presencia no les agradaba y
que no le iban a hacer nada sencilla la travesía.
Cuando el mercante estuvo frente a él resolvió todas sus dudas.
-No quiero que ninguna de estas ratas perezosas haraganeen, si no me
harán perder tiempo y beneficios. Ya casi no acostumbro a embarcarme ni
a realizar largas travesías, pero esta es un poco especial. Además, en
ocasiones conviene hacerlo para poner un poco de orden en la tripulación.
24
25. No espero otra cosa de ti que no sea mantener a esta sarta de vagos en
movimiento. Mientras haya viento quiero las velas a todo trapo y si el mar
está en calma haz también uso de los remos. Abajo tengo seis golems
remeros pero los galeotes deben también hacer honor a su nombre. –
Argail lanzó una mirada sobre cubierta y después señaló a sus esclavos.-
Hoy en día estos infelices resultan mucho más baratos que el poco carbón
que transportamos. He traído suficientes como para perder unos cuantos
por el camino si es preciso.- el mercante se ajustó el cuello de la capa,
resguardándose del frío. Levantó la vista al cielo y después la posó sobre
las aguas.
-¿Ves? Sopla viento y el mar está lo suficientemente manso. Nuestra
primera escala será en las Islas Angostas, tengo mercancías que debo
descargar allí. Ya sabes cuales son las órdenes y donde está tu puesto. –
comenzó a caminar pero se detuvo un momento y, sin volverse, añadió. – Y
yo siempre tengo prisa.- tras estas palabras se alejó y se introdujo por una
puerta en el interior del barco.
Slar se situó en medio de cubierta, se armó de valor y gritó procurando que
su voz rugiera.
-¡Timonel! ¡Rumbo norte, a las Angostas! ¡Marineros! ¡Navegaremos sin
usar las tripas! ¡Izad las velas! ¡A todo trapo! ¡Galeooootes! ¡A los remos!
¡Ya!
Había transcurrido una semana desde que partieran de Puerto
Ceniza, la escala en las Islas Angostas apenas supuso una mañana y el
trabajo de Slar no resultaba en sí mismo demasiado complicado. No tenía
que asumir ninguna tarea física, sino dar órdenes a babor y estribor y
supervisar a cada uno de los marineros de a bordo, así como abastecer de
energía a los golems cuando éstos comenzaban a evidenciar fallos de
ejecución. Como buen capataz sentía que el odio y la rabia de los galeotes
se le clavaban en el cogote cuando les daba la espalda. Con Argail cruzaba
a diario varias palabras, pero, desde que zarparan, el mercante había
perdido la elocuencia que demostró ante el Consejo de Varones
Propietarios. No expresaba aprobación ni tampoco lo contrario ante el
trabajo realizado por Slar, pero éste notaba como sometía a escrutinio
cada rincón del navío con mirada rigurosa. Los primeros días Slar temblaba
solo con verlo aparecer, pero viendo que no le hacía reproche alguno,
comenzó a relajarse progresivamente. Aún así todavía no comprendía que
es lo que esperaba de él.
25
26. En alguna ocasión la conversación se alargaba algo más de lo
habitual y gracias a eso Slar pudo conocer un poco más del trasgo que,
incomprensiblemente, le había salvado la vida. Así supo que Argail
renegaba en privado de la insistencia de su pueblo por vivir anclados a un
pasado que quedaba ya tan lejos que apenas recordaban, empeñado en
subsistir de los nublados, casi borrados, vestigios de su Historia. Las
máquinas que tanto veneraban eran ruinosas y lentas reliquias que apenas
funcionaban pero que se obcecaban en arreglar cuando ni si quiera
conocían su funcionamiento. Eran trazas de una cultura que no parecía que
fuera suya a tenor del desconocimiento que mostraban sobre ella. Argail
parecía un trasgo atípico, apostaba por ampliar fronteras, por relacionarse
con las otras razas, y para su asombro, y también asco, que Slar digería en
silencio, no tenía ningún cuidado a la hora de negociar y tratar con
hombres y gnomas. Era consciente de lo complicado que para un trasgo
resultaba prosperar en Las Tierras Fronterizas, pero no tenía remilgos en
tragarse el tan defendido orgullo de su raza para hacerse un hueco lejos de
Puertos Grises, pues, a pesar de haber alcanzado una elevada y distinguida
posición allí, de nada le satisfacía si el reconocimiento se limitaba a los
suyos. Algunos eran tenidos en cuenta en Entretierras, desde luego, pero
solo unos pocos. Ese maldito Sinedrian y sus consejeros no permitían que
ningún otro trasgo pudiese medrar debidamente, pero ellos si. Desde
aquel oscuro edificio mantenían relaciones económicas con los poderes de
Miramar, de Motevil y de otras ciudades mientras controlaban a su pueblo,
pero se conformaban con preservar las cenizas, las ruinas y los escombros
de su pasado, siendo despreciados por el resto de los habitantes de Las
Tierras Fronterizas que los trataban poco menos que como escoria, casi
carroña. Sinedrian, ese cochino prestamista y sus usureros, financiaban a
hombres distinguidos y poderosos, e incluso también a enanas dignatarias,
mientras que él debía conformarse con migajas. Slar se percataba de como
el mercante se exaltaba al hablar de todas estas cosas y de que, cuando se
daba cuenta de su propia excitación, se esforzaba en atemperar sus
palabras.
Pero él tenía sus propias preocupaciones. Cada noche se
encerraba en su camarote con el pensamiento puesto en Miramar, donde
confiaba en encontrar alguna pista sobre el destino de su padre y del
importante asunto que le había llevado hasta allí, y sobre todo se sumergía
en el diario, en los mapas y en los planos de su abuelo. Tenía que
encontrar en ellos algo que pudiera ayudarle a salir de aquella espiral de
26
27. desventuras que lo había absorbido de la noche a la mañana. Descubrió
que los cuadernos contenían mucha información; su abuelo había dejado
constancia de las diversas escalas realizadas con su aerostato en un viaje
que, desde su partida hasta su regreso, se había prolongado varios años.
