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Breve panorama del microrrelato en Chile.
Los narradores actuales.
Para Juan Armando Epple,
que puso los fundamentos.
Aunque los orígenes del microrrelato, tal y como hoy lo entendemos, es preciso
buscarlos en los años que transcurren entre el Romanticismo y la crisis de Fin de
siglo, con el Modernismo; por lo que sabemos hasta ahora, y siguiendo los trabajos
del siempre fiable Juan Armando Epple, el punto de partida más noble en Chile quizá
se encuentre unas décadas más tarde, en la renovadora literatura de Vicente
Huidobro. Del mismo modo que en España podemos hallarlo en textos de Juan
Ramón Jiménez y Ramón Gómez de la Serna; de Julio Torri y Alfonso Reyes, en
México; o de Leopoldo Lugones en Argentina, mientras no se demuestre lo contrario.
Sea como fuere, lo cierto es que, en 1888, apareció en Valparaíso Azul, el libro de
Rubén Darío, ciudad en la que el nicaragüense trabajaba como funcionario de
aduanas, y también en el diario La Época, de Santiago de Chile. En sus páginas
encontramos ya algunos microrrelatos.
Pero volviendo al fundador del creacionismo, primero en Vientos contrarios
(1926) y más tarde en los llamados “Cuentos diminutos” (La Nación, Santiago de
Chile, 5 de noviembre de 1939), aunque estos formarán parte de un proyecto iniciado
en 1927, titulado del mismo modo, Huidobro publica tres textos brevísimos, que
comparten el motivo del doble, y que son los que suelen recogerse en las antologías
del género: “La joven del abrigo largo”, “La hija del guardaagujas” y “Tragedia”1.
Luego, entre los años cuarenta y sesenta, apunta Epple, sólo aparecen
microrrelatos aislados, incluidos en volúmenes de cuentos. Por fin, a partir de 1970,
lo cultivan, con preferencia, al menos, cuatro escritores: Alfonso Alcalde (1921-1992),
con Epifanía cruda (1974); Raquel Jodorowski (1927), a quien debemos los Cuentos
para cerebros detenidos. Con licencia de los superiores, (1974); Hernán Lavín Cerda
(1939), autor de La crujidera de la viuda (1971) y de El que a hierro mata (1974),
exiliado en México en 19732; y el pintor y escritor Adolfo Couve (1940-1998), autor de
1. Por lo que se refiere a la narrativa brevísima de Vicente Huidobro, tengo en cuenta los trabajos de
María Ángeles Pérez López, Los signos infinitos. Un estudio de la obra narrativa de Vicente
Huidobro, Edicions de la Universitat de Lleida-Asociación española de Estudios Hispanoamericanos,
Lérida, 1998; y Juan Armando Epple, “Algo más que risas y burlas: las ficciones breves de Vicente
Huidobro”, en Andrés Cáceres Milnes y Eddie Morales Piña, eds., Asedios a una nueva categoría
textual: el microrrelato, Universidad de Playa Ancha, Valparaíso, 2005, pp. 121-136.
2. Sobre su primer libro, le comenta lo siguiente a Pedro Pablo Guerrero, tras preguntarle cómo nace
en su obra la vertiente barroca y culterana. “Yo creo que empieza el año 71 cuando publiqué mi primer
2
Los desórdenes de junio (1970). Y nótese que dos de ellos, publican en 1974 libros de
microrrelatos, con lo que la citada fecha podría servir de punto de partida para el
reciente desarrollo del género, como me sugiere Epple.
Sin olvidarme de ellos, de sus aportaciones, en las que no puedo detenerme
por ahora, deseo centrar esta breve presentación en los textos narrativos brevísimos,
en los microrrelatos que aparecen a partir de esas fechas, aunque antes me gustaría
dejar constancia también de otros escritores que atendieron el género, como son
Fernando Alegría (1918-2005), autor de la magnífica novela Caballo de copas (1957);
Alejandro Jodorowski (1929), dedicado en los últimos tiempos a la psicomagia;
Virginia Vidal (1932), Poli Délano (1936), Andrés Gallardo (1941) y Pedro Guillermo
Jara (1950).
Me centraré, por tanto, en la obra de Juan Armando Epple (1949), y en la de
algunos de los autores de una de las generaciones literarias que cuenta con más
denominaciones (generación NN, generación del 73, generación de los ochenta,
generación Post golpe o generación marginal), y todo ello a pesar de lo devaluado
que se halla hoy, en los estudios literarios, el concepto de generación, y que estaría
compuesta por Pía Barros (1956), Diego Muñoz Valenzuela (1956), Lilian Elphick
(1959) y Gabriela Aguilera (1960). En el futuro, espero poder prestarle también
atención a la obra de Carlos Iturra (1956) y Max Valdés Avilés (1963), con lo que el
panorama quedaría más matizado.
Tras el golpe de estado de 1973 (sorprende que todavía en fechas tan recientes,
en el 2005, historiadores chilenos de la literatura se refieran al golpe con eufemismos
como “la fractura histórico cultural” o “el quiebre institucional”) y el regreso a la
democracia en 1990, todo debió cocerse en la década de los noventa y los comienzos
de este nuevo siglo, cuando se gestan y publican las cuatro imprescindibles antologías
de Juan Armando Epple: Brevísima relación del cuento breve de Chile (1989); Para
empezar. Cien microcuentos hispanoamericanos (1990), con Jim Heinrich;
Brevísima relación. Nueva antología del microcuento hispanoamericano (1999) y
Cien microcuentos chilenos (2002). Mientras que los libros clave, al respecto, quizá
sean: la obra de Pía Barros (Miedos transitorios, 1986; A horcajadas, 1990; Signos
libro de relatos, La crujidera de la viuda, que editó Siglo XXI en México. No sé quién escribió la
solapa, pero allí me alineaban en la revolución sintáctica que abrió Guimaraes Rosa y decían que mi
prosa era como leer una partitura musical. En realidad, era narrativa que estaba muy cercana a la
poesía. Tengo sospechas de que eso me viene de lecturas como Los pasos perdidos, de Carpentier,
Rayuela, de Cortázar y Adán Buenosayres, de Marechal, que fueron libros que subrayé muchísimo.
Más tarde, al llegar a México vino el descubrimiento de esa prosa fascinante que está de Ecuador hacia
el norte: Severo Sarduy, Lezama Lima...”, El Mercurio (Santiago de Chile), 29 de mayo de 1999.
3
bajo la piel, 1994; Llamadas perdidas, 2006; y La Grandmother y otros, 2008),
Juan Armando Epple (Con tinta sangre, 1999 y 2004), Diego Muñoz Valenzuela
(Ángeles y verdugos, 2002, y De monstruos y bellezas, 2007)3 y Lilian Elphik (Ojo
travieso, 2007).
Por lo que se refiere a las editoriales, tras la aparición de diversos libros en
México y Buenos Aires durante la dictadura, tomarán el relevo definitivo Mosquito y
Asterión, ambas casas editoriales de Santiago de Chile. La peculiaridad de la segunda
estriba en que tanto Pía Barros como Gabriela Aguilera forman parte activa de ella,
junto a Susana Sánchez Bravo, al tiempo que componen el llamado Círculo de las
Bacantes, en calidad de autoras y editoras. Habría que llamar la atención, además, a
modo de interesantes curiosidades, sobre tres heterodoxas antologías: las dos de Tito
Matamala, Pequeños cuentos de grandes amigos (2007), en la que se recogen piezas
de Carlos Iturra, Diego Muñoz Valenzuela y Ramón Díaz Eterovic, entre otros; y la
polémica recopilación Porotos granados (2008), en la que incluye textos de los
mismos nombres que acabamos de citar, a los que suma, en esta ocasión, el de Lilian
Elphick, entre muchos más; Créditos. Homenaje a Juan Armando Epple (2008), con
textos de Virginia Vidal, Lilian Elphick, Pía Barros, Gabriela Aguilera, Max Valdés
Avilés, Diego Muñoz Valenzuela y Carlos Iturra. Esta última presenta las
peculiaridades propias de los libros objeto, pues se trata de un tarjetero de visitas,
con su cajita y cubierta correspondientes, donde la primera tarjeta recoge los créditos
del libro, mientras que en cada una de las siguientes se imprime un microrrelato de
un autor distinto, hasta completar un total de treinta piezas.
Pía Barros ha cultivado todas las distancias de la prosa narrativa: cuentos,
novelas y microrrelatos. Estos últimos aparecieron, primero, intercalados en sus
libros de cuentos, y solo después, desgajados en un único volumen, publicado en
España por Thule. La autora se vale de diversos y variados registros. Así, el de la
mujer feminista, la madre, el ser políticamente consciente y comprometido y el de la
escritora, por sólo recordar ahora los que me parecen más significativos. De su libro
de 1986 procede “Golpe”, que reproduce, en cinco líneas, el diálogo de un niño con su
madre, que responde a la pregunta comprometedora del hijo: “¿Qué es un golpe?”. La
madre le contesta con la acepción cotidiana: “algo que duele muchísimo y deja
amoratado el lugar donde te dio”. Pero, el niño, que no se refería a eso, y que ha
debido de oír la expresión en la calle o en boca de sus padres, comenta el narrador
que se acercó a la puerta de su casa para descubrir que “todo el país que le cupo en la
3. Para una aproximación a los microrrelatos de Muñoz Valenzuela, ver Morales Piña (2005: 321-331).
4
mirada tenía un tinte violáceo”. Así, observamos el golpe de estado de Pinochet a
través de los ojos de un niño, como si de uno de los amiguitos de Mafalda se tratara.
El titulado “Sin claudicar” (la dedicatoria reza: “A Susana Sánchez,/ respondiendo a
su Valparaíso./ A Marjorie, también porteña”) forma parte del libro de 1994, Signos
bajo la piel, de lo que podríamos llamar la serie de “Ella y Él”. La autora empieza así,
presentando a los dos protagonistas: “Aquí está ella, la más barata del puerto, la del
corazón grande, navegante e inconcluso para siempre, los mástiles abiertos para
él...”; “es uno más de hombros anchos y poderosos, uno más sin afeitar y la expresión
compungida de los hombres abyectos y desnudos”. Después, nos muestra no sólo la
circunstancia y la relación entre ellos, que no es lo que pudiera parecer (“él, a quien
ha dejado creer que la posee cuando es en realidad ella la que permite que le hunda
su proa en esa pieza angosta y helada”); sino también la sórdida estancia en la que se
encuentra (“esa pieza angosta y helada, frente al lavatorio de agua sucia y al espejo
que ya ni refleja de cansancio”). Así pues, “esa pieza angosta y helada” es polisémica
ya que no sólo se refiere al sexo de la prostituta, sino también a la habitación. El
espejo no desempeña, esta vez, la función que le suele ser propia en la narrativa
fantástica, en ninguna de sus infinitas variantes; sino que es símbolo del paso del
tiempo, pues “ya ni refleja el cansancio”, de viejo que está; pero, además, “en un
extremo tiene su carnet que certifica cincuenta años junto a esa guirnalda atesorada
desde la última navidad en que fue niña”.
Aquí está ella, la más barata del puerto, la del corazón grande, navegante e
inconcluso para siempre, los mástiles abiertos para él, que es uno más de hombros
anchos y poderosos, uno más sin afeitar y la expresión compungida de los hombres
abyectos y desnudos, él, a quien ha dejado creer que la posee cuando es en realidad
ella la que permite que le hunda su proa en esa pieza angosta y helada, frente al
lavatorio de agua sucia y al espejo que ya ni refleja de cansancio, y que en un
extremo tiene su carnet que certifica cincuenta años junto a esa guirnalda atesorada
desde la última navidad en que fue niña.
Así, del agustiniano “Yo soy aquél...”, que empleó Rubén Darío, al “Aquí está
ella...”. Inmediatamente después, elude su condición de prostituta. Podemos
entender por la dedicatoria, que la más barata del puerto de Valparaíso. Pía Barros se
vale, además, del léxico marinero. Así, ella posee un corazón “navegante”, y “los
mástiles” abiertos para él, cuyo sexo –se apunta- es una “proa”. El microrrelato, a
5
pesar de la dura historia que narra (el encuentro de una puta madura, de corazón
generoso, con un tipo abyecto y malencarado), a partir de la contraposición entre ella
y él, empieza y concluye con un tono lírico, que no desmerece al de un buen poema.
Repitamos, pues, el arranque: “Aquí está ella, la más barata del puerto, la del corazón
grande, navegante e inconcluso para siempre, los mástiles abiertos para él...”; y el
desenlace: “en un extremo [del espejo] tiene su carnet que certifica cincuenta años
junto a esa guirnalda atesorada desde la última navidad en que fue niña”. Podría
decirse, por otra parte, que se trata de un microrrelato con ribetes cinematográficos,
pues de los enfoques sobre ella y él, se pasa al momento de la penetración e
inmeditamente al cuarto que ocupan, para centrarse en una especie de zoom, en los
detalles del espejo. Todos los componentes (la puta y el cliente, el momento de la
penetración, el espejo, el carnet y la guirnalda), tantos los humanos como los objetos,
resultan igual de arquetípicos.
