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A SANGRE Y VAPOR 
Un relato de los Hermanos Amigó en el 
convulso mundo de Acronia
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INDICE 
Primera Parte: La Deuda ........................................................................ 
Segunda Parte: La Travesía ..................................................................... 
Tercera Parte: Sobrepiedra .................................................................... 
Epílogo .................................................................................................... 
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PRIMERA PARTE: LA DEUDA 
Todo había sucedido muy rápido, demasiado. Habían transcurrido 
tres días desde que la desaparición de su padre fuera declarada oficial. 
Después se había celebrado el juicio y la Sentencia por Quebranto se había 
dictado esa misma mañana. Eran demasiados acontecimientos para 
asimilarlos en tan poco tiempo; su padre estaba muerto, pues eso era lo 
que significaba no haber cumplido sus contratos antes del plazo 
establecido, daba lo mismo, donde quiera que se encontrase, que hubiera 
exhalado o no su último suspiro. Ese era ya un detalle sin importancia. 
Ahora el destino de su madre, el de su hermana y el suyo propio estaban 
en sus manos, pero por encima de sus vidas primaba el nombre de su 
linaje, y sobre todo, su posición. 
La bofetada que le había dado su madre todavía le escocía, no en 
la cara, sino en su orgullo, que ingenua y egoístamente había confundido 
con dignidad. Curiosamente fue su falta de dignidad lo que le reprochó su 
madre cuando le abofeteó, por plantearse duda alguna con respecto al 
deber que debía asumir, por poner la más mínima objeción al destino que 
ahora le tocaba afrontar, por no ver más allá de la vergüenza que le 
provocaba la situación en la que ahora se hallaban ella y su hermana. Lo 
importante, le había dicho su madre, no era eso, sino la oportunidad que le 
habían brindado. Ahora él no tenía apellido, ahora ellas eran esclavas, 
ahora su familia no existía. Pero podía recuperarlo todo si acometía con 
entereza su destino, si jugaba bien las cartas que tenía en su mano, pues 
una de ellas, la que le habían brindado apenas hacía un rato, podía 
sacarlos, quizás, del difícil apuro en el que se encontraban. 
Slar se frotó con rabia la mejilla izquierda. Su madre tenía razón, 
no era su dignidad la que se resentía sino su orgullo, y es que no le 
resultaba fácil encajar, por muy extraordinarias que fuesen las 
circunstancias, ser abofeteado por una hembra. Ni su corta edad ni los 
lazos de sangre habrían justificado hasta ese momento un acto semejante. 
Hizo un esfuerzo por distinguir entre ambos sentimientos y se tragó el 
orgullo con la saliva que se le atragantaba en el gaznate. Lo único que 
había de importarle era recuperar su dignidad y devolver el estatus 
perdido a su apellido. Eso suponía saldar la deuda de su padre, que a partir
de ese día había caído como una losa sobre sus hombros. Y un trasgo con 
deudas entraba directamente a formar parte de la chusma. 
Todos estos pensamientos hostigaban su mente mientras 
caminaba a tientas por el viejo desván, buscando entre un laberinto de 
trastos herrumbrosos y de cachivaches desvencijados. Tropezaba 
constantemente, pues hacía mucho tiempo que nadie subía allí arriba, sin 
embargo algo importante debía ocultarse entre aquella montonera de 
chismes cuya utilidad ya nadie sería capaz de determinar. Se abrió paso 
como pudo hasta el rincón de la habitación que su madre, entre susurros y 
con extremo detalle, le había indicado. Retiró los imprecisos objetos que se 
hallaban volcados sobre una mesa y después desnudó aquel mueble 
despojándolo de la tela que lo cubría. Efectivamente, tal y como ella le 
había dicho, no se trataba de una mesa sino de un arcón. Intentó moverlo 
para llevarlo un poco más cerca de la claraboya por la que se filtraba la 
sucia claridad de la tarde, pero se vio incapaz, apenas consiguió deslizarlo 
un poco. Decidió bajar a la casa y al poco regresó con una lámpara de 
aceite que depositó a un lado del baúl. La llave encajó perfectamente en la 
cerradura y cuando la hizo girar no encontró para su sorpresa ninguna 
resistencia. 
El contenido que halló en el interior no parecía gran cosa en 
comparación con el peso de su contenedor. Lo exploró minuciosamente y 
fue separando cada objeto encontrado. En primer lugar, una máscara que, 
si bien era bastante vieja y no se ajustaba exactamente a las que él 
conocía, si parecía encontrase en grado de ser utilizada; los filtros apenas 
estaban manchados. Tras examinarla con cuidado la apartó a un lado. 
Después empuñó la pistola, nunca había visto una como aquella, era algo 
más pequeña que las que él conocía, aunque en su vida había tocado arma 
de ninguna clase. Sintió el frío del metal en la palma de su mano y llevó el 
dedo índice al gatillo. No pudo evitar presionarlo mientras apuntaba a la 
pared. Lo único que obtuvo fue un chasquido seco, estaba descargada. 
Encontró junto al arma dos cartuchos llenos de munición y de polvo negro 
cuyo recio aroma le penetró la nariz. Supuso entonces que la pistola 
funcionaba y la apartó colocándola junto a la máscara. Después tomó el 
cartapacio entre sus manos dejando a la vista varios cuadernos forrados de 
piel que se encontraban justo debajo. Abrió primero la carpeta y desplegó 
los mapas doblados en su interior, le costó reconocer los lugares pero en 
cuanto leyó los nombres que figuraban en ellos entendió que se trataba de 
4
mapas de Las Tierras Fronterizas. Algunos dibujos hacían referencia de 
forma general a los vastos territorios que se extendían más allá del Mar de 
la Bruma, otros eran más específicos y parecían planos de lugares 
concretos, trazados con líneas rectas y precisas. Los símbolos que en ellos 
figuraban los encontró también en el mapa más grande y quiso entender 
que indicaban la ubicación de esos lugares a lo largo de la geografía de 
aquellos territorios. Volvió a plegarlos cuidadosamente y cuando tomó el 
cartapacio para depositarlos allí de nuevo, notó como una pieza suelta se 
movía en su interior. Lo inclinó y sintió como se deslizaba hasta caer en su 
mano. Era un pequeño objeto de fino grosor y superficie plana. Tenía 
forma rectangular, en una de sus esquinas aparecía grabado un extraño 
símbolo que solo logró ver cuando proyectó la luz sobre él desde un ángulo 
concreto, después volvía a desaparecer. A Slar le pareció que se trataba de 
una de las láminas troqueladas como las que se insertaban en los golems 
para hacerlos funcionar, las que contenían las directrices que los 
accionaban y los empujaban a desempeñar sus tareas, pero al pasar el 
pulgar por ella se percató de que los relieves que presentaba eran distintos 
de los que había visto hasta entonces. En realidad nunca había visto una 
así, era tal la densidad de puntos que había en ella que a simple vista no se 
percibían, tan cercanos estaban unos de otros que tuvo que hacer uso de 
una lupa que encontró junto a los mapas para poder apreciarlos. Quedó 
desconcertado y, al no comprender, volvió a guardarla junto con los 
mapas. 
Por último cogió uno de los cuadernos, todo parecía indicar que se 
trataba de un diario escrito, según la fecha que figuraba en su primera 
página, más de veinte años atrás. En las primeras líneas pudo leer un 
nombre que por fin permitió a Slar comprender porqué su madre le había 
conducido hasta ese baúl. Ese nombre, Urial, era el de su abuelo materno. 
Ojeó las páginas de ese primer cuaderno y de otros cuatro que encontró en 
el fondo del arcón. Gracias a las fechas pudo ver que estaban ordenados 
cronológicamente y que los cinco cuadernos componían el diario de un 
viaje que su abuelo Urial Kardasian había realizado años atrás 
adentrándose en el continente. En él halló numerosas indicaciones y 
muchas anotaciones. Los últimos manuscritos apenas eran legibles, 
presentaban una letra mucho menos precisa, una narración más confusa y 
no distinguía muchos de sus caracteres. Además, había varias hojas 
arrancadas y partes emborronadas. En un primer vistazo los lugares 
descritos por su abuelo le resultaban desconocidos, aunque intercalaba en 
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ellos nombres como Miramar, Sirrión o Cienfuegos, nombres que acababa 
de ver en el mapa y que, a pesar de su lejanía, le resultaban 
inevitablemente familiares. 
Slar estaba confuso, se sentó en el suelo apoyando su espalda 
contra la pared, se retiró los largos mechones trenzados que caían sueltos 
sobre su cara y resopló de tal forma que sus labios emitieron un silbido. 
¿Qué pretendía que hiciese su madre con todo esto? ¿Cómo encajaba su 
abuelo materno en el presente cuando hacía tantos años que había 
muerto? Trató de recopilar en su mente toda la información que conocía 
acerca de él. Sabía que Urial Kardasian fue tiempo atrás, antes incluso de 
que él naciera, ajusticiado por el mismo Consejo que acababa de dictar 
sentencia contra él. La suerte que su antepasado corrió fue sin embargo 
aún peor que la desgraciada situación en la que él se veía inmerso. 
Desconocía el motivo por el que fue llevado al Tribunal, pero sin duda 
debió de ser grave, dado el destino que corrió .Su madre nunca le había 
hablado claramente sobre la figura de su abuelo, desconocía también a 
que se dedicaba, aunque si que sabía que poseía una curiosa embarcación, 
curiosa puesto que era el aire, y no el mar, el medio por el que se 
desplazaba. Slar sonrío, el caso de su abuelo no era único pero si inusual. 
Eran pocos, pero muy conocidos, el puñado de excéntricos navegantes que 
habían reconvertido sus barcos en dirigibles, las ventajas de desplazarse 
por el aire en tan pintorescos artefactos rivalizaban en número con sus 
inconvenientes, aunque sin duda la idea a él se le antojaba de lo más 
sugerente. Cerró los ojos con fuerza y decidió apartar de sus pensamientos 
todo aquello que en ese momento le parecía superfluo y volvió a 
concentrase en los últimos acontecimientos para tratar de encontrar su 
relación, si es que había alguna, con el contenido del baúl. 
Repasó mentalmente ese último día, recordó como se 
presentaron en su casa, reclamando su presencia y la de su familia en el 
Edificio de la Propiedad. No hizo falta que hiciesen sonar el ring, Slar 
estaba de pie esperando ese momento con los contratos en sus manos y 
abrió la puerta en el preciso instante en que se disponían a hacerlo. Su 
familia sabía perfectamente que el plazo terminaba esa mañana. Salieron 
de la casa, los tres con la cabeza erguida, percibió el temblor de su 
hermana pequeña al caminar y la mirada fría de su madre posarse en sus 
ojos. Sintió alivio cuando ésta se colocó la máscara sobre su cara y se 
aferró a los documentos enrollados en su mano, así como al discurso que 
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había esgrimido y memorizado y con el que esperaba poder convencer al 
Consejo para conseguir más tiempo. 
El camino hasta el Edificio de la Propiedad se le antojó más corto 
que otras veces, en el fondo no estaba en absoluto seguro de que pudiesen 
salir bien parados de aquella. Al fin y al cabo era aún muy joven, y a pesar 
de ser muy consciente desde hacía semanas de que este momento podía 
llegar y de conocer perfectamente las consecuencias de la situación en la 
que su familia había desembocado, sabía muy bien que el Consejo no iba a 
tener muy en cuenta las palabras, por muy atinadas que éstas pudieran 
ser, de un trasgo de dieciséis años. Su padre, capitán mercante de un 
buque de carga, había zarpado de Puerto Ceniza diez semanas atrás y se 
esperaba su regreso desde hacía días, sin embargo éste no se produjo. Las 
informaciones que habían llegado sobre su barco decían que había sido 
visto por última vez en la isla de Prosperia, cercana ya al continente, pero a 
partir de ahí ni una sola noticia. Slar acudió cada día al puerto con la 
esperanza de divisar en el horizonte la nave de su padre, aunque en su 
fuero interno se había instalado el temor, casi la certeza, de que no la 
volvería a ver. Si al menos pudiera saber que había ocurrido en Miramar, si 
es que había llegado hasta allí… Este último viaje era especialmente 
importante, pues sabía que, además de los habituales encargos, había otra 
cuestión de gran relevancia que su padre esperaba resolver y sobre la que 
había depositado grandes esperanzas. Oslof Meridion no era un 
transportista de enorme importancia ni poseía una gran flota de buques. 
En realidad tenía una única embarcación, pero era sin duda una de las 
mejores de Puerto Ceniza, de gran potencia y mucho más veloz que 
ninguna otra, gracias al milagro que contenían sus tripas. Y es que su padre 
no sólo era un experto marino y un hábil comerciante, sino que además 
había dedicado su vida entera a aquella nave. Aún cuando estaba en tierra 
se pasaba días enteros martilleando, fundiendo y moldeando tubos, y su 
mayor orgullo eran unos finos conductos metálicos recubiertos por una 
carcasa que había incorporado al resto de las piezas que integraban el 
abigarrado abdomen de su barco. Allí dentro, le decía, se escondía su 
pequeño tesoro. Slar sintió desde siempre una gran fascinación por 
aquellas ruidosas tripas metálicas y cuando, siendo aún pequeño, por fin 
alcanzó a tocar con sus dedos aquella carcasa y le preguntó a su padre 
porqué estaba tan fría, éste le contestó, llevándose el dedo a los labios, 
que aquel era su secreto. Después sonrió y le sacó la lengua. La verdad es 
que cuando aquella máquina se ponía en marcha el ruido que producía era 
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ensordecedor, pero también conseguía que las tres hélices se moviesen a 
tal velocidad que Slar durante mucho tiempo no pudo evitar pensar que 
todo aquello era fruto de la brujería. 
Su padre había desempañado siempre tareas mercantiles, disfrutó 
durante muchos años de buenos contratos con distintas compañías de 
Puertos Grises y, a pesar de que el flujo de mercancías nunca había sido 
abundante, logró mantener en una posición acomodada a su familia. Pero 
en los últimos tiempos la situación había ido a peor; la extracción de 
carbón, de azufre, de hierro y de otros materiales había disminuido. 
Incluso la madera, que abundaba en los bosques, antaño despoblados pero 
hoy de nuevo densos y prolíficos, había dejado de llegar. Sin duda el hecho 
de que aquellas masas arbóreas se hallasen en el norte, a mucha distancia 
de la costa, era un factor determinante, pero lo era mucho más el interés 
compartido por todos los habitantes de Las Tierras Fronterizas por 
preservar aquellos árboles intactos. Los bosques eran el hogar de los 
duendes y ninguna otra criatura osaría atentar de nuevo contra ellos ni 
contra su preciado medio natural. El diezmado pero orgulloso pueblo 
trasgo continuaba intentando explotar los viejos recursos que una vez lo 
hicieron próspero, pero nunca abiertamente sino mediante obligados 
subterfugios, ya que no era sencillo, ni del todo seguro para ellos, moverse 
por Acronia, pues su afán era allí interpretado como codicia y su 
determinación como falta de escrúpulos. 
Debieron atravesar cinco bloques hasta llegar a la sede del 
Consejo de Varones Propietarios. Agradeció de nuevo y para sí el uso de las 
máscaras que ocultaban su rostro y el de su familia, y que les evitaba la 
deshonra de ser vistos públicamente acompañados de los guardias. Sin 
embargo nadie reparó excesivamente en ellos, hubiera sido complicado 
poder hacerlo entre la densidad del aire turbio y pegajoso que se colaba en 
cada hueco a medida que se adentraban más y más en el centro de la 
ciudad. Slar alzó la vista y fue incapaz de determinar si ya había anochecido 
o si la oscuridad reinante era fruto de los gases y del ascenso caprichoso, 
desordenado y difuso de los edificios hacia el cielo. Esperaron el lento 
descenso del montacargas acompañado de su cadencioso soniquete y a 
través de la ojales de sus máscaras pudo apreciar las lágrimas de su 
hermana y el desasosiego de su madre. 
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La caja metálica se detuvo con un seco golpe acompañado de una 
nube de humo blanco y húmedo, un guardia se encargó de abrir las 
destartaladas puertas provocando el crujiente quejido de sus goznes. Una 
vez dentro el mismo guardia accionó la palanca y el montacargas reinició 
su ascenso envolviéndolos de nuevo en el vapor y devolviendo el sonido de 
su traqueteo a sus oídos hasta que alcanzaron el último de los cuatro 
niveles. No era la altura de los bloques, sino la longitud de sus largas y 
retorcidas chimeneas y las columnas de humo negro que expedían, lo que 
confería a los edificios, y a este en concreto, la sensación de infinitud. 
Atravesaron el umbral de la puerta y al punto se retiraron los dos 
guardias. Slar percibió el chirrido de los engranajes producido por el 
movimiento de dos golems que se aproximaron hasta quedar apostados en 
cada una de las jambas, adoptando una actitud marcial absolutamente 
impostada. Cruzaron los mosquetones que portaban sobre sus oxidadas 
corazas metálicas y, con un movimiento mecánico, alzaron sus mentones 
brillantes al techo adquiriendo una actitud suntuosa a pesar de su 
decrépito estado. Slar entendía perfectamente el significado de tanta 
teatralidad; todos sabían que la función de aquellas criaturas no era en 
principio represiva, aunque sin duda si resultaba intimidatoria, y era 
probable que sus armas careciesen de carga o que el polvo negro que 
hubiese en ellas no estuviese en las condiciones adecuadas. El trasgo no se 
caracterizaba por ser un pueblo belicoso, pero si se debía a un protocolo y 
a cierto rigor en sus costumbres. Aquella visita no podía tener un carácter 
más oficial y el edificio que pisaban albergaba la más importante y 
poderosa de sus instituciones. Si bien era cierto que ningún trasgo en su 
sano juicio, y con su sentido del deber intacto, sería capaz de rehuir su 
responsabilidad, también lo era que toda aquella formalidad, que rayaba 
la parafernalia, era más que habitual en casos como este. 
Slar distinguió a los miembros que se agrupaban conversando 
entre susurros al fondo de la estancia. Eran diez trasgos los que allí había, 
le resultó sencillo identificar a los Varones Propietarios, pues eran ancianos 
y entre los pliegues de sus túnicas se adivinaban unas cebadas tripas nada 
habituales en su raza, los otros tres, por pura deducción, debían de ser los 
empresarios, los demandantes. Todos ellos repararon en seguida en su 
presencia y en silencio se acomodaron donde a cada uno le correspondía; 
los Varones ocuparon el centro, sentándose frente a una larga mesa y los 
contratistas hicieron lo propio situándose en el lado derecho de la sala. 
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Slar se colocó a la izquierda, justo frente a los últimos, y su madre y su 
hermana permanecieron detrás, de pie como él, y con la cabeza fija en la 
piedra del suelo. Reparó también en la presencia de otro golem que en 
principio le pareció de un tamaño más pequeño. Después, tras fijarse 
mejor, comprobó que no era así, sino que solo conservaba su tronco 
superior, las extremidades inferiores le habían sido amputadas o bien las 
había perdido. El resto de su cuerpo, como era habitual en ellos, no ofrecía 
un buen aspecto; el óxido había hecho mella en él hacía mucho tiempo y 
una buena parte de sus ruidosos mecanismos estaban a la vista. Sin 
embargo, aún conservaba la capacidad de recoger información para 
convertirla en un texto. Aquel pequeño ser mecánico esperaba paciente, 
acomodado sobre su pequeña plataforma, con una suerte de sonrisa 
imprecisa programada en su rostro. 
En otros tiempos aquel Consejo, hoy reducido a siete miembros, 
constaba de setenta y un consejeros, pero la población trasga no era ya tan 
numerosa y bastaban solo siete para dictar las sentencias de los casos que 
llegaban hasta allí. Aquellos siete propietarios no debían rendir más 
cuentas que las que pudieran hacer entre ellos y no había negocio, 
inversión, préstamo, traspaso, intercambio o asunto en el archipiélago de 
Puertos Grises que prosperase sin su aprobación. El centro de la mesa lo 
ocupaba el Consejero Cardinal, Halfax Sinedrian, que en ese momento se 
colocaba unas lupas sobre el prominente puente de su nariz, dispuesto a 
leer el propósito que los reunía. Cuando estaba a punto de abrir la boca 
Slar osó interrumpirle con un hilo de voz. 
- Si el Consejo me lo permite quisiera dirigirle unas palabras… 
Halfax Sinedrian elevó la mirada por encima de los pliegos que tenía bajo 
las palmas de sus manos y la dirigió hacia Slar con una evidente expresión 
de sorpresa. 
- Por supuesto que no, joven arrogante. 
Acto seguido volvió a encajar los anteojos en la protuberancia de su 
tabique nasal y emprendió una rápida lectura en voz alta. 
-Celebramos el juicio contra Oslof Meridion, marino mercante de 
profesión – de nuevo alzó la vista y escrutó con mayor detenimiento a Slar, 
y después a las dos sombras que se perfilaban tras él. – Hoy vence el 
contrato que había contraído con las tres empresas productoras de 
Puertos Grises y cuyos propietarios, aquí presentes, reclaman sus 
mercancías. Además, según nos consta, el mercante Oslof había solicitado 
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un préstamo a este Consejo, préstamo que este Consejo tuvo a bien 
concederle y cuya devolución tiene, evidentemente, hoy como fecha de 
vencimiento. La suma total, añadidos los intereses acumulados, asciende 
a…. - Halfax Sinedrian se aproximó al pliego entrecerrando los ojos, las 
lupas casi tocaban el papel. - Vaya…Es una suma ciertamente considerable 
¿Sabes a cuanto asciende la deuda de tu padre, joven… Slarion? 
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El gólem de escritura. 
Slar estaba perplejo, más que eso, aterrado. Conocía los contratos 
que su padre había firmado con esas tres compañías, pero nada sabía del 
préstamo solicitado al Consejo. 
-No conozco la suma completa Consejero… 
-Pues deberías Slarion. - inquirió Sinedrian con mirada ladina. – Ahora eres 
tú quien debe tal suma. 
El Consejero Cardinal extendió la mano ofreciendo el documento al resto 
de Varones con una leve sonrisa en sus labios. Sin duda el monto que en él 
figuraba debía satisfacer a los miembros del Consejo, pues a medida que 
éste pasaba de unas manos a otras la sonrisa se iba contagiando en sus 
rostros. A Slar le bastó observarles para saber que no había esperanza 
posible para él y su familia. A su espalda sintió los lastimeros sollozos de su 
hermana y el silencio insoportable de su madre. Halfax Sinedrian continuó 
una vez le fue devuelto el documento.
– Según nos consta- volvió a leer - Las propiedades de tu familia apenas 
cubrirían por si mismas la deuda contraída con estos buenos empresarios 
que han perdido un importante capital gracias a la fracasada empresa de 
tu padre, el marino mercante Oslof Meridion. Pero si además le sumamos 
a eso la cantidad que debía restituir a este Consejo, la deuda resulta del 
todo… inasumible. 
Pronuncio esta última palabra mirando directamente a los ojos de Slar y 
extendiéndole el documento, indicándole que se acercase a la mesa. 
-Adelante, joven, adelante. Acércate, un trasgo tiene derecho a conocer el 
alcance de su deuda. 
Mientras Slar se acercaba en actitud claramente sumisa, Halfax 
Sinedrian volvió a sonreír al resto de consejeros. Sin duda aquella situación 
le divertía más allá del puro desempeño de su labor. Slar tomó de entre los 
dedos de Sinedrian el documento y no pudo evitar rozarlos con los suyos. 
El leve contacto se le antojó gélido, como si por ellos hubiese dejado de 
circular sangre mucho tiempo atrás. La mirada que cruzó con él, solo por 
un instante, le resultó igualmente cruda, tan solo la tos que brotó 
súbitamente de su pecho y el esputo que se estampó en el texto, como si 
de un sello se tratara, le devolvió a Slar la certidumbre de que tenía frente 
a él a alguien perteneciente a este mundo. 
Sintió que se mareaba cuando vio la cifra que figuraba en la última 
parte del documento y reconoció la firma de su padre junto a ella. Quiso 
buscar la mirada de su madre pero no la halló, oculta como estaba entre la 
sombra. De nada le hubiera servido, pues era a él, y solo a él, a quien 
reconocía el Consejo. Devolvió el documento sin decir palabra. 
-¿Y bien? ¿Puedes hacer frente a la deuda? 
- No, nuestras vidas están en manos del Consejo. 
-Por supuesto -asintió Sinedrian - Es un claro ejemplo de Quebranto de 
Contrato. 
Ya no había remedio, Slar, su madre y su hermana lo habían perdido todo y 
continuaban endeudados ni más ni menos que directamente con los 
Varones, por lo que no había posibilidad de pedir nuevos préstamos que 
les permitieran ganar algo de tiempo. Se habían convertido, de la noche a 
la mañana, en esclavos, conocidos entre los trasgos como chusma. 
