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ÍNDICE
Introducción - El tiempo de la rabia
LIBRO PRIMERO
Ese hombre no tiene corazón
El infierno
Hermanos
El sueño más grande
El sobreviviente
LIBRO SEGUNDO
La noche en que nadie duerme
Estrella roja
El muchacho que iluminó la noche
El rostro de los caídos I
El rostro de los caídos II
Epílogo
Agradecimientos
Créditos
EL TIEMPO DE LA RABIA
En enero de 2015 Rogelio Ortega, gobernador interino del estado de Guerrero
tras la destitución del exgobernador Ángel Aguirre, a rmó en una entrevista
para Radio Fórmula con Ciro Gómez Leyva que ya tenía «muy localizados» a los
anarquistas que acompañaban en la lucha a los padres de los 43 normalistas de
Ayotzinapa, desaparecidos desde septiembre de 2014. Según Ortega, eran estos
anarquistas los culpables de «realizar un repertorio de violencia focalizada hacia
las instituciones». A rmaba que dichos anarquistas provenían de la capital del
país y, alguno, de Oaxaca.
Era mi segundo mes de estancia en la Normal de Ayotzinapa. Las y los
anarquistas con quienes yo convivía allí nada tenían que ver con esa percepción
del pensamiento y las acciones libertarias que en la cabeza o cialista de Rogelio
Ortega se volvían vandálicas. Extrañado, después de escuchar la entrevista me
dirigí al aula de la Normal donde vivían los compañeros y compañeras
anarquistas para preguntarles quién era aquel anarquista oaxaqueño al que hacía
referencia el gobernador con tanta puntualidad. Quizá lo conozco, pensé. Tal vez
algún paisano de Oaxaca, donde vivo desde hace una década.
El grupo de muchachos y muchachas dejó lo que estaba haciendo y todos
ellos voltearon a mirarme desconcertados. Iban vestidos enteramente de negro.
Igual que yo ese día.
¿Quién es el anarquista oaxaqueño?, dije.
Pues tú, dijeron al unísono y sin darle mucha importancia. ¡Quién más!
**
En otoño de 2014 dejé mi casa y mis pertenencias en Oaxaca y me mudé a vivir a
la Normal Rural de Ayotzinapa con solo una mochila al hombro, una libreta y
un cambio de ropa. Durante los cuatro meses que duró mi estancia allí, dejé de
lado mi vida personal y profesional con la idea de colaborar en la búsqueda y en
las actividades de lucha de los familiares de los 43 muchachos desaparecidos en
Iguala. Encontrarlos, conocer la verdad y exigir justicia. Dejar una memoria
escrita. Ésos eran mis objetivos.
En cambio, al paso del tiempo lo que encontré en Ayotzinapa fueron 43
familias que desde entonces conforman algunas de las amistades más
aleccionadoras, sinceras y entrañables que he tenido la fortuna de contar. Lo que
encontré en Ayotzinapa fueron 43 madres, 43 padres, hermanos, hermanas,
primos y primas, tíos y tías, hijos e hijas que se volvieron mi familia. Lo que
encontré en Ayotzinapa fue la mayor lección de vida que he recibido.
En ese lapso impartí talleres, lavé ollas, limpié los pisos de la Normal, ayudé
en la cocina, cargué víveres, recogí la basura, limpié los baños, hice brigadas con
las familias, participé en casi todas las marchas de protesta en diferentes ciudades
de Guerrero y el DF y me enfrenté al lado de los normalistas y familiares de los
43 normalistas desaparecidos a la violencia ejercida por el gobierno mexicano en
distintas formas y en distintos niveles: desde el robo de mis notas personales y
mis borradores para este libro por parte de in ltrados del gobierno, el acoso de
las policías de todos los órdenes, el encapsulamiento y la golpiza de la Policía
Federal en el zócalo de la capital del país al nal de la mega-marcha del 20 de
noviembre de 2014, hasta la franca agresión por parte de elementos del Ejército
cuando al lado de las familias de los normalistas desparecidos marché en enero
hasta las puertas de las instalaciones del 27 Batallón de Infantería en Iguala, el
último lugar donde se obtuvo la geolocalización del teléfono celular de Julio
César López Patolzin, uno de los 43 estudiantes desaparecidos.
**
Para Lévinas, la relación entre los seres humanos ocurre a través del rostro del
otro. Una construcción, una máscara. Alguien que muere es también un rostro
que se convierte en máscara. La expresión se desvanece. Pero no sucede así con el
rostro de los desaparecidos. Los rostros de los desaparecidos son un vacío en la
realidad. Un duelo suspendido que jamás llega y que se vuelve intolerable.
El número 43, los rostros de los 43 estudiantes desaparecidos, no es
únicamente el símbolo de uno de los episodios recientes de violencia de Estado
más abominables. Se ha convertido en una metáfora que engloba muchos otros
episodios traumáticos de violencia colectiva perpetrados por el Estado mexicano.
Se ha convertido en una metáfora de la dignidad y de la rabia del pueblo
mexicano.
A rmo lo siguiente porque lo comprobé de primera mano. Desde septiembre
de 2014 se concentra en Ayotzinapa una de las más valiosas reservas morales de
México.
Estoy convencido de que si dejamos que Ayotzinapa se desvanezca, no sólo lo
hará nuestro sentido de la justicia, sino que seremos extirpados de un apéndice
donde se está jugando mucho de nuestra provisión más preciada: la dignidad de
todo un pueblo. De allí, entre otras cosas, su importancia a un año de lucha.
Si olvidamos Ayotzinapa estaremos condenando al país a por lo menos tres
sexenios más de terror y a una escalada de nuevos terrores cada vez más hondos.
Estaremos condenando al país a décadas de impunidad, cinismo e injusticia
dispensadas por una oligarquía que es la única bene ciaria de ese terror que ella
misma engendra.
Si olvidamos Ayotzinapa permitiremos que la retórica de la llamada guerra
contra el narco siga imponiendo su lógica de sangre y muerte, una lógica absurda
pero cotidiana donde, además de los crímenes del narco, caben y se justi can
cualquier tipo de tropelías por parte del Estado. Una lógica donde las decenas de
miles de víctimas son criminalizadas a priori y estigmatizadas con el recurso
eufemístico que desarrolló esa misma retórica beligerante para invisibilizarlas:
bajas colaterales. Bajas que algún día, si estamos en el lugar equivocado o nos
volvemos incómodos para el poder, podríamos ser nosotros mismos o nuestros
hijos.
Si olvidamos Ayotzinapa estaremos condenando a la generación más joven de
México, las más sana y la mejor educada de la historia, a la persecución
sistemática y a la aniquilación que está perpetrando en su contra el Estado
mexicano.
Si olvidamos Ayotzinapa será ese olvido la alarma de nitiva de que como
país nos hemos deshumanizado a tal grado que casos de crímenes de lesa
humanidad como los que vemos tan a menudo en nuestro entorno ya no nos
perturbarán, no nos sorprenderán más, simplemente se sumarán a un nuevo
índice de cifras frías e impersonales de desaparecidos, imágenes con rostros
anónimos, listas de nombres de asesinados lo mismo por el narco que por las
fuerzas del Estado.
Si olvidamos Ayotzinapa, si olvidamos ese horror obsceno –en su acepción
original, «lo que nunca debió entrar en escena»–, ¿seremos dignos como
mexicanos y mexicanas de considerar que conservamos una cuota mínima de
humanidad, un mínimo de empatía, un mínimo de valor en nuestros corazones?
Los familiares de los 43 muchachos desaparecidos me han enseñado en este
último año que, al menos en lo que respecta a ellos, llegarán hasta el nal de su
lucha –que por extensión es nuestra lucha y a la vez es todas las otras luchas
justas de este país– sin perder ni un ápice de esas tres cualidades ahora tan
escasas. Humanidad, valor y empatía.
Si olvidamos hoy Ayotzinapa, las generaciones futuras hablarán de un país
que solía llamarse México y cuyos habitantes dejaron desangrar hasta morir por
no tener los arrestos su cientes para sacarlo del secuestro de décadas en que lo
mantuvo hundido una pandilla de criminales con licencia. Hablarán de un país
que no tuvo el valor no sólo de decir «ya basta», sino de reunir el coraje necesario
para ser consecuente con esa indignación y esa rabia, para organizarse y
emprender acciones que lo hubieran rescatado antes de entregarlo al matadero.
México transitó de la época del pasmo y el horror con la instauración
autoritaria de la llamada guerra contra el narco calderonista a la época de la sátira
catártica y desesperada tras la cuestionada toma de poder de Enrique Peña
Nieto, pero a partir de los sucesos del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, lo que
México vive es una época llena de ira.
Vivimos en el tiempo de la rabia.
**
Este libro fue construido a partir de unos cien testimonios directos recabados
durante mi estancia de cuatro meses en la Normal de Ayotzinapa. Son los
testimonios de veinticinco normalistas sobrevivientes a los ataques de la noche
del 26 de septiembre, de media docena de profesores que auxiliaron a los
normalistas y de decenas de familiares que generosamente tuvieron la con anza
de compartir sus historias conmigo. Lo agradezco porque todos lo hicieron a
sabiendas de que al contar de nuevo estas historias revivirían una pesadilla que
desde el 26 de septiembre de 2014 no ve n. Varios de sus nombres han sido
cambiados o conservados en el anonimato para proteger sus identidades.
Éstos son los rostros de nuestros 43 normalistas desaparecidos. Éstas son sus
historias.
Este libro es para que los mexicanos y las mexicanas del futuro conserven
memoria de uno de los más obscenos episodios de violencia que ha perpetrado el
Estado contra sus jóvenes. Este libro busca arrojar luz a esa verdad velada por el
Estado. Este libro anhela una justicia siempre negada. Este libro es para incitar a
quien lo lea a luchar para que una atrocidad como la ocurrida el 26 de
septiembre de 2014 en la ciudad de Iguala nunca se repita.
Vivos se los llevaron. Vivos los queremos.
T. M.
Ayotzinapa 2014 - Oaxaca 2015
ESE HOMBRE NO TIENE CORAZÓN
A Mario González suele oírsele decir que, si tuviera delante al culpable directo
de la desaparición de su hijo César Manuel, él mismo se haría cargo.
Mario González es un tlaxcalteco bravo y malhablado, capaz de retar a golpes
a los militares del 27 Batallón de Iguala, pero que no dejó pasar un día sin decirle
a su hijo varón de veintiún años que lo amaba, antes de besarlo en la boca con
dulzura.
Mario González es uno de diez hermanos cuyo padre murió pocos meses
antes de la desaparición de César Manuel, su hijo menor. Un soldador de
Huamantla que ha recorrido el país buscando formas de ganarse la vida. El de
soldador fue el trabajo que le dio oportunidad de asentarse y de criar una familia
tras probar suerte en múltiples o cios, entre ellos el de chofer. Mario sabe que la
vida laboral de un soldador es corta por los estragos que causa la profesión. Que,
en más de un sentido y como él mismo reconoce, le queda poco tiempo.
Sus dos hijos, un varón y una mujer, son estudiantes de normales rurales.
César Manuel, el menor, decidió cambiar la carrera de Derecho en Puebla
después de cursar el primer semestre. Su auténtico deseo era realizar la prueba
de admisión en la Escuela Normal Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa.
Hasta su llegada con el resto de los padres de los muchachos desaparecidos,
Mario no tenía idea de cómo lucía Ayotzinapa, ese caserío de casi doce hectáreas
en el municipio de Tixtla, en el núcleo del estado de Guerrero. Cuando recibió la
noticia debió levantarse de la cama con ebre tifoidea para hacer el pesado
trayecto desde Huamantla. El peso normal de Mario González es de setenta y
dos kilos. En los primeros tres meses de búsqueda de su hijo llegó a pesar algo
más que cincuenta.
Para Mario es como haber llegado a otro país. Su estómago aún no se
acostumbra a la comida. A él, hijo de un campesino, el nivel de pobreza del
estado de Guerrero le parece escandaloso. En eso, como entre las muchas otras
certezas inamovibles que conserva, Mario González no se equivoca. A rma que
México son muchos países y que su denominador común, la pobreza, jamás deja
de sorprender.
Entre los cambios culturales a los que ha tenido que habituarse, a Mario le
cuesta creer que tanta gente en Guerrero ande siempre en huaraches o que nada
más ande descalza. Él está acostumbrado a llevar cinturón y botines estilo
vaquero.
Hasta hace poco, Mario González era un hombre serio, reservado y de
palabras justas, al que le costaba hablar en público sin tartamudear. Cuando lo
hace, suele ser tan blasfemo como certero. Sin embargo, las circunstancias de los
últimos meses lo han transformado de la misma manera en que han
transformado la con anza que antes tenía por las instituciones y por el Estado
mexicano. Se han transformado en una rabia digna y en un discurso rme, cada
vez más articulado, al grado de volverse uno de los voceros de los padres de los
43 desaparecidos, y el encargado de los asuntos de prensa.
En la última conversación por teléfono, su hijo César Manuel le dijo que
estaba muy contento en la Normal.
A diferencia de otros normalistas que se desviven por el futbol y que han
decorado los casilleros metálicos y las paredes de sus dormitorios con recortes de
los jugadores del Barcelona o del América, lo que más apasiona a César Manuel
es el muay thai. Mario había hecho hasta lo imposible para sacar un dinero extra
con el que su hijo pudiera asistir a un gimnasio. En la última foto que conserva
Mario en su celular y que muestra con orgullo, aparece un adolescente aco pero
atlético, de abdomen marcado y de aspecto aliñado. Aunque César Manuel no es
especialmente guapo, tiene cierto encanto entre las muchachas.
Mario se quita el sombrero color camello que ha obtenido de las donaciones
que llegan a la Normal de Ayotzinapa en esos días. Guarda el celular con la foto
de su hijo. Se seca la frente con el antebrazo y sonríe por primera vez en toda la
mañana. Algunos víveres acaban de llegar en una caravana ciudadana desde
Estados Unidos y él, junto con otros padres de familia y voluntarios, se apresta a
cargar las cajas hasta el almacén.
**
Mario dice que René (Pérez, vocalista del grupo puertorriqueño Calle 13) es un
tipo sencillo. Que no comió en todo el día ni se bañó antes del concierto del 22
de noviembre de 2014 para poder estar con los padres de los 43 normalistas.
René hizo conexión inmediata con el bravo padre tlaxcalteca.
Usted va a subir conmigo, dijo René en los camerinos antes del concierto.
¿Me oyó bien?
Mario miró por un momento el tatuaje con el rostro de la abuela Amelia en
el hombro del muchacho puertorriqueño, miró sus músculos, indeciso. Tragó
saliva y se mordió los labios. René le sacaba más de una cabeza de estatura.
Mario asintió y René dio una orden a su equipo de inmediato. Dejó a un lado
la comida que le habían traído. Ni siquiera tocó el catering antes de comenzar el
concierto.
René condujo del brazo a Mario, el soldador tlaxcalteca, hasta el backstage.
Mujeres hermosas salían a su paso. Llamaban a René por su nombre, pero él no
les prestaba demasiada atención, más allá de un saludo amable o de la obligada
selfie con sus teléfonos celulares. Mario, detrás de él, observaba abrumado, sin
saber a dónde meterse.
René mandó cambiar la orden del día y parte del setlist de canciones para
subir a Mario y que éste comunicara su indignación y su reclamo ante miles de
personas, para subir al escenario y exigir el regreso con vida de su hijo César
Manuel y el de sus cuarenta y dos compañeros desaparecidos.
Cuando puso un pie en la tarima con la banda, la luz de los re ectores y el
clamor de miles de personas reunidas en el Palacio de los Deportes de la Ciudad
de México cegaron y ensordecieron a Mario González como la luz y el sonido de
un electrodo cuando olvidaba colocarse la careta en el taller.
Escúcheme, don Mario, le dijo René al oído. Si hablo yo, me sacan del país.
Soy extranjero y el gobierno me tiene sentenciado. El micrófono es suyo.
René se hincó con la rodilla izquierda delante de Mario para cederle la
palabra. El micrófono entre las manos de un soldador debe sentirse como un
cacharro alienígena. Mario se quedó inmóvil. La gorra de beisbol que portaba ese
día estaba calada hasta las cejas para evitar deslumbrarse por las intensas luces de
las tramoyas que lo hacían sudar. Tenía la mirada clavada al piso. Delante de él,
la multitud que lo vio ascender al escenario le dio un aplauso estruendoso, pero
de inmediato guardó silencio para escucharlo.
Tom Morello, el guitarrista de Rage Against the Machine, egresado de
Harvard, cuidaba las espaldas de Mario González todo ese tiempo. El puño
izquierdo en el aire. En la otra, la guitarra Mongrel Custom con cuerpo original
de Stratocaster. La leyenda «Arm the Homeless» por el frente y la hoz y el
martillo en el dorso.
Silencio.
Entonces, ocurrió. Mario se aclaró la garganta. Alzó la mirada y de su boca
salieron palabras claras como cristales, palabras contundentes como piedras.
A Mario se le eriza la piel cuando lo cuenta. Hace un gesto de admiración y
asiente con la cabeza cuando recuerda la sensación de haber estado en un
escenario tan grande, la sensación de saber que él y los otros padres y madres de
los 43, tal como esa noche frente a los miles de asistentes al concierto en el
Palacio de los Deportes dedicado a Ayotzinapa, no están solos.
Algunos días, René le envía mensajes por WhatsApp preguntándole cómo se
encuentra y cómo va la búsqueda de su hijo.
**
Mi hijo no es un héroe, es la frase que suele repetir Mario. Mi hijo es una
persona con virtudes y con defectos. Tengo que decir también que no es el mejor
estudiante. Los héroes tienen la elección de serlo o no serlo. Pero a mi hijo nadie
le dio a escoger. Lo único que quiero es volver a besar a mi muchacho y tenerlo
de vuelta entre mis brazos.
Mario fuma el segundo cigarro de la mañana y da unos pasos en círculos,
ansioso ante la falta de actividades. Tira el cigarro, lo pisa con la suela del botín y
se acomoda el cinturón. Su cuerpo compacto es el de un levantador de pesas de
peso liviano. Los brazos cortos pero macizos en jarras, como si, de hecho, se
preparase para un levantamiento de envión.
Mira jamente hacia el fondo de la cancha de basquetbol donde se hallan los
retratos de los desaparecidos en sus respectivas butacas. Tiene la cara y la nuca
coloradas por el sol de las últimas marchas, la cabeza redonda, tan parecida a la
de su hijo César Manuel en la foto o cial de los desaparecidos. Algunos nuevos
pliegues en la piel de su rostro pétreo delatan que ha perdido bastante peso.
Vamos a llegar hasta donde tope, dice para sí mismo, y se frota las manos tal
como si, en efecto, estuviera a punto de levantar él solo un peso de proporciones
olímpicas.
**
Cuando desapareció, César Manuel tenía veintiún años. Más que su hijo, Mario
lo considera su amigo.
Dice Mario que era César Manuel quien normalmente lo solapaba ante
Hilda, su mujer, como si los papeles entre padre e hijo se hubieran invertido.
Cómplices. A pesar del carácter duro del padre, Mario y César Manuel jamás se
hablaron de usted.
Cada tercer día, sin falta, Mario y su hijo se llamaban por teléfono. No había
nada que ambos no se con aran. César Manuel viajó a Tlaxcala el 10 de
septiembre, dos semanas antes de su desaparición, para participar con alumnos
de Ayotzinapa en la marcha de la Normal Rural de Panotla. Mario hizo lo
imposible por viajar a la capital del estado y pasar al menos unas horas con su
hijo, al que no veía desde hacía semanas. Hilda, su madre, no pudo hacer el viaje.
Acababa de conseguir trabajo en una tienda Coppel de Huamantla y un permiso
era impensable.
¿Qué tal la putiza de la semana de prueba?, le dijo sonriendo Mario a su hijo
cuando se encontraron ese día en Tlaxcala.
Acababa de terminar la sufrida semana de pruebas físicas en la Normal de
Ayotzinapa.
¿Qué tal te están educando, cabrón?, insistió Mario con su voz bronca y lo
atenazó del cuello en un gesto típico de él, entre autoritario y amoroso.
César Manuel tenía la cabeza a rape. Estaba extenuado físicamente. Su padre,
que lo había visto practicar deportes y estar en forma desde que era adolescente,
nunca lo vio tan molido. Pero, a decir de él mismo, estaba contentísimo.
Estás muy aquito, dijo Mario a punto de soltar las lágrimas. Mándalos a la
chingada. Vámonos a la casa.
Se miraron por un segundo a los ojos, sus rostros a un palmo de distancia,
tan cerca que César Manuel resentía el aliento a tabaco de Mario. Mario dio una
última fumada al cigarro para extinguirlo en el piso de cantera con la suela de su
zapato. Se miraban como si fueran incapaces de reconocer algo nuevo e
inde nible en el temperamento del otro, incapaces de reconocer un cambio vital
que intuían pero que trascendía más allá de las transformaciones físicas que
habían operado tanto en el cuerpo y en el temperamento de César Manuel
durante las pruebas de campo en la Normal, como en el cuerpo enfermo de
tifoidea de su padre.
No, papá, dijo César Manuel. Siempre tuviste la convicción de decirme que si
comienzo algo debo terminarlo. Y siempre lo tengo en mente.
Pero mírate, cabrón, dijo Mario sin dejar de abrazarlo. Te están dando una
putiza. Te están dando en unas semanas toda la educación que yo no pude darte
en veintiún años.
El semblante de piedra de Mario suele ser tomado como un repelente
universal para quienes no lo conocen. Cuando los ojos de César Manuel se
cruzaron en el mismo horizonte, los dos viejos amigos se reconocieron de nueva
cuenta. Hicieron un esfuerzo, pero no pudieron contener una carcajada. La gente
que pasaba a su lado en un jardín del centro de Tlaxcala los observó. Mario le dio
un beso a César Manuel en la boca y permanecieron unidos en un abrazo en
medio de la calle.
Sólo la llovizna los separó antes de despedirse.
Fue la última vez que Mario González vio a su hijo.
**
La última ocasión en que Mario y César Manuel hablaron por teléfono fue el 26
de septiembre por la tarde, antes de que un grupo de alumnos, en su mayoría de
primer grado, saliera de la Normal rumbo a una actividad en Iguala en dos
autobuses, por decisión de las bases. César Manuel le contó a su padre que había
entrado a la Casa del Activista, por lo que tendría mayores responsabilidades de
ahora en adelante. Finalmente, dijo, había agarrado el ritmo de la escuela.
Estaba contento.
¿Cómo estás tú, papá?, dijo César Manuel al teléfono.
Seguía preocupado por la tifoidea que su padre contrajo hacía unos días.
Mejor, hijo, mintió Mario. Ayer me quitaron el suero.
Hubo un silencio en la comunicación. No dijeron nada durante un lapso.
Yo te oigo mal, dijo César Manuel. Mejor voy a visitarte.
No, hijo, échale huevos a la escuela.
Pero papá…
Es lo que querías, ¿no?
Sí, pero…
¿No por eso te saliste de la otra?
Hubo otra pausa, esta vez bastante incómoda quizá debido al eco del
reproche.
Hace días que no puedo pararme a trabajar, dijo Mario. Tu mamá lleva dos
semanas trabajando en una Coppel para ayudarnos a todos.
Silencio.
¿Hijo?
Papá, tengo que salir a una actividad, dijo César Manuel. Les llamo en la
noche, cuando vuelva.
A las 20:00 de ese mismo día, Mario le volvió a marcar, sin éxito. Luego, una
hora más tarde. Tampoco hubo respuesta.
Mario pasó intranquilo la tarde por la última conversación. Era una viejo
asunto entre ellos. Intentó llamar a César Manuel una vez más antes de dormir,
cerca de la 1:00 de la mañana. Aunque el celular daba línea, no obtuvo
contestación. Algo inusual para la frecuencia con que se comunicaban. César
Manuel no era la clase de persona que se cierra a hablar por orgullo.
Las 3:12 de la madrugada quedó registrada como la última hora en que
Mario intentó establecer comunicación con el teléfono celular de su hijo
desaparecido.
Esa noche Mario no logró dormir más que a ratos y de forma nerviosa.
Por la mañana, Hilda, su mujer, que entraba muy temprano a su nuevo
empleo de domingo a domingo, no se despidió para evitar despertarlo.
Mario ngía dormir. Permaneció en casa, débil por los remanentes de la
ebre. Pocas cosas sacan más de sus casillas a un hombre orgulloso y patriarcal
que estar impedido para valerse por sí mismo.
