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JOSE FUENTES MARES
Y LA REPÚBLICA
Segunda Edición
COLECCIÓN MÉXICO HEROICO EDITORIAL JUS
No. 45
PRIMERA EDICION NOVIEMBRE DE 1963
Contenido
UNAS PALABRAS, PARA TERMINAR............................................................................................................. 3
EL FIN Y EL COMIENZO.................................................................................................................................... 5
1.- LOS ÚLTIMOS DISPAROS............................................................................................................................ 6
2. EL MUERTO SE VA....................................................................................................................................... 14
UNAS PALABRAS, PARA TERMINAR.
CONCLUYE CON ESTE LIBRO una serie de cuatro, destinada sobre todo a
relatar y analizar la actuación de Juárez en el marco de su tiempo. Primero fue Juárez y
los Estados Unidos, que apareció en 1960, y cuenta ya cuatro ediciones; luego Juárez y
la Intervención, publicado en 1962, y por último, en 1963, Juárez y el Imperio. Para
terminar, Juárez y la República aspiran a la misma acogida benévola que favoreció a sus
predecesores.
Entre los acreedores de Juárez y la República debo mencionar a la señorita
Lee Benson, por sus acostumbradas atenciones en la Universidad de Texas, y sobre todo
a mi reciente y querido amigo el ingeniero Jorge L. Tamayo, quien generosamente me
proporcionó copias mecanográficas de los millares de documentos que forman los
archivos de Juárez en la Biblioteca Nacional de México, Archivo General de la Nación,
Secretaría de Relaciones Exteriores, y fondos del Banco de México. Reconozco tener
contraída, con el ingeniero Tamayo, una deuda difícil de saldar.
Las más importantes fuentes primarias de este libro fueron los archivos de
Juárez que se mencionan, el archivo del general Porfirio Díaz, las notas de los ministros
americanos en México al Departamento de Estado, en los Archivos Nacionales de
Washington, y por último los archivos Riva Palacio, y las colecciones de periódicos
mexicanos de la época, en los fondos de la Universidad de Texas. Sólo ocasionalmente,
como en el caso de los libros anteriores, utilicé en éste fuentes secundarias.
He convivido durante tantos años con Juárez, que ahora siento cordialmente su
muerte. Cuando se tiene el propósito de hacer historia viva, se ha de lograr primero que
vivan los personajes del relato, para convivir luego a su lado. Es el único medio, al
alcance de los hombres ordinarios, para superar el concepto de la historia como tiempo
ido y vivido por una sola vez. Entre los riesgos graves que se ciernen sobre la tarea de
reconstruir la historia, acecha sobre todo el de convertirla en pasado estéril, o cuando
menos en pura prehistoria con base en fémures y molares de especies liquidadas. La
historia es más que eso ciertamente, más que un paisaje triste de volcanes apagados. Es
secreto dolor de impotencia reincidente, y a la vez victoria sobre la muerte. Es, en pocas
palabras, vida incesante en el orden del tiempo.
Si estos cuatro libros sobre Juárez y su época logran la meta ambicionada —
historia viva—, distará de ser inútil la inversión de varios años que reclamaron. Si no es
así; si ese millar de páginas fracasan en su gran propósito, guardaré no obstante la
satisfacción de haberlo intentado, y la de haber hallado en Salvador Abascal y Editorial
Jus un respaldo eficaz para la esperanza.
Parque Nacional de Majalca, verano de 1965.
José Fuentes Mares.
CAPÍTULO PRIMERO.
EL FIN Y EL COMIENZO.
"La opinión pública recela que
cada acto del gobierno sea un paso más
hacia la dictadura".
Marcus Otterbourg a William H.
Seward. 21-IX-1867.
1.- LOS ÚLTIMOS DISPAROS.
UNOS CUANTOS LÉPEROS PIOJOSOS bajo los árboles del Zócalo,
indiferentes a los festejos del día, y algunos cohetes silbadores por el viento. Frente al Palacio
Imperial principiaron a detenerse carruajes con damas y caballeros cariacontecidos, dispuestos
a celebrar el tercer aniversario de la aceptación de la corona por Fernando Max. Era, por
supuesto, el 10 de abril de 1867. La última esperanza pendía del destino de Leonardo Márquez,
quien pocos días antes cruzó esa misma plaza, con cuatro mil soldados, en un audaz intento de
caer sobre la retaguardia de Porfirio, sitiador de Puebla. Sólo cuando el famoso don Leonardo
regresó, a la media noche del siguiente día, con los hombres del oaxaqueño pisando sus talones,
se conoció la catástrofe de San Lorenzo, y se desvanecieron las últimas ilusiones.
El 31 de abril se tendían las primeras líneas republicanas sobre los terraplenes del
Río del Consulado. La señora Arrazola de Baz, esposa de Juan José, llevó a Porfirio un mensaje
del general Portilla, ministro imperial, quien ofrecía la entrega de la plaza mediante
concesiones a él mismo y a los principales jefes y funcionarios, "aunque su primera intención
era buscar una fusión entre los ejércitos sobre la base de que, unidos ambos, reconociéndose
recíprocamente los empleos que tenían los jefes de cada uno, procedieran de acuerdo para
establecer un nuevo orden de cosas, que no fuera el llamado Imperio, ni el gobierno
constitucional del señor Juárez”.1
La unión de ambos ejércitos "para establecer un nuevo orden de cosas” sonaba
propio de los días del Plan de Zavaleta o del Hospicio, la época dorada del santanismo. El
pobre general Portilla había perdido la brújula, y la historia le caía encima. Envejecido en el
cuartelazo, tocaba resortes de cuartel con un general que no se formó en ellos. Aunque tampoco
Miramón, soldado de carrera, habría aceptado. Eran jóvenes de la bella generación que se
dejaba matar por los principios; había pasado el tiempo de los hombres capaces de cualquier
infamia con tal de “reconocerse los empleos”. Porfirio despidió a la señora Arrazola, y con
pequeñas piezas de artillería montadas en canoas tendió un puente flotante entre San Cristóbal
1 PORFIRIO DÍAZ, Memorias. Archivo General del General Porfirio Díaz. T. III, Pág. 79. México. 1947
y el Peñón de los Baños. Nuevo conquistador junto a la ciudad lacustre, sólo aceptaría la
rendición sin condiciones.
Que en la plaza había pollos gordos, decididos a salvar el pellejo, era cosa clara.
Unos días después de la gestión de la señora de Baz, el 18 de abril, el padre Fischer llegó al
cuartel de la Villa de Guadalupe, y propuso a Díaz la abdicación del Emperador "a condición
de que se le permitiera salir del país, sin exigir la responsabilidad por los hechos ocurridos
durante el período que él llamaba su gobierno”,2
pero el futuro Héroe de la Paz no soltó prenda.
De momento no entraba en sus planes apoderarse de la ciudad por asalto, persuadido de que
“por la naturaleza de las cosas” el enemigo tendría que capitular finalmente.3
La pérdida
absoluta de la fe, entre los defensores, era su mejor aliado: “los conservadores están muy
desalentados —informaba Danó— y la resistencia es obrade algunos jefes, que sabiéndose
perdidos ofrecen venderse mutuamente”.4
No andaba mal informado el Ministro de Francia, ya que independientemente de las
gestiones de Portilla y Fischer, un emisario del general O'Horan se presentó en el Cuartel
republicano, hacia fines de abril, con la pretensión de concertar una entrevista entre su jefe y
Porfirio, quien se avino a la reunión esa noche, cerca de la garita de Peralvillo. Aquí ofreció
O'Horan nada menos que la entrega de Márquez, de la plaza y los jefes principales, “sin más
condición que extenderle un pasaporte para el extranjero”,5
más el oaxaqueño contestó que no
era preciso ningún arreglo para que la plaza cayera en sus manos, en lo que su adversario
convino, aunque advirtió que de ese modo los pollos gordos escaparían, en tanto que de
acuerdo con su plan caerían todos.