De su libro del 2008, La Grandmother y otros, voy a seleccionar cinco
microrrelatos extremadamente breves, que me parecen representativos del conjunto
de su obra, de los diversos temas y estilos que utiliza. Me refiero a “De utilidad
pública”, “Madres”, “Maquillajes”, “La ahogada”, “Paisaje urbano” e “Invisibilidad”.
El primero adopta la forma de un anuncio por palabras y podría leerse como un
homenaje a todas las maríaskodamas posibles. Este formato, el del anuncio por
palabras, ha dado mucho juego también en los monólogos humorísticos, de los que
puede valer como ejemplo el conjunto que sirvió de base en el último espectáculo
teatral que interpretara el extraordinario actor español Fernando Fernán-Gómez,
antes de fallecer en el 2007. En “Madres” se cuenta el viaje que realiza una mujer a su
propia esencia, en cuatro etapas, en las que su hijo llora, mama y se queda por fin
satisfecho junto a ella. Con todo, el bebé, precisamente al alimentarse del pecho de la
madre, “se la come, la deglute”, hasta dejarla en su esencia: en “Ella”. En el
microrrelato titulado “Maquillajes”, Pía Barros sintetiza –en tres partes
diferenciadas- la historia reciente de Chile, valiéndose para ello del maquillaje de un
rostro. Así, primero, contrapone el pasado -“el tiempo del ojo”, en que el país se fue
haciendo “oscuro, intenso, indeleble. Un país de ojos y de ayes”-, al presente: “el
tiempo que esperábamos”, en el que se ha convertido en “un país de bocas, rojas,
relucientes”. En segundo lugar, nos cuenta que la piel es pálida, si bien aquellas bocas
pintadas y ojos llorosos “desaparecen tras la raya del ojo”. Mientras que en la tercera
parte, el narrador confiesa que “a veces, tengo miedo de mi rostro”. En “La ahogada”,
narrado en segunda persona, vuelve a contarse la historia de Ofelia, como sabemos,
6
un procedimiento habitual en el género, donde suelen rememorarse o reescribirse
episodios de la historia o de la literatura. Aquí, se pondera la hermosura perdida de la
ahogada, alterando el orden de los hechos, pues primero se nos cuenta su
descomposición en el agua y luego “los malos sueños” que la llevaron a la muerte.
Eras hermosa antes de que el agua y los corales rasparan la piel de tus
huesos, eras realmente hermosa, antes de que los malos sueños vinieran por ti.
En “Paisaje urbano” (cf. “Orden”, de Diego Muñoz Valenzuela) las ilusiones
sentimentales de una mujer se centran en el músico albino, que toca la guitarra, con
el que procura coincidir en el autobús nocturno, en condiciones poco propicias, entre
bocinados y bruscos frenazos. Cada vez que lo encuentra, desde el último asiento del
vehículo lo escucha con los ojos entornados, lo contempla (“puede ver lo abisal de sus
ojos aguados, de su pelo blanco hasta el resplandor, de su vida en nebulosa”) y le deja
en sus manos una moneda, aunque nunca se haya atrevido a hablarle, como desearía.
“Invisibilidad” es, a la vez, la historia de la vida cotidiana de una mujer, mientras
cocina y plancha, a la que nadie tiene en cuenta, ni atiende, siquiera, y un diagnóstico
sobre los tiempos que padecemos. Como nadie lee en casa de esta mujer, tampoco se
interesan por la autobiografía que escribe; aunque espera que le hagan caso cuando la
lleven al cine, pues sólo en ese código lograrán comunicarse con ella.
Sus microrrelatos son reveladores de la conducta humana, sobre todo de la
relación que establecen ciertas parejas, pero también del individuo con el poder, de la
conducta cívica. Para ello se vale de la contraposición, la paradoja, la sátira o el
humor más liviano, utilizando un tono tierno, lírico; si bien, cuando lo cree necesario,
aparece una voz algo más bronca o descarnada. Para Pía Barros, el lenguaje, el ritmo,
las simetrías entre proposiciones, las meras imágenes, el cambio de plano, etc.,
constituyen recursos que maneja siempre con maestría para mostrarnos el envés de
las relaciones humanas, los mecanismos de dominación.
Juan Armando Epple tiene en su haber un único libro de microrrelatos, pero
de excelente factura, titulado Con tinta sangre (1999 y 2004). El volumen aparece
dividido en cuatro partes tituladas, respectivamente: “Las armas y las letras”, “Los
domingos perdidos”, “Acta est fabula” y “De la literatura y otros males”. Un total de
sesenta y nueve narraciones, entre las que hay dos que encuadraría dentro del género
cuento (“La raíz del juego” y “Balada del que fue a Zamora”), abriendo y cerrando la
segunta parte del conjunto, mientras que el resto son microrrelatos. Cinco de ellas ya
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habían sido publicadas; la más antigua data de 1974, y apareció en el número 64 de la
célebre revista de Edmundo Valadés, El cuento (México). El título, nos proporciona
una referencia en “Verso a verso”, hace referencia al procedimiento que se utilizó
para domeñar América, y Chile, desde finales del siglo XV hasta nuestros días, desde
Pedro de Valdivia a Augusto Pinochet. No en vano, varios de los textos del volumen,
aluden a la conquista española y a la represión de los años setenta y ochenta en Chile.
Buena prueba de ello es la primera y la última pieza del conjunto. “Quemar las
naves”, con la que se inicia el libro, es una versión distinta del episodio de Hernán
Cortés frente a las costas de Veracruz, en la playa de San Juan de Ulua, en donde
quemó sus naves –estamos en 1519- para que sus soldados no pudieran volverse
atrás4. Lo que ahora se relata, en cambio, es el testimonio, en primera persona, del
soldado protagonista del episodio, quien confiesa que fue él el verdadero artífice del
incendio, pues –a diferencia de Cortés- nada dejaba atrás y su único futuro estaba en
la nueva tierra. “Si había alguien en la partida con la tentación de regresar era él.
Porque él tenía una heredad donde llegar, un solar, un nombre que proteger, y un
cronista para justificar sus pasos. Pero nosotros nos embarcamos a la aventura
llevando como única heredad lo puesto. Además de los sueños. Éramos los únicos sin
nada que perder”. Así, el testimonio del soldado, un memorial dirigido al rey, arranca
con la reivindicación del “nosotros” de los soldados, frente al “yo” del capitán Cortés:
“No fue él quien conquistó esos reinos, señor (...). Fuimos nosotros...”, intentando
reivindicar para sí, las hazañas, los gestos, de la conquista.
En la pieza que cierra el volumen, “Diario de vida”, el narrador anuncia que
“hoy comienza una nueva etapa de mi vida”, para concluir el texto con el deseo de que
“Ojalá esta vez vaya mejor”. Así, pues, se inicia con una fecha, el 26 de abril de 2001,
que coincide, según el narrador, con el día de su nacimiento, pero también con el
aniversario del autor, pues Epple nació en 1946. Qué le pasó al narrador en esa fecha,
tan significativa para él, constituye un enigma. La citada Avelina Martínez es, en
efecto, la madre del autor, y Armando Orellana, forma parte de su propio nombre:
Juan Armando Epple Orellana. Con todo, al convertir a su madre en abogada y a su
padre en “dueño de casa”, anuncia un cambio de papeles en la familia. La referencia a
“Sofía Monterroso, filóloga”, en cambio, debe entenderse como un homenaje al
4. La expresión la acuña el historiador novohispano Juan Suárez Peralta, en sus Noticias históricas de
la Nueva España, publicadas tres siglos más tarde, en 1878.
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narrador guatemalteco. Mientras que las referencias al nuevo lugar de nacimiento
encierran un episodio de la vida privada que el propio autor ha preferido no revelar5.
Pero no son éstos los únicos temas. También se ocupa Epple de la represión
durante la dictadura; de las relaciones, tan complicadas como chuscas, entre los
escritores, los militares y los libros; así como con el partido, según ocurre en “Para
decir adiós”, que arranca con el remedo de uno de los más célebres versos de Rubén
Darío para jugar con la retórica propia de las separaciones amorosas:
Ayer nomás decías que si un día uno decide irse del otro, tú de mí o yo de ti,
nuestro único fracaso será sentirnos obligados a vivir de los recuerdos de aquello
que no supimos conquistar. Porque el pasado se nos alargará como una deuda
impaga y el futuro se empozará en un precario abrevadero de nostalgias.
Por eso quemé las fotos, las cartas, las postales.
También el último informe del partido.
En la tercera parte del libro, destacaría piezas como “Variaciones sobre el tema del
verdugo”, en donde el narrador cuenta, en tercera persona, las cuitas de un verdugo,
quien por un lado se considera tan necesario e incomprendido como los artistas, y por
otro, presiente que la única ejecución que le proporcionaría reconocimiento público
sería la de quien le da las órdenes; pero, a la vez, intuye, que en cuanto llevara a cabo
la muerte del mandamás, acabarían con él, sin llegar a ser reconocido, pues ni le
permitirían que se quitara la capucha. “La copa del olvido” es una historia circular en
la que el protagonista siempre encuentra una razón para beber, recurriendo a todos
los lugares comunes de la situación, desde beber para olvidar hacerlo a beber para
celebrar algún hecho. En “Que no hay delito mayor”, apelando a La vida es sueño, de
Calderón, se relata un doble intento de suicidio, con cierto humor. Pues si la primera
vez no lo logra, al arrepentirse; la segunda, cuando el policía que lo rescata le
recuerde que el suicidio es un delito, vuelve a intentarlo con éxito, esta vez para
librarse de su única culpa. En suma, el policía, con su inoportuno recordatorio, lo
abocará al suicidio definitivo. “Natividad 2000” puede leerse como una versión
posmoderna del nacimiento de Jesús en Belén. Ahora, María, que acaba de dar a luz y
ha sido abandonada por su marido, el carpintero José, busca un lugar donde poder
pedir limosna y se encuentra en el centro de la ciudad con un decorado navideño:
luces, pesebre, cama de paja y animalitos de cartón, en el que –dado el temporal que
5. Estos datos provienen de la respuesta por correo electrónico del autor, el 3 de febrero del 2009, a
una consulta mía, que hago públicos con su permiso.
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se avecina durante la noche- acaba dejando al recién nacido, para proseguir su
camino. Así, podría decirse que el establo de madera, un típico decorado navideño,
adquiere finalmente verdadero sentido.
“En verdad os digo” parte de la conocida frase evangélica, aparece en San
Mateo (19: 24), San Marcos (10:25) y San Lucas (18: 25), que reza: “Es más fácil que
en un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos”.
De acuerdo con ello, un jeque árabe hace suyo el reto divino, respondiendo al
altísimo, y levanta en medio del desierto, una gran aguja dorada, por la que transitan
camellos cargados de dólares. En cambio, “Por el ojo de la aguja”, de Lilian Elphik, se
cuenta, a partir del mismo motivo, la disputa que entablan los tres Reyes Magos, para
poder sobrevivir en el desierto. El caso es que Baltasar, tras deshacerse de sus
compañeros, pretende enfrentarse a Dios, igualándose con él. Con “Entre gitanos” y
“Adivina adivina” podríamos componer una serie. El primero podría haberse
llamado, en propiedad, y no sólo por aquello de lo políticamente correcto: “Entre
farsantes”. Trata del diálogo que establecen entre un supuesto adivino y una mujer,
quien cree tener “algo de gitana”; él se dice experto en el tarot, mientras que ella
presume de poder leer los secretos de las líneas de la mano. Sin embargo, a las
primeras de cambio, el caballero descubre su tosco juego… En el segundo, por el
contrario, la quiromancia es la excusa para que la adivina y su cliente, interesados
antes el uno por el otro, empiecen a tratarse y luego a conocerse, ya que ella,
siguiendo la ley básica de su oficio, no desea involucrarse emocionalmente en la
suerte del cliente. Por último, en relación con las piezas de esa tercera parte, voy a
detenerme en “Hilar fino”, compuesto como si de un poema tradicional se tratara,
esto es, mediante versos. Aquí, se relata cómo Ulises, tras regresar a Ítaca, espía a
Penélope, quien finge haber tejido todo el día.
En la cuarta parte del volumen, “De la literatura y otros males”, tampoco faltan
piezas excelentes, como “En el bosque”, en el que el Leñador se disfraza de lobo y la
Abuela de niñita, para representar el clásico cuento de Caperucita y poder
encontrarse en la cama con esa excusa. “Razones son amores” es otra relectura del
Quijote en que Sancho aparece como inventor de la aventura de los gigantes, a fin de
explicar los desventurados amores de Alonso Quijano con la molinera de la aldea, que
lo llevarían a lanzarse contra los molinos de viento, quedando maltrecho. “A la
deriva” es un microrrelato metaliterario, modalidad frecuente en el volumen, en el
que se remedan varias escuelas críticas, interpretando el típico mensaje de un
náufrago en una botella, cuyo barco está a punto de chocar con un iceberg. La nota
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inacabada está escrita, claro, con apresuramiento, careciendo de puntuación y
ortografía. Al fin y a la postre no es, apunta el narrador, más que el mensaje personal
de un pasajero al que se le acaba el bolígrafo, antes de concluir lo que había de decir.