Cuando estuvo seguro de que su esposa había salido, intentó levantarse. El
dolor le hizo descubrir articulaciones de las que no tenía noticia. Un ramalazo en
la cabeza lo volvió a postrar en la cama. Realizó un segundo intento, esta vez más
penoso. Fue a buscar sus botas de trabajo y el overol de lona color caqui que
usaba para soldar en el taller de su hermano. Tenía la frente perlada por el
esfuerzo y la sensación de algo así como monedas amargas en el paladar por las
úlceras. Al erguirse, el cinturón se le escurrió de las caderas hasta las rodillas,
como si el dueño fuera un hombre dos veces más robusto. Mario descubrió con
espanto que había perdido tres tallas.
En eso estaba cuando, a las 9:00 de la mañana, entró el infortunio a su casa
en forma de una llamada telefónica.
Don Mario, dijo alguien desde el otro lado de la línea. Váyase para Guerrero.
¿Qué dice?
Hubo una balacera contra los estudiantes de Ayotzinapa. Hay desaparecidos.
Hay muertos.
Mario sintió que las piernas le fallaban.
La llamada vino de la Escuela Normal Rural de Panotla, Tlaxcala.
Mario colgó el teléfono. Sintió náuseas y un calambre en la boca del
estómago. Buscó aprisa algún dinero en los lugares de la casa donde él y su mujer
lo guardaban. No quedaba nada. Le temblaron las manos. Comenzó a sudar.
Tenía la visión nublada. Su hermano, quien por lo regular lo ayudaba en esas
emergencias o cuando él no podía laborar en el taller, estaba de viaje.
Alguien llamó a la puerta. Su compadre se había enterado de lo ocurrido en
Iguala.
¿Era tu hijo el que estaba en Iguala?
¿Cómo sabes?
Súbete.
Urgió a Mario a entrar en su camioneta.
No tengo dinero para pagarte.
Súbete, cabrón. No te estoy pidiendo dinero.
Pasaron en la camioneta hasta la Coppel del centro donde trabajaba Hilda, y
los tres hicieron el largo viaje a Tixtla. Mario estaba debilitado por el dolor y la
ebre. No tenían idea de a dónde o hacia qué se dirigían. Hilda y él viajaron esa
mañana con la creencia de que si la policía había tenido que ver con el asunto de
los normalistas de Ayotzinapa, como se decía, a lo sumo estarían obligados a
pagar una multa para ver libre a su hijo con el resto de sus compañeros.
Nadie los preparó para lo que les esperaba.
¿Qué país es éste?, dijo Mario lleno de rabia cuando los informaron en
Ayotzinapa, a ellos y al resto de los padres de familia, de lo ocurrido con sus
hijos.
¿En qué puto país estamos?
Mario consultó con otros de los padres. Los apuró a visitar las comandancias,
los hospitales; a ir a preguntar a los vecinos de los alrededores del punto de
Iguala donde habían ocurrido los ataques de la policía a los muchachos.
Hay que esperar, le dijo alguien al verlo fuera de sí. Hay que esperar a ver qué
dice Dios.
Mario quedó petri cado ante respuestas como ésa. No soportaba la idea de
la inacción, la idea de tener que pasar otro minuto sin recibir noticia del paradero
y las condiciones en que se hallaba su hijo. Ese mismo sábado 27 por la noche,
Mario no resistió más. Acalambrado y empapado en sudor, se plantó en la
carretera sin haber comido ni dormido en todo el día. Viajó de aventón hasta
Iguala y, una vez allí, preguntó desesperado a cuanta gente pudo. Algunos le
daban la espalda, huían como si las palabras del tlaxcalteco fueran a transmitirles
la peste. Tocó a las puertas tanto de negocios como de domicilios particulares.
Consultó a los taxistas, a los transeúntes. Por su aspecto desastrado, por su febril
desesperación, muchos debieron de creerlo un loco. Los que se animaban a
hablar con él bajaban la voz. Le decían que lo ayudarían si no fuera porque tenían
miedo de las represalias del cártel de la droga que estaba coludido con el
gobierno municipal. Así que sólo le deseaban suerte. Enseguida las puertas se
cerraban ante su nariz y no volvía a haber respuesta a sus llamadas. Así una
cuadra tras otra, toda la noche.
En Iguala, los halcones de los Guerreros Unidos, adolescentes en motonetas
que dan alertas por sus teléfonos celulares o radio, suelen vigilar los pasos de los
forasteros desde su llegada. También lo hacen los muchos halcones entre la
Policía Municipal. El caso de Mario no fue la excepción. Aunque, para entonces,
ni siquiera había oído hablar de Los Bélicos, la agrupación policial de élite en la
nómina de los Guerreros Unidos que había intervenido en la desaparición de los
43 muchachos.
Al arribar a pie y por su cuenta a la terminación septentrional de la calle Juan
N. Álvarez, a Mario casi se le sale el corazón por la boca. Era el lugar del
asesinato de dos normalistas y de la desaparición de varios de los muchachos de
la noche anterior. Había remanentes de una balacera sostenida unilateralmente
durante horas con armas largas, un escenario que ni en las pesadillas avivadas
por la ebre tifoidea hubiera alcanzado a concebir. En la esquina de uno de los
edi cios donde impactaron la mayoría de los misiles perdidos, era posible ver
enormes boquetes de enjarre blanco despostillado por las balas de alto poder. Lo
más terrible del hallazgo fue la única certeza sólida que Mario pudo extraer de
todo aquello. El escenario de muerte y terror que ahora pisaba era también el
último lugar donde habían visto con vida a su hijo César Manuel. Aquel lugar
había sido un in erno durante las horas más recientes. Él no lo sabía, pero César
Manuel fue el último de los normalistas que la policía bajó con violencia del
autobús Estrella de Oro 1568 antes de subirlo a una de las tres patrullas con
números 017, 019 y 020 y desaparecerlo.
Mario se reacomodó los lentes. Tragó saliva y miró en torno suyo. Algunos
coches pasaban por el Periférico sin darle importancia al hombre de un metro
sesenta que contemplaba absorto la calle.
Jamás en su vida se había sentido tan solo.
No sabe dónde vino a meterse, le advirtió alguien.
Mario giró la cabeza, apretó los puños previniendo lo peor, pero no vio nada.
Váyase de aquí, dijo la misma voz.
Un aire frío le erizó los cabellos de la nuca.
Estaba temblando.
 
**
A las 10:00 de la mañana del día siguiente, abatido y sin que su método de
búsqueda solitaria diera resultados, Mario optó por volver a la Normal de
Ayotzinapa, donde se había reunido el colectivo de padres de familia por primera
vez. Se plantó en la carretera con el pulgar en alto a las afueras de Iguala. Sólo un
camión de volteo se detuvo. El chofer abrió la portezuela y no dijo nada.
Arrancó. Le alcanzó una cajetilla de cigarros Delicados sin ltro y Mario se
dedicó a fumar con los ojos entornados y la cara atirantada durante el viaje.
Hicieron más de una hora y media de trayecto. El chofer se detuvo en el
kilómetro catorce de la carretera que va de Chilpancingo a Tixtla, frente al arco
de concreto que indica la boca de la vereda de entrada a la Normal Raúl Isidro
Burgos. Desde ahí, Mario debía adentrarse a pie y por terracería un kilómetro
más.
Después de que Mario descendiera, el camionero se despidió y puso en
marcha el motor, pero de inmediato frenó en seco. Le silbó a Mario para que
regresara. Mario lo miró extrañado desde la canaleta. Entre el sol del mediodía y
la ebre, temió que estuviera alucinando. Se tocó la frente. Volvió descon ado
hasta la puerta del camión de volteo con una mano sobre los ojos como visera, el
autoritario sol de Guerrero haciendo reverberar las volutas de polvo que el
pesado vehículo había levantado al frenar.
El chofer se asomó por la ventanilla y le entregó un billete de cincuenta
pesos. Mario lo miró con la boca abierta. El chofer se tocó la gorra en señal de
despedida y el camión de volteo arrancó peralte abajo con la góndola vacía como
un espejismo en el desierto.
Mario González había salido de Tlaxcala sin un peso.
**
Desde que su hijo César Manuel fue desaparecido por policías preventivos de
Iguala, Mario ha recibido varias agresiones físicas de parte de las fuerzas del
Estado. No pasa un mes sin que deba reponerse de un descalabro o de una
fractura ocasionada por la represión policial durante las protestas del colectivo de
padres de los 43 desaparecidos.
La madrugada del 14 de diciembre de 2014, por ejemplo, elementos de la
Policía Federal, totalmente borrachos, agredieron en Chilpancingo a estudiantes
de Ayotzinapa y a padres de los desaparecidos. Pretendían impedir el concierto
de protesta de Panteón Rococó y otras bandas, proyectado para el día siguiente.
Ocurrió a las 4:00 de la mañana. Hubo alrededor de cinco heridos. Mario
González recibió el impacto directo de una cápsula de gas lacrimógeno en el pie
izquierdo. El dolor fue intolerable. La primera reacción de Mario, entre la
confusión de la turba y la amenaza de los policías que venían por ellos
disparando gases y golpeando con toletes y escudos de forma arbitraria, fue
recoger el misil para lanzarlo a sus atacantes.
No, tío, le gritó uno de los estudiantes tirándolo de la camisa entre el celaje
pesado de los gases. No lo toque.
Pero fue demasiado tarde. El calor vesicante de la cápsula que había herido a
Mario en el pie le quemó la mano. Su alarido fue oído a muchas cuadras a la
redonda. Pero el dolor no provino de la quemadura, sino de su talón izquierdo al
instante de huir de los toletes de la policía. El misil, disparado tan cerca y con tan
mala saña, le había fracturado el pie.
Mario corrió. Corrió con el pie roto. Socorrido por los estudiantes y con el
dolor a cuestas como una maldición. Estudiantes de Ayotzinapa y padres de
familia fueron a ocultarse de los toletes y de los disparos de la policía en las
faldas de un cerro próximo. Con los ojos llorosos, tosían y devolvían el estómago
por los gases. Manos y rodillas raspadas por los rastrojos y la tierra del cerro
entre los que debieron escalar para no seguir siendo vapuleados.
En semanas posteriores, Mario González, el tlaxcalteca del pie roto, realizó
tareas que ni siquiera Aquiles el mirmidón habría conseguido con su talón de
cristal si se hubiera visto obligado a buscar a un hijo perdido. Al menos una
veintena de marchas de protesta, decenas de kilómetros de distancia recorridos
en las calles de la capital del estado y en la del país, un intenso brigadeo y
actividades que lo forzaban a caminar y a estar de pie sin respiro. El tormento
creciente de un talón roto no hacía sino empeorar para Mario. Las últimas
radiografías mostraban un crecimiento de la sura en el hueso.
La policía militar le rompió la nariz. Sucedió cuatro semanas después, el 12
de enero de 2015, frente al 27 Batallón de Infantería en Iguala. La última
geolocalización del celular de Julio César López Patolzin, hijo de Rafael López
Catarino y estudiante desaparecido de primer grado, marcaba el 27 Batallón
como su último destino. Dado que el Estado mexicano se negó a abrir una línea
de investigación para esclarecer el grado de responsabilidad del Ejército en la
desaparición de los normalistas, ese día se llevó a cabo una marcha de protesta
que culminó con un mitin en las afueras de las instalaciones militares.
El comité de recepción para los padres fue un nutrido grupo antimotines
equipado y alistado para atacar. El mitin se llevó a efecto. Pero cuando padres y
alumnos de Ayotzinapa exigieron abrir las puertas de las instalaciones del
batallón para buscar a los desaparecidos, los manifestantes fueron embestidos
por la policía militar. Una lluvia de gases lacrimógenos y piedras cayó sobre el
grupo desarmado de civiles. Estudiantes, madres y algunos de los padres de
mayor edad fueron golpeados sin provocación. Bernabé Abraján, quien busca a
su hijo Adán Abraján de la Cruz, recibió un impacto en el cráneo que requirió
una docena de puntadas. La sutura fue realizada de emergencia en la cancha
principal de basquetbol de la Normal de Ayotzinapa por el joven médico Martín
Higuera, un voluntario permanente que esa tarde no se dio abasto. Ante la
carencia de material quirúrgico, el doctor Higuera debió suturar a Bernabé y al
más grave de los estudiantes, José Hernández, con la mano desnuda y sin aguja.
Además, tuvo que atender con apremios a Mario González y a una larga la de
madres y padres de familia que aguardaban adoloridos en la intemperie junto a
voluntarios y estudiantes que también habían recibido contusiones de distinta
gravedad.
Omar García, miembro del Comité estudiantil de Ayotzinapa, fue golpeado
esa tarde por la policía militar con una piedra del tamaño de un mazo en el
rostro. El doctor Higuera fue quien lo auscultó, pero se guardó de dar la mala
noticia. Además de la fractura evidente en el pómulo, Omar había perdido la
vista en el ojo izquierdo por desprendimiento de retina.
Mario González no corrió con mejor fortuna. Desde ese día no puede
respirar normalmente. La policía militar le reventó la nariz. Los médicos le
indicaron que debía someterse a una cirugía. Pero Mario, obstinado, no lo ha
hecho. Su nariz es ahora la de un boxeador castigado. Sabe que el tiempo, como
en la carrera de un pugilista, se vuelve crucial.
Habían pasado cuatro meses sin que tuviera ni una pista del paradero de su
hijo.
**
El 29 de octubre de 2014, a las 14:00 horas, un mes después de que ocurrieran
los hechos de Iguala, el presidente Enrique Peña Nieto aceptó por n recibir a
puerta cerrada a los padres de los 43 normalistas. El encuentro tuvo lugar en el
salón Manuel Ávila Camacho de la residencia o cial de Los Pinos. A ningún
medio de comunicación le fue permitido el acceso.
Mario González y el grupo de campesinos, amas de casa, jornaleros y
albañiles estuvieron frente a frente con parte del poderoso grupo de funcionarios
extraído del partido de Estado cuyo régimen de más de siete décadas en México
cali có Mario Vargas Llosa como la «dictadura perfecta». Una nueva generación
es encabezada por un presidente de la República cuya imagen fue encumbrada y
sostenida durante las elecciones por los medios de comunicación.
El presidente y los miembros del gabinete se habían quitado las corbatas
cinco minutos antes en el salón contiguo, cosa que el mandatario casi nunca
hacía en público por el celo alrededor de su imagen. Tal vez juzgara que ese gesto
lo haría ver más acorde al supuesto espíritu íntimo de la reunión con un puñado
de campesinos provenientes de Guerrero, el estado más pobre del país. Alguno
de los funcionarios que acompañaban a Peña Nieto hasta se atrevió a
desabrocharse el segundo botón de la camisa para mostrar su pecho
perfectamente lampiño. Aquello, en más de un sentido, implicaba el mayor
riesgo del día para un egresado de la Universidad Panamericana, del Opus Dei.
En la india, sobre un templete, arribaron el secretario de Gobernación,
Miguel Ángel Osorio Chong, el titular de la Procuraduría General de la
República, Jesús Murillo Karam, y el presidente Enrique Peña Nieto, entre otros
funcionarios. Por otra de las puertas comenzaron a ingresar al salón
representantes de organizaciones civiles en apoyo a los padres de familia.
Enrique Peña Nieto resultó ser más pequeño y de apariencia más endeble
que lo que los padres de familia pensaban. Estar fuera de una pantalla le restaba
presencia y, sobre todo, tamaño. Una versión reducida de sí mismo. Sin embargo,
lucía como si acabara de salir de una cámara de bronceado. La piel tersa y bien
hidratada. El rasurado, impecable. Atuendo completo elegido por él mismo en la
Casa Bijan de Rodeo Drive, una de las tiendas para caballeros más exclusivas en
el mundo a la que puede accederse sólo con cita y de la que, se sabe, él es uno de
los compradores consentidos. Tanto así que, junto a magnates y celebridades de
Hollywood que gastan millones de dólares en cada visita, su nombre es exhibido
en el aparador con la bandera de México y un reloj con su nombre grabado en la
carátula al lado de los de otros clientes frecuentes, como George Bush y Vladimir
Putin.
El traje que eligió Peña Nieto para la reunión con los padres de los
desaparecidos era un Ermenegildo Zegna de casimir Súper 120s color oscuro
confeccionado por encargo, y no uno de sus predilectos Zegna de casimir Súper
180s para mejores ocasiones. Cuando Peña Nieto era candidato a la presidencia,
el periódico Reforma valuó cada una de estas mudas diarias de ropa en no menos
de 131 910 pesos. En ese tiempo, su sueldo como gobernador del Estado de
México ascendía a 147 000 pesos mensuales. Como presidente de la república, a
lo largo de 2014 percibió 240 000 pesos cada mes.
Como pudieron comprobarlo quienes lo tuvieron cerca al entrar al salón,
Enrique olía de veras bien. La colonia que llevaba ese día era su favorita. Carolina
Herrera for Men.
Quien lo viera por primera vez diría que Peña Nieto es justo ese tipo de
persona que, por su aspecto melindroso, dan casi tantas ganas de abrazarlo como
de escupirle en un ojo.
Al sentarse delante de él, el maestro albañil Bernardo Campos se quitó el
gastado sombrero de paja que usaba durante el trabajo en la construcción y lo
puso contra su pecho. Una cortesía atribuible a su buena fe y no tanto a la
deferencia hacia el ocupante de la residencia o cial de Los Pinos. Hasta la
desaparición de su hijo José Ángel a manos del Estado mexicano, Bernardo
Campos y otros de los padres apenas habían escuchado de él.
Los padres tomaron asiento en las sillas plegables y los dedos de los pies de
uñas agrietadas de los campesinos se movieron ansiosos entre los huaraches de
suela de llanta. Contrastaban por su color oscuro y su textura áspera con el
pulido de espejo del piso de duela de Los Pinos. Los acomodaron formando un
rectángulo alrededor del templete, de manera que quedó un vacío como una
laguna al centro del salón que los mantuvo alejados de los representantes del
gobierno. Cada padre sujetaba el cartel plasti cado con la imagen en blanco y
negro del rostro de su hijo desaparecido.
Cuando el primero de los funcionarios tomó la palabra, Bernardo debió bajar
el cartel con la foto de su hijo José Ángel para apoyar los codos sobre sus rodillas
y aguzar el oído. Había perdido un buen porcentaje de la audición por la
diabetes.
A su lado, como casi siempre, estaba Damián Rosa. Un Willem Dafoe
mixteco. Damián había perdido un mechón de cabello detrás de la oreja derecha
desde la desaparición de su hijo Felipe. Ese día llevaba el cartel con el rostro de su
hijo bien sujeto por una vara de madera como un pendón horizontal. Damián
comprendía casi tan poco como Bernardo las palabras de los funcionarios. La
lengua de Damián, como la de otros de los padres y madres, no es el español. A
ninguna de las autoridades que los recibieron ese día en Los Pinos pareció
importarles. Para la recepción en la residencia o cial, Damián se vio obligado a
vestir unos incómodos pantalones y a abandonar el cotón tradicional de su
pueblo. Eran unos pantalones de lona marrón obtenidos entre las primeras
donaciones ciudadanas que llegaron a Ayotzinapa. Como Damián Rosa, casi
ninguno de los padres de los muchachos desaparecidos había estado antes en la
capital del país.
Peña Nieto. Lo escucharon hablar. Examinaron lo prolijo de su apariencia, lo
impersonal y maquinal de sus movimientos, así como su retórica vacía. Eran, a
n de cuentas, hombres y mujeres del campo acostumbrados al trato claro y sin
ambages. A muchos de los padres y madres de los desaparecidos, Peña Nieto no
les suscitó nada más que una mezcla de contrariedad y escepticismo. Se miraron
entre ellos, desencantados. Sacudieron las cabezas. Algunos cuchichearon. ¿Era
ése el presidente de México?
Murillo Karam, cabeza calva y manchada como un mapamundi, los pocos
cabellos y las cejas ennegrecidas de manera vulgar con tinte, era el más viejo de
los miembros del partido o cialista reunidos ahí. El procurador General de la
República estaba sentado a la izquierda de Peña Nieto. Entrecerraba los ojos sin
conseguir simular el sueño. No en vano la frase por la que la historia lo
recordaría iba a ser «Ya me cansé».
Varios de los padres y su representante legal intuían, sin equivocarse, que el
montaje de esa tarde sería más un acto protocolario destinado a la simulación
política que un diálogo neto. Las expresiones en los semblantes de los padres de
familia se fueron tornando amargas, desesperadas.
En la la de sillas de enfrente, Emiliano Navarrete, el más joven de los
padres, aprehendía muy despierto cada detalle, cada movimiento de los hombres
de traje. El rostro cetrino y severo por el recio trabajo de toda una vida como
indocumentado en los Estados Unidos. Nariz pequeña pero aquilina, el ceño
eternamente fruncido como el golpe de un hacha. Emiliano daba la impresión de
haber vivido al menos una década más.
No vengo a pedirle un favor, le dijo Emiliano a Peña Nieto cuando llegó su
turno. Vengo a exigirle, como mexicano que soy, que responda por qué
acribillaron a nuestros hijos. Mi hijo no está desaparecido. Fue raptado por
uniformados del Estado.
A diferencia de Bernardo Campos, Emiliano jamás se quitó la gorra de
beisbol con el logotipo de Abercrombie y la visera raída delante del presidente.
Era la misma gorra con la que solía cubrirse del sol mientras podaba pasto en la
yarda en Los Ángeles o durante el trabajo de construcción en Atlanta. La misma
que usó después para lavar platos durante largas jornadas en el restaurante
Hipolito’s, también en Georgia.
El año en que perdió a su hijo Pepe, de diecisiete años de edad, Emiliano
acababa de cumplir treinta y nueve.
Cuando tocó el tiempo de hablar para alguno de los convocados entre la
sociedad civil, el escritor Javier Sicilia tomó el micrófono. Sicilia rompió con el
orden y el formulismo estéril que imponía el protocolo administrativo. Su
demanda era compartida, pero nadie en esa reunión con burócratas más
embebidos a ratos en las pantallas de sus celulares que en las víctimas, se había
atrevido a enunciarla.
Dejen hablar a las familias de su dolor, chingada madre.
Sicilia azotó el micrófono contra la duela, provocando un estruendo que
resonó en los muros del salón Manuel Ávila Camacho y que se transformó
después en un chillido viciado de bocinas. Sólo entonces los funcionarios
levantaron la cara de las pantallas.
**
¿Qué es lo que quieren?, dijo Peña Nieto apretando los dientes en algo que
pretendía ser una sonrisa cuando tocó su turno. Yo estoy dispuesto a darles lo
que ustedes me pidan.
Hasta entonces, la visión y el trato que le merecían a Mario González los
gobernantes había sido de un respeto casi axiomático. Una opinión muy distinta
a la que comenzaba a formarse ahora que los veía a la cara, en toda su fastuosidad
displicente.
Mario jamás había hablado en público.
A pesar de encontrarse a escasos metros de distancia, Peña Nieto no se dignó
a mirar al soldador Mario González a los ojos. Tomaba o ngía tomar apuntes en
un cartapacio.
Tímido, indeciso, la voz ronca, Mario se levantó de la silla con su poca
estatura, el cartel con el rostro de César Manuel en una mano y un pulgar
nervioso de la otra enganchado a una trabilla del cinturón.
Sus palabras tardaron en salir.
Lo único que queremos son a nuestros 43 hijos desaparecidos, dijo Mario.
Las miradas se concentraron en él. Los demás padres asintieron.
Ante la ausencia de teleprómpter, Peña Nieto, antes de responder, aguardó a
que uno de sus asesores le hiciera llegar una de tantas chas de papel que le había
estado pasando toda la tarde.
El presidente se aclaró la garganta, leyó la tarjeta y, sin dirigirle la mirada a
Mario ni a ningún otro de los padres y madres de familia, respondió como si
dijera un salmo.
Eso no se lo puedo dar, dijo. Pero ya los están buscando.
Se levantaron algunos murmullos. Después los funcionarios y el resto de los
padres se quedaron en silencio. La concurrencia creyó que ahí terminaría la
ronda de intervenciones. Pero Mario no se quedó callado.
Volvió a utilizar el micrófono, ese animal extraño como un reptil de cabeza
escamada que pesaba entre sus manos y que reaccionaba de modos impredecibles
al efecto su voz. Esta vez fue más contundente.
Una voz clara, hasta entonces desconocida para él mismo, salió de su
garganta como un puño a la cara de su interlocutor.
¿Y quién los está buscando?, dijo Mario.
¿Perdón?, dijo Peña Nieto.
¿Quién está buscando a nuestros hijos?
Peña Nieto respondió de nuevo sin mirarlo, buscando ayuda entre sus
tarjetas informativas como en un naipe ordenado al azar. Un trámite.
Pues… Obviamente la Gendarmería, las distintas policías…, dijo.