De entre todos estos lugares parecía que era en Miramar donde comenzó a
realizar grandes descubrimientos. Sin embargo, y al mismo tiempo que
relataba sus experiencias, en otro de los cuadernos, en el último, Urial
Kardasian había narrado otra historia, la del pueblo trasgo, que se
remontaba a los tiempos en que éstos alcanzaran su apogeo y se
convirtieran en dueños y señores de Acronia, aunque las cosas, tal y como
su abuelo las contaba, no parecían encajar con ese glorioso pasado al que
ellos se aferraban. Las palabras escritas por él le produjeron primero
desconcierto, después perturbación, finalmente indignación y ofensa y en
su última parte una profunda tristeza. Pero ¿Qué estaba diciendo? ¿Cómo
se atrevía a llamarlos, a ellos, a los trasgos, lacayos? A medida que
avanzaba en la lectura la rabia que sentía solo fue superada por su terror…
27
Escrito en los días cortos del Año 294.
Comienzo a escribir estas primeras líneas en los últimos días de mi
existencia, dispuesto a relatar precisamente los motivos que me han
conducido hasta este triste final, el mío, impuesto por el orgullo de un
pueblo, el mío también, que prefiere continuar sumido en el
desconocimiento y el engaño antes que afrontar la cruda verdad de sí
mismo.
Nuestra Historia no es como nos la han contado, los tiempos duros y
lamentables en los que hogaño nos hallamos inmersos no son un de eco
deformado de la gloria que vivimos antaño. No somos un pueblo caído en
desgracia por los ardides de otros que quisieron frenar y derribar el
esplendor que alcanzamos. Nos empeñamos en descargar sobre ellos la
culpa de nuestro infortunio, pero el odio y el rechazo que cosechamos hoy
son el fruto del pavor que en su día sembramos, cuando lo expandimos a lo
largo y ancho del mundo. Aún así, tan triste y miserable es nuestro pueblo,
que ni tan siquiera podemos atribuirnos tan dudoso mérito, pues no fuimos
nosotros, los trasgos, los artífices de tan horrible hazaña. No fuimos
nosotros, sino Ellos. Los trasgos ocupamos el más despreciable de los
lugares, pues fuimos sus servidores.
28. ¿Quienes eran ellos? Nunca pensé que la respuesta a una simple pregunta
pudiera suponer semejantes consecuencias. Con razón los individuos que
poseen un mayor conocimiento de las cosas deben ser también los más
valientes. Se necesita reunir mucho valor para asumir la verdad, y nuestro
pueblo ha sido siempre profundamente cobarde. Ellos eran… Los Elfirren.
Elfos. ¿Pero qué sabemos de ellos? Nos contaron que llegaron un día y se
hicieron los dueños y señores de nuestro mundo. ¿De dónde vinieron? Nos
dijeron que llegaron de más allá de los antiguos bosques de
Siempreinvierno, de los confines del Páramo Helado. ¿Qué eran? Reyes
brujos, poseedores de ancestrales y terribles poderes que se escapaban a la
comprensión de cualquier otra raza. ¿Qué hicieron? Redujeron una a una a
todas las naciones, ciudades y pueblos. A todos, a todos menos a los
trasgos. Nos convertimos en sus aliados y juntos conquistamos y
sometimos Acronia durante cinco siglos, hasta que esas malditas gnomas
iniciaron una rebelión que terminó por desembocar en la Alianza, que
arrinconó a nuestro pueblo en estas islas alejadas y desprovistas de
recursos. Se vengaron de nosotros por domeñarlos durante tantos y tantos
años. Y nuestros socios desaparecieron.
Pero todo eso es MENTIRA, pues el primer pueblo sometido fue el nuestro.
Aprovecharon con suma astucia nuestra codicia, nuestra ambición, y sobre
todo, nuestra debilidad.
Nos jactamos, nos vanagloriamos, del pasado trasgo ¿Por qué? No éramos
un pueblo unido antes de su llegada. Al contrario, errábamos dispersos por
el mundo, sin reconocimiento, ya entonces perseguidos, y sin patria.
Cuando los Elfos, con su magia, y con los extraños artefactos que portaban,
conquistaron fácilmente las tierras de Frasia y Venuria, nos postramos
raudos a sus pies. Nos sedujeron con sus lisonjas, con sus metales
brillantes, con sus ignotas máquinas, y con el Vapor. Fue cuando nos
entregaron el Vapor cuando nos convertimos en sus acólitos. No ¡Si al
menos hubiera sido así! Nos convertimos en sus siervos.
Nos convirtieron en sus látigos entregándonos látigos a nosotros. Y nos
ensañamos con las otras razas; con los hombres, si, y por encima de todas,
con los gnomos. Por todos los años de anulación, de desprecio, de maltrato,
pero sobre todo por más Vapor. A ellos, a los gnomos, las encerramos en
28
29. las asfixiantes minas de carbón, día y noche, noche y día, hasta que solo
hubo noche, una noche eterna que duró cinco siglos. Convertimos
Rocanegra en el peor espanto imaginable, los vagones que surcaban las
entrañas de la montaña emergían rebosantes, unos de piedra negra y
otros de cadáveres de turbantes2, de esclavos mineros que escupían en
aquellas profundidades su último aliento junto con restos purulentos de su
organismo.
Talamos los árboles hasta arrasar los bosques, penetramos con aquellos
monstruos mecánicos hasta el corazón del Bosque Viejo y arrinconamos a
los duendes, aplastándolos contra el Espinazo del Dragón. Les despojamos
de su hábitat y de su esencia.
Los hombres se sometieron, se rindieron ante la devastación de las
máquinas, ante el humo negro tras el que se ocultaban los Elfos. Solo los
bárbaros del oeste, la minoría integrante de la Horda Graor Gull que vivían
en las tierras ásperas, se vieron apenas salpicados por tantos siglos de
tragedia. El resto vieron cómo sus ciudades fueron arrasadas, sus cultivos
devastados, sus costas contaminadas. Su libertad se vio truncada,
arrebatada, cuando sus reyes y sus nobles se inclinaron ante los Elfos para
preservar parte de sus privilegios, pero eran nuestras botas manchadas de
hollín las que les ahogaban cuando sus cuellos eran pisoteados. ¿Cómo
esperábamos no recibir otra cosa que odio por parte de todas las razas?