Aún así, y sin saber que podía si quiera decir, intentó de nuevo 
pronunciarse. Apenas abrió la boca Sinedrian volvió a frenar sus palabras. 
-¿Cómo? ¿Pretendes decir algo todavía?- Sinedrian sonrió a izquierda y 
derecha al resto de consejeros- Resulta increíble, y también irritante, la 
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osadía de este joven. – volvió a dirigirse a él. - ¿Si, joven? No creo que 
puedas añadir gran cosa. 
Slar se armó de valor, consciente de que estaba incumpliendo 
todas las normas establecidas al resistirse a aceptar el dictamen del 
Consejo y de que con ello podía contribuir a empeorar aún más su 
situación. Aún así habló con toda la entereza que pudo reunir. 
-Con el permiso del Consejo quisiera solicitar una carencia para poder 
pagar mi deuda. 
Al oír esto Sinedrian no pudo por menos que emitir un grito ahogado. 
- ¡No doy crédito a este joven! -le miró fijamente a los ojos-¿Lo oyes 
Slarion? Este Consejo no te da crédito; ni crédito, ni carencia, ni más 
tiempo. ¡Basta ya! Ya no tienes avales que te permitan si quiera hacernos 
semejante petición. 
En ese mismo instante una poderosa voz emergió de la 
profundidad de la sala. 
-Un momento, por favor, si el Consejo me lo permite quisiera intervenir. 
Slar vio como una figura se alejaba de una de las bancadas y se dirigía hacia 
la mesa principal mientras pronunciaba esas palabras. Era un trasgo de 
unos cuarenta años, aunque todavía vigoroso, de notable envergadura, 
con la altura habitual entre los de su raza pero que le pareció además que 
poseía una especial prestancia que combinaba de forma extraña con la 
desgarbada naturaleza de los trasgos, confiriéndole un aire elegante y 
nada habitual entre sus congéneres. Sinedrian alzó con parsimonia su 
mirada, se retiró las lupas y esbozó un gesto de fastidio al ver aproximarse 
al individuo. 
-Por supuesto, Argail, por supuesto. Un comerciante de tu talla siempre 
será escuchado por este Consejo. 
- Gracias Consejero Sinedrian, permitidme presentarme de manera formal. 
Mi nombre es Argail Tartu. Puede que te resulte conocido.- las últimas 
palabras fueron dirigidas directamente a Slar. 
- Se quien sois. 
Argail le sonrió y volvió a dirigirse a Sinedrian y al resto de consejeros. 
- Este consejo me conoce bien y sabe de mi buena reputación. –Sinedrian 
asintió mientras hacía lo posible por contener su tos y le dirigía un ademán 
para que procediera con rapidez.- Así como el padre del joven Slarion, 
también yo soy mercante, y por tanto me he relacionado a menudo con 
Oslof Meridion. Me entristece por tanto ver la difícil situación por la que 
13
atraviesa su hijo y quisiera ofrecerme como avalista de este joven, si él 
tiene a bien concederme su permiso.- Argail dirigió su mirada cristalina a 
Slar enarcando las cejas como si esperara una única respuesta. Slar vaciló 
un segundo y después se apresuró a contestar. 
-Por supuesto, claro que si. 
- ¡Bien! En ese caso solicito avalar la deuda de este joven y que pase a 
formar parte de la tripulación de mi nave desde ya, pues zarpamos mañana 
por la mañana rumbo al continente. – Slar lo miró confuso. 
-¿Todo en orden joven amigo? 
- Perdonadme, entonces ¿Debo entender que deseáis adquirirme como 
chusma? – Argail adoptó entonces una actitud algo impostada y expresó su 
sorpresa. 
-Me ofende que pienses eso, joven Slarion. No te considero chusma y por 
tanto no te adquiero en calidad de esclavo. Únicamente pretendo 
respaldarte y darte la oportunidad de poder pagar lo que debes. – 
entonces alzó los brazos al aire con los puños cerrados y dirigiéndose al 
Consejo exclamó: - ¿Acaso no tiene derecho un trasgo a una última 
oportunidad? ¿No tiene derecho a luchar por su destino, a obtener fortuna 
con su esfuerzo y a acumular ganancias en función de sus méritos? Eres 
demasiado joven para asumir el fatal porvenir que te espera, joven amigo, 
y por eso quiero evitarlo. 
- Excelente argumentación Argail, sois realmente hábil.- Sinedrian alzó con 
su mano derecha un tomo y con la izquierda señaló las letras de su 
portada.- La Ley del Mérito y del Esfuerzo. -Volvió a posar el libro y cogió 
otro que levantó de igual modo.- Pero no debemos olvidarnos de la Ley de 
la Herencia, que nos recuerda que todo trasgo deberá asumir siempre lo 
heredado de su padre. 
Argail adoptó entonces una actitud contrita. – Por supuesto Consejero 
Sinedrian. Solo quiero brindarle a este joven la ocasión de pagar su deuda, 
por la estima que le tenía a su malogrado padre, al que humildemente 
consideraba no solo mi colega, sino también mi amigo. 
Sinedrian escrutó al comerciante desde la mesa, no entendía el 
proceder de Argail Tartu, al que consideraba un trasgo inteligente, dado 
que era rico y poseía gran cantidad de propiedades. Aquel movimiento no 
encajaba con el carácter y el proceder atribuibles a un individuo de su 
altura, la amistad no era precisamente el mejor vehículo para que un 
trasgo alcanzase la prosperidad. Sin embargo optó por no contradecirle y 
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ceder a su solicitud. Observó que esperaba su respuesta con cierto 
nerviosismo. 
-Claro, claro…- repuso Sinedrian - Este consejo ha entendido 
perfectamente tus intenciones, Argail Tartu. Solo tu nombre es garantía 
suficiente para Nosotros, pero debemos establecer una fecha límite para la 
carencia solicitada. -consultó con el resto de Varones - después 
permaneció largo rato en silencio, sopesando su respuesta y por fin habló 
de nuevo. -Ocho semanas. Transcurrido ese tiempo el joven Slarion deberá 
presentarse de nuevo aquí y pagar su deuda a este Consejo. De no 
presentarse será considerado un fugitivo, y si lo hace sin haber reunido la 
suma, pasará inmediatamente a formar parte de la chusma. Obviamente 
si, esperemos que no sea así, esta situación se diera, tú, Argail, deberás 
hacerte cargo de las molestias que de toda esta circunstancia puedan 
derivarse ¿Estamos todos de acuerdo? 
No hizo falta que Slar se pronunciase sobre este acuerdo ya que 
fue Argail quien asintió por los dos. Después le lanzó una sonrisa de 
satisfacción a la que él correspondió con un profundo suspiro y una simple 
mueca de aceptación. Se permitió respirar tranquilo durante unos 
instantes, pero entonces cayó en la cuenta. Se volvió hacia su madre y su 
hermana y vio que estaban ya siendo escoltadas por los mismos guardias 
que las habían custodiado hasta allí. Delante de él, el Consejo se había 
puesto en pie, los tres contratistas se dirigían juntos hacia una de las 
puertas, sin duda satisfechos con el resultado y repartiéndose entre ellos 
las posesiones de su familia. Sinedrian departía con Argail, probablemente 
sobre los términos del acuerdo. Nadie salvo él había reparado en las dos 
trasgas que ya estaban a punto de abandonar la estancia. Slar pronunció 
una frase que nadie pareció oír, así que la repitió, esta vez gritando. 
-¡Un momento, miembros del Consejo, un momento!- 
El gritó silenció el murmullo de la sala. Slar se dio la vuelta y pudo ver que 
también los guardias se habían detenido antes de cruzar las puertas, su 
madre y su hermana seguían allí. Cuando volvió a dirigirse al Consejo 
encontró a alguno de los Varones con expresión desencajada, Argail le 
observaba con los ojos abiertos como platos, las cejas de nuevo enarcadas 
y la boca a medio abrir ante aquella intolerable interrupción. Su expresión, 
a pesar de todo, denotaba cierta diversión. A su lado Halfax Sinedrian le 
dirigía una mirada inquisitiva colmada de asombro, una mezcla de 
incomprensión y de asco. Consiguió, sin embargo, que sus palabras no 
destilaran otra cosa que hastío. 
15
- ¿Si, joven? ¿Qué? 
Slar volvió a adoptar el tono y la actitud apropiados. –Me preguntaba que 
será de mi familia durante las próximas semanas… 
Sinedrian dirigió su mirada hacia las dos sombras en el extremo opuesto de 
la estancia. 
-¡Ah! Eso… Bueno… ¿Qué quieres decir? Son chusma, serán subastadas 
como esclavas, como es obvio. 
- Si me permitís- intervino Argail- Entiendo la preocupación del joven 
Slarion. Al fin y al cabo no hemos concretado en que situación ha quedado 
su familia tras nuestro acuerdo. No sería del todo justificado considerarlas 
chusma, ya que técnicamente el joven es todavía un trasgo libre, dispuesto 
a aprovechar la oportunidad que el destino ha tenido a bien ofrecerle- en 
ese momento le sacó la lengua a Slar en un gesto de complicidad.- Pero 
claro, tampoco sería correcto considerarlas libres, en primer lugar porque 
el único trasgo varón de la casa se va a ausentar una larga temporada, y en 
segundo lugar, y es un detalle importante, porque actualmente esta familia 
no tiene casa. Difícil dilema, ciertamente.- adoptó entonces una actitud 
reflexiva llevándose las manos a las caderas. 
-¿Dilema? ¿Qué dilema?- Sinedrian miró perezosamente hacia las dos 
trasgas. Son esclavas, es sencillo. - después volvió a fijar sus ojos crudos 
sobre el comerciante, al que cada vez comprendía menos, además 
detestaba su aire pomposo. Argail volvió a hablar tras permanecer absorto 
tratando de responder a lo que él se empeñaba en considerar un dilema 
– ¿Sería muy osado por mi parte hacer una última petición al Consejo para 
que estas dos… - se interrumpió a sí mismo y miró primero a Slar, que 
permanecía tenso y atento a sus palabras, y después a Sinedrian, quien 
evidenciaba cada vez más su impaciencia. 
-… esclavas permanezcan mientras transcurre el periodo de carencia en el 
depósito sin ser todavía vendidas? 
Sinedrian miró incrédulo a Tartu. Tras unos segundos cabeceó con 
denotada irritación y pronunció una sola palabra. 
-Sea. 
No fue mucho el tiempo del que dispuso Slar para despedirse de 
su madre y de su hermana, apenas el justo para intercambiar unas 
palabras con la primera. Su madre dio muestra en todo momento de una 
solemnidad y de una dureza que no pudieron por menos que sorprenderle. 
Él, sin embargo, evidenció sus dudas al respecto de aquella situación y de 
lo ocurrido en la sala. ¿Cómo podría reunir semejante cantidad en tan solo 
16
ocho semanas? ¿No era aquel extraño e inesperado trato una forma de 
retrasar lo inevitable? ¿Y qué sería de ellas si no lo conseguía? Cuando 
preguntó a su madre por el proceder de Argail y si era cierto que su padre 
lo conocía hasta el punto de dar la cara por ellos de ese modo, ella le 
respondió con una seca bofetada. Slar, atónito ante un gesto semejante 
por parte de su madre, se llevó la mano hasta el ador de su mejilla y dobló 
el cuello buscando a Argail, que supervisaba la escena a escasa distancia. 
Lo encontró mirándole sin perder detalle, el mercante enarcó de nuevo las 
cejas en un gesto que esta vez no supo interpretar pero que le hizo sentir 
una terrible vergüenza. Su madre reclamó de nuevo su atención tirando de 
su cuello hasta que su oreja estuvo a la altura de sus labios. 
– Debes ir a Miramar, averigua lo que le ocurrió a tu padre. Tenía allí un 
negocio en ciernes que todavía sigue siendo la única esperanza que 
tenemos. 
Fue entonces cuando le susurró las instrucciones que más tarde le 
conducirían, primero hasta la llave oculta bajo una baldosa del comedor, y 
después hasta el viejo arcón del desván. Por último su madre tomó su cara 
entre sus manos y le habló mirándole a los ojos fija e intensamente, quizás 
con un atisbo de dulzura, y le instó a no desaprovechar la oportunidad que 
tenía en sus manos al margen de las dudas que pudiera albergar sobre los 
últimos acontecimientos. Sus últimas palabras las pronunció muy despacio. 
-Tu única oportunidad está en lo que él sabía. 
Y ahora se hallaba en aquel desván al que ya nadie subía nunca, 
rodeado de trastos inservibles, tratando de encontrar allí alguna clave a 
tanto sinsentido. Dirigió su mirada al interior del arcón, allí debía haber 
algo, y ese “él” al que se refería su madre no debía ser su padre sino su 
abuelo, quien empezaba a tener cada vez más claro que tenía algo que ver 
con todo aquello, aunque no imaginaba que podía ser. Tomó de nuevo el 
cartapacio y sacó el mapa grande, lo extendió y lo inspeccionó, esta vez al 
detalle. Volvió a leer los nombres escritos en él: Miramar, el que se había 
convertido en su nuevo y obligado destino a partir de ese día, Montevil, 
Cienfuegos, todas ellas importantes ciudades de Las Tierras Fronterizas, 
pero también Siempreinvierno, Rocanegra, Las Colinas Áridas… Observó 
que en cada uno de esos lugares figuraba un número y que no parecían 
seguir un orden concreto. Levantó la mirada y tras quedar un rato 
pensativo alcanzó uno de los diarios y comenzó a pasar sus páginas. Poco a 
poco fue encontrando los números. Cada uno de ellos parecía hacer 
referencia a cosas distintas, a objetos que aparecían dibujados, algunos de 
17
ellos ciertamente extraños. Reconoció fácilmente dos de ellos, el primero 
era claramente la silueta de un dirigible. Su ubicación, una vez se trasladó 
al mapa, se correspondía con el Alcázar de las Tormentas, sin duda un 
buen lugar para perder una nave. El segundo despertó aún mucho más su 
interés, pues era el mismo extraño símbolo que antes había encontrado en 
la lámina troquelada, y junto a él figuraba otra palabra que acabó de 
captar toda su atención, esa palabra era Carbón. Su abuelo la había 
rodeado con un círculo con tal empeño que la hoja había quedado 
traspasada por su trazo. Buscó el número siete en el mapa y lo encontró, 
estampado encima de un nombre: Sobrepiedra. 
18 
Pistola ligera con 
munición. 
Máscara antigas 
de cuero y filtros 
laterales. 
Objetos encontrados por Slar pertenecientes a su abuelo.
19 
SEGUNDA PARTE: LA TRAVESÍA 
A la mañana siguiente Slar se presentó puntual en el puerto, la 
agitación y el trasiego allí era el habitual a esas horas. El de Puerto Ceniza 
era el más grande e importante de los que había en las cinco islas que 
conformaban Puertos Grises, aunque no todos funcionaban. Cada uno de 
los nombres con el que se referían a esas islas era un fiel reflejo de su 
aspecto, de su situación y de su utilidad. Solo una de ellas, además de 
Puerto Ceniza, albergaba actualmente población trasga. Sin embargo 
Puerto Ruina, anterior capital del archipiélago, apenas era ya una sombra 
de lo que antaño fue. Las enraizadas disputas entre hombres y trasgos 
acabaron por cristalizarse en una larga guerra que se prolongó durante 
diez años en sus costas y que apenas había terminado hacía otros tantos 
con la casi total devastación de sus infraestructuras. El pueblo trasgo sufrió 
con ella un severo golpe que se vino a sumar a las incontables derrotas y 
pérdidas padecidas, y que le llevaron a dejar muy atrás en el tiempo su 
pasado hegemónico. Otra de ellas, Puerto Escombro, no era otra cosa que 
el islote donde iban a parar todas las máquinas inservibles tras alcanzar el 
extremo de lo deplorable, lo cual era decir mucho, ya que la mayoría de las 
que hacían funcionar Puerto Ceniza estaban ya en grado de considerarse 
en ese estado. Fuera como fuese habría resultado imposible para nadie 
sobrevivir allí, se decía incluso que en ese lugar no había habido nunca isla 
alguna hasta que comenzaron a verter sobre aquellas aguas las cantidades 
de basura industrial que componían su paisaje. Puerto Escoria era otra 
cloaca donde era destinado el residuo esponjoso que resultaba tras la 
combustión del carbón. Su aire era irrespirable, incluso con las máscaras 
puestas. Y por último Puerto Carroña, llamada así por ser la isla donde 
quedaban abandonados muchos de los gigantescos cadáveres de 
cachalotes tras serles extraídas las sustancias y materiales que a los trasgos 
les interesaban. Su carne, que no era su producto más preciado, quedaba a 
la intemperie, pudriéndose con el paso del tiempo y alimentando a las 
arpías que campaban a sus anchas por la isla. Solo después de que 
hubiesen dejado los esqueletos completamente pelados enviaban los 
trasgos a los golems y a la chusma para recogerlos. 
Divisó fácilmente el barco de Argail, un poderoso buque de carga 
en el que ultimaban las últimas tareas antes de zarpar. El comerciante 
daba algunas instrucciones a su dotación subido a uno de los raíles por
donde varios golems empujaban, entre ruidos mecánicos de rotores y 
bielas, las cargadas vagonetas hasta la rampa de acceso a la nave. En 
cuanto le vio acercarse extendió los brazos para recibirle, aferrándole de 
los hombros cuando lo tuvo delante. Slar no tenía claro como comportarse 
delante de él, ni en calidad de que. Conocía el trabajo del mar aunque 
nunca había acompañado a su padre tan lejos como para alcanzar si quiera 
a ver el continente. Tan solo había faenado en las cortas travesías que su 
padre realizaba por los puertos de las islas trasgas o hasta algún que otro 
islote algo más alejado donde se daban cita numerosos comerciantes. Era 
en esas islas que salpicaban las latitudes imprecisas del Mar de la Bruma 
donde Slar había conocido por primera vez a algunos miembros de las 
otras razas. 
Los hombres, a los que también se les conocía como marinos, 
pues dominaban desde sus ciudades la mayor parte de las costas 
continentales y de las islas cercanas a ellas, se consideraban a si mismos 
los dueños del mar, y era por esta y por otras muchas razones que Slar, y la 
mayoría de los suyos, los consideraban altaneros al tiempo que vulgares. 
Sin embargo su relación con ellos era inevitable. Pero su desprecio por los 
hombres no podía compararse ni de lejos con el que sentían los trasgos por 
la raza gnoma. No eran muchas las que podían encontrarse tan alejadas de 
tierra firme, pero las integrantes de esta raza gozaban también de una 
considerable reputación como comerciantes, alcanzando posiciones muy 
elevadas en el orden social de algunas de las ciudades más importantes de 
Las Tierras Fronterizas. Cuando Slar había visto a alguna de ellas en los 
mercados, intercambiando mercancías con los hombres e incluso 
adquiriendo productos trasgos como grasa y carne de ballena, 
experimentó el profundo rechazo por ellas que tanto la historia como la 
cultura trasgas habían inoculado en cada uno de sus individuos. El hecho 
de que fueran las hembras las encargadas de dedicarse a la ejecución de 
labores tan relevantes como la navegación, el comercio o la guerra, y que 
los miembros masculinos permanecían en el hogar haciéndose cargo de la 
crianza de su prole, o de otras tareas menores, era lo que le producía 
mayor repugnancia. Jamás hubiera osado dirigirles la palabra a tan 
despreciables hembras, aunque debía aceptar que otros trasgos se 
tragaran su orgullo y comerciaran con ellas. Recordaba la decepción que 
experimentó la primera vez que descubrió a su padre tratando con una 
enana cuando le vio como entregaba a aquel achaparrado y robusto ser 
unas telas a cambio de varias piezas metálicas que admiraba con deleite. 
20
Ningún trasgo se acostumbraba a tales relaciones, aunque fuesen 
puntuales. 
Slar se dispuso a arrimar el hombro y comenzó a enrollar una de 
las maromas que había quedado suelta tras ser desprendida de su 
amarradero, pero Argail lo detuvo y le instó a volver con él. 
- Pensaba que tu intención era que trabajase para ti. 
- Dime, joven Slarion ¿Eres unos esclavo? ¿Eres uno de estos?- Argail 
señaló a distintos trasgos que faenaban en silencio alrededor. 
-La verdad, todavía no lo se. 
Argail apresó del brazo a uno de ellos y lo atrajo de un violento tirón hacia 
él. El trasgo se mantuvo quieto tras la sacudida, sin esbozar un gesto y con 
la cabeza gacha. 
- Mírale ¿Te parece que es como tú? Yo no trabajo con trasgos libres, joven 
Slarion, Mi tripulación es chusma, galeotes. ¿Eres tú un galeote? 
Slar observó al trasgo que tenía en frente, debía de ser poco mayor que él, 
llevaba sueltos los largos y gruesos mechones de su cabellera que le 
cubrían gran parte del rostro. Argail volvió a hablar, esta vez dirigiéndose al 
galeote. 
- Hreg, mira a este trasgo ¿Te parece que es chusma? 
El esclavo permaneció inmóvil, sin decir palabra. Slar comenzó a sentirse 
incómodo. Argail volvió a hacer la pregunta elevando el tono. El galeote le 
miró sin alzar la cabeza y contestó. 
- No Argail 
- ¿No qué?- insistió el mercante. 
- No me parece que sea chusma. 
Argail mostró una sonrisa de satisfacción ante la respuesta. 
- Por supuesto, porque no lo es. A partir de ahora él será el nuevo capataz. 
Díselo al resto. 
- Si Argail.- y tras estas palabras el galeote se alejó, no sin antes lanzarle 
una profunda mirada de odio a Slar a la que él, condicionado por el hábito, 
correspondió con otra de arrogante desprecio. 
Argail continuaba observando a Slar, esperando que sus miradas se 
encontraran de nuevo. Cuando por fin lo hicieron volvió a hablarle. 
-Ahora ya sabes cual es tu trabajo en mi barco. Sube a bordo. 
A medida que el buque abandonaba lentamente las aguas 
portuarias Slar veía como la costa se hacía cada vez más pequeña. Observó 
como zarpaba en ese momento un ballenero que al poco cambiaba su 
21
rumbo en dirección opuesta a la que ellos tomaban. Sin duda se dirigía 
hacia el sur, donde abundaban las ballenas, los cachalotes y los 
mesoplodones1. Los trasgos eran la única raza que se aventuraba tanto y 
después de varias generaciones habían acabado convirtiéndose en 
expertos pescadores de estos gigantescos peces. Resultaba paradójico, sin 
embargo, que ellos no pudieran consumir su carne, no al menos en 
grandes cantidades, pues, a pesar de su alto contenido nutricional y de su 
elevado potencial energético, el organismo de los trasgos metabolizaba 
muy mal la carne de ballena, provocándoles fuertes dolores estomacales y 
vómitos. A Slar siempre le había frustrado que, siendo ellos los más 
próximos a beneficiarse de una carne y de una grasa tan apreciada por 
otras razas, no pudiesen hacerlo, más teniendo en cuenta que la dieta de 
los trasgos era pobre e insuficiente. Más de un trasgo había llegado a 
encontrar la muerte empujado por la necesidad, en su empeño por 
alimentarse con carne de una ballena o de un mesoplodón. 
22 
Desde la cubierta Slar se despide de Puerto Ceniza… 
1 Cetáceo de hercúleas proporciones caracterizado por una gran protuberancia ósea 
en su frente con la que es capaz de hundir embarcaciones.
A pesar de ello, la pesca de ballenas era una de las actividades que 
más beneficios reportaba a su pueblo, ya que la carne era uno más de los 
muchos productos que podían obtenerse de ellas, desde los huesos y los 
dientes, muy apreciados por los hombres, y sobre todo por las gnomas, 
cuyos congéneres masculinos eran grandes tallistas y muy reconocidos 
artistas, hasta su grasa, que se utilizaba como lubricante. Obtenían 
también aceite de jabón y de cocina, margarina e incluso tabaco. El bulbo 
de sus cabezas contenía una codiciada sustancia que servía para fabricar 
pulimento, cosméticos, cremas, pomadas médicas y velas, así como 
también lámparas de aceite de casa. El aceite de cachalote se usaba como 
antioxidante, algo que para ellos resultaba especialmente útil de cara al 
mantenimiento de su cada vez más atascada tecnología y sus intestinos 
producían una sustancia conocida como resina gris, la cual, cuando se 
exponía al sol, se oxidaba y se convertía en un mármol sólido y aromático. 