Mas ni así logró convencer al jefe republicano.
— ¿Tiene usted mucho empeño en fusilarme? —preguntó O'Horan.
2 PORFIRIO DÍAZ, Memorias. Archivo General del General Porfirio Díaz. T. III, Pág. 79. México. 1947. También Porfirio Díaz a Matías
Romero, Guadalupe hidalgo, 3 de Mayo de 1867. Op. Cit. Supra. Pág. 48.
3 PORFIRIO DÍAZ. Memorias. Archivo del general Porfirio Díaz, t. III, Pág. 45, México, 1947.
4 ALPHONSE DANÓ al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 18 de abril de 1867, en: Archivo del Ministerio de Asuntos
Extranjeros de Francia; Fonds: Mexique, vol. 69; f.f. 88-89. En lo sucesivo se mencionará este archivo bajo la sigla A.M.A.E.
5 PORFIRIO DÍAZ, Memorias, en: A.S.P.D., t. III, p. 60. También Porfirio Díaz a Matías Romero, Guadalupe Hidalgo, 3 de mayo de
1867, en op. cit. supra; p. 107, edic. cit.
—No señor, si usted cae en mis manos lo único que haré será cumplir con mi deber
—contestó Díaz.
O sea que no llevaba empeño en fusilarlo, pero que en el momento de atraparlo lo
fusilaría.
—Dios quiera que no llegue usted a tener que deberme algo, —exclamó O'Horan, y
volvió a sus líneas.6
Independientemente de su certidumbre en el sentido de que la ciudad de México
capitularía finalmente, Porfirio no hacía más que ajustarse a las órdenes que recibió del
gobierno:
“Se me han hecho varias proposiciones para entregarme la plaza de México, y no he
aceptado ninguna por las instrucciones que se me tienen dadas, porque aquéllas están en pugna con
éstas —escribía a Juárez el 18 de mayo—. A todos los proponentes contesto que se rindan a
discreción; que el supremo Gobierno después considerará a cada uno según su mérito”.7
En el interior de la ciudad, mientras tanto, el gobierno Márquez - Vidaurri no
reparaba en los medios para sostenerse un poco más: "arrestos arbitrarios, encarcelamientos,
requisiciones domiciliarias, forzamiento de cajas, todo se ponía en práctica", informaba
Alphonse Danó.8
Las personas acaudaladas, primero víctimas de secuestros domiciliarios,
terminaban en las mazmorras de Santiago Tlaltelolco, donde se les impedía incluso el paso de
alimentos para arrancarles las sumas deseadas. La ciudad se hallaba sitiada tan estrechamente,
"que ni las provisiones pueden entrar en ella, ni el agua de los acueductos interiores, que han
sido cortados”, escribía el Ministro español.9
El mismo Jiménez de Sandoval describía los
excesos de Márquez, y sus diabólicas palabras: “Necesitamos dinero —dijo—, búsquese y
tráigase de la manera que sea. Yo tengo la fuerza, y el que resista morirá de hambre en la
prisión, si no paga, o en las trincheras, a donde lo mandaré”. Tal era el “plan económico” del
último gabinete imperial, “cuya tiranía no se borrará fácilmente de la memoria de los habitantes
6 PORFIRIO DÍAZ, op. cit., loc. cit., supra.
7 PORFIRIO DÍAZ a Benito Juárez: Guadalupe Hidalgo, 18 de mayo de 1867, en: caja 18 doc. 37, del Archivo Juárez de la Biblioteca
Nacional de México. En lo sucesivo se mencionará este archivo bajo la sigla A.J.B.N.
8 ALPHONSE DANÓ al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 5 de Mayo de 1867. A. M. A. E. Fonds. Mexique Vol. 69, f. f. 101 –
106.
9 J. JIMÉNEZ DE SANDOVAL al Ministro de Estado, Despacho 52, México, 25 de Abril de 1867 en Archivo de la Legación de España,
caja 148
de México”, concluía el Ministro de España.10
Todos los días morían de hambre más o menos
cincuenta personas, cuyos cadáveres recogía y sepultaba el Ayuntamiento. "Sólo una población
inerte, como la de México, puede tolerar semejante tortura sin sublevarse", apuntaba Danó.11
Era un vivo contraste con la vecina Tacubaya, donde los carruajes conseguían
apenas circular por las calles, llenas de puestos improvisados. Sarapes o petates sobre las
aceras, y en ellos ropa, semillas, mercería, artículos de lujo, mientras la población,
multiplicada, se entregaba “al comercio, al paseo, y a todos los goces de la vida”.12
Las
gestiones de los pulqueros tuvieron éxito, y los soldados republicanos recibieron dos raciones
diarias de a libra. El ejército sitiador se componía de 25,000 hombres satisfechos, entre ellos
9,000 de a caballo. "Están bien resguardadas todas las salidas, y sucederá lo mismo que en
Querétaro: nadie se nos escapará", apuntaba el héroe del 2 de abril.13
Amenazados en personas e intereses, los comerciantes extranjeros resolvieron cerrar
sus negocios, y colocarse bajo la protección de sus cónsules. Uno de ellos se atrevió a protestar
en presencia de Márquez, quien no se anduvo con rodeos: “Hasta ahora México ha sido un
pozo de oro para los extranjeros — le contestó—, pero a partir de hoy será un lago de
sangre”.14
Así hasta el 15 de mayo, cuando Porfirio recibió un telegrama urgente de Escobedo.
Querétaro había caído en poder de los republicanos, y el Emperador y sus generales se hallaban
prisioneros. En notas breves, envueltas como cigarrillos, cruzó la noticia las trincheras de la
plaza, y esa noche, entre cohetes, salvas y luces, se dobló la ración de pulque en el campo
republicano.
En la capital, mientras tanto, circulaban cien versiones: que si la noticia era o no
falsa; que si los cohetes y las luces formaban parte de un plan para debilitar la resistencia; que
si el Emperador regresaba ya, victorioso, para caer sobre Porfirio. “Han transcurrido así diez
días —informaba Danó— sin que sea posible descubrir la verdad entre tantas afirmaciones
10
J. JIMÉNEZ DE SANDOVAL al Ministro de Estado, Despacho 64, México, 26 de Mayo de 1867 en Archivo de la Legación de
España, caja 148.
11 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, New York, 1° de Septiembre de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol.
69, f. f. 190 – 201.
12 PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 53, Edic. Cit.
13
PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 55, Edic. Cit.
14 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 5 de Mayo de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f.
101 - 106.
contradictorias”.15
Márquez, enloquecido, negaba. "Ni la circunstancia de que se me pidiera
permiso para que salieran de la plaza sitiada los defensores nombrados por el Archiduque fue
suficiente para que el enemigo reconociera la verdad de la noticia", escribió Porfirio.16
Y el
Ministro de Francia confirmaba su queja: “La noticia de la rendición de Querétaro, y del
cautiverio del emperador Maximiliano, propalada en el campo liberal, era desmentida por las
autoridades imperiales de México”.17
El 29 de mayo, finalmente, el ministro de Prusia recibió un telegrama depositado en
Querétaro el 25. Era del Emperador, prisionero ya. Le invitaba a trasladarse cerca de él,
llevando consigo a los abogados Riva palacio y Martínez de la Torre, a quienes encomendaba
su defensa. El ministro habló con Díaz, y éste consultó con Juárez el asunto. Los defensores y
el de Prusia podían pasar. Pero Márquez y Lacunza declararon falso el telegrama, y opusieron
obstáculos al viaje de Magnus y los abogados,18
hasta que el l9 de junio se les permitió
emprender el viaje. A los defensores del Emperador solamente, ya que Márquez, en persona,
impidió que salieran los defensores del general Miramón.19
Se marchó también el Ministro de
Austria, por el canal de la Viga, y el de Bélgica disfrazado, sin pasaporte. A Curtopassi, de
Italia, con un pasaporte de Porfirio en el bolsillo, no le faltaron embarazos. Pero todos llegaron
a Querétaro sin embargo.
