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227Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima
ESTUDIOS SOBRE LA VIDA
DE SANTA ROSA DE LIMA
PRÓLOGO
DE LA SEGUNDA EDICIÓN
PERPETUIDAD DEL
PROBLEMA RELIGIOSO
I
Seacualfuereeljuicioquedenosotrosellector
tuviese,pornuestrascreenciasracionalistasradicales,
afirmamos con convencimiento constante que el
principio religioso es el alma vital de la humani-
dad.
El principio religioso es la causa, la fuerza, la
idea, la virtud de las acciones trascendentales del
hombre y de los pueblos, es el motivo sagrado por
esenciaqueimpulsaydeterminaelmovimientode
los siglos, es el objeto más inmediato a la concien-
cia, es el medio más eficaz para consagrar la vida,
y el fin más elevado a que puede encaminarse la
humanidad a voluntad.
¡La industria es necesaria! ¿Pero, quién no ve
que la riqueza que es su objeto, aun suponiéndola
universalizada y colosal, en vez de apagar la sed
inextinguible de infinito que forma la gloria y el
tormento del hombre, esa riqueza no hace sino
acumularunfondodedesesperaciónenelalmadel
que contempla la inanidad de los placeres que se
agotan, y la animalidad de los sentidos que se gas-
tan? ¡No! La industria, aun conseguido su objeto,
que es la riqueza, no hace sino revelar la miseria de
nuestroserylapobrezadenuestraalma,despojada
deldivinotestamentodelafilosofíaqueconvence,
o de la religión que afirma.
¡El arte es necesario! ¿Pero qué sería sin el so-
plo divino que fomenta creaciones, o revelaciones
intermediarias entre la humanidad y el Creador?
¿Qué sería, sin la vivificación de esa idea suprema
de belleza que se pierde en los resplandores del
Eterno?
El derecho es necesario. Pero el derecho sin
la noción de la eternidad, de la justicia o de la
personalidad del ser infinito creador de la ley, se
evapora; sin la conciencia de la libertad se anula,
sin la atracción de la bondad se esteriliza.
Así pues, industria, arte, derecho, elementos
necesariosdelavida,suponenunprincipiosuperior
que los sustenta y fecundiza.
Infinito, justicia, belleza, bondad, destino del
hombre,conideasfundamentalesquedeterminan
228
la iluminación del pensamiento, del impulso del
corazón y los actos de la voluntad. Sin ellas no
hay humanidad, ni patria, ni familia, ni riqueza,
ni arte, ni justicia, y el alma humana en su trabajo
solitario concentrado, no haría sino roerse a sí
misma para cavar la tumba a la esperanza.
Esas ideas fundamentales forman el dogma.
La religión es la afirmación de esas ideas y la im-
posición de la moral que determinan.
El principio fundamental es, pues, el princi-
pio religioso.
II
La religión es dada por la filosofía y por la
tradición.
La religión, una en su esencia, está dividida
por la concepción multíplice del hombre.
La tradición se divide en religiones positi-
vas.
La filosofía en sistemas.
Pero en todas las sectas religiosas y sistemas
filosóficos el mismo problema es la sustancia que
los anima: Dios, el hombre, la naturaleza, la crea-
ción, la inmortalidad, la justicia y el destino del
hombre.
Y como todas las ideas, todas las creencias,
todos los intereses, todos los derechos se determi-
nan en virtud de la concepción fundamental del
ser;ycomolaconcepciónfundamentaldelser,del
infinito, o Dios, es la base de la religión, se deduce
claramente que la religión es la forma generadora
de los varios aspectos que pueda revestir la vida de
los pueblos.
Así es que las verdaderas revoluciones que
acontecenenlahumanidad,sonunaconsecuencia
delatransformacióndeldogma,odeunavariación
en la concepción de Dios. Es por esto que hace
tiempo hemos afirmado, confirmándose cada día
esaafirmación,quelavidadelospuebloseslaacción
de sus dogmas.
Muy lejos nos llevaría desarrollar el catálogo
sucesivo y encadenado de las pruebas que la histo-
rianospresenta.Queremosaquítansóloconsignar
un hecho.
La Revolución por la Independencia Ameri-
cana,independientementedelosacontecimientos
históricos que a ella coadyuvaron tiene la razón
de su existencia, o fue su causa, la filosofía del
siglo XVIII, que emancipando el pensamiento,
resucitaba el derecho del hombre y la autonomía
de los pueblos. Las bases de la creencia y de la
autoridad cambiaron. El dogma antiguo que im-
ponía a nombre del Eterno la obediencia ciega, y la
sumisión servil a la teocracia y monarquía que se
habían dividido el espíritu y el cuerpo para mejor
dominarlos,conlosnombresdeIglesiaydelEstado,
fue sustituido por el dogma de la razón imperso-
nal que, unificando la personalidad del hombre,
unificaba al mismo tiempo en la universalidad
humana, la autoridad y potestad.
Pero ese cambio de creencias no ha sido radi-
calnicompleto,muchomenosgeneralennuestros
pueblos. Es por eso que vemos en lucha las dos
potestades, y que en el hombre reina la anarquía,
o la predominancia del principio revolucionario
o del principio tradicional.
Yéstaeslacausadelaanarquíaodespotismo
en la América del Sur. El poder no es religioso. La
religión no es política. El derecho no se proclama
soberano. La iglesia no se atreve a negar la nueva
autoridad. Y el ejemplo, la educación que resulta,
eselbamboleodeladuda,laoscilaciónproducida
por dos fuerzas secretas que en secreto se disputan
el dominio exclusivo de la soberanía.
No hay, pues, una verdadera autoridad; por-
quelaverdaderaautoridaddebepartirdelacreen-
cia filosófica de cada uno. La ley no es emanación
de la autoridad completa, y he ahí por qué la ley
no es la religión del hombre y del ciudadano.
¿Qué resulta de semejante estado?
¿Qué debe resultar, cuando la ley no es reli-
gión, cuando la religión no es ley? Lo que resulta
229Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima
fatalmente, cuando el principio libre del espíritu
desapareceenladudadelascreencias: elgobierno
delegoísmo,delaspasioneso interesesencubierto
con la mentira en las palabras, y sostenido por la
hipocresía en los actos: y como no se puede go-
bernaroexplotarlahumanidadsin ennoblecerde
algún modo su cadena, resulta que el egoísmo, la
pasión, o el interés se llamarán sistemas políticos,
ylalibertad será invocada para derribarel orden
y la ley para encadenar la libertad.
III
Loqueseveenlapolítica,seveenlaconcien-
cia del hombre en estas épocas terribles de transi-
ción.¿Cómosalirdesemejanteestado?¿Cómodar
alaleylainvestidurasacramentaldeunimperativo
del Eterno? ¿Cómo dar a la libertad la conciencia
del derecho y designar la órbita de su fuerza?
He ahí el problema de la salvación. De él nos
hemos ocupado y ocupamos, pero en este prólogo
sólo podemos indicarlo.
Creemos que sólo puede revivir la fuerza
creadora apelando a su ausencia, que es Dios,
fuente del deber, o de la verdad conminatoria;
creemos que la libertad sólo puede ser fecunda,
cuando se siente encargada de realizar el derecho;
creemos que la ley, no puede llegar a ser la medida
de las acciones, la armonía distributiva de bien, la
autoridad moral y legal de las acciones, sin creerla
revestida del carácter de emanación divina, que es
su origen, y de la universalidad humana que es su
consagración.
Ahora pues, todo esto no puede verificarse
sin la exaltación de la personalidad humana por el
bien, sin la pasión de la justicia, sin el entusiasmo
por el deber, sin el fuego de la caridad, sin la reve-
laciónpermanenteentodainteligencia,deunDios
creador de toda justicia que impone como destino
y deber, la libertad, la igualdad y la fraternidad de
género humano.
IV
¡Entusiasmo y creencia! La fuerza vendrá.
El entusiasmo sagrado ha sido el elemento
dominante de los santos. Es por esto que los
santos, cualesquiera que sean las religiones a
que pertenecieren, llevan en sí el fuego divino
con que incendian al mundo y estremecen la
humanidad como si transmitiesen las palpita-
ciones del fuego interno del planeta.
¿Quién al ver uno de esos seres predilectos,
no cree ver esa escala divina soñada por Jacob,
que se interna en los insondables arcanos de lo
infinito?
¿Quién no cree sentir ese contacto del genio
y de la virtud, de telegrafía eléctrica del cielo?
De uno de esos seres nos vamos a ocupar,
de la santa que la América proclama su patrona,
con el objeto de mostrar que, a despecho de
los dogmas y de la autoridad, el principio de
la exaltación del alma por el amor infinito es la
fuente de la regeneración y el principio común
con que pueden desaparecer las diferencias.
V
El ser humano es iluminado en su revela-
ción primera y trascendental, por la visión del
infinito como causa y fin, y por la idea del finito
como efecto que aspira a la dilatación de su ser
en el seno del Ser que lo crea y lo conserva, y
que por la virtualidad encarnada para el bien,
lo perfecciona; y al mismo tiempo es animado
por un amor correlativo a esas dos ideas. De
la predominación de alguna de esas ideas y de
una de esas dos atracciones, sea al infinito, sea
al finito, nace la diferencia fundamental que
caracteriza la vida del hombre y de los pueblos.
Aquellos en quienes domina la idea o pasión
del infinito desarrollan el principio de santidad.
El alma humana, la espontaneidad primitiva
230
dominando, se lanzará sedienta, buscando la
fuente de la vida. Y así se ve en los primeros
ritos, en los primeros himnos y en las primeras
concepciones religiosas. Y este fenómeno o ley
de los espíritus, se reproduce siempre que las
potencias exaltadas del espíritu buscan la satis-
facción de esa hambre de lo divino que sólo la
justicia y el amor divinos satisfacen. En la vida
reflexiva de la inteligencia, cuando la experiencia
y la meditación han recorrido las peripecias de
la vida puede, entonces, la inteligencia preferir
el elemento finito. O cansada de la deuda y de
los sistemas, volver por medio de un arranque
del recuerdo de ese paraíso perdido que todos
llevamos en nosotros, a la espontaneidad activa
y a engolfarse de nuevo en el inmenso océano
de la divinidad.
Pero en esa evolución del espíritu, buscan-
do la plenitud del bien soberano, va envuelto
el peligro del error, que es el olvido del deber
respecto a la creación, a la humanidad y aun a
sí mismo. Se olvida el finito, la vida del día, el
deber del momento, la necesidad del desarrollo
del individuo y su derecho.
El alma enamorada y perdida en la con-
templación del Ser Supremo, descuida los ac-
cidentes, borra el tiempo, desprecia la vida, sus
relaciones, sus necesidades y la misión misma
que el Creador le impusiera de perfeccionar su
ser y perfeccionar el de los otros.
Éste es el gran peligro del dominio ex-
clusivo de la idea y del amor del infinito. Ese
peligro se llama misticismo. Casi toda religión –y
aún la filosofía misma–, tienen su misticismo.
El panteísmo, el politeísmo, el catolicismo y
el mahometismo tienen sus sectas místicas: la
filosofía también tiene las suyas.
Una de las fases del misticismo es el asce-
tismo absoluto, que consiste en la tendencia a
anular el organismo, para convertirse en puros
espíritus contemplativos. Se desprecia todo lo
relativo, se condena la acción, la voluntad se
evapora con el fuego de la absorción divina, y se
llega como consecuencia necesaria al quietismo,
que es la imagen de la muerte.
Cada religión, o la atmósfera religiosa que
envuelve a los espíritus que nace, impone su
sello a esa tendencia del espíritu, pero casi todas
ellas lanzadas en esa pendiente llegan al mismo
resultado. El quietista brahmánico, budista,
católico, musulmán o protestante, presenta el
mismo fenómeno fundamental: el tormento
físico, la destrucción del organismo, el desprecio
de los actos, la inutilidad del deber, la negación
de la libertad, la desaparición progresiva de la
conciencia y la muerte de la voluntad.
Tan funestas consecuencias nacen de una
falsa concepción del dogma, de un olvido de
alguna de las dos ideas fundamentales de la
inteligencia, la idea del infinito o del finito, de
la dominación exclusiva de amor divino bajo la
influencia del error que Dios es enemigo de la
individualidad, o de la terrible concepción que
la creación y todo lo finito, es una caída; y que
para hacer desaparecer esa caída es necesario
absorberse o desaparecer en el infinito.
Podemos, pues, decir que hay dos errores
fundamentales: el olvido del finito y de sus leyes,
cuyas últimas consecuencias son el ascetismo y
el quietismo, y el olvido del infinito cuyas últi-
mas consecuencias son el suicidio bestial de la
humanidad, o la dominación de los elementos
sensibles del organismo, que producen esas
épocas orgiacas, cuyos horrores hacen invocar
un diluvio que lave, o un incendio que devore,
como en los días de Lot o de Noé.
VI
Es necesario, pues, conservar la integridad
el divino testamento: la revelación primitiva y
universal que alumbra a toda inteligencia, para
salvar del quietismo que anula, de la bestialidad
231Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima
que degrada, del escepticismo que anarquiza, de
la indiferencia que egoísma, o del individualismo
que despotiza, cualquiera que sea su máscara,
teocracia o monarquía, sea aristocracia, o partido
o democracia.
En estos estudios hemos procurado man-
tener la balanza de la verdad, entre lo finito y lo
infinito: La invariabilidad en el medio, se llama
el libro de la sabiduría de los chinos. La noción
de justicia corresponde a la idea de equilibrio,
(equis: igual-libra: balanza). La idea de derecho
corresponde a la línea recta entre las atracciones
opuestas. La idea de deber a la deuda, que debe-
mos a Dios y a las criaturas, sin olvidar a Dios,
sin olvidar a las criaturas.
VII
Al ocuparnos de este problema, no creemos
hacer obra de historiadores solamente, sino agi-
tar el problema esencial del destino. En todos los
tiempos, cualesquiera que sea la idea iluminante,
a el entusiasmo dominante, en el fondo de todas
las religiones pasadas y presentes, en la intención
de todas las utopías y sistemas, en el corazón de
las multitudes, en el pensamiento radical de la
filosofía, en los delirios del poeta, en las aparicio-
nes plásticas del arte, en las revelaciones que el
genio o la virtud, o la alegría y el dolor inmensos
arrancan del tenebroso porvenir, una es la idea,
uno es el deseo, que se procura realizar: la verdad
del dogma, la noción de lo justo, la exaltación
de las potencias por lo bello, lo bueno, lo santo,
para producir la paz en el hombre, entre los
hombres, y la unificación del género humano
rehabilitado, purificado, sublimado.
Sea cuales fueren los progresos de las cien-
cias, sea cual fuere el dominio que el hombre
adquiriere sobre la materia comprendida y do-
minada, aunque veamos los elementos puestos
a su servicio encadenados, reemplazando todas
las antiguas servidumbres, y como divinidad del
politeísmo gobernar al universo desde el Olim-
po humano engrandecido, siempre, siempre
el deseo de la inmortalidad y la aspiración al
infinito, devorarán su existencia, como el buitre
a Prometeo, ese símbolo sublime del raptor del
fuego eterno.
Víctor Hugo, en esa obra estupenda de poe-
sía y profecía que se llama Leyenda de los siglos, al
imaginar en el siglo XX la victoria del hombre,
concreta y reasume esa victoria, suponiendo al
género humano libertado de “la gravedad, esa
cadena que lleva remachada al pie”.
La pesanteur, liée au pied du genre humain
Se brisa, catte chaine état toutes les chaines! 1
Pero aun aceptando hipotéticamente la
posibilidad de libertarnos de la gravitación de
la materia, que encadena, pero que al mismo
tiempo forma un elemento indispensable de la
manifestación del espíritu, el problema subsiste.
La diferencia sería que, en vez de sufrir en la
tierra y recorrerla con el paso del reptil, tendría-
mos la locomoción arbitraria en los espacios;
golpearíamos con nuestra frente el firmamento,
y atravesando las fronteras geométricas de los
sistemas siderales, en Júpiter, o Sirio, o en las
nebulosas telescópicas, en el átomo terrestre
o en la zona láctea, resonaría siempre la duda
tenebrosa del pensamiento finito, clamando en
la inmensidad, por la verdad del destino de esta
alma y por esa ambición del infinito que ningún
universo satisface.
1 Víctor Hugo. Leyenda de los siglos. Vingtième siècle. Plein ciel. pag. 241. Paris 1860.
232
Si la gravedad de la materia puede hasta
cierto punto superarse, pero no anularse, la
atracción del espíritu hacia Dios es la verdadera
cadena incontrastable, la verdadera y eterna
gravitación del finito al infinito.
Y éste es, otra vez, el problema religioso,
éste es el problema de la creación, ésta es la ela-
boración inmortal del pensamiento por alcanzar
cada día más y más un acrecentamiento de evi-
dencia que cimiente la justicia, y una dilatación
del amor que legisle a una nueva sociedad.
Pero es signo magnífico esa profecía inva-
sora que marcha a la vanguardia de la ciencia,
y que, reasumiendo en la común verdad, los
presentimientos de todas las edades, de las poe-
sías, sistemas y visiones de la ciudad futura, con
Alejandro Soumet y Víctor Hugo, con Edgar
Quinet y Lamennais, nos transmite la ondula-
ción sagrada del océano de luz que nos envuelve.
Saludemos el noble y gran presentimiento que
agita las entrañas de la humanidad, próximo,
quizás, a revelar la nueva faz de los destinos.
Mantengamos la lámpara encendida, porque
el enviado, el Mesías, el paracleto se aproxima;
no ya para ser crucificado por la Iglesia y el
Estado de Judea sino para levantar un tanto
más el velo de Isis, y derramar los efluvios del
amor que vivifica, de la ciencia que tranquiliza y
del entusiasmo divino que nos inspira la fuerza
necesaria para contemplar la eternidad.
VIII
La solución del problema religioso lleva
en sí la extirpación progresiva del mal físico
que es la miseria, la enfermedad, la debilidad;
la del mal moral, que es la desaparición de la
mentira, de la injusticia, del egoísmo, y de la
inmoralidad, en una palabra, la rehabilitación
de la humanidad caída y la conversión de Satán
el mito antiguo de la personificación del mal, y,
en fin, la desaparición del mal intelectual que es
la ignorancia, justificando a Dios por la creación
de lo finito. Se ve que esa negación sólo puede
venir de una afirmación suprema que restablezca
la perfección integral y universal de las funciones
de la humanidad en todos y en cada uno de sus
miembros.
Trabajar por la solución de ese problema es
la ardua campaña. Cualquiera que sea nuestra
debilidad, la grandeza del objeto nos sustenta.
Buenos Aires, Abril de 1861.
INTRODUCCION
Al acercarse a las poblaciones, lo primero
que responde a la mirada investigadora del
viajero, es la torre del monumento religioso.
La religión como base y coronación de toda
sociedad levanta su cabeza sobre las habitaciones
del hombre como un pensamiento de unidad y
amparo.
Del mismo modo, lo primero que hiere la
mirada del alma, cuando se observa cualquier
pueblo es la santidad y el heroísmo que vigilan
sobre los hombres, como luces del espíritu que
el Señor levanta para conservar el testamento
de la ley.
Las alturas sobresalientes de la humanidad
son los santos y los héroes, que como las torres
de los templos o la bandera de la Patria que
flamea, son los primeros y los últimos objetos
que reciben y conservan la luz del sol.
En tiempo del paganismo, cada raza, cada
casta y aun cada ciudad, confiaba a un Dios el
depósito de sus ideas y la representación de sus
sentimientos. Entre los romanos la habitación
de cada ciudadano era guardada por dioses tu-
telares que se llamaban Lares y que constituían
a cada habitación en un templo inviolable a los
asaltos del Estado o de los hombres. Los pueblos
233Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima
cristianos han elevado el culto de los santos,
y han personificado en ellos sus instintos, sus
simpatías, sus ideas favoritas, y la humanidad
cristiana ha elevado sobre todos los héroes y los
santos a la sublime e incomparable figura del
Salvador del mundo.
Pobre ha sido la América en creaciones para
la vida del Señor; pobre es su Cielo, desnudo
su firmamento de santidad, y solo Lima lanzó
una estrella radiante de virginidad y de belleza,
que domina e ilumina a su Patria, mucho más
que el cúmulo de las riquezas de su suelo.
El hombre aspira a crear, a sacar fuera de sí
mismo un producto de belleza, de grandiosidad
y de virtud. Él ha entrevisto vagamente un ideal
de perfección, y en medio de sus distracciones,
a pesar de sus caídas, del seno mismo de su
depravación, ese ideal se le aparece de cuando
en cuando como un recuerdo de la felicidad
perdida, y en él produce, remordimiento, o
una iniciación para regenerarse. Ese recuerdo
del ideal es el que produce en las almas bellas
las lágrimas del dolor sincero, momentos de
desesperación o raptos de amor divino, origen
de la santidad y del heroísmo.
Los poemas, las epopeyas, las obras supre-
mas del arte, las acciones que alumbran perpe-
tuamente a los pueblos, las vidas ejemplares,
esos tipos de virtud, son todas manifestaciones
temporales de la verdad absoluta que no alcan-
zan a agotarla y que forman la educación de las
naciones.
Sobre Lima se elevó su Santa, como la crea-
ción y el tributo de un pueblo a su Dios, como
símbolo de la virtud que debe practicar, como
el representante de sus sentimientos, como la
esperanza de su cielo. Vive su memoria; culto
externo se la tributa, venerados son los lugares
donde afirmó su planta, pero la vida interior
de santidad, la virtud práctica que la Santa
profesaba, el tesoro de alegría que poseía en las
conversaciones con su divino esposo, el fuego
devorante que la incendiaba por el bien, por
el cuidado del pobre, por la conversión de los
pecadores, la sublime y valiente independencia
de su alma en sus raptos de amor, todo esto
¿dónde está? Silencio acusador, es la respuesta.
Hemos querido estudiar su vida, asistir a
la formación de su espíritu, seguir esa marcha
de dolores y alegrías, y renovar o presentar a sus
hijos esa riqueza moral que brilla aún, sobre el
lugar de su nacimiento.
I
LIMA EN ROMA
Estamos en el 12 de abril de 1668. La
capital del catolicismo se despierta engalanada;
las campanas de sus centenares de templos y las
salvas de la artillería convocan a los romanos
para solemnizar la entrada de una santa en el
reino de los cielos. La imaginación de ese pueblo
rey se exalta para asistir al triunfo de la que se
acerca con la corona de la victoria –no de laurel,
teñido en las batallas, sino con la corona de rosas
virginales, radiante del pudor y de la inocencia
conquistada sobre las debilidades de la naturale-
za y en el campo siempre abierto de la inmensa
caridad cristiana–.Ya pasaron los triunfos de
los emperadores, escoltados de pueblos y de
reyes vencidos que arrastraban los despojos del
mundo para deponerlos a los pies del pueblo
rey; –ya pasaron esos días de las bacanales de
victorias que celebraban en la sangre, los triun-
fos conquistados con la sangre,– otro tiempo,
otra ley, otras costumbres, otros triunfos, son
ahora los que solemniza la que fue la capital
del mundo. Desde que la silla de Pedro se sus-
tituyó al solio de los emperadores, los triunfos
que celebra son las bendiciones solemnes del
primer obispo, que anuncia un nuevo soldado
al calendario, un nuevo mártir al catálogo, una
234
virtud consagrada en el cielo del catolicismo
para la gloria y ejemplo de las gentes.
Tal era el acontecimiento que exaltaba a
Roma en este día. Una nueva circula: rumor
lejano de remotas tierras, como el murmullo de
un océano, precipita a la multitud a la plaza de
San Pedro, ese nuevo capitolio de la moderna
Roma. Allí, la gente palpitante se detiene, y
comprimiendo los latidos de su corazón y sus
acentos, un silencio profundo se extiende sobre
ese mar de hombres, como la calma del espíritu
divino. Silencio precursor de un acontecimien-
to. El Sumo Pontífice ha pedido la palabra, y la
tierra se concentra para recibirla.
“¡Una Santa en América! ¡Rosa de Santa
María!”, dice el Pontífice, “yo te consagro en
la escala celestial de los santos, primera flor de
virginidad beatificada bajo los cielos del Nuevo
Mundo, yo te consagro a nombre del tres veces
Santo, para adoración del mundo católico”.
