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Laicidad, Laicismo y Ateísmo
Hoy vivimos una especie de delirio y anarquía, de confusión y de extrema elasticidad semántica en
el uso de las palabras. Es cierto que no se puede estar en contra de la natural evolución del lenguaje,
que responde al dinamismo de los fenómenos culturales, pero tampoco debemos permanecer indife-
rentes frente a la falta de precisión conceptual en el uso y abuso del idioma.
De lo anterior, se desprende la necesidad de hacer un ejercicio de definición de algunos con-
ceptos fundamentales, que merecen ser revalorados a la luz de la filosofía que ha inspirado y sigue
inspirando los principios de Acción Nacional.
Religión
La religión es una virtud que nos mueve a dar culto y amor a Dios (religare, religio, religionis). Es
una relación causal entre la voluntad del ser humano de volver a unirse con su Creador (en el enten-
dido de que dicha relación la rompió el hombre al principio de los tiempos, tal como lo reconocen
casi todas las religiones), y la voluntad misma de Dios para perfeccionar y dar sentido último a la
vida humana. Aparece en la cultura griega, al mismo tiempo que la filosofía, y luego en la romana,
para designar una esfera de la vida personal y social que se constituye de manera autónoma con rela-
ción al Estado.
Para Aristóteles, Dios es el “motor inmóvil”, el gran ordenador del cosmos, de la naturaleza,
debido a que el concepto de creación no existe en el helenismo clásico. Los estoicos piensan en el
poder de los dioses como un poder real, que da al mundo su orden, y no como un efecto de la ima-
ginación. Lejos de combatir a las religiones, ellos las defienden vigorosamente como parte esencial
de la cultura humana. Cicerón define la religión como “un aspecto de la vida individual y social, que
se manifiesta en el culto a lo divino, a lo sagrado, en una relación de respeto y reconocimiento a lo
superior” (“Religare” en “De Natura Deorum, II-28).
El fin inmediato de la religión es el de dirigir razonablemente la conducta del ser humano.
Significa una fecundación recíproca entre el dominio de la fe y el de la razón. “Creo para entender,
entiendo para creer”, dice San Agustín (Confesiones).
La religión no depende ni de una obra cultural ni de una estructuración, a pesar de ser cultura
y de ser estructura. ¿Qué quedaría de la cultura universal, si se le resta toda su producción inspirada
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en las religiones a través de la historia? La cultura es, sin duda, la expresión superior del espíritu hu-
mano, sujeto que es, en la mayoría de los casos, objeto de contemplación y no de inquisición. Sola-
mente el amor, y la reverencia a ese ser misterioso, situado más allá de las categorías de lo temporal,
ha sido capaz de desarrollar esa formidable creatividad que se rinde frente a la infinita grandeza del
que ES.
Descartes afirma que Dios “es un ser soberano, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, om-
nipotente y creador de todas las cosas que se encuentran fuera de él” (3ème. Méditation). Sin embar-
go, esta noción no es común a todas las religiones. El Dios de los Vedas, de los antiguos egipcios y
del budismo, por ejemplo, no corresponde a la concepción de las grandes religiones monoteístas, y
está claro que nadie se arrodilla frente al “motor inmóvil” de los aristotélicos. Existe empero un co-
mún denominador, que hace relación directa con la cultura humana de todos los tiempos y de todos
los pueblos. Este común denominador es el de la supremacía, por razón o por fe, o por fe razonada,
de algo o alguien a quien le reconocemos una eminente superioridad sobre todas las cosas.
Laicidad
En el contexto de la separación debida entre los poderes espiritual y temporal, la laicidad debe en-
tenderse, no como el rechazo o la exclusión de la vida pública de la religión, sino como una opción
protectora de la vida en común de todas las religiones. El papel del Estado es pues de neutralidad,
en el sentido de no favorecer una religión (como sí sucede en las teocracias), en detrimento de otras,
sino también de protector de ese aspecto fundamental de la cultura que es la libertad de creencia, y
de manifestación de todos los credos (que incluye el derecho a la no creencia).