En México no contaba Márquez con los austríacos desde que su jefe, Kevenhüller,
recibió por conducto de Magnus una nota del Emperador, quien le ordenaba evitar toda nueva
efusión de sangre.20
Kevenhüller pidió entonces salir de la plaza y embarcar sus efectivos en
Veracruz, mas Díaz rehusó el salvoconducto, y el jefe austríaco acuarteló a sus hombres en los
patios del Palacio.21
Todavía disponía Márquez de unos doce mil soldados de todas las armas,
fuerza respetable con la cual, sin embargo, no llegó a intentar operaciones dignas de nota.
15
ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 25 de Mayo de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f.
112 - 113.
16 PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 46, Edic. Cit.
17
ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 27 de junio de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f.
124 - 134.
18 J. Jiménez de Sandoval al Ministro de Estado, en A. L. E. Loc. Cit. Supra.
19 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 27 de junio de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f.
124 - 134.
20
El Baron Del Lago en una carta a Kevenhüler, fechada en Tacubaya el 15 de junio, le menciona la nota que Maximiliano le envió por
medio de Magnus. Véase Francisco de Paula Arrangóiz “México desde 1808 hasta 1867”, T. IV capitulo XVI pág. 344, Madrid, 1872.
21 PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 56, Edic. Cit.
Apenas si el 9 de junio atacó el punto de La Piedad con tres o cuatro mil hombres, mas Porfirio,
apoyado por Terán, Naranjo y Félix Díaz, frustró el intento, y los defensores dejaron en el
campo, con sus muertos, la última esperanza.
Mientras, en el Cuartel general de Tacubaya se tomaban las últimas providencias.
Díaz no quería apoderarse de la ciudad por asalto, dijo al Marqués de la Ribera, por temor a los
excesos de su tropa. Prefería reducirla por hambre, o por un medio parecido al que determinó la
caída de Querétaro,22
pero Márquez no descansaba en sus añagazas, y el 15 de junio, entre
cohetes y campanas, el Diario Oficial aseguraba que el general Ramírez de Arellano llegaba
con la buena nueva de que el ejército imperial, con el Emperador a la cabeza, volaba en auxilio
de la capital. Pero la verdad era otra, y Márquez la conocía, Cuatro días más tarde, en su
representación, el general Tavera se entrevistaba con Porfirio en Tacubaya, en un último
intento de ajustar la rendición de la plaza bajo ciertas condiciones, sólo que Díaz, en presencia
del general Alatorre "porque había muchas versiones vulgares, en las cuales no quería aparecer
complicado",23
reiteró que la capital tendría que capitular a discreción. Al siguiente día
desapareció Márquez, oculto en algún lugar de la ciudad, y Tavera envió al Cuartel republicano
un nuevo emisario, ahora el cónsul americano Mr. Otterbourg, portador de ciertas condiciones
para hacer entrega de la plaza. Porfirio Díaz recibió a Mr. Otterbourg en la puerta de
Chapultepec, y ni siquiera le permitió bajar de su carruaje:24
regresó el Cónsul, y principió el
ataque con vivo fuego de artillería. El humo y el polvo impedían ver el telégrafo de señales,
más de pronto un vigía advirtió que alguna bandera blanca ondeaba en la catedral. El General
en Jefe dio la orden de cesar el fuego cuando un carruaje, con bandera blanca, tomaba por la
calzada del Emperador, camino de Chapultepec, y en él los generales Pina, Palafox y Díaz de la
Vega, que llegaban a rendir la ciudad sin condiciones. Era el 20 de junio de 1867 cuando el
carruaje volvió a la capital. Regresó por el mismo camino, o sea por la calzada del Emperador,
que se llamaba ya de la Reforma.
En la capital, esa del 20 de junio fue una noche terrible. Movimientos silenciosos.
Apagadas voces de mando. Las últimas fuerzas del Imperio cruzaban las calles para internarse,
22 J. JIMÉNEZ DE SANDOVAL al Ministro de Estado, Tacubaya en Archivo de la Legación de España, 16 de junio de 1867, despacho
66 caja 148.
23 PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 61, Edic. Cit.
24 PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 62, Edic. Cit.
UNAS PALABRAS, PARA TERMINAR.
CONCLUYE CON ESTE LIBRO una serie de cuatro, destinada sobre todo a
relatar y analizar la actuación de Juárez en el marco de su tiempo. Primero fue Juárez y
los Estados Unidos, que apareció en 1960, y cuenta ya cuatro ediciones; luego Juárez y
la Intervención, publicado en 1962, y por último, en 1963, Juárez y el Imperio. Para
terminar, Juárez y la República aspiran a la misma acogida benévola que favoreció a sus
predecesores.
Entre los acreedores de Juárez y la República debo mencionar a la señorita
Lee Benson, por sus acostumbradas atenciones en la Universidad de Texas, y sobre todo
a mi reciente y querido amigo el ingeniero Jorge L. Tamayo, quien generosamente me
proporcionó copias mecanográficas de los millares de documentos que forman los
archivos de Juárez en la Biblioteca Nacional de México, Archivo General de la Nación,
Secretaría de Relaciones Exteriores, y fondos del Banco de México. Reconozco tener
contraída, con el ingeniero Tamayo, una deuda difícil de saldar.
Las más importantes fuentes primarias de este libro fueron los archivos de
Juárez que se mencionan, el archivo del general Porfirio Díaz, las notas de los ministros
americanos en México al Departamento de Estado, en los Archivos Nacionales de
Washington, y por último los archivos Riva Palacio, y las colecciones de periódicos
mexicanos de la época, en los fondos de la Universidad de Texas. Sólo ocasionalmente,
como en el caso de los libros anteriores, utilicé en éste fuentes secundarias.
He convivido durante tantos años con Juárez, que ahora siento cordialmente su
muerte. Cuando se tiene el propósito de hacer historia viva, se ha de lograr primero que
vivan los personajes del relato, para convivir luego a su lado. Es el único medio, al
alcance de los hombres ordinarios, para superar el concepto de la historia como tiempo
ido y vivido por una sola vez. Entre los riesgos graves que se ciernen sobre la tarea de
llenar formalidades, los adquirentes de bienes nacionalizados ele acuerdo con las Leyes de
Reforma habían de recuperarlos, y el oaxaqueño dio un plazo de cuarenta y ocho horas para
que religiosos y religiosas desocuparan los conventos.
Tocaron a su fin las veinticuatro horas del plazo para que se presentaran en Santa
Brígida y la Antigua Enseñanza los servidores del Imperio, y no aparecieron por allí los
dirigentes. Hasta que una semana más tarde cayó preso Vidaurri, denunciado por el mismo
americano que lo escondió en su casa de la calle de San Camilo. Se dice que el yanqui lo
explotó primero, en pago de su silencio, y lo entregó cuando el de Nuevo León no pudo darle
más. Hasta la Diputación lo llevaron por las calles, "descalzo y con las manos atadas", 27
y esa
misma tarde, a las cuatro, lo fusilaron en la plaza de Santo Domingo. Así terminó sus días este
padre de sus pueblos neoleoneses. El gran señor de Lampazos, que fue y dejó de ser todo casi:
liberal, republicano, gobernador, espada de la Reforma, enemigo de Juárez, Lugarteniente del
Imperio. Fue y renunció a todo en política para conservarse como Santiago Vidaurri. Ahora
Juárez le despojaba de eso también, lo único que le quedaba. Cuando llegó a la plaza de Santo
Domingo, una murga ejecutaba valses y polkas. Le colocaron con la cara frente a un muro, y le
dispararon mientras la banda tocaba “Mamá Carlota”. Aún oyó las detonaciones, siete como
una sola, que apagaron las coplas chinacas.