Y el pueblo entero prorrumpió en un grito
colosal, como el estallido de un volcán de gloria;
y las campanas, trescientos cañones y la bula
del Papa propagaron de ciudad en ciudad, la
nueva feliz de la Patrona de Lima santificada
solemnemente el 12 de abril de 1668 por el
Papa Clemente X.
He aquí las palabras de su canonización:
Clemente Obispo
Siervo de los siervos de Dios,
Para perpetua memoria.
«Habiendo, pues, relucido por todo el orbe,
la Santidad de la Rosa, con éstas y otras muchas
señales, y maravillas pidiéndolo sus méritos;
nuestro predecesor el Papa Clemente IX (de
feliz recordación) concedió que esta sierva de
Dios, en todas partes del mundo, se llamase
con el nombre de Bienaventurada, y celebrada
con solemne rito su beatificación: La declaró con
autoridad apostólica, por patrona más principal
de la ciudad de Lima; de todos los reinos de Perú,
y mandó que su fiesta fuese de precepto, para todos
los moradores de dichas partes, y que su nombre
fuese puesto en el martirologio romano. Nos
también, viéndola honrada en todas partes de-
votísimamente, con solemne aplauso de todos
los pueblos, extendimos el mismo patronato, a
todas las provincias, reinos, islas y regiones de la
tierra firme de toda la América, Filipinas é Indias:
Y formados nuevos procesos con autoridad
apostólica de aquellas cosas que sobrevinieron
después de beatificada, y aprobados dichos
procesos y la grande veneración y devoción de
pueblos con nuevas maravillas y milagros de los
cuales, después de una madura consideración,
fueron admitidos cuatro, dos del proceso Sue-
sano, y otros dos del proceso panormitano».
Sigue la exposición de cuatro hechos sor-
prendentes llamados milagros, verificados en las
personas de Juan Zelillo, Cándida Rozeta, fray
Serafino Pullese y Ángela Gibaja, que, estando a
la muerte, de ella se libraron invocando a Santa
Rosa y terminó de este modo:
«A honor de la Santa, e individuaTrinidad,
y exaltación de la fe católica, por la autoridad
de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu
Santo, y de los bienaventurados apóstoles, y
nuestra, de consejo y unánime consentimiento
de nuestros venerables hermanos los cardenales
de la Santa Romana Iglesia, patriarcas, arzo-
bispos, y obispos, que se hallan en esta corte
romana; definimos, que la beata Rosa de Santa
María y Virgen de Lima (de cuya vida, santidad,
sinceridad de fe y excelencia de milagros consta
plenamente) es Santa y, como tal debe ser escrita
en el Catálogo de las Santas Vírgenes, como el
tenor de las presentes, así lo determinamos, de-
finimos y escribimos, mandando y estableciendo
que su memoria deba ser celebrada cada año,
entre las Santas Vírgenes, por la Iglesia Universal
el día 30 de agosto. En el Nombre del Padre, y
del Hijo y del Espíritu Santo. Amén».
235Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima
El pueblo que estuvo de rodillas en adora-
ción, se levantó y volvió la solemne procesión
acompañando las cinco imágenes de la santa,
con clarines, tambores, banderas desplegadas,
repiques de campanas, la salva de trescientos
cañones.
Ésta fue la señal para que todos los pue-
blos de la catolicidad empezasen sus regocijos,
levantasen templos, escribiesen y tradujesen su
vida, le dedicaran novenas, oraciones y también
la iniciación a la virtud de tantas como llevan
su nombre. Volvamos ahora a su Patria, a Lima,
sigamos las huellas de su vida. Después de haber
asistido a su entrada triunfal en la ciudad del
orbe, veamos su entrada en la tierra y el modo
como conquistó su triunfo.
II
NACIMIENTO
Y BAUTISMO
Ahora, 270 años bajo la dominación de Feli-
peII,Limanoposeíatodoslosmonumentos,ins-
tituciones y casas de religión que hoy pueblan a
esta ciudad. No había en ella todavía ese número
de seis mil religiosos, ni esas riquezas consagradas
a la propagación y brillo de la Iglesia, pero ya se
veía por el número de trabajos y trabajadores, por
elTribunaldelaInquisición,establecidoen1569,
como «Argos de la fe,» según la expresión de un
escritor religioso de Santo Domingo y con un
sueldo de 3.000 pesos cada inquisidor, que Lima,
virreinato de estas tierras, iba a ser la capital, el
centro del catolicismo en el Nuevo Mundo. La
inmigración acudía, las riquezas aumentaban,
la conversión de los habitantes primitivos pro-
metía y daba frutos abundantes; pero estos eran
elementos de cantidad, aumento numérico de
fuerzas que podían encontrarse en otros puntos,
pero no era todo esto, ninguna especialidad o
superioridad que diese su título, un nombre, una
autoridad religiosa y popular a esta capital de la
religión católica en América. Faltaba la calidad, si
podemos expresarnos así, faltaba la irradiación de
una luz intensa, la palabra profunda del ejemplo,
el espectáculo de una vida incomparable en estos
pueblos y esto fue oportunamente lo que vino a
realizar Santa Rosa y a dar el cetro del catolicismo
a la ciudad de Lima.
Tal es el efecto de los seres grandes que
prolonga la vida y extienden donde viven los
efluvios de su corazón, haciendo amar, respetar y
venerar todo lo que tiene relaciones con ellos.Tan
cierto es esto que parece que la naturaleza entera
coopera con felices augurios al nacimiento de
sus hijos predilectos, como si ella misma tuviese
conciencia de que es una armonía sagrada, que
va a solemnizar con ella la fiesta perpetua de la
creación hacia su Dios.
SixtoV gobernaba la Iglesia y tenía las llaves
del espíritu de la catolicidad, y Felipe II el cetro
de fierro del cuerpo social en el entonces pode-
roso y extendido imperio de la España, cuando
apareció en Lima Rosa de Santa María. En el mes
de abril de 1586, tiempo venturoso en la perpe-
tua primavera de este país, bajo astros apacibles,
cuando todo es calma y pureza en las aguas,
cuando la tierra recobra sus fuerzas para ostentar
las maravillas, flores, y frutos de la primavera, día
30 de feliz memoria, de padres pobres, cerca del
convento de Santo Domingo, vino esa Virgen al
mundo.
Sus padres eran españoles. Gaspar Flores
y María de la Oliva, de quien pocas noticias se
tienen, pero que por su conducta respecto de la
Santa, parecen haber sido de limitado espíritu,
habían tenido once hijos, cuyo último fue la
lumbrera de su familia, y la gloria de su país.
Se la bautizó el domingo de Pentecostés
y la llamaron Isabel, por llamarse así su abuela
que aún vivía, pero sólo conservó tres meses este
nombre.
236
La crónica nos conserva una particularidad
respecto a su nombre y a su fe de bautismo.
El párroco puso al margen con motivo de
habérsele borrado el nombre, Isabel hija de Esti-
ma, por poner hija legítima, dando, sin querer, a
entender que más bien era hija de la estimación
del espíritu que de sus propios padres.
La fe de bautismo se conserva y, es así:
Esta particularidad relativa a su nombre
fue confirmada a los tres meses de nacida.
La belleza del alma se refleja en el cuerpo,
o más bien la belleza interior impone a la fiso-
nomía y al organismo el sello de su resplandor
y de su armonía. Las almas que aparecen al
mundo traen consigo vestigios de la vida ante-
rior que han tenido, aprovechándoles sus hechos
virtuosos para la vida nueva en que aparecen.
Esas almas que nos parecen privilegiadas desde
los primeros momentos de la niñez o de la in-
fancia, es porque han sido buenas, luminosas,
heroicas en sus anteriores vidas. Esto se ha visto
en muchos grandes varones de otros tiempos y
esto se vio en la Santa de que nos ocupamos y
que originó su nombre.
El ama, su madre y otras personas la con-
templaban un día en su sueño, y era tal la pureza,
tal la belleza de su rostro, la expansión virginal
de su fisonomía, los tintes puros y encarnados
de sus mejillas, que creyeron ver una rosa que
dormía. Fue tal la alegría de su madre, porque
esas apariciones son revelaciones simbólicas de
la verdad, que al momento la arrebató en sus
brazos y, colmándola de caricias, la llamó su
linda, su preciosa Rosa y con la autoridad de la
inspiración y de la maternidad la bautizó con el
nombre que debía inmortalizar: he allí el origen
de su nombre, que viene a corroborar la parti-
cularidad que notamos en su fe de bautismo.
Cinco años más tarde, en el pueblo de Qui-
vi, se le confirmó este nombre, a despecho de su
abuela que, como representante de la rutina, no
quería esa innovación, motivada por el futuro
destino de la santa.
Más ella después, al saber la ocurrencia
que dio el nombre, y agitada por la humildad,
temiendo llamar la atención con un nombre
desconocido y jactancioso, entró en escrúpu-
los, y no se tranquilizó hasta que de rodillas
«En domingo día de Pascua de Espíritu Santo, veinte y cinco de mayo de
mil quinientos y ochenta y seis, bauticé a Isabel, hija de Gaspar Flores, y de
María de Oliva, fueron padrinos Fernando de Valdez, y María Osorio.
Antonio Polanco.
«Y encima de la B. del dicho nombre hay un borrón, que ocupa toda, y al
margen de dicha partida dice Isabel hija de Estima, la cual dicha partida, con
su margen esta fielmente sacada del dicho libro donde está la original a que
me refiero: y para que conste está firmada de mi nombre. En Lima, cuatro
de noviembre de mil seiscientos y sesenta y nueve años. El maestro D. Juan
Messia de Mendoza. »
Isabel hija
DE ESTIMA.
237Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima
ante la imagen del Rosario que está en Santo
Domingo, se sintió iluminada y creyó oír la
voz del niño Dios que le decía, que se llamase
Rosa, agregándole el sobrenombre de Santa
María. Esto es bello. Vemos en este acto al niño
Salvador, saludando la virginidad de esa flor que
debía hermosear el jardín del paraíso. La santa
también lo comprendió: ya tuvo su nombre.
Agrégase a esto, que esta niña se diferencia-
ba de todas por una admirable resignación, que
en su edad, en la cuna, aun sin hablar, cuando
el llanto y los gritos son el único lenguaje que
tenemos para manifestar lo que sentimos o
necesitamos, permanecía en silencio, apacible,
como si ya tuviese ocupación mental o con-
templaciones misteriosas que la alejasen de las
cosas de la vida. Sufría por la falta de asistencia,
por la pobreza de sus padres, por faltas a veces
involuntarias, por los cuidados a que tenían
que entregarse los que la cuidaban, pero ella
nada manifestaba, como si ya se formase en la
escuela del sufrimiento. Sólo una vez, después
de una visita extraña, se la vio darse a un dolor
incomprensible, llorar con extremo, desgarrár-
sele el corazón: sin duda alguna, era el exceso de
amor, de vida superior que ya sentía, que a veces
estallaba sin que ella misma pudiese explicar la
causa de su tribulación.
Admiraba de niña la resistencia que des-
plegaba para soportar el dolor físico, como se
vio en golpes, en operaciones que le hicieron,
en enfermedades que tuvo. No lloraba, no se
quejaba. Sufría y callaba. Se veía ya en ella esa
educación viril que se daba a sí misma y que la
preparaba con una disciplina vigorosa para los
combates de su vida. No hay santidad sin fuerza.
Esa fuerza empezó a demostrarla, dominando
la materia con la preponderancia del alma.
III
EL VOTO DE SANTA ROSA
EMPIEZA SU VOCACIÓN
Se nos cuenta que Newton descubrió la ley
que rige a los astros un día que meditando sobre
ello, vio caer una manzana que se desprendió
de un árbol.
Otros hechos en apariencia muy acciden-
tales han servido de iniciación para grandes
acontecimientos en la historia, pero sólo han
servido por la preparación del espíritu de los
que vigilan en la ley. Si Newton no hubiese
pensado, muchas manzanas hubieran caído sin
que se le revelase el secreto de la inmensidad
de los cielos. Del mismo modo, un hecho en
apariencia insignificante, motivó o hizo estallar
la vocación de Rosa.
Jugaba una tarde con su hermano y éste le
arrojó lodo a sus cabellos. Ella lo sintió porque
era aseada y se quejó; mas el hermano le hizo
ver que mal hacía en ver injuria en eso, cuando
los cabellos eran redes que enlazaban las almas
incautas de los mozos.
Esto fue para ella un golpe que la precipitó
en la carrera de sus abstinencias y en la eclosión
de su vocación. A imitación de Santa Catalina
de Sena, hizo voto de castidad y se cortó los
cabellos. Tenía cinco años.
El espíritu velaba en ella. A la fuerza para
dominar el dolor, se agregaba el desprecio del
mundo. Nada del mundo le llenaba, no le agra-
daba ninguno de sus pasatiempos. Tan cierto
es, que una vez que despertamos a la luz de
lo alto, todo lo demás es poca cosa y pasamos
sobre los hechos del mundo con una verdadera
dominación.
Seguía fortaleciendo su ánimo contra todo
lo que era ofensa a Dios, a tener horror al pe-
cado, teniendo su cuidado de que su alma no
recibiese alimento extraño ni contagio alguno.
238
Su vida era solitaria y concentrada. Se pre-
paraba a las grandes luchas y, según el lenguaje
de la Iglesia, el comercio con el divino Esposo
le era muy preferible al comercio del mundo.
Esta habitud del espíritu a medida que se fortifi-
caba, nos arranca más fácilmente al espectáculo
cotidiano de las ocupaciones y preocupaciones
vulgares.
¿Pero cómo se despertó en Rosa ese espíritu
sublime, que la iluminó toda su vida y la hizo
ejecutar las obras que le han dado inmortalidad
en el cielo y en laTierra? Antes de continuar con
la serie admirable de sus obras, examinaremos el
modo como se encarnó en ella la fuerza, la luz
y el amor divino. Todo nos será comprensible
de ese modo.
IV
DEL ESPÍRITU
DE SANTIDAD
Los que han escrito la vida de Santa Rosa
no nos indican el modo ni los medios por los
cuales pasó ese espíritu para arrebatarse del
amor divino y empezar su carrera de santidad.
Es justamente lo más importante, lo que han
olvidado, y lo que vamos a exponer porque es
la iniciación a una vida nueva, el verdadero
nacimiento, el verdadero bautismo de la santa.
Nosotros vamos a procurar manifestar la causa
y el modo de esa transformación sublime.
Una de las diferencias supremas que nos
eleva sobre la animalidad, es el desasosiego, la
inquietud perpetua por la posesión de un bien
infinito. Los seres inferiores siguen fatalmente
su destino, sin inquietarse de la perfección; se
agitan, devoran, duermen, pero el hombre ha
sentido un aguijón, ha columbrado un ideal,
que lo impulsa a la conquista del bien supremo
y que llamamos virtud, felicidad, gloria, per-
fección. Ese impulso y esa idea del bien es lo
que causa la libertad en el hombre. Sin libertad
no habría santos, porque los que constituye la
santidad y hace el mérito del santo consiste en
arrancar, en partir de sí mismo por su esfuerzo
heroico, para tomar su vuelo a las regiones de
la luz de Dios.
Ese impulso al bien y esa idea del bien
forman el llamamiento divino, forman la unión
del Creador y de su criatura. El que escucha esa
llamada misteriosa, ése se halla en la línea de
las operaciones del cielo; el que obedece a esa
diana inefable, a esa iluminación sublime ese
acepta el combate de los fieles: y el que llega a
vencer al enemigo interno, a la brutalidad de
los sentidos, al egoísmo infernal y practica en
medio de la lucha, la expansión espontánea de
los movimientos del amor y vive puro, fuerte
en la caridad universal, ése es el que arrebata la
corona de los santos.
Podemos, pues, definir la santidad, di-
ciendo que es: el holocausto permanente del
egoísmo en las aras del amor divino.
Quizás, muchos de nosotros, débiles y mi-
serables como somos, hemos sentido los deste-
llos de la iluminación eterna; y si algo de bueno
ha salido de nosotros ha sido una consecuencia
de la voz primera que escuchamos, cuando el
Señor paseaba su palabra sobre nuestras almas,
como el soplo de la vida.
Siempre vive en nosotros el recuerdo de
la visitación del espíritu, como el sello de la
patria celestial. Momentos de delicias, palpi-
taciones inconcebibles y ardientes de nuestras
almas virginales, acentos puros de los ángeles
que a veces os hicisteis oír en la mañana de la
vida ¿dónde estáis? Lagrimas del corazón tan
sólo te responden, oh amor divino, porque
vivimos lejos de tu faz en la caída de nuestra
angelical pureza. Pasaron los albores matinales
y arrastramos una cadena de recuerdos, peso de
vejez que nos abruma, pero la contemplación
239Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima
del bien supremo, el estudio de la vida de esos
seres de amor y de heroísmo, nos transporta
como por encanto, bajo los bosque del Paraíso
o sobre la cumbre de las montañas primitivas,
donde respiramos las auras puras de la creación
primera.
La diferencia que más caracteriza a los
hombres, es el mayor o menor grado de aten-
ción, de interés, de amor, que prestamos a esa
iluminación, a esa llamada primitiva, cuando
recién despertamos a la vida de la inteligencia.
La luz vive en todos pero la dejamos apagar. Se
necesita un esfuerzo para vivificarla y encenderla
y es en este esfuerzo que principia la iniciación
de las almas grandes. El esfuerzo, la energía para
ver y conservar la palabra de Dios que hemos
escuchado, es el heroísmo que inaugura un por-
venir de grandeza o santidad en los hombres.
Rosa de Santa María vio esa luz y su alma
se encendió en sus resplandores. No olvidó,
atendió, escuchó en silencio, fecundizó en la
soledad la palabra de fuego de su Dios, y así
fue como se presentó en la vida con la corona
de rosas: con la aureola de los cielos. Todos la
reconocieron. Sus primeros pasos, la energía
para pensar, para resistir al dolor, para seguir
su vocación, su belleza misma, fueron mani-
festaciones de que había recibido y guardado
la visitación del Espíritu Divino.
V
RETRATO DE SANTA ROSA
SUS PRIMEROS
COMBATES.
SUS VICTORIAS
Ya tenemos a Rosa armada para la vida.
Lleva en sí el escudo impenetrable y la espada
del combate para vencer al espíritu malo. Física
y moralmente ya esta desarrollada. Al verla se
diría: ella es la predestinada, la virgen que se
sacrifica para el bien de la humanidad y para
gloria de todo lo que es puro y grande.
Delgada de cuerpo, talle esbelto, su andar
es majestuoso. En su marcha revela la fuerza y
la tranquilidad del espíritu que lleva. Su cuello
delicado sustenta una cabeza del tipo de las
vírgenes que Murillo poetizó con su pincel. La
elipse de su rostro, la bóveda espaciosa de su
frente y las curvas suaves de su perfil, muestran
una fisonomía que conserva toda la electrici-
dad, todo el magnetismo de las organizaciones
privilegiadas. Sus ojos bajo dos cejas arqueadas,
que siguen la armonía de las protuberancias de
su frente, son negros, grandes, sombreados por
largas pestañas, luminosos, húmedos por el
abundante fluido magnético que el amor hacía
saltar de su corazón a su rostro. Los ojos de
Rosa eran, en una palabra, de amor y de pureza,
centellantes y grandes como que son el sentido
y la revelación física de la caridad y del amor.
Su boca apretaba unos labios delgados, que la
habitud de la meditación había concentrado y
que cuando se abrían se asemejaban al arco de la
flecha, pronto a lanzar la palabra como el rayo.
La parte frontal de su cabeza, que es el organis-
mo inteligente no era lo más desarrollado. La
parte central, sus ojos, sus mejillas, su nariz, su
color suave, matizado y encarnado, revelación
de la parte moral, era lo que más sobresalía en
su expresión. La parte inferior, la boca, la barba,
las quijadas, que son las manifestaciones de la
sensualidad, eran deprimidas y fugaces, así como
sus pies pequeños que parecían hacerla deslizarse
sobre la tierra. Manos cortas, blancas, torneadas,
franqueza en sus movimientos, cabellera negra
y abundante, una elevación en la parte superior
de su cabeza que es el órgano de la veneración,
el cerebelo y la nuca deprimidos, eran los rasgos
que completaban su apariencia. El tono de su
voz era nervioso y estallaba como los saltos de
su corazón.
240
Su vida contemplativa, la continuación de
su vocación, hallaron por obstáculo a su familia,
a sus amigos y parientes. Su madre era munda-
na y ya sabemos cuál es el deseo y el fin de ese
vulgo de personas, para con sus hijos o deudos.
Creen que todo se reduce a una posición social, a
poseer riquezas, brillo, ostentación, a sobrepujar
en las apariencias al vecino. Para esas personas, el
ideal, el espíritu, la ciencia, el desprendimiento,
son cosas incomprensibles que desprecian o
detestan. Sin elevación en sus almas, quisieran
nivelar a todo el mundo, según la medida de sus
pequeñeces y mundanidades. Tal era el círculo
que rodeaba a Rosa.
Era natural que esos dos espíritus se en-
contrasen: Rosa, por seguir sus inclinaciones
místicas, su vida de retiro, de contemplación
y ascetismo; su madre y otras personas, por
hacerla entrar al mundo y en sus vulgaridades.
La pobreza de sus padres era otra razón
que los impulsaba a hacerles buscar fortuna en
el acomodo de su hija.
Era capaz; «grande de ingenio,» de memo-
ria feliz, de suave proceder, de palabra atractiva.
Su nombre se extendía, y su belleza siendo tan
notable, se pensó en aprovechar la edad y esas
dotes para casarla. Era por esto que su madre
quería que se engalanase, que cuidase de todas
las exterioridades relativas a su cuerpo y a la
seducción, y con esto haría sufrir a Rosa que
profesaba el culto de la obediencia a sus padres;
pero ella dominaba con el sacrificio esas preten-
siones: siempre encontraba modo de seguir su
inclinación.
Una vez que varias amigas que visitaban su
jardín quisieron ponerle una corona de flores
que la embellecía, no pudiendo resistir al man-
dato de su madre, puso un alfiler bajo las flores
y se lo hincó en la cabeza, resistiendo impasible
al dolor, y siendo necesario que acudiese después
el cirujano para extraerlo.
Eran constantes las pruebas de obediencia
que daba. No quería hacer nada sin pedir permi-
so; pero cuando se tocaba al fondo mismo de su
inclinación secreta, entonces hallaba la energía
y profesaba esa independencia de voluntad y de
razón que es el distintivo de los héroes.
Tenía muchos pretendientes. Su madre
prefirió al hijo de una viuda muy rica, y un día
se dirigió a Rosa para decirle:
«Hija mía, con el amor que siempre te he
tenido, he procurado solicitar tus conveniencias.
Bien sabes tú en las pocas que tenemos, pues
estamos atenidos al sustento de la vida, de la
tarea de tus manos y labor. Yo te veo muchas
veces afligida y cansada, y que apenas puede tu
delicado cuerpo arribar con el descanso a día de
fiesta después del trabajo de toda una semana.
Somos muchos en casa, y no alcanza tu labor
para tantos, ello es forzoso comer para vivir,
aunque no nos ha faltado nunca, nunca nos ha
sobrado. No puede durar tu vida con la vida
que traes, y si tú faltas, han de acabar muchas
vidas. Yo he tratado un gran casamiento para
ti, con que has de vivir sobrada y gustosa y nos
has de dar una muy honrada vejez; el novio es
muy poderoso y muy noble, único heredero de
su casa; una dicha tan grande como ésta se nos
viene a la nuestra; no la echemos fuera que no
será fácil el encontrar con otra».
Sorpresa debían causar estas palabras a la
Virgen de Dios enamorada, que pudiesen poner
en balanza los bienes temporales y el amor de
un hombre rico a los encantos incomparables e
inestimables del amor divino: Replicó llorando
en estos términos: «Mis intentos, señora, siem-
pre han sido de entregarme a Dios, son muchos
los favores que de su divina mano he recibido en
el ejercicio de este santo propósito, estos han de
gobernar mi vocación, porque más hace Dios en
llamarme, que hago yo en seguirle: ¿será buena
correspondencia, dejar por un hombre a Dios?
¿Lo eterno por lo que se acaba? ¿Lo mucho por
la nada? ¿Lo inmenso por lo pequeño? Este
241Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima
caballero será muy noble, pero no me parece
que me casara si reina me hicieran, porque la
corona mayor de la Tierra es de tierra, aunque
es cosa tan grande el reinar, mayor lo es servir
ahora; para reinar después. Yo me he de entregar
toda a Dios, a quien adora mi alma, y primero
ha de faltar mi vida, que falte yo a la fe que le
tengo dada de ser suya».