Pero cómo va a ser posible que los esté buscando la policía, dijo Mario con el
rostro congestionado. ¡Si la policía se los llevó!
La voz de Mario se volvió casi un grito de indignación que todos en el recinto
oyeron con claridad, como si alguien hubiera dejado caer una pesada losa en el
epicentro del salón y el agujero resultante ejerciera sobre ellos un centro de
gravedad.
¿Quién se llevó a nuestros hijos?, gritó uno de los padres entre la multitud.
¡La policía!, respondieron los demás al unísono.
¿Quién se llevó a nuestros hijos?
¡El Estado mexicano!
Al escuchar las consignas, el procurador Murillo Karam dio una cabezada y
volvió a abrir los ojos.
Habituado a repetir las líneas que le dicta un teleprómpter en los eventos
públicos, incapaz de reaccionar a lo inesperado y con nulo margen imaginativo
para la improvisación, Peña Nieto se quedó sin palabras.
Después de las consignas grupales que despertó el reclamo de Mario
González a Peña Nieto, en el amplio salón Manuel Ávila Camacho de Los Pinos
no se escuchó un solo ruido.
Al nalizar el encuentro, los hombres de traje se levantaron de sus asientos
con cuidado de no arrugar sus sacos, en algo que se asemejaba a una insultante
coreografía de la indolencia. Los representantes de los padres esperaban que,
antes de irse, Enrique Peña Nieto rmara un compromiso para dar con el
paradero de los muchachos. Pero eso jamás fue considerado por él ni por su
gente. El colectivo de padres y sus representantes legales obligaron dos horas más
tarde a que Peña Nieto, Osorio Chong y Murillo Karam volvieran al salón para
rmar una minuta con los diez puntos acordados ese día.
Las palabras y las rmas se quedaron en el aire.
Los padres de los desparecidos volvieron a Guerrero con bastantes más
incertidumbres que respuestas.
Ese día, sin embargo, como un Demóstenes obligado a gritar frente a las olas
para hacerse oír, Mario González dejó atrás su temor a hablar en público y se
convirtió en uno de los principales oradores del movimiento.
**
El 26 de diciembre siguiente, en un lujoso campo de golf de Punta Mita, Nayarit,
un padre de familia juega los dieciocho hoyos relajado y sonriente. Posa para las
cámaras de la gente que lo reconoce. Luce un bronceado renovado. Él mismo
conduce el carrito eléctrico por un pasto bien acicalado, húmedo y fragante. Es
un día estupendo.
Frena muy cerca del green, se toca la visera de la gorra que lo cubre del
intenso sol y se acomoda los guantes blancos de na piel de cabretta italiana. El
caddy le acerca el putter de hierro que dará n a una reñida partida.
Ha sido un día difícil para Enrique Peña Nieto, sin duda. Pero lo ha
conseguido. El tiro es impecable, con una técnica perfecta. La bola entra en el
último hoyo sin siquiera buchaquear. Sonríe satisfecho, mostrando unos dientes
blancos y cuadrados que resaltan por contraste con su bronceado recién
adquirido.
Apenas a una centena de kilómetros de distancia, los otros padres, los que
han perdido a sus hijos, se mantienen aguantando el frío, la lluvia y el terrible
cansancio en un plantón a la intemperie en las afueras de Los Pinos, donde aquel
que debería estar allí para atender sus demandas hace días que se desentendió
para irse a practicar su swing.
Ninguno de estos otros padres sabe muy bien lo que es el golf. Los únicos
campos que han conocido son aquellos donde a las 5:00 de la mañana ya se
encuentran barbechando para ganarse la vida. Tampoco volverán a tener noticia
de tal cosa como unas vacaciones, si es que alguna vez la tuvieron. Han
renunciado a la Navidad u otro tipo de celebración hasta no volver a ver con vida
a sus hijos.
Así que la Navidad en la Escuela Normal de Ayotzinapa, a no ser por la
repartición de «aguinaldos» con dulces y frutas para los hermanos más pequeños
y los hijos de los 43 desaparecidos, junto con algunas piñatas traídas por los
activistas, no tiene lugar.
Peña Nieto…, dice Mario mirando al vacío, los ojos hinchados por el
insomnio.
Sacude la cabeza y arruga la cara como si mordiera un limón.
Mario no habla de él con resentimiento. Tampoco con el desprecio que
cualquier otro en su lugar podría guardarle después de esos meses de negligencia
y cinismo. Hay incluso cierta conmiseración en las palabras del soldador
tlaxcalteco a quien el dolor lo ha vuelto más sabio y más ecuánime que aquél a
quien se re ere.
Qué se puede esperar de alguien al que le pasan papelitos para hablar, dice
Mario.
Una parvada de zanates cruza ruidosa por debajo de la lámina metálica que
protege la cancha de basquetbol de la Escuela Normal antes de irse a posar en un
árbol de los alrededores.
Peña Nieto…
Mario González alza la barbilla, da una última fumada a su quinto o sexto
cigarro de la mañana entre los dedos quemados por la soldadura eléctrica y, antes
de sofocarlo en el suelo, dice:
Ese hombre no tiene corazón.
EL INFIERNO
La primera versión sobre los desaparecidos y caídos de la noche del 26 de
septiembre y la madrugada del 27 anunciaba que Bernardo Flores Alcaraz había
muerto. Así lo creyeron también sus padres, que de inmediato se trasladaron
desde San Juan de las Flores, el pueblo cercano a Atoyac en el que residían, al
municipio de Tixtla, Guerrero, donde se encuentra la Normal Rural de
Ayotzinapa.
La versión del deceso de Bernardo Flores se basaba exclusivamente en el
hallazgo de su credencial de estudiante, encontrada junto al autobús Estrella de
Oro 1568 del que fueron bajados por la fuerza y desaparecidos casi una treintena
de sus compañeros normalistas.
Las primeras imágenes que circularon en la prensa local mostraban la
identi cación de Bernardo Flores, alumno de segundo año, entre un gran charco
de sangre.
Bernardo fue llevado a golpes y con vida por la Policía Municipal de Iguala
junto al resto de los casi treinta estudiantes de su autobús. El último que supo de
él fue su compañero de segundo grado, Ricardo López, el único testimonio entre
los muchachos desaparecidos del Estrella de Oro 1568.
Ricardo, de la segunda academia, se había desangrado hasta perder la
conciencia al lado de Bernardo, luego de recibir un impacto de bala que le
destrozó el antebrazo derecho. La sangre entre la que hallaron la identi cación
de Bernardo era la suya.
**
Bernardo Flores Alcaraz tuvo la mala fortuna de estar en el lugar menos
ventajoso y en el momento menos indicado cuando el personaje del Cochiloco
hizo su aparición en la pantalla delante del grueso de sus compañeros de
generación y con él frente al grupo. Fue lo que marcó su suerte para siempre.
En el círculo de estudios donde acostumbran reunirse los normalistas para
discutir temas políticos y sociales, los estudiantes del Comité de Orientación
Política e Ideológica proyectaron una noche la película El infierno. La sátira
sanguinaria sobre la violenta situación en México a raíz de la llamada «guerra
contra el narcotrá co» formaba parte de un ciclo de películas críticas al régimen
que los muchachos veían en grupo para luego debatir.
Cuando el personaje del narcotra cante rudo, cínico, corpulento y
malencarado apodado el Cochiloco apareció en escena, con su caminar de galeón
y su voz cavernosa, el grupo entero dejó de prestar atención a la pantalla, como si
se hubiera puesto de acuerdo. Desde sus butacas voltearon a mirar a su
compañero Bernardo con los ojos bien abiertos.
¿Qué?, dijo Bernardo sumido de hombros entre las sombras y los re ejos del
proyector.
El personaje de El infierno y él eran idénticos.
No hizo falta que dijeran una palabra. Los muchachos del grupo rompieron
en carcajadas.
Había nacido el Cochiloco.
**
Bernardo Flores, el Cochiloco, tiene veintiún años de edad. Hasta el día de su
desaparición con el grupo de 43 normalistas durante la actividad de lucha que
tenía a su cargo, Bernardo era un estudiante destacado de segundo grado y
miembro del Comité de la Normal de Ayotzinapa. Aunque por su aspecto físico
aparentara más edad, Bernardo no era más grande que la mayoría de los
muchachos de recién ingreso. Sin embargo, debía darse a respetar durante las
actividades que le tocaba coordinar dentro y fuera de la escuela, incluso por sus
mayores. Bernardo había sido elegido hacía unas semanas por el Comité de
estudiantes como el responsable de la llamada Cartera de Lucha. Hijo de una
profesora rural, alumno dedicado desde la infancia y miembro de las escoltas a la
bandera de cada escuela que había pisado, Bernardo estaba orgulloso de su
nombramiento.
Lo único que lo frustraba de su nuevo papel dentro del Comité estudiantil
era no poder usar sus zapatos favoritos: unos tenis Converse blancos de bota con
los que jugaba basquetbol desde la preparatoria. Entre los miembros del Comité,
los zapatos deportivos y los huaraches estaban estrictamente prohibidos.
**
Entre el 18 y 20 de septiembre tuvo lugar una reunión nacional de la Federación
de Estudiantes Campesinos Socialistas de México, FECSM, en la Normal Rural
Femenil de Amilcingo, Morelos. Allí, el Consejo Estudiantil Ricardo Flores
Magón decidió que la Normal de Ayotzinapa fuera la comisionada para
organizar la marcha del 2 de octubre de 2014 en el DF, para conmemorar un
aniversario más de la matanza de estudiantes en Tlatelolco en 1968. Los
representantes de las 16 normales rurales que conforman la FECSM llegaron al
acuerdo de que se requerirían veinticinco autobuses para transportar a todos los
miembros de la federación hasta la Ciudad de México. El único inconveniente
era el tiempo. El Comité de Ayotzinapa debía reunir veinticinco camiones de
pasajeros en dos semanas. Los representantes del Comité consideraron
demasiado apretado el plazo. Aun así, actuarían contrarreloj para llevar a cabo su
asignatura.
Bernardo Flores, el nuevo titular de la Cartera de Lucha, recibió la
noti cación el domingo 21 de septiembre. El martes siguiente por la madrugada
tenía programado salir a la Costa Chica a realizar prácticas profesionales con los
demás alumnos de la segunda academia, por lo que él y sus compañeros se vieron
orillados a llevar a cabo la actividad el lunes siguiente.
Fue así como un grupo de estudiantes acompañó a Bernardo el lunes 22 a
Chilpancingo, a unos veinte minutos de viaje de Ayotzinapa, con la intención de
tomar algunos autobuses de pasajeros en las afueras de la terminal de la línea
Estrella de Oro, a la entrada de la ciudad por la carretera a Cuernavaca. Más de
diez de ellos abordaron una de las furgonetas Nissan Urvan propiedad de la
escuela. El plan era detener las unidades, hablar con los choferes, vaciar el pasaje
y volver con los vehículos y operadores a la Normal. Cuando la marcha nacional
concluyera, los camiones serían devueltos con una «carta de liberación», tal como
hacían siempre.
A decir de los estudiantes, durante las charlas previas a la actividad,
Chilpancingo estaba «muy caliente». Ya no era sólo Ayotzinapa quien ejecutaba
este tipo de acciones directas para hacerse oír por los gobiernos cada vez menos
tolerantes ante la desobediencia civil, sino que todas las Normales del estado se
habían apropiado de estas mismas prácticas para presionar el diálogo con las
autoridades. La policía de todos los niveles endureció sus métodos y su
intolerancia, incluida la Policía Federal, después de esa toma de autobuses del 22
de septiembre. El grado de riesgo para los normalistas era cada vez mayor.
Existían antecedentes en el pasado inmediato de casos de brutalidad policial
ejercidos contra ellos, incluidos los asesinatos extrajudiciales de varios
normalistas.
No se equivocaron. Ese lunes, los estudiantes se encontraron con que un
numeroso grupo de antimotines ya los aguardaba en Chilpancingo. La comisión
de alumnos de segundo grado que envió la Normal a Chilpancingo era poco
numerosa. Pero dio la casualidad de que los estudiantes de la academia de tercer
grado estaban en la ciudad. Habían ido a recoger material de texto para realizar
sus planeaciones semestrales. Bernardo, como líder de la Cartera de Lucha, les
llamó para pedir apoyo. Allí estaban, los muchachos de segundo, encapuchados,
sucios, sudorosos y con sus playeras de lucha, lidiando con el calor de
Chilpancingo y el acoso de la policía, cuando arribó el contingente de tercer
grado, un buen número, con sus uniformes formales, camisas bien planchadas y
los zapatos perfectamente boleados. A pesar de lo urgente de la situación, hubo
risas en cuanto los muchachos de ambos grupos se reconocieron.
Ese día obtuvieron dos autobuses Estrella de Oro.
Para el martes 23, la Policía Federal duplicó el patrullaje de los alrededores de
la terminal de autobuses de Chilpancingo. En vista del operativo, ese día los
estudiantes convinieron que era mejor opción replegarse a Ayotzinapa con las
manos vacías para intentarlo más tarde. El día 24 tampoco consiguieron nada.
El tiempo apremiaba y aún no tenían un solo camión para completar el
encargo de la FECSM.
Bernardo era uno de los que se sentían más presionados por ese hecho.
Durante la semana de observaciones con los niños de primaria en la Costa
Chica y las prácticas docentes, los normalistas de segundo grado estuvieron
intranquilos. No pensaban sino en regresar el jueves de esa misma semana para
auxiliar en la recolección de autobuses en la que seguían insistiendo sus demás
compañeros. Cuando volvieron, unos días después, el resto de las bases de las
otras academias había reunido ocho camiones.
Por norma, los operativos de los estudiantes para decomisar un autobús de
pasajeros tienen lugar a las entradas de las ciudades y en las cercanías de las
terminales. Cuando ocurren en Chilpancingo, las llamadas «tomas» de unidades
ocurren casi siempre en el extremo de la Autopista del Sol, proveniente de
Cuernavaca, donde el trá co es más lento y concurrido. Una comisión de
normalistas detiene el autobús, imponiéndose sobre la cinta asfáltica de manera
visible. Los operadores, habituados y conocedores de este tipo de actividades
entre los normalistas, tanto como los directivos de sus empresas, ralentizan la
marcha y los muchachos les piden que abran la puerta del vehículo. Suben a
dialogar con ellos. Se identi can y piden su apoyo para el movimiento
estudiantil. Lo mismo con el pasaje. Apelan a su causa para obtener
comprensión. En muchas ocasiones los estudiantes reciben tortas, refrescos e
incluso dinero de parte de los pasajeros. Pero no falta quien proteste, quien los
confunda con delincuentes o quien, en casos extremos que también han
ocurrido, caiga en un ataque de pánico.
Con los choferes, en cambio, nunca se sabe. Pueden mostrarse empáticos con
la lucha estudiantil y acceder de inmediato. Entre sus colegas es conocida lo que
en su jerga llaman la Beca Ayotzinapa. O la estancia en las Playas de Ayotzinapa.
Es decir, una temporada de reposo en chancletas y bermudas a lo largo de la cual
la mayor actividad es jugar basquetbol o futbol en las canchas de la Normal y
chapotear en la alberca; su unidad descansando en el estacionamiento.
Alimentos, hospedaje y un estipendio pagado por los boteos de los estudiantes
en las carreteras. Muchos operadores aceptan felices de la vida, y no faltan los
que se niegan a volver a la rutina cuando su unidad ya no es requerida. Aunque
más tarde declaren en público que fueron maltratados y privados de su libertad,
para evitar ser considerados cómplices por sus compañías que, por otra parte,
están perfectamente al tanto y tienen acuerdos con la Normal para esos casos. Al
nal, cuando la unidad es devuelta, la Normal les entrega a los operadores lo que
ellos llaman una «carta de liberación» dirigida a la empresa.
Pero otros, los operadores más duros, se muestran reacios y pueden
reaccionar de maneras impredecibles. Los normalistas han pasado de todo con
estos últimos. Desde el enfrentamiento verbal, hasta un cerrón de puerta del
autobús en la nariz o un arrancón con ellos delante del vehículo.
Cuando un pequeño grupo de estudiantes aborda la cabina con el chofer, le
ordenan que no ingrese a la central de Chilpancingo como normalmente haría,
sino que se detenga bajo el puente que está unos metros detrás. Allí hacen
descender a todo el pasaje con su equipaje y, una vez vacío el autobús, le dan las
indicaciones al conductor para que tome la ruta de la carretera a Tixtla. Es
entonces cuando comienza el mayor de los apuros para los estudiantes: el acoso y
la persecución de la policía.
La noche del 25 de septiembre de 2014, las bases de la Normal de
Ayotzinapa colmaron las incómodas sillas naranjas de madera del auditorio de la
escuela. Había muchachos sentados sobre los pasillos laterales, en los alféizares
de los ventanales de arco y un montón más apretujados en la puerta, los perros
acostados entre sus pies. No faltaba nadie, era la base entera, tal como sucedía
cuando tocaba elegir un nuevo Comité y pasaban ahí reunidos la noche y la
madrugada en vela. Se reunieron para hallar de una vez por todas una solución al
problema del asedio de la policía en Chilpancingo en la última semana. De ese
lado no habría futuro. Irían más lejos esta vez, al otro lado del mapa, hacia el
norte, donde, creían, las cosas con la policía no serían la mayor de las
di cultades. La meta era el crucero de carreteras de Huitzuco, un pueblo cercano
a Iguala que se halla a ciento treinta y siete kilómetros de distancia de Tixtla,
menos de dos horas de viaje desde la Normal. Allí el trá co era denso y lento.
Las bases de las cuatro academias aceptaron llevar a cabo la actividad para el día
siguiente. La reunión se levantó esa noche con el acuerdo.
**
Lo que más odia Bernardo Flores en la vida son las labores del campo.
El padre de Bernardo, un campesino de la Costa Grande de Guerrero,
comparte su mismo nombre, pero poco más que eso. A pesar de ser alto, de
espaldas anchas y piernas escuálidas como él, hay pocas cosas que Bernardo
detestara más que trabajar la tierra como su padre. Aunque en San Juan de las
Flores se dan muy bien el mamey, el café y la ciruela Guinea, la siembra de maíz
de riego y de temporal, así como la cosecha de frijol, para él, esa abundancia se
traducía en una tortura.
Por las tardes Bernardo volvía a su casa, la espalda adolorida, y le juraba a su
madre Isabel que él sí estudiaría. Sería profesor como ella para no tener que
pasar una vida entera dedicada al suplicio al que su padre se había consagrado
por unos pocos pesos.
Su madre, la profesora Isabel Alcaraz, tenía veinticinco años de servicio en la
primaria rural. Había decidido abandonar desde joven su natal Tixtla para
estudiar en la Normal Manuel Altamirano de la capital del país. Fue ella, antes
que su padre, el ejemplo a seguir para Bernardo, el hijo con el que más cercanía
tuvo.
Cuando Bernardo era niño, él e Isabel pasaban juntos las noches en la mesa
del comedor haciendo planas con las vocales y las consonantes, bajo la luz
amarillenta del único foco. Bernardo era paciente y dedicado. A diferencia de las
campesinas, no renegaba de las tareas intelectuales que le encargaba su madre.
Las disfrutaba.
La profesora Isabel había comprado en abonos mensuales de un año una
Enciclopedia General de doce tomos y la Cajita Mágica de Inglés de Disney.
Bernardo y ella pasaban buen tiempo hojeándolas por placer o investigando
temas de su interés. Bernardo aprendió a escribir y a leer mucho antes de entrar a
la primaria.
Bernardo egresó de la Preparatoria Popular de su natal San Juan de las
Flores. Por ser uno de los cinco mejores promedios de la escuela, era el sargento
de la escolta. También era uno de los más disciplinados. Al graduarse, sin
embargo, no soportó más que un año trabajando con su padre en el cultivo antes
de tomar la decisión de rebelarse e inscribirse en Ayotzinapa. Su propósito de
vida no podía ser más claro. Iba a ser profesor como su madre, como sus tías,
como sus abuelos maternos.
Sólo con esfuerzo se obtiene el dinero, decía su padre cuando lo veía padecer
los estragos del trabajo físico, a sabiendas de que Bernardo prefería estar con la
nariz metida en la enciclopedia.
No hay caminos cortos, ni formas fáciles, volvía a decir su padre, receloso de
las horas que pasaba Bernardo entre esos objetos dignos de descon anza que
para él eran los libros.
Pero el esfuerzo extenuante de preparar la tierra no pagaba para Bernardo
sino ampollas en las manos y un dolor de brazos y de cintura que no se iban con
nada.
Papá, dijo Bernardo a los dieciocho años.
Su padre dejó el arado y volteó a mirarlo por debajo del ala del sombrero de
palma.
¿No te da coraje?
¿De qué hablas?
Nos partimos el lomo todo el día por nada.
No entiendo, dijo su padre limpiándose el sudor con el antebrazo.
Regalas tu cosecha por muy poco.
Es lo que hay.
No me parece justo.
Esta vez su padre arrugó la frente y se quitó el sombrero.
Así ha sido siempre y así seguirá siendo, dijo. Es lo que hacía mi padre y su
padre antes que él. Esta tierra es la que nos dio un hogar.
No debería ser así, dijo Bernardo. Tu trabajo vale mucho más que unos
pesos. Las cosas deberían cambiar en este país.
Su padre pestañeó un momento y luego escupió a la tierra.
Bernardo.
¿Qué?
¿Entonces piensas quedarte ahí parado todo el día?
Estoy cansado, pa, dijo Bernardo poniéndose en cuclillas, el machete hincado
en la tierra fértil.
Bernardo.
¿Qué?
Ni siquiera hemos empezado.
**
Un cuerpo digno de recibir el sobrenombre de un personaje de cción colosal
debe ser bien alimentado. A Bernardo Flores, el Cochiloco, como poquísimas
cosas en esta vida, le gustaba comer bien.
Su madre, Isabel, no escatimó esfuerzos para ver crecer fuerte y saludable a
su retoño. Por ejemplo, no era necesario que ocurriera una fecha especial para
que le cocinara al consentido de sus hijos una cacerola entera de pollo ranchero
acompañada de una guarnición generosa de papas y verduras. El tiempo que
Isabel demoraba en preparar la mezcla de especias para marinar el pollo antes de
cocinarlo era mínimo en comparación con los segundos que le tomaba a
Bernardo, su Nandito, hacerlo desaparecer de la mesa. Cuando sus hijos Pedro y
Oddette llegaban a comer, alcanzaban sólo a rebañar la cacerola con una tortilla
y, con suerte, a mordisquear un muslo o un ala. Isabel, la cara redonda y colorada
como la de Bernardo, los mismos ojos de color avellana translúcidos, le dedicaba
una mirada amorosa a su niño.
 
**
El 26 de septiembre, los muchachos del Comité encargados de tomar los
veinticinco autobuses que les requería la FECSM llegaron a pensar que no
tendrían actividad. Era alrededor de las 17:00 horas y todo transcurría con
tranquilidad en la escuela. Muchos de los alumnos de segundo grado habían
terminado de comer y se recluyeron enseguida en sus dormitorios para terminar
las planeaciones de trabajo que debían entregar pronto. Justo eso hacía Acapulco,
alumno de la segunda academia, cuando fue visitado por su compañero Bernardo
Flores, el Cochiloco.
Bernardo tocó a la puerta con los nudillos. No había necesidad. Estaba
abierta. Bernardo era tan grande y ancho que la estrecha abertura del dormitorio
le quedaba justa. Se veía ansioso. Acapulco estaba recostado sobre su colchoneta,
la libreta y una pluma a un lado.
Oye, paisa, dijo Bernardo. ¿Estás muy ocupado?
Acapulco estiró los brazos y se cruzó de piernas. Emitió un bostezo.
¿No ves, Cochi?, dijo. Ocupadísimo.
Acompáñame a una toma de unidad al crucero Huitzuco, paisa.
Uy, no.
Ándale, cabrón.
No sé, Cochi.
Nos faltan un chingo de camiones y ya casi no hay tiempo, dijo Bernardo.
Deja la tarea, yo te ayudo a hacer la planeación cuando volvamos.
Va, dijo Acapulco poniéndose de pie y frotándose las manos.
Acapulco traía la chamarra roja con el emblema de la tortuga de la Normal.
Se puso de pie y se cambió de ropa. Una playera extra sobre la que ya traía
puesta para embozarse el rostro durante la actividad en caso de que apareciera la
policía.
En el exterior, en los pasillos de los dormitorios de segundo año, Acapulco
llamó a un amigo de tercer grado. Era Güicho, el delegado del Comité. Güicho
ya le había avisado a Acapulco que si salían ese día a actividad de lucha lo
llamaran. Güicho era de los que siempre iban adelante en esas actividades, uno
de los más participativos y con mayor liderazgo. Poco tiempo antes le había
confesado a Acapulco que temía que las cosas se pusieran feas con las tomas de
autobuses por el reciente acoso policial. No quería dejar ir solos a los de primer
grado. A pesar de sus diecinueve años de edad, Güicho tenía ya uno y medio de
experiencia en la lucha dentro de Ayotzinapa.