El 12 de julio estaba Juárez en Chapultepec. Llegaba de Querétaro, donde estuvo de
las once de la noche del 7 de julio al amanecer del siguiente día, en que salió para México.
Permaneció lo necesario para echar un vistazo al cadáver de Fernando Max, a quien halló
hermoso, según dicen, pero sobre todo muerto, que era lo que le importaba. Ya en Chapultepec,
los organizadores de la recepción le pidieron posponer su entrada hasta la mañana del 15,
“porque no es posible que antes concluyan los preparativos para la recepción, que quieren que
sea lo mejor posible”,28
y así lo hizo Juárez, entre cohetes y repique de campanas. Veinticinco
mil hombres formaron valla a la comitiva, en cuyo primer carruaje iba el Presidente. Frente al
27 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 8 de julio de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f.
159 - 163.
28 BENITO JUÁREZ a PEDRO SANTACILIA; Chapultepec, 13 de Julio de 1867 en Archivo Juárez de la Biblioteca Nacional doc. 193.
También SEBASTIÁN LERDO DE TEJADA a Antoñita Revilla; México, 17 de Julio de 1867, Archivo Juárez del autor.
Palacio, el recién llegado izó la gran bandera que para esa ocasión mandó confeccionar
Porfirio. La capital tenía un mes en manos de éste, y ninguna bandera había ondeado sin
embargo en el asta del Palacio. Era una satisfacción que el caudillo oaxaqueño deparaba a su
paisano, el hombre de la carroza negra. Se la deparaba para ese momento, sublime en verdad.
Cualquier hombre habría dado su vida por él. Juárez estaba de vuelta. Su ausencia se prolongó
durante cuatro años y cuarenta y cinco días, pero estaba de vuelta. Personalmente izó la
bandera. “La República ha consumado su triunfo, y sólo falta que sus hijos aseguremos este
triunfo con nuestras virtudes y nuestro respeto a la ley”, escribió a Bernardo Revilla. 29
Casi al mismo tiempo aseguraba que “el respeto al derecho ajeno era la paz”.
2. EL MUERTO SE VA
"Ya habrá visto usted la impresión que ha causado en el mundo la muerte de
Maximiliano —escribía a Juárez, de Nueva York, Francisco Zarco—. Gentes educadas bajo el
despotismo, se han espantado de que, para los republicanos de México, un filibustero de regia
estirpe no sea más que un filibustero más. Pero el caso es que todos conocen su impotencia
para vengar lo que llaman nuestra barbarie, y lo único que puede hacer Europa es mandar un
buque a Veracruz, a recoger el muerto. 30
El buque llegó a Veracruz efectivamente, y en él un comisionado extraoficial del
Emperador de Austria: el vicealmirante Guillermo de Tegethoff, quien el 3 de septiembre se
apersonó en el despacho del Ministro de Relaciones Exteriores. Nadie ponía en duda la
autenticidad de su misión, demasiado informal sin embargo para que Juárez y Lerdo no
comprendieran que, al obrar de ese modo, en Viena se pretendía no dar, al de la República, el
tratamiento de un gobierno. Pero ni Juárez ni Lerdo parecían dispuestos a entregar el cuerpo de
Fernando Max como el de una víctima caída en tierra de nadie, y así lo confirmó Tegethoff al
siguiente día, cuando el Ministro le dijo que si la familia imperial, “por un natural sentimiento
de piedad” pretendía la entrega de los restos, el gobierno accedería tan pronto como se le
29 BENITO JUAREZ a BERNARDO REVILLA, México 16 de junio de 1867, Archivo Juárez del autor.
30 FRANCISCO ZARCO a BENITO JUÁREZ; New York 25 de julio de 1867 en Archivo Juárez de la Biblioteca Nacional doc. 338.
reclamara oficialmente, por parte de la familia misma o del gobierno austríaco. Mientras, el
cadáver permanecería en México, embalsamado y guardado “con el decoro que merece, por los
mismos sentimientos naturales de piedad”.31
En Europa, durante mucho tiempo, se dio crédito a la especie de que Juárez rehusaba
la entrega del cuerpo con el propósito de lograr ventajas políticas, e incluso historiadores como
César Cantú y Egon Conté Corti apoyaron la versión según la cual, y "aunque en vano”, el
hombre de Guelatao explotaba la ocasión "para obtener del emperador de Austria el
reconocimiento del nuevo régimen”.32
Es obvio que ciertos hechos autorizaban esa sospecha,
sobre todo la circunstancia de que Juárez declinara entregarlo cuando los ministros de Austria y
Prusia hicieron la gestión,33
y sin embargo, que no se pusieran trabas al embalsamiento del
cadáver, era un indicio de que el gobierno no pretendía conservarlo indefinidamente.34
En rigor
31
Minuta de las conversaciones entre el Barón GUILLERMO DE TEGETHOFF y SEBASTIÁN LERDO DE TEJADA, el 3 de
septiembre de 1867, en el Diario Oficial del 9 de septiembre, Vol. I, Num. 21. También El Siglo XIX del 11 de Septiembre, Vol. V, núm.
59 Colección Latinoamericana de la Universidad de Texas. Las minutas se encuentran en Archivo Juárez de la Biblioteca Nacional.
32
CAÉSAR EGON CONTE CORTI, Maximiliano y Carlota. Capitulo XII, pag. 625, México. 1924
33 MARIANO ESCOBEDO A BENITO JUÁREZ; San Luis Potosí, 24 de Febrero de 1868; en op. Cit. Supra, caja 25, doc. 47.
34 DUBLAN Y LOZANO, op. Cit. Supra, T. X pág. 233 edic. cit.
la situación era menos compleja de lo que se pensó en Europa, y se reducía a que, no obstante
haberse dado a Maximiliano el tratamiento de forajido en las filas chinacas, no era cosa de
entregar sus restos como los de un salteador de caminos.
Pocos días antes de que el vicealmirante: Tegethoff se presentara en México, en
Salzburgo se reunieron los emperadores de Francia y Austria. La derrota de Sadowa y el
fracaso de México unían moralmente a Napoleón y a Francisco José. Por un instante la sombra
de la víctima de ambos oscureció la reunión, y hablaron de Fernando Max y de Querétaro, pero
fue sólo un momento, ya que luego se ocuparon de la amenaza que sobre ambos cernía el
Imperio Alemán, el gigante recién nacido. Únicamente la archiduquesa Sofía no acudió a la
reunión. Ella era la madre, y no quiso prestar su mano para que la besara quién engañó a su hijo
miserablemente, y como quiera lo empujó a la muerte. Elizabeth sí extendió la suya a
Napoleón, y Francisco José besó la de Eugenia de Montijo. ¡Mediaban tan poderosas razones
de estado! Ciertamente de mayor envergadura que las que mantenían en México a Tegethoff,
en espera de las nuevas instrucciones de Viena.