“En suma” parte de una narración, recogida en la Antología de la literatura
fantástica (1040), de Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, titulada “Sola y
su alma”, atribuida al escritor estadounidense Thomas Bailey Aldrich (1836-1907),
cuya existencia real genera dudas, y ello a pesar de que los escasos datos que
proporcionan los autores de la antología sobre Aldrich sean exactos.
Una mujer está sentada sola en su casa. Sabe que no hay nadie más en el
mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta.
En este caso, el protagonista no es un hombre, como ocurre en el texto de
Epple, sino una mujer. Sin embargo, el narrador nos dice que conoce otro final, que
peca de realista, pero que le quita el sueño. Ahora, ese último testigo, recordando
aquella narración, espera de ese alguien que toque a la puerta, sin saber que hay
puertas en las que sólo se toca una vez, sin que la historia llegue jamás a repetirse
exactamente igual.
Es probable que ustedes hayan leído en alguna antología esa minificción
acerca de aquel hombre que se encierra desolado en su casa, sabiendo que es el único
sobreviviente de la Tierra, y de pronto alguien toca a su puerta
yo sé de otro final, que aunque peca de realista, suele quitarme el sueño
un hombre o una mujer que ha tenido la fortuna o la desgracia de deambular
en suex-ciudad como único testigo de la aniquilación humana se encierra en su casa
a recordar. Todo lo que leyó en su vida ha ido perdiendo sentido, menos esa historia
anónima que decía algo acerca del último habitante de un planeta arrasado.
Aferrándose a la secreta resonancia de una frase, consume sus años rehaciendo la
ficción, esperando que alguien toque a su puerta
no sabe que hay puertas que sólo se tocan una vez.
Diego Muñoz Valenzuela es autor de dos libros de microrrelatos, publicados en
el 2002 y en el 2007, si bien el primero aparece subtitulado como cuentos, aunque
11
prácticamente ninguna de sus piezas en puridad lo sea. Voy a centrarme ahora en
unos pocos textos. De su primer libro, Ángeles y verdugos, que resulta redondo, me
gustan piezas como “El verdugo”, en el cual el protagonista, en el momento en que se
halla preparado para llevar a cabo una ejecución, recibe la noticia de que él es el
condenado. “La vida es sueño” se compone de un díptico que remite, obviamente al
drama de Calderón, pero también a Hölderlin (“El hombre es un dios cuando sueña y
un mendigo cuando piensa”):
El hombre duerme. Sueña que vuela.
El hombre despierta. Cae al vacío.
En “Orden” se cuenta una vida, desde el episodio que desencadena el inicio de
su desgracia, cuando un taxista lo roba y lo deja abandonado, hasta su propia muerte,
mediante un estilo escueto, telegráfico. “El paseo matinal”, microrrelato que
podríamos relacionar con “Paisaje urbano”, de Pía Barros (y con “El ángel”, de Juan
Eduardo Zúñiga), es la historia de un mendigo que logra sobrevivir gracias a la
ilusión que le proporciona su encuentro con un maniquí. Aun cuando ella capte los
mensajes que le envía, sus miradas, y quiera responderlas, hay cosas prohibidas para
un maniquí, nos dice el narrador. “Amor cibernauta” resulta una parodia del amor
tradicional, valiéndose de las relaciones que surgen en la red entre dos seres poco
agraciados. En “El juego de simulaciones” se nos cuenta la jornada de un individuo
que todo lo finge, “no vaya a ser que los demás piensen que ya no tiene alma”, como
reza la frase final del texto. “La cosa de allá arriba” puede leerse como un homenaje al
mundo de Lovecraft, a quien se recuerda en el texto. Pero quizás uno de los más
afortunados sea “Auschwitz”, en el que se nos relata el último viaje de un anciano, a
quien no le queda ninguna razón para seguir viviendo. Así, coger el metro, en una
especie de descenso a los infiernos, se encuentra con unas jovencitas provocativas,
pero también con un cuarentón fascinado por el espectáculo de los cuerpos jóvenes,
un adolescente que se acaba uniendo a la juerga, y una señora gorda. En suma, el
vagón del tren acaba convertido en una especie de jardín de las delicias, en el que
hallamos todas las edades del hombre a caballo, entre la degradación moral de unas
jovencitas o el hombre rijoso y la gorda que mira al anciano con lascivia; quienes
llevados al paroxismo, en una especie de danza de la muerte, acaban gaseados, como
si llegaran al tristemente célebre campo de exterminio. No otra cosa son, para el
anciano protagonista, las escenas que presencia, de ahí que sea el único que recibe la
12
muerte con alivio, en contraste con la desesperación de sus compañeros de trayecto.
Algunas de las últimas piezas del libro tratan sobre episodios de la vida clandestina
en Chile durante la dictadura del general Pinochet. Tema del que también se ocupa
nuestra siguiente autora, aunque lo haga desde un punto de vista distinto, quejándose
sobre todo de cómo durante la clandestinidad los perseguidos seguían manteniendo
actitudes machistas.
Lilian Elphick tiene en su haber un libro de microrrelatos, Ojo travieso (2007),
que aparece dividido en siete partes muy distintas. Las tres primeras, compuestas por
9, 4 y 9 textos, respectivamente, se titulan “Animula”, “Vagula” y “Blandula”, palabras
que remiten al primer verso de un célebre poema del emperador Adriano (73-138)
muy remedado a lo largo de la historia: “Animula vagula, glandula/ Hospes comesque
corporis/ Quae nunc abibis in loca/ Pallidula, rigida, nudula/ Nec, ut soles, dabis
iocos” (“Alma, vagabunda y cariñosa,/ huésped y compañera del cuerpo,/ ¿dónde
vivirás?/ En lugares lívidos, severos y desnudos/ y jamás volverás a animarme como
antes”). Este primer verso ha tenido una cierta fortuna en castellano, algo que, sin
duda, debía conocer la escritora chilena. En concreto, encabeza uno de los capítulos
de las Memorias de Adriano (1951), de Marguerite Yourcenar, novela traducida por
Julio Cortázar al castellano en 1955, para la Editorial Sudamericana. El verso,
además, reaparece en el tercer capítulo de Rayuela (1963) y en el cuento “Ahí pero
dónde, cómo” (Octaedro, 1974), dedicado a la muerte de Paco, un viejo amigo de
Cortázar. También lo incluye, por último, en un poema dedicado a Alejandra Pizarnik
(“Aquí Alejandra”, Salvo el crepúsculo, 1984): “Animula el tabaco/ Vagula Anaïs
Nin/ Blandula vodka tónic”. Sin ánimo de ser exhaustivo, y por lo que a España se
refiere, en 1962, Luis Cernuda recogía un poema con ese título, dedicado a Luis
Ulacia, nieto de Concha Méndez y Manuel Altolaguirre, en su libro Desolación de la
quimera. Y, por último, Ricardo Defarges, en Con la luz que declina (1991), incluye
un poema titulado “Desierto en Neguev. Animula vagula, blandula”. En todos estos
autores, el verso de Adriano sirve a propósitos distintos, si bien son un buen ejemplo
de su pervivencia y fortuna a lo largo de las seis últimas décadas en el mundo
hispano.
Pero volvamos a la escritora chilena. Los nueve primeros textos del conjunto
son microrrelatos de amor y desamor, sobre las complicaciones que los fantasmas
padecen para poder gozarlo. Entre ellos destacaría los titulados “Ángulos del amor
imposible”, “Volver al punto de partida” y “Agradecimientos”. Así, en el relato inicial,
13
un fantasma atraviesa a la narradora, la habita, se convierte en su sombra y a veces la
besa:
Y el fantasma vino corriendo y me atravesó. Cuando quise verlo ya no
estaba. Ahora, dos pulsos me habitan y mi sombra algunas veces me besa en plena
boca.
En el segundo, con ecos de Chuang Tzu y Monterroso, el sueño de un fantasma no
hace más que ratificar con horror su condición de difunto:
Un fantasma soñó que era una sábana amarillenta, seca y tiesa. Cuando
despertó nadie escuchó sus gritos, salvo la tierra y los gusanos que por tanto tiempo
lo habían acompañado.
Y en el tercero, “Agradecimientos”, un fantasma se dirige a otro dándole las gracias
por no haberlo amado, ya que al no poder corporeizarse, ni tampoco tener contacto
físico, debido a su intangibilidad, el amor carecería no sólo de sentido sino también
del más mínimo futuro:
Agradezco que no me hayas amado como lo hubiera querido. Somos dos
fantasmas que no tienen de dónde agarrarse. Hubiéramos besado el aire, dado
abrazos al espacio vacío. Y no hay nada peor que enamorarse de la transparencia.
Del resto de las narraciones de esta primera parte, llama la atención la titulada
“Sweet revenge”, en la que otro fantasma, cansado de vagar en busca de amor, se
reencarna en una rosa con espinas venenosas, con lo que muchas damas terminan
llevándose consigo un recuerdo suyo. Y en “Exigente”, el fantasma y su
correspondiente sábana, de la que se ha enamorado, según la iconografía más
tradicional, no consiguen entenderse.
La segunda parte del libro, “Vagula”, se halla compuesta por cuatro
narraciones. De ellas, me ha interesado, sobre todo, la primera: “La pasión”, una
especie de adivinanza en la que juega con la disposición habitual del poema, y cuya
respuesta se anticipa ya en el título. Así, el texto se compone de tres frases, separadas
por punto y aparte, que empiezan, respectivamente, por “el hielo”, “el agua” y “el
lago”, elementos que acaban confluyendo en “la montaña”; no en vano, todo gira a su
alrededor, generando una cierta rima interna, tras pasar por lo más alto, las laderas y
14
los pies de la citada montaña, para decirnos que el hielo nunca duerme; el agua salta
al vacío; y el lago refleja toda la montaña y no lo sabe.
El hielo en lo más alto de la montaña nunca duerme.
El agua en las laderas de la montaña salta al vacío.
El lago a los pies de la montaña refleja toda la montaña y no lo sabe.
La que cierra la sección, “El significado del zen”, consiste en una página en
blanco, sin texto alguno, recordándonos otra similar, también reciente, del mexicano
José de la Colina, titulada “Blanco”, con la que comparte el vacío6.
En la tercera parte del libro, “Blandula”, nos encontramos con nueve textos,
tan singulares algunos de ellos como “Mujer frente al espejo”, motivo frecuente tanto
en la pintura como en la escultura, así en Velázquez, Picasso, Julio González y Egon
Schiele, por no ofrecer una lista de artistas interminable. Dispuesto también el texto
como un poema de cuatro versos, la historia responde a una petición y a su inmediata
consecuencia. En esta ocasión, mientras que el ojo (¿travieso?) le pide a la boca que lo
mire; la boca le exige al ojo que la bese. Pero tras el trueque de sus funciones
habituales, el ojo llora y la boca se tiñe los labios de sangre, con lo que el espejo, que
parece no poder soportarlo, estalla en mil pedazos.
El ojo le dijo a la boca: Mírame.
La boca respondió: Bésame.
El ojo lloró, y la boca se tiñó los labios de sangre.
El espejo reventó en mil pedazos.
Esta sección del libro concluye con una peculiar canción de cuna dedicada a
una muñeca de pilas que lleva por título “Y no pensar en nada”.
Por lo que se refiere a las cuatro partes restantes del libro, tituladas “Exitus”,
“Animalia”, “Oculus Barbarus” y “El ave deseo”, respectivamente, me gustaría
destacar unos cuantos microrrelatos. En “Actos cotidianos” el narrador, que sigue con
sus preocupaciones habituales, piensa que puede sobrevivir a la visita de la muerte,
sin darse cuenta de que ya ha fallecido, sin remisión. Esta vez, la mejor evidencia de
la muerte consiste en que el narrador protagonista no puede dar con su propia casa.
En “Aprendiendo con Alejandra Pizarnik” puede encontrarse la respuesta a “Pequeño
6. Cf. José de la Colina, Portarrelatos, Ficticia, México, 2007, p. 90, con la que se cierra el volumen.
15
Cielo”. Dentro de este último texto, una mujer se encamina a su fin, a una hora
establecida, al llamado Pequeño Cielo, situado en la terraza de un octavo piso, desde
la cual –tras acicalarse- se lanza al vacío, con el viento como aliado. En el anterior
texto, en cambio, el narrador daba réplica a un lema de la citada escritora argentina,
que decía: “Buscar: No es un verbo sino un vértigo. No indica acción. No quiere decir
`ir al encuentro de alguien´ sino `yacer porque alguien no viene´”. Pero, Elphick, en
su microrrelato, rectifica la afirmación inicial de Pizarnik, al tiempo que dialoga con
la pieza anterior:
Buscar no es un vértigo, es el silencio de las piedras ensangrentadas después
que he caído.