No se agüite, Cochi, le dijo Güicho a Bernardo con su voz rasposa de la
costa, y le palmeó la espalda. Aquí estamos para hacerle el paro.
Bernardo, por primera vez en mucho tiempo, sonrió.
Güicho, Acapulco y Bernardo cruzaron la cancha alambrada de voleibol,
pasaron la cooperativa donde aún comían y charlaban ociosamente varios de los
choferes que no irían a la actividad. Los saludaron de lejos. Doblaron a mano
izquierda y se dirigieron por el pasillo de concreto destechado que asciende hasta
el estacionamiento contiguo al comedor colectivo, donde Bernardo ya había
solicitado a la Cartera de Transporte que se alistara un primer autobús Estrella
de Oro con su respectivo operador.
Como la mayoría de los estudiantes que no eran de recién ingreso acababan
de comer y se habían resguardado en sus dormitorios como animales territoriales
en sus madrigueras, Bernardo no encontró en el trayecto a más amigos que
pudieran echarle una mano. En el estacionamiento de terracería sacó su celular,
donde tenía la foto de su novia Nancy como salvapantalla, y marcó a algunos de
sus conocidos que sabía que estaban en sus cuartos y que no se rehusarían.
Hazme el paro, dijo por teléfono en repetidas ocasiones. Urgen esos
camiones antes del día 2. No nos tardamos nada.
Fue así como alrededor de Bernardo se reunieron un delegado, un miembro
del Club de Orientación Política e Ideológica (conocido por sus siglas como
COPIS), un encargado de módulos de producción, el encargado de Orden, a quien
llamaban el Fresco, y otros miembros del Comité como Maganda y Ricardo
López, titulares de carteras que por lo común no asistían a actividades por estar
encargados de sus respectivas ocupaciones. A este último Bernardo lo llamó para
pedirle el favor especial. Ricardo se hallaba en Chilpancingo comprando material
para una clase. Volvió de inmediato a Ayotzinapa y ya no se separó de Bernardo.
Entre los congregados por Bernardo estaba el Chane, un alumno de tercero
que había ocupado la Cartera de Lucha en el ciclo lectivo anterior. Como favor
especial, y ante la visible preocupación del Cochiloco, su inexperimentado
sucesor, Chane, había accedido a echarle una mano.
Eran cinco de segundo grado más dos de tercero, Chane y el Güero Vasca.
Abordarían para cuidar los camiones con las decenas de alumnos de nuevo
ingreso que se iniciaban en ese tipo de actividades.
La verdad es que estaban aburridos.
Así se lo dijeron a Bernardo más adelante, a bordo del autobús Estrella de
Oro y entre risas. Estaban aburridos y por eso aceptaron ayudarlo. Y en parte fue
cierto. La tarde en la Normal era soporífera. Era tanta la calma y tal el silencio de
ese día que sólo se dejaban oír las aves congregadas en las copas de los árboles, el
zumbido persistente de un panal de avispas cada vez más voluminoso en una de
las esquinas de la lámina de la cancha techada de basquetbol, así como las
guitarras de la rondalla en el edi cio más alto y lejano en la zona de la Normal a
la que llamaban La Gloria. Radios esporádicas en las ventanas abiertas de los
dormitorios de cuarto grado desde donde eran examinados por sus mayores,
indiferentes a todo lo que les atribulaba a las demás academias.
Un espectador hipotético podría haber hecho pasar a Bernardo y Acapulco
por hermanos si los viera de espaldas. Comentaban algo sobre la tortuga de
piedras verdes que los pelones de recién ingreso habían esculpido en la jardinera
del comedor cuando un chicurro negro que ellos confundieron con un zanate de
los que rondaban en esas tierras, se posó sobre ella.
Creyeron que los pelones no llegarían.
Los perros de la Normal que descansaban a la sombra alzaron la nariz.
Poco a poco Bernardo y sus compañeros del Comité vieron cómo iban
con uyendo desde distintos puntos de la Normal las cabezas de los pelones,
relucientes bajo el sol naranja de la tarde, de diferentes estaturas pero cada una
idéntica a la otra. Brazos y piernas llenos de piquetes de chinches de las
colchonetas de sus dormitorios. Aullaban y hablaban mucho. Estaban de muy
buen humor a pesar de venir de trabajar. Algunos caminaban abrazados y otros
más aún cargaban a los hombros picos, rastrillos o palas. Los perros que
advirtieron su llegada fueron a recibirlos con ladridos de gozo y se enredaron
entre sus piernas. Iban vestidos como un pelotón harapiento cuyo uniforme,
paradójicamente, fuera la heterogeneidad y el origen disparatado de sus prendas.
Camisetas sucias y descosidas en los bordes, playeras de futbol, polos a rayas,
polos de todos los colores con logos de marcas pirata, camisetas y sudaderas con
leyendas en inglés que ellos no comprendían, como la de Doriam González
Parral, el más pequeño de todos, un niño que caminaba al lado de su hermano
mayor y en cuya playera azul celeste se leía que él era el «Kayser». Llevaban
puesto todo eso mientras que otros que caminaban levantando el polvo del
estacionamiento llevaban indistintamente camisas vaqueras o camisas formales
que habían usado durante al menos una esta, la graduación de la prepa o en la
iglesia. Camisas todas de dobleces vueltos sordos de tanto plancharlas por sus
madres. Nada más algunos tuvieron tiempo de correr a sus dormitorios a traer
un suéter. Los pantalones eran en su mayoría de mezclilla, las perneras
arremangadas hasta las rodillas para no ensuciarlas al meter los pies en la tierra
que terminaban de arar. Pero también había pantalones deportivos de alguno de
los equipos de sus pueblos, o tomados del uniforme de educación física de la
preparatoria. Y pantalones de rancheros, marrones y de poliéster, heredados de
sus padres o de sus hermanos mayores, igual que los pantalones de vestir
improvisados como ropa de faena que, por no ser los más idóneos, se habían
desgastado en las rodillas. Las gorras y los sombreros estaban prohibidos. En su
lugar, paliacates descoloridos y atados al cuello, a la cabeza o guardados en el
bolsillo roto del pantalón. Unos iban descalzos mientras que otros calzaban
mocasines o zapatos de o cina con hebillas doradas, usados de forma tan
despreocupada como los huaraches más cómodos que mostraban sin pena unas
uñas gruesas y resquebrajadas, como las de los campesinos más viejos.
Ese ejército escandaloso de desarrapados llegaba de distintas zonas de la
Normal a atender el llamado del titular de la Cartera de Lucha como una tribu
de comanches perdida en el tiempo.
Los de segundo y tercero ni siquiera podían distinguirlos. Para ellos los
pelones eran tan iguales como bullangueros. Y no eran pocos. En unos minutos
el estacionamiento en el que aguardaban el primer autobús se fue llenando con
más de cien de ellos. El griterío espabiló al resto de los perros, los más viejos, el
Canelo y la Negra, que dejaron sus escondites a la sombra.
¡Oye, Cochiloco!, gritaron los últimos muchachos de segundo grado que
salían del comedor.
¡Pon orden a esas perras!
Hubo carcajadas.
Willy y el Botas, de segundo año, eran los encargados del Comité en los
módulos de producción, y volvían detrás de los chicos de nuevo ingreso como si
trajeran de vuelta a casa a un rebaño perdido y recién esquilmado.
Bernardo les agradeció con la mano en alto, el semblante serio.
Los de primer año, salvo el grupo A y el A bilingüe, aún no comenzaban
clases después de la semana de prueba. Una parte había estado ocupada desde las
16:00 horas limpiando las tres milpas de la Normal, que estaban algo crecidas.
Allí sembraban maíz, cempasúchil, la or de los muertos que en esa región se da
todo el año, y otro tipo más de or roja a la que llamaban terciopelo. El resto
venía llegando de alimentar a los puercos, de excavar para asentar los postes
alrededor del nuevo cultivo de plátanos o de trabajar en las labores de albañilería
en el estacionamiento principal, donde ese día terminaron de montar todo el
piso. Ese 26 de septiembre y el día anterior, muchos de los pelones pusieron sus
rmas sobre el cemento fresco y lo cubrieron con pliegos de plástico en previsión
de las inminentes lluvias. José Ángel Campos, el de mayor experiencia en
albañilería, tuvo la idea de conservar el recuerdo del trabajo colectivo con el
grabado de una tortuga y la leyenda AYOTZINAPA GENERACIÓN 2014-2018.
Se les veía muy contentos.
**
En marzo de 2014, varias muchachas del Comité de la Normal de
Tamazulápam, en Oaxaca, entre las que se hallaba Nancy, viajaron a Ayotzinapa
para discutir algunos asuntos. Bernardo y Nancy, como representantes de sus
respectivos comités, congeniaron de inmediato. Al terminar la reunión
intercambiaron cuentas de Facebook y un tímido saludo con emojis a través de
WhatsApp. Les costó despedirse, pero lo hicieron con la promesa de escribirse y
encontrarse pronto.
A partir de ese día, Bernardo era el primero de los miembros del comité en
apuntarse para las comisiones que debían viajar a Tamazulápam. Empezaron a
salir. Durante los cinco meses que duró la relación, Bernardo cumplió con
puntualidad cada una de las citas que entabló con Nancy. A diferencia de otros
muchachos de Relaciones Exteriores que tenían una novia por cada Normal
Rural del país, Bernardo sólo tenía ojos para Nancy. Su Nancy.
Bernardo le había prometido viajar a Oaxaca en septiembre de ese año
después de la actividad de Iguala. Fue la única vez que rompió una promesa.
**
En esos momentos, Bernardo solía tener cabeza sólo para Nancy. Era una
presencia que colmaba no sólo el espacio de su mente donde debían habitar cosas
más apremiantes como la logística de las actividades de la Cartera de Lucha, sino
que Nancy se colaba además a espacios tan poco concurridos últimamente como
el corazón del Cochiloco.
Nancy. Había salido con ella. Pero salir, en este caso, no era sino un
eufemismo para lo que realmente habían hecho Nancy y él y para todo lo que
Bernardo sentía por ella. Aunque en realidad no hubieran hecho todavía tanto
como Bernardo deseaba; aunque sintiera por Nancy bastante más de lo que se
permitía reconocer delante de sus compañeros de dormitorio e incluso para sí
mismo.
Bernardo estaba enculado.
Era lo que decían sus compañeros de la segunda academia cuando lo veían
pasar horas escribiéndose con Nancy en el messenger de Facebook o vía
WhatsApp, sonriendo estúpidamente y sin razón aparente durante las clases o
las reuniones del Comité.
El fondo de pantalla del celular de Bernardo era la imagen del rostro
sonriente de Nancy. Lo miraba a todas horas. A veces sus compañeros lo
agarraban por sorpresa, se lo arrebataban y besaban la pantalla para fastidiarlo.
Qué buenos pulmones tiene tu morra, Cochi. Se ve muy saludable.
Era una selfie que Nancy se tomó en Oaxaca para Bernardo y sobre la que ella
había dibujado un corazón rosa. A veces sus compañeros de dormitorio lo
descubrían durmiendo con el celular abrazado.
**
El autobús Estrella de Oro con identi cación 1568 quedó saturado cuando la
carretada de más de noventa muchachos rapados lo abordaron a toda prisa. El
clima esa tarde era templado y algunas nubes empezaban a acumularse en el
cielo, provenientes del Pací co, pero Bernardo sudaba frío para poner orden.
El Estrella de Oro ensayó avanzar unos metros por el pasillo de terracería
que va del estacionamiento posterior hasta el portón de la salida principal
rodeando el edi cio del auditorio y la biblioteca, pero el operador hizo de pronto
un alto.
Me van a chingar la suspensión, dijo moviendo el brazo como una pala para
que abandonaran su camión enseguida. Es a mí al que se lo cobra la empresa.
Bernardo y los otros muchachos del Comité discutieron con el chofer para
saber qué ocurría. Tenían sobrepeso.
Decidieron entonces que los miembros del club de Rondalla y los de la Banda
de Guerra quedaran exentos de participar en la actividad. Bernardo lo consultó
con los otros miembros de Orden. Aún así seguían siendo demasiados. El
encargado de la Cartera de Deportes llegó a solicitar que les dieran permiso a
tres de los pelones que estaban subidos en el autobús. Eran miembros del equipo
de voleibol, de los más altos, entre ellos el que apodaban el Cocho, quien por
nada quería perderse la actividad. Tenían partido a las 18:00 horas en la liga
municipal. Ese día ganó Ayotzinapa.
Todos los pelones restantes debieron repartirse en un segundo autobús que
mandó traer la Cartera de Transporte de la cancha de futbol. Era un Estrella de
Oro con identi cación 1531 de los que habían tomado en esos últimos días.
Ordenaron bajar del primer autobús a los del club de Danza, pero más tarde,
temiendo que hicieran falta muchachos para tomar más camiones, Bernardo los
llamó para que regresaran. Subieron al segundo Estrella de Oro, entre ellos un
aco de nariz a lada al que nombraban Amolonga y que antes de que lo raparan
los de la cuarta academia usaba un peinado mohicano. Él, como sus compañeros
de Danza, creyó que no iría. Tuvieron la tarde libre. El profesor encargado del
taller les había entregado los trajes multicolores de la Danza de los Manueles
para que los lavaran; las máscaras y los botines con clavos en la suela para que los
bolearan. Debían ensayar la Danza de los Chivos, pero no lo hicieron. Estaban
invitados a un pendón en un pueblo cercano en próximos días y tenían que estar
listos los trajes. Aun así, Amolonga y los de Danza subieron a ese segundo
camión.
Alrededor de las 17:30 horas por n salieron los dos autobuses. Tal como
convino la base una noche antes, iban con el objetivo de apropiarse en Huitzuco
de al menos dos unidades más.
Para muchos, ésta era su primera actividad de lucha lejos de la escuela. No
obstante, cincuenta de esos mismos alumnos de nuevo ingreso ya había salido en
un viaje a Jalisco en agosto para apoyar a sus compañeros de la Normal Rural de
Atequiza. Fue el propio Güicho, el delegado del Comité, quien los llevó en esa
ocasión. Quienes lo reconocieron, como su amigo Jorge Aníbal Cruz Mendoza
de primer año, lo saludaron contentos y subieron al segundo camión, donde
había subido él.
Era un grupo de nuevos amigos que compartía no sólo la excitante
experiencia de su primer viaje en conjunto, sino un código fraterno que se había
forjado con base en el esfuerzo y sufrimiento conllevados durante las semanas
que les costó ganarse un sitio en Ayotzinapa de entre cuatrocientos aspirantes.
No era la prosperidad sino la carencia lo que los hermanaba. El suyo era un
código que no era preciso enunciar pero que formaba nexos indestructibles
dentro de esa colectividad. Una colectividad que a su vez fungía como n último,
aquello que le daba sentido y cauce a cada una de sus individualidades
consagradas a conformar algo mayor, algo mucho más grande y sólido. Eran
hermanos por elección y sabían que no volverían a estar solos. Estaban en los
huesos, rapados y colorados por el sol, adoloridos por el trabajo en las parcelas,
desvelados por tantas noches en el círculo de estudio, pero con los ojos y los
dientes blanquísimos por las sonrisas y más unidos que nunca. Todos, sin
excepción, provenían de familias pobres. Algunos de familias rotas. Algunos más
se las habían arreglado siempre solos. Ahora contaban con un gran grupo de
hermanos que jamás les fallaría. Podrían jurarlo a ciegas porque muchas veces se
había puesto a prueba ese lazo, y esas veces resultó irrompible. Es sabido que
cualquier rito en el que no haya derramamiento de sangre es un simple
simulacro. Y el suyo, en cambio, había sido genuino. Era una tribu que había
pasado por un rito de fuego del que no había vuelta a atrás.
El ambiente esa tarde en los dos autobuses Estrella de Oro que partían hacia
Huitzuco era inmejorable. Una esta.
Con todo, a algunos se les notaba inquietos. Alexander Mora Venancio, al
que le decían la Roca por su fama recién ganada, no dejaba de morderse los
dedos. Era alto y fuerte, a tal grado de merecerse el apodo de un luchador de la
WWE. Alrededor de él se procuraron un asiento algunos de sus compañeros de
dormitorio, que jamás se separaban. En ese par de meses se habían consolidado
como uno de los grupos más unidos. En él estaba Jorge Antonio Tizapa
Legideño, a quien empezaban a llamar el Perezoso por quedarse dormido en
cada actividad. Tizapa era tan alto como Alexander, pero ese día iba encorvado
sobre su celular, preguntándole a su ex cómo estaba su hija de año y medio.
Había sido padre a los dieciocho y chofer como Alexander antes de entrar a la
Normal. Tizapa cayó dormido con el celular en las manos.
Mientras tanto, Cutberto Ortiz Ramos, el Komander, otro miembro del
grupo, veía videos y se aprendía los chistes de su nuevo héroe, Polo Polo, en
YouTube. Llevaba un bigote que parecía más un bozo adolescente, y la lengua de
fuera, como cuando se concentraba en resolver un problema de matemáticas, en
las que no daba una.
Del mismo dormitorio iban en los asientos contiguos Moreno, el Chaparro y
el Grande que, quién iba a saberlo, esa noche correría aterrado y extraviado por
las calles de una ciudad desconocida antes de desertar de la escuela.
Todos echaban de menos a sus otros compañeros de dormitorio. Apango y el
Xalpa, Julio César Ramírez Nava, el Fierro, y Daniel Solís Gallardo, el Chino.
Estos últimos se perderían de la diversión por ser parte del club de Banda de
Guerra y por haber ido a donar sangre, respectivamente.
Ni Alexander ni Tizapa, ni el resto, amontonados a esas horas como
salchichas en los dos autobuses, tenían modo de saber que aquellos dos últimos
compañeros de dormitorio, eximidos hasta esas horas de cualquier sobresalto o
tragedia, correrían la peor de las suertes del grupo.
A pesar de su notoria intranquilidad, en torno a Alexander los muchachos se
sentían seguros. Sabían que si se presentaba algún percance, ya fuera con los
muchachos del Comité o con la policía, él estaría allí para protegerlos, como
hacían él y Julio César Ramírez, el Fierro, siempre que los de grados mayores
trataban de meterse con su grupo. Alexander, el Fierro y su grupo eran
respetados incluso por los de cuarto año.
¡Oye, chof!, le gritó desde el pasillo del primer autobús Cutberto Ortiz
Ramos, alias el Komander. ¡No vamos a un velorio! ¡Pon música!
Se oyeron risas.
¡Música!, gritaron otros. ¡Música!
El conductor obedeció.
Una canción de Calibre 50 empezó a sonar a todo volumen en los altavoces
del Estrella de Oro y los muchachos aullaron y aplaudieron.
**
Cuando Bernardo tenía cinco años de edad, nada le costaba más trabajo que usar
zapatos. Los odiaba. Nada que ver con sus Converse blancos con los que jugaba
basquetbol durante la preparatoria y que jamás se quitaba. Isabel sufría durante
el tercer año de kínder para que su hijo dejara puestos los zapatos en su lugar al
menos por una hora. Había perdido la cuenta de cuántos pares había extraviado
o de cuántos zapatos huérfanos le habían sobrevivido.
La maestra de preescolar de Bernardo estaba acostumbrada a verlo descalzo
por todo el salón, las plantas de los pies negras. Aunque lo comentó con Isabel,
su colega, poco a poco la profesora se fue resignando a verlo correr descalzo y sin
calcetines durante las actividades.
Pero ocurrió que la profesora de preescolar amiga de Isabel fue reemplazada
por una nueva. La nueva profesora se llamaba Maité. Maité se cansó de llamarle
la atención al pequeño Bernardo para que se pusiera los zapatos durante las
clases. Eran unos Bubble-Gummers de gamuza marrón y suela de migajón que
terminaban tirados en cualquier lado. Con ninguna de las formas en que se lo
pedía a Bernardo le hacía caso. La maestra Maité mandó llamar a Isabel para
exponerle el caso. Aunque Isabel también le insistió a Bernardo sobre la
importancia de estar calzado durante las clases, cada vez que pasaba por él al
terminar la escuela, ella misma tenía que dedicarse un rato a buscar sin remedio
por todo el salón el par de Bubble-Gummers casi nuevos.
Maité, la nueva profesora, un día ideó una estrategia.
Yordi, ven, dijo Maité.
¿Sí, maestra?
¿Ves a Nandito?, dijo.
Ajá.
Está distraído allá en la esquina con los libros. No trae puestos sus zapatos.
Te voy a pedir un favor.
Sí, maestra.
Toma sus Bubble-Gummers y llévatelos al otro salón.
Yordi pestañeó sin entender.
Dile a la otra maestra que se los encargo hasta que sea la hora de salida.
Yordi tomó indeciso los zapatos de su mejor amigo Bernardo y dudó por un
minuto. Aceptar aquella orden implicaba una gran traición.
Corre, dijo la maestra. Llévatelos antes de que Nandito se dé cuenta.
Sólo entonces Yordi obedeció.
Cuando estuvo de regreso en el salón, Yordi se dedicó a terminar su pintura
como si nada hubiera ocurrido. Lo cierto es que su conciencia no le permitía
concentrarse. El resto del día Bernardo realizó sin contratiempos las actividades
de la clase, jugó con los otros niños durante el recreo y no echó de menos, ni por
un minuto, sus zapatos, esos instrumentos de tortura.
Llegó la hora de la salida. La maestra Maité pidió al grupo que alistara sus
cosas. Bernardo fue el último en hacerlo. Tenía sus crayolas y su mochila listas,
había entregado su pintura a la maestra, pero algo le faltaba. Daba vueltas
angustiado alrededor de su lugar.
¿Se te perdió algo, Nandito?, dijo la profesora.
Bernardo la miró con los ojos acuosos.
Yordi no resistía más. La cara colorada por el esfuerzo. Debió taparse la boca
para no contravenir la orden de la profesora aun a costa de la angustia de su
mejor amigo.
Parece que Nandito perdió sus zapatos, dijo la maestra. Nadie va a irse a su
casa hasta que los encontremos.
Se oyeron reclamos de los niños.
¡Todos a buscar!
A Yordi ese terrible secreto lo as xiaba como una bola de pelo atorada en la
garganta.
Pasaron diez minutos sin que dieran con los Bubble-Gummers. Luego veinte.
Los niños buscaron enfadados en las cajas de plástico y detrás de los estantes
donde guardaban el material didáctico, debajo de la alfombra de foamy en forma
de rompecabezas, entre los libros, y no faltó quien hiciera pasar sus propios
zapatos por los perdidos, ni el que se animara a esculcar en el escritorio de la
profesora con tal de irse a su casa. Nada. Los niños se impacientaban y miraban
con odio al pequeño Bernardo. Estaban cansados y tenían hambre.
Finalmente, la maestra Maité llamó a Bernardo.
Nandito, ¿por qué te niegas a usar zapatos?
Bernardo, mirando al suelo, dijo nada. La verdad es que en su casa jamás los
usaban. Únicamente sandalias. Por qué tenía que cargar él con ellos y encima ser
castigado por no hacerlo. Él era el sargento de la escolta, el mejor promedio del
grupo. No tenían derecho a humillarlo de esa forma.
Si los encontramos voy a tener que pegártelos a los pies con pegamento, dijo
la maestra.
A Bernardo se le aceleró el corazón como un gorrión. ¿Pegamento en sus
pies? Viviría con unos Bubble-Gummers pegados hasta que fuera adulto y sus
dedos se salieran por las puntas como había visto que le pasaba a los hombres-
lobo con la luna llena.
Yordi, desde su lugar, se tapó la cara con las manos al oír el castigo que le
esperaba a su mejor amigo. Era, en parte, su culpa.
Bernardo comenzó a llorar delante del grupo.
Yo me los llevé, gritó Yordi cuando no pudo ver a sufrir más a su amigo. Yo
me los llevé.
A partir de ese día Bernardo jamás volvió a perder unos zapatos.
Más aún: empezó a coleccionarlos.
**
Pasadas las 19:00 horas, los dos autobuses Estrella de Oro provenientes de
Ayotzinapa arribaron uno detrás del otro al crucero de Huitzuco, al cabo de
menos de dos horas de viaje y más de ciento veinte kilómetros de carretera. El
que tenía la identi cación 1568 iba a la cabeza. En él viajaban Bernardo Flores y
sus compañeros de segundo año, junto a la mayoría de los estudiantes de primer
grado ahora desaparecidos.