El vicealmirante no permanecía ocioso por lo demás, e invertía su tiempo en
gestionar la libertad de prisioneros austríacos, en poder del gobierno todavía, y sobre todo en
visitar los restos de Fernando Max, depositados en el hospital de la iglesia de San Andrés. Su
primera visita resultó conmovedora. No le veía desde Viena. En su ataúd de palo de rosa, era el
mismo Fernando Max, con su distinción natural y sus bellas barbas rubias. Un poco más
delgado si se quiere, vestido de negro, entre almohadones de terciopelo, y muerto por supuesto.
Pero era el mismo Fernando Max.
reconstruir la historia, acecha sobre todo el de convertirla en pasado estéril, o cuando
menos en pura prehistoria con base en fémures y molares de especies liquidadas. La
historia es más que eso ciertamente, más que un paisaje triste de volcanes apagados. Es
secreto dolor de impotencia reincidente, y a la vez victoria sobre la muerte. Es, en pocas
palabras, vida incesante en el orden del tiempo.
Si estos cuatro libros sobre Juárez y su época logran la meta ambicionada —
historia viva—, distará de ser inútil la inversión de varios años que reclamaron. Si no es
así; si ese millar de páginas fracasan en su gran propósito, guardaré no obstante la
satisfacción de haberlo intentado, y la de haber hallado en Salvador Abascal y Editorial
Jus un respaldo eficaz para la esperanza.
Parque Nacional de Majalca, verano de 1965.
José Fuentes Mares.
13 de junio, en que lo sentenciaron a muerte. Un día 13 absolutamente vul¬gar, como otro
cualquiera.
El 25 llegaron a Veracruz, y Tegethoff, con los miembros de la comisión y las
autoridades del puerto, abrieron el ataúd para certificar que Fernando Max estaba allí, y que
nada, salvo la vida, le faltaba. El cadáver se encontraba en perfecto estado, “a no ser aquellas
alteraciones naturales que sobre¬vienen después de la cesación de la vida”, informaban los
dia¬rios.37 “Estaba bien conservado, si bien con el aspecto de mo¬mia, y ennegrecido
completamente el rostro”, escribió el doctor Basch.38 Por lo visto, Fernando Max había
escapado a la descomposición, una de sus viejas preocupaciones. “Tarda más el cuerpo en
descomponerse que la memoria del muerto m borrarse”, escribió en 18.61.39 Y alguna
satisfacción le que¬daría por morir como Emperador, una forma muy humana de la ambición.
“Hasta los 30 años se vive para el amor —pensaba—; de los 30 a los 40 para la ambición; de
los 50 ai adelante para el estómago y los recuerdos”.40 Cayó pre- íisamente entre los 30 y los
40, a la mitad del camino en la ídad de la ambición.
El 16 de enero llegó a Trieste la fragata Novara con su car¬gamento. Nada menos
que la Novara, la misma que lo trajo v Veracruz el 31 de mayo de 1864, un barco “cuyo
nombre, lara un austríaco, era de buen agüero”, escribió Maximiliano ilgunos años antes. Por
las calles de Viena, en medio de una valla de lacayos que portaban hachones, cruzó el cortejo.
Era de noche, y nevaba intensamente. A la puerta del palacio imperial esperaba la
familia: la madre, los hermanos, la em¬peratriz. Francisco José pálido y adusto. La
archiduquesa Sofía, como una madre plebeya, se arrojó sobre el ataúd cu¬bierto de nieve. Un
nuevo Querétaro, donde las campanas no doblaron el día de su muerte.
A la media noche se colocó el ataúd en la capilla del pa¬lacio “sobre un soberbio
catafalco, forrado con riquísimos paños negros, rodeado por doscientos cirios colocados en
altos candelabros de plata”, observaba José Luis Blasio, el único mexicano presente en las
estaciones del calvario, desde México y Querétaro hasta el Hofburg de Viena.41 Al día
siguiente tuvo el pueblo acceso a la capilla. “Los suizos, los alabarderos de la guardia imperial,
y los dragones, apenas podían con¬tener a la multitud que se apiñaba para contemplar, por úl-
tima vez, el cadáver de su Archiduque”.42 Por última vez, antes de llevarlo a la Kaisergrust, la
gruta de la iglesia de los capuchinos que guarda, hasta hoy, las cenizas de los reyes, príncipes y
princesas de la Casa de Austria. El mismo Blasio recuerda que un recinto capuchino, en
Querétaro, le sirvió de última prisión, y otro, en Viena, de reposo definitivo.
El 20 de enero se le llevó a la Kaisergrust. Abría marcha el vicealmirante Tegethoff,
con su Estado Mayor. Ocho ca¬ballos, cubiertos de paños negros, tiraban del coche fúnebre a
continuación. Cerraba la marcha una comitiva de diplomá¬ticos, dignatarios de la Corte,
chambelanes y pueblo. A la puerta de la Kapuzinerkirche estaban el Emperador y la fa¬milia
imperial. En el interior de la gruta se celebraron las últimas ceremonias, mientras la gente
permanecía silenciosa en la plaza del Mercado Nuevo. Se retiraron todos por último, y le
dejaron solo, como está todavía en su féretro de zinc, con un águila mexicana, y la inscripción:
Fernandas Maximilianus. Archicluc Austriae Natus in Schocnbrunn VI — Iulii —
MDCCCXXXII Qui Impeirator mexicanorum anno MDCCCLXIV electus. Dirá et cruenta
nece Queretari XIX Iunii MDCCCLXVII Fidem ac vitam religiosissime confessus.
Heroica cum virtute interiit H. S. E.
Todavía hoy, los mexicanos que llegan a Viena visitan la iglesia de capuchinos, en
Neuer Markplatz.
3. UNA CONVOCATORIA INOCENTE
Habían terminado las guerras de Reforma, Intervención e Imperio, hermosa década
iluminada por la esperanza. Junto a paredones improvisados o en combate cayeron, diestros en
el arte de morir, Arteaga y Miramón, Mejía y Leandro Valle, Robles Pezuela y Salazar,
Ocampo y Santos Degollado. Una generación entera se consumió en la lucha a partir del
funesto diciembre de 1857, cuando Comonfort, inferior a su respon-sabilidad, atentó por
primera vez contra la Constitución re¬cién nacida. Pero esa década terminó: la que se iniciaba
exigía otra diversa versión del hombre, adecuada al arte del gobierno democrático, y Juárez,
por extraño que parezca, no era de esa clase. El caudillo de una lucha de diez años terminó
incli¬nado a la dictadura, un destino que pudo caber a otro cual¬quiera después de tan larga
campaña. Juárez pudo llevar la bandera de su partido como un Presidente a salto de mata, por el
trópico o el desierto; como un dictador civil cuyo frac ocultaba apenas el malquisto levitón
castrense, pero sólo eso. A todos ellos, salvo tal vez a Sebastián Lerdo, la guerra les había
incapacitado para la paz. Que Juárez luchó mejor de lo que sabría gobernar es una de las
verdades que se imponen por su propia fuerza.
Si durante diez años importó sobre todo batirse, llegaba el momento de normalizar la
vida política, de volver a los cauces de la ley, de recoger la esperada cosecha de la vida
constitu-cional. Sonaba la hora de satisfacer las aspiraciones de la élite, más o menos anónima,
que durante esos años luchó por la supervivencia de la Constitución, identificada, en la hora del
peligro, con la salvación de la patria misma. La cosa pa¬recía sencilla, y se reducía sobre todo
a poner fin al gobierno de un solo hombre; a olvidar el sistema de las “facultades
extraordinarias”, un modo de gobernar por encima de la Cons-titución, o sea una forma de la
tiranía. Poner término a una década militar, e inaugurar la paz, era dar a la Constitución una
oportunidad que iba a ser justamente la primera, ya que no había llegado a imperar. Jurada el 5
de febrero de 1857, entró en vigor el lo. de diciembre, pero su observancia se interrumpió al
terminar ese mes, con el Golpe de Estado de Comonfort, que desató la guerra de Reforma por
añadidura. Juárez y la Constitución volvieron a la ciudad de México al comenzar enero de
1861, y en junio se celebraron elecciones para sujetar la vida política a la ley fundamental, pero
en diciembre de ese año, al principiar la guerra de Intervención, la Carta del 57 cedió
nuevamente al régimen de “facultades extraordinarias”, una dictadura virtual que se prolongaba
has¬ta hoy, cuando Juárez, en la capital, izaba la bandera que le ofreció Porfirio.