En “Vida en los vagones”, el diálogo que se establece entre una madre y su hijo,
a la manera de los de Javier Tomeo, produce una curiosa asociación de ideas en el
chico, a quien dijeron que su padre había muerto en el Metro, confundiendo a un
hombre dormido con su progenitor. Pero, a veces, Elphick, también se vale de
procedimientos retóricos más sencillos, habituales en el género, tal como ocurre en
“Más polvo enamorado” y “Pequeño diálogo”, que se construyen con una fácil
dialogía, o doble sentido de las palabras. O en “¿Qué le dijo la pájara a su pájaro
muerto?”, en el que se toma una frase metafórica como literal. También incluye en
este libro una variante del célebre relato de Chuang Tzu:
Chuang Tzu soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un
hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser
un hombre.
Este texto fue recogido por Borges y Bioy Casares en su antología de Cuentos
breves y extraordinarios (1953) y trata sobre los efectos que el despertar y el sueño
tienen sobre la identidad, y la consiguiente confusión que nos genera. En este caso
concreto, un pájaro sueña ser el escritor chino, con lo que al despertar, y descubrir
que no tiene alas, y que, por tanto, no puede volar, se dedica a escribir. Pero,
entonces, una mariposa se posa en su ala, lo que nos recuerda que, en realidad, sí es
un pájaro, aunque todavía no haya despertado. Por tanto, el final enlaza con el
principio y sigue siendo un pájaro que sueña que es Chuang Tzu.
16
Un pájaro soñó que era Chuang Tzu. Al despertar tenía brazos y no alas.
Triste porque ya no podía volar, se dedicó a escribir. Una mariposa se posó en su ala
y le dijo: No has despertado aún.
Tres piezas componen un singular bestiario. En la hermosa fábula que es la
primera, su narradora echa de menos a los violadores, quienes también deberían ser
considerados –nos dice- animales fantásticos. En la segunda se compara, e igualan,
en cierta forma, el sacrificio del pelícano y la muerte de Jesucristo, con la acusación
de deicidio al pueblo judío. Mientras que en la tercera, tras una cita del libro de
Samuel, en la que se cuenta que David recuperó a su mujer, Mical, a cambio de los
“prepucios” de cien filisteos, se relaciona el salvaje rito africano de la ablación del
clítoris con el suicidio de los antílopes en el mar, y cómo las jóvenes violentadas
creían que los animales se ahogaban por ellas. Así, para Elphik, el bestiario tendría
que ser, también, el género que recogiera la brutalidad de la especie humana. Esta
sección se cierra con una narración afortunada: “La que busca”. En ella, la loba que
busca al viajero se metamorfosea en “la que busca”, para luego disfrazarse de
mendiga. Cuando, por fin, loba y viajero se encuentren, ella se presenta como una
harapienta que le pide de comer, mientras que él le regala sólo su sombra.
En la sexta sección del libro, llamada “Oculus Barbarus”, se recogen varias
versiones de piezas célebres, desde la fábula de Píramo y Tisbe, hasta el microrrelato
del dinosaurio, de Monterroso, o Don Quijote. Empieza, decía, con una novedosa
lectura de la fábula de “Píramo y Tisbe”, que conocemos, sobre todo, por la versión
que aparece en La metamorfosis, de Ovidio. Todo el microrrelato parece escrito para
su hermoso desenlace final, el momento en que se produce la separación de los
amantes. En este caso, los jóvenes enamorados se encuentran en el bosque (“Se
miran. Se huelen. Se aman…”, p. 59), conscientes de que tienen que separarse. En la
mirada de la joven aparecen los vientos de Céfiro, el cálido y suave viento del oeste, al
tiempo que en la del muchacho se refleja la de Boreas, su hermano, el frío y
devorador viento del norte que trae el invierno. Así, Píramo, al ser abandonado y
soplar su tristeza provoca, por primera vez, una nevada en el bosque.
En “Gajes del oficio” se nos proporciona una nueva versión del origen del
celebérrimo microrrelato de Monterroso. Así, se afirma que el guatemalteco compuso
el texto tras despertarse y observar que Kafka se había convertido en un monstruoso
insecto. Podría decirse, por tanto, que Monterroso escribió “El dinosaurio” tras haber
leído La metamorfosis. “Doble personalidad” esta compuesto por un diálogo entre
17
Don Quijote y Sancho, en el que el escudero acaba asumiendo la peculiar lógica de su
señor. Y “Ausencia de lobo” es otra versión de la historia de Caperucita, en la que una
chica de trece años es violada en el bosque por “seis pares de botas negras”.
Bajo el título de “El precio del error”, aparecen tres piezas no menos
humorísticas que desmitificadoras, como si de tres secuencias de una misma historia
se tratara, protagonizadas, todas ellas, por el actor Clint Eastwood. En la primera, el
actor confunde al león de la Metro, que se ha escapado, con un contrabandista que lo
persigue, de ahí que le dispare y hiera. En la segunda, narrada por el león en primera
persona, éste amenaza al actor con arañarlo en sus partes pudendas, y en la tercera, el
león se abalanza sobre él, lo tira del caballo y parece ser que acaba con él. O, al
menos, se nos dice, león y actor, desaparecen.
Los tres siguientes, “Círculo del fuego”, y las dos piezas que componen
“Círculos del agua”, ya desde el título, habría que leerlos como si la autora se hubiera
propuesto componer una serie de variaciones en torno al amor, valiéndose de lo que
podrían ser dos de sus elementos constitutivos: el fuego y el agua. Los tres están
escritos con un lenguaje poético, onírico, surrealista en sus imágenes deslavazadas,
que se diluyen apenas tras ser leídas. En el primer microrrelato (“Círculo del fuego”)
se cuenta el desdoblamiento de una mujer, inocente y puta, que rememora mientras
le escribe una carta a un hombre, llegando a transformarse en loba al provocarse un
orgasmo. Ya en el desenlace, el hombre aparece en sueños y la observa, mientras las
tres mujeres –en realidad, una sola- deciden hacerle un hueco para que se acomode
en la cama. Así, este hombre se revela capaz de transformar a la narradora en
inocente, puta y loba, por obra del amor y del deseo. En el segundo (“Círculo del agua
I”), en cambio, la narradora comunica por escrito, esta vez a su amada, el sueño
erótico que tuvo con ella. Aunque el sueño en sí, en su momento de éxtasis, aparezca
ilustrado a partir de un texto literario de Clarice Lispector, en donde el agua se erige
como representación del placer, en el arranque de la cara de la narradora reconoce
que si se dispone a convertir ese sueño en sustancia narrativa, es con la única
esperanza de que su amada llegue a leerlo un día. Por último, en el tercer
microrrelato (“Círculo del agua II”), el protagonismo del agua lo detenta una cama
acuática, quien no sólo acoge los encuentros amorosos de los dos amantes, sino que
también se metamorfosea en una isla, a salvo del mundo, en universo onírico y
representación del deseo que los une. Así, cuando el hombre decida abandonarla un
día yéndose a la tundra, ella dejará que se marche por no existir fuera de esa cama
“lugar de esperanza” posible.
18
La última parte del libro, titulada “El ave del deseo”, se compone de seis piezas,
a la que quizá podría añadirse también “V”, incluida en la quinta sección del volumen.
Se trata de textos escritos, respectivamente, con la a, la ce, la eme, la pe (un homenaje
a Pinter), la ese y la ere, siguiendo una tradición vanguardista, que iría de Enrique
Jardiel Poncela a los oulipianos. Respecto a “V”, microrrelato al que se alude en
“Circulo del agua II”, que acabamos de comentar, lo que se cuenta es cómo
desapareció esta letra, al volar todas las uves en bandada. De donde las palabras con
uve pasarían a escribirse con be en adelante, como bolar y abe. Pero, las uves, al
echarse a volar, representaron una forma en el horizonte que ahora las aves imitan.
Para concluir, quiero llamar la atención sobre la obra de Gabriela Aguilera,
cuyo único libro de microrrelatos data del 2007. Son narraciones desgarradas en las
que se nos cuentan historias de machos y hembras, encuentros sexuales, en el burdel
o en moteles, o bien relaciones sentimentales poco gratas. Recuerdan, de hecho, a los
boleros de la cantante mexicana Paquita la del Barrio, o en un registro ya más culto, a
las fotografías de la norteamericana Diane Arbus o del español Alberto García-Alix.
Antes de comentar una de las piezas que prefiero, por lo descarnada, quiero llamar la
atención sobre “De madrugada, Plaza de Italia”, en la que todo el microrrelato está
constituido por variaciones sobre la palabra tirar y sus distintos significados. Voy a
centrarme, decía, en una sola pieza, la titulada “El último tiro”, cuenta con los
mismos aires excesivos de las películas de Tarantino. Así, la Evelyn, un travesti, llega
a un motel, cargada con tres pistolas y se abre paso en la habitación en que su
amante, Fernando, la engaña con otra mujer. Acaba primero con ella para después
dedicarse a él, sin mediar una sola palabra, mientras suena la canción de Luz Casal,
“Un año de amor”, que pespuntea toda la historia. El último tiro al que hace
referencia el título, el número diecinueve, lo destina a los genitales de Fernando,
quien se ha cansado de suplicar clemencia en vano. Para los lectores curiosos diré que
la dedicatoria de la pieza, “Al Círculo de las Bacantes y su Departamento de
venganzas Asociadas”, va dirigida a Pía Barros y a Susana Sánchez Bravo,
responsables, junto con la autora, de la editorial Asterión.
Sin duda, el microrrelato chileno aparece en algunas de las mejores antologías
del género hispano o hispanoamericano. Así, en las citadas de Juan Armando Epple,
por supuesto, pero también en la de la argentina María Cristina Ramos, Cielo de
relámpagos. Antología de microficciones y otras instantáneas literarias de autores
latinoamericanos, Ruedamares, Neuquén (Argentina), 2007. Aunque sólo cuente con
la presencia de Pía Barros, en ella se recogen seis piezas, y de Diego Muñoz
19
Valenzuela, con la inclusión de tres narraciones. O bien, en la de David Lagmanovich,
La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico, Menoscuarto, Palencia, 2005,
compuesta, en efecto, con un ánimo más histórico y canónico, En esta aparecen
microrrelatos de Vicente Huidobro, Pía Barros y Juan Armando Epple, de los que se
recogen dos, cinco y otras cinco piezas, respectivamente. En cambio, en el reciente
volumen sobre 100 años de cultura chilena. 1905-2005 (Zig-Zag, Santiago de Chile,
2006), no se hace mención alguna al género, si bien María Inés Zaldívar dispone de
casi ochenta páginas para la literatura. Lo que me hace pensar que los manuales al
uso y las obras generales sobre literatura y cultura chilena, son todavía un territorio
inaccesible al microrrelato y ello a pesar de que no falten obras con suficientes
merecimientos y calidad para reclamar su inclusión7.
7. Quiero darles las gracias, por su ayuda, a David Lagmanovich, Juan Armando Epple y Diego Muñoz
Valenzuela.
20
BIBLIOGRAFÍA
Aguilera, Cristina, Con pulseras en los tobillos, Asterión, Santiago de Chile, 2007.
Alcalde, Alfonso, Epifanía cruda, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1974.
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de Chile, 1986.
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21
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100 años de cultura chilena. 1905-2005, Zig-Zag, Santiago de Chile, 2006, pp. 61-
138.