El cielo aún estaba claro. En los alrededores lo único que podía verse era el
enorme letrero del restaurante La Palma y el paraje de una colonia conocida
como El Rancho del Cura. Los más de noventa normalistas repartidos entre los
dos camiones estiraron el cuello por encima de sus asientos cuando percibieron
que los vehículos bajaban la velocidad. La música dejó de sonar. El silencio que
sobrevino puso hielo a la atmósfera. Aquellos que dormían, como al que
llamaban el Relax, abrieron los ojos. Los que hablaban y reían se quedaron de
repente callados. Incluso el Komander, que había montado un show a mitad del
pasillo con sus chistes, se volvió una tabla. Los cincuenta de ese camión miraron
al frente. La carretera se bifurcaba delante de ellos, Huitzuco hacia el oriente, e
Iguala en línea recta. Lo que sintieron a continuación fue la calma eléctrica y el
silencio desquiciante que preceden o bien a una calma aún mayor o a un
siniestro.
Al lo de la carretera, Bernardo y seis muchachos de los grados superiores
bajaron para reunirse en medio de los dos autobuses con los motores y las luces
preventivas encendidas. Acordaron que, dado que eran tantos, lo óptimo sería
dividirse en dos grupos. El primer autobús, el Estrella de Oro 1568 que
encabezaba Bernardo, iría a botear para recabar fondos hasta la caseta de cobro
de la carretera federal Chilpancingo-Iguala. El segundo, el 1531, donde iban
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  • 4. ÍNDICE Introducción - El tiempo de la rabia LIBRO PRIMERO Ese hombre no tiene corazón El infierno Hermanos El sueño más grande El sobreviviente LIBRO SEGUNDO La noche en que nadie duerme Estrella roja El muchacho que iluminó la noche El rostro de los caídos I El rostro de los caídos II Epílogo Agradecimientos Créditos
  • 5. EL TIEMPO DE LA RABIA En enero de 2015 Rogelio Ortega, gobernador interino del estado de Guerrero tras la destitución del exgobernador Ángel Aguirre, a rmó en una entrevista para Radio Fórmula con Ciro Gómez Leyva que ya tenía «muy localizados» a los anarquistas que acompañaban en la lucha a los padres de los 43 normalistas de Ayotzinapa, desaparecidos desde septiembre de 2014. Según Ortega, eran estos anarquistas los culpables de «realizar un repertorio de violencia focalizada hacia las instituciones». A rmaba que dichos anarquistas provenían de la capital del país y, alguno, de Oaxaca. Era mi segundo mes de estancia en la Normal de Ayotzinapa. Las y los anarquistas con quienes yo convivía allí nada tenían que ver con esa percepción del pensamiento y las acciones libertarias que en la cabeza o cialista de Rogelio Ortega se volvían vandálicas. Extrañado, después de escuchar la entrevista me dirigí al aula de la Normal donde vivían los compañeros y compañeras anarquistas para preguntarles quién era aquel anarquista oaxaqueño al que hacía referencia el gobernador con tanta puntualidad. Quizá lo conozco, pensé. Tal vez algún paisano de Oaxaca, donde vivo desde hace una década. El grupo de muchachos y muchachas dejó lo que estaba haciendo y todos ellos voltearon a mirarme desconcertados. Iban vestidos enteramente de negro. Igual que yo ese día. ¿Quién es el anarquista oaxaqueño?, dije.
  • 6. Pues tú, dijeron al unísono y sin darle mucha importancia. ¡Quién más! ** En otoño de 2014 dejé mi casa y mis pertenencias en Oaxaca y me mudé a vivir a la Normal Rural de Ayotzinapa con solo una mochila al hombro, una libreta y un cambio de ropa. Durante los cuatro meses que duró mi estancia allí, dejé de lado mi vida personal y profesional con la idea de colaborar en la búsqueda y en las actividades de lucha de los familiares de los 43 muchachos desaparecidos en Iguala. Encontrarlos, conocer la verdad y exigir justicia. Dejar una memoria escrita. Ésos eran mis objetivos. En cambio, al paso del tiempo lo que encontré en Ayotzinapa fueron 43 familias que desde entonces conforman algunas de las amistades más aleccionadoras, sinceras y entrañables que he tenido la fortuna de contar. Lo que encontré en Ayotzinapa fueron 43 madres, 43 padres, hermanos, hermanas, primos y primas, tíos y tías, hijos e hijas que se volvieron mi familia. Lo que encontré en Ayotzinapa fue la mayor lección de vida que he recibido. En ese lapso impartí talleres, lavé ollas, limpié los pisos de la Normal, ayudé en la cocina, cargué víveres, recogí la basura, limpié los baños, hice brigadas con las familias, participé en casi todas las marchas de protesta en diferentes ciudades de Guerrero y el DF y me enfrenté al lado de los normalistas y familiares de los 43 normalistas desaparecidos a la violencia ejercida por el gobierno mexicano en distintas formas y en distintos niveles: desde el robo de mis notas personales y mis borradores para este libro por parte de in ltrados del gobierno, el acoso de las policías de todos los órdenes, el encapsulamiento y la golpiza de la Policía Federal en el zócalo de la capital del país al nal de la mega-marcha del 20 de noviembre de 2014, hasta la franca agresión por parte de elementos del Ejército cuando al lado de las familias de los normalistas desparecidos marché en enero hasta las puertas de las instalaciones del 27 Batallón de Infantería en Iguala, el último lugar donde se obtuvo la geolocalización del teléfono celular de Julio César López Patolzin, uno de los 43 estudiantes desaparecidos. **
  • 7. Para Lévinas, la relación entre los seres humanos ocurre a través del rostro del otro. Una construcción, una máscara. Alguien que muere es también un rostro que se convierte en máscara. La expresión se desvanece. Pero no sucede así con el rostro de los desaparecidos. Los rostros de los desaparecidos son un vacío en la realidad. Un duelo suspendido que jamás llega y que se vuelve intolerable. El número 43, los rostros de los 43 estudiantes desaparecidos, no es únicamente el símbolo de uno de los episodios recientes de violencia de Estado más abominables. Se ha convertido en una metáfora que engloba muchos otros episodios traumáticos de violencia colectiva perpetrados por el Estado mexicano. Se ha convertido en una metáfora de la dignidad y de la rabia del pueblo mexicano. A rmo lo siguiente porque lo comprobé de primera mano. Desde septiembre de 2014 se concentra en Ayotzinapa una de las más valiosas reservas morales de México. Estoy convencido de que si dejamos que Ayotzinapa se desvanezca, no sólo lo hará nuestro sentido de la justicia, sino que seremos extirpados de un apéndice donde se está jugando mucho de nuestra provisión más preciada: la dignidad de todo un pueblo. De allí, entre otras cosas, su importancia a un año de lucha. Si olvidamos Ayotzinapa estaremos condenando al país a por lo menos tres sexenios más de terror y a una escalada de nuevos terrores cada vez más hondos. Estaremos condenando al país a décadas de impunidad, cinismo e injusticia dispensadas por una oligarquía que es la única bene ciaria de ese terror que ella misma engendra. Si olvidamos Ayotzinapa permitiremos que la retórica de la llamada guerra contra el narco siga imponiendo su lógica de sangre y muerte, una lógica absurda pero cotidiana donde, además de los crímenes del narco, caben y se justi can cualquier tipo de tropelías por parte del Estado. Una lógica donde las decenas de miles de víctimas son criminalizadas a priori y estigmatizadas con el recurso eufemístico que desarrolló esa misma retórica beligerante para invisibilizarlas: bajas colaterales. Bajas que algún día, si estamos en el lugar equivocado o nos volvemos incómodos para el poder, podríamos ser nosotros mismos o nuestros hijos. Si olvidamos Ayotzinapa estaremos condenando a la generación más joven de México, las más sana y la mejor educada de la historia, a la persecución sistemática y a la aniquilación que está perpetrando en su contra el Estado mexicano.
  • 8. Si olvidamos Ayotzinapa será ese olvido la alarma de nitiva de que como país nos hemos deshumanizado a tal grado que casos de crímenes de lesa humanidad como los que vemos tan a menudo en nuestro entorno ya no nos perturbarán, no nos sorprenderán más, simplemente se sumarán a un nuevo índice de cifras frías e impersonales de desaparecidos, imágenes con rostros anónimos, listas de nombres de asesinados lo mismo por el narco que por las fuerzas del Estado. Si olvidamos Ayotzinapa, si olvidamos ese horror obsceno –en su acepción original, «lo que nunca debió entrar en escena»–, ¿seremos dignos como mexicanos y mexicanas de considerar que conservamos una cuota mínima de humanidad, un mínimo de empatía, un mínimo de valor en nuestros corazones? Los familiares de los 43 muchachos desaparecidos me han enseñado en este último año que, al menos en lo que respecta a ellos, llegarán hasta el nal de su lucha –que por extensión es nuestra lucha y a la vez es todas las otras luchas justas de este país– sin perder ni un ápice de esas tres cualidades ahora tan escasas. Humanidad, valor y empatía. Si olvidamos hoy Ayotzinapa, las generaciones futuras hablarán de un país que solía llamarse México y cuyos habitantes dejaron desangrar hasta morir por no tener los arrestos su cientes para sacarlo del secuestro de décadas en que lo mantuvo hundido una pandilla de criminales con licencia. Hablarán de un país que no tuvo el valor no sólo de decir «ya basta», sino de reunir el coraje necesario para ser consecuente con esa indignación y esa rabia, para organizarse y emprender acciones que lo hubieran rescatado antes de entregarlo al matadero. México transitó de la época del pasmo y el horror con la instauración autoritaria de la llamada guerra contra el narco calderonista a la época de la sátira catártica y desesperada tras la cuestionada toma de poder de Enrique Peña Nieto, pero a partir de los sucesos del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, lo que México vive es una época llena de ira. Vivimos en el tiempo de la rabia. ** Este libro fue construido a partir de unos cien testimonios directos recabados durante mi estancia de cuatro meses en la Normal de Ayotzinapa. Son los testimonios de veinticinco normalistas sobrevivientes a los ataques de la noche
  • 9. del 26 de septiembre, de media docena de profesores que auxiliaron a los normalistas y de decenas de familiares que generosamente tuvieron la con anza de compartir sus historias conmigo. Lo agradezco porque todos lo hicieron a sabiendas de que al contar de nuevo estas historias revivirían una pesadilla que desde el 26 de septiembre de 2014 no ve n. Varios de sus nombres han sido cambiados o conservados en el anonimato para proteger sus identidades. Éstos son los rostros de nuestros 43 normalistas desaparecidos. Éstas son sus historias. Este libro es para que los mexicanos y las mexicanas del futuro conserven memoria de uno de los más obscenos episodios de violencia que ha perpetrado el Estado contra sus jóvenes. Este libro busca arrojar luz a esa verdad velada por el Estado. Este libro anhela una justicia siempre negada. Este libro es para incitar a quien lo lea a luchar para que una atrocidad como la ocurrida el 26 de septiembre de 2014 en la ciudad de Iguala nunca se repita. Vivos se los llevaron. Vivos los queremos. T. M. Ayotzinapa 2014 - Oaxaca 2015
  • 10.
  • 11. ESE HOMBRE NO TIENE CORAZÓN A Mario González suele oírsele decir que, si tuviera delante al culpable directo de la desaparición de su hijo César Manuel, él mismo se haría cargo. Mario González es un tlaxcalteco bravo y malhablado, capaz de retar a golpes a los militares del 27 Batallón de Iguala, pero que no dejó pasar un día sin decirle a su hijo varón de veintiún años que lo amaba, antes de besarlo en la boca con dulzura. Mario González es uno de diez hermanos cuyo padre murió pocos meses antes de la desaparición de César Manuel, su hijo menor. Un soldador de Huamantla que ha recorrido el país buscando formas de ganarse la vida. El de soldador fue el trabajo que le dio oportunidad de asentarse y de criar una familia tras probar suerte en múltiples o cios, entre ellos el de chofer. Mario sabe que la vida laboral de un soldador es corta por los estragos que causa la profesión. Que, en más de un sentido y como él mismo reconoce, le queda poco tiempo. Sus dos hijos, un varón y una mujer, son estudiantes de normales rurales. César Manuel, el menor, decidió cambiar la carrera de Derecho en Puebla después de cursar el primer semestre. Su auténtico deseo era realizar la prueba de admisión en la Escuela Normal Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. Hasta su llegada con el resto de los padres de los muchachos desaparecidos, Mario no tenía idea de cómo lucía Ayotzinapa, ese caserío de casi doce hectáreas en el municipio de Tixtla, en el núcleo del estado de Guerrero. Cuando recibió la
  • 12. noticia debió levantarse de la cama con ebre tifoidea para hacer el pesado trayecto desde Huamantla. El peso normal de Mario González es de setenta y dos kilos. En los primeros tres meses de búsqueda de su hijo llegó a pesar algo más que cincuenta. Para Mario es como haber llegado a otro país. Su estómago aún no se acostumbra a la comida. A él, hijo de un campesino, el nivel de pobreza del estado de Guerrero le parece escandaloso. En eso, como entre las muchas otras certezas inamovibles que conserva, Mario González no se equivoca. A rma que México son muchos países y que su denominador común, la pobreza, jamás deja de sorprender. Entre los cambios culturales a los que ha tenido que habituarse, a Mario le cuesta creer que tanta gente en Guerrero ande siempre en huaraches o que nada más ande descalza. Él está acostumbrado a llevar cinturón y botines estilo vaquero. Hasta hace poco, Mario González era un hombre serio, reservado y de palabras justas, al que le costaba hablar en público sin tartamudear. Cuando lo hace, suele ser tan blasfemo como certero. Sin embargo, las circunstancias de los últimos meses lo han transformado de la misma manera en que han transformado la con anza que antes tenía por las instituciones y por el Estado mexicano. Se han transformado en una rabia digna y en un discurso rme, cada vez más articulado, al grado de volverse uno de los voceros de los padres de los 43 desaparecidos, y el encargado de los asuntos de prensa. En la última conversación por teléfono, su hijo César Manuel le dijo que estaba muy contento en la Normal. A diferencia de otros normalistas que se desviven por el futbol y que han decorado los casilleros metálicos y las paredes de sus dormitorios con recortes de los jugadores del Barcelona o del América, lo que más apasiona a César Manuel es el muay thai. Mario había hecho hasta lo imposible para sacar un dinero extra con el que su hijo pudiera asistir a un gimnasio. En la última foto que conserva Mario en su celular y que muestra con orgullo, aparece un adolescente aco pero atlético, de abdomen marcado y de aspecto aliñado. Aunque César Manuel no es especialmente guapo, tiene cierto encanto entre las muchachas. Mario se quita el sombrero color camello que ha obtenido de las donaciones que llegan a la Normal de Ayotzinapa en esos días. Guarda el celular con la foto de su hijo. Se seca la frente con el antebrazo y sonríe por primera vez en toda la mañana. Algunos víveres acaban de llegar en una caravana ciudadana desde
  • 13. Estados Unidos y él, junto con otros padres de familia y voluntarios, se apresta a cargar las cajas hasta el almacén. ** Mario dice que René (Pérez, vocalista del grupo puertorriqueño Calle 13) es un tipo sencillo. Que no comió en todo el día ni se bañó antes del concierto del 22 de noviembre de 2014 para poder estar con los padres de los 43 normalistas. René hizo conexión inmediata con el bravo padre tlaxcalteca. Usted va a subir conmigo, dijo René en los camerinos antes del concierto. ¿Me oyó bien? Mario miró por un momento el tatuaje con el rostro de la abuela Amelia en el hombro del muchacho puertorriqueño, miró sus músculos, indeciso. Tragó saliva y se mordió los labios. René le sacaba más de una cabeza de estatura. Mario asintió y René dio una orden a su equipo de inmediato. Dejó a un lado la comida que le habían traído. Ni siquiera tocó el catering antes de comenzar el concierto. René condujo del brazo a Mario, el soldador tlaxcalteca, hasta el backstage. Mujeres hermosas salían a su paso. Llamaban a René por su nombre, pero él no les prestaba demasiada atención, más allá de un saludo amable o de la obligada selfie con sus teléfonos celulares. Mario, detrás de él, observaba abrumado, sin saber a dónde meterse. René mandó cambiar la orden del día y parte del setlist de canciones para subir a Mario y que éste comunicara su indignación y su reclamo ante miles de personas, para subir al escenario y exigir el regreso con vida de su hijo César Manuel y el de sus cuarenta y dos compañeros desaparecidos. Cuando puso un pie en la tarima con la banda, la luz de los re ectores y el clamor de miles de personas reunidas en el Palacio de los Deportes de la Ciudad de México cegaron y ensordecieron a Mario González como la luz y el sonido de un electrodo cuando olvidaba colocarse la careta en el taller. Escúcheme, don Mario, le dijo René al oído. Si hablo yo, me sacan del país. Soy extranjero y el gobierno me tiene sentenciado. El micrófono es suyo. René se hincó con la rodilla izquierda delante de Mario para cederle la palabra. El micrófono entre las manos de un soldador debe sentirse como un cacharro alienígena. Mario se quedó inmóvil. La gorra de beisbol que portaba ese
  • 14. día estaba calada hasta las cejas para evitar deslumbrarse por las intensas luces de las tramoyas que lo hacían sudar. Tenía la mirada clavada al piso. Delante de él, la multitud que lo vio ascender al escenario le dio un aplauso estruendoso, pero de inmediato guardó silencio para escucharlo. Tom Morello, el guitarrista de Rage Against the Machine, egresado de Harvard, cuidaba las espaldas de Mario González todo ese tiempo. El puño izquierdo en el aire. En la otra, la guitarra Mongrel Custom con cuerpo original de Stratocaster. La leyenda «Arm the Homeless» por el frente y la hoz y el martillo en el dorso. Silencio. Entonces, ocurrió. Mario se aclaró la garganta. Alzó la mirada y de su boca salieron palabras claras como cristales, palabras contundentes como piedras. A Mario se le eriza la piel cuando lo cuenta. Hace un gesto de admiración y asiente con la cabeza cuando recuerda la sensación de haber estado en un escenario tan grande, la sensación de saber que él y los otros padres y madres de los 43, tal como esa noche frente a los miles de asistentes al concierto en el Palacio de los Deportes dedicado a Ayotzinapa, no están solos. Algunos días, René le envía mensajes por WhatsApp preguntándole cómo se encuentra y cómo va la búsqueda de su hijo. ** Mi hijo no es un héroe, es la frase que suele repetir Mario. Mi hijo es una persona con virtudes y con defectos. Tengo que decir también que no es el mejor estudiante. Los héroes tienen la elección de serlo o no serlo. Pero a mi hijo nadie le dio a escoger. Lo único que quiero es volver a besar a mi muchacho y tenerlo de vuelta entre mis brazos. Mario fuma el segundo cigarro de la mañana y da unos pasos en círculos, ansioso ante la falta de actividades. Tira el cigarro, lo pisa con la suela del botín y se acomoda el cinturón. Su cuerpo compacto es el de un levantador de pesas de peso liviano. Los brazos cortos pero macizos en jarras, como si, de hecho, se preparase para un levantamiento de envión. Mira jamente hacia el fondo de la cancha de basquetbol donde se hallan los retratos de los desaparecidos en sus respectivas butacas. Tiene la cara y la nuca coloradas por el sol de las últimas marchas, la cabeza redonda, tan parecida a la
  • 15. de su hijo César Manuel en la foto o cial de los desaparecidos. Algunos nuevos pliegues en la piel de su rostro pétreo delatan que ha perdido bastante peso. Vamos a llegar hasta donde tope, dice para sí mismo, y se frota las manos tal como si, en efecto, estuviera a punto de levantar él solo un peso de proporciones olímpicas. ** Cuando desapareció, César Manuel tenía veintiún años. Más que su hijo, Mario lo considera su amigo. Dice Mario que era César Manuel quien normalmente lo solapaba ante Hilda, su mujer, como si los papeles entre padre e hijo se hubieran invertido. Cómplices. A pesar del carácter duro del padre, Mario y César Manuel jamás se hablaron de usted. Cada tercer día, sin falta, Mario y su hijo se llamaban por teléfono. No había nada que ambos no se con aran. César Manuel viajó a Tlaxcala el 10 de septiembre, dos semanas antes de su desaparición, para participar con alumnos de Ayotzinapa en la marcha de la Normal Rural de Panotla. Mario hizo lo imposible por viajar a la capital del estado y pasar al menos unas horas con su hijo, al que no veía desde hacía semanas. Hilda, su madre, no pudo hacer el viaje. Acababa de conseguir trabajo en una tienda Coppel de Huamantla y un permiso era impensable. ¿Qué tal la putiza de la semana de prueba?, le dijo sonriendo Mario a su hijo cuando se encontraron ese día en Tlaxcala. Acababa de terminar la sufrida semana de pruebas físicas en la Normal de Ayotzinapa. ¿Qué tal te están educando, cabrón?, insistió Mario con su voz bronca y lo atenazó del cuello en un gesto típico de él, entre autoritario y amoroso. César Manuel tenía la cabeza a rape. Estaba extenuado físicamente. Su padre, que lo había visto practicar deportes y estar en forma desde que era adolescente, nunca lo vio tan molido. Pero, a decir de él mismo, estaba contentísimo. Estás muy aquito, dijo Mario a punto de soltar las lágrimas. Mándalos a la chingada. Vámonos a la casa. Se miraron por un segundo a los ojos, sus rostros a un palmo de distancia, tan cerca que César Manuel resentía el aliento a tabaco de Mario. Mario dio una
  • 16. última fumada al cigarro para extinguirlo en el piso de cantera con la suela de su zapato. Se miraban como si fueran incapaces de reconocer algo nuevo e inde nible en el temperamento del otro, incapaces de reconocer un cambio vital que intuían pero que trascendía más allá de las transformaciones físicas que habían operado tanto en el cuerpo y en el temperamento de César Manuel durante las pruebas de campo en la Normal, como en el cuerpo enfermo de tifoidea de su padre. No, papá, dijo César Manuel. Siempre tuviste la convicción de decirme que si comienzo algo debo terminarlo. Y siempre lo tengo en mente. Pero mírate, cabrón, dijo Mario sin dejar de abrazarlo. Te están dando una putiza. Te están dando en unas semanas toda la educación que yo no pude darte en veintiún años. El semblante de piedra de Mario suele ser tomado como un repelente universal para quienes no lo conocen. Cuando los ojos de César Manuel se cruzaron en el mismo horizonte, los dos viejos amigos se reconocieron de nueva cuenta. Hicieron un esfuerzo, pero no pudieron contener una carcajada. La gente que pasaba a su lado en un jardín del centro de Tlaxcala los observó. Mario le dio un beso a César Manuel en la boca y permanecieron unidos en un abrazo en medio de la calle. Sólo la llovizna los separó antes de despedirse. Fue la última vez que Mario González vio a su hijo. ** La última ocasión en que Mario y César Manuel hablaron por teléfono fue el 26 de septiembre por la tarde, antes de que un grupo de alumnos, en su mayoría de primer grado, saliera de la Normal rumbo a una actividad en Iguala en dos autobuses, por decisión de las bases. César Manuel le contó a su padre que había entrado a la Casa del Activista, por lo que tendría mayores responsabilidades de ahora en adelante. Finalmente, dijo, había agarrado el ritmo de la escuela. Estaba contento. ¿Cómo estás tú, papá?, dijo César Manuel al teléfono. Seguía preocupado por la tifoidea que su padre contrajo hacía unos días. Mejor, hijo, mintió Mario. Ayer me quitaron el suero. Hubo un silencio en la comunicación. No dijeron nada durante un lapso.