La madre, en vez de comprender este
sentimiento y estas razones respetando la inde-
pendencia de su hija, se encolerizó, la insultó y
hasta la castigó con sus manos. Ella sufrió con
resignación y éste fue el primer lance en que
entendió que había de imitar a Santa Catalina
de Sena.
Pero no terminó aquí la tentativa de la
madre. Volvió a la carga con todos sus parientes,
que todos se conjuraban en hacerla romper su
vocación y es en esta persistencia en su vocación
espiritual de donde dependió el destino futu-
ro de Rosa. Fue su primera batalla y, aunque
lastimada, quedó vencedora. Invocó a Dios,
lloró y le consoló. Su esposo divino intervino
y le recompensó de las amarguras que sufría.
Después de este ataque, su madre no persistió
y quedó la Virgen tranquila a este respecto.
Por las palabras de Rosa en contestación a
su madre, se ve los progresos que había hecho
en ella la iluminación del espíritu y, además, la
fuerza de voluntad que había adquirido. Lo que
más hay que admirar y que presentamos como
digno de meditación, es la fe y la tenacidad de
la santa en seguir el llamamiento divino, que
ella llamaba su vocación. En efecto. Conocer su
vocación es conocer su destino, es obedecer a la
voluntad suprema para el fin que nos tiene re-
servados. Esa vocación, sólo uno puede juzgarla,
cuando escuchamos pura y sinceramente la voz
de Dios en nuestras almas. Es la espontaneidad
de nuestro ser, es la inspiración, es la profecía,
es la luz que no engaña y que nos dice como un
sabio: «haz lo que tengas miedo de hacer»; y es
esa espontaneidad de nuestra naturaleza la que
determina el lugar y la función que tenemos que
llenar en este mundo. Oír, pues, esa revelación
interior es un deber, obedecerla es la virtud,
sacarla triunfante sobre todas las oposiciones
conjuradas es el heroísmo, y esto sólo se consi-
gue respetando la sagrada independencia de la
inspiración que brilla en cada uno.
Rosa ha escuchado su inspiración, ha lu-
chado y ha vencido. Su vocación está asignada.
Por las palabras que pronunció la santa a este
respecto se ve ya expresada su determinación y
formulados sus deseos.
«No quiero esposo mío más riqueza, que
adoraras, ni deseo más conveniencia que serviros:
Esto he determinado, esto ha de ser, pero, ¿cómo
ha de ser si vos no me amparáis?».
Dios la amparó. Fortificó su inspiración,
creyó Rosa en ella y pudo continuar su carrera
con la seguridad de la victoria.
Fácil le fue en seguida vencer los tropiezos
que le oponían a la prosecución de su vida, tal
cual ella la entendía.
Muchas señoras, padres espirituales, con-
fesores, religiosos, conociendo la vida de Rosa,
cuya fama se extendía habiendo ella llegado a los
20 años de edad, la aconsejaron e impulsaban
ardientemente para que entrase a alguno de los
monasterios de Lima. Su madre se oponía, su
abuela también, porque veían en ella su con-
suelo y su sustento y Rosa misma que deseaba
ser tercera de Santo Domingo, imitando a
Santa Catalina de Sena, no se sentía inspirada
a obedecer; pero cedió a las sugestiones de los
religiosos y convino con su hermano para huir
de su casa y refugiarse en el convento de Santa
Clara que en ese tiempo se fabricaba.
Pero al pasar por el convento del Rosario,
se detuvo a hacer una oración, y en el fondo,
con el objeto de consultar su inspiración ante
la imagen del Rosario, sobre la determinación
que había tomado. Quiso levantarse pero no
242
pudo; el tiempo pasaba y vino su hermano a
llamarla y a ayudarle a levantarse, pero les fue
imposible. Rosa, entonces, se sintió inundada
por la inspiración divina y comprendió que su
destino no era encerrarse en un convento, sino
vivir para practicar públicamente las virtudes.
Hizo voto de seguir su determinación primera,
su vocación anterior, sus deseos primitivos y,
al afirmar su alma en esta resolución se sintió
ligera, consolada y pudo levantarse. Ésta fue su
segunda victoria en que triunfaba la energía de
su vocación, la voz íntima de su alma, contra
los consejos de los padres espirituales.
Respondió definitivamente al que le propo-
nía otro convento: «Bien sabe V. M. Señor mío,
cuán temprano me dio luz mi Dios para que le
conociese, y que casi desenvuelta de las fajas, apenas
le conocí, cuando le amé. De la consecuencia de
este amor se ha seguido el empeño de ofrecerme
por su esposa seguida con tan larga perseverancia
como experiencia de contradicciones. Júntense
cuatro teólogos del convento del Rosario, este-
mos ambos a lo que ellos resolvieren» – pero la
santa agrega: «mi inclinación me lleva a seguir
las sendas de la seráfica Madre Santa Catalina
de Siena».
Siempre se ve, pues, la fe de la Santa en
la luz interna con que Dios nos alumbra y que
viene sólo de él la creencia en su inclinación y
el respeto que tiene a esa llamada del espíritu
que saben oír los que tienen la energía de es-
cucharle en la inspiración, en la espontaneidad
del alma.
Los cuatro teólogos resolvieron unánimes
que la Virgen tenía razón y que fuese libre en
su inclinación. Saludemos la victoria de Rosa.
De aquí en adelante su vida seguirá su curso
natural aunque escabroso.
Determinó, pues, tomar el hábito de tercera
de Santo Domingo, y así lo realizó, el día de San
Lorenzo, el año de 1606, a los 20 años de edad,
en la capilla de la imagen del Rosario.
Después de esta consagración, conseguido
su deseo ardiente, se llenó de alegría y se hacía
leer o leía la vida de Santa Catalina, para mejor
iniciarse en la imitación de su vida.
VI
ASCETISMO DE ROSA
–SUS PENITENCIAS–
SU HUMILDAD
Hay una jerarquía, una graduación de
poder y de perfección en los elementos que
componen nuestro ser. Somos carne y espíritu,
organismo y alma, sensación e inteligencia. La
carne, el organismo, la sensación, el apetito son
las condiciones de la vida, en sus relaciones con
lo eterno. El espíritu, el amor, la inteligencia es
el principio soberano. La carne es cosa mudable,
accidental y transitoria; su función es servir, re-
cibir la impulsión, ser dominada por la unidad
moral, por la luz interna que llevamos.
Estos dos principios a veces y generalmente
engendran movimientos contrarios. Uno lleva
a la sensualidad y tiende en su desarrollo a la
bestialidad; y otro lleva a la percepción y tiende
en su desarrollo a la espiritualidad. ¿Cuál debe
dominar? El espíritu. De aquí nace la necesidad
del combate, la lucha y el triunfo de la bestiali-
dad o del espíritu.
Los que han columbrado el fin supremo
no pueden abandonar esa atracción celeste que
los arrebata del mundo de la sensualidad, y de
aquí nace para ellos la necesidad del ascetismo,
la práctica, el combate continuo por dominar
a la carne.
Todo el mundo que emprende una gran
obra, todo guerrero de principios, tiene mo-
mentos, días, años de ascetismo, impuestos por
la necesidad de servir a la idea de la patria.
En el combate de la vida, el cuerpo y las
243Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima
necesidades, debe contar como cosa secundaria.
En esta disciplina se han formado los grandes
hombres, los santos anacoretas que edifican con
su ejemplo al mundo corrompido, y también
los pueblos heroicos. Es la gimnasia preparatoria
de los triunfos, y Rosa, que comprendió esa
necesidad, la practicó hasta el exceso.
Gozamos y sufrimos, física, moral e inte-
lectualmente.Todas nuestras facultades son sus-
ceptibles de dirección, todas necesitan esfuerzo,
todas exigen sacrificios.
Físicamente, Rosa se privaba de todos los
goces del cuerpo. Ayunaba perpetuamente y
empezó a hacerlo desde los cinco años de edad.
Se dice que pasó cincuenta días a pan y agua. Y
no sólo era la limitación del alimento necesario
a las funciones orgánicas, sino que buscaba el
modo de hacerlos más desagradables, compo-
niendo ella misma bebidas amargas.
Hizo voto de no comer carne a no ser que
sus padres o médicos se lo impusiesen
Determinó no comer sino una vez al día,
tarde la noche y sólo con pan y agua.
Los viernes sólo comía cinco semillas de
naranja, para que su amargura y su número
le recordasen la hiel y el número de llagas del
Señor.
Oraba doce horas, diez trabajaba para
alimentar a sus padres y sólo dos consagraba al
descanso.
Para vencer el sueño, se colocaba sobre una
cruz, se suspendía de los cabellos a un clavo, o
con las manos atadas sin tocar la tierra y conti-
nuando en su oración.
Se atormentaba con azotes, cilicios o cade-
nas. A los cuatro años cargaba gruesas piedras,
leños pesados y todo esto orando, pues la ora-
ción la sostenía.
Se levantaba de su lecho durante la noche;
paseaba por el jardín, llevando la cruz a cues-
tas.
Se disciplinaba tres veces al día, disciplina
de sangre, con cadenas de fierro que era también
el ceñidor de su talle.
Cubría su cuerpo con ortigas y espinas y,
pareciéndole eso poco aun, se puso un cilicio
desde el cuello hasta las orillas.
Se ceñía la cabeza ocultamente con una
corona de espinas, cuya existencia se reveló por
la sangre que le hacía salir.
Esto era un exceso. Su madre se exaltaba
y la insultaba, le pegaba, la llamaba hipócrita.
Nada valía.
Moralmente, Rosa, abdicó todos los goces
mundanos.
Procuraba hacer desaparecer su belleza,
renunció a todo amor propio, despreció los
insultos y el ridículo del mundo, sobrepujó
las amonestaciones, las amenazas, los dolores
mismos que su vida ocasionaba a su familia.
Imperturbable, obedecía a su instinto, a su
inclinación.
Intelectualmente, Rosa contrajo, concentró
toda la fuerza de inteligencia a la adoración. No
dispersaba su inteligencia en los objetos exterio-
res, morales o científicos que la apartasen de su
unificación con Dios, tal cual ella la concebía.
Gobernaba su atención y la dirigía tan sólo a
ese blanco sublime de sus aspiraciones.
Aprobamos su ascetismo moral e intelec-
tual. Creemos excesivas sus mortificaciones
físicas. Debemos dominar al cuerpo, pero no
extenuarlo, no agotarlo, no impedir que llene
las funciones que le han sido asignadas por la
Providencia para servir a la Providencia. Ese
régimen mató a la santa a los treinta años de
edad. ¡Cuán bello hubiera sido que hubiésemos
gozado de otros tantos años de santidad, de
ejemplo, de beneficios que esparcía en torno
suyo!
Si el sacrificio y el dolor del cuerpo son
necesarios, es cuando éste impide que la mo-
ralidad tome su vuelo. Sufrir, atormentarse sin
un bien por resultado es un exceso. Imitemos al
244
Señor. Se complacía en las alegrías y festines de
los hombres y sólo exigía el sacrificio de todos
los bienes corporales, cuando con ellos hacíamos
el bien, practicábamos la caridad, o cuando nos
impedían ser verdaderamente espirituales. Así,
oh Rosa, suspende tus martirios, te hubiésemos
dicho. El Señor le tiene bajo su guarda y te
bendice. Caridad, caridad, he ahí la ley, he ahí
el ascetismo, he ahí la voluntad de mi padre
que está en los cielos. No soy Padre del dolor.
Lo acepto como condición, pero no como un
espectáculo en el cual pueda complacerme.
Yo glorificaré tus martirios porque conozco tu
intención.
Veamos ahora su humildad.
La humildad es una virtud. Necesita un
gran esfuerzo. Es la confianza en el bien a
despecho de los hombres y del amor propio.
El humilde busca tan sólo la aprobación de su
conciencia. Nada le importan las aprobaciones
del mundo, ni sus juicios ni sus amenazas.
Domina el orgullo, todo lo hará por más bajo
que parezca, si en esto hay un bien oculto o un
servicio a la humanidad.
Era por esto que Rosa pedía a Dios que no
se descubriesen sus sufrimientos en su rostro.
Ocultaba sus virtudes. Sólo se contentaba con la
aprobación interior. ¿Qué era para ella el mundo
y todo lo que el mundo encierra, cuando llevaba
en sí misma lo que valía y dominaba al mundo,
la mirada de su esposo?
No había para ella trabajo u ocupación ser-
vil. Todo lo hacía. Reemplazaba a una India, su
criada, y ante ella se humillaba; lección sublime
de la solidaridad y fraternidad de las criaturas,
lección de amor, que procura elevar lo que ve-
mos caído, lo que consideramos inferior. Si sus
hermanos o padres la insultaban, humilde creía
merecer más y si una desgracia acaecía, ella se
culpaba. Éste es un instinto magnífico y profun-
do de que el mal es originado por el moral del
hombre y que todos somos, bajo cierto aspecto
responsables, porque todos somos un mismo
cuerpo y al mismo tiempo propagadores y con-
servadores del bien. Así es como en la política,
el derecho vejado en uno, debe ser considerado
como violado en todos. Así y no de otro modo
habrá patria y justicia.
Muchas eran las pruebas de obediencia que
daba. Hospedada tres años en casa del contador
D. Gonzalo; edificó a todo el mundo y según
la expresión del «Tesoro de las Indias», «a todos
los dejó enamorados de su virtud». Para todo
pedía permiso. A todos, hasta los esclavos servía,
exigiendo de ellos que la reprendiesen.
Cuando no la creían tan pecadora como
ella se creía, exclamaba «Nadie me conoce, yo
sola me conozco, y no hay que discurrir en esto,
a mí se me ha de creer, no a los discursos, que
los discursos no pueden conocerme».
¿Qué significa este lenguaje? Significa que
era tal el ideal de perfección que ella creía, que
poco le parecía lo que practicaba y lo que sufría
por conseguirlo, y significa también cual era la
fe que tenía en su luz, cual la firmeza en lo que
creía la justicia, cual la independencia de su
juicio relativamente a la concepción del bien
supremo que afirmaba valientemente: «Yo sola
me conozco y no hay que discurrir en esto».
Pero lo que era un tormento para ella, era
cuando oía o sabía que la alababan. Entonces
se acongojaba, se avergonzaba y llegó un día el
caso de desmayarse hasta que el llanto vino a
desahogar su angustiado corazón.
Su vida fue la inocencia misma. Jamás
cometió pecado mortal. Se confesaba frecuen-
temente y, a pesar de todo, se figuraba que
era poco lo que sufría para castigar sus culpas.
Era tal su contrición, su aflicción, cuando se
confesaba, que llegaba a confundir a sus con-
fesores, atónitos de tanta humildad y de tanto
sentimiento.
Suplicaba que la extenuación de su cuerpo
no fuese a manifestar lo que sufría y también
245Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima
que todos ignorasen los beneficios íntimos que
recibía del Señor.
Obediente, mansa, moderada, ejemplar en
su lenguaje, como en su conducta, su lengua re-
velaba siempre los perfumes de pureza y envolvía
a cuantos la cercaban u oían; en esa atmósfera de
luz y de espiritualidad que emana de los espíritus
transparentes a través del organismo.
El autor de El Tesoro de las Indias, religioso
de Santo Domingo, dice de carácter: «todo su
saber, era no saber más que conocerse, todo su
ruido no hacer ruido, todo su cuidado no dar
ninguno a los de su casa: toda la fragancia de
esta Rosa, era para todos, sólo las espinas eran
para sí».
VII
LA CARIDAD DE ROSA
Lo que hasta ahora conocemos de nuestra
heroína es como una preparación, iniciación,
educación, medios para conseguir en sí misma
un fin superior. Ese fin superior, ese ideal, esa
gloria que se busca y en la cual el alma fatigada
y hambrienta se satisface y enciende, es el amor.
Ese amor es la caridad. Esa caridad es Dios.
«Deus charitas, etc.».
Toda obra de verdad es obra de unidad,
es decir, de unión. Toda obra de unión, lo es
de amor, porque el amor es lo que une. En la
teología cristiana el Espíritu Santo es el amor,
tercera persona que procede del Padre y del
Hijo, que abraza y unifica a las dos personas,
constituyendo así el Dios trino y uno.
El fin de todo lo creado es de unirse pro-
gresivamente a Dios, perfeccionándose, y siendo
el amor la ley de unión y de perfección, el amor
o la caridad es la virtud suprema. Nada vale sin
caridad, sin la unión con la humanidad y con
Dios.Todo con ella y por ella. La caridad llegará
a ser el gobierno definitivo de los pueblos. Ella
es la inspiración primitiva, la espontaneidad
originaria, el rapto universal de las criaturas,
la consagración de la fraternidad indivisible de
los hombres. Si hay santidad, encontraréis a la
caridad por base.
La caridad ve el bien, lo ama, lo practica.
El bien es intelectual, moral y físico. El bien
intelectual es la posesión de la verdad, de las
verdaderas creencias.
El bien moral es la práctica de la verdad y
del amor, la tranquilidad de la conciencia.
El bien físico es la posesión de la salud y de
los medios necesarios para la vida y desarrollo
de nuestro organismo.
La caridad comprende en su ejercicio estas
tres manifestaciones del bien.
Es enseñanza pues propaga la verdad;
Es moralización pues convierte a los que
faltan a la ley;
Es socorro, auxilio, amparo para los que
necesitan enseñanza, consuelo, o alimentos.
Como el sol, que vivifica, dando a cada
ser la medida de luz y de calórico que necesita,
así la caridad abraza a toda la humanidad, en
todas sus manifestaciones y necesidades. Es la
imitación de Dios Padre. La caridad es creación,
es desarrollo, es conservación y perfección.
Rosa fue grande y llegó a ser Santa porque
fue una aparición sublime de caridad.
Abrazó las tres esferas de aplicación;
La practicó respecto a los que carecían de
la verdad: los ignorantes.
La practicó respecto a los que la violaban:
los pecadores.
La practicó respecto a los necesitados: los
pobres y enfermos.
246
VII - I
El mundo se halla dividido en opiniones
diversas, en religiones opuestas, en políticas
contradictorias. Las escuelas y religiones y las
políticas han probado todas sus armas para
vencerse: la discusión, la amenaza, la fuerza, la
guerra, la conquista. ¡Tentativa insensata! La
convicción, la unidad futura del género humano
pertenece al más fuerte, a despecho de todo lo
que pueda acontecer y el mas fuerte es el mas
débil, es decir, el que más ama, el que sabe en-
carnarse en todo hombre, en todo el pueblo y
exaltarlo en la visión del bien, de la caridad, de
la universal libertad de los hijos de Dios. Es por
esto que el Cristo, el más débil fue, ha sido y será
el más fuerte, porque supo encarnar y hacerse
encarnar en los hombres como un espíritu de
atracción inconmensurable.
Rosa era devorada por esa llama y veía ante
sí esa multitud de pueblos y de razas rebeldes
al espíritu del evangelio. Ante semejante espec-
táculo su corazón sufría los dolores que sólo
comprenden los que han vivido en las esferas
de la luz. Extendía su vista por el mundo y llo-
raba. Llora, Virgen santa. Tus lágrimas son una
invocación fecunda, por la unidad del género
humano.
Lloraba sobre Chile, dice una crónica, «por
la indómita fiereza de sus hijos que rechazaban
la fe». Dios bendiga tus lágrimas por mi Patria.
Pero tú ignorabas, mujer sublime, que esa fe
aparecía allí, envuelta en sangre y en crueldades
y que esos hijos de Chile, al rechazar una creen-
cia que se presentaba escoltada por la muerte,
obedecían a ese Dios que sólo pide la adoración
libre de las almas.
Su mirada evangélica no se limitaba a la
América. Todo corazón cristiano envuelve al
mundo. Pensaba en la China, en los pueblos
del Asia y del África, lloraba noche y día por las
regiones donde imperaba la reforma protestante;
pero lo que más la afligía eran los católicos «que
con tantas obligaciones a Dios, ofenden a Dios,
ingratos».
Los indios vecinos era otro motivo de sus
ardientes cuidados. Quiso ser misionera, se lo
comunicó a un confesor que, temiendo los pe-
ligros, la disuadía; pero ella contestó con estas
palabras dignas de memoria:
«Vaya padre, vaya a convertir a esos infieles
y vaya y no tema: sacuda esos temores del corazón,
mire que es la obra más heroica que pueden hacer
los hombres en servicio del Señor: y atienda que
no le ha de faltar la Divina Providencia, en tan
santo ministerio y que esta fue la ocupación de
los apóstoles. ¿Qué mayor dicha puede tener, que
bautizar, aunque no sea más de un indiezuelo, y
entrarse en el cielo, por la puerta del bautismo?
Éste será todo el premio de su trabajo, y con tanta
ocasión de convertir innumerables almas, ¿qué más
premio quiere? ¡Qué nueva para mí! ¡Qué dicha
para ellos! ¡Qué gusto para Dios! »
El padre se exaltó. Fue, predicó y convirtió.
Quiso fundar una congregación de misio-
neros para convertir a los idólatras. A los frailes
de su orden les decía: Idos a predicar. Esto
importa más que el estudio de la Teología, pues
los estudios son medios y otro es el fin. De qué
servirán los estudios, las disputas sino fructifican
convirtiendo.
Estas palabras pueden extenderse y aplicar-
se hoy día a las comunidades, a los sabios, a los
gobiernos y a todos los que tienen algún poder.
¿De qué os sirve la luz o la fuerza que poseéis si
no aumentáis el rebaño del Señor?
Llevada de su ardor quiso estudiar la teolo-
gía, pero para predicar y convertir a los idólatras,
«aunque encontrase la muerte a cada paso».
Quiso educar un niño, educándolo con
limosnas para enviarlo a predicar.
Se ve pues, que a pesar de la soledad, vivía
en el mundo para mejorar al mundo. Su soledad,
era la concentración de su fuerza, para propa-
247Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima
garla en seguida. Atendía a las necesidades de
la época, se mezclaba en la marcha de los acon-
tecimientos para imprimirles la dirección de su
corazón. No se aislaba por aislarse. Nada temía.
A un predicador de fama, retórico y mundano
le reprendió en estos términos y nos dejó una
lección de verdadera elocuencia. «No regale los
oídos de los oyentes, pero sí traspase los corazones
esa misma voz. Huya del estilo que, sólo es bueno
para los teatros. . . . . . El Señor le ha constituido
pescador de hombre, arroje, pues, la red de manera,
que caigan y se vuelvan ángeles de pecadores. Se
ha de predicar para aprovechar, sacando las almas
de los torbellinos del mundo, de la ceguedad de
los vicios, al sosiego del conocimiento y a las luces
claras de la penitencia».
El predicador sintió y se enmendó. Y ¡cuán
útil es hoy día esa lección!
VII - II
Hemos visto la caridad de la santa respec-
to al bien intelectual. Ahora vamos a ver esa
caridad respecto al bien moral, a su celo por la
redención de los pecadores.
Si la Santa sufría por los que vivían en la
ignorancia de la ley, cuanto más no debía sentir
por los que a sabiendas, la violaban.
Quiso fundar una cofradía, que se ordenase
para hacer bien por las almas de los que están
en pecado mortal. Rosa oraba constantemente
por ellos. Sus oraciones, sus dolores eran una
invocación ardiente para que volviesen al buen
camino. Considerando el sacrificio del Redentor
que así se llamó, pues murió por la redención del
género humano «sentado a la sombra de la muer-
te», como dice el Evangelio, comprendía bien,
cuán duro y lastimoso era perder los frutos de ese
gran sacrificio. Subía a tal punto su exaltación a
este respecto que decía «daré mis entrañas hechas
pedazos para formar una real y que la pusieran en
el camino del infierno, para que cayendo en ella
todas las almas que se condenan y se detuvieran, y
no pasara ninguna a aquel eterno abismo».
¿No creeríamos ver en la expresión de su
amor, al mismo corazón de Cristo, siempre
misericordioso, siempre abierto a las ovejas des-
carriadas, siempre atractivo, siempre dispuesto
a recibir en su mesa al hijo pródigo, «que vuelto
en sí» vuelve a su casa y se sienta en medio del
festín que su llegada ocasionara?
Si su sexo lo permitiera, decía, que iría por
calles y plazas, con cilicios, descalza, con un
cristo en las manos, repitiendo a gritos: «Con-
vertíos, pecadores. Compadeceos de vosotros
mismos, contemplad los dolores de Jesús en la
crucifixión por vosotros. No perdáis tiempo. Un
instante puede perderos».