En el ámbito de la religión católica, la denominación de “laicos” se nos atribuye a todos
aquellos que no estamos consagrados a la vida religiosa, por lo que nuestro ámbito específico de ac-
ción es la vida social, económica o política, en donde hemos de vivir conforme a nuestra condición
de católicos. La vivencia de la fe no se reduce a la esfera de lo privado, sino que puede manifestarse
públicamente, sin que ello suponga la imposición del propio credo a los demás. “En el plano de la
praxis política concreta, la verdadera laicidad asume dos actitudes fundamentales: a) no pide a los
creyentes que se despojen de su fe cuando participan en el debate público, para asumir las únicas
vestiduras de la razón; b) no concede libertad de palabra sólo a los creyentes, en tanto personas,
sino también a las comunidades religiosas como tales. Esto, desde el punto de vista de la política,
significa reconocer a toda comunidad religiosa el derecho de ser sujeto de cultura social y política”
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(Mons. Giampaolo Crepaldi).
En este mundo posmoderno, la moda del laicismo hace pensar a muchos de los creyentes que
la manifestación pública de su fe es indebida, y que constituye una especie de “pecado civil”. Ellos
encuentran muy cómoda esta actitud, pues los exime de la responsabilidad y de la obligación que
dicta la conciencia de afirmar su credo frente a un mundo en proceso de desertización espiritual.
El imperio que ejerce el poder temporal sobre el mundo de lo trascendente, no es solamente
una declaración del triunfo del materialismo o de “la muerte de Dios” (Nietszche), sino que es la
condena pública que hacen los tribunales inquisitoriales de las policías del espíritu, que celebran el
fin de toda trascendencia y vida espiritual. Esas policías del Estado se instituyen como garantes de
la vida democrática “pura”, en la que la religión es un estorbo e incluso un enemigo de las institu-
ciones públicas. La congruencia entre la vida pública y la privada, de hombres y mujeres de fe, es
considerada como una amenaza, sobre todo si viene de actores políticos relevantes, que no se con-
forman con esta derogación anunciada de la realidad palmaria de la Verdad, la Justicia, el Bien y las
cosas bellas.
“Hoy quiero hacer el elogio público de la vocación política y de la grandeza de un cristiano
que se decide a asumir responsabilidades en la res pública, poniendo capacidades y tiempo al servi-
cio de sus conciudadanos. Es el más bello tributo que puede pagar a la comunidad de la que forma
parte” (Olegario González, ABC, Madrid, 27, 11, 2007).
Laicismo
Existe una gran confusión entre las nociones de laicismo y laicidad (llegados a este punto, es conve-
niente hacer notar que el laicismo y la laicidad son productos de la cultura occidental). El primero es
hijo del ateísmo militante antirreligioso, que desarrolla un discurso a nombre del Estado en el que,
cuando se invoca a la religión, se hace sólo para imponerle su autoridad. Es también un discurso
prejuicioso y sesgado.
El laicismo navega entre dos aguas, cuyas corrientes son contrarias, justamente para producir
la mayor confusión posible. Por una parte, se acude al argumento de la racionalidad absoluta, como
substituto de todo lo sagrado y trascendente y, por la otra, trata de imponer una suerte de dictadura
del relativismo. El laicismo ha cancelado las mayúsculas: Dios, Verdad, Bien, Justicia, Belleza, pala-
bras que son fundamento último de la arquitectura espiritual, han sido aligeradas de su trascendencia
y poco a poco son desterradas o enviadas al trastero de las cosas inservibles.
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El relativismo es materialista, reduce toda acción humana al ámbito de lo temporal, de lo fini-
to. La confinación de lo religioso a la vida privada, no es sino un intento de establecer un territorio,
el público, libre del espíritu, de aquello que constituye la esencia misma del ser humano. Esto pro-
duce una especie de esquizofrenia individual y colectiva, en la que lo verdaderamente esencial debe
quedar encubierto o escondido, so pena de ser causa de escándalo. “El único camino para liberarse
de los compromisos y exigencias materiales es comprometerse al mismo tiempo en actividades o
tareas de carácter espiritual, pues sigue siendo profundamente verdadera la sentencia paulina: allí
donde está el espíritu, allí está la libertad.” (Rafael Preciado Hernández, Ideas Fuerza, p 51).