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Breve panorama del microrrelato en Chile. Los narradores actuales (fernando valls)

  • 1. 1 Breve panorama del microrrelato en Chile. Los narradores actuales. Para Juan Armando Epple, que puso los fundamentos. Aunque los orígenes del microrrelato, tal y como hoy lo entendemos, es preciso buscarlos en los años que transcurren entre el Romanticismo y la crisis de Fin de siglo, con el Modernismo; por lo que sabemos hasta ahora, y siguiendo los trabajos del siempre fiable Juan Armando Epple, el punto de partida más noble en Chile quizá se encuentre unas décadas más tarde, en la renovadora literatura de Vicente Huidobro. Del mismo modo que en España podemos hallarlo en textos de Juan Ramón Jiménez y Ramón Gómez de la Serna; de Julio Torri y Alfonso Reyes, en México; o de Leopoldo Lugones en Argentina, mientras no se demuestre lo contrario. Sea como fuere, lo cierto es que, en 1888, apareció en Valparaíso Azul, el libro de Rubén Darío, ciudad en la que el nicaragüense trabajaba como funcionario de aduanas, y también en el diario La Época, de Santiago de Chile. En sus páginas encontramos ya algunos microrrelatos. Pero volviendo al fundador del creacionismo, primero en Vientos contrarios (1926) y más tarde en los llamados “Cuentos diminutos” (La Nación, Santiago de Chile, 5 de noviembre de 1939), aunque estos formarán parte de un proyecto iniciado en 1927, titulado del mismo modo, Huidobro publica tres textos brevísimos, que comparten el motivo del doble, y que son los que suelen recogerse en las antologías del género: “La joven del abrigo largo”, “La hija del guardaagujas” y “Tragedia”1. Luego, entre los años cuarenta y sesenta, apunta Epple, sólo aparecen microrrelatos aislados, incluidos en volúmenes de cuentos. Por fin, a partir de 1970, lo cultivan, con preferencia, al menos, cuatro escritores: Alfonso Alcalde (1921-1992), con Epifanía cruda (1974); Raquel Jodorowski (1927), a quien debemos los Cuentos para cerebros detenidos. Con licencia de los superiores, (1974); Hernán Lavín Cerda (1939), autor de La crujidera de la viuda (1971) y de El que a hierro mata (1974), exiliado en México en 19732; y el pintor y escritor Adolfo Couve (1940-1998), autor de 1. Por lo que se refiere a la narrativa brevísima de Vicente Huidobro, tengo en cuenta los trabajos de María Ángeles Pérez López, Los signos infinitos. Un estudio de la obra narrativa de Vicente Huidobro, Edicions de la Universitat de Lleida-Asociación española de Estudios Hispanoamericanos, Lérida, 1998; y Juan Armando Epple, “Algo más que risas y burlas: las ficciones breves de Vicente Huidobro”, en Andrés Cáceres Milnes y Eddie Morales Piña, eds., Asedios a una nueva categoría textual: el microrrelato, Universidad de Playa Ancha, Valparaíso, 2005, pp. 121-136. 2. Sobre su primer libro, le comenta lo siguiente a Pedro Pablo Guerrero, tras preguntarle cómo nace en su obra la vertiente barroca y culterana. “Yo creo que empieza el año 71 cuando publiqué mi primer
  • 2. 2 Los desórdenes de junio (1970). Y nótese que dos de ellos, publican en 1974 libros de microrrelatos, con lo que la citada fecha podría servir de punto de partida para el reciente desarrollo del género, como me sugiere Epple. Sin olvidarme de ellos, de sus aportaciones, en las que no puedo detenerme por ahora, deseo centrar esta breve presentación en los textos narrativos brevísimos, en los microrrelatos que aparecen a partir de esas fechas, aunque antes me gustaría dejar constancia también de otros escritores que atendieron el género, como son Fernando Alegría (1918-2005), autor de la magnífica novela Caballo de copas (1957); Alejandro Jodorowski (1929), dedicado en los últimos tiempos a la psicomagia; Virginia Vidal (1932), Poli Délano (1936), Andrés Gallardo (1941) y Pedro Guillermo Jara (1950). Me centraré, por tanto, en la obra de Juan Armando Epple (1949), y en la de algunos de los autores de una de las generaciones literarias que cuenta con más denominaciones (generación NN, generación del 73, generación de los ochenta, generación Post golpe o generación marginal), y todo ello a pesar de lo devaluado que se halla hoy, en los estudios literarios, el concepto de generación, y que estaría compuesta por Pía Barros (1956), Diego Muñoz Valenzuela (1956), Lilian Elphick (1959) y Gabriela Aguilera (1960). En el futuro, espero poder prestarle también atención a la obra de Carlos Iturra (1956) y Max Valdés Avilés (1963), con lo que el panorama quedaría más matizado. Tras el golpe de estado de 1973 (sorprende que todavía en fechas tan recientes, en el 2005, historiadores chilenos de la literatura se refieran al golpe con eufemismos como “la fractura histórico cultural” o “el quiebre institucional”) y el regreso a la democracia en 1990, todo debió cocerse en la década de los noventa y los comienzos de este nuevo siglo, cuando se gestan y publican las cuatro imprescindibles antologías de Juan Armando Epple: Brevísima relación del cuento breve de Chile (1989); Para empezar. Cien microcuentos hispanoamericanos (1990), con Jim Heinrich; Brevísima relación. Nueva antología del microcuento hispanoamericano (1999) y Cien microcuentos chilenos (2002). Mientras que los libros clave, al respecto, quizá sean: la obra de Pía Barros (Miedos transitorios, 1986; A horcajadas, 1990; Signos libro de relatos, La crujidera de la viuda, que editó Siglo XXI en México. No sé quién escribió la solapa, pero allí me alineaban en la revolución sintáctica que abrió Guimaraes Rosa y decían que mi prosa era como leer una partitura musical. En realidad, era narrativa que estaba muy cercana a la poesía. Tengo sospechas de que eso me viene de lecturas como Los pasos perdidos, de Carpentier, Rayuela, de Cortázar y Adán Buenosayres, de Marechal, que fueron libros que subrayé muchísimo. Más tarde, al llegar a México vino el descubrimiento de esa prosa fascinante que está de Ecuador hacia el norte: Severo Sarduy, Lezama Lima...”, El Mercurio (Santiago de Chile), 29 de mayo de 1999.
  • 3. 3 bajo la piel, 1994; Llamadas perdidas, 2006; y La Grandmother y otros, 2008), Juan Armando Epple (Con tinta sangre, 1999 y 2004), Diego Muñoz Valenzuela (Ángeles y verdugos, 2002, y De monstruos y bellezas, 2007)3 y Lilian Elphik (Ojo travieso, 2007). Por lo que se refiere a las editoriales, tras la aparición de diversos libros en México y Buenos Aires durante la dictadura, tomarán el relevo definitivo Mosquito y Asterión, ambas casas editoriales de Santiago de Chile. La peculiaridad de la segunda estriba en que tanto Pía Barros como Gabriela Aguilera forman parte activa de ella, junto a Susana Sánchez Bravo, al tiempo que componen el llamado Círculo de las Bacantes, en calidad de autoras y editoras. Habría que llamar la atención, además, a modo de interesantes curiosidades, sobre tres heterodoxas antologías: las dos de Tito Matamala, Pequeños cuentos de grandes amigos (2007), en la que se recogen piezas de Carlos Iturra, Diego Muñoz Valenzuela y Ramón Díaz Eterovic, entre otros; y la polémica recopilación Porotos granados (2008), en la que incluye textos de los mismos nombres que acabamos de citar, a los que suma, en esta ocasión, el de Lilian Elphick, entre muchos más; Créditos. Homenaje a Juan Armando Epple (2008), con textos de Virginia Vidal, Lilian Elphick, Pía Barros, Gabriela Aguilera, Max Valdés Avilés, Diego Muñoz Valenzuela y Carlos Iturra. Esta última presenta las peculiaridades propias de los libros objeto, pues se trata de un tarjetero de visitas, con su cajita y cubierta correspondientes, donde la primera tarjeta recoge los créditos del libro, mientras que en cada una de las siguientes se imprime un microrrelato de un autor distinto, hasta completar un total de treinta piezas. Pía Barros ha cultivado todas las distancias de la prosa narrativa: cuentos, novelas y microrrelatos. Estos últimos aparecieron, primero, intercalados en sus libros de cuentos, y solo después, desgajados en un único volumen, publicado en España por Thule. La autora se vale de diversos y variados registros. Así, el de la mujer feminista, la madre, el ser políticamente consciente y comprometido y el de la escritora, por sólo recordar ahora los que me parecen más significativos. De su libro de 1986 procede “Golpe”, que reproduce, en cinco líneas, el diálogo de un niño con su madre, que responde a la pregunta comprometedora del hijo: “¿Qué es un golpe?”. La madre le contesta con la acepción cotidiana: “algo que duele muchísimo y deja amoratado el lugar donde te dio”. Pero, el niño, que no se refería a eso, y que ha debido de oír la expresión en la calle o en boca de sus padres, comenta el narrador que se acercó a la puerta de su casa para descubrir que “todo el país que le cupo en la 3. Para una aproximación a los microrrelatos de Muñoz Valenzuela, ver Morales Piña (2005: 321-331).
  • 4. 4 mirada tenía un tinte violáceo”. Así, observamos el golpe de estado de Pinochet a través de los ojos de un niño, como si de uno de los amiguitos de Mafalda se tratara. El titulado “Sin claudicar” (la dedicatoria reza: “A Susana Sánchez,/ respondiendo a su Valparaíso./ A Marjorie, también porteña”) forma parte del libro de 1994, Signos bajo la piel, de lo que podríamos llamar la serie de “Ella y Él”. La autora empieza así, presentando a los dos protagonistas: “Aquí está ella, la más barata del puerto, la del corazón grande, navegante e inconcluso para siempre, los mástiles abiertos para él...”; “es uno más de hombros anchos y poderosos, uno más sin afeitar y la expresión compungida de los hombres abyectos y desnudos”. Después, nos muestra no sólo la circunstancia y la relación entre ellos, que no es lo que pudiera parecer (“él, a quien ha dejado creer que la posee cuando es en realidad ella la que permite que le hunda su proa en esa pieza angosta y helada”); sino también la sórdida estancia en la que se encuentra (“esa pieza angosta y helada, frente al lavatorio de agua sucia y al espejo que ya ni refleja de cansancio”). Así pues, “esa pieza angosta y helada” es polisémica ya que no sólo se refiere al sexo de la prostituta, sino también a la habitación. El espejo no desempeña, esta vez, la función que le suele ser propia en la narrativa fantástica, en ninguna de sus infinitas variantes; sino que es símbolo del paso del tiempo, pues “ya ni refleja el cansancio”, de viejo que está; pero, además, “en un extremo tiene su carnet que certifica cincuenta años junto a esa guirnalda atesorada desde la última navidad en que fue niña”. Aquí está ella, la más barata del puerto, la del corazón grande, navegante e inconcluso para siempre, los mástiles abiertos para él, que es uno más de hombros anchos y poderosos, uno más sin afeitar y la expresión compungida de los hombres abyectos y desnudos, él, a quien ha dejado creer que la posee cuando es en realidad ella la que permite que le hunda su proa en esa pieza angosta y helada, frente al lavatorio de agua sucia y al espejo que ya ni refleja de cansancio, y que en un extremo tiene su carnet que certifica cincuenta años junto a esa guirnalda atesorada desde la última navidad en que fue niña. Así, del agustiniano “Yo soy aquél...”, que empleó Rubén Darío, al “Aquí está ella...”. Inmediatamente después, elude su condición de prostituta. Podemos entender por la dedicatoria, que la más barata del puerto de Valparaíso. Pía Barros se vale, además, del léxico marinero. Así, ella posee un corazón “navegante”, y “los mástiles” abiertos para él, cuyo sexo –se apunta- es una “proa”. El microrrelato, a
  • 5. 5 pesar de la dura historia que narra (el encuentro de una puta madura, de corazón generoso, con un tipo abyecto y malencarado), a partir de la contraposición entre ella y él, empieza y concluye con un tono lírico, que no desmerece al de un buen poema. Repitamos, pues, el arranque: “Aquí está ella, la más barata del puerto, la del corazón grande, navegante e inconcluso para siempre, los mástiles abiertos para él...”; y el desenlace: “en un extremo [del espejo] tiene su carnet que certifica cincuenta años junto a esa guirnalda atesorada desde la última navidad en que fue niña”. Podría decirse, por otra parte, que se trata de un microrrelato con ribetes cinematográficos, pues de los enfoques sobre ella y él, se pasa al momento de la penetración e inmeditamente al cuarto que ocupan, para centrarse en una especie de zoom, en los detalles del espejo. Todos los componentes (la puta y el cliente, el momento de la penetración, el espejo, el carnet y la guirnalda), tantos los humanos como los objetos, resultan igual de arquetípicos. De su libro del 2008, La Grandmother y otros, voy a seleccionar cinco microrrelatos extremadamente breves, que me parecen representativos del conjunto de su obra, de los diversos temas y estilos que utiliza. Me refiero a “De utilidad pública”, “Madres”, “Maquillajes”, “La ahogada”, “Paisaje urbano” e “Invisibilidad”. El primero adopta la forma de un anuncio por palabras y podría leerse como un homenaje a todas las maríaskodamas posibles. Este formato, el del anuncio por palabras, ha dado mucho juego también en los monólogos humorísticos, de los que puede valer como ejemplo el conjunto que sirvió de base en el último espectáculo teatral que interpretara el extraordinario actor español Fernando Fernán-Gómez, antes de fallecer en el 2007. En “Madres” se cuenta el viaje que realiza una mujer a su propia esencia, en cuatro etapas, en las que su hijo llora, mama y se queda por fin satisfecho junto a ella. Con todo, el bebé, precisamente al alimentarse del pecho de la madre, “se la come, la deglute”, hasta dejarla en su esencia: en “Ella”. En el microrrelato titulado “Maquillajes”, Pía Barros sintetiza –en tres partes diferenciadas- la historia reciente de Chile, valiéndose para ello del maquillaje de un rostro. Así, primero, contrapone el pasado -“el tiempo del ojo”, en que el país se fue haciendo “oscuro, intenso, indeleble. Un país de ojos y de ayes”-, al presente: “el tiempo que esperábamos”, en el que se ha convertido en “un país de bocas, rojas, relucientes”. En segundo lugar, nos cuenta que la piel es pálida, si bien aquellas bocas pintadas y ojos llorosos “desaparecen tras la raya del ojo”. Mientras que en la tercera parte, el narrador confiesa que “a veces, tengo miedo de mi rostro”. En “La ahogada”, narrado en segunda persona, vuelve a contarse la historia de Ofelia, como sabemos,