Se decía que ese material gris y aceitoso producía un aroma tan placentero 
cuando se calentaba que era usado en el continente como una adición a 
perfumes por su habilidad para hacer que las fragancias durasen más. Una 
sola gota de resina gris sobre una hoja de papel podía llegar a durar más de 
cuarenta años, y su aroma permanecía en los dedos por varios días, incluso 
después de lavarse. Y más aún, era una sustancia muy codiciada entre 
brujos y nigromantes. Slar no entendía como en el continente eran tan 
preciados los productos destinados a la estética y al ornamento, cuya 
funcionalidad era completamente nula y sin embargo poseían gran valor. Y 
resultaba más que curioso que fuese gracias a ellos que su pueblo, siendo 
ajeno a todo tipo de artificios, accediera al comercio con las otras razas y 
con el mundo. 
Todos estos materiales eran tratados y producidos en las plantas 
de fabricación que se dispersaban por todo Puerto Ceniza, dentro de ellas 
la chusma alimentaba y hacía funcionar aquellas cada vez más renqueantes 
máquinas, inundando de humo gris y negro la atmósfera de las islas. Los 
productos obtenidos eran transportados en buques como en el que ahora 
viajaba Slar y vendidos en las ciudades costeras, entre cuyos puertos el de 
Miramar era el más grande y próspero. En el viaje de vuelta esos mismos 
barcos regresaban ingentemente cargados de carbón y de otros minerales, 
aunque las cargas cada vez resultaban menos abundantes. La explotación 
de las minas estaba desde hace algo más de un siglo en manos de los 
hombres, de ciudades como Miramar y Montevil, y era realmente 
complicado para un trasgo hacerse con el derecho de explotación de una 
23
de ellas, por pequeña que fuese, tan difícil como obtener la exclusiva del 
transporte con un mercader o con un productor, y tan solo para circular 
libremente por Las Tierras Fronterizas se requería de un salvoconducto que 
muy pocos trasgos tenían en su poder. 
En todo el continente tan solo había un lugar donde los de su raza 
se habían establecido de manera permanente. Se trataba de la colonia de 
Aguasfrías. No era muy grande, la componían unas cien familias 
concentradas en un mismo espacio del que habitualmente casi ninguno de 
los trasgos allí asentados se alejaba. Sin embargo era un lugar importante 
en Las Tierras Fronterizas, pues a esta colonia acudían a menudo 
comerciantes e incluso destacadas figuras de las ciudades más impor-tantes. 
La columna de humo que manaba del ballenero estaba ya a punto 
de desaparecer en el horizonte. Slar dejó marchar al barco y se concentró 
en el desolado aspecto que ofrecía su hogar. Todavía divisaba levemente la 
cortina de copos de ceniza que caían sempiternamente desde el cielo, él 
no había visto nunca eso a lo que llamaban nieve pero suponía que debía 
de ser algo parecido. El gusto de su pueblo por los términos descriptivos 
conseguía que realmente el nombre de su isla hiciera honor a lo que era. 
Pensó una vez más en su madre y en su hermana, y las imaginó sepultadas 
en ceniza. 
Vio como Argail se aproximaba a él desde proa. Seguía aún sin 
saber exactamente que esperaba de él. Ejercer de capataz suponía 
encargarse de dirigir a la tripulación, dar órdenes y comandar el navío bajo 
la supervisión del capitán, que en este caso era el propio Argail. Pero él no 
tenía los conocimientos necesarios para hacerse cargo de un barco de 
semejante eslora. Además, Argail no le consideraría chusma, pero le había 
colocado en una complicada situación frente al medio centenar de 
galeotes que integraban aquella tripulación. La mirada que le había dirigido 
el tal Hreg le había dejado bien claro que su presencia no les agradaba y 
que no le iban a hacer nada sencilla la travesía. 
Cuando el mercante estuvo frente a él resolvió todas sus dudas. 
-No quiero que ninguna de estas ratas perezosas haraganeen, si no me 
harán perder tiempo y beneficios. Ya casi no acostumbro a embarcarme ni 
a realizar largas travesías, pero esta es un poco especial. Además, en 
ocasiones conviene hacerlo para poner un poco de orden en la tripulación. 
24
No espero otra cosa de ti que no sea mantener a esta sarta de vagos en 
movimiento. Mientras haya viento quiero las velas a todo trapo y si el mar 
está en calma haz también uso de los remos. Abajo tengo seis golems 
remeros pero los galeotes deben también hacer honor a su nombre. – 
Argail lanzó una mirada sobre cubierta y después señaló a sus esclavos.- 
Hoy en día estos infelices resultan mucho más baratos que el poco carbón 
que transportamos. He traído suficientes como para perder unos cuantos 
por el camino si es preciso.- el mercante se ajustó el cuello de la capa, 
resguardándose del frío. Levantó la vista al cielo y después la posó sobre 
las aguas. 
-¿Ves? Sopla viento y el mar está lo suficientemente manso. Nuestra 
primera escala será en las Islas Angostas, tengo mercancías que debo 
descargar allí. Ya sabes cuales son las órdenes y donde está tu puesto. – 
comenzó a caminar pero se detuvo un momento y, sin volverse, añadió. – Y 
yo siempre tengo prisa.- tras estas palabras se alejó y se introdujo por una 
puerta en el interior del barco. 
Slar se situó en medio de cubierta, se armó de valor y gritó procurando que 
su voz rugiera. 
-¡Timonel! ¡Rumbo norte, a las Angostas! ¡Marineros! ¡Navegaremos sin 
usar las tripas! ¡Izad las velas! ¡A todo trapo! ¡Galeooootes! ¡A los remos! 
¡Ya! 
Había transcurrido una semana desde que partieran de Puerto 
Ceniza, la escala en las Islas Angostas apenas supuso una mañana y el 
trabajo de Slar no resultaba en sí mismo demasiado complicado. No tenía 
que asumir ninguna tarea física, sino dar órdenes a babor y estribor y 
supervisar a cada uno de los marineros de a bordo, así como abastecer de 
energía a los golems cuando éstos comenzaban a evidenciar fallos de 
ejecución. Como buen capataz sentía que el odio y la rabia de los galeotes 
se le clavaban en el cogote cuando les daba la espalda. Con Argail cruzaba 
a diario varias palabras, pero, desde que zarparan, el mercante había 
perdido la elocuencia que demostró ante el Consejo de Varones 
Propietarios. No expresaba aprobación ni tampoco lo contrario ante el 
trabajo realizado por Slar, pero éste notaba como sometía a escrutinio 
cada rincón del navío con mirada rigurosa. Los primeros días Slar temblaba 
solo con verlo aparecer, pero viendo que no le hacía reproche alguno, 
comenzó a relajarse progresivamente. Aún así todavía no comprendía que 
es lo que esperaba de él. 
25
En alguna ocasión la conversación se alargaba algo más de lo 
habitual y gracias a eso Slar pudo conocer un poco más del trasgo que, 
incomprensiblemente, le había salvado la vida. Así supo que Argail 
renegaba en privado de la insistencia de su pueblo por vivir anclados a un 
pasado que quedaba ya tan lejos que apenas recordaban, empeñado en 
subsistir de los nublados, casi borrados, vestigios de su Historia. Las 
máquinas que tanto veneraban eran ruinosas y lentas reliquias que apenas 
funcionaban pero que se obcecaban en arreglar cuando ni si quiera 
conocían su funcionamiento. Eran trazas de una cultura que no parecía que 
fuera suya a tenor del desconocimiento que mostraban sobre ella. Argail 
parecía un trasgo atípico, apostaba por ampliar fronteras, por relacionarse 
con las otras razas, y para su asombro, y también asco, que Slar digería en 
silencio, no tenía ningún cuidado a la hora de negociar y tratar con 
hombres y gnomas. Era consciente de lo complicado que para un trasgo 
resultaba prosperar en Las Tierras Fronterizas, pero no tenía remilgos en 
tragarse el tan defendido orgullo de su raza para hacerse un hueco lejos de 
Puertos Grises, pues, a pesar de haber alcanzado una elevada y distinguida 
posición allí, de nada le satisfacía si el reconocimiento se limitaba a los 
suyos. Algunos eran tenidos en cuenta en Entretierras, desde luego, pero 
solo unos pocos. Ese maldito Sinedrian y sus consejeros no permitían que 
ningún otro trasgo pudiese medrar debidamente, pero ellos si. Desde 
aquel oscuro edificio mantenían relaciones económicas con los poderes de 
Miramar, de Motevil y de otras ciudades mientras controlaban a su pueblo, 
pero se conformaban con preservar las cenizas, las ruinas y los escombros 
de su pasado, siendo despreciados por el resto de los habitantes de Las 
Tierras Fronterizas que los trataban poco menos que como escoria, casi 
carroña. Sinedrian, ese cochino prestamista y sus usureros, financiaban a 
hombres distinguidos y poderosos, e incluso también a enanas dignatarias, 
mientras que él debía conformarse con migajas. Slar se percataba de como 
el mercante se exaltaba al hablar de todas estas cosas y de que, cuando se 
daba cuenta de su propia excitación, se esforzaba en atemperar sus 
palabras. 
Pero él tenía sus propias preocupaciones. Cada noche se 
encerraba en su camarote con el pensamiento puesto en Miramar, donde 
confiaba en encontrar alguna pista sobre el destino de su padre y del 
importante asunto que le había llevado hasta allí, y sobre todo se sumergía 
en el diario, en los mapas y en los planos de su abuelo. Tenía que 
encontrar en ellos algo que pudiera ayudarle a salir de aquella espiral de 
26
desventuras que lo había absorbido de la noche a la mañana. Descubrió 
que los cuadernos contenían mucha información; su abuelo había dejado 
constancia de las diversas escalas realizadas con su aerostato en un viaje 
que, desde su partida hasta su regreso, se había prolongado varios años. 
De entre todos estos lugares parecía que era en Miramar donde comenzó a 
realizar grandes descubrimientos. Sin embargo, y al mismo tiempo que 
relataba sus experiencias, en otro de los cuadernos, en el último, Urial 
Kardasian había narrado otra historia, la del pueblo trasgo, que se 
remontaba a los tiempos en que éstos alcanzaran su apogeo y se 
convirtieran en dueños y señores de Acronia, aunque las cosas, tal y como 
su abuelo las contaba, no parecían encajar con ese glorioso pasado al que 
ellos se aferraban. Las palabras escritas por él le produjeron primero 
desconcierto, después perturbación, finalmente indignación y ofensa y en 
su última parte una profunda tristeza. Pero ¿Qué estaba diciendo? ¿Cómo 
se atrevía a llamarlos, a ellos, a los trasgos, lacayos? A medida que 
avanzaba en la lectura la rabia que sentía solo fue superada por su terror… 
27 
Escrito en los días cortos del Año 294. 
Comienzo a escribir estas primeras líneas en los últimos días de mi 
existencia, dispuesto a relatar precisamente los motivos que me han 
conducido hasta este triste final, el mío, impuesto por el orgullo de un 
pueblo, el mío también, que prefiere continuar sumido en el 
desconocimiento y el engaño antes que afrontar la cruda verdad de sí 
mismo. 
Nuestra Historia no es como nos la han contado, los tiempos duros y 
lamentables en los que hogaño nos hallamos inmersos no son un de eco 
deformado de la gloria que vivimos antaño. No somos un pueblo caído en 
desgracia por los ardides de otros que quisieron frenar y derribar el 
esplendor que alcanzamos. Nos empeñamos en descargar sobre ellos la 
culpa de nuestro infortunio, pero el odio y el rechazo que cosechamos hoy 
son el fruto del pavor que en su día sembramos, cuando lo expandimos a lo 
largo y ancho del mundo. Aún así, tan triste y miserable es nuestro pueblo, 
que ni tan siquiera podemos atribuirnos tan dudoso mérito, pues no fuimos 
nosotros, los trasgos, los artífices de tan horrible hazaña. No fuimos 
nosotros, sino Ellos. Los trasgos ocupamos el más despreciable de los 
lugares, pues fuimos sus servidores.
¿Quienes eran ellos? Nunca pensé que la respuesta a una simple pregunta 
pudiera suponer semejantes consecuencias. Con razón los individuos que 
poseen un mayor conocimiento de las cosas deben ser también los más 
valientes. Se necesita reunir mucho valor para asumir la verdad, y nuestro 
pueblo ha sido siempre profundamente cobarde. Ellos eran… Los Elfirren. 
Elfos. ¿Pero qué sabemos de ellos? Nos contaron que llegaron un día y se 
hicieron los dueños y señores de nuestro mundo. ¿De dónde vinieron? Nos 
dijeron que llegaron de más allá de los antiguos bosques de 
Siempreinvierno, de los confines del Páramo Helado. ¿Qué eran? Reyes 
brujos, poseedores de ancestrales y terribles poderes que se escapaban a la 
comprensión de cualquier otra raza. ¿Qué hicieron? Redujeron una a una a 
todas las naciones, ciudades y pueblos. A todos, a todos menos a los 
trasgos. Nos convertimos en sus aliados y juntos conquistamos y 
sometimos Acronia durante cinco siglos, hasta que esas malditas gnomas 
iniciaron una rebelión que terminó por desembocar en la Alianza, que 
arrinconó a nuestro pueblo en estas islas alejadas y desprovistas de 
recursos. Se vengaron de nosotros por domeñarlos durante tantos y tantos 
años. Y nuestros socios desaparecieron. 
Pero todo eso es MENTIRA, pues el primer pueblo sometido fue el nuestro. 
Aprovecharon con suma astucia nuestra codicia, nuestra ambición, y sobre 
todo, nuestra debilidad. 
Nos jactamos, nos vanagloriamos, del pasado trasgo ¿Por qué? No éramos 
un pueblo unido antes de su llegada. Al contrario, errábamos dispersos por 
el mundo, sin reconocimiento, ya entonces perseguidos, y sin patria. 
Cuando los Elfos, con su magia, y con los extraños artefactos que portaban, 
conquistaron fácilmente las tierras de Frasia y Venuria, nos postramos 
raudos a sus pies. Nos sedujeron con sus lisonjas, con sus metales 
brillantes, con sus ignotas máquinas, y con el Vapor. Fue cuando nos 
entregaron el Vapor cuando nos convertimos en sus acólitos. No ¡Si al 
menos hubiera sido así! Nos convertimos en sus siervos. 
Nos convirtieron en sus látigos entregándonos látigos a nosotros. Y nos 
ensañamos con las otras razas; con los hombres, si, y por encima de todas, 
con los gnomos. Por todos los años de anulación, de desprecio, de maltrato, 
pero sobre todo por más Vapor. A ellos, a los gnomos, las encerramos en 
28
las asfixiantes minas de carbón, día y noche, noche y día, hasta que solo 
hubo noche, una noche eterna que duró cinco siglos. Convertimos 
Rocanegra en el peor espanto imaginable, los vagones que surcaban las 
entrañas de la montaña emergían rebosantes, unos de piedra negra y 
otros de cadáveres de turbantes2, de esclavos mineros que escupían en 
aquellas profundidades su último aliento junto con restos purulentos de su 
organismo. 
Talamos los árboles hasta arrasar los bosques, penetramos con aquellos 
monstruos mecánicos hasta el corazón del Bosque Viejo y arrinconamos a 
los duendes, aplastándolos contra el Espinazo del Dragón. Les despojamos 
de su hábitat y de su esencia. 
Los hombres se sometieron, se rindieron ante la devastación de las 
máquinas, ante el humo negro tras el que se ocultaban los Elfos. Solo los 
bárbaros del oeste, la minoría integrante de la Horda Graor Gull que vivían 
en las tierras ásperas, se vieron apenas salpicados por tantos siglos de 
tragedia. El resto vieron cómo sus ciudades fueron arrasadas, sus cultivos 
devastados, sus costas contaminadas. Su libertad se vio truncada, 
arrebatada, cuando sus reyes y sus nobles se inclinaron ante los Elfos para 
preservar parte de sus privilegios, pero eran nuestras botas manchadas de 
hollín las que les ahogaban cuando sus cuellos eran pisoteados. ¿Cómo 
esperábamos no recibir otra cosa que odio por parte de todas las razas? 
Hubo varios intentos de rebelión. Cuando los silfos, un pueblo sumamente 
respetado por el resto de razas, dada su extremada dignidad y sensibilidad, 
se resistieron a tanta injusticia, su reino, Sobrepiedra, fue aplastado tan 
brutalmente por huestes mixtas de elfos y trasgos que su raza fue práctica, 
sino totalmente, extinguida. Lo que hicieron en aquel lugar y lo que quedó 
de él me resulta, literalmente, imposible de describir. Peor aún, me falta el 
valor para rememorar lo que allí encontré… 
No fue hasta siglos después que las gnomas, hartas de ignominiosa 
explotación, se sublevaron, expulsándonos de Rocanegra. Pero ¿Cómo 
íbamos a suponer que serían ellas, precisamente ellas, quienes se 
sublevaran? Las gnomas se dedicaban a tareas menos físicas y desde luego 
menos duras, y se alimentaban mejor, y al tiempo alimentaron también sus 
29 
2 Esclavos gnomos de las minas de carbón de Rocanegra.
ansias de rebelarse, y si hubieran tenido tiempo, a buen seguro que se 
hubieran vengado. Hartas de ver como los padres de sus hijos soportaban 
lo indecible y morían de sufrimiento y extenuación, se levantaron con tal 
fiereza que alentaron al resto de razas a hallar el coraje para acompañarlas 
en su propósito. Y realmente ¡Qué fieras eran! Poco tiempo después, los 
duendes del Bosque Viejo, horrorizados por la industria trasga y por la 
magia élfica, se unieron a ellas. Y con el apoyo de las tribus bárbaras ogras 
y humanas del otro lado del Espinazo del Dragón, la rebelión podía llegar a 
triunfar, porque llegado el momento siempre surge el valor. 
La reacción de nuestro pueblo fue lo que definitivamente dio la victoria a la 
Alianza, ya que los trasgos nos mantuvimos neutrales permitiendo el paso 
a los rebeldes y dejando a los Elfos sorprendidos, los cuales, a pesar de sus 
extraordinarios esfuerzos, se vieron superados. 
La terrible batalla librada dejó a su paso un reguero de muerte y 
destrucción, la magia convocada por Ellos fue terrible. El cielo ardió con 
una luz blanca y cegadora que arrasó con las ciudades y sus ejércitos. 
Fueron cientos de miles los que murieron aquellos días. Se abrieron brechas 
placares de las que surgieron criaturas durante mucho tiempo olvidadas y 
que durante años asolarían Acronia. El clima quedó severamente afectado 
y el Gran Invierno llegó al mundo, obligando a los duendes a abandonar sus 
bosques de Siempreinvierno a riesgo de morir congelados. La enfermedad 
brotó y pació por las tierras de Frasia y Venuria, y el hambre y el caos 
fueron totales. Y aquello duró otros cien años que vinieron a conocerse 
como el Siglo Trágico. 
Los Elfirren murieron, o sencillamente desaparecieron, envueltos en el 
mismo misterio con el que se presentaron. Los trasgos debimos asumir en 
solitario, aunque merecidamente, el resultado de tan terrible 
protagonismo. Si la venganza sobre nosotros no fue más dura y no nos 
exterminaron como a ratas fue porque nos mantuvimos al margen cuando 
la hegemonía de los Elfos se vio por fin severamente amenazada, pero no 
colaboramos tampoco en su derrota. Actuamos como un pueblo que, ante 
la duda de saber quien se alzaría con la victoria, se mantuvo a la espera. No 
hay orgullo en nuestra raza, no hay honor en nuestro pueblo, y valemos 
todos nuestros padecimientos. 
30
Cuando, tras años de viaje y descubrimiento, regresé con los míos y traté de 
desvelar las razones que hacían de nuestro presente una realidad tan dura 
y hostil, y que estaba en nuestras manos poder cambiarla, asumiendo la 
responsabilidad y la deuda que tenemos para con el mundo, desterrando 
los prejuicios que arrastramos fruto de nuestro miedo y aceptando que 
seguimos siendo esclavos de un pasado en el que fuimos al tiempo siervos y 
garras del terror, fui silenciado y apresado. Quise explicar ante el Consejo 
de Varones que los rencores que depositamos en otras razas, 
especialmente en la gnoma, no responden a las afrentas que éstas 
causaron a nuestro pueblo, sino a nuestra mezquina y hueca obstinación 
por no querer aceptar su resentimiento hacia nosotros. Nuestras propias 
hembras sufren hoy el maltrato de nuestra sociedad porque nos recuerdan 
que fueron otras madres las que iniciaron nuestra caída, devolviéndonos al 
oscuro lugar del que procedemos. Por eso las arrinconamos, las 
ninguneamos, las depreciamos. ¡Por compasión, ellas son nuestras madres, 
nuestras hijas, nuestras hermanas, nuestra sangre! Nos esclavizamos ente 
nosotros, dividiéndonos entre trasgos libres y chusma, solo para que unos 
puedan experimentar y rememorar la única forma de poder que conocimos. 
No mediante el honor, no mediante la verdad, no mediante la justicia, sino 
mediante la clase. ¡Y eso es mezquino, es cruel, es espantoso! Debemos, 
como Pueblo, alcanzar por primera vez en nuestra historia la Dignidad que 
nunca tuvimos. 
¡Y nos atrevemos todavía a hablar de orgullo y gloria! Hoy Las Tierras 
Fronterizas son un reflejo de las naciones que un día fueron, pero jamás se 
nos devolverá a nosotros una gloria que nunca alcanzamos. Al contrario, 
nos mantendrán siempre alejados y controlados, pues saben del peligro de 
nuestra codiciosa e insensible naturaleza. Y nuestra sociedad continua 
siendo el espejo del odio y del miedo que volcamos sobre los débiles, 
porque sin ellos los fuertes no serían fuertes. ¡Sistema perverso y 
degradante el nuestro! 
¿Mérito y Esfuerzo? ¿Qué meritos y qué esfuerzos son esos cuando están 
asegurados por la Herencia que garantiza que sean siempre los mismos 
quienes dominen a los que, nacidos en condiciones desfavorables o 
desamparados por completo, se ven abocados a perpetuar su miseria? 
Todo esto declaré, palabra por palabra, ante el Consejo. Y me respondieron 
con la muerte (…) 
31
El diario continuaba dedicando varios párrafos a su hija. Se dirigía 
a ella en un tono dulce y cariñoso, totalmente impropio en el lenguaje y las 
formas de un trasgo, pero absolutamente acorde con la disidente visión de 
su abuelo. Se lamentaba por no poder dejarle nada en herencia, y también 
se lamentaba de lamentarse por ello, ya que, a pesar de ser ésta una 
cuestión a la que él se oponía hasta el punto de llevarle a la muerte, era 
por desgracia el único modo de asegurarle un futuro lejos de las penurias 
de la chusma. Se lamentaba igualmente de verse obligado a dejar lo poco 
que tenía a nombre de su yerno, al que había llegado a coger aprecio y 
consideraba un trasgo con excelentes potencialidades, no solo en lo 
referido a su habilidad e inteligencia, sino también a su sentido de la ética. 
Le legó la embarcación con la que había regresado de su viaje, y en cuyo 
interior encontraría algo que al principio sin duda le sorprendería, pero 
que después, y confiando en su perspicacia y perseverancia, acabaría 
comprendiendo. 
Slar cerró las páginas con lágrimas de espanto y de impotencia. No 
quería validar las palabras de su abuelo, pero al mismo tiempo se le 
antojaba doloroso y difícil dar por mentira la truculenta interpretación que 
había hecho del mundo que él conocía. Durante el día deambulaba por 
cubierta, comandando la nave, dando órdenes de un modo casi 
automático. Hacía varias jornadas que no avistaban ningún barco y el mar 
continuaba en calma, aunque desde que abandonaran las Angostas, el 
viento había dejado de soplar con intensidad. Argail le había concedido su 
permiso para que pusiera en marcha unas tripas secundarias que ayudaran 
a los galeotes a impulsar la nave, pero se había negado a conectar la tripa 
principal. No tendría tanta prisa después de todo, pensó Slar. Cuando 
supervisaba a los remeros y se situaba frente a los bogavantes3, 
rememoraba las palabras de su abuelo y sus duras críticas a la esclavitud y 
sentía como un sabor a hiel inundaba su boca. Por momentos creía 
comprender justificadas sus dudas, e incluso sus reproches, pero cuando 
sus ojos se tropezaban con los de Hreg o con los de algún otro de los 
galeotes, sentía como la hostilidad con que le miraban le atravesaba el 
cráneo. Entonces regresaban a él tantos años, tantos siglos, de costumbre 
y conveniencia, y les respondía con órdenes y amenazas. 
Pero la información que halló en los otros cuadernos resultaba, si 
cabe, aún más inquietante y reveladora. Las primeras páginas no llamaron 
32 
3 Remero experimentado que ocupa el primer puesto de cada banco.
especialmente su atención; describían los primeros meses del viaje y 
algunos de los lugares por los que su abuelo pasó eran los mismos por 
donde él acababa de hacerlo o por donde lo haría en poco tiempo. 
Después narraba sus aventuras por lejanas aguas en busca de objetos y 
reliquias místicas a las que él otorgaba un gran valor, pero fue a partir de 
que atracara en Miramar cuando las cosas comenzaron a ponerse más 
interesantes… 
33 
Primavera del Año 291. 