El triunfo de los que lucharon por la Constitución se había consumado sin lugar a
dudas, mas la Constitución continuaba inédita sin embargo. No había casi mexicano activo que
no hubiera luchado por ella o contra ella, mas nadie, empero, había conocido en la práctica sus
yerros o sus aciertos. Nadie. La Constitución había sido nada más que un código teórico, bello
y noble para los unos, diabólico engendro para los demás. Se recordaba todavía que Comonfort
dijo que no se podía gobernar con ella, pero también era cierto que hasta hoy, al cumplir diez
años aquella frase, nadie lo había intentado. Nadie hasta Juárez, el primero en el privilegio y la
responsa¬bilidad. El tendría que gobernar con ella por primera vez, sin “facultades
extraordinarias”, sin decretos castrenses. Con la Constitución solamente, una vieja ilusión
embellecida por tantos muertos.
Todos llevaban prisa. Establecido apenas el gobierno en la capital, y reorganizado el
Ministerio con Lerdo en Relaciones, Balcárcel en Fomento, Iglesias en Hacienda y Mejía en
Guerra, la prensa exigía volver a la Constitución. “Pasadas las circunstancias que crearon el
poder discrecional —decía El Siglo XIX el 22 de julio—, debe acabar éste, y la mayor gloria
del C. Juárez consiste en devolver a la República las autorizaciones que le concedió para
salvarla de la invasión extranjera”.43 El 5 de agosto, también en El Siglo, reiteraba eso mismo
Pantaleón Tovar:
“Se desea salir de ese estado violento, en que todo se espera con inquietud; se quiere
que acabe la dictadura, y que comience el orden constitucional, y el único medio natural que se
tiene para conseguir ese cambio exigido por el derecho y por la opi¬nión es que el gobierno, en
quien confía el pueblo, expida pronto la Convocatoria para que la nación elija sus
mandatarios”.44
El gobierno, mientras tanto, guardaba silencio. Se ignora la participación que pudo
caberle en una “Asociación Zara¬goza”, que se formó en esos días para reclamar una serie de
reformas a la Constitución, entre otras la división del Con¬greso en dos cámaras,45 pero
oficialmente no se decía una pa¬labra. Hasta que en la tarde del 17 de agosto, en el primer
número del Diario Oficial, se publicó la Convocatoria para elegir Presidente de la República,
diputados al Congreso de la Unión, y Presidente y Magistrados de la Suprema Corte de Justicia,
y la noticia corrió “como una chispa eléctrica” por todos los círculos. Juárez se disponía a
cumplir con “el deber sagrado” de entregar el gobierno, un deber que contrajo el 8 de
noviembre de 1865 en los famosos decretos de Paso del Norte, pero no era eso todo: además de
llamar a elecciones, la Convocatoria encerraba una serie de novedades. Los redac¬tores de El
Siglo XIX habían creído, “insensatos”, que la Con¬vocatoria habría de ser sólo un llamamiento
a la ciudadanía para elegir a sus nuevos mandatarios, mas ahora, ante la realidad, no se
asombraban “del mucho tiempo que se gastó en confeccionar esa ley, ya que contiene porción
de combi¬naciones viciosas que era preciso meditar”.48 Los políticos, y todos cuantos sabían
leer y escribir eran eso, releían el docu¬mento, y no daban crédito a sus ojos. Los artículos 9o.
y 15o., sobre todo, desataban la tormenta:
CAPÍTULO PRIMERO.
EL FIN Y EL COMIENZO.
"La opinión pública recela que
cada acto del gobierno sea un paso más
hacia la dictadura".
Marcus Otterbourg a William H.
Seward. 21-IX-1867.
•
En medio de la tormenta, el cónsul de los Estados Unidos, Mr. Otterbourg, daba una
opinión sensata:
“Si el gobierno ofrece el primer ejemplo de falta de respeto a la ley, el pueblo no
adquirirá jamás hábitos constitucionales... El entusiasmo con que se recibió a Juárez en la
capital, hace poco más de un mes, se ha trocado en desconfianza, y la opi¬nión pública, ya
prejuiciada por medidas anteriores, recela qn< cada acto del gobierno sea un paso más hacia la
dictadura".'1"
Para colmo, no se reducían las reformas al propósito de crear dos cámaras, e
introducir el veto del Ejecutivo sobre iniciativas aprobadas por la una o la otra. Había algo más
todavía, y no menos grave: el artículo 15o., en su última parte sobre todo:
“Podrán ser electos diputados, tanto los ciudadanos que per-tenezcan al estado
eclesiástico, como también los funcionarios a quienes excluía el artículo 34 de la ley orgánica
electoral”.
Juárez consideraba que no debían subsistir “las restriccio¬nes opuestas al libre
ejercicio de la soberanía del pueblo en la elección de sus representantes”, pero lo cierto fue que
en los clubes políticos se recibió agriamente la posibilidad de que sacerdotes y funcionarios
públicos federales pudieran ser elec¬tos diputados, puntos en que la oposición centró
inmediata¬mente sus ataques.49 Si el liberalismo vencedor acusaba a los sacerdotes, y a la
Iglesia misma, de haber sido promotores e instrumentos del Imperio ¿cómo pretendía ahora
Juárez con¬cederles el voto pasivo? Y por otra parte, al permitirse que funcionarios de la
federación ocuparan curules en el Con¬greso ¿no se buscaba —como decía un editorial de El
Siglo XIX— “que el Ejecutivo tuviera servidores en el Cuerpo Legislativo”? 50
El Monitor, El Globo, El Boletín Republicano, todos cla-maban contra la
Convocatoria, sin otra excepción que la del Diario Oficial, donde se la justificaba con base en
las facul¬tades extraordinarias que la ley del 27 de mayo de 1863 concedió al Ejecutivo. Juárez
y Lerdo parecían responsables de alentar siniestros designios contra la Constitución, con el
doble propósito de centralizar los poderes en el Ejecutivo y de intentar un asalto sobre la
soberanía de los Estados. La des¬ilusión cundía por la República y la oposición se fortalecía
con ella: “Todo se ha perdido en un día; Juárez nos ha trai¬cionado como nos traicionó
Comonfort, y como siempre nos traicionó Santa Anna”, escribía de Mazatlán Manuel
Már¬quez, un amigo de Porfirio Díaz.51
Hoy parece extraño cuanto resultaba entonces natural. La supremacía de la
Constitución era un principio socialmente vivo, en el aire que respiraban todos. Con diversos
concep¬tos, mas con idéntica vehemencia reaccionaban el periodista, el antiguo soldado, el
político fogueado en lides parlamen¬tarias. La Constitución era un bello sueño, atacado de
impro¬viso por las malas artes de Juárez. Como un pedazo de paraíso arrebatado a quienes lo
conquistaron con su sangre.