  • 17. Yo te oigo mal, dijo César Manuel. Mejor voy a visitarte. No, hijo, échale huevos a la escuela. Pero papá… Es lo que querías, ¿no? Sí, pero… ¿No por eso te saliste de la otra? Hubo otra pausa, esta vez bastante incómoda quizá debido al eco del reproche. Hace días que no puedo pararme a trabajar, dijo Mario. Tu mamá lleva dos semanas trabajando en una Coppel para ayudarnos a todos. Silencio. ¿Hijo? Papá, tengo que salir a una actividad, dijo César Manuel. Les llamo en la noche, cuando vuelva. A las 20:00 de ese mismo día, Mario le volvió a marcar, sin éxito. Luego, una hora más tarde. Tampoco hubo respuesta. Mario pasó intranquilo la tarde por la última conversación. Era una viejo asunto entre ellos. Intentó llamar a César Manuel una vez más antes de dormir, cerca de la 1:00 de la mañana. Aunque el celular daba línea, no obtuvo contestación. Algo inusual para la frecuencia con que se comunicaban. César Manuel no era la clase de persona que se cierra a hablar por orgullo. Las 3:12 de la madrugada quedó registrada como la última hora en que Mario intentó establecer comunicación con el teléfono celular de su hijo desaparecido. Esa noche Mario no logró dormir más que a ratos y de forma nerviosa. Por la mañana, Hilda, su mujer, que entraba muy temprano a su nuevo empleo de domingo a domingo, no se despidió para evitar despertarlo. Mario ngía dormir. Permaneció en casa, débil por los remanentes de la ebre. Pocas cosas sacan más de sus casillas a un hombre orgulloso y patriarcal que estar impedido para valerse por sí mismo. Cuando estuvo seguro de que su esposa había salido, intentó levantarse. El dolor le hizo descubrir articulaciones de las que no tenía noticia. Un ramalazo en la cabeza lo volvió a postrar en la cama. Realizó un segundo intento, esta vez más penoso. Fue a buscar sus botas de trabajo y el overol de lona color caqui que usaba para soldar en el taller de su hermano. Tenía la frente perlada por el esfuerzo y la sensación de algo así como monedas amargas en el paladar por las
  • 18. úlceras. Al erguirse, el cinturón se le escurrió de las caderas hasta las rodillas, como si el dueño fuera un hombre dos veces más robusto. Mario descubrió con espanto que había perdido tres tallas. En eso estaba cuando, a las 9:00 de la mañana, entró el infortunio a su casa en forma de una llamada telefónica. Don Mario, dijo alguien desde el otro lado de la línea. Váyase para Guerrero. ¿Qué dice? Hubo una balacera contra los estudiantes de Ayotzinapa. Hay desaparecidos. Hay muertos. Mario sintió que las piernas le fallaban. La llamada vino de la Escuela Normal Rural de Panotla, Tlaxcala. Mario colgó el teléfono. Sintió náuseas y un calambre en la boca del estómago. Buscó aprisa algún dinero en los lugares de la casa donde él y su mujer lo guardaban. No quedaba nada. Le temblaron las manos. Comenzó a sudar. Tenía la visión nublada. Su hermano, quien por lo regular lo ayudaba en esas emergencias o cuando él no podía laborar en el taller, estaba de viaje. Alguien llamó a la puerta. Su compadre se había enterado de lo ocurrido en Iguala. ¿Era tu hijo el que estaba en Iguala? ¿Cómo sabes? Súbete. Urgió a Mario a entrar en su camioneta. No tengo dinero para pagarte. Súbete, cabrón. No te estoy pidiendo dinero. Pasaron en la camioneta hasta la Coppel del centro donde trabajaba Hilda, y los tres hicieron el largo viaje a Tixtla. Mario estaba debilitado por el dolor y la ebre. No tenían idea de a dónde o hacia qué se dirigían. Hilda y él viajaron esa mañana con la creencia de que si la policía había tenido que ver con el asunto de los normalistas de Ayotzinapa, como se decía, a lo sumo estarían obligados a pagar una multa para ver libre a su hijo con el resto de sus compañeros. Nadie los preparó para lo que les esperaba. ¿Qué país es éste?, dijo Mario lleno de rabia cuando los informaron en Ayotzinapa, a ellos y al resto de los padres de familia, de lo ocurrido con sus hijos. ¿En qué puto país estamos?
  • 19. Mario consultó con otros de los padres. Los apuró a visitar las comandancias, los hospitales; a ir a preguntar a los vecinos de los alrededores del punto de Iguala donde habían ocurrido los ataques de la policía a los muchachos. Hay que esperar, le dijo alguien al verlo fuera de sí. Hay que esperar a ver qué dice Dios. Mario quedó petri cado ante respuestas como ésa. No soportaba la idea de la inacción, la idea de tener que pasar otro minuto sin recibir noticia del paradero y las condiciones en que se hallaba su hijo. Ese mismo sábado 27 por la noche, Mario no resistió más. Acalambrado y empapado en sudor, se plantó en la carretera sin haber comido ni dormido en todo el día. Viajó de aventón hasta Iguala y, una vez allí, preguntó desesperado a cuanta gente pudo. Algunos le daban la espalda, huían como si las palabras del tlaxcalteco fueran a transmitirles la peste. Tocó a las puertas tanto de negocios como de domicilios particulares. Consultó a los taxistas, a los transeúntes. Por su aspecto desastrado, por su febril desesperación, muchos debieron de creerlo un loco. Los que se animaban a hablar con él bajaban la voz. Le decían que lo ayudarían si no fuera porque tenían miedo de las represalias del cártel de la droga que estaba coludido con el gobierno municipal. Así que sólo le deseaban suerte. Enseguida las puertas se cerraban ante su nariz y no volvía a haber respuesta a sus llamadas. Así una cuadra tras otra, toda la noche. En Iguala, los halcones de los Guerreros Unidos, adolescentes en motonetas que dan alertas por sus teléfonos celulares o radio, suelen vigilar los pasos de los forasteros desde su llegada. También lo hacen los muchos halcones entre la Policía Municipal. El caso de Mario no fue la excepción. Aunque, para entonces, ni siquiera había oído hablar de Los Bélicos, la agrupación policial de élite en la nómina de los Guerreros Unidos que había intervenido en la desaparición de los 43 muchachos. Al arribar a pie y por su cuenta a la terminación septentrional de la calle Juan N. Álvarez, a Mario casi se le sale el corazón por la boca. Era el lugar del asesinato de dos normalistas y de la desaparición de varios de los muchachos de la noche anterior. Había remanentes de una balacera sostenida unilateralmente durante horas con armas largas, un escenario que ni en las pesadillas avivadas por la ebre tifoidea hubiera alcanzado a concebir. En la esquina de uno de los edi cios donde impactaron la mayoría de los misiles perdidos, era posible ver enormes boquetes de enjarre blanco despostillado por las balas de alto poder. Lo más terrible del hallazgo fue la única certeza sólida que Mario pudo extraer de
  • 20. todo aquello. El escenario de muerte y terror que ahora pisaba era también el último lugar donde habían visto con vida a su hijo César Manuel. Aquel lugar había sido un in erno durante las horas más recientes. Él no lo sabía, pero César Manuel fue el último de los normalistas que la policía bajó con violencia del autobús Estrella de Oro 1568 antes de subirlo a una de las tres patrullas con números 017, 019 y 020 y desaparecerlo. Mario se reacomodó los lentes. Tragó saliva y miró en torno suyo. Algunos coches pasaban por el Periférico sin darle importancia al hombre de un metro sesenta que contemplaba absorto la calle. Jamás en su vida se había sentido tan solo. No sabe dónde vino a meterse, le advirtió alguien. Mario giró la cabeza, apretó los puños previniendo lo peor, pero no vio nada. Váyase de aquí, dijo la misma voz. Un aire frío le erizó los cabellos de la nuca. Estaba temblando.   ** A las 10:00 de la mañana del día siguiente, abatido y sin que su método de búsqueda solitaria diera resultados, Mario optó por volver a la Normal de Ayotzinapa, donde se había reunido el colectivo de padres de familia por primera vez. Se plantó en la carretera con el pulgar en alto a las afueras de Iguala. Sólo un camión de volteo se detuvo. El chofer abrió la portezuela y no dijo nada. Arrancó. Le alcanzó una cajetilla de cigarros Delicados sin ltro y Mario se dedicó a fumar con los ojos entornados y la cara atirantada durante el viaje. Hicieron más de una hora y media de trayecto. El chofer se detuvo en el kilómetro catorce de la carretera que va de Chilpancingo a Tixtla, frente al arco de concreto que indica la boca de la vereda de entrada a la Normal Raúl Isidro Burgos. Desde ahí, Mario debía adentrarse a pie y por terracería un kilómetro más. Después de que Mario descendiera, el camionero se despidió y puso en marcha el motor, pero de inmediato frenó en seco. Le silbó a Mario para que regresara. Mario lo miró extrañado desde la canaleta. Entre el sol del mediodía y la ebre, temió que estuviera alucinando. Se tocó la frente. Volvió descon ado
  • 21. hasta la puerta del camión de volteo con una mano sobre los ojos como visera, el autoritario sol de Guerrero haciendo reverberar las volutas de polvo que el pesado vehículo había levantado al frenar. El chofer se asomó por la ventanilla y le entregó un billete de cincuenta pesos. Mario lo miró con la boca abierta. El chofer se tocó la gorra en señal de despedida y el camión de volteo arrancó peralte abajo con la góndola vacía como un espejismo en el desierto. Mario González había salido de Tlaxcala sin un peso. ** Desde que su hijo César Manuel fue desaparecido por policías preventivos de Iguala, Mario ha recibido varias agresiones físicas de parte de las fuerzas del Estado. No pasa un mes sin que deba reponerse de un descalabro o de una fractura ocasionada por la represión policial durante las protestas del colectivo de padres de los 43 desaparecidos. La madrugada del 14 de diciembre de 2014, por ejemplo, elementos de la Policía Federal, totalmente borrachos, agredieron en Chilpancingo a estudiantes de Ayotzinapa y a padres de los desaparecidos. Pretendían impedir el concierto de protesta de Panteón Rococó y otras bandas, proyectado para el día siguiente. Ocurrió a las 4:00 de la mañana. Hubo alrededor de cinco heridos. Mario González recibió el impacto directo de una cápsula de gas lacrimógeno en el pie izquierdo. El dolor fue intolerable. La primera reacción de Mario, entre la confusión de la turba y la amenaza de los policías que venían por ellos disparando gases y golpeando con toletes y escudos de forma arbitraria, fue recoger el misil para lanzarlo a sus atacantes. No, tío, le gritó uno de los estudiantes tirándolo de la camisa entre el celaje pesado de los gases. No lo toque. Pero fue demasiado tarde. El calor vesicante de la cápsula que había herido a Mario en el pie le quemó la mano. Su alarido fue oído a muchas cuadras a la redonda. Pero el dolor no provino de la quemadura, sino de su talón izquierdo al instante de huir de los toletes de la policía. El misil, disparado tan cerca y con tan mala saña, le había fracturado el pie. Mario corrió. Corrió con el pie roto. Socorrido por los estudiantes y con el dolor a cuestas como una maldición. Estudiantes de Ayotzinapa y padres de
  • 22. familia fueron a ocultarse de los toletes y de los disparos de la policía en las faldas de un cerro próximo. Con los ojos llorosos, tosían y devolvían el estómago por los gases. Manos y rodillas raspadas por los rastrojos y la tierra del cerro entre los que debieron escalar para no seguir siendo vapuleados. En semanas posteriores, Mario González, el tlaxcalteca del pie roto, realizó tareas que ni siquiera Aquiles el mirmidón habría conseguido con su talón de cristal si se hubiera visto obligado a buscar a un hijo perdido. Al menos una veintena de marchas de protesta, decenas de kilómetros de distancia recorridos en las calles de la capital del estado y en la del país, un intenso brigadeo y actividades que lo forzaban a caminar y a estar de pie sin respiro. El tormento creciente de un talón roto no hacía sino empeorar para Mario. Las últimas radiografías mostraban un crecimiento de la sura en el hueso. La policía militar le rompió la nariz. Sucedió cuatro semanas después, el 12 de enero de 2015, frente al 27 Batallón de Infantería en Iguala. La última geolocalización del celular de Julio César López Patolzin, hijo de Rafael López Catarino y estudiante desaparecido de primer grado, marcaba el 27 Batallón como su último destino. Dado que el Estado mexicano se negó a abrir una línea de investigación para esclarecer el grado de responsabilidad del Ejército en la desaparición de los normalistas, ese día se llevó a cabo una marcha de protesta que culminó con un mitin en las afueras de las instalaciones militares. El comité de recepción para los padres fue un nutrido grupo antimotines equipado y alistado para atacar. El mitin se llevó a efecto. Pero cuando padres y alumnos de Ayotzinapa exigieron abrir las puertas de las instalaciones del batallón para buscar a los desaparecidos, los manifestantes fueron embestidos por la policía militar. Una lluvia de gases lacrimógenos y piedras cayó sobre el grupo desarmado de civiles. Estudiantes, madres y algunos de los padres de mayor edad fueron golpeados sin provocación. Bernabé Abraján, quien busca a su hijo Adán Abraján de la Cruz, recibió un impacto en el cráneo que requirió una docena de puntadas. La sutura fue realizada de emergencia en la cancha principal de basquetbol de la Normal de Ayotzinapa por el joven médico Martín Higuera, un voluntario permanente que esa tarde no se dio abasto. Ante la carencia de material quirúrgico, el doctor Higuera debió suturar a Bernabé y al más grave de los estudiantes, José Hernández, con la mano desnuda y sin aguja. Además, tuvo que atender con apremios a Mario González y a una larga la de madres y padres de familia que aguardaban adoloridos en la intemperie junto a
  • 23. voluntarios y estudiantes que también habían recibido contusiones de distinta gravedad. Omar García, miembro del Comité estudiantil de Ayotzinapa, fue golpeado esa tarde por la policía militar con una piedra del tamaño de un mazo en el rostro. El doctor Higuera fue quien lo auscultó, pero se guardó de dar la mala noticia. Además de la fractura evidente en el pómulo, Omar había perdido la vista en el ojo izquierdo por desprendimiento de retina. Mario González no corrió con mejor fortuna. Desde ese día no puede respirar normalmente. La policía militar le reventó la nariz. Los médicos le indicaron que debía someterse a una cirugía. Pero Mario, obstinado, no lo ha hecho. Su nariz es ahora la de un boxeador castigado. Sabe que el tiempo, como en la carrera de un pugilista, se vuelve crucial. Habían pasado cuatro meses sin que tuviera ni una pista del paradero de su hijo. ** El 29 de octubre de 2014, a las 14:00 horas, un mes después de que ocurrieran los hechos de Iguala, el presidente Enrique Peña Nieto aceptó por n recibir a puerta cerrada a los padres de los 43 normalistas. El encuentro tuvo lugar en el salón Manuel Ávila Camacho de la residencia o cial de Los Pinos. A ningún medio de comunicación le fue permitido el acceso. Mario González y el grupo de campesinos, amas de casa, jornaleros y albañiles estuvieron frente a frente con parte del poderoso grupo de funcionarios extraído del partido de Estado cuyo régimen de más de siete décadas en México cali có Mario Vargas Llosa como la «dictadura perfecta». Una nueva generación es encabezada por un presidente de la República cuya imagen fue encumbrada y sostenida durante las elecciones por los medios de comunicación. El presidente y los miembros del gabinete se habían quitado las corbatas cinco minutos antes en el salón contiguo, cosa que el mandatario casi nunca hacía en público por el celo alrededor de su imagen. Tal vez juzgara que ese gesto lo haría ver más acorde al supuesto espíritu íntimo de la reunión con un puñado de campesinos provenientes de Guerrero, el estado más pobre del país. Alguno de los funcionarios que acompañaban a Peña Nieto hasta se atrevió a desabrocharse el segundo botón de la camisa para mostrar su pecho
  • 24. perfectamente lampiño. Aquello, en más de un sentido, implicaba el mayor riesgo del día para un egresado de la Universidad Panamericana, del Opus Dei. En la india, sobre un templete, arribaron el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, el titular de la Procuraduría General de la República, Jesús Murillo Karam, y el presidente Enrique Peña Nieto, entre otros funcionarios. Por otra de las puertas comenzaron a ingresar al salón representantes de organizaciones civiles en apoyo a los padres de familia. Enrique Peña Nieto resultó ser más pequeño y de apariencia más endeble que lo que los padres de familia pensaban. Estar fuera de una pantalla le restaba presencia y, sobre todo, tamaño. Una versión reducida de sí mismo. Sin embargo, lucía como si acabara de salir de una cámara de bronceado. La piel tersa y bien hidratada. El rasurado, impecable. Atuendo completo elegido por él mismo en la Casa Bijan de Rodeo Drive, una de las tiendas para caballeros más exclusivas en el mundo a la que puede accederse sólo con cita y de la que, se sabe, él es uno de los compradores consentidos. Tanto así que, junto a magnates y celebridades de Hollywood que gastan millones de dólares en cada visita, su nombre es exhibido en el aparador con la bandera de México y un reloj con su nombre grabado en la carátula al lado de los de otros clientes frecuentes, como George Bush y Vladimir Putin. El traje que eligió Peña Nieto para la reunión con los padres de los desaparecidos era un Ermenegildo Zegna de casimir Súper 120s color oscuro confeccionado por encargo, y no uno de sus predilectos Zegna de casimir Súper 180s para mejores ocasiones. Cuando Peña Nieto era candidato a la presidencia, el periódico Reforma valuó cada una de estas mudas diarias de ropa en no menos de 131 910 pesos. En ese tiempo, su sueldo como gobernador del Estado de México ascendía a 147 000 pesos mensuales. Como presidente de la república, a lo largo de 2014 percibió 240 000 pesos cada mes. Como pudieron comprobarlo quienes lo tuvieron cerca al entrar al salón, Enrique olía de veras bien. La colonia que llevaba ese día era su favorita. Carolina Herrera for Men. Quien lo viera por primera vez diría que Peña Nieto es justo ese tipo de persona que, por su aspecto melindroso, dan casi tantas ganas de abrazarlo como de escupirle en un ojo. Al sentarse delante de él, el maestro albañil Bernardo Campos se quitó el gastado sombrero de paja que usaba durante el trabajo en la construcción y lo puso contra su pecho. Una cortesía atribuible a su buena fe y no tanto a la
  • 25. deferencia hacia el ocupante de la residencia o cial de Los Pinos. Hasta la desaparición de su hijo José Ángel a manos del Estado mexicano, Bernardo Campos y otros de los padres apenas habían escuchado de él. Los padres tomaron asiento en las sillas plegables y los dedos de los pies de uñas agrietadas de los campesinos se movieron ansiosos entre los huaraches de suela de llanta. Contrastaban por su color oscuro y su textura áspera con el pulido de espejo del piso de duela de Los Pinos. Los acomodaron formando un rectángulo alrededor del templete, de manera que quedó un vacío como una laguna al centro del salón que los mantuvo alejados de los representantes del gobierno. Cada padre sujetaba el cartel plasti cado con la imagen en blanco y negro del rostro de su hijo desaparecido. Cuando el primero de los funcionarios tomó la palabra, Bernardo debió bajar el cartel con la foto de su hijo José Ángel para apoyar los codos sobre sus rodillas y aguzar el oído. Había perdido un buen porcentaje de la audición por la diabetes. A su lado, como casi siempre, estaba Damián Rosa. Un Willem Dafoe mixteco. Damián había perdido un mechón de cabello detrás de la oreja derecha desde la desaparición de su hijo Felipe. Ese día llevaba el cartel con el rostro de su hijo bien sujeto por una vara de madera como un pendón horizontal. Damián comprendía casi tan poco como Bernardo las palabras de los funcionarios. La lengua de Damián, como la de otros de los padres y madres, no es el español. A ninguna de las autoridades que los recibieron ese día en Los Pinos pareció importarles. Para la recepción en la residencia o cial, Damián se vio obligado a vestir unos incómodos pantalones y a abandonar el cotón tradicional de su pueblo. Eran unos pantalones de lona marrón obtenidos entre las primeras donaciones ciudadanas que llegaron a Ayotzinapa. Como Damián Rosa, casi ninguno de los padres de los muchachos desaparecidos había estado antes en la capital del país. Peña Nieto. Lo escucharon hablar. Examinaron lo prolijo de su apariencia, lo impersonal y maquinal de sus movimientos, así como su retórica vacía. Eran, a n de cuentas, hombres y mujeres del campo acostumbrados al trato claro y sin ambages. A muchos de los padres y madres de los desaparecidos, Peña Nieto no les suscitó nada más que una mezcla de contrariedad y escepticismo. Se miraron entre ellos, desencantados. Sacudieron las cabezas. Algunos cuchichearon. ¿Era ése el presidente de México?
  • 26. Murillo Karam, cabeza calva y manchada como un mapamundi, los pocos cabellos y las cejas ennegrecidas de manera vulgar con tinte, era el más viejo de los miembros del partido o cialista reunidos ahí. El procurador General de la República estaba sentado a la izquierda de Peña Nieto. Entrecerraba los ojos sin conseguir simular el sueño. No en vano la frase por la que la historia lo recordaría iba a ser «Ya me cansé». Varios de los padres y su representante legal intuían, sin equivocarse, que el montaje de esa tarde sería más un acto protocolario destinado a la simulación política que un diálogo neto. Las expresiones en los semblantes de los padres de familia se fueron tornando amargas, desesperadas. En la la de sillas de enfrente, Emiliano Navarrete, el más joven de los padres, aprehendía muy despierto cada detalle, cada movimiento de los hombres de traje. El rostro cetrino y severo por el recio trabajo de toda una vida como indocumentado en los Estados Unidos. Nariz pequeña pero aquilina, el ceño eternamente fruncido como el golpe de un hacha. Emiliano daba la impresión de haber vivido al menos una década más. No vengo a pedirle un favor, le dijo Emiliano a Peña Nieto cuando llegó su turno. Vengo a exigirle, como mexicano que soy, que responda por qué acribillaron a nuestros hijos. Mi hijo no está desaparecido. Fue raptado por uniformados del Estado. A diferencia de Bernardo Campos, Emiliano jamás se quitó la gorra de beisbol con el logotipo de Abercrombie y la visera raída delante del presidente. Era la misma gorra con la que solía cubrirse del sol mientras podaba pasto en la yarda en Los Ángeles o durante el trabajo de construcción en Atlanta. La misma que usó después para lavar platos durante largas jornadas en el restaurante Hipolito’s, también en Georgia. El año en que perdió a su hijo Pepe, de diecisiete años de edad, Emiliano acababa de cumplir treinta y nueve. Cuando tocó el tiempo de hablar para alguno de los convocados entre la sociedad civil, el escritor Javier Sicilia tomó el micrófono. Sicilia rompió con el orden y el formulismo estéril que imponía el protocolo administrativo. Su demanda era compartida, pero nadie en esa reunión con burócratas más embebidos a ratos en las pantallas de sus celulares que en las víctimas, se había atrevido a enunciarla. Dejen hablar a las familias de su dolor, chingada madre.
  • 27. Sicilia azotó el micrófono contra la duela, provocando un estruendo que resonó en los muros del salón Manuel Ávila Camacho y que se transformó después en un chillido viciado de bocinas. Sólo entonces los funcionarios levantaron la cara de las pantallas. ** ¿Qué es lo que quieren?, dijo Peña Nieto apretando los dientes en algo que pretendía ser una sonrisa cuando tocó su turno. Yo estoy dispuesto a darles lo que ustedes me pidan. Hasta entonces, la visión y el trato que le merecían a Mario González los gobernantes había sido de un respeto casi axiomático. Una opinión muy distinta a la que comenzaba a formarse ahora que los veía a la cara, en toda su fastuosidad displicente. Mario jamás había hablado en público. A pesar de encontrarse a escasos metros de distancia, Peña Nieto no se dignó a mirar al soldador Mario González a los ojos. Tomaba o ngía tomar apuntes en un cartapacio. Tímido, indeciso, la voz ronca, Mario se levantó de la silla con su poca estatura, el cartel con el rostro de César Manuel en una mano y un pulgar nervioso de la otra enganchado a una trabilla del cinturón. Sus palabras tardaron en salir. Lo único que queremos son a nuestros 43 hijos desaparecidos, dijo Mario. Las miradas se concentraron en él. Los demás padres asintieron. Ante la ausencia de teleprómpter, Peña Nieto, antes de responder, aguardó a que uno de sus asesores le hiciera llegar una de tantas chas de papel que le había estado pasando toda la tarde. El presidente se aclaró la garganta, leyó la tarjeta y, sin dirigirle la mirada a Mario ni a ningún otro de los padres y madres de familia, respondió como si dijera un salmo. Eso no se lo puedo dar, dijo. Pero ya los están buscando. Se levantaron algunos murmullos. Después los funcionarios y el resto de los padres se quedaron en silencio. La concurrencia creyó que ahí terminaría la ronda de intervenciones. Pero Mario no se quedó callado.