(…) Amerizamos en el puerto de Miramar ante el asombro de los marinos, 
comerciantes y empresarios que allí trajinaban, que repartían su 
incredulidad entre nuestra aeronave y su tripulación. No podían determinar 
cual de aquellas dos cosas era lo que les impedía cerrar la boca; si la 
embarcación a la que acababan de ver descender del cielo, o si los trasgos 
que la gobernaban. La admiración que les producía lo primero era ahogada 
por el recelo que les causaba lo segundo. Aún así, la curiosidad suele ser 
siempre el mayor de los impulsos, y unos cuantos se acercaron hasta 
nuestro aerostato para observarlo más de cerca. Los aeronautas 
afianzábamos la tela con la red y amarrábamos la nave a tierra firme 
mientras todavía pugnaba por alzarse. Mientras tanto, algunos hombres 
ya habían formado corrillos en los que, entre murmullos, especulaban 
sobre aquello que no acababan de comprender. De repente, una voz se alzó 
de entre aquella cháchara de corral y dirigiéndose a los que estábamos en 
cubierta, preguntó directamente. 
-¿Cómo funciona? 
Me di la vuelta y entonces la vi por primera vez. Aquella mujer había ya 
alcanzado la madurez, desde luego no era una muchacha. Estaba plantada 
en medio de sus conciudadanos con las piernas ligeramente abiertas, 
ancladas sobre el pavimento, los brazos en jarras y los pulgares trabados 
en el cinto. Me percaté de que el cacareo de sus paisanos cesó al instante y 
me pareció que la miraban con cierto respeto. Sonreí tras revisar el globo, 
ya casi totalmente estabilizado, y me dirigí a ella hablando a voces. 
-¡Con vapor! 
Entonces la mujer sonrío y soltó una poderosa carcajada haciendo brillar su 
blanca dentadura bajo el sol de la mañana. Miró a izquierda y derecha a 
sus paisanos y éstos correspondieron con más risas. 
-Ya, con vapor… ¡Y algo más! – y guiñó su ojo derecho.
Miré al suelo tratando de ocultar mi sonrisa y demoré unos instantes mi 
respuesta. 
-Desde luego, pero ese es mi secreto - y le devolví el guiño sacando la 
lengua. 
-¡Baja! – gritó ella de nuevo -Te invito a un trago, me parece que tú y yo 
tenemos mucho de que hablar (…) 
(…) Shirania Dénvoros era una mujer atípica, no tanto porque ocupase una 
posición de privilegio en la sociedad de Miramar, sino por su carácter 
curioso e intrépido. Había comprado su título de Soberana hacía ya unos 
cuantos años y gozaba de buenas relaciones, no solo con los otros señores 
y próceres de Miramar, sino también de Montevil. Incluso en Cienfuegos su 
nombre era sumamente respetado. Sin embargo para los nobles de 
Miramar, y especialmente para ella, estos títulos no significaban 
absolutamente nada. Si, cierto era que ornamentaban de un modo muy 
rimbombante sus presentaciones, sobre todo fuera de la ciudad, pero en el 
fondo casi los despreciaban. Entre los poderosos de Miramar se 
intercambiaban habitualmente sus títulos entre ellos, o los regalaban, 
incluso a humildes taberneros o feriantes sin ninguna clase de poder. Ellos, 
y también Shirania, sabían que el único nombre que de verdad contaba, y el 
que les hacía acreedores de confianza y les validaba para cerrar 
importantes negocios o jugosos asuntos, era el propio. Así, caminando por 
Miramar, uno podía tropezarse con herreros, afiladores u hortelanos que 
poseían el título de Alteza, de Infante o incluso de Príncipe, y se dirigían 
unos a otros tratándose entre chanzas de Ilustrísimas o de Señorías. Hasta 
los nobles de verdad se inclinaban, en los días en los que el humor les 
sobraba, ante sus propios criados, pues había ocasiones en las que éstos 
poseían más alcurnia delante de sus apellidos que ellos mismos. Era el 
modo en que tenían de reírse y de ridiculizar a las arcanas y rancias 
monarquías y señoríos del Imperio que se extendían fuera de Las Tierras 
Fronterizas, más allá de la Empalizada del Este. 
Por eso, cuando entramos juntos en la Taberna de la Princesa Marla, muy 
cercana al muelle, la Soberana Dénvoros, ejecutó una afectada reverencia 
ante la gruesa tabernera, a la que ésta correspondió con una leve 
inclinación. Aquella mañana se notaba que estaba de espléndido humor y 
la visión de nuestro dirigible acercándose al puerto había elevado su 
espíritu tan alto como lo estábamos nosotros en ese momento. Eran ese 
tipo de cosas las que despertaban su entusiasmo, porque Shirania, noble y 
34
acaudalada comerciante, era mucho más que eso, y sus verdaderas 
pasiones eran la investigación y el coleccionismo. 
En seguida detecté que aquella mujer no era una prisionera de los 
prejuicios. Hablaba conmigo de tú a tú, obviando completamente que fuera 
un trasgo. Es más, sentía que a su lado desparecía en todos el recelo que mi 
raza causaba entre los hombres. Después de varios tragos de licor de hierro 
y, al descubrir que yo compartía con ella su afición por la Historia de 
nuestro mundo, así como su entrega por el conocimiento y sus ansias de 
progreso, me habló ya como se habla a un colega y no tardó en 
convertirme oficialmente en su invitado. Cuando más tarde, a bordo de 
nuestra nave, le expliqué cual era aquel secreto al que me había referido 
anteriormente, se mostró desbordada de júbilo. Le expliqué que en un 
principio había probado a elevarla solo con vapor de agua, pero que para 
ello se hacía indispensable un globo de tamaño desproporcionado, lo que la 
convertía en muy lenta y costosa de maniobrar y extremadamente 
vulnerable a la caprichosa Veldrem. Los resultados fueron muy precarios, 
pero fue después de que descubriera aquella combinación, que la cosa 
realmente funcionó. Shirania atendía mis explicaciones y miraba de hito en 
hito todo cuanto le mostraba, pues todo en aquella aeronave, las aletas 
que regían la dirección, las hélices locomotoras que la impulsaban, la 
precisión y el perfecto funcionamiento de aquel amasijo de poleas, 
engranajes, ejes y rieles, le perecía un sumo prodigio. 
Me obligó a alojarme en su residencia, un palacete situado a las afueras de 
la propia ciudad, muy adecuado a su estilo y personalidad. En él no 
faltaban las comodidades, desde luego, pero por encima de todo había 
convertido el amplio interior de aquellas paredes en un enorme y completo 
taller donde ella, junto con un equipo de varias personas de su confianza, 
desarrollaba todo de tipo de experimentos, algunos con más fortuna que 
otros. Sus intentos por volar, una de sus pequeñas obsesiones, habían 
terminado hasta entonces en fracaso. Le apasionaba la mecánica y no eran 
pocos los objetos y artilugios de factura trasga que había logrado adquirir. 
No era la única, pues muchos comerciantes y señores de la ciudad se 
habían hecho con maquinaria traga tras el expolio que siguió a su victoria 
en Puerto Ruina. De hecho los aparatos mejor conservados que quedaron 
después de la guerra, incluidas tripas y golems, fueron llevados hasta 
Miramar y formaban ya parte del paisaje en los muelles de carga, así como 
en otras partes de la ciudad. Ella misma tenía en su poder un golem, 
35
aunque los llamaban autómatas en Miramar, que después de ser 
restaurado con sus propias manos, lucía mejor aspecto que cualquiera de 
los que yo había visto nunca en Puertos Grises. 
Pero no fue hasta pasado unos días que Shirania empezó a hablarme de su 
mayor descubrimiento, que había hecho varias semanas atrás, y que era al 
mismo tiempo su mayor inquietud. En una de sus expediciones terminó por 
desembocar en las estribaciones de las ruinas de la ciudad de Sobrepiedra. 
Ya había llegado hasta allí en anteriores ocasiones, pero no se había a 
atrevido nunca a explorar aquellos alrededores, en parte por el temor que 
le causaban las historias que sobre ese lugar había escuchado desde niña, y 
en parte también porque el acceso a la antigua ciudad causaba la 
impresión de ser harto complicado. 
No se adentró por tanto, además el aire le parecía sumamente irrespirable, 
provocándole, pasado un tiempo, arcadas y mareos. Sentía el ambiente 
enrarecido, como poseído de un cosquilleo chispeante que le erizaba el 
vello. Cuando vio que su caballo comenzó a caminar con paso tambaleante, 
abandonó el lugar sin que en aquella primera ocasión pudiera traerse 
consigo otra cosa que una sensación de terror en el cuerpo. Pero su espíritu 
curioso e investigador batallaba día tras día con su miedo, y finalmente, 
como no podía ser menos en ella, acabó venciendo. Regresó a las ruinas 
llevándose máscaras antigas y armada de valor y decisión, dispuesta a 
traer de aquel infierno algo más que el rabo entre las piernas. Por suerte no 
tuvo que avanzar mucho hasta encontrar algo que le bastara para 
considerar que el viaje hasta allí no había sido en balde. 
Después de atravesar lo que le pareció una barrera de aire denso, tanto 
que casi lo podía cortar con la espada, tropezó y cayó de bruces con una 
estructura metálica que sobresalía de la roca. Asustada, a cuatro patas y 
casi completamente cegada por aquel aire turbio, tanteó con las manos 
una pieza suelta de aproximadamente cuatro pulgadas de largo y una de 
grosor. La cogió, y sin detenerse a observarla la envolvió en su capa. Rauda 
se quiso levantar, pero sintió un gélido escalofrío recorrer su piel cuando, 
de repente, sus dedos rozaron los de otra mano. Quedó al instante fría y 
paralizada, porque al mismo tiempo aquella rara niebla le permitió ver a 
unos cincuenta pies de distancia una suerte de muralla metálica de 
extraños brillos. A pesar de la angustia que experimentaba y de sentir el 
roce de aquellas falanges, no pudo evitar contemplar la superficie de aquel 
36
muro, pues su extraña brillantez resultaba del todo hipnótica. Por fin, tras 
permanecer brevemente embobada en aquel trance, recuperó el domino de 
si misma, y sin pensárselo dos veces ni tener idea alguna de qué podía 
haber al otro extremo de aquella mano, tiró de ella con fuerza. Y al percibir 
que levantaba con facilidad un brazo desprendido, inició un apresurado 
regreso. 
Después de contarme aquello, que yo escuchaba con gran 
compungimiento, ya no tenía nada claro querer ver lo que se trajo consigo, 
pero no me dio opción. Me mostró primero el objeto. Ciertamente era muy 
extraño, tanto por su textura como por su brillantez y por sus redondeados 
bordes, que hacían pensar que la pieza no había sido arrancada de ninguna 
otra, ya que no presentaba imperfecciones. Pero lo más inquietante ocurrió 
cuando Shirania lo colocó frente a nosotros y posó su pulgar sobre unas 
pequeñas inscripciones, una suerte de runas que componían un símbolo del 
todo ajeno para mí. Tras unos instantes de expectación durante los cuales 
no sabía que debía esperar, comencé a percibir un zumbido, al principio 
casi imperceptible pero cuya intensidad aumentó hasta tal punto que sentí 
como los tímpanos de mis oídos se tensaban. Después, aquella pieza 
comenzó, para mi enorme sorpresa, a vibrar, luego a temblar y por último 
a bailar bruscamente. Yo alternaba, con los ojos abiertos de par en par, 
miradas hacia el objeto que súbitamente había cobrado vida por sí mismo, 
con otras que le dirigía a Shirania, esperando que de algún modo me 
tranquilizase, pero ella solo me instaba a que continuase observando. 
Pasado un rato parecía que aquel metal estuviera a punto de estallar y 
finalmente, y para mi espanto, se elevó en el aire verticalmente a una 
velocidad considerable para quedar suspendido y estabilizado a la altura de 
mis narices, inmóvil, casi desafiante, con el descaro propio de algo que se 
sabe en contra de lo imposible. Y allí se quedó. Totalmente atónito no pude 
por menos que, tras consultar con la mirada a Shirania, pasar mi manos 
por encima y debajo del objeto, como tratando de hallar unas cuerdas 
invisibles que fuesen a destapar un truco barato, pero allí no había nada, ni 
tampoco truco alguno. 
Me costó un rato recobrarme de tan grande impresión y poder atender a 
Shirania con mis cinco sentidos liberados de estupor. Cualquier otro hubiera 
admitido sin dudarlo que aquel objeto era fruto de brujería, y poco me 
faltaba a mí mismo para estar convencido de tal cosa. Pero Shirania tenía 
todavía otra cosa que mostrarme, y yo no creía estar preparado en 
37
absoluto después de lo que ya había presenciado. Por eso fue que, sin 
comentario de lo ya visto, ni preámbulo de lo siguiente que iba a ver, me vi 
casi empujado en dirección a otra estancia. Una vez en ella me colocó 
frente a un contenedor metálico, lo abrió, y de él extrajo el brazo cuyo roce, 
semanas atrás, a buen seguro le había arrancado varios años de vejez a la 
Soberana. 
Cuando finalmente lo tuve ante mí respiré aliviado. Si bien su aspecto era 
extraño y distinto de los que yo conocía, aquel era sin duda el brazo 
mecánico de un golem. Los engranajes y rotores que estaban a la vista 
presentaban un aspecto diferente de los que usábamos en Puertos Grises, y 
el color del metal podía parecerse más la pieza que todavía flotaba tanto 
en el aire como en mis perturbados pensamientos, pero desde luego nada 
en él provocaba mi consternación. 
Le hice a Shirania una tímida mueca de decepción ante este nuevo objeto, 
pero entonces ella le dio la vuelta y puso frente a mis ojos la parte 
arrancada, que estaba a la altura del hombro. Me acerqué despacio hasta 
la articulación sin entender el porqué de su petición y entonces 
experimenté un respingo que me hizo botar hacia atrás. Respiré hondo y 
volví a aproximarme, lívido y con un nudo que cerraba mi garganta. El 
metal no presentaba rotura alguna, terminaba al final del brazo 
perfectamente acabado. Sin embargo, fusionado a él, encontré un hueso 
perteneciente a una criatura, nunca mejor dicho, de carne y hueso, y bien 
pudiera haber sido de un hombre, o de un trasgo. 
Me dirigí a Shirania espeluznado. ¿Qué significaba aquello? ¿Cómo era 
posible? Ella había tenido mucho más tiempo que yo para reflexionar y 
seguía sin tener la respuesta, pero quería saber más. En realidad quería 
saberlo todo y estaba convencida de que el destino me había enviado hasta 
ella para que la ayudase a comprender. No tardó mucho en convencerme 
para que los dos regresásemos juntos hasta aquel pavoroso lugar (…) 
Después la lectura se hacía complicada, el trazo de la letra era 
confuso y la narración errática. A su abuelo debió hacérsele muy difícil 
escribir sobre lo que vivió a partir de entonces, pero Slar pudo deducir que 
los dos se adentraron en las ruinas y trataron de encontrar algunas 
respuestas a las preguntas que les asediaban, alguna de las cuales estaba 
38
contenida en el primero de los diarios que había leído, aquel en que Urial 
Kardasian dejaba escrita una declaración que era también su legado. Pero 
en este todo estaba emborronado, confuso e incompleto, había páginas de 
él que ya no estaban y Slar apenas pudo sacar nada en claro de la suerte 
que corrieron allí dentro. 
Cuando abandonaba sus lecturas nocturnas el joven trasgo vivía 
en permanente desasosiego. Tenía cada vez más claro que debía llegar 
hasta Miramar, aunque no lograba encajar todas las piezas, pensaba 
incluso que quizás estaba relacionando en su mente cuestiones que nada 
tenían que ver unas con otras, pues la figura de su padre y el propósito de 
su último viaje todavía no habían emergido por ningún sitio. Además, 
continuaba sin comprender los motivos de Argail para hacer lo que había 
hecho por él. En su barco se sentía a merced del peligro, pues no podía 
fiarse de nadie y la posición que le había adjudicado el mercante le 
colocaba en una delicada situación con respecto a la tripulación. Por otra 
parte, las ideas de su abuelo atormentaban y flagelaban su espíritu. De 
noche quedaba atrapado en terribles pesadillas en las que se mezclaban 
todos los pasajes leídos del diario. Se veía a sí mismo corriendo 
despavorido entre nieblas y ruinas mientras sus cabellos chisporroteaban y 
ardían, y de la oscuridad surgían garras metálicas que lo apresaban y 
tiraban de él. Después, aparecía en el centro de un círculo, de pie sobre 
una plataforma metálica vibrante que al momento despegaba y lo elevaba 
del suelo. Entonces sentía el impacto de una piedra en su frente que le 
hacía sangrar, y luego otro, y otro, y otro. Y alrededor de él, a través de los 
regueros de sangre que le anegaban los ojos, podía ver como desde el 
borde del círculo un montón de gnomos y gnomas, de hombres y mujeres, 
de ogros y ogras y de otras extrañas criaturas que no identificaba, le 
lanzaban los pedruscos. Las gnomas chillaban con rabia, los hombres reían 
a carcajadas, las mujeres le hacían burlonas reverencias y los ogros y las 
ogras aullaban gritos salvajes. Solo los enanos permanecían mudos y casi 
estáticos, le miraban fijamente con los rostros demacrados y sus ojos 
tristes hundidos en las cuencas. Entonces se inclinaban y, sin mirar si 
quiera al suelo, cogían algo con la mano y también se lo lanzaban. Pero no 
eran piedras, sino carbón. 
Llevaban diez jornadas navegando y quedaban, al menos, otras 
tantas para abocar en Miramar, probablemente más, dado el poco viento 
que soplaba desde hacía días y que apenas templaba las velas. Los galeotes 
39
daban cada vez más muestras de cansancio, pues prácticamente no habían 
dejado de remar desde que partieran y, a pesar de que todavía se utilizaba 
la boga como recurso para impulsar las naves, lo cierto era que ya era poco 
habitual. Los barcos trasgos eran muy pesados, dado que contenían mucho 
metal tanto en su estructura como en su interior, y precisamente eran las 
tripas las que más contribuían a aquel peso, por lo que tenía poco sentido 
no aprovechar su potencia propulsora y usar por el contrario, y casi de 
forma exclusiva, la fuerza de los galeotes, tal y como Argail parecía 
empeñarse en hacer. Tres de ellos ya habían enfermado y se encontraban 
convalecientes en la bodega, y a tenor del modo en que los observaba 
Argail, Slar temía que en cualquier momento el mercante le ordenase 
echarlos por la borda. 
Las tripas secundarias continuaban funcionando, pero 
prácticamente toda la energía que producían era para las corcovas de los 
golems, que Slar cargaba cada mañana a primera hora. Procuraba hacerlo 
de uno en uno para que, mientras encajaba las tres brechas de cada una de 
las chepas a las tripas, los otros cinco continuaran remando sin 
interrupción. Una vez la biela tensaba sus cuerdas hasta su punto máximo, 
la volvía a insertar en el dorso del golem para seguir el mismo proceso con 
cada uno de los otros cinco. Aquello era sin duda una pérdida de energía y 
de tiempo, pues a pesar del trabajo de aquella media docena de 
infatigables bogantes mecánicos, éste no resultaba suficiente para lograr 
una velocidad mínimamente aceptable. Slar calculaba que aquella nave, en 
aquellas aguas, podría llegar a alcanzar, con la tripa principal en marcha, 
los ocho o nueve nudos, pero mediante aquel sistema no llegaban ni a la 
mitad, y ahora veía que Argail no tenía tanta prisa como le había 
anunciado, mientras que él si. 
Decidió bajar a la cubierta de la tripa principal, resuelto a 
alimentarla por sí mismo si era necesario, en vista de la apatía mostrada 
por el capitán de la nave, pero una vez dentro su sorpresa fue mayúscula. 
Tardo un poco en reconocerla, sin embargo después de examinarla con 
atención y de dar con aquella carcasa que le era tan familiar, no le cupo ya 
ninguna duda. Ante sí tenía la creación de su padre, aquellas tripas a las 
que desde pequeño le había visto dedicar jornadas enteras de trabajo, y 
más aún, semanas, meses y años de investigación. Comprobó, sin 
embargo, que no estaban conectadas a los engranajes ni al tambor de 
paletas que hacía girar la hélice, ni tampoco a aquellos cilindros que eran 
40
capaces de generar una potencia de veinte mil gnomopores. Las tripas 
estaban descosidas de la nave, abandonadas, escondidas en aquel espacio 
semioscuro. 
Boquiabierto, absolutamente perplejo, incapaz de asumir más 
sorpresas, más revelaciones, más descubrimientos indeseados, 
permaneció quieto sin comprender, hasta que, detrás de él, sintió un 
ruido. Se giró bruscamente, sin saber ya que más esperar y ante sí pudo 
ver la figura de Argail Tartu al trasluz de la claridad que provenía desde la 
cubierta exterior. 
Argail le observaba con mirada curiosa, expectante ante la 
reacción de Slar, pero en vista de que éste no hacía sino interrogarle con 
los ojos, decidió ser el primero en romper el silencio. 
-Veo que te has adelantado, no tenía previsto enseñarte eso, todavía… 
Slar percibió en el brillo zaino de sus ojos y en el tono taimado de sus 
palabras el anticipo de una traición, algo que daba por imposible entre los 
suyos, aunque eran tantas las novedades que estaba asumiendo 
últimamente, que en realidad estaba más preparado de lo que le gustaría 
para escucharla. 
-¿Dónde está mi padre? – le gritó Slar, presa del pánico y de la rabia 
acumulada en los últimos días. -¿Qué has hecho con él? 
Argail entornó los ojos al tiempo que encogió los hombros. 
-Tu padre era un trasgo muy listo, aunque nunca imaginé que tanto. 
-¿Era? 
-Está muerto, joven amigo, eso ya lo imaginabas. Yo le maté, bueno, ya 
sabes, no yo con mis manos. Uno de éstos. – y señaló con los ojos hacia el 
exterior. 
-¡Asqueroso traidor! Slar se encamino decidido hacia él, pero al instante se 
detuvo, al ver como Argail descubría su mano empuñando una pequeña 
ballesta. 
- ¡Atrás! Retrocede si no quieres que te ensarte como a un bonito. -Slar 
obedeció. 
-Era muy listo tu padre. No tengo ni idea de cómo ni de donde sacó esas 
tripas, pero a buen seguro que era gracias a ellas que su nave alcanzaba 
semejante velocidad. Todavía no se como funcionan, pero ya lo averiguaré. 
De hecho, esperaba que tú me pudieras ayudar en eso. 
-Ni lo sueñes, no pienso ayudarte en nada. 
41
- ¡Qué desagradecido! Y pensar que de no ser por mí ahora te estarías 
pudriendo con la chusma. 
-Prefiero eso a servirte en algo. Te lo pregunto de nuevo ¿Dónde está mi 
padre? 
-Encontraras su cadáver en el interior de su amada embarcación, bueno, lo 
que queda de ella. No resultó fácil sacar ese cacharro de sus entrañas. Si 
tanto te interesa saberlo, ambos yacen en la isla de Prosperia, pero en 
realidad no creo que tú vuelvas a verlos. 
-Pero ¿Por qué? ¿Acaso te hizo algo alguna vez? ¿Acaso te ofendió? –Slar 
no lograba ni de lejos comprender los motivos de tan ruin 
comportamiento ni de tan horribles actos. 
-Me ofendían su inteligencia y su ambición. Son cualidades peligrosas en 
un adversario. 
-¿Adversario mi padre? 
-No te hagas el inocente, tu padre pretendía obtener, ya tenía el trato casi 
cerrado de hecho, una licencia de comercio en Miramar con un importante 
extractor de piedra negra ¡En exclusiva! No se como llegó tan lejos. Ese 
tipo de acuerdos no se alcanzan sin los contactos adecuados, y yo, la 
verdad, ignoraba que tu padre los tuviese. Pero ahora Oslof Meridion ya no 
está, se ha…esfumado.- Argail cosquilleó el aire con sus dedos al decir esas 
palabras- pero yo si estoy. - De sus dedos sin vida arranqué el documento 
en el que figuran los términos del contrato que estaba a punto de firmar, y 
también el pagaré con la cantidad que solicitó al Consejo como préstamo. 
Ciertamente era una suma considerable. Aquí mismo lo tengo.- Argail 
extrajo con su mano izquierda un sobre de un bolsillo interior de su gabán 
y lo sacudió en el aire. –No creo que ese comerciante vaya a perder la 
ocasión de hacer un buen negocio si la otra parte no se presenta y en su 
lugar un reputado mercante como yo le ofrece cerrar el trato. Al fin y al 
cabo, yo ya dispongo de la cantidad que tu padre se disponía a abonarle. 