Hubo varios intentos de rebelión. Cuando los silfos, un pueblo sumamente
respetado por el resto de razas, dada su extremada dignidad y sensibilidad,
se resistieron a tanta injusticia, su reino, Sobrepiedra, fue aplastado tan
brutalmente por huestes mixtas de elfos y trasgos que su raza fue práctica,
sino totalmente, extinguida. Lo que hicieron en aquel lugar y lo que quedó
de él me resulta, literalmente, imposible de describir. Peor aún, me falta el
valor para rememorar lo que allí encontré…
No fue hasta siglos después que las gnomas, hartas de ignominiosa
explotación, se sublevaron, expulsándonos de Rocanegra. Pero ¿Cómo
íbamos a suponer que serían ellas, precisamente ellas, quienes se
sublevaran? Las gnomas se dedicaban a tareas menos físicas y desde luego
menos duras, y se alimentaban mejor, y al tiempo alimentaron también sus
29
2 Esclavos gnomos de las minas de carbón de Rocanegra.
30. ansias de rebelarse, y si hubieran tenido tiempo, a buen seguro que se
hubieran vengado. Hartas de ver como los padres de sus hijos soportaban
lo indecible y morían de sufrimiento y extenuación, se levantaron con tal
fiereza que alentaron al resto de razas a hallar el coraje para acompañarlas
en su propósito. Y realmente ¡Qué fieras eran! Poco tiempo después, los
duendes del Bosque Viejo, horrorizados por la industria trasga y por la
magia élfica, se unieron a ellas. Y con el apoyo de las tribus bárbaras ogras
y humanas del otro lado del Espinazo del Dragón, la rebelión podía llegar a
triunfar, porque llegado el momento siempre surge el valor.
La reacción de nuestro pueblo fue lo que definitivamente dio la victoria a la
Alianza, ya que los trasgos nos mantuvimos neutrales permitiendo el paso
a los rebeldes y dejando a los Elfos sorprendidos, los cuales, a pesar de sus
extraordinarios esfuerzos, se vieron superados.
La terrible batalla librada dejó a su paso un reguero de muerte y
destrucción, la magia convocada por Ellos fue terrible. El cielo ardió con
una luz blanca y cegadora que arrasó con las ciudades y sus ejércitos.
Fueron cientos de miles los que murieron aquellos días. Se abrieron brechas
placares de las que surgieron criaturas durante mucho tiempo olvidadas y
que durante años asolarían Acronia. El clima quedó severamente afectado
y el Gran Invierno llegó al mundo, obligando a los duendes a abandonar sus
bosques de Siempreinvierno a riesgo de morir congelados. La enfermedad
brotó y pació por las tierras de Frasia y Venuria, y el hambre y el caos
fueron totales. Y aquello duró otros cien años que vinieron a conocerse
como el Siglo Trágico.
Los Elfirren murieron, o sencillamente desaparecieron, envueltos en el
mismo misterio con el que se presentaron. Los trasgos debimos asumir en
solitario, aunque merecidamente, el resultado de tan terrible
protagonismo. Si la venganza sobre nosotros no fue más dura y no nos
exterminaron como a ratas fue porque nos mantuvimos al margen cuando
la hegemonía de los Elfos se vio por fin severamente amenazada, pero no
colaboramos tampoco en su derrota. Actuamos como un pueblo que, ante
la duda de saber quien se alzaría con la victoria, se mantuvo a la espera. No
hay orgullo en nuestra raza, no hay honor en nuestro pueblo, y valemos
todos nuestros padecimientos.
30
31. Cuando, tras años de viaje y descubrimiento, regresé con los míos y traté de
desvelar las razones que hacían de nuestro presente una realidad tan dura
y hostil, y que estaba en nuestras manos poder cambiarla, asumiendo la
responsabilidad y la deuda que tenemos para con el mundo, desterrando
los prejuicios que arrastramos fruto de nuestro miedo y aceptando que
seguimos siendo esclavos de un pasado en el que fuimos al tiempo siervos y
garras del terror, fui silenciado y apresado. Quise explicar ante el Consejo
de Varones que los rencores que depositamos en otras razas,
especialmente en la gnoma, no responden a las afrentas que éstas
causaron a nuestro pueblo, sino a nuestra mezquina y hueca obstinación
por no querer aceptar su resentimiento hacia nosotros. Nuestras propias
hembras sufren hoy el maltrato de nuestra sociedad porque nos recuerdan
que fueron otras madres las que iniciaron nuestra caída, devolviéndonos al
oscuro lugar del que procedemos. Por eso las arrinconamos, las
ninguneamos, las depreciamos. ¡Por compasión, ellas son nuestras madres,
nuestras hijas, nuestras hermanas, nuestra sangre! Nos esclavizamos ente
nosotros, dividiéndonos entre trasgos libres y chusma, solo para que unos
puedan experimentar y rememorar la única forma de poder que conocimos.
No mediante el honor, no mediante la verdad, no mediante la justicia, sino
mediante la clase. ¡Y eso es mezquino, es cruel, es espantoso! Debemos,
como Pueblo, alcanzar por primera vez en nuestra historia la Dignidad que
nunca tuvimos.
¡Y nos atrevemos todavía a hablar de orgullo y gloria! Hoy Las Tierras
Fronterizas son un reflejo de las naciones que un día fueron, pero jamás se
nos devolverá a nosotros una gloria que nunca alcanzamos. Al contrario,
nos mantendrán siempre alejados y controlados, pues saben del peligro de
nuestra codiciosa e insensible naturaleza. Y nuestra sociedad continua
siendo el espejo del odio y del miedo que volcamos sobre los débiles,
porque sin ellos los fuertes no serían fuertes. ¡Sistema perverso y
degradante el nuestro!
¿Mérito y Esfuerzo? ¿Qué meritos y qué esfuerzos son esos cuando están
asegurados por la Herencia que garantiza que sean siempre los mismos
quienes dominen a los que, nacidos en condiciones desfavorables o
desamparados por completo, se ven abocados a perpetuar su miseria?