  • 6. 6 un procedimiento habitual en el género, donde suelen rememorarse o reescribirse episodios de la historia o de la literatura. Aquí, se pondera la hermosura perdida de la ahogada, alterando el orden de los hechos, pues primero se nos cuenta su descomposición en el agua y luego “los malos sueños” que la llevaron a la muerte. Eras hermosa antes de que el agua y los corales rasparan la piel de tus huesos, eras realmente hermosa, antes de que los malos sueños vinieran por ti. En “Paisaje urbano” (cf. “Orden”, de Diego Muñoz Valenzuela) las ilusiones sentimentales de una mujer se centran en el músico albino, que toca la guitarra, con el que procura coincidir en el autobús nocturno, en condiciones poco propicias, entre bocinados y bruscos frenazos. Cada vez que lo encuentra, desde el último asiento del vehículo lo escucha con los ojos entornados, lo contempla (“puede ver lo abisal de sus ojos aguados, de su pelo blanco hasta el resplandor, de su vida en nebulosa”) y le deja en sus manos una moneda, aunque nunca se haya atrevido a hablarle, como desearía. “Invisibilidad” es, a la vez, la historia de la vida cotidiana de una mujer, mientras cocina y plancha, a la que nadie tiene en cuenta, ni atiende, siquiera, y un diagnóstico sobre los tiempos que padecemos. Como nadie lee en casa de esta mujer, tampoco se interesan por la autobiografía que escribe; aunque espera que le hagan caso cuando la lleven al cine, pues sólo en ese código lograrán comunicarse con ella. Sus microrrelatos son reveladores de la conducta humana, sobre todo de la relación que establecen ciertas parejas, pero también del individuo con el poder, de la conducta cívica. Para ello se vale de la contraposición, la paradoja, la sátira o el humor más liviano, utilizando un tono tierno, lírico; si bien, cuando lo cree necesario, aparece una voz algo más bronca o descarnada. Para Pía Barros, el lenguaje, el ritmo, las simetrías entre proposiciones, las meras imágenes, el cambio de plano, etc., constituyen recursos que maneja siempre con maestría para mostrarnos el envés de las relaciones humanas, los mecanismos de dominación. Juan Armando Epple tiene en su haber un único libro de microrrelatos, pero de excelente factura, titulado Con tinta sangre (1999 y 2004). El volumen aparece dividido en cuatro partes tituladas, respectivamente: “Las armas y las letras”, “Los domingos perdidos”, “Acta est fabula” y “De la literatura y otros males”. Un total de sesenta y nueve narraciones, entre las que hay dos que encuadraría dentro del género cuento (“La raíz del juego” y “Balada del que fue a Zamora”), abriendo y cerrando la segunta parte del conjunto, mientras que el resto son microrrelatos. Cinco de ellas ya
  • 7. 7 habían sido publicadas; la más antigua data de 1974, y apareció en el número 64 de la célebre revista de Edmundo Valadés, El cuento (México). El título, nos proporciona una referencia en “Verso a verso”, hace referencia al procedimiento que se utilizó para domeñar América, y Chile, desde finales del siglo XV hasta nuestros días, desde Pedro de Valdivia a Augusto Pinochet. No en vano, varios de los textos del volumen, aluden a la conquista española y a la represión de los años setenta y ochenta en Chile. Buena prueba de ello es la primera y la última pieza del conjunto. “Quemar las naves”, con la que se inicia el libro, es una versión distinta del episodio de Hernán Cortés frente a las costas de Veracruz, en la playa de San Juan de Ulua, en donde quemó sus naves –estamos en 1519- para que sus soldados no pudieran volverse atrás4. Lo que ahora se relata, en cambio, es el testimonio, en primera persona, del soldado protagonista del episodio, quien confiesa que fue él el verdadero artífice del incendio, pues –a diferencia de Cortés- nada dejaba atrás y su único futuro estaba en la nueva tierra. “Si había alguien en la partida con la tentación de regresar era él. Porque él tenía una heredad donde llegar, un solar, un nombre que proteger, y un cronista para justificar sus pasos. Pero nosotros nos embarcamos a la aventura llevando como única heredad lo puesto. Además de los sueños. Éramos los únicos sin nada que perder”. Así, el testimonio del soldado, un memorial dirigido al rey, arranca con la reivindicación del “nosotros” de los soldados, frente al “yo” del capitán Cortés: “No fue él quien conquistó esos reinos, señor (...). Fuimos nosotros...”, intentando reivindicar para sí, las hazañas, los gestos, de la conquista. En la pieza que cierra el volumen, “Diario de vida”, el narrador anuncia que “hoy comienza una nueva etapa de mi vida”, para concluir el texto con el deseo de que “Ojalá esta vez vaya mejor”. Así, pues, se inicia con una fecha, el 26 de abril de 2001, que coincide, según el narrador, con el día de su nacimiento, pero también con el aniversario del autor, pues Epple nació en 1946. Qué le pasó al narrador en esa fecha, tan significativa para él, constituye un enigma. La citada Avelina Martínez es, en efecto, la madre del autor, y Armando Orellana, forma parte de su propio nombre: Juan Armando Epple Orellana. Con todo, al convertir a su madre en abogada y a su padre en “dueño de casa”, anuncia un cambio de papeles en la familia. La referencia a “Sofía Monterroso, filóloga”, en cambio, debe entenderse como un homenaje al 4. La expresión la acuña el historiador novohispano Juan Suárez Peralta, en sus Noticias históricas de la Nueva España, publicadas tres siglos más tarde, en 1878.
  • 8. 8 narrador guatemalteco. Mientras que las referencias al nuevo lugar de nacimiento encierran un episodio de la vida privada que el propio autor ha preferido no revelar5. Pero no son éstos los únicos temas. También se ocupa Epple de la represión durante la dictadura; de las relaciones, tan complicadas como chuscas, entre los escritores, los militares y los libros; así como con el partido, según ocurre en “Para decir adiós”, que arranca con el remedo de uno de los más célebres versos de Rubén Darío para jugar con la retórica propia de las separaciones amorosas: Ayer nomás decías que si un día uno decide irse del otro, tú de mí o yo de ti, nuestro único fracaso será sentirnos obligados a vivir de los recuerdos de aquello que no supimos conquistar. Porque el pasado se nos alargará como una deuda impaga y el futuro se empozará en un precario abrevadero de nostalgias. Por eso quemé las fotos, las cartas, las postales. También el último informe del partido. En la tercera parte del libro, destacaría piezas como “Variaciones sobre el tema del verdugo”, en donde el narrador cuenta, en tercera persona, las cuitas de un verdugo, quien por un lado se considera tan necesario e incomprendido como los artistas, y por otro, presiente que la única ejecución que le proporcionaría reconocimiento público sería la de quien le da las órdenes; pero, a la vez, intuye, que en cuanto llevara a cabo la muerte del mandamás, acabarían con él, sin llegar a ser reconocido, pues ni le permitirían que se quitara la capucha. “La copa del olvido” es una historia circular en la que el protagonista siempre encuentra una razón para beber, recurriendo a todos los lugares comunes de la situación, desde beber para olvidar hacerlo a beber para celebrar algún hecho. En “Que no hay delito mayor”, apelando a La vida es sueño, de Calderón, se relata un doble intento de suicidio, con cierto humor. Pues si la primera vez no lo logra, al arrepentirse; la segunda, cuando el policía que lo rescata le recuerde que el suicidio es un delito, vuelve a intentarlo con éxito, esta vez para librarse de su única culpa. En suma, el policía, con su inoportuno recordatorio, lo abocará al suicidio definitivo. “Natividad 2000” puede leerse como una versión posmoderna del nacimiento de Jesús en Belén. Ahora, María, que acaba de dar a luz y ha sido abandonada por su marido, el carpintero José, busca un lugar donde poder pedir limosna y se encuentra en el centro de la ciudad con un decorado navideño: luces, pesebre, cama de paja y animalitos de cartón, en el que –dado el temporal que 5. Estos datos provienen de la respuesta por correo electrónico del autor, el 3 de febrero del 2009, a una consulta mía, que hago públicos con su permiso.
  • 9. 9 se avecina durante la noche- acaba dejando al recién nacido, para proseguir su camino. Así, podría decirse que el establo de madera, un típico decorado navideño, adquiere finalmente verdadero sentido. “En verdad os digo” parte de la conocida frase evangélica, aparece en San Mateo (19: 24), San Marcos (10:25) y San Lucas (18: 25), que reza: “Es más fácil que en un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos”. De acuerdo con ello, un jeque árabe hace suyo el reto divino, respondiendo al altísimo, y levanta en medio del desierto, una gran aguja dorada, por la que transitan camellos cargados de dólares. En cambio, “Por el ojo de la aguja”, de Lilian Elphik, se cuenta, a partir del mismo motivo, la disputa que entablan los tres Reyes Magos, para poder sobrevivir en el desierto. El caso es que Baltasar, tras deshacerse de sus compañeros, pretende enfrentarse a Dios, igualándose con él. Con “Entre gitanos” y “Adivina adivina” podríamos componer una serie. El primero podría haberse llamado, en propiedad, y no sólo por aquello de lo políticamente correcto: “Entre farsantes”. Trata del diálogo que establecen entre un supuesto adivino y una mujer, quien cree tener “algo de gitana”; él se dice experto en el tarot, mientras que ella presume de poder leer los secretos de las líneas de la mano. Sin embargo, a las primeras de cambio, el caballero descubre su tosco juego… En el segundo, por el contrario, la quiromancia es la excusa para que la adivina y su cliente, interesados antes el uno por el otro, empiecen a tratarse y luego a conocerse, ya que ella, siguiendo la ley básica de su oficio, no desea involucrarse emocionalmente en la suerte del cliente. Por último, en relación con las piezas de esa tercera parte, voy a detenerme en “Hilar fino”, compuesto como si de un poema tradicional se tratara, esto es, mediante versos. Aquí, se relata cómo Ulises, tras regresar a Ítaca, espía a Penélope, quien finge haber tejido todo el día. En la cuarta parte del volumen, “De la literatura y otros males”, tampoco faltan piezas excelentes, como “En el bosque”, en el que el Leñador se disfraza de lobo y la Abuela de niñita, para representar el clásico cuento de Caperucita y poder encontrarse en la cama con esa excusa. “Razones son amores” es otra relectura del Quijote en que Sancho aparece como inventor de la aventura de los gigantes, a fin de explicar los desventurados amores de Alonso Quijano con la molinera de la aldea, que lo llevarían a lanzarse contra los molinos de viento, quedando maltrecho. “A la deriva” es un microrrelato metaliterario, modalidad frecuente en el volumen, en el que se remedan varias escuelas críticas, interpretando el típico mensaje de un náufrago en una botella, cuyo barco está a punto de chocar con un iceberg. La nota