¿Verdad que es perfecto? 
-Pero ¿Por qué te presentaste en el juicio? ¿Por qué tomarte la molestia de 
evitarme mi condena si con ella ya me habías anulado por completo? 
-No, por completo no. La anulación completa solo llega de un modo: con la 
muerte. Y el hecho de que Meridion tuviera un hijo me intranquilizaba, me 
preocupaba. Pensé que quizás quisieras averiguar lo sucedido. No se si 
estarías realmente dispuesto a hacerlo, pero no iba a permitir dejar que un 
cabo suelto como ese pusiera en peligro todo lo que estoy a punto de 
conseguir. Ya sabes lo que se dice del poder que obra la venganza. 
-¿O sea que ahora solo te resta matarme? 
42
-Solo. –contestó Argail aproximándose mientras enarcaba las cejas para él 
por última vez. 
Slar se vino al suelo e hincó una rodilla en la madera de la cubierta 
mientras alzaba su mano izquierda al aire en señal de alto y escondió el 
rostro contra el pecho entre sollozos y ruegos al tiempo que tanteó con su 
mano libre su tobillo derecho. 
-Levántate joven Slarion 
-No- suspiró él.- Por favor… 
-¡Levántate llorica! –gritó esta vez Argail. 
Y entonces, en un movimiento rápido y decidido que sorprendió al 
mercante, Slar se puso en pie, estiró su brazo derecho frente al rostro 
atónito de Argail y le descerrajó un disparo a quemarropa en el centro de 
los dos arcos perfectos que sus cejas dibujaban. 
El estruendo que provocó el disparo fue considerable y Slar sabía 
que tenía poco tiempo antes de ver aparecer a alguno de los galeotes por 
la puerta. Ahora fue él quien le arrancó al mercante de sus dedos inertes 
los documentos y el pagaré que podían demostrar ante el Consejo que su 
padre había sido víctima de una trampa y de una traición. Con ello se abría 
ante él una pequeña ventana a la esperanza. Tomó también la ballesta, 
aún cargada, que se había desprendido de la mano de Argail tras recibir el 
impacto mortal, pues sabía que no tenía tiempo para ponerse a cargar de 
nuevo la pistola. Cuando ya estaba a punto de atravesar la puerta, la figura 
encorvada de otro trasgo se perfiló bajo el umbral. Era Hreg, quien 
evidenciaba en el semblante el sobresalto que le había causado el súbito 
sonido de la detonación. Lanzó primero a Slar una mirada interrogativa, 
pero cuando después vio tras él el cadáver con el rostro sanguinolento y 
deformado de su amo, se apresuró a comprobar su estado. Slar aprovechó 
ese momento para dirigirse hacia la puerta. Hreg, postrado ante Argail, se 
volvió para mirarle con rabia, esta vez no contenida, sino desatada. 
- Qué has hecho? – le gritó desesperado. 
-Ha sido en defensa propia. ¡Iba a matarme! –pero Hreg parecía no 
escuchar sus palabras. Continuaba mirándole furibundo mientras comenzó 
a dar pasos hacia él. 
-¡Has matado al Argail! 
-Ahora sois libres, ya no tenéis amo. Podéis marcharos donde queráis ¡La 
nave es vuestra! 
-La nave es de Argail, y nosotros también. 
43
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  • 1. A SANGRE Y VAPOR Un relato de los Hermanos Amigó en el convulso mundo de Acronia
  • 2. 2 INDICE Primera Parte: La Deuda ........................................................................ Segunda Parte: La Travesía ..................................................................... Tercera Parte: Sobrepiedra .................................................................... Epílogo .................................................................................................... 3 19 47 65
  • 3. 3 PRIMERA PARTE: LA DEUDA Todo había sucedido muy rápido, demasiado. Habían transcurrido tres días desde que la desaparición de su padre fuera declarada oficial. Después se había celebrado el juicio y la Sentencia por Quebranto se había dictado esa misma mañana. Eran demasiados acontecimientos para asimilarlos en tan poco tiempo; su padre estaba muerto, pues eso era lo que significaba no haber cumplido sus contratos antes del plazo establecido, daba lo mismo, donde quiera que se encontrase, que hubiera exhalado o no su último suspiro. Ese era ya un detalle sin importancia. Ahora el destino de su madre, el de su hermana y el suyo propio estaban en sus manos, pero por encima de sus vidas primaba el nombre de su linaje, y sobre todo, su posición. La bofetada que le había dado su madre todavía le escocía, no en la cara, sino en su orgullo, que ingenua y egoístamente había confundido con dignidad. Curiosamente fue su falta de dignidad lo que le reprochó su madre cuando le abofeteó, por plantearse duda alguna con respecto al deber que debía asumir, por poner la más mínima objeción al destino que ahora le tocaba afrontar, por no ver más allá de la vergüenza que le provocaba la situación en la que ahora se hallaban ella y su hermana. Lo importante, le había dicho su madre, no era eso, sino la oportunidad que le habían brindado. Ahora él no tenía apellido, ahora ellas eran esclavas, ahora su familia no existía. Pero podía recuperarlo todo si acometía con entereza su destino, si jugaba bien las cartas que tenía en su mano, pues una de ellas, la que le habían brindado apenas hacía un rato, podía sacarlos, quizás, del difícil apuro en el que se encontraban. Slar se frotó con rabia la mejilla izquierda. Su madre tenía razón, no era su dignidad la que se resentía sino su orgullo, y es que no le resultaba fácil encajar, por muy extraordinarias que fuesen las circunstancias, ser abofeteado por una hembra. Ni su corta edad ni los lazos de sangre habrían justificado hasta ese momento un acto semejante. Hizo un esfuerzo por distinguir entre ambos sentimientos y se tragó el orgullo con la saliva que se le atragantaba en el gaznate. Lo único que había de importarle era recuperar su dignidad y devolver el estatus perdido a su apellido. Eso suponía saldar la deuda de su padre, que a partir
  • 4. de ese día había caído como una losa sobre sus hombros. Y un trasgo con deudas entraba directamente a formar parte de la chusma. Todos estos pensamientos hostigaban su mente mientras caminaba a tientas por el viejo desván, buscando entre un laberinto de trastos herrumbrosos y de cachivaches desvencijados. Tropezaba constantemente, pues hacía mucho tiempo que nadie subía allí arriba, sin embargo algo importante debía ocultarse entre aquella montonera de chismes cuya utilidad ya nadie sería capaz de determinar. Se abrió paso como pudo hasta el rincón de la habitación que su madre, entre susurros y con extremo detalle, le había indicado. Retiró los imprecisos objetos que se hallaban volcados sobre una mesa y después desnudó aquel mueble despojándolo de la tela que lo cubría. Efectivamente, tal y como ella le había dicho, no se trataba de una mesa sino de un arcón. Intentó moverlo para llevarlo un poco más cerca de la claraboya por la que se filtraba la sucia claridad de la tarde, pero se vio incapaz, apenas consiguió deslizarlo un poco. Decidió bajar a la casa y al poco regresó con una lámpara de aceite que depositó a un lado del baúl. La llave encajó perfectamente en la cerradura y cuando la hizo girar no encontró para su sorpresa ninguna resistencia. El contenido que halló en el interior no parecía gran cosa en comparación con el peso de su contenedor. Lo exploró minuciosamente y fue separando cada objeto encontrado. En primer lugar, una máscara que, si bien era bastante vieja y no se ajustaba exactamente a las que él conocía, si parecía encontrase en grado de ser utilizada; los filtros apenas estaban manchados. Tras examinarla con cuidado la apartó a un lado. Después empuñó la pistola, nunca había visto una como aquella, era algo más pequeña que las que él conocía, aunque en su vida había tocado arma de ninguna clase. Sintió el frío del metal en la palma de su mano y llevó el dedo índice al gatillo. No pudo evitar presionarlo mientras apuntaba a la pared. Lo único que obtuvo fue un chasquido seco, estaba descargada. Encontró junto al arma dos cartuchos llenos de munición y de polvo negro cuyo recio aroma le penetró la nariz. Supuso entonces que la pistola funcionaba y la apartó colocándola junto a la máscara. Después tomó el cartapacio entre sus manos dejando a la vista varios cuadernos forrados de piel que se encontraban justo debajo. Abrió primero la carpeta y desplegó los mapas doblados en su interior, le costó reconocer los lugares pero en cuanto leyó los nombres que figuraban en ellos entendió que se trataba de 4
  • 5. mapas de Las Tierras Fronterizas. Algunos dibujos hacían referencia de forma general a los vastos territorios que se extendían más allá del Mar de la Bruma, otros eran más específicos y parecían planos de lugares concretos, trazados con líneas rectas y precisas. Los símbolos que en ellos figuraban los encontró también en el mapa más grande y quiso entender que indicaban la ubicación de esos lugares a lo largo de la geografía de aquellos territorios. Volvió a plegarlos cuidadosamente y cuando tomó el cartapacio para depositarlos allí de nuevo, notó como una pieza suelta se movía en su interior. Lo inclinó y sintió como se deslizaba hasta caer en su mano. Era un pequeño objeto de fino grosor y superficie plana. Tenía forma rectangular, en una de sus esquinas aparecía grabado un extraño símbolo que solo logró ver cuando proyectó la luz sobre él desde un ángulo concreto, después volvía a desaparecer. A Slar le pareció que se trataba de una de las láminas troqueladas como las que se insertaban en los golems para hacerlos funcionar, las que contenían las directrices que los accionaban y los empujaban a desempeñar sus tareas, pero al pasar el pulgar por ella se percató de que los relieves que presentaba eran distintos de los que había visto hasta entonces. En realidad nunca había visto una así, era tal la densidad de puntos que había en ella que a simple vista no se percibían, tan cercanos estaban unos de otros que tuvo que hacer uso de una lupa que encontró junto a los mapas para poder apreciarlos. Quedó desconcertado y, al no comprender, volvió a guardarla junto con los mapas. Por último cogió uno de los cuadernos, todo parecía indicar que se trataba de un diario escrito, según la fecha que figuraba en su primera página, más de veinte años atrás. En las primeras líneas pudo leer un nombre que por fin permitió a Slar comprender porqué su madre le había conducido hasta ese baúl. Ese nombre, Urial, era el de su abuelo materno. Ojeó las páginas de ese primer cuaderno y de otros cuatro que encontró en el fondo del arcón. Gracias a las fechas pudo ver que estaban ordenados cronológicamente y que los cinco cuadernos componían el diario de un viaje que su abuelo Urial Kardasian había realizado años atrás adentrándose en el continente. En él halló numerosas indicaciones y muchas anotaciones. Los últimos manuscritos apenas eran legibles, presentaban una letra mucho menos precisa, una narración más confusa y no distinguía muchos de sus caracteres. Además, había varias hojas arrancadas y partes emborronadas. En un primer vistazo los lugares descritos por su abuelo le resultaban desconocidos, aunque intercalaba en 5
  • 6. ellos nombres como Miramar, Sirrión o Cienfuegos, nombres que acababa de ver en el mapa y que, a pesar de su lejanía, le resultaban inevitablemente familiares. Slar estaba confuso, se sentó en el suelo apoyando su espalda contra la pared, se retiró los largos mechones trenzados que caían sueltos sobre su cara y resopló de tal forma que sus labios emitieron un silbido. ¿Qué pretendía que hiciese su madre con todo esto? ¿Cómo encajaba su abuelo materno en el presente cuando hacía tantos años que había muerto? Trató de recopilar en su mente toda la información que conocía acerca de él. Sabía que Urial Kardasian fue tiempo atrás, antes incluso de que él naciera, ajusticiado por el mismo Consejo que acababa de dictar sentencia contra él. La suerte que su antepasado corrió fue sin embargo aún peor que la desgraciada situación en la que él se veía inmerso. Desconocía el motivo por el que fue llevado al Tribunal, pero sin duda debió de ser grave, dado el destino que corrió .Su madre nunca le había hablado claramente sobre la figura de su abuelo, desconocía también a que se dedicaba, aunque si que sabía que poseía una curiosa embarcación, curiosa puesto que era el aire, y no el mar, el medio por el que se desplazaba. Slar sonrío, el caso de su abuelo no era único pero si inusual. Eran pocos, pero muy conocidos, el puñado de excéntricos navegantes que habían reconvertido sus barcos en dirigibles, las ventajas de desplazarse por el aire en tan pintorescos artefactos rivalizaban en número con sus inconvenientes, aunque sin duda la idea a él se le antojaba de lo más sugerente. Cerró los ojos con fuerza y decidió apartar de sus pensamientos todo aquello que en ese momento le parecía superfluo y volvió a concentrase en los últimos acontecimientos para tratar de encontrar su relación, si es que había alguna, con el contenido del baúl. Repasó mentalmente ese último día, recordó como se presentaron en su casa, reclamando su presencia y la de su familia en el Edificio de la Propiedad. No hizo falta que hiciesen sonar el ring, Slar estaba de pie esperando ese momento con los contratos en sus manos y abrió la puerta en el preciso instante en que se disponían a hacerlo. Su familia sabía perfectamente que el plazo terminaba esa mañana. Salieron de la casa, los tres con la cabeza erguida, percibió el temblor de su hermana pequeña al caminar y la mirada fría de su madre posarse en sus ojos. Sintió alivio cuando ésta se colocó la máscara sobre su cara y se aferró a los documentos enrollados en su mano, así como al discurso que 6
  • 7. había esgrimido y memorizado y con el que esperaba poder convencer al Consejo para conseguir más tiempo. El camino hasta el Edificio de la Propiedad se le antojó más corto que otras veces, en el fondo no estaba en absoluto seguro de que pudiesen salir bien parados de aquella. Al fin y al cabo era aún muy joven, y a pesar de ser muy consciente desde hacía semanas de que este momento podía llegar y de conocer perfectamente las consecuencias de la situación en la que su familia había desembocado, sabía muy bien que el Consejo no iba a tener muy en cuenta las palabras, por muy atinadas que éstas pudieran ser, de un trasgo de dieciséis años. Su padre, capitán mercante de un buque de carga, había zarpado de Puerto Ceniza diez semanas atrás y se esperaba su regreso desde hacía días, sin embargo éste no se produjo. Las informaciones que habían llegado sobre su barco decían que había sido visto por última vez en la isla de Prosperia, cercana ya al continente, pero a partir de ahí ni una sola noticia. Slar acudió cada día al puerto con la esperanza de divisar en el horizonte la nave de su padre, aunque en su fuero interno se había instalado el temor, casi la certeza, de que no la volvería a ver. Si al menos pudiera saber que había ocurrido en Miramar, si es que había llegado hasta allí… Este último viaje era especialmente importante, pues sabía que, además de los habituales encargos, había otra cuestión de gran relevancia que su padre esperaba resolver y sobre la que había depositado grandes esperanzas. Oslof Meridion no era un transportista de enorme importancia ni poseía una gran flota de buques. En realidad tenía una única embarcación, pero era sin duda una de las mejores de Puerto Ceniza, de gran potencia y mucho más veloz que ninguna otra, gracias al milagro que contenían sus tripas. Y es que su padre no sólo era un experto marino y un hábil comerciante, sino que además había dedicado su vida entera a aquella nave. Aún cuando estaba en tierra se pasaba días enteros martilleando, fundiendo y moldeando tubos, y su mayor orgullo eran unos finos conductos metálicos recubiertos por una carcasa que había incorporado al resto de las piezas que integraban el abigarrado abdomen de su barco. Allí dentro, le decía, se escondía su pequeño tesoro. Slar sintió desde siempre una gran fascinación por aquellas ruidosas tripas metálicas y cuando, siendo aún pequeño, por fin alcanzó a tocar con sus dedos aquella carcasa y le preguntó a su padre porqué estaba tan fría, éste le contestó, llevándose el dedo a los labios, que aquel era su secreto. Después sonrió y le sacó la lengua. La verdad es que cuando aquella máquina se ponía en marcha el ruido que producía era 7
  • 8. ensordecedor, pero también conseguía que las tres hélices se moviesen a tal velocidad que Slar durante mucho tiempo no pudo evitar pensar que todo aquello era fruto de la brujería. Su padre había desempañado siempre tareas mercantiles, disfrutó durante muchos años de buenos contratos con distintas compañías de Puertos Grises y, a pesar de que el flujo de mercancías nunca había sido abundante, logró mantener en una posición acomodada a su familia. Pero en los últimos tiempos la situación había ido a peor; la extracción de carbón, de azufre, de hierro y de otros materiales había disminuido. Incluso la madera, que abundaba en los bosques, antaño despoblados pero hoy de nuevo densos y prolíficos, había dejado de llegar. Sin duda el hecho de que aquellas masas arbóreas se hallasen en el norte, a mucha distancia de la costa, era un factor determinante, pero lo era mucho más el interés compartido por todos los habitantes de Las Tierras Fronterizas por preservar aquellos árboles intactos. Los bosques eran el hogar de los duendes y ninguna otra criatura osaría atentar de nuevo contra ellos ni contra su preciado medio natural. El diezmado pero orgulloso pueblo trasgo continuaba intentando explotar los viejos recursos que una vez lo hicieron próspero, pero nunca abiertamente sino mediante obligados subterfugios, ya que no era sencillo, ni del todo seguro para ellos, moverse por Acronia, pues su afán era allí interpretado como codicia y su determinación como falta de escrúpulos. Debieron atravesar cinco bloques hasta llegar a la sede del Consejo de Varones Propietarios. Agradeció de nuevo y para sí el uso de las máscaras que ocultaban su rostro y el de su familia, y que les evitaba la deshonra de ser vistos públicamente acompañados de los guardias. Sin embargo nadie reparó excesivamente en ellos, hubiera sido complicado poder hacerlo entre la densidad del aire turbio y pegajoso que se colaba en cada hueco a medida que se adentraban más y más en el centro de la ciudad. Slar alzó la vista y fue incapaz de determinar si ya había anochecido o si la oscuridad reinante era fruto de los gases y del ascenso caprichoso, desordenado y difuso de los edificios hacia el cielo. Esperaron el lento descenso del montacargas acompañado de su cadencioso soniquete y a través de la ojales de sus máscaras pudo apreciar las lágrimas de su hermana y el desasosiego de su madre. 8
  • 9. La caja metálica se detuvo con un seco golpe acompañado de una nube de humo blanco y húmedo, un guardia se encargó de abrir las destartaladas puertas provocando el crujiente quejido de sus goznes. Una vez dentro el mismo guardia accionó la palanca y el montacargas reinició su ascenso envolviéndolos de nuevo en el vapor y devolviendo el sonido de su traqueteo a sus oídos hasta que alcanzaron el último de los cuatro niveles. No era la altura de los bloques, sino la longitud de sus largas y retorcidas chimeneas y las columnas de humo negro que expedían, lo que confería a los edificios, y a este en concreto, la sensación de infinitud. Atravesaron el umbral de la puerta y al punto se retiraron los dos guardias. Slar percibió el chirrido de los engranajes producido por el movimiento de dos golems que se aproximaron hasta quedar apostados en cada una de las jambas, adoptando una actitud marcial absolutamente impostada. Cruzaron los mosquetones que portaban sobre sus oxidadas corazas metálicas y, con un movimiento mecánico, alzaron sus mentones brillantes al techo adquiriendo una actitud suntuosa a pesar de su decrépito estado. Slar entendía perfectamente el significado de tanta teatralidad; todos sabían que la función de aquellas criaturas no era en principio represiva, aunque sin duda si resultaba intimidatoria, y era probable que sus armas careciesen de carga o que el polvo negro que hubiese en ellas no estuviese en las condiciones adecuadas. El trasgo no se caracterizaba por ser un pueblo belicoso, pero si se debía a un protocolo y a cierto rigor en sus costumbres. Aquella visita no podía tener un carácter más oficial y el edificio que pisaban albergaba la más importante y poderosa de sus instituciones. Si bien era cierto que ningún trasgo en su sano juicio, y con su sentido del deber intacto, sería capaz de rehuir su responsabilidad, también lo era que toda aquella formalidad, que rayaba la parafernalia, era más que habitual en casos como este. Slar distinguió a los miembros que se agrupaban conversando entre susurros al fondo de la estancia. Eran diez trasgos los que allí había, le resultó sencillo identificar a los Varones Propietarios, pues eran ancianos y entre los pliegues de sus túnicas se adivinaban unas cebadas tripas nada habituales en su raza, los otros tres, por pura deducción, debían de ser los empresarios, los demandantes. Todos ellos repararon en seguida en su presencia y en silencio se acomodaron donde a cada uno le correspondía; los Varones ocuparon el centro, sentándose frente a una larga mesa y los contratistas hicieron lo propio situándose en el lado derecho de la sala. 9
  • 10. Slar se colocó a la izquierda, justo frente a los últimos, y su madre y su hermana permanecieron detrás, de pie como él, y con la cabeza fija en la piedra del suelo. Reparó también en la presencia de otro golem que en principio le pareció de un tamaño más pequeño. Después, tras fijarse mejor, comprobó que no era así, sino que solo conservaba su tronco superior, las extremidades inferiores le habían sido amputadas o bien las había perdido. El resto de su cuerpo, como era habitual en ellos, no ofrecía un buen aspecto; el óxido había hecho mella en él hacía mucho tiempo y una buena parte de sus ruidosos mecanismos estaban a la vista. Sin embargo, aún conservaba la capacidad de recoger información para convertirla en un texto. Aquel pequeño ser mecánico esperaba paciente, acomodado sobre su pequeña plataforma, con una suerte de sonrisa imprecisa programada en su rostro. En otros tiempos aquel Consejo, hoy reducido a siete miembros, constaba de setenta y un consejeros, pero la población trasga no era ya tan numerosa y bastaban solo siete para dictar las sentencias de los casos que llegaban hasta allí. Aquellos siete propietarios no debían rendir más cuentas que las que pudieran hacer entre ellos y no había negocio, inversión, préstamo, traspaso, intercambio o asunto en el archipiélago de Puertos Grises que prosperase sin su aprobación. El centro de la mesa lo ocupaba el Consejero Cardinal, Halfax Sinedrian, que en ese momento se colocaba unas lupas sobre el prominente puente de su nariz, dispuesto a leer el propósito que los reunía. Cuando estaba a punto de abrir la boca Slar osó interrumpirle con un hilo de voz. - Si el Consejo me lo permite quisiera dirigirle unas palabras… Halfax Sinedrian elevó la mirada por encima de los pliegos que tenía bajo las palmas de sus manos y la dirigió hacia Slar con una evidente expresión de sorpresa. - Por supuesto que no, joven arrogante. Acto seguido volvió a encajar los anteojos en la protuberancia de su tabique nasal y emprendió una rápida lectura en voz alta. -Celebramos el juicio contra Oslof Meridion, marino mercante de profesión – de nuevo alzó la vista y escrutó con mayor detenimiento a Slar, y después a las dos sombras que se perfilaban tras él. – Hoy vence el contrato que había contraído con las tres empresas productoras de Puertos Grises y cuyos propietarios, aquí presentes, reclaman sus mercancías. Además, según nos consta, el mercante Oslof había solicitado 10
  • 11. un préstamo a este Consejo, préstamo que este Consejo tuvo a bien concederle y cuya devolución tiene, evidentemente, hoy como fecha de vencimiento. La suma total, añadidos los intereses acumulados, asciende a…. - Halfax Sinedrian se aproximó al pliego entrecerrando los ojos, las lupas casi tocaban el papel. - Vaya…Es una suma ciertamente considerable ¿Sabes a cuanto asciende la deuda de tu padre, joven… Slarion? 11 El gólem de escritura. Slar estaba perplejo, más que eso, aterrado. Conocía los contratos que su padre había firmado con esas tres compañías, pero nada sabía del préstamo solicitado al Consejo. -No conozco la suma completa Consejero… -Pues deberías Slarion. - inquirió Sinedrian con mirada ladina. – Ahora eres tú quien debe tal suma. El Consejero Cardinal extendió la mano ofreciendo el documento al resto de Varones con una leve sonrisa en sus labios. Sin duda el monto que en él figuraba debía satisfacer a los miembros del Consejo, pues a medida que éste pasaba de unas manos a otras la sonrisa se iba contagiando en sus rostros. A Slar le bastó observarles para saber que no había esperanza posible para él y su familia. A su espalda sintió los lastimeros sollozos de su hermana y el silencio insoportable de su madre. Halfax Sinedrian continuó una vez le fue devuelto el documento.