Todo esto declaré, palabra por palabra, ante el Consejo. Y me respondieron
con la muerte (…)
31
32. El diario continuaba dedicando varios párrafos a su hija. Se dirigía
a ella en un tono dulce y cariñoso, totalmente impropio en el lenguaje y las
formas de un trasgo, pero absolutamente acorde con la disidente visión de
su abuelo. Se lamentaba por no poder dejarle nada en herencia, y también
se lamentaba de lamentarse por ello, ya que, a pesar de ser ésta una
cuestión a la que él se oponía hasta el punto de llevarle a la muerte, era
por desgracia el único modo de asegurarle un futuro lejos de las penurias
de la chusma. Se lamentaba igualmente de verse obligado a dejar lo poco
que tenía a nombre de su yerno, al que había llegado a coger aprecio y
consideraba un trasgo con excelentes potencialidades, no solo en lo
referido a su habilidad e inteligencia, sino también a su sentido de la ética.
Le legó la embarcación con la que había regresado de su viaje, y en cuyo
interior encontraría algo que al principio sin duda le sorprendería, pero
que después, y confiando en su perspicacia y perseverancia, acabaría
comprendiendo.
Slar cerró las páginas con lágrimas de espanto y de impotencia. No
quería validar las palabras de su abuelo, pero al mismo tiempo se le
antojaba doloroso y difícil dar por mentira la truculenta interpretación que
había hecho del mundo que él conocía. Durante el día deambulaba por
cubierta, comandando la nave, dando órdenes de un modo casi
automático. Hacía varias jornadas que no avistaban ningún barco y el mar
continuaba en calma, aunque desde que abandonaran las Angostas, el
viento había dejado de soplar con intensidad. Argail le había concedido su
permiso para que pusiera en marcha unas tripas secundarias que ayudaran
a los galeotes a impulsar la nave, pero se había negado a conectar la tripa
principal. No tendría tanta prisa después de todo, pensó Slar. Cuando
supervisaba a los remeros y se situaba frente a los bogavantes3,
rememoraba las palabras de su abuelo y sus duras críticas a la esclavitud y
sentía como un sabor a hiel inundaba su boca. Por momentos creía
comprender justificadas sus dudas, e incluso sus reproches, pero cuando
sus ojos se tropezaban con los de Hreg o con los de algún otro de los
galeotes, sentía como la hostilidad con que le miraban le atravesaba el
cráneo. Entonces regresaban a él tantos años, tantos siglos, de costumbre
y conveniencia, y les respondía con órdenes y amenazas.
Pero la información que halló en los otros cuadernos resultaba, si
cabe, aún más inquietante y reveladora. Las primeras páginas no llamaron
32
3 Remero experimentado que ocupa el primer puesto de cada banco.
33. especialmente su atención; describían los primeros meses del viaje y
algunos de los lugares por los que su abuelo pasó eran los mismos por
donde él acababa de hacerlo o por donde lo haría en poco tiempo.
Después narraba sus aventuras por lejanas aguas en busca de objetos y
reliquias místicas a las que él otorgaba un gran valor, pero fue a partir de
que atracara en Miramar cuando las cosas comenzaron a ponerse más
interesantes…
33
Primavera del Año 291.
(…) Amerizamos en el puerto de Miramar ante el asombro de los marinos,
comerciantes y empresarios que allí trajinaban, que repartían su
incredulidad entre nuestra aeronave y su tripulación. No podían determinar
cual de aquellas dos cosas era lo que les impedía cerrar la boca; si la
embarcación a la que acababan de ver descender del cielo, o si los trasgos
que la gobernaban. La admiración que les producía lo primero era ahogada
por el recelo que les causaba lo segundo. Aún así, la curiosidad suele ser
siempre el mayor de los impulsos, y unos cuantos se acercaron hasta
nuestro aerostato para observarlo más de cerca. Los aeronautas
afianzábamos la tela con la red y amarrábamos la nave a tierra firme
mientras todavía pugnaba por alzarse. Mientras tanto, algunos hombres
ya habían formado corrillos en los que, entre murmullos, especulaban
sobre aquello que no acababan de comprender. De repente, una voz se alzó
de entre aquella cháchara de corral y dirigiéndose a los que estábamos en
cubierta, preguntó directamente.
-¿Cómo funciona?
Me di la vuelta y entonces la vi por primera vez. Aquella mujer había ya
alcanzado la madurez, desde luego no era una muchacha. Estaba plantada
en medio de sus conciudadanos con las piernas ligeramente abiertas,
ancladas sobre el pavimento, los brazos en jarras y los pulgares trabados
en el cinto. Me percaté de que el cacareo de sus paisanos cesó al instante y
me pareció que la miraban con cierto respeto. Sonreí tras revisar el globo,
ya casi totalmente estabilizado, y me dirigí a ella hablando a voces.
-¡Con vapor!
Entonces la mujer sonrío y soltó una poderosa carcajada haciendo brillar su
blanca dentadura bajo el sol de la mañana. Miró a izquierda y derecha a
sus paisanos y éstos correspondieron con más risas.
-Ya, con vapor… ¡Y algo más! – y guiñó su ojo derecho.
34. Miré al suelo tratando de ocultar mi sonrisa y demoré unos instantes mi
respuesta.
-Desde luego, pero ese es mi secreto - y le devolví el guiño sacando la
lengua.