Pero sorprende, además, la capacidad de grandes juristas que exhibieron todos,
como si se hubieran familiarizado con los graves problemas del derecho público para
convertirse en guardianes de las instituciones. Un editorial de Pantaleón To- var, en El Siglo
XIX, exhibía esa capacidad extraordinaria:
“¿Diremos al Ministerio que estamos verdaderamente asom¬brados con la
Convocatoria que ha expedido porque resuelve con ella puntos que sólo el Congreso puede
decidir, en los tér¬minos que señala el Código fundamental de la República?... No se trata
ahora de si las reformas a la Constitución que con¬tiene la Convocatoria son o no
convenientes. Se trata del tras¬torno que sufre nuestro derecho constitucional.. . He ahí lo que
nos preocupa a nosotros, amigos del gobierno, pero antes que todo amigos de nuestros
principios”.52
El editorial distinguía magistralmente los dos problemas que la Convocatoria
planteaba, el de forma y el de fondo. Más importante que averiguar si las reformas eran o no
conve¬nientes resultaba admitir que la Constitución, “que en ese largo período (de diez años)
nadie ha visto reinar”, fracasaba
en el momento de llevarla a la práctica. Nadie podría haberlo dicho mejor, y con
menos palabras, ya que el problema no radicaba en saber si el Código de 1857 debía o no
reformarse, y en qué puntos, sino en ajustar sus reformas al procedimiento establecido por la
Constitución misma, y no mediante aquella extraña apelación directa al pueblo que la
Convocatoria in¬troducía, que podía ser lo democrática que se quisiera pero que no era
constitucional.
Que Juárez y Lerdo no las tenían todas consigo en punto a las consecuencias de la
Convocatoria, resulta de las cartas personales que el Presidente dirigió a los Gobernadores de
los Estados, confiado en que se haría justicia “a las inten¬ciones del Gobierno, al examinar, sin
prevención de ninguna especie, las indicaciones sobre reformas que contiene aquel
documento”,53 y se prueba sobre todo con la circular que Lerdo de Tejada acompañó a la
Convocatoria. Aquí, el Mi¬nistro esgrimía una serie de argumentos, inteligentes sin duda, que
dejaban no obstante intacto el problema fundamental:
“Según están organizados en la Constitución —decía la circu¬lar—, el legislativo es
todo, y el ejecutivo carece de autoridad propia enfrente del legislativo. Esto puede oponer muy
graves dificultades al ejercicio normal de las funciones de ambos po¬deres. .. La marcha
normal de la administración exige que no sea todo el poder legislativo, y que ante él no carezca
de todo poder propio el ejecutivo. . . Para tiempos normales, el despotismo de una convención
puede ser tan malo, o más, que el despotismo de un dictador. . . La paz y el bienestar de la
sociedad dependen del equilibrio conveniente en la organización de los poderes públicos. A
este grave e importante objeto se refieren los puntos de reforma propuestos en la Convocatoria,
cuatro (de los cuales) estaban en la Constitución de 1824, y los cinco restantes en las
instituciones de los Estados Unidos de América”.
1.- LOS ÚLTIMOS DISPAROS.
UNOS CUANTOS LÉPEROS PIOJOSOS bajo los árboles del Zócalo,
indiferentes a los festejos del día, y algunos cohetes silbadores por el viento. Frente al Palacio
Imperial principiaron a detenerse carruajes con damas y caballeros cariacontecidos, dispuestos
a celebrar el tercer aniversario de la aceptación de la corona por Fernando Max. Era, por
supuesto, el 10 de abril de 1867. La última esperanza pendía del destino de Leonardo Márquez,
quien pocos días antes cruzó esa misma plaza, con cuatro mil soldados, en un audaz intento de
caer sobre la retaguardia de Porfirio, sitiador de Puebla. Sólo cuando el famoso don Leonardo
regresó, a la media noche del siguiente día, con los hombres del oaxaqueño pisando sus talones,
se conoció la catástrofe de San Lorenzo, y se desvanecieron las últimas ilusiones.
El 31 de abril se tendían las primeras líneas republicanas sobre los terraplenes del
Río del Consulado. La señora Arrazola de Baz, esposa de Juan José, llevó a Porfirio un mensaje
del general Portilla, ministro imperial, quien ofrecía la entrega de la plaza mediante
concesiones a él mismo y a los principales jefes y funcionarios, "aunque su primera intención
era buscar una fusión entre los ejércitos sobre la base de que, unidos ambos, reconociéndose
recíprocamente los empleos que tenían los jefes de cada uno, procedieran de acuerdo para
establecer un nuevo orden de cosas, que no fuera el llamado Imperio, ni el gobierno
constitucional del señor Juárez”.1
La unión de ambos ejércitos "para establecer un nuevo orden de cosas” sonaba
propio de los días del Plan de Zavaleta o del Hospicio, la época dorada del santanismo. El
pobre general Portilla había perdido la brújula, y la historia le caía encima. Envejecido en el
cuartelazo, tocaba resortes de cuartel con un general que no se formó en ellos. Aunque tampoco
Miramón, soldado de carrera, habría aceptado. Eran jóvenes de la bella generación que se
dejaba matar por los principios; había pasado el tiempo de los hombres capaces de cualquier
infamia con tal de “reconocerse los empleos”. Porfirio despidió a la señora Arrazola, y con
pequeñas piezas de artillería montadas en canoas tendió un puente flotante entre San Cristóbal
1 PORFIRIO DÍAZ, Memorias. Archivo General del General Porfirio Díaz. T. III, Pág. 79. México. 1947
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Los últimos disparos: la caída del Imperio y el sitio de la Ciudad de México en 1867

  • 1. JOSE FUENTES MARES Y LA REPÚBLICA Segunda Edición COLECCIÓN MÉXICO HEROICO EDITORIAL JUS No. 45 PRIMERA EDICION NOVIEMBRE DE 1963
  • 2. Contenido UNAS PALABRAS, PARA TERMINAR............................................................................................................. 3 EL FIN Y EL COMIENZO.................................................................................................................................... 5 1.- LOS ÚLTIMOS DISPAROS............................................................................................................................ 6 2. EL MUERTO SE VA....................................................................................................................................... 14
  • 3. UNAS PALABRAS, PARA TERMINAR. CONCLUYE CON ESTE LIBRO una serie de cuatro, destinada sobre todo a relatar y analizar la actuación de Juárez en el marco de su tiempo. Primero fue Juárez y los Estados Unidos, que apareció en 1960, y cuenta ya cuatro ediciones; luego Juárez y la Intervención, publicado en 1962, y por último, en 1963, Juárez y el Imperio. Para terminar, Juárez y la República aspiran a la misma acogida benévola que favoreció a sus predecesores. Entre los acreedores de Juárez y la República debo mencionar a la señorita Lee Benson, por sus acostumbradas atenciones en la Universidad de Texas, y sobre todo a mi reciente y querido amigo el ingeniero Jorge L. Tamayo, quien generosamente me proporcionó copias mecanográficas de los millares de documentos que forman los archivos de Juárez en la Biblioteca Nacional de México, Archivo General de la Nación, Secretaría de Relaciones Exteriores, y fondos del Banco de México. Reconozco tener contraída, con el ingeniero Tamayo, una deuda difícil de saldar. Las más importantes fuentes primarias de este libro fueron los archivos de Juárez que se mencionan, el archivo del general Porfirio Díaz, las notas de los ministros americanos en México al Departamento de Estado, en los Archivos Nacionales de Washington, y por último los archivos Riva Palacio, y las colecciones de periódicos mexicanos de la época, en los fondos de la Universidad de Texas. Sólo ocasionalmente, como en el caso de los libros anteriores, utilicé en éste fuentes secundarias. He convivido durante tantos años con Juárez, que ahora siento cordialmente su muerte. Cuando se tiene el propósito de hacer historia viva, se ha de lograr primero que vivan los personajes del relato, para convivir luego a su lado. Es el único medio, al alcance de los hombres ordinarios, para superar el concepto de la historia como tiempo ido y vivido por una sola vez. Entre los riesgos graves que se ciernen sobre la tarea de
  • 4. reconstruir la historia, acecha sobre todo el de convertirla en pasado estéril, o cuando menos en pura prehistoria con base en fémures y molares de especies liquidadas. La historia es más que eso ciertamente, más que un paisaje triste de volcanes apagados. Es secreto dolor de impotencia reincidente, y a la vez victoria sobre la muerte. Es, en pocas palabras, vida incesante en el orden del tiempo. Si estos cuatro libros sobre Juárez y su época logran la meta ambicionada — historia viva—, distará de ser inútil la inversión de varios años que reclamaron. Si no es así; si ese millar de páginas fracasan en su gran propósito, guardaré no obstante la satisfacción de haberlo intentado, y la de haber hallado en Salvador Abascal y Editorial Jus un respaldo eficaz para la esperanza. Parque Nacional de Majalca, verano de 1965. José Fuentes Mares.