  • 12. – Según nos consta- volvió a leer - Las propiedades de tu familia apenas cubrirían por si mismas la deuda contraída con estos buenos empresarios que han perdido un importante capital gracias a la fracasada empresa de tu padre, el marino mercante Oslof Meridion. Pero si además le sumamos a eso la cantidad que debía restituir a este Consejo, la deuda resulta del todo… inasumible. Pronuncio esta última palabra mirando directamente a los ojos de Slar y extendiéndole el documento, indicándole que se acercase a la mesa. -Adelante, joven, adelante. Acércate, un trasgo tiene derecho a conocer el alcance de su deuda. Mientras Slar se acercaba en actitud claramente sumisa, Halfax Sinedrian volvió a sonreír al resto de consejeros. Sin duda aquella situación le divertía más allá del puro desempeño de su labor. Slar tomó de entre los dedos de Sinedrian el documento y no pudo evitar rozarlos con los suyos. El leve contacto se le antojó gélido, como si por ellos hubiese dejado de circular sangre mucho tiempo atrás. La mirada que cruzó con él, solo por un instante, le resultó igualmente cruda, tan solo la tos que brotó súbitamente de su pecho y el esputo que se estampó en el texto, como si de un sello se tratara, le devolvió a Slar la certidumbre de que tenía frente a él a alguien perteneciente a este mundo. Sintió que se mareaba cuando vio la cifra que figuraba en la última parte del documento y reconoció la firma de su padre junto a ella. Quiso buscar la mirada de su madre pero no la halló, oculta como estaba entre la sombra. De nada le hubiera servido, pues era a él, y solo a él, a quien reconocía el Consejo. Devolvió el documento sin decir palabra. -¿Y bien? ¿Puedes hacer frente a la deuda? - No, nuestras vidas están en manos del Consejo. -Por supuesto -asintió Sinedrian - Es un claro ejemplo de Quebranto de Contrato. Ya no había remedio, Slar, su madre y su hermana lo habían perdido todo y continuaban endeudados ni más ni menos que directamente con los Varones, por lo que no había posibilidad de pedir nuevos préstamos que les permitieran ganar algo de tiempo. Se habían convertido, de la noche a la mañana, en esclavos, conocidos entre los trasgos como chusma. Aún así, y sin saber que podía si quiera decir, intentó de nuevo pronunciarse. Apenas abrió la boca Sinedrian volvió a frenar sus palabras. -¿Cómo? ¿Pretendes decir algo todavía?- Sinedrian sonrió a izquierda y derecha al resto de consejeros- Resulta increíble, y también irritante, la 12
  • 13. osadía de este joven. – volvió a dirigirse a él. - ¿Si, joven? No creo que puedas añadir gran cosa. Slar se armó de valor, consciente de que estaba incumpliendo todas las normas establecidas al resistirse a aceptar el dictamen del Consejo y de que con ello podía contribuir a empeorar aún más su situación. Aún así habló con toda la entereza que pudo reunir. -Con el permiso del Consejo quisiera solicitar una carencia para poder pagar mi deuda. Al oír esto Sinedrian no pudo por menos que emitir un grito ahogado. - ¡No doy crédito a este joven! -le miró fijamente a los ojos-¿Lo oyes Slarion? Este Consejo no te da crédito; ni crédito, ni carencia, ni más tiempo. ¡Basta ya! Ya no tienes avales que te permitan si quiera hacernos semejante petición. En ese mismo instante una poderosa voz emergió de la profundidad de la sala. -Un momento, por favor, si el Consejo me lo permite quisiera intervenir. Slar vio como una figura se alejaba de una de las bancadas y se dirigía hacia la mesa principal mientras pronunciaba esas palabras. Era un trasgo de unos cuarenta años, aunque todavía vigoroso, de notable envergadura, con la altura habitual entre los de su raza pero que le pareció además que poseía una especial prestancia que combinaba de forma extraña con la desgarbada naturaleza de los trasgos, confiriéndole un aire elegante y nada habitual entre sus congéneres. Sinedrian alzó con parsimonia su mirada, se retiró las lupas y esbozó un gesto de fastidio al ver aproximarse al individuo. -Por supuesto, Argail, por supuesto. Un comerciante de tu talla siempre será escuchado por este Consejo. - Gracias Consejero Sinedrian, permitidme presentarme de manera formal. Mi nombre es Argail Tartu. Puede que te resulte conocido.- las últimas palabras fueron dirigidas directamente a Slar. - Se quien sois. Argail le sonrió y volvió a dirigirse a Sinedrian y al resto de consejeros. - Este consejo me conoce bien y sabe de mi buena reputación. –Sinedrian asintió mientras hacía lo posible por contener su tos y le dirigía un ademán para que procediera con rapidez.- Así como el padre del joven Slarion, también yo soy mercante, y por tanto me he relacionado a menudo con Oslof Meridion. Me entristece por tanto ver la difícil situación por la que 13
  • 14. atraviesa su hijo y quisiera ofrecerme como avalista de este joven, si él tiene a bien concederme su permiso.- Argail dirigió su mirada cristalina a Slar enarcando las cejas como si esperara una única respuesta. Slar vaciló un segundo y después se apresuró a contestar. -Por supuesto, claro que si. - ¡Bien! En ese caso solicito avalar la deuda de este joven y que pase a formar parte de la tripulación de mi nave desde ya, pues zarpamos mañana por la mañana rumbo al continente. – Slar lo miró confuso. -¿Todo en orden joven amigo? - Perdonadme, entonces ¿Debo entender que deseáis adquirirme como chusma? – Argail adoptó entonces una actitud algo impostada y expresó su sorpresa. -Me ofende que pienses eso, joven Slarion. No te considero chusma y por tanto no te adquiero en calidad de esclavo. Únicamente pretendo respaldarte y darte la oportunidad de poder pagar lo que debes. – entonces alzó los brazos al aire con los puños cerrados y dirigiéndose al Consejo exclamó: - ¿Acaso no tiene derecho un trasgo a una última oportunidad? ¿No tiene derecho a luchar por su destino, a obtener fortuna con su esfuerzo y a acumular ganancias en función de sus méritos? Eres demasiado joven para asumir el fatal porvenir que te espera, joven amigo, y por eso quiero evitarlo. - Excelente argumentación Argail, sois realmente hábil.- Sinedrian alzó con su mano derecha un tomo y con la izquierda señaló las letras de su portada.- La Ley del Mérito y del Esfuerzo. -Volvió a posar el libro y cogió otro que levantó de igual modo.- Pero no debemos olvidarnos de la Ley de la Herencia, que nos recuerda que todo trasgo deberá asumir siempre lo heredado de su padre. Argail adoptó entonces una actitud contrita. – Por supuesto Consejero Sinedrian. Solo quiero brindarle a este joven la ocasión de pagar su deuda, por la estima que le tenía a su malogrado padre, al que humildemente consideraba no solo mi colega, sino también mi amigo. Sinedrian escrutó al comerciante desde la mesa, no entendía el proceder de Argail Tartu, al que consideraba un trasgo inteligente, dado que era rico y poseía gran cantidad de propiedades. Aquel movimiento no encajaba con el carácter y el proceder atribuibles a un individuo de su altura, la amistad no era precisamente el mejor vehículo para que un trasgo alcanzase la prosperidad. Sin embargo optó por no contradecirle y 14
  • 15. ceder a su solicitud. Observó que esperaba su respuesta con cierto nerviosismo. -Claro, claro…- repuso Sinedrian - Este consejo ha entendido perfectamente tus intenciones, Argail Tartu. Solo tu nombre es garantía suficiente para Nosotros, pero debemos establecer una fecha límite para la carencia solicitada. -consultó con el resto de Varones - después permaneció largo rato en silencio, sopesando su respuesta y por fin habló de nuevo. -Ocho semanas. Transcurrido ese tiempo el joven Slarion deberá presentarse de nuevo aquí y pagar su deuda a este Consejo. De no presentarse será considerado un fugitivo, y si lo hace sin haber reunido la suma, pasará inmediatamente a formar parte de la chusma. Obviamente si, esperemos que no sea así, esta situación se diera, tú, Argail, deberás hacerte cargo de las molestias que de toda esta circunstancia puedan derivarse ¿Estamos todos de acuerdo? No hizo falta que Slar se pronunciase sobre este acuerdo ya que fue Argail quien asintió por los dos. Después le lanzó una sonrisa de satisfacción a la que él correspondió con un profundo suspiro y una simple mueca de aceptación. Se permitió respirar tranquilo durante unos instantes, pero entonces cayó en la cuenta. Se volvió hacia su madre y su hermana y vio que estaban ya siendo escoltadas por los mismos guardias que las habían custodiado hasta allí. Delante de él, el Consejo se había puesto en pie, los tres contratistas se dirigían juntos hacia una de las puertas, sin duda satisfechos con el resultado y repartiéndose entre ellos las posesiones de su familia. Sinedrian departía con Argail, probablemente sobre los términos del acuerdo. Nadie salvo él había reparado en las dos trasgas que ya estaban a punto de abandonar la estancia. Slar pronunció una frase que nadie pareció oír, así que la repitió, esta vez gritando. -¡Un momento, miembros del Consejo, un momento!- El gritó silenció el murmullo de la sala. Slar se dio la vuelta y pudo ver que también los guardias se habían detenido antes de cruzar las puertas, su madre y su hermana seguían allí. Cuando volvió a dirigirse al Consejo encontró a alguno de los Varones con expresión desencajada, Argail le observaba con los ojos abiertos como platos, las cejas de nuevo enarcadas y la boca a medio abrir ante aquella intolerable interrupción. Su expresión, a pesar de todo, denotaba cierta diversión. A su lado Halfax Sinedrian le dirigía una mirada inquisitiva colmada de asombro, una mezcla de incomprensión y de asco. Consiguió, sin embargo, que sus palabras no destilaran otra cosa que hastío. 15
  • 16. - ¿Si, joven? ¿Qué? Slar volvió a adoptar el tono y la actitud apropiados. –Me preguntaba que será de mi familia durante las próximas semanas… Sinedrian dirigió su mirada hacia las dos sombras en el extremo opuesto de la estancia. -¡Ah! Eso… Bueno… ¿Qué quieres decir? Son chusma, serán subastadas como esclavas, como es obvio. - Si me permitís- intervino Argail- Entiendo la preocupación del joven Slarion. Al fin y al cabo no hemos concretado en que situación ha quedado su familia tras nuestro acuerdo. No sería del todo justificado considerarlas chusma, ya que técnicamente el joven es todavía un trasgo libre, dispuesto a aprovechar la oportunidad que el destino ha tenido a bien ofrecerle- en ese momento le sacó la lengua a Slar en un gesto de complicidad.- Pero claro, tampoco sería correcto considerarlas libres, en primer lugar porque el único trasgo varón de la casa se va a ausentar una larga temporada, y en segundo lugar, y es un detalle importante, porque actualmente esta familia no tiene casa. Difícil dilema, ciertamente.- adoptó entonces una actitud reflexiva llevándose las manos a las caderas. -¿Dilema? ¿Qué dilema?- Sinedrian miró perezosamente hacia las dos trasgas. Son esclavas, es sencillo. - después volvió a fijar sus ojos crudos sobre el comerciante, al que cada vez comprendía menos, además detestaba su aire pomposo. Argail volvió a hablar tras permanecer absorto tratando de responder a lo que él se empeñaba en considerar un dilema – ¿Sería muy osado por mi parte hacer una última petición al Consejo para que estas dos… - se interrumpió a sí mismo y miró primero a Slar, que permanecía tenso y atento a sus palabras, y después a Sinedrian, quien evidenciaba cada vez más su impaciencia. -… esclavas permanezcan mientras transcurre el periodo de carencia en el depósito sin ser todavía vendidas? Sinedrian miró incrédulo a Tartu. Tras unos segundos cabeceó con denotada irritación y pronunció una sola palabra. -Sea. No fue mucho el tiempo del que dispuso Slar para despedirse de su madre y de su hermana, apenas el justo para intercambiar unas palabras con la primera. Su madre dio muestra en todo momento de una solemnidad y de una dureza que no pudieron por menos que sorprenderle. Él, sin embargo, evidenció sus dudas al respecto de aquella situación y de lo ocurrido en la sala. ¿Cómo podría reunir semejante cantidad en tan solo 16
  • 17. ocho semanas? ¿No era aquel extraño e inesperado trato una forma de retrasar lo inevitable? ¿Y qué sería de ellas si no lo conseguía? Cuando preguntó a su madre por el proceder de Argail y si era cierto que su padre lo conocía hasta el punto de dar la cara por ellos de ese modo, ella le respondió con una seca bofetada. Slar, atónito ante un gesto semejante por parte de su madre, se llevó la mano hasta el ador de su mejilla y dobló el cuello buscando a Argail, que supervisaba la escena a escasa distancia. Lo encontró mirándole sin perder detalle, el mercante enarcó de nuevo las cejas en un gesto que esta vez no supo interpretar pero que le hizo sentir una terrible vergüenza. Su madre reclamó de nuevo su atención tirando de su cuello hasta que su oreja estuvo a la altura de sus labios. – Debes ir a Miramar, averigua lo que le ocurrió a tu padre. Tenía allí un negocio en ciernes que todavía sigue siendo la única esperanza que tenemos. Fue entonces cuando le susurró las instrucciones que más tarde le conducirían, primero hasta la llave oculta bajo una baldosa del comedor, y después hasta el viejo arcón del desván. Por último su madre tomó su cara entre sus manos y le habló mirándole a los ojos fija e intensamente, quizás con un atisbo de dulzura, y le instó a no desaprovechar la oportunidad que tenía en sus manos al margen de las dudas que pudiera albergar sobre los últimos acontecimientos. Sus últimas palabras las pronunció muy despacio. -Tu única oportunidad está en lo que él sabía. Y ahora se hallaba en aquel desván al que ya nadie subía nunca, rodeado de trastos inservibles, tratando de encontrar allí alguna clave a tanto sinsentido. Dirigió su mirada al interior del arcón, allí debía haber algo, y ese “él” al que se refería su madre no debía ser su padre sino su abuelo, quien empezaba a tener cada vez más claro que tenía algo que ver con todo aquello, aunque no imaginaba que podía ser. Tomó de nuevo el cartapacio y sacó el mapa grande, lo extendió y lo inspeccionó, esta vez al detalle. Volvió a leer los nombres escritos en él: Miramar, el que se había convertido en su nuevo y obligado destino a partir de ese día, Montevil, Cienfuegos, todas ellas importantes ciudades de Las Tierras Fronterizas, pero también Siempreinvierno, Rocanegra, Las Colinas Áridas… Observó que en cada uno de esos lugares figuraba un número y que no parecían seguir un orden concreto. Levantó la mirada y tras quedar un rato pensativo alcanzó uno de los diarios y comenzó a pasar sus páginas. Poco a poco fue encontrando los números. Cada uno de ellos parecía hacer referencia a cosas distintas, a objetos que aparecían dibujados, algunos de 17
  • 18. ellos ciertamente extraños. Reconoció fácilmente dos de ellos, el primero era claramente la silueta de un dirigible. Su ubicación, una vez se trasladó al mapa, se correspondía con el Alcázar de las Tormentas, sin duda un buen lugar para perder una nave. El segundo despertó aún mucho más su interés, pues era el mismo extraño símbolo que antes había encontrado en la lámina troquelada, y junto a él figuraba otra palabra que acabó de captar toda su atención, esa palabra era Carbón. Su abuelo la había rodeado con un círculo con tal empeño que la hoja había quedado traspasada por su trazo. Buscó el número siete en el mapa y lo encontró, estampado encima de un nombre: Sobrepiedra. 18 Pistola ligera con munición. Máscara antigas de cuero y filtros laterales. Objetos encontrados por Slar pertenecientes a su abuelo.
  • 19. 19 SEGUNDA PARTE: LA TRAVESÍA A la mañana siguiente Slar se presentó puntual en el puerto, la agitación y el trasiego allí era el habitual a esas horas. El de Puerto Ceniza era el más grande e importante de los que había en las cinco islas que conformaban Puertos Grises, aunque no todos funcionaban. Cada uno de los nombres con el que se referían a esas islas era un fiel reflejo de su aspecto, de su situación y de su utilidad. Solo una de ellas, además de Puerto Ceniza, albergaba actualmente población trasga. Sin embargo Puerto Ruina, anterior capital del archipiélago, apenas era ya una sombra de lo que antaño fue. Las enraizadas disputas entre hombres y trasgos acabaron por cristalizarse en una larga guerra que se prolongó durante diez años en sus costas y que apenas había terminado hacía otros tantos con la casi total devastación de sus infraestructuras. El pueblo trasgo sufrió con ella un severo golpe que se vino a sumar a las incontables derrotas y pérdidas padecidas, y que le llevaron a dejar muy atrás en el tiempo su pasado hegemónico. Otra de ellas, Puerto Escombro, no era otra cosa que el islote donde iban a parar todas las máquinas inservibles tras alcanzar el extremo de lo deplorable, lo cual era decir mucho, ya que la mayoría de las que hacían funcionar Puerto Ceniza estaban ya en grado de considerarse en ese estado. Fuera como fuese habría resultado imposible para nadie sobrevivir allí, se decía incluso que en ese lugar no había habido nunca isla alguna hasta que comenzaron a verter sobre aquellas aguas las cantidades de basura industrial que componían su paisaje. Puerto Escoria era otra cloaca donde era destinado el residuo esponjoso que resultaba tras la combustión del carbón. Su aire era irrespirable, incluso con las máscaras puestas. Y por último Puerto Carroña, llamada así por ser la isla donde quedaban abandonados muchos de los gigantescos cadáveres de cachalotes tras serles extraídas las sustancias y materiales que a los trasgos les interesaban. Su carne, que no era su producto más preciado, quedaba a la intemperie, pudriéndose con el paso del tiempo y alimentando a las arpías que campaban a sus anchas por la isla. Solo después de que hubiesen dejado los esqueletos completamente pelados enviaban los trasgos a los golems y a la chusma para recogerlos. Divisó fácilmente el barco de Argail, un poderoso buque de carga en el que ultimaban las últimas tareas antes de zarpar. El comerciante daba algunas instrucciones a su dotación subido a uno de los raíles por
  • 20. donde varios golems empujaban, entre ruidos mecánicos de rotores y bielas, las cargadas vagonetas hasta la rampa de acceso a la nave. En cuanto le vio acercarse extendió los brazos para recibirle, aferrándole de los hombros cuando lo tuvo delante. Slar no tenía claro como comportarse delante de él, ni en calidad de que. Conocía el trabajo del mar aunque nunca había acompañado a su padre tan lejos como para alcanzar si quiera a ver el continente. Tan solo había faenado en las cortas travesías que su padre realizaba por los puertos de las islas trasgas o hasta algún que otro islote algo más alejado donde se daban cita numerosos comerciantes. Era en esas islas que salpicaban las latitudes imprecisas del Mar de la Bruma donde Slar había conocido por primera vez a algunos miembros de las otras razas. Los hombres, a los que también se les conocía como marinos, pues dominaban desde sus ciudades la mayor parte de las costas continentales y de las islas cercanas a ellas, se consideraban a si mismos los dueños del mar, y era por esta y por otras muchas razones que Slar, y la mayoría de los suyos, los consideraban altaneros al tiempo que vulgares. Sin embargo su relación con ellos era inevitable. Pero su desprecio por los hombres no podía compararse ni de lejos con el que sentían los trasgos por la raza gnoma. No eran muchas las que podían encontrarse tan alejadas de tierra firme, pero las integrantes de esta raza gozaban también de una considerable reputación como comerciantes, alcanzando posiciones muy elevadas en el orden social de algunas de las ciudades más importantes de Las Tierras Fronterizas. Cuando Slar había visto a alguna de ellas en los mercados, intercambiando mercancías con los hombres e incluso adquiriendo productos trasgos como grasa y carne de ballena, experimentó el profundo rechazo por ellas que tanto la historia como la cultura trasgas habían inoculado en cada uno de sus individuos. El hecho de que fueran las hembras las encargadas de dedicarse a la ejecución de labores tan relevantes como la navegación, el comercio o la guerra, y que los miembros masculinos permanecían en el hogar haciéndose cargo de la crianza de su prole, o de otras tareas menores, era lo que le producía mayor repugnancia. Jamás hubiera osado dirigirles la palabra a tan despreciables hembras, aunque debía aceptar que otros trasgos se tragaran su orgullo y comerciaran con ellas. Recordaba la decepción que experimentó la primera vez que descubrió a su padre tratando con una enana cuando le vio como entregaba a aquel achaparrado y robusto ser unas telas a cambio de varias piezas metálicas que admiraba con deleite. 20
  • 21. Ningún trasgo se acostumbraba a tales relaciones, aunque fuesen puntuales. Slar se dispuso a arrimar el hombro y comenzó a enrollar una de las maromas que había quedado suelta tras ser desprendida de su amarradero, pero Argail lo detuvo y le instó a volver con él. - Pensaba que tu intención era que trabajase para ti. - Dime, joven Slarion ¿Eres unos esclavo? ¿Eres uno de estos?- Argail señaló a distintos trasgos que faenaban en silencio alrededor. -La verdad, todavía no lo se. Argail apresó del brazo a uno de ellos y lo atrajo de un violento tirón hacia él. El trasgo se mantuvo quieto tras la sacudida, sin esbozar un gesto y con la cabeza gacha. - Mírale ¿Te parece que es como tú? Yo no trabajo con trasgos libres, joven Slarion, Mi tripulación es chusma, galeotes. ¿Eres tú un galeote? Slar observó al trasgo que tenía en frente, debía de ser poco mayor que él, llevaba sueltos los largos y gruesos mechones de su cabellera que le cubrían gran parte del rostro. Argail volvió a hablar, esta vez dirigiéndose al galeote. - Hreg, mira a este trasgo ¿Te parece que es chusma? El esclavo permaneció inmóvil, sin decir palabra. Slar comenzó a sentirse incómodo. Argail volvió a hacer la pregunta elevando el tono. El galeote le miró sin alzar la cabeza y contestó. - No Argail - ¿No qué?- insistió el mercante. - No me parece que sea chusma. Argail mostró una sonrisa de satisfacción ante la respuesta. - Por supuesto, porque no lo es. A partir de ahora él será el nuevo capataz. Díselo al resto. - Si Argail.- y tras estas palabras el galeote se alejó, no sin antes lanzarle una profunda mirada de odio a Slar a la que él, condicionado por el hábito, correspondió con otra de arrogante desprecio. Argail continuaba observando a Slar, esperando que sus miradas se encontraran de nuevo. Cuando por fin lo hicieron volvió a hablarle. -Ahora ya sabes cual es tu trabajo en mi barco. Sube a bordo. A medida que el buque abandonaba lentamente las aguas portuarias Slar veía como la costa se hacía cada vez más pequeña. Observó como zarpaba en ese momento un ballenero que al poco cambiaba su 21
  • 22. rumbo en dirección opuesta a la que ellos tomaban. Sin duda se dirigía hacia el sur, donde abundaban las ballenas, los cachalotes y los mesoplodones1. Los trasgos eran la única raza que se aventuraba tanto y después de varias generaciones habían acabado convirtiéndose en expertos pescadores de estos gigantescos peces. Resultaba paradójico, sin embargo, que ellos no pudieran consumir su carne, no al menos en grandes cantidades, pues, a pesar de su alto contenido nutricional y de su elevado potencial energético, el organismo de los trasgos metabolizaba muy mal la carne de ballena, provocándoles fuertes dolores estomacales y vómitos. A Slar siempre le había frustrado que, siendo ellos los más próximos a beneficiarse de una carne y de una grasa tan apreciada por otras razas, no pudiesen hacerlo, más teniendo en cuenta que la dieta de los trasgos era pobre e insuficiente. Más de un trasgo había llegado a encontrar la muerte empujado por la necesidad, en su empeño por alimentarse con carne de una ballena o de un mesoplodón. 22 Desde la cubierta Slar se despide de Puerto Ceniza… 1 Cetáceo de hercúleas proporciones caracterizado por una gran protuberancia ósea en su frente con la que es capaz de hundir embarcaciones.