-¡Baja! – gritó ella de nuevo -Te invito a un trago, me parece que tú y yo
tenemos mucho de que hablar (…)
(…) Shirania Dénvoros era una mujer atípica, no tanto porque ocupase una
posición de privilegio en la sociedad de Miramar, sino por su carácter
curioso e intrépido. Había comprado su título de Soberana hacía ya unos
cuantos años y gozaba de buenas relaciones, no solo con los otros señores
y próceres de Miramar, sino también de Montevil. Incluso en Cienfuegos su
nombre era sumamente respetado. Sin embargo para los nobles de
Miramar, y especialmente para ella, estos títulos no significaban
absolutamente nada. Si, cierto era que ornamentaban de un modo muy
rimbombante sus presentaciones, sobre todo fuera de la ciudad, pero en el
fondo casi los despreciaban. Entre los poderosos de Miramar se
intercambiaban habitualmente sus títulos entre ellos, o los regalaban,
incluso a humildes taberneros o feriantes sin ninguna clase de poder. Ellos,
y también Shirania, sabían que el único nombre que de verdad contaba, y el
que les hacía acreedores de confianza y les validaba para cerrar
importantes negocios o jugosos asuntos, era el propio. Así, caminando por
Miramar, uno podía tropezarse con herreros, afiladores u hortelanos que
poseían el título de Alteza, de Infante o incluso de Príncipe, y se dirigían
unos a otros tratándose entre chanzas de Ilustrísimas o de Señorías. Hasta
los nobles de verdad se inclinaban, en los días en los que el humor les
sobraba, ante sus propios criados, pues había ocasiones en las que éstos
poseían más alcurnia delante de sus apellidos que ellos mismos. Era el
modo en que tenían de reírse y de ridiculizar a las arcanas y rancias
monarquías y señoríos del Imperio que se extendían fuera de Las Tierras
Fronterizas, más allá de la Empalizada del Este.
Por eso, cuando entramos juntos en la Taberna de la Princesa Marla, muy
cercana al muelle, la Soberana Dénvoros, ejecutó una afectada reverencia
ante la gruesa tabernera, a la que ésta correspondió con una leve
inclinación. Aquella mañana se notaba que estaba de espléndido humor y
la visión de nuestro dirigible acercándose al puerto había elevado su
espíritu tan alto como lo estábamos nosotros en ese momento. Eran ese
tipo de cosas las que despertaban su entusiasmo, porque Shirania, noble y
34
35. acaudalada comerciante, era mucho más que eso, y sus verdaderas
pasiones eran la investigación y el coleccionismo.
En seguida detecté que aquella mujer no era una prisionera de los
prejuicios. Hablaba conmigo de tú a tú, obviando completamente que fuera
un trasgo. Es más, sentía que a su lado desparecía en todos el recelo que mi
raza causaba entre los hombres. Después de varios tragos de licor de hierro
y, al descubrir que yo compartía con ella su afición por la Historia de
nuestro mundo, así como su entrega por el conocimiento y sus ansias de
progreso, me habló ya como se habla a un colega y no tardó en
convertirme oficialmente en su invitado. Cuando más tarde, a bordo de
nuestra nave, le expliqué cual era aquel secreto al que me había referido
anteriormente, se mostró desbordada de júbilo. Le expliqué que en un
principio había probado a elevarla solo con vapor de agua, pero que para
ello se hacía indispensable un globo de tamaño desproporcionado, lo que la
convertía en muy lenta y costosa de maniobrar y extremadamente
vulnerable a la caprichosa Veldrem. Los resultados fueron muy precarios,
pero fue después de que descubriera aquella combinación, que la cosa
realmente funcionó. Shirania atendía mis explicaciones y miraba de hito en
hito todo cuanto le mostraba, pues todo en aquella aeronave, las aletas
que regían la dirección, las hélices locomotoras que la impulsaban, la
precisión y el perfecto funcionamiento de aquel amasijo de poleas,
engranajes, ejes y rieles, le perecía un sumo prodigio.
Me obligó a alojarme en su residencia, un palacete situado a las afueras de
la propia ciudad, muy adecuado a su estilo y personalidad. En él no
faltaban las comodidades, desde luego, pero por encima de todo había
convertido el amplio interior de aquellas paredes en un enorme y completo
taller donde ella, junto con un equipo de varias personas de su confianza,
desarrollaba todo de tipo de experimentos, algunos con más fortuna que
otros. Sus intentos por volar, una de sus pequeñas obsesiones, habían
terminado hasta entonces en fracaso. Le apasionaba la mecánica y no eran
pocos los objetos y artilugios de factura trasga que había logrado adquirir.
No era la única, pues muchos comerciantes y señores de la ciudad se
habían hecho con maquinaria traga tras el expolio que siguió a su victoria
en Puerto Ruina. De hecho los aparatos mejor conservados que quedaron
después de la guerra, incluidas tripas y golems, fueron llevados hasta
Miramar y formaban ya parte del paisaje en los muelles de carga, así como
en otras partes de la ciudad. Ella misma tenía en su poder un golem,
35
36. aunque los llamaban autómatas en Miramar, que después de ser
restaurado con sus propias manos, lucía mejor aspecto que cualquiera de
los que yo había visto nunca en Puertos Grises.
Pero no fue hasta pasado unos días que Shirania empezó a hablarme de su
mayor descubrimiento, que había hecho varias semanas atrás, y que era al
mismo tiempo su mayor inquietud. En una de sus expediciones terminó por
desembocar en las estribaciones de las ruinas de la ciudad de Sobrepiedra.
Ya había llegado hasta allí en anteriores ocasiones, pero no se había a
atrevido nunca a explorar aquellos alrededores, en parte por el temor que
le causaban las historias que sobre ese lugar había escuchado desde niña, y
en parte también porque el acceso a la antigua ciudad causaba la
impresión de ser harto complicado.
No se adentró por tanto, además el aire le parecía sumamente irrespirable,
provocándole, pasado un tiempo, arcadas y mareos. Sentía el ambiente
enrarecido, como poseído de un cosquilleo chispeante que le erizaba el
vello. Cuando vio que su caballo comenzó a caminar con paso tambaleante,
abandonó el lugar sin que en aquella primera ocasión pudiera traerse
consigo otra cosa que una sensación de terror en el cuerpo. Pero su espíritu
curioso e investigador batallaba día tras día con su miedo, y finalmente,
como no podía ser menos en ella, acabó venciendo. Regresó a las ruinas
llevándose máscaras antigas y armada de valor y decisión, dispuesta a
traer de aquel infierno algo más que el rabo entre las piernas. Por suerte no
tuvo que avanzar mucho hasta encontrar algo que le bastara para
considerar que el viaje hasta allí no había sido en balde.