  • 28. Volvió a utilizar el micrófono, ese animal extraño como un reptil de cabeza escamada que pesaba entre sus manos y que reaccionaba de modos impredecibles al efecto su voz. Esta vez fue más contundente. Una voz clara, hasta entonces desconocida para él mismo, salió de su garganta como un puño a la cara de su interlocutor. ¿Y quién los está buscando?, dijo Mario. ¿Perdón?, dijo Peña Nieto. ¿Quién está buscando a nuestros hijos? Peña Nieto respondió de nuevo sin mirarlo, buscando ayuda entre sus tarjetas informativas como en un naipe ordenado al azar. Un trámite. Pues… Obviamente la Gendarmería, las distintas policías…, dijo. Pero cómo va a ser posible que los esté buscando la policía, dijo Mario con el rostro congestionado. ¡Si la policía se los llevó! La voz de Mario se volvió casi un grito de indignación que todos en el recinto oyeron con claridad, como si alguien hubiera dejado caer una pesada losa en el epicentro del salón y el agujero resultante ejerciera sobre ellos un centro de gravedad. ¿Quién se llevó a nuestros hijos?, gritó uno de los padres entre la multitud. ¡La policía!, respondieron los demás al unísono. ¿Quién se llevó a nuestros hijos? ¡El Estado mexicano! Al escuchar las consignas, el procurador Murillo Karam dio una cabezada y volvió a abrir los ojos. Habituado a repetir las líneas que le dicta un teleprómpter en los eventos públicos, incapaz de reaccionar a lo inesperado y con nulo margen imaginativo para la improvisación, Peña Nieto se quedó sin palabras. Después de las consignas grupales que despertó el reclamo de Mario González a Peña Nieto, en el amplio salón Manuel Ávila Camacho de Los Pinos no se escuchó un solo ruido. Al nalizar el encuentro, los hombres de traje se levantaron de sus asientos con cuidado de no arrugar sus sacos, en algo que se asemejaba a una insultante coreografía de la indolencia. Los representantes de los padres esperaban que, antes de irse, Enrique Peña Nieto rmara un compromiso para dar con el paradero de los muchachos. Pero eso jamás fue considerado por él ni por su gente. El colectivo de padres y sus representantes legales obligaron dos horas más
  • 29. tarde a que Peña Nieto, Osorio Chong y Murillo Karam volvieran al salón para rmar una minuta con los diez puntos acordados ese día. Las palabras y las rmas se quedaron en el aire. Los padres de los desparecidos volvieron a Guerrero con bastantes más incertidumbres que respuestas. Ese día, sin embargo, como un Demóstenes obligado a gritar frente a las olas para hacerse oír, Mario González dejó atrás su temor a hablar en público y se convirtió en uno de los principales oradores del movimiento. ** El 26 de diciembre siguiente, en un lujoso campo de golf de Punta Mita, Nayarit, un padre de familia juega los dieciocho hoyos relajado y sonriente. Posa para las cámaras de la gente que lo reconoce. Luce un bronceado renovado. Él mismo conduce el carrito eléctrico por un pasto bien acicalado, húmedo y fragante. Es un día estupendo. Frena muy cerca del green, se toca la visera de la gorra que lo cubre del intenso sol y se acomoda los guantes blancos de na piel de cabretta italiana. El caddy le acerca el putter de hierro que dará n a una reñida partida. Ha sido un día difícil para Enrique Peña Nieto, sin duda. Pero lo ha conseguido. El tiro es impecable, con una técnica perfecta. La bola entra en el último hoyo sin siquiera buchaquear. Sonríe satisfecho, mostrando unos dientes blancos y cuadrados que resaltan por contraste con su bronceado recién adquirido. Apenas a una centena de kilómetros de distancia, los otros padres, los que han perdido a sus hijos, se mantienen aguantando el frío, la lluvia y el terrible cansancio en un plantón a la intemperie en las afueras de Los Pinos, donde aquel que debería estar allí para atender sus demandas hace días que se desentendió para irse a practicar su swing. Ninguno de estos otros padres sabe muy bien lo que es el golf. Los únicos campos que han conocido son aquellos donde a las 5:00 de la mañana ya se encuentran barbechando para ganarse la vida. Tampoco volverán a tener noticia de tal cosa como unas vacaciones, si es que alguna vez la tuvieron. Han renunciado a la Navidad u otro tipo de celebración hasta no volver a ver con vida a sus hijos.
  • 30. Así que la Navidad en la Escuela Normal de Ayotzinapa, a no ser por la repartición de «aguinaldos» con dulces y frutas para los hermanos más pequeños y los hijos de los 43 desaparecidos, junto con algunas piñatas traídas por los activistas, no tiene lugar. Peña Nieto…, dice Mario mirando al vacío, los ojos hinchados por el insomnio. Sacude la cabeza y arruga la cara como si mordiera un limón. Mario no habla de él con resentimiento. Tampoco con el desprecio que cualquier otro en su lugar podría guardarle después de esos meses de negligencia y cinismo. Hay incluso cierta conmiseración en las palabras del soldador tlaxcalteco a quien el dolor lo ha vuelto más sabio y más ecuánime que aquél a quien se re ere. Qué se puede esperar de alguien al que le pasan papelitos para hablar, dice Mario. Una parvada de zanates cruza ruidosa por debajo de la lámina metálica que protege la cancha de basquetbol de la Escuela Normal antes de irse a posar en un árbol de los alrededores. Peña Nieto… Mario González alza la barbilla, da una última fumada a su quinto o sexto cigarro de la mañana entre los dedos quemados por la soldadura eléctrica y, antes de sofocarlo en el suelo, dice: Ese hombre no tiene corazón.
  • 31. EL INFIERNO La primera versión sobre los desaparecidos y caídos de la noche del 26 de septiembre y la madrugada del 27 anunciaba que Bernardo Flores Alcaraz había muerto. Así lo creyeron también sus padres, que de inmediato se trasladaron desde San Juan de las Flores, el pueblo cercano a Atoyac en el que residían, al municipio de Tixtla, Guerrero, donde se encuentra la Normal Rural de Ayotzinapa. La versión del deceso de Bernardo Flores se basaba exclusivamente en el hallazgo de su credencial de estudiante, encontrada junto al autobús Estrella de Oro 1568 del que fueron bajados por la fuerza y desaparecidos casi una treintena de sus compañeros normalistas. Las primeras imágenes que circularon en la prensa local mostraban la identi cación de Bernardo Flores, alumno de segundo año, entre un gran charco de sangre. Bernardo fue llevado a golpes y con vida por la Policía Municipal de Iguala junto al resto de los casi treinta estudiantes de su autobús. El último que supo de él fue su compañero de segundo grado, Ricardo López, el único testimonio entre los muchachos desaparecidos del Estrella de Oro 1568. Ricardo, de la segunda academia, se había desangrado hasta perder la conciencia al lado de Bernardo, luego de recibir un impacto de bala que le destrozó el antebrazo derecho. La sangre entre la que hallaron la identi cación de Bernardo era la suya.
  • 32. ** Bernardo Flores Alcaraz tuvo la mala fortuna de estar en el lugar menos ventajoso y en el momento menos indicado cuando el personaje del Cochiloco hizo su aparición en la pantalla delante del grueso de sus compañeros de generación y con él frente al grupo. Fue lo que marcó su suerte para siempre. En el círculo de estudios donde acostumbran reunirse los normalistas para discutir temas políticos y sociales, los estudiantes del Comité de Orientación Política e Ideológica proyectaron una noche la película El infierno. La sátira sanguinaria sobre la violenta situación en México a raíz de la llamada «guerra contra el narcotrá co» formaba parte de un ciclo de películas críticas al régimen que los muchachos veían en grupo para luego debatir. Cuando el personaje del narcotra cante rudo, cínico, corpulento y malencarado apodado el Cochiloco apareció en escena, con su caminar de galeón y su voz cavernosa, el grupo entero dejó de prestar atención a la pantalla, como si se hubiera puesto de acuerdo. Desde sus butacas voltearon a mirar a su compañero Bernardo con los ojos bien abiertos. ¿Qué?, dijo Bernardo sumido de hombros entre las sombras y los re ejos del proyector. El personaje de El infierno y él eran idénticos. No hizo falta que dijeran una palabra. Los muchachos del grupo rompieron en carcajadas. Había nacido el Cochiloco. ** Bernardo Flores, el Cochiloco, tiene veintiún años de edad. Hasta el día de su desaparición con el grupo de 43 normalistas durante la actividad de lucha que tenía a su cargo, Bernardo era un estudiante destacado de segundo grado y miembro del Comité de la Normal de Ayotzinapa. Aunque por su aspecto físico aparentara más edad, Bernardo no era más grande que la mayoría de los muchachos de recién ingreso. Sin embargo, debía darse a respetar durante las actividades que le tocaba coordinar dentro y fuera de la escuela, incluso por sus mayores. Bernardo había sido elegido hacía unas semanas por el Comité de
  • 33. estudiantes como el responsable de la llamada Cartera de Lucha. Hijo de una profesora rural, alumno dedicado desde la infancia y miembro de las escoltas a la bandera de cada escuela que había pisado, Bernardo estaba orgulloso de su nombramiento. Lo único que lo frustraba de su nuevo papel dentro del Comité estudiantil era no poder usar sus zapatos favoritos: unos tenis Converse blancos de bota con los que jugaba basquetbol desde la preparatoria. Entre los miembros del Comité, los zapatos deportivos y los huaraches estaban estrictamente prohibidos. ** Entre el 18 y 20 de septiembre tuvo lugar una reunión nacional de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México, FECSM, en la Normal Rural Femenil de Amilcingo, Morelos. Allí, el Consejo Estudiantil Ricardo Flores Magón decidió que la Normal de Ayotzinapa fuera la comisionada para organizar la marcha del 2 de octubre de 2014 en el DF, para conmemorar un aniversario más de la matanza de estudiantes en Tlatelolco en 1968. Los representantes de las 16 normales rurales que conforman la FECSM llegaron al acuerdo de que se requerirían veinticinco autobuses para transportar a todos los miembros de la federación hasta la Ciudad de México. El único inconveniente era el tiempo. El Comité de Ayotzinapa debía reunir veinticinco camiones de pasajeros en dos semanas. Los representantes del Comité consideraron demasiado apretado el plazo. Aun así, actuarían contrarreloj para llevar a cabo su asignatura. Bernardo Flores, el nuevo titular de la Cartera de Lucha, recibió la noti cación el domingo 21 de septiembre. El martes siguiente por la madrugada tenía programado salir a la Costa Chica a realizar prácticas profesionales con los demás alumnos de la segunda academia, por lo que él y sus compañeros se vieron orillados a llevar a cabo la actividad el lunes siguiente. Fue así como un grupo de estudiantes acompañó a Bernardo el lunes 22 a Chilpancingo, a unos veinte minutos de viaje de Ayotzinapa, con la intención de tomar algunos autobuses de pasajeros en las afueras de la terminal de la línea Estrella de Oro, a la entrada de la ciudad por la carretera a Cuernavaca. Más de diez de ellos abordaron una de las furgonetas Nissan Urvan propiedad de la escuela. El plan era detener las unidades, hablar con los choferes, vaciar el pasaje
  • 34. y volver con los vehículos y operadores a la Normal. Cuando la marcha nacional concluyera, los camiones serían devueltos con una «carta de liberación», tal como hacían siempre. A decir de los estudiantes, durante las charlas previas a la actividad, Chilpancingo estaba «muy caliente». Ya no era sólo Ayotzinapa quien ejecutaba este tipo de acciones directas para hacerse oír por los gobiernos cada vez menos tolerantes ante la desobediencia civil, sino que todas las Normales del estado se habían apropiado de estas mismas prácticas para presionar el diálogo con las autoridades. La policía de todos los niveles endureció sus métodos y su intolerancia, incluida la Policía Federal, después de esa toma de autobuses del 22 de septiembre. El grado de riesgo para los normalistas era cada vez mayor. Existían antecedentes en el pasado inmediato de casos de brutalidad policial ejercidos contra ellos, incluidos los asesinatos extrajudiciales de varios normalistas. No se equivocaron. Ese lunes, los estudiantes se encontraron con que un numeroso grupo de antimotines ya los aguardaba en Chilpancingo. La comisión de alumnos de segundo grado que envió la Normal a Chilpancingo era poco numerosa. Pero dio la casualidad de que los estudiantes de la academia de tercer grado estaban en la ciudad. Habían ido a recoger material de texto para realizar sus planeaciones semestrales. Bernardo, como líder de la Cartera de Lucha, les llamó para pedir apoyo. Allí estaban, los muchachos de segundo, encapuchados, sucios, sudorosos y con sus playeras de lucha, lidiando con el calor de Chilpancingo y el acoso de la policía, cuando arribó el contingente de tercer grado, un buen número, con sus uniformes formales, camisas bien planchadas y los zapatos perfectamente boleados. A pesar de lo urgente de la situación, hubo risas en cuanto los muchachos de ambos grupos se reconocieron. Ese día obtuvieron dos autobuses Estrella de Oro. Para el martes 23, la Policía Federal duplicó el patrullaje de los alrededores de la terminal de autobuses de Chilpancingo. En vista del operativo, ese día los estudiantes convinieron que era mejor opción replegarse a Ayotzinapa con las manos vacías para intentarlo más tarde. El día 24 tampoco consiguieron nada. El tiempo apremiaba y aún no tenían un solo camión para completar el encargo de la FECSM. Bernardo era uno de los que se sentían más presionados por ese hecho. Durante la semana de observaciones con los niños de primaria en la Costa Chica y las prácticas docentes, los normalistas de segundo grado estuvieron
  • 35. intranquilos. No pensaban sino en regresar el jueves de esa misma semana para auxiliar en la recolección de autobuses en la que seguían insistiendo sus demás compañeros. Cuando volvieron, unos días después, el resto de las bases de las otras academias había reunido ocho camiones. Por norma, los operativos de los estudiantes para decomisar un autobús de pasajeros tienen lugar a las entradas de las ciudades y en las cercanías de las terminales. Cuando ocurren en Chilpancingo, las llamadas «tomas» de unidades ocurren casi siempre en el extremo de la Autopista del Sol, proveniente de Cuernavaca, donde el trá co es más lento y concurrido. Una comisión de normalistas detiene el autobús, imponiéndose sobre la cinta asfáltica de manera visible. Los operadores, habituados y conocedores de este tipo de actividades entre los normalistas, tanto como los directivos de sus empresas, ralentizan la marcha y los muchachos les piden que abran la puerta del vehículo. Suben a dialogar con ellos. Se identi can y piden su apoyo para el movimiento estudiantil. Lo mismo con el pasaje. Apelan a su causa para obtener comprensión. En muchas ocasiones los estudiantes reciben tortas, refrescos e incluso dinero de parte de los pasajeros. Pero no falta quien proteste, quien los confunda con delincuentes o quien, en casos extremos que también han ocurrido, caiga en un ataque de pánico. Con los choferes, en cambio, nunca se sabe. Pueden mostrarse empáticos con la lucha estudiantil y acceder de inmediato. Entre sus colegas es conocida lo que en su jerga llaman la Beca Ayotzinapa. O la estancia en las Playas de Ayotzinapa. Es decir, una temporada de reposo en chancletas y bermudas a lo largo de la cual la mayor actividad es jugar basquetbol o futbol en las canchas de la Normal y chapotear en la alberca; su unidad descansando en el estacionamiento. Alimentos, hospedaje y un estipendio pagado por los boteos de los estudiantes en las carreteras. Muchos operadores aceptan felices de la vida, y no faltan los que se niegan a volver a la rutina cuando su unidad ya no es requerida. Aunque más tarde declaren en público que fueron maltratados y privados de su libertad, para evitar ser considerados cómplices por sus compañías que, por otra parte, están perfectamente al tanto y tienen acuerdos con la Normal para esos casos. Al nal, cuando la unidad es devuelta, la Normal les entrega a los operadores lo que ellos llaman una «carta de liberación» dirigida a la empresa. Pero otros, los operadores más duros, se muestran reacios y pueden reaccionar de maneras impredecibles. Los normalistas han pasado de todo con
  • 36. estos últimos. Desde el enfrentamiento verbal, hasta un cerrón de puerta del autobús en la nariz o un arrancón con ellos delante del vehículo. Cuando un pequeño grupo de estudiantes aborda la cabina con el chofer, le ordenan que no ingrese a la central de Chilpancingo como normalmente haría, sino que se detenga bajo el puente que está unos metros detrás. Allí hacen descender a todo el pasaje con su equipaje y, una vez vacío el autobús, le dan las indicaciones al conductor para que tome la ruta de la carretera a Tixtla. Es entonces cuando comienza el mayor de los apuros para los estudiantes: el acoso y la persecución de la policía. La noche del 25 de septiembre de 2014, las bases de la Normal de Ayotzinapa colmaron las incómodas sillas naranjas de madera del auditorio de la escuela. Había muchachos sentados sobre los pasillos laterales, en los alféizares de los ventanales de arco y un montón más apretujados en la puerta, los perros acostados entre sus pies. No faltaba nadie, era la base entera, tal como sucedía cuando tocaba elegir un nuevo Comité y pasaban ahí reunidos la noche y la madrugada en vela. Se reunieron para hallar de una vez por todas una solución al problema del asedio de la policía en Chilpancingo en la última semana. De ese lado no habría futuro. Irían más lejos esta vez, al otro lado del mapa, hacia el norte, donde, creían, las cosas con la policía no serían la mayor de las di cultades. La meta era el crucero de carreteras de Huitzuco, un pueblo cercano a Iguala que se halla a ciento treinta y siete kilómetros de distancia de Tixtla, menos de dos horas de viaje desde la Normal. Allí el trá co era denso y lento. Las bases de las cuatro academias aceptaron llevar a cabo la actividad para el día siguiente. La reunión se levantó esa noche con el acuerdo. ** Lo que más odia Bernardo Flores en la vida son las labores del campo. El padre de Bernardo, un campesino de la Costa Grande de Guerrero, comparte su mismo nombre, pero poco más que eso. A pesar de ser alto, de espaldas anchas y piernas escuálidas como él, hay pocas cosas que Bernardo detestara más que trabajar la tierra como su padre. Aunque en San Juan de las Flores se dan muy bien el mamey, el café y la ciruela Guinea, la siembra de maíz de riego y de temporal, así como la cosecha de frijol, para él, esa abundancia se traducía en una tortura.
  • 37. Por las tardes Bernardo volvía a su casa, la espalda adolorida, y le juraba a su madre Isabel que él sí estudiaría. Sería profesor como ella para no tener que pasar una vida entera dedicada al suplicio al que su padre se había consagrado por unos pocos pesos. Su madre, la profesora Isabel Alcaraz, tenía veinticinco años de servicio en la primaria rural. Había decidido abandonar desde joven su natal Tixtla para estudiar en la Normal Manuel Altamirano de la capital del país. Fue ella, antes que su padre, el ejemplo a seguir para Bernardo, el hijo con el que más cercanía tuvo. Cuando Bernardo era niño, él e Isabel pasaban juntos las noches en la mesa del comedor haciendo planas con las vocales y las consonantes, bajo la luz amarillenta del único foco. Bernardo era paciente y dedicado. A diferencia de las campesinas, no renegaba de las tareas intelectuales que le encargaba su madre. Las disfrutaba. La profesora Isabel había comprado en abonos mensuales de un año una Enciclopedia General de doce tomos y la Cajita Mágica de Inglés de Disney. Bernardo y ella pasaban buen tiempo hojeándolas por placer o investigando temas de su interés. Bernardo aprendió a escribir y a leer mucho antes de entrar a la primaria. Bernardo egresó de la Preparatoria Popular de su natal San Juan de las Flores. Por ser uno de los cinco mejores promedios de la escuela, era el sargento de la escolta. También era uno de los más disciplinados. Al graduarse, sin embargo, no soportó más que un año trabajando con su padre en el cultivo antes de tomar la decisión de rebelarse e inscribirse en Ayotzinapa. Su propósito de vida no podía ser más claro. Iba a ser profesor como su madre, como sus tías, como sus abuelos maternos. Sólo con esfuerzo se obtiene el dinero, decía su padre cuando lo veía padecer los estragos del trabajo físico, a sabiendas de que Bernardo prefería estar con la nariz metida en la enciclopedia. No hay caminos cortos, ni formas fáciles, volvía a decir su padre, receloso de las horas que pasaba Bernardo entre esos objetos dignos de descon anza que para él eran los libros. Pero el esfuerzo extenuante de preparar la tierra no pagaba para Bernardo sino ampollas en las manos y un dolor de brazos y de cintura que no se iban con nada. Papá, dijo Bernardo a los dieciocho años.
  • 38. Su padre dejó el arado y volteó a mirarlo por debajo del ala del sombrero de palma. ¿No te da coraje? ¿De qué hablas? Nos partimos el lomo todo el día por nada. No entiendo, dijo su padre limpiándose el sudor con el antebrazo. Regalas tu cosecha por muy poco. Es lo que hay. No me parece justo. Esta vez su padre arrugó la frente y se quitó el sombrero. Así ha sido siempre y así seguirá siendo, dijo. Es lo que hacía mi padre y su padre antes que él. Esta tierra es la que nos dio un hogar. No debería ser así, dijo Bernardo. Tu trabajo vale mucho más que unos pesos. Las cosas deberían cambiar en este país. Su padre pestañeó un momento y luego escupió a la tierra. Bernardo. ¿Qué? ¿Entonces piensas quedarte ahí parado todo el día? Estoy cansado, pa, dijo Bernardo poniéndose en cuclillas, el machete hincado en la tierra fértil. Bernardo. ¿Qué? Ni siquiera hemos empezado. ** Un cuerpo digno de recibir el sobrenombre de un personaje de cción colosal debe ser bien alimentado. A Bernardo Flores, el Cochiloco, como poquísimas cosas en esta vida, le gustaba comer bien. Su madre, Isabel, no escatimó esfuerzos para ver crecer fuerte y saludable a su retoño. Por ejemplo, no era necesario que ocurriera una fecha especial para que le cocinara al consentido de sus hijos una cacerola entera de pollo ranchero acompañada de una guarnición generosa de papas y verduras. El tiempo que Isabel demoraba en preparar la mezcla de especias para marinar el pollo antes de cocinarlo era mínimo en comparación con los segundos que le tomaba a
  • 39. Bernardo, su Nandito, hacerlo desaparecer de la mesa. Cuando sus hijos Pedro y Oddette llegaban a comer, alcanzaban sólo a rebañar la cacerola con una tortilla y, con suerte, a mordisquear un muslo o un ala. Isabel, la cara redonda y colorada como la de Bernardo, los mismos ojos de color avellana translúcidos, le dedicaba una mirada amorosa a su niño.   ** El 26 de septiembre, los muchachos del Comité encargados de tomar los veinticinco autobuses que les requería la FECSM llegaron a pensar que no tendrían actividad. Era alrededor de las 17:00 horas y todo transcurría con tranquilidad en la escuela. Muchos de los alumnos de segundo grado habían terminado de comer y se recluyeron enseguida en sus dormitorios para terminar las planeaciones de trabajo que debían entregar pronto. Justo eso hacía Acapulco, alumno de la segunda academia, cuando fue visitado por su compañero Bernardo Flores, el Cochiloco. Bernardo tocó a la puerta con los nudillos. No había necesidad. Estaba abierta. Bernardo era tan grande y ancho que la estrecha abertura del dormitorio le quedaba justa. Se veía ansioso. Acapulco estaba recostado sobre su colchoneta, la libreta y una pluma a un lado. Oye, paisa, dijo Bernardo. ¿Estás muy ocupado? Acapulco estiró los brazos y se cruzó de piernas. Emitió un bostezo. ¿No ves, Cochi?, dijo. Ocupadísimo. Acompáñame a una toma de unidad al crucero Huitzuco, paisa. Uy, no. Ándale, cabrón. No sé, Cochi. Nos faltan un chingo de camiones y ya casi no hay tiempo, dijo Bernardo. Deja la tarea, yo te ayudo a hacer la planeación cuando volvamos. Va, dijo Acapulco poniéndose de pie y frotándose las manos. Acapulco traía la chamarra roja con el emblema de la tortuga de la Normal. Se puso de pie y se cambió de ropa. Una playera extra sobre la que ya traía puesta para embozarse el rostro durante la actividad en caso de que apareciera la policía.