Hablaba tan eficazmente, había tal unción
en su palabra y sus acciones que muchos se
convertían y volvían a la moralidad. Estos eran
sus triunfos gloriosos: Éstas eran sus mejores
recompensas.
Todos los que la frecuentaban recibían una
emanación de su virtud. Religiosos mismos
se reformaron a su vez. Consolaba a los que
desesperaban y les introducía la fe en la miseri-
cordia divina. Hacía desaparecer hasta los malos
pensamientos en los que se le acercaban. Tal es
el efecto de la pureza, que purifica cuanto nos
rodea.
VII - III
Su caridad como auxilio y amparo del
pobre.
Hemos visto cuál era su vida diaria, sus
oraciones, sus penitencias, el tiempo que em-
pleaba en trabajar con sus manos para alimentar
a sus padres, pero aquí no se detenía su fervor
caritativo. No bastándole lo que poseía, lo que
se le daba, o ganaba para satisfacer los males que
248
veía, pedía limosna para socorrer a los enfermos,
vestir a los desnudos, albergar a los desvalidos.
Era su corazón un hospital universal, una fuente
de consuelo, de socorro y de alegría.
Dar teniendo, es algo, y es meritorio; ¡pero
dar siendo pobre es una virtud! Estar hambrien-
to y privarse de su sustento por socorrer a otros,
de su vestido, de su casa, de sus muebles y sobre
todo virtualizar a todos los que auxiliaba, es he-
roico y Rosa hacía todo esto. Es así que podemos
decir de ella: su hambre quitaba el hambre.
No había enfermo en la vecindad que no
visitase y curase, por sus manos, sobrepujando
todas las repulsiones y peligros de enfermeda-
des inmundas y contagiosas. Su madre, un día,
reprendiéndola por lo que se exponía, le dijo:
que no era razón aventurar su vida, por curar
las ajenas, a lo que la santa respondió: «Que no
era tan venturosa que la matase la caridad». Pero
debes mirar por ti, dijo la madre. –«Mirando por
los pobres, miro por mí, pues miro por Dios que
está en el pobre y tengo yo en mí corazón a Dios».
Esto se puede llamar la fórmula misma de la
caridad. Aquí la inteligencia de la Santa está a
la altura de su corazón.
Su madre no pudo permanecer rebelde
a tan grande alma. Le permitió todo. Desde
entonces, hizo entrar a su casa a los mendigos,
a quienes consolaba y acariciaba. A los enfer-
mos que iban, los curaba, les mudaba ropa, les
lavaba, les cosía y todo con afabilidad. Visitaba
los hospitales y las mujeres más enfermas eran
a las que más cuidaban, como las enfermedades
más repugnantes eran también las que atacaba
con más valor.
Y no contenta con socorrer a los que se le
presentaban, salía por las calles en busca de al-
gún bien que hacer. Era devorada por el instinto
de la beneficencia.
Tal fue la caridad de la Santa. Entre todas
sus virtudes es la que más brilla en el cielo que
supo conquistar. Brille siempre su claridad so-
brehumana para lección, para ejemplo y para
alivio de los desgraciados.
Entre tantos hechos virtuosos, además de
su celo por la purificación de la Iglesia, termi-
naremos con un rasgo que pasó a la vista de la
ciudad de Lima en 1615.
Una expedición holandesa vino a recorrer
estas costas.Tocó en Chile, donde fue rechazada
por los araucanos y después apareció en el Callao.
Gran conmoción en la ciudad. Se corrió que eran
los herejes que venían a poner todo a sangre y fue-
go y que profanaban los templos y que arrasarían
con riquezas y mujeres. El arzobispo creyendo
en tan inminente peligro, mandó exponer el
sacramento en todas las iglesias. Ésta fue ocasión
para que Rosa revelase públicamente la energía
de que era dotada. Proclamó a varias mujeres
para venir a morir en defensa del sacramento.
«Éste será el día dichoso en que alcanzaremos la
palma del martirio, dando nuestro cuerpo y nuestra
sangre al cuchillo, por el cuerpo y sangre de nuestro
amorosísimo Esposo: no podemos lograr coyuntura
ni mas afortunada, ni más dichosa». Y todo en ella
demostraba su resolución.
Perovinolanoticiadequelaarmadasehacía
a la vela y Rosa lo sintió porque creyó perder la
oportunidad de su martirio. Es, sin duda, a esta
circunstancia que se le representa con un ancla en
la mano, como esperanza y salvación de Lima.
VIII
EL COMBATE INTERIOR
Pero en esos días de ascetismo, de oración,
de trabajo, de caridad y de martirio, había días y
momentos en que el espíritu divino y sus santas
alegrías parecían alejarse. Eran eclipses momentá-
neos de su cielo. El espíritu malo, apoyado en la
excesiva delicadeza de sus escrúpulos, la asaltaba,
y era entonces que se daban en el alma de la Santa
249Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima
esos combates terribles, solitarios, tenebrosos, sin
más testigos que Dios en el cielo y el dolor de su
corazón acá en la tierra. . . . .
Estos desamparos en que creía verse nuestra
Santa, forman la verdadera corona de espinas
de su vida. ¿Qué causa podía atormentar de
un modo tan inaudito, a un alma tan pura y
tan caritativa? Vamos a entrar en el examen de
esta cuestión. Vamos a hacer lo que nadie ha
hecho en la vida de la santa, esto es penetrar en
su alma y arrancarle el secreto de sus indecibles
tormentos. ¿Quién en su vida no ha tenido uno
de esos días, en que parece que las virtudes del
cielo se conmueven y en que creemos que todo se
precipita en un caos infernal, en que la esperanza
se disipa, la fe falta y el amor se eclipsa?
La lengua de los araucanos, de esos mismos
indios de Chile, por cuya indómita fiereza lloraba
Santa Rosa, tiene una palabra profunda para
determinar la duda: Epuduam. Esto significa,
doble pensamiento.
En efecto, la dualidad es el fondo de la
duda. La duda es el mayor tormento de la vida,
porque es una situación doble. Es una afirmación
de la luz y afirmación de las tinieblas. Negación
de la luz y negación de las tinieblas. El alma en
esta alternativa sufre por el contraste radical que
produce en ella, el alba de la verdad y la oscuridad
de la negación.
Toda situación doble es detestable. Lleva-
mos en nosotros mismos el germen de una vida
doble; el individualismo o amor de sí mismo que
degenera su egoísmo y el amor social que puede
llevar al heroísmo. El derecho de uno y el deber
hacia todos. El espíritu y la materia.
En la armonía de este movimiento está la
verdad y la tranquilidad. Pero cuánto cuesta en-
contrarla, cuán difícil es ver esa armonía, cuando
hemos perdido la espontaneidad primitiva del
alma.
Esta situación doble del alma puede ser
moral o intelectual o ambas juntas a la vez.
VIII - I
¿Cuándo es doble la situación moral?, ¿de
dónde nace esa angustia?
Lasalmaselevadasymássensiblessonlasmás
expuestas a la enfermedad de la dualidad.
Esas almas aman, viven tan sólo de amor y
sólo en el amor, en la presencia del objeto amado
pueden vivir.
El objeto de su amor es grande, infinito; el
deseo es ardiente; la sed de vida inextinguible; y el
alimento que les es necesario debe ser inagotable,
siempre viva, siempre ardiente, presente en todo
momento.
Cuando alguna de estas condiciones les llega
a faltar, esas almas decaen, con tanta mayor fuerza
cuantomayorfuelaalturaaquesubieron.Elvulgo
pocas veces comprende lo intenso y lo sublime de
esos dolores sin nombre, que visitan a las almas es-
cogidas,cuyoelementoeselfuego,cuyaatmósfera
es la luz.
Entonces,creenquemueren,quehanmuerto,
que el espíritu divino las abandona, que todo se
acabóyladesesperaciónterminamuchasvecesesos
dramasinsondablesqueserepresentanenelsecreto
de los corazones y en el silencio de sus vidas.
Hahabidoeclipsedeluzydelfuegocreadory
sóloquedaunvagorecuerdodelbienantesposeído,
y ya perdido.
Pero en la fuerza del mismo dolor existe la
fuente del renacimiento. Sufrir con fuerza por la
ausencia del objeto amado es una prueba de que
amamos.Sólofaltaqueelsujetoqueama,responda
o se presente el objeto amado.
Mas,enmediodeldolorolvidamosquepuede
volver,olvidamossuanteriorpresenciayesporesto
que muchos mueren en situaciones semejantes.
De lo que resulta que este desamparo moral
es ocasionado por una situación doble, por una
dualidad moral. La una, que es hambre de amor,
y la otra, ausencia de alimento o del objeto
amado.
250
De dos modos se puede terminar con
este mal moral.
El primero, no amar, es decir, morir.
El segundo, es encender la llama infinita en
las entrañas mismas del dolor y en la fuerza
del martirio elevarse con heroísmo y crear,
llamar, arrancar al ser amado de la distancia
en que se halla y asentarlo en nuestros cora-
zones. Ésta es la victoria de los héroes.
VIII - II
Veamos ahora el mal intelectual, el
epuduam de la inteligencia, la dualidad en
el pensamiento, la duda.
Cuando hemos perdido la visión prime-
ra, la iluminación divina con que venimos al
mundo, entonces ya no vemos las cosas en su
unidad y armonía sublimes. Hemos perdido
la visión sintética y sólo vemos los detalles,
las partes, los elementos de la creación y no
su totalidad indefinida, marchando armo-
niosamente al infinito.
Es entonces que nacen las contradiccio-
nes en el pensamiento. Vemos el infinito, y
no podemos comprender a lo finito. Vemos
el finito, la materia, los objetos, y no po-
demos comprender un ser infinito e indi-
visible. Vemos a Dios y en Él, a la bondad
absoluta, y no podemos comprender el mal,
la privación, el pecado. Somos inteligencia
y no comprendemos la materia. Llevamos
un organismo material y no comprendemos
nuestro ser espiritual. Epuduam. Vagamos
en estas alternativas; ondeamos llevados por
soplos contradictorios entre el ser y la nada,
como la nave de la creación entre los océanos
del ser y del no ser, cuando el Eterno en su
mirada arrojó los cimientos del universo
sobre los abismos que se fueron.
Estos son los momentos en que debe-
mos invocar a la piedad divina, porque son
momentos que traspasan las almas con la
fuerza del dolor que sufrió María, al pie del
Salvador Crucificado. En efecto, sentimos
en nosotros la Crucifixión del Espíritu y
debemos prorrumpir en esos momentos,
con las palabras que se oyeron allá en Judea,
cuando se zanjaban los cimientos del mundo
nuevo en el corazón partido de Jesucristo:
«Aleja Señor, de nosotros este cáliz, pero que
tu voluntad se haga y no la mía».
¿Y cómo salir de la duda? ¿Cómo con-
cluir con la cualidad de la idea? He aquí la
solución que sometemos al examen de la
filosofía, de la religión y de buen sentido de
los pueblos. El filósofo Descartes dijo: Pien-
so, luego soy. Y afirmó indestructiblemente al
pensamiento, pero el pensamiento solitario,
el pensamiento que puede devorarse a sí
mismo.
Nosotros decimos: Amo, luego so-
mos.
Creemos que el pensamiento mismo,
sin amor, no podría revelarse a sí mismo.
Es decir, que si no amásemos, no sabríamos
que existíamos. En el amor hay luz, hay
pensamiento. El amor revela al pensamiento,
porque revela al ser, y lo revela unido al ser
infinito del cual es inseparable, mientras
que el pensamiento puro puede ser sólo una
visión de sí mismo, separado de todo lo que
existe, o creer que él es lo único que existe.
Amando nos sentimos unidos y en esa
unión afirmamos la unidad universal; y es
por esto que decimos: Amo, luego somos.
Dios, yo, la humanidad, la creación. En esta
afirmación de amor, todo lo arrebatamos
al infinito, y en el infinito amor, está la
posesión de la verdad y la solución de las
contradicciones. Cesa la dualidad de la in-
teligencia y del corazón y entonces nuestra
luz interior prorrumpe la verdad conquistada
251Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima
como se conquista el cielo, con el heroísmo
del alma. 2
La afirmación del amor es la verdad. 3
VIII - III
Santa Rosa sufrió constantemente durante
algunos años, por espacio de algunas horas de
ese terrible mal de la dualidad interior. Amante
cual ninguna, el menor intermedio cesante de
ese fuego abrasador, la precipitada en angustias
mortales. Entonces, su viva imaginación venía a
aumentar su mal, con representaciones fúnebres,
horribles, con tentaciones que su excesiva espi-
ritual delicadeza aumentaba, cuando ella vivía a
tal distancia del pecado, como la que existe entre
el ángel y el mortal.
Si olvidaba un momento la presencia de su
Esposo, si no tenía muy presente el resplandor
con que la inundaba la contemplación del bien
y del amor divino, entonces ella creía que el
infierno abría sus cavernas de fuego para devo-
rarla, que los tormentos se precipitaban sobre
ella para vengar pecados que ella se inventaba y
que no existían sino en su imaginación exaltada
por la posesión de Dios. Entonces venían los
momentos del llanto y de la angustia. Creía que
sus facultades habían perdido su ejercicio; que
ya no podría ver, amar, servir a la divinidad; que
la mano del Señor se separaba de su sierva y que
sólo le esperaba la muerte en el dolor y en las
tinieblas.
Caía extenuada a veces. Su salud se quebran-
taba. A los sufrimientos físicos que se imponía,
agregar los padecimientos, imagen de la muerte,
era más de lo que las criaturas pueden soportar.
2 La muerte en un campo de batalla donde la ciencia y el amor acuden sin cesar para sentir las palpitaciones de
la agonía. Batalla de todo tiempo, batalla indecisa, ¿quién será el que detenga al sol para clamar victoria, la
victoria de la vida, sobre el horror de las tinieblas?
¿Quién? El heroísmo. Demos el grito de Ayax, cuando en medio de los enemigos siente al cielo oscurecerse:
Luz. Luz aunque muramos.
Y la luz es, pero sólo brilla en el altar, y el altar es el corazón de los héroes.
Y la luz fue, pero la humanidad olvida, cuando abdica, cuando es débil, cuando se sumerge en el egoís-
mo. Entonces la inteligencia no tiene la fuerza para ver al mismo tiempo los dos momentos esenciales de la
creación. Vemos las tinieblas y decimos: todo muere; vemos la luz y olvidamos el momento anterior que es el
pasaje misterioso de los seres. La luz viene de Dios. Si queremos ver, remontemos a la fuente de toda visión y
entonces no temeremos a las tinieblas, que no son sino los pasos silenciosos de la vida para aparecer al día.
Y con la visión del Eterno bajarás a la batalla y dirás al tiempo: tú marchas, mas mi padre es omnipresente; tú
extiendes tu mortaja para cubrir la descomposición de las cosas, mas el que ve a mi padre es indivisible.
Esta visión de Dios es la libertad. Y el que sabe ser libre, puede dar el grito heroico que detenga al Sol para
iluminar la victoria sobre el tiempo.
¿Qué son, pues, los temores de la muerte? Movimiento del culpable o temblores del que no ve la eternidad,
porque sin Dios todo tiembla. Dios es amor. ¿Quién puede temer a la eternidad de amor? El que no ama.
¿Y quién será el que espere la nada? El que es nada, es decir el que ha muerto al ser en sí mismo con el puñal
del egoísmo.
Boletín del Espíritu.
3 En la afirmación del amor decimos la verdad. Observemos aquí al misterio de la lengua primitiva. «Epu-
duam», el doble pensamiento significa la duda. Pues, verdad, en el mismo idioma araucano en MUPIGEN,
que significa, «decir el Ser».
Decir el ser es la verdad. Las lenguas primitivas deslumbran a veces con las revelaciones que contienen.
Muchos ejemplos podrían agregar para corroborar lo que afirmo, pero me llevaría muy lejos del asunto.
En el idioma araucano he encontrado prodigiosas visiones de las cosas. Sería de desear que un estudio
semejante se hiciese en el idioma de los indios del Perú, mucho más, habiendo oído decir que un sabio
filólogo francés había dicho, que las raíces del sánscrito eran peruanas.
252
Y sin consuelo en estos momentos. Sin
persona alguna que pudiese comprenderlos,
sostenerla, consolarla. Quería, a veces, prorrum-
pir a gritos pero las fuerzas le faltan, hasta que,
extenuada, abatida, en los límites de la vida, la
mano del Señor la levantaba.
Figuraos esta vida, ¡con una hora semejante
durante quince años!
Teólogos, médicos fueron consultados.
Rosa a todos imploraba porque ya no era posible
ver esas horas de martirio, amontonándose unas
sobre otras y recrudeciendo siempre, porque al
mal de hoy se agregaba el recuerdo de los dolores
de todos los días.
Nadie, ni su madre afligida, pudieron
consolarla. Creía oír y ver en esos momentos de
terror a Jesucristo en el día del juicio diciendo a
los pecadores «Id, malditos al fuego eterno» y estas
palabras la derribaron de terror, de compasión
sin fin por los infelices condenados, tanto, que
llegó a decir: «Los dolores del Infierno me han
sitiado, y me han ligado los lazos de la muerte».
¿Y qué vemos en este martirio? Vemos una
prueba de lo que hemos dicho en la introduc-
ción de este capítulo. El alma de Rosa estaba en
situación doble y estaba en dualidad porque no
afirmaba en esos momentos de tribulación, al
amor infinito, a la eterna bondad. Pero lle-
gaba a afirmarlo, amaba, prorrumpía la verdad
de su corazón del estreno mismo de su angustia,
y entonces se disipaba el eclipse de su alma y
aparecía de nuevo para ella la faz luminosa de
la divinidad, que como la salida del sol sepulta
a las tinieblas y da la señal a los cánticos que
saludan su llegada.
IX
SU UNIÓN CON DIOS
Entramos ahora en la mansión de las ale-
grías.
Para las almas que necesitan elevarse y tener
siempre presente la dirección tenaz hacia un ob-
jeto, la meditación, la invocación, la soledad es
necesaria.
A pesar de sus ocupaciones, Rosa pudo con-
quistar momentos para consagrarlos al cultivo de
su huerto y a la contemplación de las regiones
elevadas.
EnelpatiodelactualconventodeSantaRosa,
quefuedondeellavivió,sevenplátanosfrondosos
querecuerdanunaermitaquesuplicóasuherma-
no le formase para aislarse en su aislamiento.
Estaermitafueeltestigodesussantasalegrías.
Huía de todos por encerrarse en su santuario, y
el trato del mundo a que la obligaba a veces su
madre, era para ella una penitencia.
Amaba contemplar el cielo despejado. No
había para ella momento más alegre que cuando
miraba las estrellas. El filósofo Kant ha dicho, que
nohayespectáculomásbelloquelacontemplación
del cielo estrellado sobre nuestras cabezas, y la
conciencia del deber en nuestro interior.
La práctica temprana de la oración, exclu-
yendo las distracciones de su edad le hizo llegar
a los doce años al grado que la teología mística
denomina: Unión con Dios.
Muchosdoctosvaronesreligiososintentaron
examinar su vida, sus creencias, sus visiones y uno
de ellos entabló con Rosa el diálogo siguiente que
nos revela muy bien el grado de elevación a que
había llegado.
Preguntada–4
«¿Cuántohabríaquepercibíael
4 Tesoro de las Indias. Biblioteca Nacional.
253Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima
sosiego,ypaz,queentranquilidaddichosagozael
espíritu, con aquel divino y soberano incendio?
Respondió: –Que del tiempo no era posible
acordarse, porque desde sus primeros años tuvo
natural inclinación y propensión a la oración, y
esto con extremo tan grande, que el mayor con-
suelo, gusto y divertimiento suyo, aun en aquella
edad, era hablar de Dios, pensar en Dios, no
apartarse nunca de Dios.
Preguntada: –Si había conocido los aprove-
chamientosdelaoraciónenelprogresodesuvida,
de manera que siempre entrase en ella con facili-
dad, sosiego, igualdad de ánimo y recogimiento
interior.
Respondió: –Que hasta los doce años, había
percibido algunas dificultades, aunque no muy
grandes; pero que nunca tuvo contradicción
ninguna, para no estar en ella con mucha quietud
y sosiego, bien que luchaba muchas veces con la
flaqueza y quebrantos del cuerpo y de su poca
salud, con el sueño, y algunas distracciones, y que
esto le sucedía hasta aquella edad y tiempo; pero
que después, vencidos fácilmente estos enemigos,
sentíaquedulcementeDioslaatraíaparasíelalma,
contodaslaspotencias,conespecialísimogozodel
entendimiento, de la voluntad y de la memoria,
abrazadacontalestrechoyvínculoalahermosura
de su esposo, interiormente, que ni ocupaciones
de casa, embarazos de afuera, ni la mayor ocasión
de inquietud la llegó a distraer, ni a divertir, de
manera que no gozase con todo sosiego, y paz, de
la amabilísima presencia del Señor.
Preguntada: –Si hacía alguna fuerza a la
imaginativa; o si sentía alguna violencia cuando
estabanentregadaslaspotenciasinterioresenaquel
inefable gozo, en aquel dulcísimo desasosiego, en
aquellassabrosasdelicias;osiestabafirmeenaque-
lla admirable suspensión, y ¿qué tanto duraba?
Respondió: –Que no padecía ni fuerza, ni
violencia y que la firmeza la tenía siempre de su
parte; que la suspensión y arrebatamiento eran el
imán de las potencias, que las llevaba tras sí con
mucha suavidad y blandura, y con la misma sua-
vidad se volvían a su curso natural, sin violencia
ni fuerza ninguna; que de allí descendían a su
corazón los incendios amorosos, el fuego tan apa-
cible y agradable, que no había términos con que
poderlo explicar y que rayaba en lo más íntimo de
su corazón la presencia amable y serena de Dios,
quelafavorecíayregalabaconcelestialesdelicias;y
queéstaentodacertidumbre,lasentíaallí,porque
nopodíanacerelsingulargozoyalegríaquetenía,
sinodeaquellaamabilísimayhermosísimapresen-
cia,dedondeconocía,manifiestayclaramenteque
tenía el Señor dentro de sí.
Preguntada: Si había leído algunos libros
espirituales, que tratasen de oración, por donde se
hubiese seguido, gobernado y aprendido de ellos
el arte de alcanzar el maravilloso de la unión con
Dios,oalgunasseñales,efectosopropiedades,que
la declarasen.
Respondió: –Que libro ninguno la había
enseñado. 5
¿Y por qué? Porque el alma misma es luz
divina, y cuando entra en comunión con el
principio de su uz, se verifica esa unión que es la
sabiduría y el amor, la visión o la atracción de la
unidad. El alma humana es el mejor libro, cuan-
do conserva y desarrolla la vitalidad que encierra.
Ella es la medida, la noción, la iluminación, y
la medida de su amor es hacer desaparecer toda
medida.
En la vida y palabras de Santa Rosa y, es-
pecialmente en lo relativo a su unión con Dios
hallamos mucha semejanza con Santa Teresa y
queremos exponer el análisis que ella misma
hizo de ese estado moral e intelectual para
mejor comprenderlo. Santa Teresa tuvo mucha
5 Tesoro de las Indias.
254
conciencia de sus raptos y un talento analítico
admirable.
Extractamos de su vida alguna de las pala-
bras con las cuales ella procuraba aclarar lo que
sentía y veía.
6
« Sólo tienen habilidad las potencias, para
ocuparse todas en Dios. No parece se osa bullir
cosa alguna, ni la podemos hacer menear ». . . .
Y en los diferentes grados por los cuales
pasa el alma para llegar a esa unión dice:
«Háblense muchas palabras en alabanza de
Dios, sin concierto, si el mismo Señor no las
concierta; al menos el entendimiento no vale
aquí nada: –querría dar voces en alabanzas el
alma, y ésta, que no cabe en sí, un desosiego
sabroso: ya sea, y abren las flores, ya comienza
a dar olor. Aquí querría el alma que todos la
viesen y entendiesen su gloria para alabanzas
de Dios y que ayudasen a ello a darles parte de
su gozo, porque no puede tanto gozar».
Observación profunda, que revela el
misterio de unión y solidaridad que mueve
a los hombres a asociarse para gozar y aun
para suavizar sus penas. En lenguaje filosófico
diríamos: Es la necesidad de objetivar la super-
abundancia del sujeto. Es esta necesidad que en
Dios originó la creación y en el hombre todas
sus producciones y especialmente sus creaciones
artísticas.