  • 10. 10 inacabada está escrita, claro, con apresuramiento, careciendo de puntuación y ortografía. Al fin y a la postre no es, apunta el narrador, más que el mensaje personal de un pasajero al que se le acaba el bolígrafo, antes de concluir lo que había de decir. “En suma” parte de una narración, recogida en la Antología de la literatura fantástica (1040), de Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, titulada “Sola y su alma”, atribuida al escritor estadounidense Thomas Bailey Aldrich (1836-1907), cuya existencia real genera dudas, y ello a pesar de que los escasos datos que proporcionan los autores de la antología sobre Aldrich sean exactos. Una mujer está sentada sola en su casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta. En este caso, el protagonista no es un hombre, como ocurre en el texto de Epple, sino una mujer. Sin embargo, el narrador nos dice que conoce otro final, que peca de realista, pero que le quita el sueño. Ahora, ese último testigo, recordando aquella narración, espera de ese alguien que toque a la puerta, sin saber que hay puertas en las que sólo se toca una vez, sin que la historia llegue jamás a repetirse exactamente igual. Es probable que ustedes hayan leído en alguna antología esa minificción acerca de aquel hombre que se encierra desolado en su casa, sabiendo que es el único sobreviviente de la Tierra, y de pronto alguien toca a su puerta yo sé de otro final, que aunque peca de realista, suele quitarme el sueño un hombre o una mujer que ha tenido la fortuna o la desgracia de deambular en suex-ciudad como único testigo de la aniquilación humana se encierra en su casa a recordar. Todo lo que leyó en su vida ha ido perdiendo sentido, menos esa historia anónima que decía algo acerca del último habitante de un planeta arrasado. Aferrándose a la secreta resonancia de una frase, consume sus años rehaciendo la ficción, esperando que alguien toque a su puerta no sabe que hay puertas que sólo se tocan una vez. Diego Muñoz Valenzuela es autor de dos libros de microrrelatos, publicados en el 2002 y en el 2007, si bien el primero aparece subtitulado como cuentos, aunque
  • 11. 11 prácticamente ninguna de sus piezas en puridad lo sea. Voy a centrarme ahora en unos pocos textos. De su primer libro, Ángeles y verdugos, que resulta redondo, me gustan piezas como “El verdugo”, en el cual el protagonista, en el momento en que se halla preparado para llevar a cabo una ejecución, recibe la noticia de que él es el condenado. “La vida es sueño” se compone de un díptico que remite, obviamente al drama de Calderón, pero también a Hölderlin (“El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa”): El hombre duerme. Sueña que vuela. El hombre despierta. Cae al vacío. En “Orden” se cuenta una vida, desde el episodio que desencadena el inicio de su desgracia, cuando un taxista lo roba y lo deja abandonado, hasta su propia muerte, mediante un estilo escueto, telegráfico. “El paseo matinal”, microrrelato que podríamos relacionar con “Paisaje urbano”, de Pía Barros (y con “El ángel”, de Juan Eduardo Zúñiga), es la historia de un mendigo que logra sobrevivir gracias a la ilusión que le proporciona su encuentro con un maniquí. Aun cuando ella capte los mensajes que le envía, sus miradas, y quiera responderlas, hay cosas prohibidas para un maniquí, nos dice el narrador. “Amor cibernauta” resulta una parodia del amor tradicional, valiéndose de las relaciones que surgen en la red entre dos seres poco agraciados. En “El juego de simulaciones” se nos cuenta la jornada de un individuo que todo lo finge, “no vaya a ser que los demás piensen que ya no tiene alma”, como reza la frase final del texto. “La cosa de allá arriba” puede leerse como un homenaje al mundo de Lovecraft, a quien se recuerda en el texto. Pero quizás uno de los más afortunados sea “Auschwitz”, en el que se nos relata el último viaje de un anciano, a quien no le queda ninguna razón para seguir viviendo. Así, coger el metro, en una especie de descenso a los infiernos, se encuentra con unas jovencitas provocativas, pero también con un cuarentón fascinado por el espectáculo de los cuerpos jóvenes, un adolescente que se acaba uniendo a la juerga, y una señora gorda. En suma, el vagón del tren acaba convertido en una especie de jardín de las delicias, en el que hallamos todas las edades del hombre a caballo, entre la degradación moral de unas jovencitas o el hombre rijoso y la gorda que mira al anciano con lascivia; quienes llevados al paroxismo, en una especie de danza de la muerte, acaban gaseados, como si llegaran al tristemente célebre campo de exterminio. No otra cosa son, para el anciano protagonista, las escenas que presencia, de ahí que sea el único que recibe la
  • 12. 12 muerte con alivio, en contraste con la desesperación de sus compañeros de trayecto. Algunas de las últimas piezas del libro tratan sobre episodios de la vida clandestina en Chile durante la dictadura del general Pinochet. Tema del que también se ocupa nuestra siguiente autora, aunque lo haga desde un punto de vista distinto, quejándose sobre todo de cómo durante la clandestinidad los perseguidos seguían manteniendo actitudes machistas. Lilian Elphick tiene en su haber un libro de microrrelatos, Ojo travieso (2007), que aparece dividido en siete partes muy distintas. Las tres primeras, compuestas por 9, 4 y 9 textos, respectivamente, se titulan “Animula”, “Vagula” y “Blandula”, palabras que remiten al primer verso de un célebre poema del emperador Adriano (73-138) muy remedado a lo largo de la historia: “Animula vagula, glandula/ Hospes comesque corporis/ Quae nunc abibis in loca/ Pallidula, rigida, nudula/ Nec, ut soles, dabis iocos” (“Alma, vagabunda y cariñosa,/ huésped y compañera del cuerpo,/ ¿dónde vivirás?/ En lugares lívidos, severos y desnudos/ y jamás volverás a animarme como antes”). Este primer verso ha tenido una cierta fortuna en castellano, algo que, sin duda, debía conocer la escritora chilena. En concreto, encabeza uno de los capítulos de las Memorias de Adriano (1951), de Marguerite Yourcenar, novela traducida por Julio Cortázar al castellano en 1955, para la Editorial Sudamericana. El verso, además, reaparece en el tercer capítulo de Rayuela (1963) y en el cuento “Ahí pero dónde, cómo” (Octaedro, 1974), dedicado a la muerte de Paco, un viejo amigo de Cortázar. También lo incluye, por último, en un poema dedicado a Alejandra Pizarnik (“Aquí Alejandra”, Salvo el crepúsculo, 1984): “Animula el tabaco/ Vagula Anaïs Nin/ Blandula vodka tónic”. Sin ánimo de ser exhaustivo, y por lo que a España se refiere, en 1962, Luis Cernuda recogía un poema con ese título, dedicado a Luis Ulacia, nieto de Concha Méndez y Manuel Altolaguirre, en su libro Desolación de la quimera. Y, por último, Ricardo Defarges, en Con la luz que declina (1991), incluye un poema titulado “Desierto en Neguev. Animula vagula, blandula”. En todos estos autores, el verso de Adriano sirve a propósitos distintos, si bien son un buen ejemplo de su pervivencia y fortuna a lo largo de las seis últimas décadas en el mundo hispano. Pero volvamos a la escritora chilena. Los nueve primeros textos del conjunto son microrrelatos de amor y desamor, sobre las complicaciones que los fantasmas padecen para poder gozarlo. Entre ellos destacaría los titulados “Ángulos del amor imposible”, “Volver al punto de partida” y “Agradecimientos”. Así, en el relato inicial,
  • 13. 13 un fantasma atraviesa a la narradora, la habita, se convierte en su sombra y a veces la besa: Y el fantasma vino corriendo y me atravesó. Cuando quise verlo ya no estaba. Ahora, dos pulsos me habitan y mi sombra algunas veces me besa en plena boca. En el segundo, con ecos de Chuang Tzu y Monterroso, el sueño de un fantasma no hace más que ratificar con horror su condición de difunto: Un fantasma soñó que era una sábana amarillenta, seca y tiesa. Cuando despertó nadie escuchó sus gritos, salvo la tierra y los gusanos que por tanto tiempo lo habían acompañado. Y en el tercero, “Agradecimientos”, un fantasma se dirige a otro dándole las gracias por no haberlo amado, ya que al no poder corporeizarse, ni tampoco tener contacto físico, debido a su intangibilidad, el amor carecería no sólo de sentido sino también del más mínimo futuro: Agradezco que no me hayas amado como lo hubiera querido. Somos dos fantasmas que no tienen de dónde agarrarse. Hubiéramos besado el aire, dado abrazos al espacio vacío. Y no hay nada peor que enamorarse de la transparencia. Del resto de las narraciones de esta primera parte, llama la atención la titulada “Sweet revenge”, en la que otro fantasma, cansado de vagar en busca de amor, se reencarna en una rosa con espinas venenosas, con lo que muchas damas terminan llevándose consigo un recuerdo suyo. Y en “Exigente”, el fantasma y su correspondiente sábana, de la que se ha enamorado, según la iconografía más tradicional, no consiguen entenderse. La segunda parte del libro, “Vagula”, se halla compuesta por cuatro narraciones. De ellas, me ha interesado, sobre todo, la primera: “La pasión”, una especie de adivinanza en la que juega con la disposición habitual del poema, y cuya respuesta se anticipa ya en el título. Así, el texto se compone de tres frases, separadas por punto y aparte, que empiezan, respectivamente, por “el hielo”, “el agua” y “el lago”, elementos que acaban confluyendo en “la montaña”; no en vano, todo gira a su alrededor, generando una cierta rima interna, tras pasar por lo más alto, las laderas y
  • 14. 14 los pies de la citada montaña, para decirnos que el hielo nunca duerme; el agua salta al vacío; y el lago refleja toda la montaña y no lo sabe. El hielo en lo más alto de la montaña nunca duerme. El agua en las laderas de la montaña salta al vacío. El lago a los pies de la montaña refleja toda la montaña y no lo sabe. La que cierra la sección, “El significado del zen”, consiste en una página en blanco, sin texto alguno, recordándonos otra similar, también reciente, del mexicano José de la Colina, titulada “Blanco”, con la que comparte el vacío6. En la tercera parte del libro, “Blandula”, nos encontramos con nueve textos, tan singulares algunos de ellos como “Mujer frente al espejo”, motivo frecuente tanto en la pintura como en la escultura, así en Velázquez, Picasso, Julio González y Egon Schiele, por no ofrecer una lista de artistas interminable. Dispuesto también el texto como un poema de cuatro versos, la historia responde a una petición y a su inmediata consecuencia. En esta ocasión, mientras que el ojo (¿travieso?) le pide a la boca que lo mire; la boca le exige al ojo que la bese. Pero tras el trueque de sus funciones habituales, el ojo llora y la boca se tiñe los labios de sangre, con lo que el espejo, que parece no poder soportarlo, estalla en mil pedazos. El ojo le dijo a la boca: Mírame. La boca respondió: Bésame. El ojo lloró, y la boca se tiñó los labios de sangre. El espejo reventó en mil pedazos. Esta sección del libro concluye con una peculiar canción de cuna dedicada a una muñeca de pilas que lleva por título “Y no pensar en nada”. Por lo que se refiere a las cuatro partes restantes del libro, tituladas “Exitus”, “Animalia”, “Oculus Barbarus” y “El ave deseo”, respectivamente, me gustaría destacar unos cuantos microrrelatos. En “Actos cotidianos” el narrador, que sigue con sus preocupaciones habituales, piensa que puede sobrevivir a la visita de la muerte, sin darse cuenta de que ya ha fallecido, sin remisión. Esta vez, la mejor evidencia de la muerte consiste en que el narrador protagonista no puede dar con su propia casa. En “Aprendiendo con Alejandra Pizarnik” puede encontrarse la respuesta a “Pequeño 6. Cf. José de la Colina, Portarrelatos, Ficticia, México, 2007, p. 90, con la que se cierra el volumen.
  • 15. 15 Cielo”. Dentro de este último texto, una mujer se encamina a su fin, a una hora establecida, al llamado Pequeño Cielo, situado en la terraza de un octavo piso, desde la cual –tras acicalarse- se lanza al vacío, con el viento como aliado. En el anterior texto, en cambio, el narrador daba réplica a un lema de la citada escritora argentina, que decía: “Buscar: No es un verbo sino un vértigo. No indica acción. No quiere decir `ir al encuentro de alguien´ sino `yacer porque alguien no viene´”. Pero, Elphick, en su microrrelato, rectifica la afirmación inicial de Pizarnik, al tiempo que dialoga con la pieza anterior: Buscar no es un vértigo, es el silencio de las piedras ensangrentadas después que he caído. En “Vida en los vagones”, el diálogo que se establece entre una madre y su hijo, a la manera de los de Javier Tomeo, produce una curiosa asociación de ideas en el chico, a quien dijeron que su padre había muerto en el Metro, confundiendo a un hombre dormido con su progenitor. Pero, a veces, Elphick, también se vale de procedimientos retóricos más sencillos, habituales en el género, tal como ocurre en “Más polvo enamorado” y “Pequeño diálogo”, que se construyen con una fácil dialogía, o doble sentido de las palabras. O en “¿Qué le dijo la pájara a su pájaro muerto?”, en el que se toma una frase metafórica como literal. También incluye en este libro una variante del célebre relato de Chuang Tzu: Chuang Tzu soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre. Este texto fue recogido por Borges y Bioy Casares en su antología de Cuentos breves y extraordinarios (1953) y trata sobre los efectos que el despertar y el sueño tienen sobre la identidad, y la consiguiente confusión que nos genera. En este caso concreto, un pájaro sueña ser el escritor chino, con lo que al despertar, y descubrir que no tiene alas, y que, por tanto, no puede volar, se dedica a escribir. Pero, entonces, una mariposa se posa en su ala, lo que nos recuerda que, en realidad, sí es un pájaro, aunque todavía no haya despertado. Por tanto, el final enlaza con el principio y sigue siendo un pájaro que sueña que es Chuang Tzu.