Después de atravesar lo que le pareció una barrera de aire denso, tanto
que casi lo podía cortar con la espada, tropezó y cayó de bruces con una
estructura metálica que sobresalía de la roca. Asustada, a cuatro patas y
casi completamente cegada por aquel aire turbio, tanteó con las manos
una pieza suelta de aproximadamente cuatro pulgadas de largo y una de
grosor. La cogió, y sin detenerse a observarla la envolvió en su capa. Rauda
se quiso levantar, pero sintió un gélido escalofrío recorrer su piel cuando,
de repente, sus dedos rozaron los de otra mano. Quedó al instante fría y
paralizada, porque al mismo tiempo aquella rara niebla le permitió ver a
unos cincuenta pies de distancia una suerte de muralla metálica de
extraños brillos. A pesar de la angustia que experimentaba y de sentir el
roce de aquellas falanges, no pudo evitar contemplar la superficie de aquel
36
37. muro, pues su extraña brillantez resultaba del todo hipnótica. Por fin, tras
permanecer brevemente embobada en aquel trance, recuperó el domino de
si misma, y sin pensárselo dos veces ni tener idea alguna de qué podía
haber al otro extremo de aquella mano, tiró de ella con fuerza. Y al percibir
que levantaba con facilidad un brazo desprendido, inició un apresurado
regreso.
Después de contarme aquello, que yo escuchaba con gran
compungimiento, ya no tenía nada claro querer ver lo que se trajo consigo,
pero no me dio opción. Me mostró primero el objeto. Ciertamente era muy
extraño, tanto por su textura como por su brillantez y por sus redondeados
bordes, que hacían pensar que la pieza no había sido arrancada de ninguna
otra, ya que no presentaba imperfecciones. Pero lo más inquietante ocurrió
cuando Shirania lo colocó frente a nosotros y posó su pulgar sobre unas
pequeñas inscripciones, una suerte de runas que componían un símbolo del
todo ajeno para mí. Tras unos instantes de expectación durante los cuales
no sabía que debía esperar, comencé a percibir un zumbido, al principio
casi imperceptible pero cuya intensidad aumentó hasta tal punto que sentí
como los tímpanos de mis oídos se tensaban. Después, aquella pieza
comenzó, para mi enorme sorpresa, a vibrar, luego a temblar y por último
a bailar bruscamente. Yo alternaba, con los ojos abiertos de par en par,
miradas hacia el objeto que súbitamente había cobrado vida por sí mismo,
con otras que le dirigía a Shirania, esperando que de algún modo me
tranquilizase, pero ella solo me instaba a que continuase observando.
Pasado un rato parecía que aquel metal estuviera a punto de estallar y
finalmente, y para mi espanto, se elevó en el aire verticalmente a una
velocidad considerable para quedar suspendido y estabilizado a la altura de
mis narices, inmóvil, casi desafiante, con el descaro propio de algo que se
sabe en contra de lo imposible. Y allí se quedó. Totalmente atónito no pude
por menos que, tras consultar con la mirada a Shirania, pasar mi manos
por encima y debajo del objeto, como tratando de hallar unas cuerdas
invisibles que fuesen a destapar un truco barato, pero allí no había nada, ni
tampoco truco alguno.
Me costó un rato recobrarme de tan grande impresión y poder atender a
Shirania con mis cinco sentidos liberados de estupor. Cualquier otro hubiera
admitido sin dudarlo que aquel objeto era fruto de brujería, y poco me
faltaba a mí mismo para estar convencido de tal cosa. Pero Shirania tenía
todavía otra cosa que mostrarme, y yo no creía estar preparado en
37
38. absoluto después de lo que ya había presenciado. Por eso fue que, sin
comentario de lo ya visto, ni preámbulo de lo siguiente que iba a ver, me vi
casi empujado en dirección a otra estancia. Una vez en ella me colocó
frente a un contenedor metálico, lo abrió, y de él extrajo el brazo cuyo roce,
semanas atrás, a buen seguro le había arrancado varios años de vejez a la
Soberana.
Cuando finalmente lo tuve ante mí respiré aliviado. Si bien su aspecto era
extraño y distinto de los que yo conocía, aquel era sin duda el brazo
mecánico de un golem. Los engranajes y rotores que estaban a la vista
presentaban un aspecto diferente de los que usábamos en Puertos Grises, y
el color del metal podía parecerse más la pieza que todavía flotaba tanto
en el aire como en mis perturbados pensamientos, pero desde luego nada
en él provocaba mi consternación.
Le hice a Shirania una tímida mueca de decepción ante este nuevo objeto,
pero entonces ella le dio la vuelta y puso frente a mis ojos la parte
arrancada, que estaba a la altura del hombro. Me acerqué despacio hasta
la articulación sin entender el porqué de su petición y entonces
experimenté un respingo que me hizo botar hacia atrás. Respiré hondo y
volví a aproximarme, lívido y con un nudo que cerraba mi garganta. El
metal no presentaba rotura alguna, terminaba al final del brazo
perfectamente acabado. Sin embargo, fusionado a él, encontré un hueso
perteneciente a una criatura, nunca mejor dicho, de carne y hueso, y bien
pudiera haber sido de un hombre, o de un trasgo.
Me dirigí a Shirania espeluznado. ¿Qué significaba aquello? ¿Cómo era
posible? Ella había tenido mucho más tiempo que yo para reflexionar y
seguía sin tener la respuesta, pero quería saber más. En realidad quería
saberlo todo y estaba convencida de que el destino me había enviado hasta
ella para que la ayudase a comprender. No tardó mucho en convencerme
para que los dos regresásemos juntos hasta aquel pavoroso lugar (…)
Después la lectura se hacía complicada, el trazo de la letra era
confuso y la narración errática. A su abuelo debió hacérsele muy difícil
escribir sobre lo que vivió a partir de entonces, pero Slar pudo deducir que
los dos se adentraron en las ruinas y trataron de encontrar algunas
respuestas a las preguntas que les asediaban, alguna de las cuales estaba
38
39. contenida en el primero de los diarios que había leído, aquel en que Urial
Kardasian dejaba escrita una declaración que era también su legado. Pero
en este todo estaba emborronado, confuso e incompleto, había páginas de
él que ya no estaban y Slar apenas pudo sacar nada en claro de la suerte
que corrieron allí dentro.