  • 23. A pesar de ello, la pesca de ballenas era una de las actividades que más beneficios reportaba a su pueblo, ya que la carne era uno más de los muchos productos que podían obtenerse de ellas, desde los huesos y los dientes, muy apreciados por los hombres, y sobre todo por las gnomas, cuyos congéneres masculinos eran grandes tallistas y muy reconocidos artistas, hasta su grasa, que se utilizaba como lubricante. Obtenían también aceite de jabón y de cocina, margarina e incluso tabaco. El bulbo de sus cabezas contenía una codiciada sustancia que servía para fabricar pulimento, cosméticos, cremas, pomadas médicas y velas, así como también lámparas de aceite de casa. El aceite de cachalote se usaba como antioxidante, algo que para ellos resultaba especialmente útil de cara al mantenimiento de su cada vez más atascada tecnología y sus intestinos producían una sustancia conocida como resina gris, la cual, cuando se exponía al sol, se oxidaba y se convertía en un mármol sólido y aromático. Se decía que ese material gris y aceitoso producía un aroma tan placentero cuando se calentaba que era usado en el continente como una adición a perfumes por su habilidad para hacer que las fragancias durasen más. Una sola gota de resina gris sobre una hoja de papel podía llegar a durar más de cuarenta años, y su aroma permanecía en los dedos por varios días, incluso después de lavarse. Y más aún, era una sustancia muy codiciada entre brujos y nigromantes. Slar no entendía como en el continente eran tan preciados los productos destinados a la estética y al ornamento, cuya funcionalidad era completamente nula y sin embargo poseían gran valor. Y resultaba más que curioso que fuese gracias a ellos que su pueblo, siendo ajeno a todo tipo de artificios, accediera al comercio con las otras razas y con el mundo. Todos estos materiales eran tratados y producidos en las plantas de fabricación que se dispersaban por todo Puerto Ceniza, dentro de ellas la chusma alimentaba y hacía funcionar aquellas cada vez más renqueantes máquinas, inundando de humo gris y negro la atmósfera de las islas. Los productos obtenidos eran transportados en buques como en el que ahora viajaba Slar y vendidos en las ciudades costeras, entre cuyos puertos el de Miramar era el más grande y próspero. En el viaje de vuelta esos mismos barcos regresaban ingentemente cargados de carbón y de otros minerales, aunque las cargas cada vez resultaban menos abundantes. La explotación de las minas estaba desde hace algo más de un siglo en manos de los hombres, de ciudades como Miramar y Montevil, y era realmente complicado para un trasgo hacerse con el derecho de explotación de una 23
  • 24. de ellas, por pequeña que fuese, tan difícil como obtener la exclusiva del transporte con un mercader o con un productor, y tan solo para circular libremente por Las Tierras Fronterizas se requería de un salvoconducto que muy pocos trasgos tenían en su poder. En todo el continente tan solo había un lugar donde los de su raza se habían establecido de manera permanente. Se trataba de la colonia de Aguasfrías. No era muy grande, la componían unas cien familias concentradas en un mismo espacio del que habitualmente casi ninguno de los trasgos allí asentados se alejaba. Sin embargo era un lugar importante en Las Tierras Fronterizas, pues a esta colonia acudían a menudo comerciantes e incluso destacadas figuras de las ciudades más impor-tantes. La columna de humo que manaba del ballenero estaba ya a punto de desaparecer en el horizonte. Slar dejó marchar al barco y se concentró en el desolado aspecto que ofrecía su hogar. Todavía divisaba levemente la cortina de copos de ceniza que caían sempiternamente desde el cielo, él no había visto nunca eso a lo que llamaban nieve pero suponía que debía de ser algo parecido. El gusto de su pueblo por los términos descriptivos conseguía que realmente el nombre de su isla hiciera honor a lo que era. Pensó una vez más en su madre y en su hermana, y las imaginó sepultadas en ceniza. Vio como Argail se aproximaba a él desde proa. Seguía aún sin saber exactamente que esperaba de él. Ejercer de capataz suponía encargarse de dirigir a la tripulación, dar órdenes y comandar el navío bajo la supervisión del capitán, que en este caso era el propio Argail. Pero él no tenía los conocimientos necesarios para hacerse cargo de un barco de semejante eslora. Además, Argail no le consideraría chusma, pero le había colocado en una complicada situación frente al medio centenar de galeotes que integraban aquella tripulación. La mirada que le había dirigido el tal Hreg le había dejado bien claro que su presencia no les agradaba y que no le iban a hacer nada sencilla la travesía. Cuando el mercante estuvo frente a él resolvió todas sus dudas. -No quiero que ninguna de estas ratas perezosas haraganeen, si no me harán perder tiempo y beneficios. Ya casi no acostumbro a embarcarme ni a realizar largas travesías, pero esta es un poco especial. Además, en ocasiones conviene hacerlo para poner un poco de orden en la tripulación. 24
  • 25. No espero otra cosa de ti que no sea mantener a esta sarta de vagos en movimiento. Mientras haya viento quiero las velas a todo trapo y si el mar está en calma haz también uso de los remos. Abajo tengo seis golems remeros pero los galeotes deben también hacer honor a su nombre. – Argail lanzó una mirada sobre cubierta y después señaló a sus esclavos.- Hoy en día estos infelices resultan mucho más baratos que el poco carbón que transportamos. He traído suficientes como para perder unos cuantos por el camino si es preciso.- el mercante se ajustó el cuello de la capa, resguardándose del frío. Levantó la vista al cielo y después la posó sobre las aguas. -¿Ves? Sopla viento y el mar está lo suficientemente manso. Nuestra primera escala será en las Islas Angostas, tengo mercancías que debo descargar allí. Ya sabes cuales son las órdenes y donde está tu puesto. – comenzó a caminar pero se detuvo un momento y, sin volverse, añadió. – Y yo siempre tengo prisa.- tras estas palabras se alejó y se introdujo por una puerta en el interior del barco. Slar se situó en medio de cubierta, se armó de valor y gritó procurando que su voz rugiera. -¡Timonel! ¡Rumbo norte, a las Angostas! ¡Marineros! ¡Navegaremos sin usar las tripas! ¡Izad las velas! ¡A todo trapo! ¡Galeooootes! ¡A los remos! ¡Ya! Había transcurrido una semana desde que partieran de Puerto Ceniza, la escala en las Islas Angostas apenas supuso una mañana y el trabajo de Slar no resultaba en sí mismo demasiado complicado. No tenía que asumir ninguna tarea física, sino dar órdenes a babor y estribor y supervisar a cada uno de los marineros de a bordo, así como abastecer de energía a los golems cuando éstos comenzaban a evidenciar fallos de ejecución. Como buen capataz sentía que el odio y la rabia de los galeotes se le clavaban en el cogote cuando les daba la espalda. Con Argail cruzaba a diario varias palabras, pero, desde que zarparan, el mercante había perdido la elocuencia que demostró ante el Consejo de Varones Propietarios. No expresaba aprobación ni tampoco lo contrario ante el trabajo realizado por Slar, pero éste notaba como sometía a escrutinio cada rincón del navío con mirada rigurosa. Los primeros días Slar temblaba solo con verlo aparecer, pero viendo que no le hacía reproche alguno, comenzó a relajarse progresivamente. Aún así todavía no comprendía que es lo que esperaba de él. 25
  • 26. En alguna ocasión la conversación se alargaba algo más de lo habitual y gracias a eso Slar pudo conocer un poco más del trasgo que, incomprensiblemente, le había salvado la vida. Así supo que Argail renegaba en privado de la insistencia de su pueblo por vivir anclados a un pasado que quedaba ya tan lejos que apenas recordaban, empeñado en subsistir de los nublados, casi borrados, vestigios de su Historia. Las máquinas que tanto veneraban eran ruinosas y lentas reliquias que apenas funcionaban pero que se obcecaban en arreglar cuando ni si quiera conocían su funcionamiento. Eran trazas de una cultura que no parecía que fuera suya a tenor del desconocimiento que mostraban sobre ella. Argail parecía un trasgo atípico, apostaba por ampliar fronteras, por relacionarse con las otras razas, y para su asombro, y también asco, que Slar digería en silencio, no tenía ningún cuidado a la hora de negociar y tratar con hombres y gnomas. Era consciente de lo complicado que para un trasgo resultaba prosperar en Las Tierras Fronterizas, pero no tenía remilgos en tragarse el tan defendido orgullo de su raza para hacerse un hueco lejos de Puertos Grises, pues, a pesar de haber alcanzado una elevada y distinguida posición allí, de nada le satisfacía si el reconocimiento se limitaba a los suyos. Algunos eran tenidos en cuenta en Entretierras, desde luego, pero solo unos pocos. Ese maldito Sinedrian y sus consejeros no permitían que ningún otro trasgo pudiese medrar debidamente, pero ellos si. Desde aquel oscuro edificio mantenían relaciones económicas con los poderes de Miramar, de Motevil y de otras ciudades mientras controlaban a su pueblo, pero se conformaban con preservar las cenizas, las ruinas y los escombros de su pasado, siendo despreciados por el resto de los habitantes de Las Tierras Fronterizas que los trataban poco menos que como escoria, casi carroña. Sinedrian, ese cochino prestamista y sus usureros, financiaban a hombres distinguidos y poderosos, e incluso también a enanas dignatarias, mientras que él debía conformarse con migajas. Slar se percataba de como el mercante se exaltaba al hablar de todas estas cosas y de que, cuando se daba cuenta de su propia excitación, se esforzaba en atemperar sus palabras. Pero él tenía sus propias preocupaciones. Cada noche se encerraba en su camarote con el pensamiento puesto en Miramar, donde confiaba en encontrar alguna pista sobre el destino de su padre y del importante asunto que le había llevado hasta allí, y sobre todo se sumergía en el diario, en los mapas y en los planos de su abuelo. Tenía que encontrar en ellos algo que pudiera ayudarle a salir de aquella espiral de 26
  • 27. desventuras que lo había absorbido de la noche a la mañana. Descubrió que los cuadernos contenían mucha información; su abuelo había dejado constancia de las diversas escalas realizadas con su aerostato en un viaje que, desde su partida hasta su regreso, se había prolongado varios años. De entre todos estos lugares parecía que era en Miramar donde comenzó a realizar grandes descubrimientos. Sin embargo, y al mismo tiempo que relataba sus experiencias, en otro de los cuadernos, en el último, Urial Kardasian había narrado otra historia, la del pueblo trasgo, que se remontaba a los tiempos en que éstos alcanzaran su apogeo y se convirtieran en dueños y señores de Acronia, aunque las cosas, tal y como su abuelo las contaba, no parecían encajar con ese glorioso pasado al que ellos se aferraban. Las palabras escritas por él le produjeron primero desconcierto, después perturbación, finalmente indignación y ofensa y en su última parte una profunda tristeza. Pero ¿Qué estaba diciendo? ¿Cómo se atrevía a llamarlos, a ellos, a los trasgos, lacayos? A medida que avanzaba en la lectura la rabia que sentía solo fue superada por su terror… 27 Escrito en los días cortos del Año 294. Comienzo a escribir estas primeras líneas en los últimos días de mi existencia, dispuesto a relatar precisamente los motivos que me han conducido hasta este triste final, el mío, impuesto por el orgullo de un pueblo, el mío también, que prefiere continuar sumido en el desconocimiento y el engaño antes que afrontar la cruda verdad de sí mismo. Nuestra Historia no es como nos la han contado, los tiempos duros y lamentables en los que hogaño nos hallamos inmersos no son un de eco deformado de la gloria que vivimos antaño. No somos un pueblo caído en desgracia por los ardides de otros que quisieron frenar y derribar el esplendor que alcanzamos. Nos empeñamos en descargar sobre ellos la culpa de nuestro infortunio, pero el odio y el rechazo que cosechamos hoy son el fruto del pavor que en su día sembramos, cuando lo expandimos a lo largo y ancho del mundo. Aún así, tan triste y miserable es nuestro pueblo, que ni tan siquiera podemos atribuirnos tan dudoso mérito, pues no fuimos nosotros, los trasgos, los artífices de tan horrible hazaña. No fuimos nosotros, sino Ellos. Los trasgos ocupamos el más despreciable de los lugares, pues fuimos sus servidores.
  • 28. ¿Quienes eran ellos? Nunca pensé que la respuesta a una simple pregunta pudiera suponer semejantes consecuencias. Con razón los individuos que poseen un mayor conocimiento de las cosas deben ser también los más valientes. Se necesita reunir mucho valor para asumir la verdad, y nuestro pueblo ha sido siempre profundamente cobarde. Ellos eran… Los Elfirren. Elfos. ¿Pero qué sabemos de ellos? Nos contaron que llegaron un día y se hicieron los dueños y señores de nuestro mundo. ¿De dónde vinieron? Nos dijeron que llegaron de más allá de los antiguos bosques de Siempreinvierno, de los confines del Páramo Helado. ¿Qué eran? Reyes brujos, poseedores de ancestrales y terribles poderes que se escapaban a la comprensión de cualquier otra raza. ¿Qué hicieron? Redujeron una a una a todas las naciones, ciudades y pueblos. A todos, a todos menos a los trasgos. Nos convertimos en sus aliados y juntos conquistamos y sometimos Acronia durante cinco siglos, hasta que esas malditas gnomas iniciaron una rebelión que terminó por desembocar en la Alianza, que arrinconó a nuestro pueblo en estas islas alejadas y desprovistas de recursos. Se vengaron de nosotros por domeñarlos durante tantos y tantos años. Y nuestros socios desaparecieron. Pero todo eso es MENTIRA, pues el primer pueblo sometido fue el nuestro. Aprovecharon con suma astucia nuestra codicia, nuestra ambición, y sobre todo, nuestra debilidad. Nos jactamos, nos vanagloriamos, del pasado trasgo ¿Por qué? No éramos un pueblo unido antes de su llegada. Al contrario, errábamos dispersos por el mundo, sin reconocimiento, ya entonces perseguidos, y sin patria. Cuando los Elfos, con su magia, y con los extraños artefactos que portaban, conquistaron fácilmente las tierras de Frasia y Venuria, nos postramos raudos a sus pies. Nos sedujeron con sus lisonjas, con sus metales brillantes, con sus ignotas máquinas, y con el Vapor. Fue cuando nos entregaron el Vapor cuando nos convertimos en sus acólitos. No ¡Si al menos hubiera sido así! Nos convertimos en sus siervos. Nos convirtieron en sus látigos entregándonos látigos a nosotros. Y nos ensañamos con las otras razas; con los hombres, si, y por encima de todas, con los gnomos. Por todos los años de anulación, de desprecio, de maltrato, pero sobre todo por más Vapor. A ellos, a los gnomos, las encerramos en 28
  • 29. las asfixiantes minas de carbón, día y noche, noche y día, hasta que solo hubo noche, una noche eterna que duró cinco siglos. Convertimos Rocanegra en el peor espanto imaginable, los vagones que surcaban las entrañas de la montaña emergían rebosantes, unos de piedra negra y otros de cadáveres de turbantes2, de esclavos mineros que escupían en aquellas profundidades su último aliento junto con restos purulentos de su organismo. Talamos los árboles hasta arrasar los bosques, penetramos con aquellos monstruos mecánicos hasta el corazón del Bosque Viejo y arrinconamos a los duendes, aplastándolos contra el Espinazo del Dragón. Les despojamos de su hábitat y de su esencia. Los hombres se sometieron, se rindieron ante la devastación de las máquinas, ante el humo negro tras el que se ocultaban los Elfos. Solo los bárbaros del oeste, la minoría integrante de la Horda Graor Gull que vivían en las tierras ásperas, se vieron apenas salpicados por tantos siglos de tragedia. El resto vieron cómo sus ciudades fueron arrasadas, sus cultivos devastados, sus costas contaminadas. Su libertad se vio truncada, arrebatada, cuando sus reyes y sus nobles se inclinaron ante los Elfos para preservar parte de sus privilegios, pero eran nuestras botas manchadas de hollín las que les ahogaban cuando sus cuellos eran pisoteados. ¿Cómo esperábamos no recibir otra cosa que odio por parte de todas las razas? Hubo varios intentos de rebelión. Cuando los silfos, un pueblo sumamente respetado por el resto de razas, dada su extremada dignidad y sensibilidad, se resistieron a tanta injusticia, su reino, Sobrepiedra, fue aplastado tan brutalmente por huestes mixtas de elfos y trasgos que su raza fue práctica, sino totalmente, extinguida. Lo que hicieron en aquel lugar y lo que quedó de él me resulta, literalmente, imposible de describir. Peor aún, me falta el valor para rememorar lo que allí encontré… No fue hasta siglos después que las gnomas, hartas de ignominiosa explotación, se sublevaron, expulsándonos de Rocanegra. Pero ¿Cómo íbamos a suponer que serían ellas, precisamente ellas, quienes se sublevaran? Las gnomas se dedicaban a tareas menos físicas y desde luego menos duras, y se alimentaban mejor, y al tiempo alimentaron también sus 29 2 Esclavos gnomos de las minas de carbón de Rocanegra.
  • 30. ansias de rebelarse, y si hubieran tenido tiempo, a buen seguro que se hubieran vengado. Hartas de ver como los padres de sus hijos soportaban lo indecible y morían de sufrimiento y extenuación, se levantaron con tal fiereza que alentaron al resto de razas a hallar el coraje para acompañarlas en su propósito. Y realmente ¡Qué fieras eran! Poco tiempo después, los duendes del Bosque Viejo, horrorizados por la industria trasga y por la magia élfica, se unieron a ellas. Y con el apoyo de las tribus bárbaras ogras y humanas del otro lado del Espinazo del Dragón, la rebelión podía llegar a triunfar, porque llegado el momento siempre surge el valor. La reacción de nuestro pueblo fue lo que definitivamente dio la victoria a la Alianza, ya que los trasgos nos mantuvimos neutrales permitiendo el paso a los rebeldes y dejando a los Elfos sorprendidos, los cuales, a pesar de sus extraordinarios esfuerzos, se vieron superados. La terrible batalla librada dejó a su paso un reguero de muerte y destrucción, la magia convocada por Ellos fue terrible. El cielo ardió con una luz blanca y cegadora que arrasó con las ciudades y sus ejércitos. Fueron cientos de miles los que murieron aquellos días. Se abrieron brechas placares de las que surgieron criaturas durante mucho tiempo olvidadas y que durante años asolarían Acronia. El clima quedó severamente afectado y el Gran Invierno llegó al mundo, obligando a los duendes a abandonar sus bosques de Siempreinvierno a riesgo de morir congelados. La enfermedad brotó y pació por las tierras de Frasia y Venuria, y el hambre y el caos fueron totales. Y aquello duró otros cien años que vinieron a conocerse como el Siglo Trágico. Los Elfirren murieron, o sencillamente desaparecieron, envueltos en el mismo misterio con el que se presentaron. Los trasgos debimos asumir en solitario, aunque merecidamente, el resultado de tan terrible protagonismo. Si la venganza sobre nosotros no fue más dura y no nos exterminaron como a ratas fue porque nos mantuvimos al margen cuando la hegemonía de los Elfos se vio por fin severamente amenazada, pero no colaboramos tampoco en su derrota. Actuamos como un pueblo que, ante la duda de saber quien se alzaría con la victoria, se mantuvo a la espera. No hay orgullo en nuestra raza, no hay honor en nuestro pueblo, y valemos todos nuestros padecimientos. 30
  • 31. Cuando, tras años de viaje y descubrimiento, regresé con los míos y traté de desvelar las razones que hacían de nuestro presente una realidad tan dura y hostil, y que estaba en nuestras manos poder cambiarla, asumiendo la responsabilidad y la deuda que tenemos para con el mundo, desterrando los prejuicios que arrastramos fruto de nuestro miedo y aceptando que seguimos siendo esclavos de un pasado en el que fuimos al tiempo siervos y garras del terror, fui silenciado y apresado. Quise explicar ante el Consejo de Varones que los rencores que depositamos en otras razas, especialmente en la gnoma, no responden a las afrentas que éstas causaron a nuestro pueblo, sino a nuestra mezquina y hueca obstinación por no querer aceptar su resentimiento hacia nosotros. Nuestras propias hembras sufren hoy el maltrato de nuestra sociedad porque nos recuerdan que fueron otras madres las que iniciaron nuestra caída, devolviéndonos al oscuro lugar del que procedemos. Por eso las arrinconamos, las ninguneamos, las depreciamos. ¡Por compasión, ellas son nuestras madres, nuestras hijas, nuestras hermanas, nuestra sangre! Nos esclavizamos ente nosotros, dividiéndonos entre trasgos libres y chusma, solo para que unos puedan experimentar y rememorar la única forma de poder que conocimos. No mediante el honor, no mediante la verdad, no mediante la justicia, sino mediante la clase. ¡Y eso es mezquino, es cruel, es espantoso! Debemos, como Pueblo, alcanzar por primera vez en nuestra historia la Dignidad que nunca tuvimos. ¡Y nos atrevemos todavía a hablar de orgullo y gloria! Hoy Las Tierras Fronterizas son un reflejo de las naciones que un día fueron, pero jamás se nos devolverá a nosotros una gloria que nunca alcanzamos. Al contrario, nos mantendrán siempre alejados y controlados, pues saben del peligro de nuestra codiciosa e insensible naturaleza. Y nuestra sociedad continua siendo el espejo del odio y del miedo que volcamos sobre los débiles, porque sin ellos los fuertes no serían fuertes. ¡Sistema perverso y degradante el nuestro! ¿Mérito y Esfuerzo? ¿Qué meritos y qué esfuerzos son esos cuando están asegurados por la Herencia que garantiza que sean siempre los mismos quienes dominen a los que, nacidos en condiciones desfavorables o desamparados por completo, se ven abocados a perpetuar su miseria? Todo esto declaré, palabra por palabra, ante el Consejo. Y me respondieron con la muerte (…) 31
  • 32. El diario continuaba dedicando varios párrafos a su hija. Se dirigía a ella en un tono dulce y cariñoso, totalmente impropio en el lenguaje y las formas de un trasgo, pero absolutamente acorde con la disidente visión de su abuelo. Se lamentaba por no poder dejarle nada en herencia, y también se lamentaba de lamentarse por ello, ya que, a pesar de ser ésta una cuestión a la que él se oponía hasta el punto de llevarle a la muerte, era por desgracia el único modo de asegurarle un futuro lejos de las penurias de la chusma. Se lamentaba igualmente de verse obligado a dejar lo poco que tenía a nombre de su yerno, al que había llegado a coger aprecio y consideraba un trasgo con excelentes potencialidades, no solo en lo referido a su habilidad e inteligencia, sino también a su sentido de la ética. Le legó la embarcación con la que había regresado de su viaje, y en cuyo interior encontraría algo que al principio sin duda le sorprendería, pero que después, y confiando en su perspicacia y perseverancia, acabaría comprendiendo. Slar cerró las páginas con lágrimas de espanto y de impotencia. No quería validar las palabras de su abuelo, pero al mismo tiempo se le antojaba doloroso y difícil dar por mentira la truculenta interpretación que había hecho del mundo que él conocía. Durante el día deambulaba por cubierta, comandando la nave, dando órdenes de un modo casi automático. Hacía varias jornadas que no avistaban ningún barco y el mar continuaba en calma, aunque desde que abandonaran las Angostas, el viento había dejado de soplar con intensidad. Argail le había concedido su permiso para que pusiera en marcha unas tripas secundarias que ayudaran a los galeotes a impulsar la nave, pero se había negado a conectar la tripa principal. No tendría tanta prisa después de todo, pensó Slar. Cuando supervisaba a los remeros y se situaba frente a los bogavantes3, rememoraba las palabras de su abuelo y sus duras críticas a la esclavitud y sentía como un sabor a hiel inundaba su boca. Por momentos creía comprender justificadas sus dudas, e incluso sus reproches, pero cuando sus ojos se tropezaban con los de Hreg o con los de algún otro de los galeotes, sentía como la hostilidad con que le miraban le atravesaba el cráneo. Entonces regresaban a él tantos años, tantos siglos, de costumbre y conveniencia, y les respondía con órdenes y amenazas. Pero la información que halló en los otros cuadernos resultaba, si cabe, aún más inquietante y reveladora. Las primeras páginas no llamaron 32 3 Remero experimentado que ocupa el primer puesto de cada banco.
  • 33. especialmente su atención; describían los primeros meses del viaje y algunos de los lugares por los que su abuelo pasó eran los mismos por donde él acababa de hacerlo o por donde lo haría en poco tiempo. Después narraba sus aventuras por lejanas aguas en busca de objetos y reliquias místicas a las que él otorgaba un gran valor, pero fue a partir de que atracara en Miramar cuando las cosas comenzaron a ponerse más interesantes… 33 Primavera del Año 291. (…) Amerizamos en el puerto de Miramar ante el asombro de los marinos, comerciantes y empresarios que allí trajinaban, que repartían su incredulidad entre nuestra aeronave y su tripulación. No podían determinar cual de aquellas dos cosas era lo que les impedía cerrar la boca; si la embarcación a la que acababan de ver descender del cielo, o si los trasgos que la gobernaban. La admiración que les producía lo primero era ahogada por el recelo que les causaba lo segundo. Aún así, la curiosidad suele ser siempre el mayor de los impulsos, y unos cuantos se acercaron hasta nuestro aerostato para observarlo más de cerca. Los aeronautas afianzábamos la tela con la red y amarrábamos la nave a tierra firme mientras todavía pugnaba por alzarse. Mientras tanto, algunos hombres ya habían formado corrillos en los que, entre murmullos, especulaban sobre aquello que no acababan de comprender. De repente, una voz se alzó de entre aquella cháchara de corral y dirigiéndose a los que estábamos en cubierta, preguntó directamente. -¿Cómo funciona? Me di la vuelta y entonces la vi por primera vez. Aquella mujer había ya alcanzado la madurez, desde luego no era una muchacha. Estaba plantada en medio de sus conciudadanos con las piernas ligeramente abiertas, ancladas sobre el pavimento, los brazos en jarras y los pulgares trabados en el cinto. Me percaté de que el cacareo de sus paisanos cesó al instante y me pareció que la miraban con cierto respeto. Sonreí tras revisar el globo, ya casi totalmente estabilizado, y me dirigí a ella hablando a voces. -¡Con vapor! Entonces la mujer sonrío y soltó una poderosa carcajada haciendo brillar su blanca dentadura bajo el sol de la mañana. Miró a izquierda y derecha a sus paisanos y éstos correspondieron con más risas. -Ya, con vapor… ¡Y algo más! – y guiñó su ojo derecho.