  • 40. En el exterior, en los pasillos de los dormitorios de segundo año, Acapulco llamó a un amigo de tercer grado. Era Güicho, el delegado del Comité. Güicho ya le había avisado a Acapulco que si salían ese día a actividad de lucha lo llamaran. Güicho era de los que siempre iban adelante en esas actividades, uno de los más participativos y con mayor liderazgo. Poco tiempo antes le había confesado a Acapulco que temía que las cosas se pusieran feas con las tomas de autobuses por el reciente acoso policial. No quería dejar ir solos a los de primer grado. A pesar de sus diecinueve años de edad, Güicho tenía ya uno y medio de experiencia en la lucha dentro de Ayotzinapa. No se agüite, Cochi, le dijo Güicho a Bernardo con su voz rasposa de la costa, y le palmeó la espalda. Aquí estamos para hacerle el paro. Bernardo, por primera vez en mucho tiempo, sonrió. Güicho, Acapulco y Bernardo cruzaron la cancha alambrada de voleibol, pasaron la cooperativa donde aún comían y charlaban ociosamente varios de los choferes que no irían a la actividad. Los saludaron de lejos. Doblaron a mano izquierda y se dirigieron por el pasillo de concreto destechado que asciende hasta el estacionamiento contiguo al comedor colectivo, donde Bernardo ya había solicitado a la Cartera de Transporte que se alistara un primer autobús Estrella de Oro con su respectivo operador. Como la mayoría de los estudiantes que no eran de recién ingreso acababan de comer y se habían resguardado en sus dormitorios como animales territoriales en sus madrigueras, Bernardo no encontró en el trayecto a más amigos que pudieran echarle una mano. En el estacionamiento de terracería sacó su celular, donde tenía la foto de su novia Nancy como salvapantalla, y marcó a algunos de sus conocidos que sabía que estaban en sus cuartos y que no se rehusarían. Hazme el paro, dijo por teléfono en repetidas ocasiones. Urgen esos camiones antes del día 2. No nos tardamos nada. Fue así como alrededor de Bernardo se reunieron un delegado, un miembro del Club de Orientación Política e Ideológica (conocido por sus siglas como COPIS), un encargado de módulos de producción, el encargado de Orden, a quien llamaban el Fresco, y otros miembros del Comité como Maganda y Ricardo López, titulares de carteras que por lo común no asistían a actividades por estar encargados de sus respectivas ocupaciones. A este último Bernardo lo llamó para pedirle el favor especial. Ricardo se hallaba en Chilpancingo comprando material para una clase. Volvió de inmediato a Ayotzinapa y ya no se separó de Bernardo.
  • 41. Entre los congregados por Bernardo estaba el Chane, un alumno de tercero que había ocupado la Cartera de Lucha en el ciclo lectivo anterior. Como favor especial, y ante la visible preocupación del Cochiloco, su inexperimentado sucesor, Chane, había accedido a echarle una mano. Eran cinco de segundo grado más dos de tercero, Chane y el Güero Vasca. Abordarían para cuidar los camiones con las decenas de alumnos de nuevo ingreso que se iniciaban en ese tipo de actividades. La verdad es que estaban aburridos. Así se lo dijeron a Bernardo más adelante, a bordo del autobús Estrella de Oro y entre risas. Estaban aburridos y por eso aceptaron ayudarlo. Y en parte fue cierto. La tarde en la Normal era soporífera. Era tanta la calma y tal el silencio de ese día que sólo se dejaban oír las aves congregadas en las copas de los árboles, el zumbido persistente de un panal de avispas cada vez más voluminoso en una de las esquinas de la lámina de la cancha techada de basquetbol, así como las guitarras de la rondalla en el edi cio más alto y lejano en la zona de la Normal a la que llamaban La Gloria. Radios esporádicas en las ventanas abiertas de los dormitorios de cuarto grado desde donde eran examinados por sus mayores, indiferentes a todo lo que les atribulaba a las demás academias. Un espectador hipotético podría haber hecho pasar a Bernardo y Acapulco por hermanos si los viera de espaldas. Comentaban algo sobre la tortuga de piedras verdes que los pelones de recién ingreso habían esculpido en la jardinera del comedor cuando un chicurro negro que ellos confundieron con un zanate de los que rondaban en esas tierras, se posó sobre ella. Creyeron que los pelones no llegarían. Los perros de la Normal que descansaban a la sombra alzaron la nariz. Poco a poco Bernardo y sus compañeros del Comité vieron cómo iban con uyendo desde distintos puntos de la Normal las cabezas de los pelones, relucientes bajo el sol naranja de la tarde, de diferentes estaturas pero cada una idéntica a la otra. Brazos y piernas llenos de piquetes de chinches de las colchonetas de sus dormitorios. Aullaban y hablaban mucho. Estaban de muy buen humor a pesar de venir de trabajar. Algunos caminaban abrazados y otros más aún cargaban a los hombros picos, rastrillos o palas. Los perros que advirtieron su llegada fueron a recibirlos con ladridos de gozo y se enredaron entre sus piernas. Iban vestidos como un pelotón harapiento cuyo uniforme, paradójicamente, fuera la heterogeneidad y el origen disparatado de sus prendas. Camisetas sucias y descosidas en los bordes, playeras de futbol, polos a rayas,
  • 42. polos de todos los colores con logos de marcas pirata, camisetas y sudaderas con leyendas en inglés que ellos no comprendían, como la de Doriam González Parral, el más pequeño de todos, un niño que caminaba al lado de su hermano mayor y en cuya playera azul celeste se leía que él era el «Kayser». Llevaban puesto todo eso mientras que otros que caminaban levantando el polvo del estacionamiento llevaban indistintamente camisas vaqueras o camisas formales que habían usado durante al menos una esta, la graduación de la prepa o en la iglesia. Camisas todas de dobleces vueltos sordos de tanto plancharlas por sus madres. Nada más algunos tuvieron tiempo de correr a sus dormitorios a traer un suéter. Los pantalones eran en su mayoría de mezclilla, las perneras arremangadas hasta las rodillas para no ensuciarlas al meter los pies en la tierra que terminaban de arar. Pero también había pantalones deportivos de alguno de los equipos de sus pueblos, o tomados del uniforme de educación física de la preparatoria. Y pantalones de rancheros, marrones y de poliéster, heredados de sus padres o de sus hermanos mayores, igual que los pantalones de vestir improvisados como ropa de faena que, por no ser los más idóneos, se habían desgastado en las rodillas. Las gorras y los sombreros estaban prohibidos. En su lugar, paliacates descoloridos y atados al cuello, a la cabeza o guardados en el bolsillo roto del pantalón. Unos iban descalzos mientras que otros calzaban mocasines o zapatos de o cina con hebillas doradas, usados de forma tan despreocupada como los huaraches más cómodos que mostraban sin pena unas uñas gruesas y resquebrajadas, como las de los campesinos más viejos. Ese ejército escandaloso de desarrapados llegaba de distintas zonas de la Normal a atender el llamado del titular de la Cartera de Lucha como una tribu de comanches perdida en el tiempo. Los de segundo y tercero ni siquiera podían distinguirlos. Para ellos los pelones eran tan iguales como bullangueros. Y no eran pocos. En unos minutos el estacionamiento en el que aguardaban el primer autobús se fue llenando con más de cien de ellos. El griterío espabiló al resto de los perros, los más viejos, el Canelo y la Negra, que dejaron sus escondites a la sombra. ¡Oye, Cochiloco!, gritaron los últimos muchachos de segundo grado que salían del comedor. ¡Pon orden a esas perras! Hubo carcajadas. Willy y el Botas, de segundo año, eran los encargados del Comité en los módulos de producción, y volvían detrás de los chicos de nuevo ingreso como si
  • 43. trajeran de vuelta a casa a un rebaño perdido y recién esquilmado. Bernardo les agradeció con la mano en alto, el semblante serio. Los de primer año, salvo el grupo A y el A bilingüe, aún no comenzaban clases después de la semana de prueba. Una parte había estado ocupada desde las 16:00 horas limpiando las tres milpas de la Normal, que estaban algo crecidas. Allí sembraban maíz, cempasúchil, la or de los muertos que en esa región se da todo el año, y otro tipo más de or roja a la que llamaban terciopelo. El resto venía llegando de alimentar a los puercos, de excavar para asentar los postes alrededor del nuevo cultivo de plátanos o de trabajar en las labores de albañilería en el estacionamiento principal, donde ese día terminaron de montar todo el piso. Ese 26 de septiembre y el día anterior, muchos de los pelones pusieron sus rmas sobre el cemento fresco y lo cubrieron con pliegos de plástico en previsión de las inminentes lluvias. José Ángel Campos, el de mayor experiencia en albañilería, tuvo la idea de conservar el recuerdo del trabajo colectivo con el grabado de una tortuga y la leyenda AYOTZINAPA GENERACIÓN 2014-2018. Se les veía muy contentos. ** En marzo de 2014, varias muchachas del Comité de la Normal de Tamazulápam, en Oaxaca, entre las que se hallaba Nancy, viajaron a Ayotzinapa para discutir algunos asuntos. Bernardo y Nancy, como representantes de sus respectivos comités, congeniaron de inmediato. Al terminar la reunión intercambiaron cuentas de Facebook y un tímido saludo con emojis a través de WhatsApp. Les costó despedirse, pero lo hicieron con la promesa de escribirse y encontrarse pronto. A partir de ese día, Bernardo era el primero de los miembros del comité en apuntarse para las comisiones que debían viajar a Tamazulápam. Empezaron a salir. Durante los cinco meses que duró la relación, Bernardo cumplió con puntualidad cada una de las citas que entabló con Nancy. A diferencia de otros muchachos de Relaciones Exteriores que tenían una novia por cada Normal Rural del país, Bernardo sólo tenía ojos para Nancy. Su Nancy. Bernardo le había prometido viajar a Oaxaca en septiembre de ese año después de la actividad de Iguala. Fue la única vez que rompió una promesa.
  • 44. ** En esos momentos, Bernardo solía tener cabeza sólo para Nancy. Era una presencia que colmaba no sólo el espacio de su mente donde debían habitar cosas más apremiantes como la logística de las actividades de la Cartera de Lucha, sino que Nancy se colaba además a espacios tan poco concurridos últimamente como el corazón del Cochiloco. Nancy. Había salido con ella. Pero salir, en este caso, no era sino un eufemismo para lo que realmente habían hecho Nancy y él y para todo lo que Bernardo sentía por ella. Aunque en realidad no hubieran hecho todavía tanto como Bernardo deseaba; aunque sintiera por Nancy bastante más de lo que se permitía reconocer delante de sus compañeros de dormitorio e incluso para sí mismo. Bernardo estaba enculado. Era lo que decían sus compañeros de la segunda academia cuando lo veían pasar horas escribiéndose con Nancy en el messenger de Facebook o vía WhatsApp, sonriendo estúpidamente y sin razón aparente durante las clases o las reuniones del Comité. El fondo de pantalla del celular de Bernardo era la imagen del rostro sonriente de Nancy. Lo miraba a todas horas. A veces sus compañeros lo agarraban por sorpresa, se lo arrebataban y besaban la pantalla para fastidiarlo. Qué buenos pulmones tiene tu morra, Cochi. Se ve muy saludable. Era una selfie que Nancy se tomó en Oaxaca para Bernardo y sobre la que ella había dibujado un corazón rosa. A veces sus compañeros de dormitorio lo descubrían durmiendo con el celular abrazado. ** El autobús Estrella de Oro con identi cación 1568 quedó saturado cuando la carretada de más de noventa muchachos rapados lo abordaron a toda prisa. El clima esa tarde era templado y algunas nubes empezaban a acumularse en el cielo, provenientes del Pací co, pero Bernardo sudaba frío para poner orden. El Estrella de Oro ensayó avanzar unos metros por el pasillo de terracería que va del estacionamiento posterior hasta el portón de la salida principal
  • 45. rodeando el edi cio del auditorio y la biblioteca, pero el operador hizo de pronto un alto. Me van a chingar la suspensión, dijo moviendo el brazo como una pala para que abandonaran su camión enseguida. Es a mí al que se lo cobra la empresa. Bernardo y los otros muchachos del Comité discutieron con el chofer para saber qué ocurría. Tenían sobrepeso. Decidieron entonces que los miembros del club de Rondalla y los de la Banda de Guerra quedaran exentos de participar en la actividad. Bernardo lo consultó con los otros miembros de Orden. Aún así seguían siendo demasiados. El encargado de la Cartera de Deportes llegó a solicitar que les dieran permiso a tres de los pelones que estaban subidos en el autobús. Eran miembros del equipo de voleibol, de los más altos, entre ellos el que apodaban el Cocho, quien por nada quería perderse la actividad. Tenían partido a las 18:00 horas en la liga municipal. Ese día ganó Ayotzinapa. Todos los pelones restantes debieron repartirse en un segundo autobús que mandó traer la Cartera de Transporte de la cancha de futbol. Era un Estrella de Oro con identi cación 1531 de los que habían tomado en esos últimos días. Ordenaron bajar del primer autobús a los del club de Danza, pero más tarde, temiendo que hicieran falta muchachos para tomar más camiones, Bernardo los llamó para que regresaran. Subieron al segundo Estrella de Oro, entre ellos un aco de nariz a lada al que nombraban Amolonga y que antes de que lo raparan los de la cuarta academia usaba un peinado mohicano. Él, como sus compañeros de Danza, creyó que no iría. Tuvieron la tarde libre. El profesor encargado del taller les había entregado los trajes multicolores de la Danza de los Manueles para que los lavaran; las máscaras y los botines con clavos en la suela para que los bolearan. Debían ensayar la Danza de los Chivos, pero no lo hicieron. Estaban invitados a un pendón en un pueblo cercano en próximos días y tenían que estar listos los trajes. Aun así, Amolonga y los de Danza subieron a ese segundo camión. Alrededor de las 17:30 horas por n salieron los dos autobuses. Tal como convino la base una noche antes, iban con el objetivo de apropiarse en Huitzuco de al menos dos unidades más. Para muchos, ésta era su primera actividad de lucha lejos de la escuela. No obstante, cincuenta de esos mismos alumnos de nuevo ingreso ya había salido en un viaje a Jalisco en agosto para apoyar a sus compañeros de la Normal Rural de Atequiza. Fue el propio Güicho, el delegado del Comité, quien los llevó en esa
  • 46. ocasión. Quienes lo reconocieron, como su amigo Jorge Aníbal Cruz Mendoza de primer año, lo saludaron contentos y subieron al segundo camión, donde había subido él. Era un grupo de nuevos amigos que compartía no sólo la excitante experiencia de su primer viaje en conjunto, sino un código fraterno que se había forjado con base en el esfuerzo y sufrimiento conllevados durante las semanas que les costó ganarse un sitio en Ayotzinapa de entre cuatrocientos aspirantes. No era la prosperidad sino la carencia lo que los hermanaba. El suyo era un código que no era preciso enunciar pero que formaba nexos indestructibles dentro de esa colectividad. Una colectividad que a su vez fungía como n último, aquello que le daba sentido y cauce a cada una de sus individualidades consagradas a conformar algo mayor, algo mucho más grande y sólido. Eran hermanos por elección y sabían que no volverían a estar solos. Estaban en los huesos, rapados y colorados por el sol, adoloridos por el trabajo en las parcelas, desvelados por tantas noches en el círculo de estudio, pero con los ojos y los dientes blanquísimos por las sonrisas y más unidos que nunca. Todos, sin excepción, provenían de familias pobres. Algunos de familias rotas. Algunos más se las habían arreglado siempre solos. Ahora contaban con un gran grupo de hermanos que jamás les fallaría. Podrían jurarlo a ciegas porque muchas veces se había puesto a prueba ese lazo, y esas veces resultó irrompible. Es sabido que cualquier rito en el que no haya derramamiento de sangre es un simple simulacro. Y el suyo, en cambio, había sido genuino. Era una tribu que había pasado por un rito de fuego del que no había vuelta a atrás. El ambiente esa tarde en los dos autobuses Estrella de Oro que partían hacia Huitzuco era inmejorable. Una esta. Con todo, a algunos se les notaba inquietos. Alexander Mora Venancio, al que le decían la Roca por su fama recién ganada, no dejaba de morderse los dedos. Era alto y fuerte, a tal grado de merecerse el apodo de un luchador de la WWE. Alrededor de él se procuraron un asiento algunos de sus compañeros de dormitorio, que jamás se separaban. En ese par de meses se habían consolidado como uno de los grupos más unidos. En él estaba Jorge Antonio Tizapa Legideño, a quien empezaban a llamar el Perezoso por quedarse dormido en cada actividad. Tizapa era tan alto como Alexander, pero ese día iba encorvado sobre su celular, preguntándole a su ex cómo estaba su hija de año y medio. Había sido padre a los dieciocho y chofer como Alexander antes de entrar a la Normal. Tizapa cayó dormido con el celular en las manos.
  • 47. Mientras tanto, Cutberto Ortiz Ramos, el Komander, otro miembro del grupo, veía videos y se aprendía los chistes de su nuevo héroe, Polo Polo, en YouTube. Llevaba un bigote que parecía más un bozo adolescente, y la lengua de fuera, como cuando se concentraba en resolver un problema de matemáticas, en las que no daba una. Del mismo dormitorio iban en los asientos contiguos Moreno, el Chaparro y el Grande que, quién iba a saberlo, esa noche correría aterrado y extraviado por las calles de una ciudad desconocida antes de desertar de la escuela. Todos echaban de menos a sus otros compañeros de dormitorio. Apango y el Xalpa, Julio César Ramírez Nava, el Fierro, y Daniel Solís Gallardo, el Chino. Estos últimos se perderían de la diversión por ser parte del club de Banda de Guerra y por haber ido a donar sangre, respectivamente. Ni Alexander ni Tizapa, ni el resto, amontonados a esas horas como salchichas en los dos autobuses, tenían modo de saber que aquellos dos últimos compañeros de dormitorio, eximidos hasta esas horas de cualquier sobresalto o tragedia, correrían la peor de las suertes del grupo. A pesar de su notoria intranquilidad, en torno a Alexander los muchachos se sentían seguros. Sabían que si se presentaba algún percance, ya fuera con los muchachos del Comité o con la policía, él estaría allí para protegerlos, como hacían él y Julio César Ramírez, el Fierro, siempre que los de grados mayores trataban de meterse con su grupo. Alexander, el Fierro y su grupo eran respetados incluso por los de cuarto año. ¡Oye, chof!, le gritó desde el pasillo del primer autobús Cutberto Ortiz Ramos, alias el Komander. ¡No vamos a un velorio! ¡Pon música! Se oyeron risas. ¡Música!, gritaron otros. ¡Música! El conductor obedeció. Una canción de Calibre 50 empezó a sonar a todo volumen en los altavoces del Estrella de Oro y los muchachos aullaron y aplaudieron. ** Cuando Bernardo tenía cinco años de edad, nada le costaba más trabajo que usar zapatos. Los odiaba. Nada que ver con sus Converse blancos con los que jugaba basquetbol durante la preparatoria y que jamás se quitaba. Isabel sufría durante
  • 48. el tercer año de kínder para que su hijo dejara puestos los zapatos en su lugar al menos por una hora. Había perdido la cuenta de cuántos pares había extraviado o de cuántos zapatos huérfanos le habían sobrevivido. La maestra de preescolar de Bernardo estaba acostumbrada a verlo descalzo por todo el salón, las plantas de los pies negras. Aunque lo comentó con Isabel, su colega, poco a poco la profesora se fue resignando a verlo correr descalzo y sin calcetines durante las actividades. Pero ocurrió que la profesora de preescolar amiga de Isabel fue reemplazada por una nueva. La nueva profesora se llamaba Maité. Maité se cansó de llamarle la atención al pequeño Bernardo para que se pusiera los zapatos durante las clases. Eran unos Bubble-Gummers de gamuza marrón y suela de migajón que terminaban tirados en cualquier lado. Con ninguna de las formas en que se lo pedía a Bernardo le hacía caso. La maestra Maité mandó llamar a Isabel para exponerle el caso. Aunque Isabel también le insistió a Bernardo sobre la importancia de estar calzado durante las clases, cada vez que pasaba por él al terminar la escuela, ella misma tenía que dedicarse un rato a buscar sin remedio por todo el salón el par de Bubble-Gummers casi nuevos. Maité, la nueva profesora, un día ideó una estrategia. Yordi, ven, dijo Maité. ¿Sí, maestra? ¿Ves a Nandito?, dijo. Ajá. Está distraído allá en la esquina con los libros. No trae puestos sus zapatos. Te voy a pedir un favor. Sí, maestra. Toma sus Bubble-Gummers y llévatelos al otro salón. Yordi pestañeó sin entender. Dile a la otra maestra que se los encargo hasta que sea la hora de salida. Yordi tomó indeciso los zapatos de su mejor amigo Bernardo y dudó por un minuto. Aceptar aquella orden implicaba una gran traición. Corre, dijo la maestra. Llévatelos antes de que Nandito se dé cuenta. Sólo entonces Yordi obedeció. Cuando estuvo de regreso en el salón, Yordi se dedicó a terminar su pintura como si nada hubiera ocurrido. Lo cierto es que su conciencia no le permitía concentrarse. El resto del día Bernardo realizó sin contratiempos las actividades
  • 49. de la clase, jugó con los otros niños durante el recreo y no echó de menos, ni por un minuto, sus zapatos, esos instrumentos de tortura. Llegó la hora de la salida. La maestra Maité pidió al grupo que alistara sus cosas. Bernardo fue el último en hacerlo. Tenía sus crayolas y su mochila listas, había entregado su pintura a la maestra, pero algo le faltaba. Daba vueltas angustiado alrededor de su lugar. ¿Se te perdió algo, Nandito?, dijo la profesora. Bernardo la miró con los ojos acuosos. Yordi no resistía más. La cara colorada por el esfuerzo. Debió taparse la boca para no contravenir la orden de la profesora aun a costa de la angustia de su mejor amigo. Parece que Nandito perdió sus zapatos, dijo la maestra. Nadie va a irse a su casa hasta que los encontremos. Se oyeron reclamos de los niños. ¡Todos a buscar! A Yordi ese terrible secreto lo as xiaba como una bola de pelo atorada en la garganta. Pasaron diez minutos sin que dieran con los Bubble-Gummers. Luego veinte. Los niños buscaron enfadados en las cajas de plástico y detrás de los estantes donde guardaban el material didáctico, debajo de la alfombra de foamy en forma de rompecabezas, entre los libros, y no faltó quien hiciera pasar sus propios zapatos por los perdidos, ni el que se animara a esculcar en el escritorio de la profesora con tal de irse a su casa. Nada. Los niños se impacientaban y miraban con odio al pequeño Bernardo. Estaban cansados y tenían hambre. Finalmente, la maestra Maité llamó a Bernardo. Nandito, ¿por qué te niegas a usar zapatos? Bernardo, mirando al suelo, dijo nada. La verdad es que en su casa jamás los usaban. Únicamente sandalias. Por qué tenía que cargar él con ellos y encima ser castigado por no hacerlo. Él era el sargento de la escolta, el mejor promedio del grupo. No tenían derecho a humillarlo de esa forma. Si los encontramos voy a tener que pegártelos a los pies con pegamento, dijo la maestra. A Bernardo se le aceleró el corazón como un gorrión. ¿Pegamento en sus pies? Viviría con unos Bubble-Gummers pegados hasta que fuera adulto y sus dedos se salieran por las puntas como había visto que le pasaba a los hombres- lobo con la luna llena.
  • 50. Yordi, desde su lugar, se tapó la cara con las manos al oír el castigo que le esperaba a su mejor amigo. Era, en parte, su culpa. Bernardo comenzó a llorar delante del grupo. Yo me los llevé, gritó Yordi cuando no pudo ver a sufrir más a su amigo. Yo me los llevé. A partir de ese día Bernardo jamás volvió a perder unos zapatos. Más aún: empezó a coleccionarlos. ** Pasadas las 19:00 horas, los dos autobuses Estrella de Oro provenientes de Ayotzinapa arribaron uno detrás del otro al crucero de Huitzuco, al cabo de menos de dos horas de viaje y más de ciento veinte kilómetros de carretera. El que tenía la identi cación 1568 iba a la cabeza. En él viajaban Bernardo Flores y sus compañeros de segundo año, junto a la mayoría de los estudiantes de primer grado ahora desaparecidos. El cielo aún estaba claro. En los alrededores lo único que podía verse era el enorme letrero del restaurante La Palma y el paraje de una colonia conocida como El Rancho del Cura. Los más de noventa normalistas repartidos entre los dos camiones estiraron el cuello por encima de sus asientos cuando percibieron que los vehículos bajaban la velocidad. La música dejó de sonar. El silencio que sobrevino puso hielo a la atmósfera. Aquellos que dormían, como al que llamaban el Relax, abrieron los ojos. Los que hablaban y reían se quedaron de repente callados. Incluso el Komander, que había montado un show a mitad del pasillo con sus chistes, se volvió una tabla. Los cincuenta de ese camión miraron al frente. La carretera se bifurcaba delante de ellos, Huitzuco hacia el oriente, e Iguala en línea recta. Lo que sintieron a continuación fue la calma eléctrica y el silencio desquiciante que preceden o bien a una calma aún mayor o a un siniestro. Al lo de la carretera, Bernardo y seis muchachos de los grados superiores bajaron para reunirse en medio de los dos autobuses con los motores y las luces preventivas encendidas. Acordaron que, dado que eran tantos, lo óptimo sería dividirse en dos grupos. El primer autobús, el Estrella de Oro 1568 que encabezaba Bernardo, iría a botear para recabar fondos hasta la caseta de cobro de la carretera federal Chilpancingo-Iguala. El segundo, el 1531, donde iban