Este documento narra la experiencia de una mujer en un vuelo de Roma a Atlanta, donde conoce a una anciana que le predice que encontrará a alguien inesperado en el aeropuerto. Mientras espera su próximo vuelo, lucha con su equipaje pesado y de pronto siente una mano en su hombro. Es un amigo de la secundaria a quien no veía desde hace 13 años, corroborando la predicción de la anciana. Aunque no cree en la superstición, la mujer ya no puede evitar pensar en la mosca y la anc

1. La mosca del Aeropuerto
Nunca se sabe porqué razón suceden algunas cosas. Frecuentemente escuchamos el cliché "suceden por
alguna causa". Paulo Coelho nos diría que "el universo conspira para que suceda", pero la verdad es que
en esta ocasión me limité a pensar que podría ser un evento tan cotidiano, producto, si no de la
experiencia, de la superstición. De cualquier manera, será algo que siempre quedará guardado en el cuarto
oscuro de los tiliches mentales, que no volvemos a usar jamás, pero sabemos que ahí quedarán por
siempre, bien arrinconados, almacenados con todo y candado.
Por aquello de la quinta hora del vuelo #71 Roma-Atlanta, cuando ya no sabes si
dormir, irte a caminar por los pasillos para que circule un poco la sangre o simplemente ponerte a charlar de
cualquier cosa y de nada con el vecino para matar el resto de las 4 horas que te faltan, me encontraba yo
sentada en la fila 57 del asiento E de clase económica, estirando mi pierna derecha que estaba hinchada
por el pasillo derecho, y cansada de ver dos veces una aburrida comedia romántica al no tener más opción
en el menú de películas. Mi cabello estaba tan revuelto como si me hubieran agarrado a fregar el suelo y
además se rehusara a aceptar la entrada del a veces su más acérrimo enemigo -el peine-. Mi nariz se
enroscaba de las tan sorpresivas estelas que repentinamente corrían
de izquierda a derecha y me recordaban la pesadez de un condimentado pollo con verduras, acompañado
de espagueti y un pastel de queso con sus respectivas galletitas que nos sirvieron anteriormente y que
probablemente no pudo tolerar el delicado organismo de alguno de los pasajeros de mi lado izquierdo.
Después de algo de trabajo, las sobrecargos se desplazaban entre los pasillos repartiendo bebidas, ya eran
vasos de agua, ya eran refrescos o hasta vino para muchos de los italianos que tomaron este vuelo con a la
vez diferentes destinos y que además de acabarse entero "II Messaggero", varios de ellos venían charlando
en grupos de cuatro o cinco personas como si se conocieran desde siempre. A mi derecha y en los dos
asientos del lado de la ventana derecha, venía una madre luchando con su bebé para callar aquel lamento
que no se sabía si era por dolor de oídos, pánico al vuelo o simplemente ganas de pararse a caminar por el
pasillo. Y así transcurrieron otras 4 horas. El llanto de la criatura, la gente yendo y viniendo, los
sobrecargos, las aburridas películas, y mis hediondos vecinos.
Llegamos a Atlanta. Después de 8 horas de vuelo, y después de haber pronunciado las mágicas palabras
de "abróchense los cinturones porque vamos a efectuar el aterrizaje", la ansiedad por salir de esa prisión
aérea no se hizo esperar. Finalmente aterrizamos, aplaudimos por ese logro trasatlántico y todos
despavoridos salíamos del aeropuerto. Mientras esperábamos en una interminable fila para que revisaran
nuestros documentos en la aduana, una señora mayor, de unos 80 años que se encontraba delante de mí
comenzó a quejarse: "¡Estas revisiones tan latosas! A ver si no pierdo mi conexión. ¿Qué le vamos a
hacer?... Me van a recibir mis nietas en Los Ángeles. ¡Están tan acabadas las pobres! Fíjese que ya hasta
bastón traen. -Resulta que la octogenaria señora tenía una numerosa familia dispersa por varias ciudades
de México y Estados Unidos. Yo estaba asombrada cuando me dijo que tenía tres tataranietos porque
nunca había conocido a alguien que sobreviviera a su cuarta rama de descendencia. La plática se tornó tan
amena que pronto se pasaron las dos horas. Mientras platicábamos, una mosca estaba rondando mi
cabeza y yo pasé la hora manoteando para espantarla. Parecía que traía algún dulce adherido a la piel
pues esta no sucumbía ante la mano feroz que la apabullaba. La señora de pronto me dijo: "Se va a
encontrar alguien inesperadamente. Sé que a lo mejor no cree en esas cosas, pero así va a ser. Señorita,
buen viaje". Después de tan firme convicción, cruzó la aduana y ya no la volví a ver. Finalmente se llegó la
hora de abordar el otro avión.
Después de las dos horas de espera para revisar la documentación en la aduana, recoger el equipaje y
volverlo a documentar para hacer mi otro vuelo de conexión con destino a El Paso, Texas, me dispuse
hacia la sala de espera por otra hora más en lo que se llegaba el tiempo de retomar el otro avión. Mis
maletas de rueditas estaban tan pesadas que cuando las halaba de las agarraderas, yendo rumbo a esa
sala se volteaban y no las podía mover.
Luchando contra estas maletas gigantes y esas pequeñas rueditas, de pronto siento una mano en un
hombro por detrás,
-¡Hola! ¿Qué haces?-preguntó. Era mi amigo Gilberto de la secundaria que no había visto en 13 años; lo
encontré en un aeropuerto buscando un vuelo de conexión. “!No puede ser! -Pensé yo.. "¿Qué haces aquí?
- le regresé la pregunta. "Voy de regreso a Houston. Estoy trabajando para la NASA y vinimos a un
seminario y ¿Tú?" Yo le contesté de mi travesía por Italia y mis retrasos en el aeropuerto. "¡No lo puedo
creer! La señora tenía razón.", pensaba yo para mis adentros. En cinco minutos Gilberto y yo nos
actualizamos de todo lo que nos había sucedido en esos 13 años y de pronto cada quien tomó su destino
final sin trascender el evento a otra cosa.
A mí nunca me han gustado las moscas. Se me hacen sucias y ruidosas, sumamente molestas. Sin
embargo, ahora cada vez que me ronda una sola par la cabeza, no puedo evitar pensar en la octogenaria
que conoció a sus tres tataranietos y en la mosca del aeropuerto, no sea que me anuncie que encontrare
"cosas inesperadas".