  • 34. Miré al suelo tratando de ocultar mi sonrisa y demoré unos instantes mi respuesta. -Desde luego, pero ese es mi secreto - y le devolví el guiño sacando la lengua. -¡Baja! – gritó ella de nuevo -Te invito a un trago, me parece que tú y yo tenemos mucho de que hablar (…) (…) Shirania Dénvoros era una mujer atípica, no tanto porque ocupase una posición de privilegio en la sociedad de Miramar, sino por su carácter curioso e intrépido. Había comprado su título de Soberana hacía ya unos cuantos años y gozaba de buenas relaciones, no solo con los otros señores y próceres de Miramar, sino también de Montevil. Incluso en Cienfuegos su nombre era sumamente respetado. Sin embargo para los nobles de Miramar, y especialmente para ella, estos títulos no significaban absolutamente nada. Si, cierto era que ornamentaban de un modo muy rimbombante sus presentaciones, sobre todo fuera de la ciudad, pero en el fondo casi los despreciaban. Entre los poderosos de Miramar se intercambiaban habitualmente sus títulos entre ellos, o los regalaban, incluso a humildes taberneros o feriantes sin ninguna clase de poder. Ellos, y también Shirania, sabían que el único nombre que de verdad contaba, y el que les hacía acreedores de confianza y les validaba para cerrar importantes negocios o jugosos asuntos, era el propio. Así, caminando por Miramar, uno podía tropezarse con herreros, afiladores u hortelanos que poseían el título de Alteza, de Infante o incluso de Príncipe, y se dirigían unos a otros tratándose entre chanzas de Ilustrísimas o de Señorías. Hasta los nobles de verdad se inclinaban, en los días en los que el humor les sobraba, ante sus propios criados, pues había ocasiones en las que éstos poseían más alcurnia delante de sus apellidos que ellos mismos. Era el modo en que tenían de reírse y de ridiculizar a las arcanas y rancias monarquías y señoríos del Imperio que se extendían fuera de Las Tierras Fronterizas, más allá de la Empalizada del Este. Por eso, cuando entramos juntos en la Taberna de la Princesa Marla, muy cercana al muelle, la Soberana Dénvoros, ejecutó una afectada reverencia ante la gruesa tabernera, a la que ésta correspondió con una leve inclinación. Aquella mañana se notaba que estaba de espléndido humor y la visión de nuestro dirigible acercándose al puerto había elevado su espíritu tan alto como lo estábamos nosotros en ese momento. Eran ese tipo de cosas las que despertaban su entusiasmo, porque Shirania, noble y 34
  • 35. acaudalada comerciante, era mucho más que eso, y sus verdaderas pasiones eran la investigación y el coleccionismo. En seguida detecté que aquella mujer no era una prisionera de los prejuicios. Hablaba conmigo de tú a tú, obviando completamente que fuera un trasgo. Es más, sentía que a su lado desparecía en todos el recelo que mi raza causaba entre los hombres. Después de varios tragos de licor de hierro y, al descubrir que yo compartía con ella su afición por la Historia de nuestro mundo, así como su entrega por el conocimiento y sus ansias de progreso, me habló ya como se habla a un colega y no tardó en convertirme oficialmente en su invitado. Cuando más tarde, a bordo de nuestra nave, le expliqué cual era aquel secreto al que me había referido anteriormente, se mostró desbordada de júbilo. Le expliqué que en un principio había probado a elevarla solo con vapor de agua, pero que para ello se hacía indispensable un globo de tamaño desproporcionado, lo que la convertía en muy lenta y costosa de maniobrar y extremadamente vulnerable a la caprichosa Veldrem. Los resultados fueron muy precarios, pero fue después de que descubriera aquella combinación, que la cosa realmente funcionó. Shirania atendía mis explicaciones y miraba de hito en hito todo cuanto le mostraba, pues todo en aquella aeronave, las aletas que regían la dirección, las hélices locomotoras que la impulsaban, la precisión y el perfecto funcionamiento de aquel amasijo de poleas, engranajes, ejes y rieles, le perecía un sumo prodigio. Me obligó a alojarme en su residencia, un palacete situado a las afueras de la propia ciudad, muy adecuado a su estilo y personalidad. En él no faltaban las comodidades, desde luego, pero por encima de todo había convertido el amplio interior de aquellas paredes en un enorme y completo taller donde ella, junto con un equipo de varias personas de su confianza, desarrollaba todo de tipo de experimentos, algunos con más fortuna que otros. Sus intentos por volar, una de sus pequeñas obsesiones, habían terminado hasta entonces en fracaso. Le apasionaba la mecánica y no eran pocos los objetos y artilugios de factura trasga que había logrado adquirir. No era la única, pues muchos comerciantes y señores de la ciudad se habían hecho con maquinaria traga tras el expolio que siguió a su victoria en Puerto Ruina. De hecho los aparatos mejor conservados que quedaron después de la guerra, incluidas tripas y golems, fueron llevados hasta Miramar y formaban ya parte del paisaje en los muelles de carga, así como en otras partes de la ciudad. Ella misma tenía en su poder un golem, 35
  • 36. aunque los llamaban autómatas en Miramar, que después de ser restaurado con sus propias manos, lucía mejor aspecto que cualquiera de los que yo había visto nunca en Puertos Grises. Pero no fue hasta pasado unos días que Shirania empezó a hablarme de su mayor descubrimiento, que había hecho varias semanas atrás, y que era al mismo tiempo su mayor inquietud. En una de sus expediciones terminó por desembocar en las estribaciones de las ruinas de la ciudad de Sobrepiedra. Ya había llegado hasta allí en anteriores ocasiones, pero no se había a atrevido nunca a explorar aquellos alrededores, en parte por el temor que le causaban las historias que sobre ese lugar había escuchado desde niña, y en parte también porque el acceso a la antigua ciudad causaba la impresión de ser harto complicado. No se adentró por tanto, además el aire le parecía sumamente irrespirable, provocándole, pasado un tiempo, arcadas y mareos. Sentía el ambiente enrarecido, como poseído de un cosquilleo chispeante que le erizaba el vello. Cuando vio que su caballo comenzó a caminar con paso tambaleante, abandonó el lugar sin que en aquella primera ocasión pudiera traerse consigo otra cosa que una sensación de terror en el cuerpo. Pero su espíritu curioso e investigador batallaba día tras día con su miedo, y finalmente, como no podía ser menos en ella, acabó venciendo. Regresó a las ruinas llevándose máscaras antigas y armada de valor y decisión, dispuesta a traer de aquel infierno algo más que el rabo entre las piernas. Por suerte no tuvo que avanzar mucho hasta encontrar algo que le bastara para considerar que el viaje hasta allí no había sido en balde. Después de atravesar lo que le pareció una barrera de aire denso, tanto que casi lo podía cortar con la espada, tropezó y cayó de bruces con una estructura metálica que sobresalía de la roca. Asustada, a cuatro patas y casi completamente cegada por aquel aire turbio, tanteó con las manos una pieza suelta de aproximadamente cuatro pulgadas de largo y una de grosor. La cogió, y sin detenerse a observarla la envolvió en su capa. Rauda se quiso levantar, pero sintió un gélido escalofrío recorrer su piel cuando, de repente, sus dedos rozaron los de otra mano. Quedó al instante fría y paralizada, porque al mismo tiempo aquella rara niebla le permitió ver a unos cincuenta pies de distancia una suerte de muralla metálica de extraños brillos. A pesar de la angustia que experimentaba y de sentir el roce de aquellas falanges, no pudo evitar contemplar la superficie de aquel 36
  • 37. muro, pues su extraña brillantez resultaba del todo hipnótica. Por fin, tras permanecer brevemente embobada en aquel trance, recuperó el domino de si misma, y sin pensárselo dos veces ni tener idea alguna de qué podía haber al otro extremo de aquella mano, tiró de ella con fuerza. Y al percibir que levantaba con facilidad un brazo desprendido, inició un apresurado regreso. Después de contarme aquello, que yo escuchaba con gran compungimiento, ya no tenía nada claro querer ver lo que se trajo consigo, pero no me dio opción. Me mostró primero el objeto. Ciertamente era muy extraño, tanto por su textura como por su brillantez y por sus redondeados bordes, que hacían pensar que la pieza no había sido arrancada de ninguna otra, ya que no presentaba imperfecciones. Pero lo más inquietante ocurrió cuando Shirania lo colocó frente a nosotros y posó su pulgar sobre unas pequeñas inscripciones, una suerte de runas que componían un símbolo del todo ajeno para mí. Tras unos instantes de expectación durante los cuales no sabía que debía esperar, comencé a percibir un zumbido, al principio casi imperceptible pero cuya intensidad aumentó hasta tal punto que sentí como los tímpanos de mis oídos se tensaban. Después, aquella pieza comenzó, para mi enorme sorpresa, a vibrar, luego a temblar y por último a bailar bruscamente. Yo alternaba, con los ojos abiertos de par en par, miradas hacia el objeto que súbitamente había cobrado vida por sí mismo, con otras que le dirigía a Shirania, esperando que de algún modo me tranquilizase, pero ella solo me instaba a que continuase observando. Pasado un rato parecía que aquel metal estuviera a punto de estallar y finalmente, y para mi espanto, se elevó en el aire verticalmente a una velocidad considerable para quedar suspendido y estabilizado a la altura de mis narices, inmóvil, casi desafiante, con el descaro propio de algo que se sabe en contra de lo imposible. Y allí se quedó. Totalmente atónito no pude por menos que, tras consultar con la mirada a Shirania, pasar mi manos por encima y debajo del objeto, como tratando de hallar unas cuerdas invisibles que fuesen a destapar un truco barato, pero allí no había nada, ni tampoco truco alguno. Me costó un rato recobrarme de tan grande impresión y poder atender a Shirania con mis cinco sentidos liberados de estupor. Cualquier otro hubiera admitido sin dudarlo que aquel objeto era fruto de brujería, y poco me faltaba a mí mismo para estar convencido de tal cosa. Pero Shirania tenía todavía otra cosa que mostrarme, y yo no creía estar preparado en 37
  • 38. absoluto después de lo que ya había presenciado. Por eso fue que, sin comentario de lo ya visto, ni preámbulo de lo siguiente que iba a ver, me vi casi empujado en dirección a otra estancia. Una vez en ella me colocó frente a un contenedor metálico, lo abrió, y de él extrajo el brazo cuyo roce, semanas atrás, a buen seguro le había arrancado varios años de vejez a la Soberana. Cuando finalmente lo tuve ante mí respiré aliviado. Si bien su aspecto era extraño y distinto de los que yo conocía, aquel era sin duda el brazo mecánico de un golem. Los engranajes y rotores que estaban a la vista presentaban un aspecto diferente de los que usábamos en Puertos Grises, y el color del metal podía parecerse más la pieza que todavía flotaba tanto en el aire como en mis perturbados pensamientos, pero desde luego nada en él provocaba mi consternación. Le hice a Shirania una tímida mueca de decepción ante este nuevo objeto, pero entonces ella le dio la vuelta y puso frente a mis ojos la parte arrancada, que estaba a la altura del hombro. Me acerqué despacio hasta la articulación sin entender el porqué de su petición y entonces experimenté un respingo que me hizo botar hacia atrás. Respiré hondo y volví a aproximarme, lívido y con un nudo que cerraba mi garganta. El metal no presentaba rotura alguna, terminaba al final del brazo perfectamente acabado. Sin embargo, fusionado a él, encontré un hueso perteneciente a una criatura, nunca mejor dicho, de carne y hueso, y bien pudiera haber sido de un hombre, o de un trasgo. Me dirigí a Shirania espeluznado. ¿Qué significaba aquello? ¿Cómo era posible? Ella había tenido mucho más tiempo que yo para reflexionar y seguía sin tener la respuesta, pero quería saber más. En realidad quería saberlo todo y estaba convencida de que el destino me había enviado hasta ella para que la ayudase a comprender. No tardó mucho en convencerme para que los dos regresásemos juntos hasta aquel pavoroso lugar (…) Después la lectura se hacía complicada, el trazo de la letra era confuso y la narración errática. A su abuelo debió hacérsele muy difícil escribir sobre lo que vivió a partir de entonces, pero Slar pudo deducir que los dos se adentraron en las ruinas y trataron de encontrar algunas respuestas a las preguntas que les asediaban, alguna de las cuales estaba 38
  • 39. contenida en el primero de los diarios que había leído, aquel en que Urial Kardasian dejaba escrita una declaración que era también su legado. Pero en este todo estaba emborronado, confuso e incompleto, había páginas de él que ya no estaban y Slar apenas pudo sacar nada en claro de la suerte que corrieron allí dentro. Cuando abandonaba sus lecturas nocturnas el joven trasgo vivía en permanente desasosiego. Tenía cada vez más claro que debía llegar hasta Miramar, aunque no lograba encajar todas las piezas, pensaba incluso que quizás estaba relacionando en su mente cuestiones que nada tenían que ver unas con otras, pues la figura de su padre y el propósito de su último viaje todavía no habían emergido por ningún sitio. Además, continuaba sin comprender los motivos de Argail para hacer lo que había hecho por él. En su barco se sentía a merced del peligro, pues no podía fiarse de nadie y la posición que le había adjudicado el mercante le colocaba en una delicada situación con respecto a la tripulación. Por otra parte, las ideas de su abuelo atormentaban y flagelaban su espíritu. De noche quedaba atrapado en terribles pesadillas en las que se mezclaban todos los pasajes leídos del diario. Se veía a sí mismo corriendo despavorido entre nieblas y ruinas mientras sus cabellos chisporroteaban y ardían, y de la oscuridad surgían garras metálicas que lo apresaban y tiraban de él. Después, aparecía en el centro de un círculo, de pie sobre una plataforma metálica vibrante que al momento despegaba y lo elevaba del suelo. Entonces sentía el impacto de una piedra en su frente que le hacía sangrar, y luego otro, y otro, y otro. Y alrededor de él, a través de los regueros de sangre que le anegaban los ojos, podía ver como desde el borde del círculo un montón de gnomos y gnomas, de hombres y mujeres, de ogros y ogras y de otras extrañas criaturas que no identificaba, le lanzaban los pedruscos. Las gnomas chillaban con rabia, los hombres reían a carcajadas, las mujeres le hacían burlonas reverencias y los ogros y las ogras aullaban gritos salvajes. Solo los enanos permanecían mudos y casi estáticos, le miraban fijamente con los rostros demacrados y sus ojos tristes hundidos en las cuencas. Entonces se inclinaban y, sin mirar si quiera al suelo, cogían algo con la mano y también se lo lanzaban. Pero no eran piedras, sino carbón. Llevaban diez jornadas navegando y quedaban, al menos, otras tantas para abocar en Miramar, probablemente más, dado el poco viento que soplaba desde hacía días y que apenas templaba las velas. Los galeotes 39
  • 40. daban cada vez más muestras de cansancio, pues prácticamente no habían dejado de remar desde que partieran y, a pesar de que todavía se utilizaba la boga como recurso para impulsar las naves, lo cierto era que ya era poco habitual. Los barcos trasgos eran muy pesados, dado que contenían mucho metal tanto en su estructura como en su interior, y precisamente eran las tripas las que más contribuían a aquel peso, por lo que tenía poco sentido no aprovechar su potencia propulsora y usar por el contrario, y casi de forma exclusiva, la fuerza de los galeotes, tal y como Argail parecía empeñarse en hacer. Tres de ellos ya habían enfermado y se encontraban convalecientes en la bodega, y a tenor del modo en que los observaba Argail, Slar temía que en cualquier momento el mercante le ordenase echarlos por la borda. Las tripas secundarias continuaban funcionando, pero prácticamente toda la energía que producían era para las corcovas de los golems, que Slar cargaba cada mañana a primera hora. Procuraba hacerlo de uno en uno para que, mientras encajaba las tres brechas de cada una de las chepas a las tripas, los otros cinco continuaran remando sin interrupción. Una vez la biela tensaba sus cuerdas hasta su punto máximo, la volvía a insertar en el dorso del golem para seguir el mismo proceso con cada uno de los otros cinco. Aquello era sin duda una pérdida de energía y de tiempo, pues a pesar del trabajo de aquella media docena de infatigables bogantes mecánicos, éste no resultaba suficiente para lograr una velocidad mínimamente aceptable. Slar calculaba que aquella nave, en aquellas aguas, podría llegar a alcanzar, con la tripa principal en marcha, los ocho o nueve nudos, pero mediante aquel sistema no llegaban ni a la mitad, y ahora veía que Argail no tenía tanta prisa como le había anunciado, mientras que él si. Decidió bajar a la cubierta de la tripa principal, resuelto a alimentarla por sí mismo si era necesario, en vista de la apatía mostrada por el capitán de la nave, pero una vez dentro su sorpresa fue mayúscula. Tardo un poco en reconocerla, sin embargo después de examinarla con atención y de dar con aquella carcasa que le era tan familiar, no le cupo ya ninguna duda. Ante sí tenía la creación de su padre, aquellas tripas a las que desde pequeño le había visto dedicar jornadas enteras de trabajo, y más aún, semanas, meses y años de investigación. Comprobó, sin embargo, que no estaban conectadas a los engranajes ni al tambor de paletas que hacía girar la hélice, ni tampoco a aquellos cilindros que eran 40
  • 41. capaces de generar una potencia de veinte mil gnomopores. Las tripas estaban descosidas de la nave, abandonadas, escondidas en aquel espacio semioscuro. Boquiabierto, absolutamente perplejo, incapaz de asumir más sorpresas, más revelaciones, más descubrimientos indeseados, permaneció quieto sin comprender, hasta que, detrás de él, sintió un ruido. Se giró bruscamente, sin saber ya que más esperar y ante sí pudo ver la figura de Argail Tartu al trasluz de la claridad que provenía desde la cubierta exterior. Argail le observaba con mirada curiosa, expectante ante la reacción de Slar, pero en vista de que éste no hacía sino interrogarle con los ojos, decidió ser el primero en romper el silencio. -Veo que te has adelantado, no tenía previsto enseñarte eso, todavía… Slar percibió en el brillo zaino de sus ojos y en el tono taimado de sus palabras el anticipo de una traición, algo que daba por imposible entre los suyos, aunque eran tantas las novedades que estaba asumiendo últimamente, que en realidad estaba más preparado de lo que le gustaría para escucharla. -¿Dónde está mi padre? – le gritó Slar, presa del pánico y de la rabia acumulada en los últimos días. -¿Qué has hecho con él? Argail entornó los ojos al tiempo que encogió los hombros. -Tu padre era un trasgo muy listo, aunque nunca imaginé que tanto. -¿Era? -Está muerto, joven amigo, eso ya lo imaginabas. Yo le maté, bueno, ya sabes, no yo con mis manos. Uno de éstos. – y señaló con los ojos hacia el exterior. -¡Asqueroso traidor! Slar se encamino decidido hacia él, pero al instante se detuvo, al ver como Argail descubría su mano empuñando una pequeña ballesta. - ¡Atrás! Retrocede si no quieres que te ensarte como a un bonito. -Slar obedeció. -Era muy listo tu padre. No tengo ni idea de cómo ni de donde sacó esas tripas, pero a buen seguro que era gracias a ellas que su nave alcanzaba semejante velocidad. Todavía no se como funcionan, pero ya lo averiguaré. De hecho, esperaba que tú me pudieras ayudar en eso. -Ni lo sueñes, no pienso ayudarte en nada. 41
  • 42. - ¡Qué desagradecido! Y pensar que de no ser por mí ahora te estarías pudriendo con la chusma. -Prefiero eso a servirte en algo. Te lo pregunto de nuevo ¿Dónde está mi padre? -Encontraras su cadáver en el interior de su amada embarcación, bueno, lo que queda de ella. No resultó fácil sacar ese cacharro de sus entrañas. Si tanto te interesa saberlo, ambos yacen en la isla de Prosperia, pero en realidad no creo que tú vuelvas a verlos. -Pero ¿Por qué? ¿Acaso te hizo algo alguna vez? ¿Acaso te ofendió? –Slar no lograba ni de lejos comprender los motivos de tan ruin comportamiento ni de tan horribles actos. -Me ofendían su inteligencia y su ambición. Son cualidades peligrosas en un adversario. -¿Adversario mi padre? -No te hagas el inocente, tu padre pretendía obtener, ya tenía el trato casi cerrado de hecho, una licencia de comercio en Miramar con un importante extractor de piedra negra ¡En exclusiva! No se como llegó tan lejos. Ese tipo de acuerdos no se alcanzan sin los contactos adecuados, y yo, la verdad, ignoraba que tu padre los tuviese. Pero ahora Oslof Meridion ya no está, se ha…esfumado.- Argail cosquilleó el aire con sus dedos al decir esas palabras- pero yo si estoy. - De sus dedos sin vida arranqué el documento en el que figuran los términos del contrato que estaba a punto de firmar, y también el pagaré con la cantidad que solicitó al Consejo como préstamo. Ciertamente era una suma considerable. Aquí mismo lo tengo.- Argail extrajo con su mano izquierda un sobre de un bolsillo interior de su gabán y lo sacudió en el aire. –No creo que ese comerciante vaya a perder la ocasión de hacer un buen negocio si la otra parte no se presenta y en su lugar un reputado mercante como yo le ofrece cerrar el trato. Al fin y al cabo, yo ya dispongo de la cantidad que tu padre se disponía a abonarle. ¿Verdad que es perfecto? -Pero ¿Por qué te presentaste en el juicio? ¿Por qué tomarte la molestia de evitarme mi condena si con ella ya me habías anulado por completo? -No, por completo no. La anulación completa solo llega de un modo: con la muerte. Y el hecho de que Meridion tuviera un hijo me intranquilizaba, me preocupaba. Pensé que quizás quisieras averiguar lo sucedido. No se si estarías realmente dispuesto a hacerlo, pero no iba a permitir dejar que un cabo suelto como ese pusiera en peligro todo lo que estoy a punto de conseguir. Ya sabes lo que se dice del poder que obra la venganza. -¿O sea que ahora solo te resta matarme? 42
  • 43. -Solo. –contestó Argail aproximándose mientras enarcaba las cejas para él por última vez. Slar se vino al suelo e hincó una rodilla en la madera de la cubierta mientras alzaba su mano izquierda al aire en señal de alto y escondió el rostro contra el pecho entre sollozos y ruegos al tiempo que tanteó con su mano libre su tobillo derecho. -Levántate joven Slarion -No- suspiró él.- Por favor… -¡Levántate llorica! –gritó esta vez Argail. Y entonces, en un movimiento rápido y decidido que sorprendió al mercante, Slar se puso en pie, estiró su brazo derecho frente al rostro atónito de Argail y le descerrajó un disparo a quemarropa en el centro de los dos arcos perfectos que sus cejas dibujaban. El estruendo que provocó el disparo fue considerable y Slar sabía que tenía poco tiempo antes de ver aparecer a alguno de los galeotes por la puerta. Ahora fue él quien le arrancó al mercante de sus dedos inertes los documentos y el pagaré que podían demostrar ante el Consejo que su padre había sido víctima de una trampa y de una traición. Con ello se abría ante él una pequeña ventana a la esperanza. Tomó también la ballesta, aún cargada, que se había desprendido de la mano de Argail tras recibir el impacto mortal, pues sabía que no tenía tiempo para ponerse a cargar de nuevo la pistola. Cuando ya estaba a punto de atravesar la puerta, la figura encorvada de otro trasgo se perfiló bajo el umbral. Era Hreg, quien evidenciaba en el semblante el sobresalto que le había causado el súbito sonido de la detonación. Lanzó primero a Slar una mirada interrogativa, pero cuando después vio tras él el cadáver con el rostro sanguinolento y deformado de su amo, se apresuró a comprobar su estado. Slar aprovechó ese momento para dirigirse hacia la puerta. Hreg, postrado ante Argail, se volvió para mirarle con rabia, esta vez no contenida, sino desatada. - Qué has hecho? – le gritó desesperado. -Ha sido en defensa propia. ¡Iba a matarme! –pero Hreg parecía no escuchar sus palabras. Continuaba mirándole furibundo mientras comenzó a dar pasos hacia él. -¡Has matado al Argail! -Ahora sois libres, ya no tenéis amo. Podéis marcharos donde queráis ¡La nave es vuestra! -La nave es de Argail, y nosotros también. 43