Y Santa Rosa continúa:
«Oh ¡válgame Dios! Cual ésta una alma,
cuando está así, toda ella quería fuese lenguas
para alabar al Señor. Dice mil desatinos santos,
atinando siempre a contentar a quien la tiene
así. . . . . . Todo su cuerpo y alma, quería se
despedazase para mostrar el gozo. ¿Qué se le
pondrá entonces, delante, de tormentos, que
no le fuese sabroso pasarlo por su Señor? Ve
claro, que no hacían casi nada los mártires en
pasar tormentos; porque conoce bien el alma,
viene de otra parte su fortaleza».
Y hablando de la poca energía que notaba
en los predicadores añadió lo que sigue, que
casi es lo mismo que Santa Rosa dijo en iguales
circunstancias.
«Hasta los predicadores van ordenando
sus sermones para no descontentar; buena
intención tendrán y la obra lo será, mas así
enmiendan pocos. No están con el gran fuego
del amor de Dios como lo estaban los apóstoles
y así calienta poco esta llama y no digo yo sea
tanta, como ellos tenían, mas quería que fuese
más de lo que veo; ¿saben ustedes en qué debe
ir mucho? En tener ya aborrecida la vida y en
poca estima la honra, que no se les daba más a
trueque de decir una verdad, y sustentarla para
gloria de Dios, perderlo todo que ganarlo todo.
. . . . . Oh gran libertad, tener por cautiverio
haber de vivir, y tratar conforme a las leyes del
mundo, que como ésta se alcance del Señor,
no hay esclavo que no lo arriesgue todo por
rescatarse y tomar a su tierra».
Pinel en su Nosografia filosófica, ha formado
un cuadro del estado de éxtasis, trazado según
las propias palabras de Santa Teresa.
En el primer grado, atención concentrada
por medio de una lectura piadosa, en seguida
recogimiento profundo, o especie de quietud
con el sentimiento de una alegría embriagadora.
En el tercer grado, las alegrías más vivas y más
puras, ímpetus de un amor ardiente, especie
de exaltación cercana a la locura. En el cuarto
grado hay una especie de desmayo y de desfa-
llecimiento total, el rapto estático ha subido
a su mayor grado de vivacidad y de fuerza,
respiración suspendida, no hay movimiento en
los miembros, los ojos están involuntariamente
cerrados, pérdida de la palabra, suspensión del
6 Vida de Santa Teresa, escrita por ella misma. Biblioteca nacional.
Vida y santidad de Santa Rosa de Lima
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  • 1. 227Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima ESTUDIOS SOBRE LA VIDA DE SANTA ROSA DE LIMA PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN PERPETUIDAD DEL PROBLEMA RELIGIOSO I Seacualfuereeljuicioquedenosotrosellector tuviese,pornuestrascreenciasracionalistasradicales, afirmamos con convencimiento constante que el principio religioso es el alma vital de la humani- dad. El principio religioso es la causa, la fuerza, la idea, la virtud de las acciones trascendentales del hombre y de los pueblos, es el motivo sagrado por esenciaqueimpulsaydeterminaelmovimientode los siglos, es el objeto más inmediato a la concien- cia, es el medio más eficaz para consagrar la vida, y el fin más elevado a que puede encaminarse la humanidad a voluntad. ¡La industria es necesaria! ¿Pero, quién no ve que la riqueza que es su objeto, aun suponiéndola universalizada y colosal, en vez de apagar la sed inextinguible de infinito que forma la gloria y el tormento del hombre, esa riqueza no hace sino acumularunfondodedesesperaciónenelalmadel que contempla la inanidad de los placeres que se agotan, y la animalidad de los sentidos que se gas- tan? ¡No! La industria, aun conseguido su objeto, que es la riqueza, no hace sino revelar la miseria de nuestroserylapobrezadenuestraalma,despojada deldivinotestamentodelafilosofíaqueconvence, o de la religión que afirma. ¡El arte es necesario! ¿Pero qué sería sin el so- plo divino que fomenta creaciones, o revelaciones intermediarias entre la humanidad y el Creador? ¿Qué sería, sin la vivificación de esa idea suprema de belleza que se pierde en los resplandores del Eterno? El derecho es necesario. Pero el derecho sin la noción de la eternidad, de la justicia o de la personalidad del ser infinito creador de la ley, se evapora; sin la conciencia de la libertad se anula, sin la atracción de la bondad se esteriliza. Así pues, industria, arte, derecho, elementos necesariosdelavida,suponenunprincipiosuperior que los sustenta y fecundiza. Infinito, justicia, belleza, bondad, destino del hombre,conideasfundamentalesquedeterminan
  • 2. 228 la iluminación del pensamiento, del impulso del corazón y los actos de la voluntad. Sin ellas no hay humanidad, ni patria, ni familia, ni riqueza, ni arte, ni justicia, y el alma humana en su trabajo solitario concentrado, no haría sino roerse a sí misma para cavar la tumba a la esperanza. Esas ideas fundamentales forman el dogma. La religión es la afirmación de esas ideas y la im- posición de la moral que determinan. El principio fundamental es, pues, el princi- pio religioso. II La religión es dada por la filosofía y por la tradición. La religión, una en su esencia, está dividida por la concepción multíplice del hombre. La tradición se divide en religiones positi- vas. La filosofía en sistemas. Pero en todas las sectas religiosas y sistemas filosóficos el mismo problema es la sustancia que los anima: Dios, el hombre, la naturaleza, la crea- ción, la inmortalidad, la justicia y el destino del hombre. Y como todas las ideas, todas las creencias, todos los intereses, todos los derechos se determi- nan en virtud de la concepción fundamental del ser;ycomolaconcepciónfundamentaldelser,del infinito, o Dios, es la base de la religión, se deduce claramente que la religión es la forma generadora de los varios aspectos que pueda revestir la vida de los pueblos. Así es que las verdaderas revoluciones que acontecenenlahumanidad,sonunaconsecuencia delatransformacióndeldogma,odeunavariación en la concepción de Dios. Es por esto que hace tiempo hemos afirmado, confirmándose cada día esaafirmación,quelavidadelospuebloseslaacción de sus dogmas. Muy lejos nos llevaría desarrollar el catálogo sucesivo y encadenado de las pruebas que la histo- rianospresenta.Queremosaquítansóloconsignar un hecho. La Revolución por la Independencia Ameri- cana,independientementedelosacontecimientos históricos que a ella coadyuvaron tiene la razón de su existencia, o fue su causa, la filosofía del siglo XVIII, que emancipando el pensamiento, resucitaba el derecho del hombre y la autonomía de los pueblos. Las bases de la creencia y de la autoridad cambiaron. El dogma antiguo que im- ponía a nombre del Eterno la obediencia ciega, y la sumisión servil a la teocracia y monarquía que se habían dividido el espíritu y el cuerpo para mejor dominarlos,conlosnombresdeIglesiaydelEstado, fue sustituido por el dogma de la razón imperso- nal que, unificando la personalidad del hombre, unificaba al mismo tiempo en la universalidad humana, la autoridad y potestad. Pero ese cambio de creencias no ha sido radi- calnicompleto,muchomenosgeneralennuestros pueblos. Es por eso que vemos en lucha las dos potestades, y que en el hombre reina la anarquía, o la predominancia del principio revolucionario o del principio tradicional. Yéstaeslacausadelaanarquíaodespotismo en la América del Sur. El poder no es religioso. La religión no es política. El derecho no se proclama soberano. La iglesia no se atreve a negar la nueva autoridad. Y el ejemplo, la educación que resulta, eselbamboleodeladuda,laoscilaciónproducida por dos fuerzas secretas que en secreto se disputan el dominio exclusivo de la soberanía. No hay, pues, una verdadera autoridad; por- quelaverdaderaautoridaddebepartirdelacreen- cia filosófica de cada uno. La ley no es emanación de la autoridad completa, y he ahí por qué la ley no es la religión del hombre y del ciudadano. ¿Qué resulta de semejante estado? ¿Qué debe resultar, cuando la ley no es reli- gión, cuando la religión no es ley? Lo que resulta
  • 3. 229Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima fatalmente, cuando el principio libre del espíritu desapareceenladudadelascreencias: elgobierno delegoísmo,delaspasioneso interesesencubierto con la mentira en las palabras, y sostenido por la hipocresía en los actos: y como no se puede go- bernaroexplotarlahumanidadsin ennoblecerde algún modo su cadena, resulta que el egoísmo, la pasión, o el interés se llamarán sistemas políticos, ylalibertad será invocada para derribarel orden y la ley para encadenar la libertad. III Loqueseveenlapolítica,seveenlaconcien- cia del hombre en estas épocas terribles de transi- ción.¿Cómosalirdesemejanteestado?¿Cómodar alaleylainvestidurasacramentaldeunimperativo del Eterno? ¿Cómo dar a la libertad la conciencia del derecho y designar la órbita de su fuerza? He ahí el problema de la salvación. De él nos hemos ocupado y ocupamos, pero en este prólogo sólo podemos indicarlo. Creemos que sólo puede revivir la fuerza creadora apelando a su ausencia, que es Dios, fuente del deber, o de la verdad conminatoria; creemos que la libertad sólo puede ser fecunda, cuando se siente encargada de realizar el derecho; creemos que la ley, no puede llegar a ser la medida de las acciones, la armonía distributiva de bien, la autoridad moral y legal de las acciones, sin creerla revestida del carácter de emanación divina, que es su origen, y de la universalidad humana que es su consagración. Ahora pues, todo esto no puede verificarse sin la exaltación de la personalidad humana por el bien, sin la pasión de la justicia, sin el entusiasmo por el deber, sin el fuego de la caridad, sin la reve- laciónpermanenteentodainteligencia,deunDios creador de toda justicia que impone como destino y deber, la libertad, la igualdad y la fraternidad de género humano. IV ¡Entusiasmo y creencia! La fuerza vendrá. El entusiasmo sagrado ha sido el elemento dominante de los santos. Es por esto que los santos, cualesquiera que sean las religiones a que pertenecieren, llevan en sí el fuego divino con que incendian al mundo y estremecen la humanidad como si transmitiesen las palpita- ciones del fuego interno del planeta. ¿Quién al ver uno de esos seres predilectos, no cree ver esa escala divina soñada por Jacob, que se interna en los insondables arcanos de lo infinito? ¿Quién no cree sentir ese contacto del genio y de la virtud, de telegrafía eléctrica del cielo? De uno de esos seres nos vamos a ocupar, de la santa que la América proclama su patrona, con el objeto de mostrar que, a despecho de los dogmas y de la autoridad, el principio de la exaltación del alma por el amor infinito es la fuente de la regeneración y el principio común con que pueden desaparecer las diferencias. V El ser humano es iluminado en su revela- ción primera y trascendental, por la visión del infinito como causa y fin, y por la idea del finito como efecto que aspira a la dilatación de su ser en el seno del Ser que lo crea y lo conserva, y que por la virtualidad encarnada para el bien, lo perfecciona; y al mismo tiempo es animado por un amor correlativo a esas dos ideas. De la predominación de alguna de esas ideas y de una de esas dos atracciones, sea al infinito, sea al finito, nace la diferencia fundamental que caracteriza la vida del hombre y de los pueblos. Aquellos en quienes domina la idea o pasión del infinito desarrollan el principio de santidad. El alma humana, la espontaneidad primitiva
  • 4. 230 dominando, se lanzará sedienta, buscando la fuente de la vida. Y así se ve en los primeros ritos, en los primeros himnos y en las primeras concepciones religiosas. Y este fenómeno o ley de los espíritus, se reproduce siempre que las potencias exaltadas del espíritu buscan la satis- facción de esa hambre de lo divino que sólo la justicia y el amor divinos satisfacen. En la vida reflexiva de la inteligencia, cuando la experiencia y la meditación han recorrido las peripecias de la vida puede, entonces, la inteligencia preferir el elemento finito. O cansada de la deuda y de los sistemas, volver por medio de un arranque del recuerdo de ese paraíso perdido que todos llevamos en nosotros, a la espontaneidad activa y a engolfarse de nuevo en el inmenso océano de la divinidad. Pero en esa evolución del espíritu, buscan- do la plenitud del bien soberano, va envuelto el peligro del error, que es el olvido del deber respecto a la creación, a la humanidad y aun a sí mismo. Se olvida el finito, la vida del día, el deber del momento, la necesidad del desarrollo del individuo y su derecho. El alma enamorada y perdida en la con- templación del Ser Supremo, descuida los ac- cidentes, borra el tiempo, desprecia la vida, sus relaciones, sus necesidades y la misión misma que el Creador le impusiera de perfeccionar su ser y perfeccionar el de los otros. Éste es el gran peligro del dominio ex- clusivo de la idea y del amor del infinito. Ese peligro se llama misticismo. Casi toda religión –y aún la filosofía misma–, tienen su misticismo. El panteísmo, el politeísmo, el catolicismo y el mahometismo tienen sus sectas místicas: la filosofía también tiene las suyas. Una de las fases del misticismo es el asce- tismo absoluto, que consiste en la tendencia a anular el organismo, para convertirse en puros espíritus contemplativos. Se desprecia todo lo relativo, se condena la acción, la voluntad se evapora con el fuego de la absorción divina, y se llega como consecuencia necesaria al quietismo, que es la imagen de la muerte. Cada religión, o la atmósfera religiosa que envuelve a los espíritus que nace, impone su sello a esa tendencia del espíritu, pero casi todas ellas lanzadas en esa pendiente llegan al mismo resultado. El quietista brahmánico, budista, católico, musulmán o protestante, presenta el mismo fenómeno fundamental: el tormento físico, la destrucción del organismo, el desprecio de los actos, la inutilidad del deber, la negación de la libertad, la desaparición progresiva de la conciencia y la muerte de la voluntad. Tan funestas consecuencias nacen de una falsa concepción del dogma, de un olvido de alguna de las dos ideas fundamentales de la inteligencia, la idea del infinito o del finito, de la dominación exclusiva de amor divino bajo la influencia del error que Dios es enemigo de la individualidad, o de la terrible concepción que la creación y todo lo finito, es una caída; y que para hacer desaparecer esa caída es necesario absorberse o desaparecer en el infinito. Podemos, pues, decir que hay dos errores fundamentales: el olvido del finito y de sus leyes, cuyas últimas consecuencias son el ascetismo y el quietismo, y el olvido del infinito cuyas últi- mas consecuencias son el suicidio bestial de la humanidad, o la dominación de los elementos sensibles del organismo, que producen esas épocas orgiacas, cuyos horrores hacen invocar un diluvio que lave, o un incendio que devore, como en los días de Lot o de Noé. VI Es necesario, pues, conservar la integridad el divino testamento: la revelación primitiva y universal que alumbra a toda inteligencia, para salvar del quietismo que anula, de la bestialidad
  • 5. 231Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima que degrada, del escepticismo que anarquiza, de la indiferencia que egoísma, o del individualismo que despotiza, cualquiera que sea su máscara, teocracia o monarquía, sea aristocracia, o partido o democracia. En estos estudios hemos procurado man- tener la balanza de la verdad, entre lo finito y lo infinito: La invariabilidad en el medio, se llama el libro de la sabiduría de los chinos. La noción de justicia corresponde a la idea de equilibrio, (equis: igual-libra: balanza). La idea de derecho corresponde a la línea recta entre las atracciones opuestas. La idea de deber a la deuda, que debe- mos a Dios y a las criaturas, sin olvidar a Dios, sin olvidar a las criaturas. VII Al ocuparnos de este problema, no creemos hacer obra de historiadores solamente, sino agi- tar el problema esencial del destino. En todos los tiempos, cualesquiera que sea la idea iluminante, a el entusiasmo dominante, en el fondo de todas las religiones pasadas y presentes, en la intención de todas las utopías y sistemas, en el corazón de las multitudes, en el pensamiento radical de la filosofía, en los delirios del poeta, en las aparicio- nes plásticas del arte, en las revelaciones que el genio o la virtud, o la alegría y el dolor inmensos arrancan del tenebroso porvenir, una es la idea, uno es el deseo, que se procura realizar: la verdad del dogma, la noción de lo justo, la exaltación de las potencias por lo bello, lo bueno, lo santo, para producir la paz en el hombre, entre los hombres, y la unificación del género humano rehabilitado, purificado, sublimado. Sea cuales fueren los progresos de las cien- cias, sea cual fuere el dominio que el hombre adquiriere sobre la materia comprendida y do- minada, aunque veamos los elementos puestos a su servicio encadenados, reemplazando todas las antiguas servidumbres, y como divinidad del politeísmo gobernar al universo desde el Olim- po humano engrandecido, siempre, siempre el deseo de la inmortalidad y la aspiración al infinito, devorarán su existencia, como el buitre a Prometeo, ese símbolo sublime del raptor del fuego eterno. Víctor Hugo, en esa obra estupenda de poe- sía y profecía que se llama Leyenda de los siglos, al imaginar en el siglo XX la victoria del hombre, concreta y reasume esa victoria, suponiendo al género humano libertado de “la gravedad, esa cadena que lleva remachada al pie”. La pesanteur, liée au pied du genre humain Se brisa, catte chaine état toutes les chaines! 1 Pero aun aceptando hipotéticamente la posibilidad de libertarnos de la gravitación de la materia, que encadena, pero que al mismo tiempo forma un elemento indispensable de la manifestación del espíritu, el problema subsiste. La diferencia sería que, en vez de sufrir en la tierra y recorrerla con el paso del reptil, tendría- mos la locomoción arbitraria en los espacios; golpearíamos con nuestra frente el firmamento, y atravesando las fronteras geométricas de los sistemas siderales, en Júpiter, o Sirio, o en las nebulosas telescópicas, en el átomo terrestre o en la zona láctea, resonaría siempre la duda tenebrosa del pensamiento finito, clamando en la inmensidad, por la verdad del destino de esta alma y por esa ambición del infinito que ningún universo satisface. 1 Víctor Hugo. Leyenda de los siglos. Vingtième siècle. Plein ciel. pag. 241. Paris 1860.
  • 6. 232 Si la gravedad de la materia puede hasta cierto punto superarse, pero no anularse, la atracción del espíritu hacia Dios es la verdadera cadena incontrastable, la verdadera y eterna gravitación del finito al infinito. Y éste es, otra vez, el problema religioso, éste es el problema de la creación, ésta es la ela- boración inmortal del pensamiento por alcanzar cada día más y más un acrecentamiento de evi- dencia que cimiente la justicia, y una dilatación del amor que legisle a una nueva sociedad. Pero es signo magnífico esa profecía inva- sora que marcha a la vanguardia de la ciencia, y que, reasumiendo en la común verdad, los presentimientos de todas las edades, de las poe- sías, sistemas y visiones de la ciudad futura, con Alejandro Soumet y Víctor Hugo, con Edgar Quinet y Lamennais, nos transmite la ondula- ción sagrada del océano de luz que nos envuelve. Saludemos el noble y gran presentimiento que agita las entrañas de la humanidad, próximo, quizás, a revelar la nueva faz de los destinos. Mantengamos la lámpara encendida, porque el enviado, el Mesías, el paracleto se aproxima; no ya para ser crucificado por la Iglesia y el Estado de Judea sino para levantar un tanto más el velo de Isis, y derramar los efluvios del amor que vivifica, de la ciencia que tranquiliza y del entusiasmo divino que nos inspira la fuerza necesaria para contemplar la eternidad. VIII La solución del problema religioso lleva en sí la extirpación progresiva del mal físico que es la miseria, la enfermedad, la debilidad; la del mal moral, que es la desaparición de la mentira, de la injusticia, del egoísmo, y de la inmoralidad, en una palabra, la rehabilitación de la humanidad caída y la conversión de Satán el mito antiguo de la personificación del mal, y, en fin, la desaparición del mal intelectual que es la ignorancia, justificando a Dios por la creación de lo finito. Se ve que esa negación sólo puede venir de una afirmación suprema que restablezca la perfección integral y universal de las funciones de la humanidad en todos y en cada uno de sus miembros. Trabajar por la solución de ese problema es la ardua campaña. Cualquiera que sea nuestra debilidad, la grandeza del objeto nos sustenta. Buenos Aires, Abril de 1861. INTRODUCCION Al acercarse a las poblaciones, lo primero que responde a la mirada investigadora del viajero, es la torre del monumento religioso. La religión como base y coronación de toda sociedad levanta su cabeza sobre las habitaciones del hombre como un pensamiento de unidad y amparo. Del mismo modo, lo primero que hiere la mirada del alma, cuando se observa cualquier pueblo es la santidad y el heroísmo que vigilan sobre los hombres, como luces del espíritu que el Señor levanta para conservar el testamento de la ley. Las alturas sobresalientes de la humanidad son los santos y los héroes, que como las torres de los templos o la bandera de la Patria que flamea, son los primeros y los últimos objetos que reciben y conservan la luz del sol. En tiempo del paganismo, cada raza, cada casta y aun cada ciudad, confiaba a un Dios el depósito de sus ideas y la representación de sus sentimientos. Entre los romanos la habitación de cada ciudadano era guardada por dioses tu- telares que se llamaban Lares y que constituían a cada habitación en un templo inviolable a los asaltos del Estado o de los hombres. Los pueblos
  • 7. 233Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima cristianos han elevado el culto de los santos, y han personificado en ellos sus instintos, sus simpatías, sus ideas favoritas, y la humanidad cristiana ha elevado sobre todos los héroes y los santos a la sublime e incomparable figura del Salvador del mundo. Pobre ha sido la América en creaciones para la vida del Señor; pobre es su Cielo, desnudo su firmamento de santidad, y solo Lima lanzó una estrella radiante de virginidad y de belleza, que domina e ilumina a su Patria, mucho más que el cúmulo de las riquezas de su suelo. El hombre aspira a crear, a sacar fuera de sí mismo un producto de belleza, de grandiosidad y de virtud. Él ha entrevisto vagamente un ideal de perfección, y en medio de sus distracciones, a pesar de sus caídas, del seno mismo de su depravación, ese ideal se le aparece de cuando en cuando como un recuerdo de la felicidad perdida, y en él produce, remordimiento, o una iniciación para regenerarse. Ese recuerdo del ideal es el que produce en las almas bellas las lágrimas del dolor sincero, momentos de desesperación o raptos de amor divino, origen de la santidad y del heroísmo. Los poemas, las epopeyas, las obras supre- mas del arte, las acciones que alumbran perpe- tuamente a los pueblos, las vidas ejemplares, esos tipos de virtud, son todas manifestaciones temporales de la verdad absoluta que no alcan- zan a agotarla y que forman la educación de las naciones. Sobre Lima se elevó su Santa, como la crea- ción y el tributo de un pueblo a su Dios, como símbolo de la virtud que debe practicar, como el representante de sus sentimientos, como la esperanza de su cielo. Vive su memoria; culto externo se la tributa, venerados son los lugares donde afirmó su planta, pero la vida interior de santidad, la virtud práctica que la Santa profesaba, el tesoro de alegría que poseía en las conversaciones con su divino esposo, el fuego devorante que la incendiaba por el bien, por el cuidado del pobre, por la conversión de los pecadores, la sublime y valiente independencia de su alma en sus raptos de amor, todo esto ¿dónde está? Silencio acusador, es la respuesta. Hemos querido estudiar su vida, asistir a la formación de su espíritu, seguir esa marcha de dolores y alegrías, y renovar o presentar a sus hijos esa riqueza moral que brilla aún, sobre el lugar de su nacimiento. I LIMA EN ROMA Estamos en el 12 de abril de 1668. La capital del catolicismo se despierta engalanada; las campanas de sus centenares de templos y las salvas de la artillería convocan a los romanos para solemnizar la entrada de una santa en el reino de los cielos. La imaginación de ese pueblo rey se exalta para asistir al triunfo de la que se acerca con la corona de la victoria –no de laurel, teñido en las batallas, sino con la corona de rosas virginales, radiante del pudor y de la inocencia conquistada sobre las debilidades de la naturale- za y en el campo siempre abierto de la inmensa caridad cristiana–.Ya pasaron los triunfos de los emperadores, escoltados de pueblos y de reyes vencidos que arrastraban los despojos del mundo para deponerlos a los pies del pueblo rey; –ya pasaron esos días de las bacanales de victorias que celebraban en la sangre, los triun- fos conquistados con la sangre,– otro tiempo, otra ley, otras costumbres, otros triunfos, son ahora los que solemniza la que fue la capital del mundo. Desde que la silla de Pedro se sus- tituyó al solio de los emperadores, los triunfos que celebra son las bendiciones solemnes del primer obispo, que anuncia un nuevo soldado al calendario, un nuevo mártir al catálogo, una
  • 8. 234 virtud consagrada en el cielo del catolicismo para la gloria y ejemplo de las gentes. Tal era el acontecimiento que exaltaba a Roma en este día. Una nueva circula: rumor lejano de remotas tierras, como el murmullo de un océano, precipita a la multitud a la plaza de San Pedro, ese nuevo capitolio de la moderna Roma. Allí, la gente palpitante se detiene, y comprimiendo los latidos de su corazón y sus acentos, un silencio profundo se extiende sobre ese mar de hombres, como la calma del espíritu divino. Silencio precursor de un acontecimien- to. El Sumo Pontífice ha pedido la palabra, y la tierra se concentra para recibirla. “¡Una Santa en América! ¡Rosa de Santa María!”, dice el Pontífice, “yo te consagro en la escala celestial de los santos, primera flor de virginidad beatificada bajo los cielos del Nuevo Mundo, yo te consagro a nombre del tres veces Santo, para adoración del mundo católico”. Y el pueblo entero prorrumpió en un grito colosal, como el estallido de un volcán de gloria; y las campanas, trescientos cañones y la bula del Papa propagaron de ciudad en ciudad, la nueva feliz de la Patrona de Lima santificada solemnemente el 12 de abril de 1668 por el Papa Clemente X. He aquí las palabras de su canonización: Clemente Obispo Siervo de los siervos de Dios, Para perpetua memoria. «Habiendo, pues, relucido por todo el orbe, la Santidad de la Rosa, con éstas y otras muchas señales, y maravillas pidiéndolo sus méritos; nuestro predecesor el Papa Clemente IX (de feliz recordación) concedió que esta sierva de Dios, en todas partes del mundo, se llamase con el nombre de Bienaventurada, y celebrada con solemne rito su beatificación: La declaró con autoridad apostólica, por patrona más principal de la ciudad de Lima; de todos los reinos de Perú, y mandó que su fiesta fuese de precepto, para todos los moradores de dichas partes, y que su nombre fuese puesto en el martirologio romano. Nos también, viéndola honrada en todas partes de- votísimamente, con solemne aplauso de todos los pueblos, extendimos el mismo patronato, a todas las provincias, reinos, islas y regiones de la tierra firme de toda la América, Filipinas é Indias: Y formados nuevos procesos con autoridad apostólica de aquellas cosas que sobrevinieron después de beatificada, y aprobados dichos procesos y la grande veneración y devoción de pueblos con nuevas maravillas y milagros de los cuales, después de una madura consideración, fueron admitidos cuatro, dos del proceso Sue- sano, y otros dos del proceso panormitano». Sigue la exposición de cuatro hechos sor- prendentes llamados milagros, verificados en las personas de Juan Zelillo, Cándida Rozeta, fray Serafino Pullese y Ángela Gibaja, que, estando a la muerte, de ella se libraron invocando a Santa Rosa y terminó de este modo: «A honor de la Santa, e individuaTrinidad, y exaltación de la fe católica, por la autoridad de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y de los bienaventurados apóstoles, y nuestra, de consejo y unánime consentimiento de nuestros venerables hermanos los cardenales de la Santa Romana Iglesia, patriarcas, arzo- bispos, y obispos, que se hallan en esta corte romana; definimos, que la beata Rosa de Santa María y Virgen de Lima (de cuya vida, santidad, sinceridad de fe y excelencia de milagros consta plenamente) es Santa y, como tal debe ser escrita en el Catálogo de las Santas Vírgenes, como el tenor de las presentes, así lo determinamos, de- finimos y escribimos, mandando y estableciendo que su memoria deba ser celebrada cada año, entre las Santas Vírgenes, por la Iglesia Universal el día 30 de agosto. En el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén».