Cuando abandonaba sus lecturas nocturnas el joven trasgo vivía
en permanente desasosiego. Tenía cada vez más claro que debía llegar
hasta Miramar, aunque no lograba encajar todas las piezas, pensaba
incluso que quizás estaba relacionando en su mente cuestiones que nada
tenían que ver unas con otras, pues la figura de su padre y el propósito de
su último viaje todavía no habían emergido por ningún sitio. Además,
continuaba sin comprender los motivos de Argail para hacer lo que había
hecho por él. En su barco se sentía a merced del peligro, pues no podía
fiarse de nadie y la posición que le había adjudicado el mercante le
colocaba en una delicada situación con respecto a la tripulación. Por otra
parte, las ideas de su abuelo atormentaban y flagelaban su espíritu. De
noche quedaba atrapado en terribles pesadillas en las que se mezclaban
todos los pasajes leídos del diario. Se veía a sí mismo corriendo
despavorido entre nieblas y ruinas mientras sus cabellos chisporroteaban y
ardían, y de la oscuridad surgían garras metálicas que lo apresaban y
tiraban de él. Después, aparecía en el centro de un círculo, de pie sobre
una plataforma metálica vibrante que al momento despegaba y lo elevaba
del suelo. Entonces sentía el impacto de una piedra en su frente que le
hacía sangrar, y luego otro, y otro, y otro. Y alrededor de él, a través de los
regueros de sangre que le anegaban los ojos, podía ver como desde el
borde del círculo un montón de gnomos y gnomas, de hombres y mujeres,
de ogros y ogras y de otras extrañas criaturas que no identificaba, le
lanzaban los pedruscos. Las gnomas chillaban con rabia, los hombres reían
a carcajadas, las mujeres le hacían burlonas reverencias y los ogros y las
ogras aullaban gritos salvajes. Solo los enanos permanecían mudos y casi
estáticos, le miraban fijamente con los rostros demacrados y sus ojos
tristes hundidos en las cuencas. Entonces se inclinaban y, sin mirar si
quiera al suelo, cogían algo con la mano y también se lo lanzaban. Pero no
eran piedras, sino carbón.
Llevaban diez jornadas navegando y quedaban, al menos, otras
tantas para abocar en Miramar, probablemente más, dado el poco viento
que soplaba desde hacía días y que apenas templaba las velas. Los galeotes
39
40. daban cada vez más muestras de cansancio, pues prácticamente no habían
dejado de remar desde que partieran y, a pesar de que todavía se utilizaba
la boga como recurso para impulsar las naves, lo cierto era que ya era poco
habitual. Los barcos trasgos eran muy pesados, dado que contenían mucho
metal tanto en su estructura como en su interior, y precisamente eran las
tripas las que más contribuían a aquel peso, por lo que tenía poco sentido
no aprovechar su potencia propulsora y usar por el contrario, y casi de
forma exclusiva, la fuerza de los galeotes, tal y como Argail parecía
empeñarse en hacer. Tres de ellos ya habían enfermado y se encontraban
convalecientes en la bodega, y a tenor del modo en que los observaba
Argail, Slar temía que en cualquier momento el mercante le ordenase
echarlos por la borda.
Las tripas secundarias continuaban funcionando, pero
prácticamente toda la energía que producían era para las corcovas de los
golems, que Slar cargaba cada mañana a primera hora. Procuraba hacerlo
de uno en uno para que, mientras encajaba las tres brechas de cada una de
las chepas a las tripas, los otros cinco continuaran remando sin
interrupción. Una vez la biela tensaba sus cuerdas hasta su punto máximo,
la volvía a insertar en el dorso del golem para seguir el mismo proceso con
cada uno de los otros cinco. Aquello era sin duda una pérdida de energía y
de tiempo, pues a pesar del trabajo de aquella media docena de
infatigables bogantes mecánicos, éste no resultaba suficiente para lograr
una velocidad mínimamente aceptable. Slar calculaba que aquella nave, en
aquellas aguas, podría llegar a alcanzar, con la tripa principal en marcha,
los ocho o nueve nudos, pero mediante aquel sistema no llegaban ni a la
mitad, y ahora veía que Argail no tenía tanta prisa como le había
anunciado, mientras que él si.
Decidió bajar a la cubierta de la tripa principal, resuelto a
alimentarla por sí mismo si era necesario, en vista de la apatía mostrada
por el capitán de la nave, pero una vez dentro su sorpresa fue mayúscula.
Tardo un poco en reconocerla, sin embargo después de examinarla con
atención y de dar con aquella carcasa que le era tan familiar, no le cupo ya
ninguna duda. Ante sí tenía la creación de su padre, aquellas tripas a las
que desde pequeño le había visto dedicar jornadas enteras de trabajo, y
más aún, semanas, meses y años de investigación. Comprobó, sin
embargo, que no estaban conectadas a los engranajes ni al tambor de
paletas que hacía girar la hélice, ni tampoco a aquellos cilindros que eran
40
41. capaces de generar una potencia de veinte mil gnomopores. Las tripas
estaban descosidas de la nave, abandonadas, escondidas en aquel espacio
semioscuro.
Boquiabierto, absolutamente perplejo, incapaz de asumir más
sorpresas, más revelaciones, más descubrimientos indeseados,
permaneció quieto sin comprender, hasta que, detrás de él, sintió un
ruido. Se giró bruscamente, sin saber ya que más esperar y ante sí pudo
ver la figura de Argail Tartu al trasluz de la claridad que provenía desde la
cubierta exterior.
Argail le observaba con mirada curiosa, expectante ante la
reacción de Slar, pero en vista de que éste no hacía sino interrogarle con
los ojos, decidió ser el primero en romper el silencio.
-Veo que te has adelantado, no tenía previsto enseñarte eso, todavía…
Slar percibió en el brillo zaino de sus ojos y en el tono taimado de sus
palabras el anticipo de una traición, algo que daba por imposible entre los
suyos, aunque eran tantas las novedades que estaba asumiendo
últimamente, que en realidad estaba más preparado de lo que le gustaría
para escucharla.
-¿Dónde está mi padre? – le gritó Slar, presa del pánico y de la rabia
acumulada en los últimos días. -¿Qué has hecho con él?
Argail entornó los ojos al tiempo que encogió los hombros.