Los laicistas esgrimen “razones” aparentemente válidas, pero que no soportan un análisis
serio: cuando aquéllos afirman que Estado y religión deben permanecer separados, dicen verdad,
pero también es verdad que la manifestación pública de la propia fe no vulnera este principio, lo
confirma. Que no es lícito imponer el credo personal a otros, también es verdad, pero la declara-
ción pública de la fe no vulnera la libertad de los demás para aceptar o rechazar lo declarado por el
creyente. Que no deben confundirse en el ámbito de lo público la fe y la política, nada más cierto,
pero ello no debe impedir al político creyente, que actúe en dicho ámbito conforme a sus conviccio-
nes religiosas.
Ateísmo
Quedaría incompleta esta reflexión si no consideramos otra manifestación, también humana y por
lo mismo cultural, que niega la existencia de Dios o de cualquier ser superior al ser humano. Nos
referimos al ateísmo. Para el creyente, el ateísmo es un misterio; pero para el ateo, la fe religiosa
es igualmente otro misterio. No nos referimos a un ateísmo práctico, que bien puede convivir con
una creencia que se manifiesta sólo para cubrir apariencias, sino al ateísmo que, de buena fe (¡vaya
paradoja!), trata de justificarse en su increencia y que tiene su propia lógica. La lógica del ateo se
presenta ante el creyente como un signo de incomprensión sistemática; para el ateo, en cambio, la fe
del creyente no tiene lógica alguna por lo que el misterio se acrecienta cuando descubre que tanto el
ignorante como el sabio pueden compartir las mismas creencias. Esto no impide, sin embargo, que
ambos puedan dialogar cuando se reconocen mutuamente, por sus buenas intenciones, como inter-
locutores válidos.
Por su parte, el ateísmo militante es un ateísmo antirreligioso, que generalmente no se presta
al diálogo y que, aprovechando el ateísmo práctico de millones de personas, substituye la necesidad
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El fin inmediato de la religión es el de dirigir
razonablemente la conducta del ser huma-
no. Significa una fecundación recíproca en-
tre el dominio de la fe y el de la razón. “Creo
para entender, entiendo para creer”, dice San
Agustín (Confesiones).
de creencias trascendentes del ser humano por la sacralización de lo material, de lo temporal, para
tratar de dejar a las religiones sin substancia. Estas sacralizaciones se cubren con el velo de una falsa
racionalidad, del economicismo y del cientismo, a los que se pretende convertir en una especie de
“religión civil”. Uno de los ejemplos históricos más notables de este fenómeno, lo encontramos en
la revolución francesa, cuando se intenta substituir a Nuestra Señora de París en el altar mayor de
Nôtre Dame, por una mujer desnuda que simbolizaba “la razón”, al mismo tiempo que se pretendía
cambiar el calendario cristiano por el jacobino.
Agnosticismo
Viene del griego agnôsos, “lo incognoscible”. El término fue acuñado por T. H. Huxley, para aña-
dirle un ismo a la actitud que defendía la “Sociedad Metafísica” a la que pertenecía. En realidad, no
es más que el sinónimo, en el ámbito de la fe, de lo que Bacon definió como “la suspensión del jui-
cio” frente a la imposibilidad de afirmar o negar la existencia de una verdad (en este caso, la existen-
cia de Dios). Por su misma definición, los agnósticos son generalmente respetuosos de las religiones
y en muchas ocasiones son incansables buscadores de señales que les permitan definirse en uno u
otro sentido, pero la experiencia histórica nos demuestra que muchos de ellos encuentran finalmente
el camino de la fe (ver San Agustín, Edith Stein, Vasconcelos, Ikram Antaki, entre otros).