  • 9. 235Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima El pueblo que estuvo de rodillas en adora- ción, se levantó y volvió la solemne procesión acompañando las cinco imágenes de la santa, con clarines, tambores, banderas desplegadas, repiques de campanas, la salva de trescientos cañones. Ésta fue la señal para que todos los pue- blos de la catolicidad empezasen sus regocijos, levantasen templos, escribiesen y tradujesen su vida, le dedicaran novenas, oraciones y también la iniciación a la virtud de tantas como llevan su nombre. Volvamos ahora a su Patria, a Lima, sigamos las huellas de su vida. Después de haber asistido a su entrada triunfal en la ciudad del orbe, veamos su entrada en la tierra y el modo como conquistó su triunfo. II NACIMIENTO Y BAUTISMO Ahora, 270 años bajo la dominación de Feli- peII,Limanoposeíatodoslosmonumentos,ins- tituciones y casas de religión que hoy pueblan a esta ciudad. No había en ella todavía ese número de seis mil religiosos, ni esas riquezas consagradas a la propagación y brillo de la Iglesia, pero ya se veía por el número de trabajos y trabajadores, por elTribunaldelaInquisición,establecidoen1569, como «Argos de la fe,» según la expresión de un escritor religioso de Santo Domingo y con un sueldo de 3.000 pesos cada inquisidor, que Lima, virreinato de estas tierras, iba a ser la capital, el centro del catolicismo en el Nuevo Mundo. La inmigración acudía, las riquezas aumentaban, la conversión de los habitantes primitivos pro- metía y daba frutos abundantes; pero estos eran elementos de cantidad, aumento numérico de fuerzas que podían encontrarse en otros puntos, pero no era todo esto, ninguna especialidad o superioridad que diese su título, un nombre, una autoridad religiosa y popular a esta capital de la religión católica en América. Faltaba la calidad, si podemos expresarnos así, faltaba la irradiación de una luz intensa, la palabra profunda del ejemplo, el espectáculo de una vida incomparable en estos pueblos y esto fue oportunamente lo que vino a realizar Santa Rosa y a dar el cetro del catolicismo a la ciudad de Lima. Tal es el efecto de los seres grandes que prolonga la vida y extienden donde viven los efluvios de su corazón, haciendo amar, respetar y venerar todo lo que tiene relaciones con ellos.Tan cierto es esto que parece que la naturaleza entera coopera con felices augurios al nacimiento de sus hijos predilectos, como si ella misma tuviese conciencia de que es una armonía sagrada, que va a solemnizar con ella la fiesta perpetua de la creación hacia su Dios. SixtoV gobernaba la Iglesia y tenía las llaves del espíritu de la catolicidad, y Felipe II el cetro de fierro del cuerpo social en el entonces pode- roso y extendido imperio de la España, cuando apareció en Lima Rosa de Santa María. En el mes de abril de 1586, tiempo venturoso en la perpe- tua primavera de este país, bajo astros apacibles, cuando todo es calma y pureza en las aguas, cuando la tierra recobra sus fuerzas para ostentar las maravillas, flores, y frutos de la primavera, día 30 de feliz memoria, de padres pobres, cerca del convento de Santo Domingo, vino esa Virgen al mundo. Sus padres eran españoles. Gaspar Flores y María de la Oliva, de quien pocas noticias se tienen, pero que por su conducta respecto de la Santa, parecen haber sido de limitado espíritu, habían tenido once hijos, cuyo último fue la lumbrera de su familia, y la gloria de su país. Se la bautizó el domingo de Pentecostés y la llamaron Isabel, por llamarse así su abuela que aún vivía, pero sólo conservó tres meses este nombre.
  • 10. 236 La crónica nos conserva una particularidad respecto a su nombre y a su fe de bautismo. El párroco puso al margen con motivo de habérsele borrado el nombre, Isabel hija de Esti- ma, por poner hija legítima, dando, sin querer, a entender que más bien era hija de la estimación del espíritu que de sus propios padres. La fe de bautismo se conserva y, es así: Esta particularidad relativa a su nombre fue confirmada a los tres meses de nacida. La belleza del alma se refleja en el cuerpo, o más bien la belleza interior impone a la fiso- nomía y al organismo el sello de su resplandor y de su armonía. Las almas que aparecen al mundo traen consigo vestigios de la vida ante- rior que han tenido, aprovechándoles sus hechos virtuosos para la vida nueva en que aparecen. Esas almas que nos parecen privilegiadas desde los primeros momentos de la niñez o de la in- fancia, es porque han sido buenas, luminosas, heroicas en sus anteriores vidas. Esto se ha visto en muchos grandes varones de otros tiempos y esto se vio en la Santa de que nos ocupamos y que originó su nombre. El ama, su madre y otras personas la con- templaban un día en su sueño, y era tal la pureza, tal la belleza de su rostro, la expansión virginal de su fisonomía, los tintes puros y encarnados de sus mejillas, que creyeron ver una rosa que dormía. Fue tal la alegría de su madre, porque esas apariciones son revelaciones simbólicas de la verdad, que al momento la arrebató en sus brazos y, colmándola de caricias, la llamó su linda, su preciosa Rosa y con la autoridad de la inspiración y de la maternidad la bautizó con el nombre que debía inmortalizar: he allí el origen de su nombre, que viene a corroborar la parti- cularidad que notamos en su fe de bautismo. Cinco años más tarde, en el pueblo de Qui- vi, se le confirmó este nombre, a despecho de su abuela que, como representante de la rutina, no quería esa innovación, motivada por el futuro destino de la santa. Más ella después, al saber la ocurrencia que dio el nombre, y agitada por la humildad, temiendo llamar la atención con un nombre desconocido y jactancioso, entró en escrúpu- los, y no se tranquilizó hasta que de rodillas «En domingo día de Pascua de Espíritu Santo, veinte y cinco de mayo de mil quinientos y ochenta y seis, bauticé a Isabel, hija de Gaspar Flores, y de María de Oliva, fueron padrinos Fernando de Valdez, y María Osorio. Antonio Polanco. «Y encima de la B. del dicho nombre hay un borrón, que ocupa toda, y al margen de dicha partida dice Isabel hija de Estima, la cual dicha partida, con su margen esta fielmente sacada del dicho libro donde está la original a que me refiero: y para que conste está firmada de mi nombre. En Lima, cuatro de noviembre de mil seiscientos y sesenta y nueve años. El maestro D. Juan Messia de Mendoza. » Isabel hija DE ESTIMA.
  • 11. 237Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima ante la imagen del Rosario que está en Santo Domingo, se sintió iluminada y creyó oír la voz del niño Dios que le decía, que se llamase Rosa, agregándole el sobrenombre de Santa María. Esto es bello. Vemos en este acto al niño Salvador, saludando la virginidad de esa flor que debía hermosear el jardín del paraíso. La santa también lo comprendió: ya tuvo su nombre. Agrégase a esto, que esta niña se diferencia- ba de todas por una admirable resignación, que en su edad, en la cuna, aun sin hablar, cuando el llanto y los gritos son el único lenguaje que tenemos para manifestar lo que sentimos o necesitamos, permanecía en silencio, apacible, como si ya tuviese ocupación mental o con- templaciones misteriosas que la alejasen de las cosas de la vida. Sufría por la falta de asistencia, por la pobreza de sus padres, por faltas a veces involuntarias, por los cuidados a que tenían que entregarse los que la cuidaban, pero ella nada manifestaba, como si ya se formase en la escuela del sufrimiento. Sólo una vez, después de una visita extraña, se la vio darse a un dolor incomprensible, llorar con extremo, desgarrár- sele el corazón: sin duda alguna, era el exceso de amor, de vida superior que ya sentía, que a veces estallaba sin que ella misma pudiese explicar la causa de su tribulación. Admiraba de niña la resistencia que des- plegaba para soportar el dolor físico, como se vio en golpes, en operaciones que le hicieron, en enfermedades que tuvo. No lloraba, no se quejaba. Sufría y callaba. Se veía ya en ella esa educación viril que se daba a sí misma y que la preparaba con una disciplina vigorosa para los combates de su vida. No hay santidad sin fuerza. Esa fuerza empezó a demostrarla, dominando la materia con la preponderancia del alma. III EL VOTO DE SANTA ROSA EMPIEZA SU VOCACIÓN Se nos cuenta que Newton descubrió la ley que rige a los astros un día que meditando sobre ello, vio caer una manzana que se desprendió de un árbol. Otros hechos en apariencia muy acciden- tales han servido de iniciación para grandes acontecimientos en la historia, pero sólo han servido por la preparación del espíritu de los que vigilan en la ley. Si Newton no hubiese pensado, muchas manzanas hubieran caído sin que se le revelase el secreto de la inmensidad de los cielos. Del mismo modo, un hecho en apariencia insignificante, motivó o hizo estallar la vocación de Rosa. Jugaba una tarde con su hermano y éste le arrojó lodo a sus cabellos. Ella lo sintió porque era aseada y se quejó; mas el hermano le hizo ver que mal hacía en ver injuria en eso, cuando los cabellos eran redes que enlazaban las almas incautas de los mozos. Esto fue para ella un golpe que la precipitó en la carrera de sus abstinencias y en la eclosión de su vocación. A imitación de Santa Catalina de Sena, hizo voto de castidad y se cortó los cabellos. Tenía cinco años. El espíritu velaba en ella. A la fuerza para dominar el dolor, se agregaba el desprecio del mundo. Nada del mundo le llenaba, no le agra- daba ninguno de sus pasatiempos. Tan cierto es, que una vez que despertamos a la luz de lo alto, todo lo demás es poca cosa y pasamos sobre los hechos del mundo con una verdadera dominación. Seguía fortaleciendo su ánimo contra todo lo que era ofensa a Dios, a tener horror al pe- cado, teniendo su cuidado de que su alma no recibiese alimento extraño ni contagio alguno.
  • 12. 238 Su vida era solitaria y concentrada. Se pre- paraba a las grandes luchas y, según el lenguaje de la Iglesia, el comercio con el divino Esposo le era muy preferible al comercio del mundo. Esta habitud del espíritu a medida que se fortifi- caba, nos arranca más fácilmente al espectáculo cotidiano de las ocupaciones y preocupaciones vulgares. ¿Pero cómo se despertó en Rosa ese espíritu sublime, que la iluminó toda su vida y la hizo ejecutar las obras que le han dado inmortalidad en el cielo y en laTierra? Antes de continuar con la serie admirable de sus obras, examinaremos el modo como se encarnó en ella la fuerza, la luz y el amor divino. Todo nos será comprensible de ese modo. IV DEL ESPÍRITU DE SANTIDAD Los que han escrito la vida de Santa Rosa no nos indican el modo ni los medios por los cuales pasó ese espíritu para arrebatarse del amor divino y empezar su carrera de santidad. Es justamente lo más importante, lo que han olvidado, y lo que vamos a exponer porque es la iniciación a una vida nueva, el verdadero nacimiento, el verdadero bautismo de la santa. Nosotros vamos a procurar manifestar la causa y el modo de esa transformación sublime. Una de las diferencias supremas que nos eleva sobre la animalidad, es el desasosiego, la inquietud perpetua por la posesión de un bien infinito. Los seres inferiores siguen fatalmente su destino, sin inquietarse de la perfección; se agitan, devoran, duermen, pero el hombre ha sentido un aguijón, ha columbrado un ideal, que lo impulsa a la conquista del bien supremo y que llamamos virtud, felicidad, gloria, per- fección. Ese impulso y esa idea del bien es lo que causa la libertad en el hombre. Sin libertad no habría santos, porque los que constituye la santidad y hace el mérito del santo consiste en arrancar, en partir de sí mismo por su esfuerzo heroico, para tomar su vuelo a las regiones de la luz de Dios. Ese impulso al bien y esa idea del bien forman el llamamiento divino, forman la unión del Creador y de su criatura. El que escucha esa llamada misteriosa, ése se halla en la línea de las operaciones del cielo; el que obedece a esa diana inefable, a esa iluminación sublime ese acepta el combate de los fieles: y el que llega a vencer al enemigo interno, a la brutalidad de los sentidos, al egoísmo infernal y practica en medio de la lucha, la expansión espontánea de los movimientos del amor y vive puro, fuerte en la caridad universal, ése es el que arrebata la corona de los santos. Podemos, pues, definir la santidad, di- ciendo que es: el holocausto permanente del egoísmo en las aras del amor divino. Quizás, muchos de nosotros, débiles y mi- serables como somos, hemos sentido los deste- llos de la iluminación eterna; y si algo de bueno ha salido de nosotros ha sido una consecuencia de la voz primera que escuchamos, cuando el Señor paseaba su palabra sobre nuestras almas, como el soplo de la vida. Siempre vive en nosotros el recuerdo de la visitación del espíritu, como el sello de la patria celestial. Momentos de delicias, palpi- taciones inconcebibles y ardientes de nuestras almas virginales, acentos puros de los ángeles que a veces os hicisteis oír en la mañana de la vida ¿dónde estáis? Lagrimas del corazón tan sólo te responden, oh amor divino, porque vivimos lejos de tu faz en la caída de nuestra angelical pureza. Pasaron los albores matinales y arrastramos una cadena de recuerdos, peso de vejez que nos abruma, pero la contemplación
  • 13. 239Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima del bien supremo, el estudio de la vida de esos seres de amor y de heroísmo, nos transporta como por encanto, bajo los bosque del Paraíso o sobre la cumbre de las montañas primitivas, donde respiramos las auras puras de la creación primera. La diferencia que más caracteriza a los hombres, es el mayor o menor grado de aten- ción, de interés, de amor, que prestamos a esa iluminación, a esa llamada primitiva, cuando recién despertamos a la vida de la inteligencia. La luz vive en todos pero la dejamos apagar. Se necesita un esfuerzo para vivificarla y encenderla y es en este esfuerzo que principia la iniciación de las almas grandes. El esfuerzo, la energía para ver y conservar la palabra de Dios que hemos escuchado, es el heroísmo que inaugura un por- venir de grandeza o santidad en los hombres. Rosa de Santa María vio esa luz y su alma se encendió en sus resplandores. No olvidó, atendió, escuchó en silencio, fecundizó en la soledad la palabra de fuego de su Dios, y así fue como se presentó en la vida con la corona de rosas: con la aureola de los cielos. Todos la reconocieron. Sus primeros pasos, la energía para pensar, para resistir al dolor, para seguir su vocación, su belleza misma, fueron mani- festaciones de que había recibido y guardado la visitación del Espíritu Divino. V RETRATO DE SANTA ROSA SUS PRIMEROS COMBATES. SUS VICTORIAS Ya tenemos a Rosa armada para la vida. Lleva en sí el escudo impenetrable y la espada del combate para vencer al espíritu malo. Física y moralmente ya esta desarrollada. Al verla se diría: ella es la predestinada, la virgen que se sacrifica para el bien de la humanidad y para gloria de todo lo que es puro y grande. Delgada de cuerpo, talle esbelto, su andar es majestuoso. En su marcha revela la fuerza y la tranquilidad del espíritu que lleva. Su cuello delicado sustenta una cabeza del tipo de las vírgenes que Murillo poetizó con su pincel. La elipse de su rostro, la bóveda espaciosa de su frente y las curvas suaves de su perfil, muestran una fisonomía que conserva toda la electrici- dad, todo el magnetismo de las organizaciones privilegiadas. Sus ojos bajo dos cejas arqueadas, que siguen la armonía de las protuberancias de su frente, son negros, grandes, sombreados por largas pestañas, luminosos, húmedos por el abundante fluido magnético que el amor hacía saltar de su corazón a su rostro. Los ojos de Rosa eran, en una palabra, de amor y de pureza, centellantes y grandes como que son el sentido y la revelación física de la caridad y del amor. Su boca apretaba unos labios delgados, que la habitud de la meditación había concentrado y que cuando se abrían se asemejaban al arco de la flecha, pronto a lanzar la palabra como el rayo. La parte frontal de su cabeza, que es el organis- mo inteligente no era lo más desarrollado. La parte central, sus ojos, sus mejillas, su nariz, su color suave, matizado y encarnado, revelación de la parte moral, era lo que más sobresalía en su expresión. La parte inferior, la boca, la barba, las quijadas, que son las manifestaciones de la sensualidad, eran deprimidas y fugaces, así como sus pies pequeños que parecían hacerla deslizarse sobre la tierra. Manos cortas, blancas, torneadas, franqueza en sus movimientos, cabellera negra y abundante, una elevación en la parte superior de su cabeza que es el órgano de la veneración, el cerebelo y la nuca deprimidos, eran los rasgos que completaban su apariencia. El tono de su voz era nervioso y estallaba como los saltos de su corazón.