  • 16. 16 Un pájaro soñó que era Chuang Tzu. Al despertar tenía brazos y no alas. Triste porque ya no podía volar, se dedicó a escribir. Una mariposa se posó en su ala y le dijo: No has despertado aún. Tres piezas componen un singular bestiario. En la hermosa fábula que es la primera, su narradora echa de menos a los violadores, quienes también deberían ser considerados –nos dice- animales fantásticos. En la segunda se compara, e igualan, en cierta forma, el sacrificio del pelícano y la muerte de Jesucristo, con la acusación de deicidio al pueblo judío. Mientras que en la tercera, tras una cita del libro de Samuel, en la que se cuenta que David recuperó a su mujer, Mical, a cambio de los “prepucios” de cien filisteos, se relaciona el salvaje rito africano de la ablación del clítoris con el suicidio de los antílopes en el mar, y cómo las jóvenes violentadas creían que los animales se ahogaban por ellas. Así, para Elphik, el bestiario tendría que ser, también, el género que recogiera la brutalidad de la especie humana. Esta sección se cierra con una narración afortunada: “La que busca”. En ella, la loba que busca al viajero se metamorfosea en “la que busca”, para luego disfrazarse de mendiga. Cuando, por fin, loba y viajero se encuentren, ella se presenta como una harapienta que le pide de comer, mientras que él le regala sólo su sombra. En la sexta sección del libro, llamada “Oculus Barbarus”, se recogen varias versiones de piezas célebres, desde la fábula de Píramo y Tisbe, hasta el microrrelato del dinosaurio, de Monterroso, o Don Quijote. Empieza, decía, con una novedosa lectura de la fábula de “Píramo y Tisbe”, que conocemos, sobre todo, por la versión que aparece en La metamorfosis, de Ovidio. Todo el microrrelato parece escrito para su hermoso desenlace final, el momento en que se produce la separación de los amantes. En este caso, los jóvenes enamorados se encuentran en el bosque (“Se miran. Se huelen. Se aman…”, p. 59), conscientes de que tienen que separarse. En la mirada de la joven aparecen los vientos de Céfiro, el cálido y suave viento del oeste, al tiempo que en la del muchacho se refleja la de Boreas, su hermano, el frío y devorador viento del norte que trae el invierno. Así, Píramo, al ser abandonado y soplar su tristeza provoca, por primera vez, una nevada en el bosque. En “Gajes del oficio” se nos proporciona una nueva versión del origen del celebérrimo microrrelato de Monterroso. Así, se afirma que el guatemalteco compuso el texto tras despertarse y observar que Kafka se había convertido en un monstruoso insecto. Podría decirse, por tanto, que Monterroso escribió “El dinosaurio” tras haber leído La metamorfosis. “Doble personalidad” esta compuesto por un diálogo entre
  • 17. 17 Don Quijote y Sancho, en el que el escudero acaba asumiendo la peculiar lógica de su señor. Y “Ausencia de lobo” es otra versión de la historia de Caperucita, en la que una chica de trece años es violada en el bosque por “seis pares de botas negras”. Bajo el título de “El precio del error”, aparecen tres piezas no menos humorísticas que desmitificadoras, como si de tres secuencias de una misma historia se tratara, protagonizadas, todas ellas, por el actor Clint Eastwood. En la primera, el actor confunde al león de la Metro, que se ha escapado, con un contrabandista que lo persigue, de ahí que le dispare y hiera. En la segunda, narrada por el león en primera persona, éste amenaza al actor con arañarlo en sus partes pudendas, y en la tercera, el león se abalanza sobre él, lo tira del caballo y parece ser que acaba con él. O, al menos, se nos dice, león y actor, desaparecen. Los tres siguientes, “Círculo del fuego”, y las dos piezas que componen “Círculos del agua”, ya desde el título, habría que leerlos como si la autora se hubiera propuesto componer una serie de variaciones en torno al amor, valiéndose de lo que podrían ser dos de sus elementos constitutivos: el fuego y el agua. Los tres están escritos con un lenguaje poético, onírico, surrealista en sus imágenes deslavazadas, que se diluyen apenas tras ser leídas. En el primer microrrelato (“Círculo del fuego”) se cuenta el desdoblamiento de una mujer, inocente y puta, que rememora mientras le escribe una carta a un hombre, llegando a transformarse en loba al provocarse un orgasmo. Ya en el desenlace, el hombre aparece en sueños y la observa, mientras las tres mujeres –en realidad, una sola- deciden hacerle un hueco para que se acomode en la cama. Así, este hombre se revela capaz de transformar a la narradora en inocente, puta y loba, por obra del amor y del deseo. En el segundo (“Círculo del agua I”), en cambio, la narradora comunica por escrito, esta vez a su amada, el sueño erótico que tuvo con ella. Aunque el sueño en sí, en su momento de éxtasis, aparezca ilustrado a partir de un texto literario de Clarice Lispector, en donde el agua se erige como representación del placer, en el arranque de la cara de la narradora reconoce que si se dispone a convertir ese sueño en sustancia narrativa, es con la única esperanza de que su amada llegue a leerlo un día. Por último, en el tercer microrrelato (“Círculo del agua II”), el protagonismo del agua lo detenta una cama acuática, quien no sólo acoge los encuentros amorosos de los dos amantes, sino que también se metamorfosea en una isla, a salvo del mundo, en universo onírico y representación del deseo que los une. Así, cuando el hombre decida abandonarla un día yéndose a la tundra, ella dejará que se marche por no existir fuera de esa cama “lugar de esperanza” posible.
  • 18. 18 La última parte del libro, titulada “El ave del deseo”, se compone de seis piezas, a la que quizá podría añadirse también “V”, incluida en la quinta sección del volumen. Se trata de textos escritos, respectivamente, con la a, la ce, la eme, la pe (un homenaje a Pinter), la ese y la ere, siguiendo una tradición vanguardista, que iría de Enrique Jardiel Poncela a los oulipianos. Respecto a “V”, microrrelato al que se alude en “Circulo del agua II”, que acabamos de comentar, lo que se cuenta es cómo desapareció esta letra, al volar todas las uves en bandada. De donde las palabras con uve pasarían a escribirse con be en adelante, como bolar y abe. Pero, las uves, al echarse a volar, representaron una forma en el horizonte que ahora las aves imitan. Para concluir, quiero llamar la atención sobre la obra de Gabriela Aguilera, cuyo único libro de microrrelatos data del 2007. Son narraciones desgarradas en las que se nos cuentan historias de machos y hembras, encuentros sexuales, en el burdel o en moteles, o bien relaciones sentimentales poco gratas. Recuerdan, de hecho, a los boleros de la cantante mexicana Paquita la del Barrio, o en un registro ya más culto, a las fotografías de la norteamericana Diane Arbus o del español Alberto García-Alix. Antes de comentar una de las piezas que prefiero, por lo descarnada, quiero llamar la atención sobre “De madrugada, Plaza de Italia”, en la que todo el microrrelato está constituido por variaciones sobre la palabra tirar y sus distintos significados. Voy a centrarme, decía, en una sola pieza, la titulada “El último tiro”, cuenta con los mismos aires excesivos de las películas de Tarantino. Así, la Evelyn, un travesti, llega a un motel, cargada con tres pistolas y se abre paso en la habitación en que su amante, Fernando, la engaña con otra mujer. Acaba primero con ella para después dedicarse a él, sin mediar una sola palabra, mientras suena la canción de Luz Casal, “Un año de amor”, que pespuntea toda la historia. El último tiro al que hace referencia el título, el número diecinueve, lo destina a los genitales de Fernando, quien se ha cansado de suplicar clemencia en vano. Para los lectores curiosos diré que la dedicatoria de la pieza, “Al Círculo de las Bacantes y su Departamento de venganzas Asociadas”, va dirigida a Pía Barros y a Susana Sánchez Bravo, responsables, junto con la autora, de la editorial Asterión. Sin duda, el microrrelato chileno aparece en algunas de las mejores antologías del género hispano o hispanoamericano. Así, en las citadas de Juan Armando Epple, por supuesto, pero también en la de la argentina María Cristina Ramos, Cielo de relámpagos. Antología de microficciones y otras instantáneas literarias de autores latinoamericanos, Ruedamares, Neuquén (Argentina), 2007. Aunque sólo cuente con la presencia de Pía Barros, en ella se recogen seis piezas, y de Diego Muñoz
  • 19. 19 Valenzuela, con la inclusión de tres narraciones. O bien, en la de David Lagmanovich, La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico, Menoscuarto, Palencia, 2005, compuesta, en efecto, con un ánimo más histórico y canónico, En esta aparecen microrrelatos de Vicente Huidobro, Pía Barros y Juan Armando Epple, de los que se recogen dos, cinco y otras cinco piezas, respectivamente. En cambio, en el reciente volumen sobre 100 años de cultura chilena. 1905-2005 (Zig-Zag, Santiago de Chile, 2006), no se hace mención alguna al género, si bien María Inés Zaldívar dispone de casi ochenta páginas para la literatura. Lo que me hace pensar que los manuales al uso y las obras generales sobre literatura y cultura chilena, son todavía un territorio inaccesible al microrrelato y ello a pesar de que no falten obras con suficientes merecimientos y calidad para reclamar su inclusión7. 7. Quiero darles las gracias, por su ayuda, a David Lagmanovich, Juan Armando Epple y Diego Muñoz Valenzuela.
  • 20. 20 BIBLIOGRAFÍA Aguilera, Cristina, Con pulseras en los tobillos, Asterión, Santiago de Chile, 2007. Alcalde, Alfonso, Epifanía cruda, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1974. Barros, Pía, Miedos transitorios (de a uno, de a dos, de a todos), Ergo Sum, Santiago de Chile, 1986. ___, A horcajadas, Mosquito, Santiago de Chile, 1990. ___, Signos bajo la piel, Grijalbo, Santiago de Chile, 1994. ___, Ropa usada, Asterión, Santiago de Chile, 2001. ___, Llamadas perdidas, Thule, Barcelona, 2006. ___, La Grandmother y otros, Asterión, Santiago de Chile, 2008. Couve, Adolfo, En los desórdenes de junio, Zig-Zag, Santiago de Chile, 1970. Elphick, Lilian, Ojo travieso, Mosquito, Santiago de Chile, 2007. Epple, Juan Armando, “Brevísima relación sobre el micro-cuento en Hispanoamérica“, Puro cuento (Buenos Aires), 10, 1988, pp. 3l-33. ___, Brevísima relación del cuento breve de Chile, Lar, Concepción, 1989. ___, y Jim Heinrich, eds., Para empezar. Cien microcuentos hispanoamericanos, Lar, Concepción, 1990. ___, ed., Brevísima relación. Nueva antología del microcuento hispanoamericano, Mosquito, Santiago de Chile, 1999. ___, Cien microcuentos chilenos, Cuarto Propio, Santiago de Chile, 2002. ___, Con tinta sangre, Thule, Barcelona, 2004 [1999]. ___, ed., MicroQuijotes, Thule, Barcelona, 2005. ___, “Algo más que risas y burlas: las ficciones breves de Vicente Huidobro”, en A. Cáceres Milnes y E. Morales Piña, op. cit., pp. 121-140. ___, “La minificción en Chile”, Letras de Chile, 2008. Gallardo, Andrés, Obituario, F.C.E., México y Santiago de Chile, s.f. [1987]. Huidobro, Vicente, Obras completas, Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1976, tomo I, pp. 909 y 910. Ed. de Hugo Montes. Iturra, Carlos, Para leer antes de tocar fondo. Cuentos brevísimos, Catalonia, Santiago de Chile, 2007. Jara, Pedro Guillermo, Relatos in Blue & otros cuentos, Secretaría Regional Ministerial de Educación, Valdivia, 2002. Jodorowski, Raquel, Cuentos para cerebros detenidos. Con licencia de los superiores, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1974.
  • 21. 21 Lagmanovich, David, La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico, Menoscuarto, Palencia, 2005. Lavín Cerda, Hernán, La crujidera de la viuda, Siglo XXI, México, 1971. ___, El que a hierro mata, Seix Barral, Barcelona, 1974. Matamala, Tito, ed., Pequeños cuentos de grandes amigos, Noai, Concepción (Chile), 2007. ___, Porotos granados, Catalonia, Santiago de Chile, 2008. Morales Piña, Eddie, “Ángeles y verdugos de Diego Muñoz Valenzuela: aproximación al microrrelato de un escritor chileno contemporáneo”, en Andrés Cáceres Milnes y Eddie Morales Piña, eds., Asedios a una nueva categoría textual: el microrrelato, Universidad de Playa Ancha, Valparaíso, 2005, pp. 321-331. Muñoz Valenzuela, Diego, Ángeles y verdugos, Mosquito, Santiago de Chile, 2002. ___, De monstruos y bellezas, Mosquito, Santiago de Chile, 2007. Pérez López, María Ángeles, Los signos infinitos. Un estudio de la obra narrativa de Vicente Huidobro, Edicions de la Universitat de Lleida-Asociación española de Estudios Hispanoamericanos, Lérida, 1998. Quichiyao, Ramón, Marcas, signos y señales, Ediciones Kultrun, Valdivia, 2006. Ramos, María Cristina, ed., Cielo de relámpagos. Antología de microficciones y otras instantáneas literarias de autores latinoamericanos, Ruedamares, Neuquén (Argentina), 2007. Sánchez Bravo, Susana, Secretos menores y non tanto, Asterión, Santiago de Chile, 2007. VV.AA., Créditos. Homenaje a Juan Armando Epple, Ergo sum, Santiago de Chile, 2008. Valdés Avilés, Max, Ni un rumor en la oscuridad, Mosquito, Santiago de Chile, 2007. Valdivieso, Jaime, Voces de alarma, F.C.E., México, 1992. Vidal, Virginia, Gotas de tinta y palabreos. Parvos relatos, Ril, Santiago de Chile, 2009. Zaldívar, María Inés, “Literatura: la fructifera producción de un siglo”, en VV.AA., 100 años de cultura chilena. 1905-2005, Zig-Zag, Santiago de Chile, 2006, pp. 61- 138.