-Tu padre era un trasgo muy listo, aunque nunca imaginé que tanto.
-¿Era?
-Está muerto, joven amigo, eso ya lo imaginabas. Yo le maté, bueno, ya
sabes, no yo con mis manos. Uno de éstos. – y señaló con los ojos hacia el
exterior.
-¡Asqueroso traidor! Slar se encamino decidido hacia él, pero al instante se
detuvo, al ver como Argail descubría su mano empuñando una pequeña
ballesta.
- ¡Atrás! Retrocede si no quieres que te ensarte como a un bonito. -Slar
obedeció.
-Era muy listo tu padre. No tengo ni idea de cómo ni de donde sacó esas
tripas, pero a buen seguro que era gracias a ellas que su nave alcanzaba
semejante velocidad. Todavía no se como funcionan, pero ya lo averiguaré.
De hecho, esperaba que tú me pudieras ayudar en eso.
-Ni lo sueñes, no pienso ayudarte en nada.
41
42. - ¡Qué desagradecido! Y pensar que de no ser por mí ahora te estarías
pudriendo con la chusma.
-Prefiero eso a servirte en algo. Te lo pregunto de nuevo ¿Dónde está mi
padre?
-Encontraras su cadáver en el interior de su amada embarcación, bueno, lo
que queda de ella. No resultó fácil sacar ese cacharro de sus entrañas. Si
tanto te interesa saberlo, ambos yacen en la isla de Prosperia, pero en
realidad no creo que tú vuelvas a verlos.
-Pero ¿Por qué? ¿Acaso te hizo algo alguna vez? ¿Acaso te ofendió? –Slar
no lograba ni de lejos comprender los motivos de tan ruin
comportamiento ni de tan horribles actos.
-Me ofendían su inteligencia y su ambición. Son cualidades peligrosas en
un adversario.
-¿Adversario mi padre?
-No te hagas el inocente, tu padre pretendía obtener, ya tenía el trato casi
cerrado de hecho, una licencia de comercio en Miramar con un importante
extractor de piedra negra ¡En exclusiva! No se como llegó tan lejos. Ese
tipo de acuerdos no se alcanzan sin los contactos adecuados, y yo, la
verdad, ignoraba que tu padre los tuviese. Pero ahora Oslof Meridion ya no
está, se ha…esfumado.- Argail cosquilleó el aire con sus dedos al decir esas
palabras- pero yo si estoy. - De sus dedos sin vida arranqué el documento
en el que figuran los términos del contrato que estaba a punto de firmar, y
también el pagaré con la cantidad que solicitó al Consejo como préstamo.
Ciertamente era una suma considerable. Aquí mismo lo tengo.- Argail
extrajo con su mano izquierda un sobre de un bolsillo interior de su gabán
y lo sacudió en el aire. –No creo que ese comerciante vaya a perder la
ocasión de hacer un buen negocio si la otra parte no se presenta y en su
lugar un reputado mercante como yo le ofrece cerrar el trato. Al fin y al
cabo, yo ya dispongo de la cantidad que tu padre se disponía a abonarle.
¿Verdad que es perfecto?
-Pero ¿Por qué te presentaste en el juicio? ¿Por qué tomarte la molestia de
evitarme mi condena si con ella ya me habías anulado por completo?
-No, por completo no. La anulación completa solo llega de un modo: con la
muerte. Y el hecho de que Meridion tuviera un hijo me intranquilizaba, me
preocupaba. Pensé que quizás quisieras averiguar lo sucedido. No se si
estarías realmente dispuesto a hacerlo, pero no iba a permitir dejar que un
cabo suelto como ese pusiera en peligro todo lo que estoy a punto de
conseguir. Ya sabes lo que se dice del poder que obra la venganza.
-¿O sea que ahora solo te resta matarme?
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43. -Solo. –contestó Argail aproximándose mientras enarcaba las cejas para él
por última vez.
Slar se vino al suelo e hincó una rodilla en la madera de la cubierta
mientras alzaba su mano izquierda al aire en señal de alto y escondió el
rostro contra el pecho entre sollozos y ruegos al tiempo que tanteó con su
mano libre su tobillo derecho.
-Levántate joven Slarion
-No- suspiró él.- Por favor…
-¡Levántate llorica! –gritó esta vez Argail.
Y entonces, en un movimiento rápido y decidido que sorprendió al
mercante, Slar se puso en pie, estiró su brazo derecho frente al rostro
atónito de Argail y le descerrajó un disparo a quemarropa en el centro de
los dos arcos perfectos que sus cejas dibujaban.
El estruendo que provocó el disparo fue considerable y Slar sabía
que tenía poco tiempo antes de ver aparecer a alguno de los galeotes por
la puerta. Ahora fue él quien le arrancó al mercante de sus dedos inertes
los documentos y el pagaré que podían demostrar ante el Consejo que su
padre había sido víctima de una trampa y de una traición. Con ello se abría
ante él una pequeña ventana a la esperanza. Tomó también la ballesta,
aún cargada, que se había desprendido de la mano de Argail tras recibir el
impacto mortal, pues sabía que no tenía tiempo para ponerse a cargar de
nuevo la pistola. Cuando ya estaba a punto de atravesar la puerta, la figura
encorvada de otro trasgo se perfiló bajo el umbral. Era Hreg, quien
evidenciaba en el semblante el sobresalto que le había causado el súbito
sonido de la detonación. Lanzó primero a Slar una mirada interrogativa,
pero cuando después vio tras él el cadáver con el rostro sanguinolento y
deformado de su amo, se apresuró a comprobar su estado. Slar aprovechó
ese momento para dirigirse hacia la puerta. Hreg, postrado ante Argail, se
volvió para mirarle con rabia, esta vez no contenida, sino desatada.
- Qué has hecho? – le gritó desesperado.
-Ha sido en defensa propia. ¡Iba a matarme! –pero Hreg parecía no
escuchar sus palabras. Continuaba mirándole furibundo mientras comenzó
a dar pasos hacia él.
-¡Has matado al Argail!
-Ahora sois libres, ya no tenéis amo. Podéis marcharos donde queráis ¡La
nave es vuestra!
-La nave es de Argail, y nosotros también.
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