  • 14. 240 Su vida contemplativa, la continuación de su vocación, hallaron por obstáculo a su familia, a sus amigos y parientes. Su madre era munda- na y ya sabemos cuál es el deseo y el fin de ese vulgo de personas, para con sus hijos o deudos. Creen que todo se reduce a una posición social, a poseer riquezas, brillo, ostentación, a sobrepujar en las apariencias al vecino. Para esas personas, el ideal, el espíritu, la ciencia, el desprendimiento, son cosas incomprensibles que desprecian o detestan. Sin elevación en sus almas, quisieran nivelar a todo el mundo, según la medida de sus pequeñeces y mundanidades. Tal era el círculo que rodeaba a Rosa. Era natural que esos dos espíritus se en- contrasen: Rosa, por seguir sus inclinaciones místicas, su vida de retiro, de contemplación y ascetismo; su madre y otras personas, por hacerla entrar al mundo y en sus vulgaridades. La pobreza de sus padres era otra razón que los impulsaba a hacerles buscar fortuna en el acomodo de su hija. Era capaz; «grande de ingenio,» de memo- ria feliz, de suave proceder, de palabra atractiva. Su nombre se extendía, y su belleza siendo tan notable, se pensó en aprovechar la edad y esas dotes para casarla. Era por esto que su madre quería que se engalanase, que cuidase de todas las exterioridades relativas a su cuerpo y a la seducción, y con esto haría sufrir a Rosa que profesaba el culto de la obediencia a sus padres; pero ella dominaba con el sacrificio esas preten- siones: siempre encontraba modo de seguir su inclinación. Una vez que varias amigas que visitaban su jardín quisieron ponerle una corona de flores que la embellecía, no pudiendo resistir al man- dato de su madre, puso un alfiler bajo las flores y se lo hincó en la cabeza, resistiendo impasible al dolor, y siendo necesario que acudiese después el cirujano para extraerlo. Eran constantes las pruebas de obediencia que daba. No quería hacer nada sin pedir permi- so; pero cuando se tocaba al fondo mismo de su inclinación secreta, entonces hallaba la energía y profesaba esa independencia de voluntad y de razón que es el distintivo de los héroes. Tenía muchos pretendientes. Su madre prefirió al hijo de una viuda muy rica, y un día se dirigió a Rosa para decirle: «Hija mía, con el amor que siempre te he tenido, he procurado solicitar tus conveniencias. Bien sabes tú en las pocas que tenemos, pues estamos atenidos al sustento de la vida, de la tarea de tus manos y labor. Yo te veo muchas veces afligida y cansada, y que apenas puede tu delicado cuerpo arribar con el descanso a día de fiesta después del trabajo de toda una semana. Somos muchos en casa, y no alcanza tu labor para tantos, ello es forzoso comer para vivir, aunque no nos ha faltado nunca, nunca nos ha sobrado. No puede durar tu vida con la vida que traes, y si tú faltas, han de acabar muchas vidas. Yo he tratado un gran casamiento para ti, con que has de vivir sobrada y gustosa y nos has de dar una muy honrada vejez; el novio es muy poderoso y muy noble, único heredero de su casa; una dicha tan grande como ésta se nos viene a la nuestra; no la echemos fuera que no será fácil el encontrar con otra». Sorpresa debían causar estas palabras a la Virgen de Dios enamorada, que pudiesen poner en balanza los bienes temporales y el amor de un hombre rico a los encantos incomparables e inestimables del amor divino: Replicó llorando en estos términos: «Mis intentos, señora, siem- pre han sido de entregarme a Dios, son muchos los favores que de su divina mano he recibido en el ejercicio de este santo propósito, estos han de gobernar mi vocación, porque más hace Dios en llamarme, que hago yo en seguirle: ¿será buena correspondencia, dejar por un hombre a Dios? ¿Lo eterno por lo que se acaba? ¿Lo mucho por la nada? ¿Lo inmenso por lo pequeño? Este
  • 15. 241Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima caballero será muy noble, pero no me parece que me casara si reina me hicieran, porque la corona mayor de la Tierra es de tierra, aunque es cosa tan grande el reinar, mayor lo es servir ahora; para reinar después. Yo me he de entregar toda a Dios, a quien adora mi alma, y primero ha de faltar mi vida, que falte yo a la fe que le tengo dada de ser suya». La madre, en vez de comprender este sentimiento y estas razones respetando la inde- pendencia de su hija, se encolerizó, la insultó y hasta la castigó con sus manos. Ella sufrió con resignación y éste fue el primer lance en que entendió que había de imitar a Santa Catalina de Sena. Pero no terminó aquí la tentativa de la madre. Volvió a la carga con todos sus parientes, que todos se conjuraban en hacerla romper su vocación y es en esta persistencia en su vocación espiritual de donde dependió el destino futu- ro de Rosa. Fue su primera batalla y, aunque lastimada, quedó vencedora. Invocó a Dios, lloró y le consoló. Su esposo divino intervino y le recompensó de las amarguras que sufría. Después de este ataque, su madre no persistió y quedó la Virgen tranquila a este respecto. Por las palabras de Rosa en contestación a su madre, se ve los progresos que había hecho en ella la iluminación del espíritu y, además, la fuerza de voluntad que había adquirido. Lo que más hay que admirar y que presentamos como digno de meditación, es la fe y la tenacidad de la santa en seguir el llamamiento divino, que ella llamaba su vocación. En efecto. Conocer su vocación es conocer su destino, es obedecer a la voluntad suprema para el fin que nos tiene re- servados. Esa vocación, sólo uno puede juzgarla, cuando escuchamos pura y sinceramente la voz de Dios en nuestras almas. Es la espontaneidad de nuestro ser, es la inspiración, es la profecía, es la luz que no engaña y que nos dice como un sabio: «haz lo que tengas miedo de hacer»; y es esa espontaneidad de nuestra naturaleza la que determina el lugar y la función que tenemos que llenar en este mundo. Oír, pues, esa revelación interior es un deber, obedecerla es la virtud, sacarla triunfante sobre todas las oposiciones conjuradas es el heroísmo, y esto sólo se consi- gue respetando la sagrada independencia de la inspiración que brilla en cada uno. Rosa ha escuchado su inspiración, ha lu- chado y ha vencido. Su vocación está asignada. Por las palabras que pronunció la santa a este respecto se ve ya expresada su determinación y formulados sus deseos. «No quiero esposo mío más riqueza, que adoraras, ni deseo más conveniencia que serviros: Esto he determinado, esto ha de ser, pero, ¿cómo ha de ser si vos no me amparáis?». Dios la amparó. Fortificó su inspiración, creyó Rosa en ella y pudo continuar su carrera con la seguridad de la victoria. Fácil le fue en seguida vencer los tropiezos que le oponían a la prosecución de su vida, tal cual ella la entendía. Muchas señoras, padres espirituales, con- fesores, religiosos, conociendo la vida de Rosa, cuya fama se extendía habiendo ella llegado a los 20 años de edad, la aconsejaron e impulsaban ardientemente para que entrase a alguno de los monasterios de Lima. Su madre se oponía, su abuela también, porque veían en ella su con- suelo y su sustento y Rosa misma que deseaba ser tercera de Santo Domingo, imitando a Santa Catalina de Sena, no se sentía inspirada a obedecer; pero cedió a las sugestiones de los religiosos y convino con su hermano para huir de su casa y refugiarse en el convento de Santa Clara que en ese tiempo se fabricaba. Pero al pasar por el convento del Rosario, se detuvo a hacer una oración, y en el fondo, con el objeto de consultar su inspiración ante la imagen del Rosario, sobre la determinación que había tomado. Quiso levantarse pero no
  • 16. 242 pudo; el tiempo pasaba y vino su hermano a llamarla y a ayudarle a levantarse, pero les fue imposible. Rosa, entonces, se sintió inundada por la inspiración divina y comprendió que su destino no era encerrarse en un convento, sino vivir para practicar públicamente las virtudes. Hizo voto de seguir su determinación primera, su vocación anterior, sus deseos primitivos y, al afirmar su alma en esta resolución se sintió ligera, consolada y pudo levantarse. Ésta fue su segunda victoria en que triunfaba la energía de su vocación, la voz íntima de su alma, contra los consejos de los padres espirituales. Respondió definitivamente al que le propo- nía otro convento: «Bien sabe V. M. Señor mío, cuán temprano me dio luz mi Dios para que le conociese, y que casi desenvuelta de las fajas, apenas le conocí, cuando le amé. De la consecuencia de este amor se ha seguido el empeño de ofrecerme por su esposa seguida con tan larga perseverancia como experiencia de contradicciones. Júntense cuatro teólogos del convento del Rosario, este- mos ambos a lo que ellos resolvieren» – pero la santa agrega: «mi inclinación me lleva a seguir las sendas de la seráfica Madre Santa Catalina de Siena». Siempre se ve, pues, la fe de la Santa en la luz interna con que Dios nos alumbra y que viene sólo de él la creencia en su inclinación y el respeto que tiene a esa llamada del espíritu que saben oír los que tienen la energía de es- cucharle en la inspiración, en la espontaneidad del alma. Los cuatro teólogos resolvieron unánimes que la Virgen tenía razón y que fuese libre en su inclinación. Saludemos la victoria de Rosa. De aquí en adelante su vida seguirá su curso natural aunque escabroso. Determinó, pues, tomar el hábito de tercera de Santo Domingo, y así lo realizó, el día de San Lorenzo, el año de 1606, a los 20 años de edad, en la capilla de la imagen del Rosario. Después de esta consagración, conseguido su deseo ardiente, se llenó de alegría y se hacía leer o leía la vida de Santa Catalina, para mejor iniciarse en la imitación de su vida. VI ASCETISMO DE ROSA –SUS PENITENCIAS– SU HUMILDAD Hay una jerarquía, una graduación de poder y de perfección en los elementos que componen nuestro ser. Somos carne y espíritu, organismo y alma, sensación e inteligencia. La carne, el organismo, la sensación, el apetito son las condiciones de la vida, en sus relaciones con lo eterno. El espíritu, el amor, la inteligencia es el principio soberano. La carne es cosa mudable, accidental y transitoria; su función es servir, re- cibir la impulsión, ser dominada por la unidad moral, por la luz interna que llevamos. Estos dos principios a veces y generalmente engendran movimientos contrarios. Uno lleva a la sensualidad y tiende en su desarrollo a la bestialidad; y otro lleva a la percepción y tiende en su desarrollo a la espiritualidad. ¿Cuál debe dominar? El espíritu. De aquí nace la necesidad del combate, la lucha y el triunfo de la bestiali- dad o del espíritu. Los que han columbrado el fin supremo no pueden abandonar esa atracción celeste que los arrebata del mundo de la sensualidad, y de aquí nace para ellos la necesidad del ascetismo, la práctica, el combate continuo por dominar a la carne. Todo el mundo que emprende una gran obra, todo guerrero de principios, tiene mo- mentos, días, años de ascetismo, impuestos por la necesidad de servir a la idea de la patria. En el combate de la vida, el cuerpo y las
  • 17. 243Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima necesidades, debe contar como cosa secundaria. En esta disciplina se han formado los grandes hombres, los santos anacoretas que edifican con su ejemplo al mundo corrompido, y también los pueblos heroicos. Es la gimnasia preparatoria de los triunfos, y Rosa, que comprendió esa necesidad, la practicó hasta el exceso. Gozamos y sufrimos, física, moral e inte- lectualmente.Todas nuestras facultades son sus- ceptibles de dirección, todas necesitan esfuerzo, todas exigen sacrificios. Físicamente, Rosa se privaba de todos los goces del cuerpo. Ayunaba perpetuamente y empezó a hacerlo desde los cinco años de edad. Se dice que pasó cincuenta días a pan y agua. Y no sólo era la limitación del alimento necesario a las funciones orgánicas, sino que buscaba el modo de hacerlos más desagradables, compo- niendo ella misma bebidas amargas. Hizo voto de no comer carne a no ser que sus padres o médicos se lo impusiesen Determinó no comer sino una vez al día, tarde la noche y sólo con pan y agua. Los viernes sólo comía cinco semillas de naranja, para que su amargura y su número le recordasen la hiel y el número de llagas del Señor. Oraba doce horas, diez trabajaba para alimentar a sus padres y sólo dos consagraba al descanso. Para vencer el sueño, se colocaba sobre una cruz, se suspendía de los cabellos a un clavo, o con las manos atadas sin tocar la tierra y conti- nuando en su oración. Se atormentaba con azotes, cilicios o cade- nas. A los cuatro años cargaba gruesas piedras, leños pesados y todo esto orando, pues la ora- ción la sostenía. Se levantaba de su lecho durante la noche; paseaba por el jardín, llevando la cruz a cues- tas. Se disciplinaba tres veces al día, disciplina de sangre, con cadenas de fierro que era también el ceñidor de su talle. Cubría su cuerpo con ortigas y espinas y, pareciéndole eso poco aun, se puso un cilicio desde el cuello hasta las orillas. Se ceñía la cabeza ocultamente con una corona de espinas, cuya existencia se reveló por la sangre que le hacía salir. Esto era un exceso. Su madre se exaltaba y la insultaba, le pegaba, la llamaba hipócrita. Nada valía. Moralmente, Rosa, abdicó todos los goces mundanos. Procuraba hacer desaparecer su belleza, renunció a todo amor propio, despreció los insultos y el ridículo del mundo, sobrepujó las amonestaciones, las amenazas, los dolores mismos que su vida ocasionaba a su familia. Imperturbable, obedecía a su instinto, a su inclinación. Intelectualmente, Rosa contrajo, concentró toda la fuerza de inteligencia a la adoración. No dispersaba su inteligencia en los objetos exterio- res, morales o científicos que la apartasen de su unificación con Dios, tal cual ella la concebía. Gobernaba su atención y la dirigía tan sólo a ese blanco sublime de sus aspiraciones. Aprobamos su ascetismo moral e intelec- tual. Creemos excesivas sus mortificaciones físicas. Debemos dominar al cuerpo, pero no extenuarlo, no agotarlo, no impedir que llene las funciones que le han sido asignadas por la Providencia para servir a la Providencia. Ese régimen mató a la santa a los treinta años de edad. ¡Cuán bello hubiera sido que hubiésemos gozado de otros tantos años de santidad, de ejemplo, de beneficios que esparcía en torno suyo! Si el sacrificio y el dolor del cuerpo son necesarios, es cuando éste impide que la mo- ralidad tome su vuelo. Sufrir, atormentarse sin un bien por resultado es un exceso. Imitemos al
  • 18. 244 Señor. Se complacía en las alegrías y festines de los hombres y sólo exigía el sacrificio de todos los bienes corporales, cuando con ellos hacíamos el bien, practicábamos la caridad, o cuando nos impedían ser verdaderamente espirituales. Así, oh Rosa, suspende tus martirios, te hubiésemos dicho. El Señor le tiene bajo su guarda y te bendice. Caridad, caridad, he ahí la ley, he ahí el ascetismo, he ahí la voluntad de mi padre que está en los cielos. No soy Padre del dolor. Lo acepto como condición, pero no como un espectáculo en el cual pueda complacerme. Yo glorificaré tus martirios porque conozco tu intención. Veamos ahora su humildad. La humildad es una virtud. Necesita un gran esfuerzo. Es la confianza en el bien a despecho de los hombres y del amor propio. El humilde busca tan sólo la aprobación de su conciencia. Nada le importan las aprobaciones del mundo, ni sus juicios ni sus amenazas. Domina el orgullo, todo lo hará por más bajo que parezca, si en esto hay un bien oculto o un servicio a la humanidad. Era por esto que Rosa pedía a Dios que no se descubriesen sus sufrimientos en su rostro. Ocultaba sus virtudes. Sólo se contentaba con la aprobación interior. ¿Qué era para ella el mundo y todo lo que el mundo encierra, cuando llevaba en sí misma lo que valía y dominaba al mundo, la mirada de su esposo? No había para ella trabajo u ocupación ser- vil. Todo lo hacía. Reemplazaba a una India, su criada, y ante ella se humillaba; lección sublime de la solidaridad y fraternidad de las criaturas, lección de amor, que procura elevar lo que ve- mos caído, lo que consideramos inferior. Si sus hermanos o padres la insultaban, humilde creía merecer más y si una desgracia acaecía, ella se culpaba. Éste es un instinto magnífico y profun- do de que el mal es originado por el moral del hombre y que todos somos, bajo cierto aspecto responsables, porque todos somos un mismo cuerpo y al mismo tiempo propagadores y con- servadores del bien. Así es como en la política, el derecho vejado en uno, debe ser considerado como violado en todos. Así y no de otro modo habrá patria y justicia. Muchas eran las pruebas de obediencia que daba. Hospedada tres años en casa del contador D. Gonzalo; edificó a todo el mundo y según la expresión del «Tesoro de las Indias», «a todos los dejó enamorados de su virtud». Para todo pedía permiso. A todos, hasta los esclavos servía, exigiendo de ellos que la reprendiesen. Cuando no la creían tan pecadora como ella se creía, exclamaba «Nadie me conoce, yo sola me conozco, y no hay que discurrir en esto, a mí se me ha de creer, no a los discursos, que los discursos no pueden conocerme». ¿Qué significa este lenguaje? Significa que era tal el ideal de perfección que ella creía, que poco le parecía lo que practicaba y lo que sufría por conseguirlo, y significa también cual era la fe que tenía en su luz, cual la firmeza en lo que creía la justicia, cual la independencia de su juicio relativamente a la concepción del bien supremo que afirmaba valientemente: «Yo sola me conozco y no hay que discurrir en esto». Pero lo que era un tormento para ella, era cuando oía o sabía que la alababan. Entonces se acongojaba, se avergonzaba y llegó un día el caso de desmayarse hasta que el llanto vino a desahogar su angustiado corazón. Su vida fue la inocencia misma. Jamás cometió pecado mortal. Se confesaba frecuen- temente y, a pesar de todo, se figuraba que era poco lo que sufría para castigar sus culpas. Era tal su contrición, su aflicción, cuando se confesaba, que llegaba a confundir a sus con- fesores, atónitos de tanta humildad y de tanto sentimiento. Suplicaba que la extenuación de su cuerpo no fuese a manifestar lo que sufría y también
  • 19. 245Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima que todos ignorasen los beneficios íntimos que recibía del Señor. Obediente, mansa, moderada, ejemplar en su lenguaje, como en su conducta, su lengua re- velaba siempre los perfumes de pureza y envolvía a cuantos la cercaban u oían; en esa atmósfera de luz y de espiritualidad que emana de los espíritus transparentes a través del organismo. El autor de El Tesoro de las Indias, religioso de Santo Domingo, dice de carácter: «todo su saber, era no saber más que conocerse, todo su ruido no hacer ruido, todo su cuidado no dar ninguno a los de su casa: toda la fragancia de esta Rosa, era para todos, sólo las espinas eran para sí». VII LA CARIDAD DE ROSA Lo que hasta ahora conocemos de nuestra heroína es como una preparación, iniciación, educación, medios para conseguir en sí misma un fin superior. Ese fin superior, ese ideal, esa gloria que se busca y en la cual el alma fatigada y hambrienta se satisface y enciende, es el amor. Ese amor es la caridad. Esa caridad es Dios. «Deus charitas, etc.». Toda obra de verdad es obra de unidad, es decir, de unión. Toda obra de unión, lo es de amor, porque el amor es lo que une. En la teología cristiana el Espíritu Santo es el amor, tercera persona que procede del Padre y del Hijo, que abraza y unifica a las dos personas, constituyendo así el Dios trino y uno. El fin de todo lo creado es de unirse pro- gresivamente a Dios, perfeccionándose, y siendo el amor la ley de unión y de perfección, el amor o la caridad es la virtud suprema. Nada vale sin caridad, sin la unión con la humanidad y con Dios.Todo con ella y por ella. La caridad llegará a ser el gobierno definitivo de los pueblos. Ella es la inspiración primitiva, la espontaneidad originaria, el rapto universal de las criaturas, la consagración de la fraternidad indivisible de los hombres. Si hay santidad, encontraréis a la caridad por base. La caridad ve el bien, lo ama, lo practica. El bien es intelectual, moral y físico. El bien intelectual es la posesión de la verdad, de las verdaderas creencias. El bien moral es la práctica de la verdad y del amor, la tranquilidad de la conciencia. El bien físico es la posesión de la salud y de los medios necesarios para la vida y desarrollo de nuestro organismo. La caridad comprende en su ejercicio estas tres manifestaciones del bien. Es enseñanza pues propaga la verdad; Es moralización pues convierte a los que faltan a la ley; Es socorro, auxilio, amparo para los que necesitan enseñanza, consuelo, o alimentos. Como el sol, que vivifica, dando a cada ser la medida de luz y de calórico que necesita, así la caridad abraza a toda la humanidad, en todas sus manifestaciones y necesidades. Es la imitación de Dios Padre. La caridad es creación, es desarrollo, es conservación y perfección. Rosa fue grande y llegó a ser Santa porque fue una aparición sublime de caridad. Abrazó las tres esferas de aplicación; La practicó respecto a los que carecían de la verdad: los ignorantes. La practicó respecto a los que la violaban: los pecadores. La practicó respecto a los necesitados: los pobres y enfermos.
  • 20. 246 VII - I El mundo se halla dividido en opiniones diversas, en religiones opuestas, en políticas contradictorias. Las escuelas y religiones y las políticas han probado todas sus armas para vencerse: la discusión, la amenaza, la fuerza, la guerra, la conquista. ¡Tentativa insensata! La convicción, la unidad futura del género humano pertenece al más fuerte, a despecho de todo lo que pueda acontecer y el mas fuerte es el mas débil, es decir, el que más ama, el que sabe en- carnarse en todo hombre, en todo el pueblo y exaltarlo en la visión del bien, de la caridad, de la universal libertad de los hijos de Dios. Es por esto que el Cristo, el más débil fue, ha sido y será el más fuerte, porque supo encarnar y hacerse encarnar en los hombres como un espíritu de atracción inconmensurable. Rosa era devorada por esa llama y veía ante sí esa multitud de pueblos y de razas rebeldes al espíritu del evangelio. Ante semejante espec- táculo su corazón sufría los dolores que sólo comprenden los que han vivido en las esferas de la luz. Extendía su vista por el mundo y llo- raba. Llora, Virgen santa. Tus lágrimas son una invocación fecunda, por la unidad del género humano. Lloraba sobre Chile, dice una crónica, «por la indómita fiereza de sus hijos que rechazaban la fe». Dios bendiga tus lágrimas por mi Patria. Pero tú ignorabas, mujer sublime, que esa fe aparecía allí, envuelta en sangre y en crueldades y que esos hijos de Chile, al rechazar una creen- cia que se presentaba escoltada por la muerte, obedecían a ese Dios que sólo pide la adoración libre de las almas. Su mirada evangélica no se limitaba a la América. Todo corazón cristiano envuelve al mundo. Pensaba en la China, en los pueblos del Asia y del África, lloraba noche y día por las regiones donde imperaba la reforma protestante; pero lo que más la afligía eran los católicos «que con tantas obligaciones a Dios, ofenden a Dios, ingratos». Los indios vecinos era otro motivo de sus ardientes cuidados. Quiso ser misionera, se lo comunicó a un confesor que, temiendo los pe- ligros, la disuadía; pero ella contestó con estas palabras dignas de memoria: «Vaya padre, vaya a convertir a esos infieles y vaya y no tema: sacuda esos temores del corazón, mire que es la obra más heroica que pueden hacer los hombres en servicio del Señor: y atienda que no le ha de faltar la Divina Providencia, en tan santo ministerio y que esta fue la ocupación de los apóstoles. ¿Qué mayor dicha puede tener, que bautizar, aunque no sea más de un indiezuelo, y entrarse en el cielo, por la puerta del bautismo? Éste será todo el premio de su trabajo, y con tanta ocasión de convertir innumerables almas, ¿qué más premio quiere? ¡Qué nueva para mí! ¡Qué dicha para ellos! ¡Qué gusto para Dios! » El padre se exaltó. Fue, predicó y convirtió. Quiso fundar una congregación de misio- neros para convertir a los idólatras. A los frailes de su orden les decía: Idos a predicar. Esto importa más que el estudio de la Teología, pues los estudios son medios y otro es el fin. De qué servirán los estudios, las disputas sino fructifican convirtiendo. Estas palabras pueden extenderse y aplicar- se hoy día a las comunidades, a los sabios, a los gobiernos y a todos los que tienen algún poder. ¿De qué os sirve la luz o la fuerza que poseéis si no aumentáis el rebaño del Señor? Llevada de su ardor quiso estudiar la teolo- gía, pero para predicar y convertir a los idólatras, «aunque encontrase la muerte a cada paso». Quiso educar un niño, educándolo con limosnas para enviarlo a predicar. Se ve pues, que a pesar de la soledad, vivía en el mundo para mejorar al mundo. Su soledad, era la concentración de su fuerza, para propa-
  • 21. 247Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima garla en seguida. Atendía a las necesidades de la época, se mezclaba en la marcha de los acon- tecimientos para imprimirles la dirección de su corazón. No se aislaba por aislarse. Nada temía. A un predicador de fama, retórico y mundano le reprendió en estos términos y nos dejó una lección de verdadera elocuencia. «No regale los oídos de los oyentes, pero sí traspase los corazones esa misma voz. Huya del estilo que, sólo es bueno para los teatros. . . . . . El Señor le ha constituido pescador de hombre, arroje, pues, la red de manera, que caigan y se vuelvan ángeles de pecadores. Se ha de predicar para aprovechar, sacando las almas de los torbellinos del mundo, de la ceguedad de los vicios, al sosiego del conocimiento y a las luces claras de la penitencia». El predicador sintió y se enmendó. Y ¡cuán útil es hoy día esa lección! VII - II Hemos visto la caridad de la santa respec- to al bien intelectual. Ahora vamos a ver esa caridad respecto al bien moral, a su celo por la redención de los pecadores. Si la Santa sufría por los que vivían en la ignorancia de la ley, cuanto más no debía sentir por los que a sabiendas, la violaban. Quiso fundar una cofradía, que se ordenase para hacer bien por las almas de los que están en pecado mortal. Rosa oraba constantemente por ellos. Sus oraciones, sus dolores eran una invocación ardiente para que volviesen al buen camino. Considerando el sacrificio del Redentor que así se llamó, pues murió por la redención del género humano «sentado a la sombra de la muer- te», como dice el Evangelio, comprendía bien, cuán duro y lastimoso era perder los frutos de ese gran sacrificio. Subía a tal punto su exaltación a este respecto que decía «daré mis entrañas hechas pedazos para formar una real y que la pusieran en el camino del infierno, para que cayendo en ella todas las almas que se condenan y se detuvieran, y no pasara ninguna a aquel eterno abismo». ¿No creeríamos ver en la expresión de su amor, al mismo corazón de Cristo, siempre misericordioso, siempre abierto a las ovejas des- carriadas, siempre atractivo, siempre dispuesto a recibir en su mesa al hijo pródigo, «que vuelto en sí» vuelve a su casa y se sienta en medio del festín que su llegada ocasionara? Si su sexo lo permitiera, decía, que iría por calles y plazas, con cilicios, descalza, con un cristo en las manos, repitiendo a gritos: «Con- vertíos, pecadores. Compadeceos de vosotros mismos, contemplad los dolores de Jesús en la crucifixión por vosotros. No perdáis tiempo. Un instante puede perderos». Hablaba tan eficazmente, había tal unción en su palabra y sus acciones que muchos se convertían y volvían a la moralidad. Estos eran sus triunfos gloriosos: Éstas eran sus mejores recompensas. Todos los que la frecuentaban recibían una emanación de su virtud. Religiosos mismos se reformaron a su vez. Consolaba a los que desesperaban y les introducía la fe en la miseri- cordia divina. Hacía desaparecer hasta los malos pensamientos en los que se le acercaban. Tal es el efecto de la pureza, que purifica cuanto nos rodea. VII - III Su caridad como auxilio y amparo del pobre. Hemos visto cuál era su vida diaria, sus oraciones, sus penitencias, el tiempo que em- pleaba en trabajar con sus manos para alimentar a sus padres, pero aquí no se detenía su fervor caritativo. No bastándole lo que poseía, lo que se le daba, o ganaba para satisfacer los males que
  • 22. 248 veía, pedía limosna para socorrer a los enfermos, vestir a los desnudos, albergar a los desvalidos. Era su corazón un hospital universal, una fuente de consuelo, de socorro y de alegría. Dar teniendo, es algo, y es meritorio; ¡pero dar siendo pobre es una virtud! Estar hambrien- to y privarse de su sustento por socorrer a otros, de su vestido, de su casa, de sus muebles y sobre todo virtualizar a todos los que auxiliaba, es he- roico y Rosa hacía todo esto. Es así que podemos decir de ella: su hambre quitaba el hambre. No había enfermo en la vecindad que no visitase y curase, por sus manos, sobrepujando todas las repulsiones y peligros de enfermeda- des inmundas y contagiosas. Su madre, un día, reprendiéndola por lo que se exponía, le dijo: que no era razón aventurar su vida, por curar las ajenas, a lo que la santa respondió: «Que no era tan venturosa que la matase la caridad». Pero debes mirar por ti, dijo la madre. –«Mirando por los pobres, miro por mí, pues miro por Dios que está en el pobre y tengo yo en mí corazón a Dios». Esto se puede llamar la fórmula misma de la caridad. Aquí la inteligencia de la Santa está a la altura de su corazón. Su madre no pudo permanecer rebelde a tan grande alma. Le permitió todo. Desde entonces, hizo entrar a su casa a los mendigos, a quienes consolaba y acariciaba. A los enfer- mos que iban, los curaba, les mudaba ropa, les lavaba, les cosía y todo con afabilidad. Visitaba los hospitales y las mujeres más enfermas eran a las que más cuidaban, como las enfermedades más repugnantes eran también las que atacaba con más valor. Y no contenta con socorrer a los que se le presentaban, salía por las calles en busca de al- gún bien que hacer. Era devorada por el instinto de la beneficencia. Tal fue la caridad de la Santa. Entre todas sus virtudes es la que más brilla en el cielo que supo conquistar. Brille siempre su claridad so- brehumana para lección, para ejemplo y para alivio de los desgraciados. Entre tantos hechos virtuosos, además de su celo por la purificación de la Iglesia, termi- naremos con un rasgo que pasó a la vista de la ciudad de Lima en 1615. Una expedición holandesa vino a recorrer estas costas.Tocó en Chile, donde fue rechazada por los araucanos y después apareció en el Callao. Gran conmoción en la ciudad. Se corrió que eran los herejes que venían a poner todo a sangre y fue- go y que profanaban los templos y que arrasarían con riquezas y mujeres. El arzobispo creyendo en tan inminente peligro, mandó exponer el sacramento en todas las iglesias. Ésta fue ocasión para que Rosa revelase públicamente la energía de que era dotada. Proclamó a varias mujeres para venir a morir en defensa del sacramento. «Éste será el día dichoso en que alcanzaremos la palma del martirio, dando nuestro cuerpo y nuestra sangre al cuchillo, por el cuerpo y sangre de nuestro amorosísimo Esposo: no podemos lograr coyuntura ni mas afortunada, ni más dichosa». Y todo en ella demostraba su resolución. Perovinolanoticiadequelaarmadasehacía a la vela y Rosa lo sintió porque creyó perder la oportunidad de su martirio. Es, sin duda, a esta circunstancia que se le representa con un ancla en la mano, como esperanza y salvación de Lima. VIII EL COMBATE INTERIOR Pero en esos días de ascetismo, de oración, de trabajo, de caridad y de martirio, había días y momentos en que el espíritu divino y sus santas alegrías parecían alejarse. Eran eclipses momentá- neos de su cielo. El espíritu malo, apoyado en la excesiva delicadeza de sus escrúpulos, la asaltaba, y era entonces que se daban en el alma de la Santa
  • 23. 249Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima esos combates terribles, solitarios, tenebrosos, sin más testigos que Dios en el cielo y el dolor de su corazón acá en la tierra. . . . . Estos desamparos en que creía verse nuestra Santa, forman la verdadera corona de espinas de su vida. ¿Qué causa podía atormentar de un modo tan inaudito, a un alma tan pura y tan caritativa? Vamos a entrar en el examen de esta cuestión. Vamos a hacer lo que nadie ha hecho en la vida de la santa, esto es penetrar en su alma y arrancarle el secreto de sus indecibles tormentos. ¿Quién en su vida no ha tenido uno de esos días, en que parece que las virtudes del cielo se conmueven y en que creemos que todo se precipita en un caos infernal, en que la esperanza se disipa, la fe falta y el amor se eclipsa? La lengua de los araucanos, de esos mismos indios de Chile, por cuya indómita fiereza lloraba Santa Rosa, tiene una palabra profunda para determinar la duda: Epuduam. Esto significa, doble pensamiento. En efecto, la dualidad es el fondo de la duda. La duda es el mayor tormento de la vida, porque es una situación doble. Es una afirmación de la luz y afirmación de las tinieblas. Negación de la luz y negación de las tinieblas. El alma en esta alternativa sufre por el contraste radical que produce en ella, el alba de la verdad y la oscuridad de la negación. Toda situación doble es detestable. Lleva- mos en nosotros mismos el germen de una vida doble; el individualismo o amor de sí mismo que degenera su egoísmo y el amor social que puede llevar al heroísmo. El derecho de uno y el deber hacia todos. El espíritu y la materia. En la armonía de este movimiento está la verdad y la tranquilidad. Pero cuánto cuesta en- contrarla, cuán difícil es ver esa armonía, cuando hemos perdido la espontaneidad primitiva del alma. Esta situación doble del alma puede ser moral o intelectual o ambas juntas a la vez. VIII - I ¿Cuándo es doble la situación moral?, ¿de dónde nace esa angustia? Lasalmaselevadasymássensiblessonlasmás expuestas a la enfermedad de la dualidad. Esas almas aman, viven tan sólo de amor y sólo en el amor, en la presencia del objeto amado pueden vivir. El objeto de su amor es grande, infinito; el deseo es ardiente; la sed de vida inextinguible; y el alimento que les es necesario debe ser inagotable, siempre viva, siempre ardiente, presente en todo momento. Cuando alguna de estas condiciones les llega a faltar, esas almas decaen, con tanta mayor fuerza cuantomayorfuelaalturaaquesubieron.Elvulgo pocas veces comprende lo intenso y lo sublime de esos dolores sin nombre, que visitan a las almas es- cogidas,cuyoelementoeselfuego,cuyaatmósfera es la luz. Entonces,creenquemueren,quehanmuerto, que el espíritu divino las abandona, que todo se acabóyladesesperaciónterminamuchasvecesesos dramasinsondablesqueserepresentanenelsecreto de los corazones y en el silencio de sus vidas. Hahabidoeclipsedeluzydelfuegocreadory sóloquedaunvagorecuerdodelbienantesposeído, y ya perdido. Pero en la fuerza del mismo dolor existe la fuente del renacimiento. Sufrir con fuerza por la ausencia del objeto amado es una prueba de que amamos.Sólofaltaqueelsujetoqueama,responda o se presente el objeto amado. Mas,enmediodeldolorolvidamosquepuede volver,olvidamossuanteriorpresenciayesporesto que muchos mueren en situaciones semejantes. De lo que resulta que este desamparo moral es ocasionado por una situación doble, por una dualidad moral. La una, que es hambre de amor, y la otra, ausencia de alimento o del objeto amado.
  • 24. 250 De dos modos se puede terminar con este mal moral. El primero, no amar, es decir, morir. El segundo, es encender la llama infinita en las entrañas mismas del dolor y en la fuerza del martirio elevarse con heroísmo y crear, llamar, arrancar al ser amado de la distancia en que se halla y asentarlo en nuestros cora- zones. Ésta es la victoria de los héroes. VIII - II Veamos ahora el mal intelectual, el epuduam de la inteligencia, la dualidad en el pensamiento, la duda. Cuando hemos perdido la visión prime- ra, la iluminación divina con que venimos al mundo, entonces ya no vemos las cosas en su unidad y armonía sublimes. Hemos perdido la visión sintética y sólo vemos los detalles, las partes, los elementos de la creación y no su totalidad indefinida, marchando armo- niosamente al infinito. Es entonces que nacen las contradiccio- nes en el pensamiento. Vemos el infinito, y no podemos comprender a lo finito. Vemos el finito, la materia, los objetos, y no po- demos comprender un ser infinito e indi- visible. Vemos a Dios y en Él, a la bondad absoluta, y no podemos comprender el mal, la privación, el pecado. Somos inteligencia y no comprendemos la materia. Llevamos un organismo material y no comprendemos nuestro ser espiritual. Epuduam. Vagamos en estas alternativas; ondeamos llevados por soplos contradictorios entre el ser y la nada, como la nave de la creación entre los océanos del ser y del no ser, cuando el Eterno en su mirada arrojó los cimientos del universo sobre los abismos que se fueron. Estos son los momentos en que debe- mos invocar a la piedad divina, porque son momentos que traspasan las almas con la fuerza del dolor que sufrió María, al pie del Salvador Crucificado. En efecto, sentimos en nosotros la Crucifixión del Espíritu y debemos prorrumpir en esos momentos, con las palabras que se oyeron allá en Judea, cuando se zanjaban los cimientos del mundo nuevo en el corazón partido de Jesucristo: «Aleja Señor, de nosotros este cáliz, pero que tu voluntad se haga y no la mía». ¿Y cómo salir de la duda? ¿Cómo con- cluir con la cualidad de la idea? He aquí la solución que sometemos al examen de la filosofía, de la religión y de buen sentido de los pueblos. El filósofo Descartes dijo: Pien- so, luego soy. Y afirmó indestructiblemente al pensamiento, pero el pensamiento solitario, el pensamiento que puede devorarse a sí mismo. Nosotros decimos: Amo, luego so- mos. Creemos que el pensamiento mismo, sin amor, no podría revelarse a sí mismo. Es decir, que si no amásemos, no sabríamos que existíamos. En el amor hay luz, hay pensamiento. El amor revela al pensamiento, porque revela al ser, y lo revela unido al ser infinito del cual es inseparable, mientras que el pensamiento puro puede ser sólo una visión de sí mismo, separado de todo lo que existe, o creer que él es lo único que existe. Amando nos sentimos unidos y en esa unión afirmamos la unidad universal; y es por esto que decimos: Amo, luego somos. Dios, yo, la humanidad, la creación. En esta afirmación de amor, todo lo arrebatamos al infinito, y en el infinito amor, está la posesión de la verdad y la solución de las contradicciones. Cesa la dualidad de la in- teligencia y del corazón y entonces nuestra luz interior prorrumpe la verdad conquistada
  • 25. 251Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima como se conquista el cielo, con el heroísmo del alma. 2 La afirmación del amor es la verdad. 3 VIII - III Santa Rosa sufrió constantemente durante algunos años, por espacio de algunas horas de ese terrible mal de la dualidad interior. Amante cual ninguna, el menor intermedio cesante de ese fuego abrasador, la precipitada en angustias mortales. Entonces, su viva imaginación venía a aumentar su mal, con representaciones fúnebres, horribles, con tentaciones que su excesiva espi- ritual delicadeza aumentaba, cuando ella vivía a tal distancia del pecado, como la que existe entre el ángel y el mortal. Si olvidaba un momento la presencia de su Esposo, si no tenía muy presente el resplandor con que la inundaba la contemplación del bien y del amor divino, entonces ella creía que el infierno abría sus cavernas de fuego para devo- rarla, que los tormentos se precipitaban sobre ella para vengar pecados que ella se inventaba y que no existían sino en su imaginación exaltada por la posesión de Dios. Entonces venían los momentos del llanto y de la angustia. Creía que sus facultades habían perdido su ejercicio; que ya no podría ver, amar, servir a la divinidad; que la mano del Señor se separaba de su sierva y que sólo le esperaba la muerte en el dolor y en las tinieblas. Caía extenuada a veces. Su salud se quebran- taba. A los sufrimientos físicos que se imponía, agregar los padecimientos, imagen de la muerte, era más de lo que las criaturas pueden soportar. 2 La muerte en un campo de batalla donde la ciencia y el amor acuden sin cesar para sentir las palpitaciones de la agonía. Batalla de todo tiempo, batalla indecisa, ¿quién será el que detenga al sol para clamar victoria, la victoria de la vida, sobre el horror de las tinieblas? ¿Quién? El heroísmo. Demos el grito de Ayax, cuando en medio de los enemigos siente al cielo oscurecerse: Luz. Luz aunque muramos. Y la luz es, pero sólo brilla en el altar, y el altar es el corazón de los héroes. Y la luz fue, pero la humanidad olvida, cuando abdica, cuando es débil, cuando se sumerge en el egoís- mo. Entonces la inteligencia no tiene la fuerza para ver al mismo tiempo los dos momentos esenciales de la creación. Vemos las tinieblas y decimos: todo muere; vemos la luz y olvidamos el momento anterior que es el pasaje misterioso de los seres. La luz viene de Dios. Si queremos ver, remontemos a la fuente de toda visión y entonces no temeremos a las tinieblas, que no son sino los pasos silenciosos de la vida para aparecer al día. Y con la visión del Eterno bajarás a la batalla y dirás al tiempo: tú marchas, mas mi padre es omnipresente; tú extiendes tu mortaja para cubrir la descomposición de las cosas, mas el que ve a mi padre es indivisible. Esta visión de Dios es la libertad. Y el que sabe ser libre, puede dar el grito heroico que detenga al Sol para iluminar la victoria sobre el tiempo. ¿Qué son, pues, los temores de la muerte? Movimiento del culpable o temblores del que no ve la eternidad, porque sin Dios todo tiembla. Dios es amor. ¿Quién puede temer a la eternidad de amor? El que no ama. ¿Y quién será el que espere la nada? El que es nada, es decir el que ha muerto al ser en sí mismo con el puñal del egoísmo. Boletín del Espíritu. 3 En la afirmación del amor decimos la verdad. Observemos aquí al misterio de la lengua primitiva. «Epu- duam», el doble pensamiento significa la duda. Pues, verdad, en el mismo idioma araucano en MUPIGEN, que significa, «decir el Ser». Decir el ser es la verdad. Las lenguas primitivas deslumbran a veces con las revelaciones que contienen. Muchos ejemplos podrían agregar para corroborar lo que afirmo, pero me llevaría muy lejos del asunto. En el idioma araucano he encontrado prodigiosas visiones de las cosas. Sería de desear que un estudio semejante se hiciese en el idioma de los indios del Perú, mucho más, habiendo oído decir que un sabio filólogo francés había dicho, que las raíces del sánscrito eran peruanas.
  • 26. 252 Y sin consuelo en estos momentos. Sin persona alguna que pudiese comprenderlos, sostenerla, consolarla. Quería, a veces, prorrum- pir a gritos pero las fuerzas le faltan, hasta que, extenuada, abatida, en los límites de la vida, la mano del Señor la levantaba. Figuraos esta vida, ¡con una hora semejante durante quince años! Teólogos, médicos fueron consultados. Rosa a todos imploraba porque ya no era posible ver esas horas de martirio, amontonándose unas sobre otras y recrudeciendo siempre, porque al mal de hoy se agregaba el recuerdo de los dolores de todos los días. Nadie, ni su madre afligida, pudieron consolarla. Creía oír y ver en esos momentos de terror a Jesucristo en el día del juicio diciendo a los pecadores «Id, malditos al fuego eterno» y estas palabras la derribaron de terror, de compasión sin fin por los infelices condenados, tanto, que llegó a decir: «Los dolores del Infierno me han sitiado, y me han ligado los lazos de la muerte». ¿Y qué vemos en este martirio? Vemos una prueba de lo que hemos dicho en la introduc- ción de este capítulo. El alma de Rosa estaba en situación doble y estaba en dualidad porque no afirmaba en esos momentos de tribulación, al amor infinito, a la eterna bondad. Pero lle- gaba a afirmarlo, amaba, prorrumpía la verdad de su corazón del estreno mismo de su angustia, y entonces se disipaba el eclipse de su alma y aparecía de nuevo para ella la faz luminosa de la divinidad, que como la salida del sol sepulta a las tinieblas y da la señal a los cánticos que saludan su llegada. IX SU UNIÓN CON DIOS Entramos ahora en la mansión de las ale- grías. Para las almas que necesitan elevarse y tener siempre presente la dirección tenaz hacia un ob- jeto, la meditación, la invocación, la soledad es necesaria. A pesar de sus ocupaciones, Rosa pudo con- quistar momentos para consagrarlos al cultivo de su huerto y a la contemplación de las regiones elevadas. EnelpatiodelactualconventodeSantaRosa, quefuedondeellavivió,sevenplátanosfrondosos querecuerdanunaermitaquesuplicóasuherma- no le formase para aislarse en su aislamiento. Estaermitafueeltestigodesussantasalegrías. Huía de todos por encerrarse en su santuario, y el trato del mundo a que la obligaba a veces su madre, era para ella una penitencia. Amaba contemplar el cielo despejado. No había para ella momento más alegre que cuando miraba las estrellas. El filósofo Kant ha dicho, que nohayespectáculomásbelloquelacontemplación del cielo estrellado sobre nuestras cabezas, y la conciencia del deber en nuestro interior. La práctica temprana de la oración, exclu- yendo las distracciones de su edad le hizo llegar a los doce años al grado que la teología mística denomina: Unión con Dios. Muchosdoctosvaronesreligiososintentaron examinar su vida, sus creencias, sus visiones y uno de ellos entabló con Rosa el diálogo siguiente que nos revela muy bien el grado de elevación a que había llegado. Preguntada–4 «¿Cuántohabríaquepercibíael 4 Tesoro de las Indias. Biblioteca Nacional.
  • 27. 253Francisco Bilbao / Estudio sobre la vida de Santa Rosa de Lima sosiego,ypaz,queentranquilidaddichosagozael espíritu, con aquel divino y soberano incendio? Respondió: –Que del tiempo no era posible acordarse, porque desde sus primeros años tuvo natural inclinación y propensión a la oración, y esto con extremo tan grande, que el mayor con- suelo, gusto y divertimiento suyo, aun en aquella edad, era hablar de Dios, pensar en Dios, no apartarse nunca de Dios. Preguntada: –Si había conocido los aprove- chamientosdelaoraciónenelprogresodesuvida, de manera que siempre entrase en ella con facili- dad, sosiego, igualdad de ánimo y recogimiento interior. Respondió: –Que hasta los doce años, había percibido algunas dificultades, aunque no muy grandes; pero que nunca tuvo contradicción ninguna, para no estar en ella con mucha quietud y sosiego, bien que luchaba muchas veces con la flaqueza y quebrantos del cuerpo y de su poca salud, con el sueño, y algunas distracciones, y que esto le sucedía hasta aquella edad y tiempo; pero que después, vencidos fácilmente estos enemigos, sentíaquedulcementeDioslaatraíaparasíelalma, contodaslaspotencias,conespecialísimogozodel entendimiento, de la voluntad y de la memoria, abrazadacontalestrechoyvínculoalahermosura de su esposo, interiormente, que ni ocupaciones de casa, embarazos de afuera, ni la mayor ocasión de inquietud la llegó a distraer, ni a divertir, de manera que no gozase con todo sosiego, y paz, de la amabilísima presencia del Señor. Preguntada: –Si hacía alguna fuerza a la imaginativa; o si sentía alguna violencia cuando estabanentregadaslaspotenciasinterioresenaquel inefable gozo, en aquel dulcísimo desasosiego, en aquellassabrosasdelicias;osiestabafirmeenaque- lla admirable suspensión, y ¿qué tanto duraba? Respondió: –Que no padecía ni fuerza, ni violencia y que la firmeza la tenía siempre de su parte; que la suspensión y arrebatamiento eran el imán de las potencias, que las llevaba tras sí con mucha suavidad y blandura, y con la misma sua- vidad se volvían a su curso natural, sin violencia ni fuerza ninguna; que de allí descendían a su corazón los incendios amorosos, el fuego tan apa- cible y agradable, que no había términos con que poderlo explicar y que rayaba en lo más íntimo de su corazón la presencia amable y serena de Dios, quelafavorecíayregalabaconcelestialesdelicias;y queéstaentodacertidumbre,lasentíaallí,porque nopodíanacerelsingulargozoyalegríaquetenía, sinodeaquellaamabilísimayhermosísimapresen- cia,dedondeconocía,manifiestayclaramenteque tenía el Señor dentro de sí. Preguntada: Si había leído algunos libros espirituales, que tratasen de oración, por donde se hubiese seguido, gobernado y aprendido de ellos el arte de alcanzar el maravilloso de la unión con Dios,oalgunasseñales,efectosopropiedades,que la declarasen. Respondió: –Que libro ninguno la había enseñado. 5 ¿Y por qué? Porque el alma misma es luz divina, y cuando entra en comunión con el principio de su uz, se verifica esa unión que es la sabiduría y el amor, la visión o la atracción de la unidad. El alma humana es el mejor libro, cuan- do conserva y desarrolla la vitalidad que encierra. Ella es la medida, la noción, la iluminación, y la medida de su amor es hacer desaparecer toda medida. En la vida y palabras de Santa Rosa y, es- pecialmente en lo relativo a su unión con Dios hallamos mucha semejanza con Santa Teresa y queremos exponer el análisis que ella misma hizo de ese estado moral e intelectual para mejor comprenderlo. Santa Teresa tuvo mucha 5 Tesoro de las Indias.
  • 28. 254 conciencia de sus raptos y un talento analítico admirable. Extractamos de su vida alguna de las pala- bras con las cuales ella procuraba aclarar lo que sentía y veía. 6 « Sólo tienen habilidad las potencias, para ocuparse todas en Dios. No parece se osa bullir cosa alguna, ni la podemos hacer menear ». . . . Y en los diferentes grados por los cuales pasa el alma para llegar a esa unión dice: «Háblense muchas palabras en alabanza de Dios, sin concierto, si el mismo Señor no las concierta; al menos el entendimiento no vale aquí nada: –querría dar voces en alabanzas el alma, y ésta, que no cabe en sí, un desosiego sabroso: ya sea, y abren las flores, ya comienza a dar olor. Aquí querría el alma que todos la viesen y entendiesen su gloria para alabanzas de Dios y que ayudasen a ello a darles parte de su gozo, porque no puede tanto gozar». Observación profunda, que revela el misterio de unión y solidaridad que mueve a los hombres a asociarse para gozar y aun para suavizar sus penas. En lenguaje filosófico diríamos: Es la necesidad de objetivar la super- abundancia del sujeto. Es esta necesidad que en Dios originó la creación y en el hombre todas sus producciones y especialmente sus creaciones artísticas. Y Santa Rosa continúa: «Oh ¡válgame Dios! Cual ésta una alma, cuando está así, toda ella quería fuese lenguas para alabar al Señor. Dice mil desatinos santos, atinando siempre a contentar a quien la tiene así. . . . . . Todo su cuerpo y alma, quería se despedazase para mostrar el gozo. ¿Qué se le pondrá entonces, delante, de tormentos, que no le fuese sabroso pasarlo por su Señor? Ve claro, que no hacían casi nada los mártires en pasar tormentos; porque conoce bien el alma, viene de otra parte su fortaleza». Y hablando de la poca energía que notaba en los predicadores añadió lo que sigue, que casi es lo mismo que Santa Rosa dijo en iguales circunstancias. «Hasta los predicadores van ordenando sus sermones para no descontentar; buena intención tendrán y la obra lo será, mas así enmiendan pocos. No están con el gran fuego del amor de Dios como lo estaban los apóstoles y así calienta poco esta llama y no digo yo sea tanta, como ellos tenían, mas quería que fuese más de lo que veo; ¿saben ustedes en qué debe ir mucho? En tener ya aborrecida la vida y en poca estima la honra, que no se les daba más a trueque de decir una verdad, y sustentarla para gloria de Dios, perderlo todo que ganarlo todo. . . . . . Oh gran libertad, tener por cautiverio haber de vivir, y tratar conforme a las leyes del mundo, que como ésta se alcance del Señor, no hay esclavo que no lo arriesgue todo por rescatarse y tomar a su tierra». Pinel en su Nosografia filosófica, ha formado un cuadro del estado de éxtasis, trazado según las propias palabras de Santa Teresa. En el primer grado, atención concentrada por medio de una lectura piadosa, en seguida recogimiento profundo, o especie de quietud con el sentimiento de una alegría embriagadora. En el tercer grado, las alegrías más vivas y más puras, ímpetus de un amor ardiente, especie de exaltación cercana a la locura. En el cuarto grado hay una especie de desmayo y de desfa- llecimiento total, el rapto estático ha subido a su mayor grado de vivacidad y de fuerza, respiración suspendida, no hay movimiento en los miembros, los ojos están involuntariamente cerrados, pérdida de la palabra, suspensión del 6 Vida de Santa Teresa, escrita por ella misma. Biblioteca nacional.