  • 5. CAPÍTULO PRIMERO. EL FIN Y EL COMIENZO. "La opinión pública recela que cada acto del gobierno sea un paso más hacia la dictadura". Marcus Otterbourg a William H. Seward. 21-IX-1867.
  • 6. 1.- LOS ÚLTIMOS DISPAROS. UNOS CUANTOS LÉPEROS PIOJOSOS bajo los árboles del Zócalo, indiferentes a los festejos del día, y algunos cohetes silbadores por el viento. Frente al Palacio Imperial principiaron a detenerse carruajes con damas y caballeros cariacontecidos, dispuestos a celebrar el tercer aniversario de la aceptación de la corona por Fernando Max. Era, por supuesto, el 10 de abril de 1867. La última esperanza pendía del destino de Leonardo Márquez, quien pocos días antes cruzó esa misma plaza, con cuatro mil soldados, en un audaz intento de caer sobre la retaguardia de Porfirio, sitiador de Puebla. Sólo cuando el famoso don Leonardo regresó, a la media noche del siguiente día, con los hombres del oaxaqueño pisando sus talones, se conoció la catástrofe de San Lorenzo, y se desvanecieron las últimas ilusiones. El 31 de abril se tendían las primeras líneas republicanas sobre los terraplenes del Río del Consulado. La señora Arrazola de Baz, esposa de Juan José, llevó a Porfirio un mensaje del general Portilla, ministro imperial, quien ofrecía la entrega de la plaza mediante concesiones a él mismo y a los principales jefes y funcionarios, "aunque su primera intención era buscar una fusión entre los ejércitos sobre la base de que, unidos ambos, reconociéndose recíprocamente los empleos que tenían los jefes de cada uno, procedieran de acuerdo para establecer un nuevo orden de cosas, que no fuera el llamado Imperio, ni el gobierno constitucional del señor Juárez”.1 La unión de ambos ejércitos "para establecer un nuevo orden de cosas” sonaba propio de los días del Plan de Zavaleta o del Hospicio, la época dorada del santanismo. El pobre general Portilla había perdido la brújula, y la historia le caía encima. Envejecido en el cuartelazo, tocaba resortes de cuartel con un general que no se formó en ellos. Aunque tampoco Miramón, soldado de carrera, habría aceptado. Eran jóvenes de la bella generación que se dejaba matar por los principios; había pasado el tiempo de los hombres capaces de cualquier infamia con tal de “reconocerse los empleos”. Porfirio despidió a la señora Arrazola, y con pequeñas piezas de artillería montadas en canoas tendió un puente flotante entre San Cristóbal 1 PORFIRIO DÍAZ, Memorias. Archivo General del General Porfirio Díaz. T. III, Pág. 79. México. 1947
  • 7. y el Peñón de los Baños. Nuevo conquistador junto a la ciudad lacustre, sólo aceptaría la rendición sin condiciones. Que en la plaza había pollos gordos, decididos a salvar el pellejo, era cosa clara. Unos días después de la gestión de la señora de Baz, el 18 de abril, el padre Fischer llegó al cuartel de la Villa de Guadalupe, y propuso a Díaz la abdicación del Emperador "a condición de que se le permitiera salir del país, sin exigir la responsabilidad por los hechos ocurridos durante el período que él llamaba su gobierno”,2 pero el futuro Héroe de la Paz no soltó prenda. De momento no entraba en sus planes apoderarse de la ciudad por asalto, persuadido de que “por la naturaleza de las cosas” el enemigo tendría que capitular finalmente.3 La pérdida absoluta de la fe, entre los defensores, era su mejor aliado: “los conservadores están muy desalentados —informaba Danó— y la resistencia es obrade algunos jefes, que sabiéndose perdidos ofrecen venderse mutuamente”.4 No andaba mal informado el Ministro de Francia, ya que independientemente de las gestiones de Portilla y Fischer, un emisario del general O'Horan se presentó en el Cuartel republicano, hacia fines de abril, con la pretensión de concertar una entrevista entre su jefe y Porfirio, quien se avino a la reunión esa noche, cerca de la garita de Peralvillo. Aquí ofreció O'Horan nada menos que la entrega de Márquez, de la plaza y los jefes principales, “sin más condición que extenderle un pasaporte para el extranjero”,5 más el oaxaqueño contestó que no era preciso ningún arreglo para que la plaza cayera en sus manos, en lo que su adversario convino, aunque advirtió que de ese modo los pollos gordos escaparían, en tanto que de acuerdo con su plan caerían todos. Mas ni así logró convencer al jefe republicano. — ¿Tiene usted mucho empeño en fusilarme? —preguntó O'Horan. 2 PORFIRIO DÍAZ, Memorias. Archivo General del General Porfirio Díaz. T. III, Pág. 79. México. 1947. También Porfirio Díaz a Matías Romero, Guadalupe hidalgo, 3 de Mayo de 1867. Op. Cit. Supra. Pág. 48. 3 PORFIRIO DÍAZ. Memorias. Archivo del general Porfirio Díaz, t. III, Pág. 45, México, 1947. 4 ALPHONSE DANÓ al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 18 de abril de 1867, en: Archivo del Ministerio de Asuntos Extranjeros de Francia; Fonds: Mexique, vol. 69; f.f. 88-89. En lo sucesivo se mencionará este archivo bajo la sigla A.M.A.E. 5 PORFIRIO DÍAZ, Memorias, en: A.S.P.D., t. III, p. 60. También Porfirio Díaz a Matías Romero, Guadalupe Hidalgo, 3 de mayo de 1867, en op. cit. supra; p. 107, edic. cit.
  • 8. —No señor, si usted cae en mis manos lo único que haré será cumplir con mi deber —contestó Díaz. O sea que no llevaba empeño en fusilarlo, pero que en el momento de atraparlo lo fusilaría. —Dios quiera que no llegue usted a tener que deberme algo, —exclamó O'Horan, y volvió a sus líneas.6 Independientemente de su certidumbre en el sentido de que la ciudad de México capitularía finalmente, Porfirio no hacía más que ajustarse a las órdenes que recibió del gobierno: “Se me han hecho varias proposiciones para entregarme la plaza de México, y no he aceptado ninguna por las instrucciones que se me tienen dadas, porque aquéllas están en pugna con éstas —escribía a Juárez el 18 de mayo—. A todos los proponentes contesto que se rindan a discreción; que el supremo Gobierno después considerará a cada uno según su mérito”.7 En el interior de la ciudad, mientras tanto, el gobierno Márquez - Vidaurri no reparaba en los medios para sostenerse un poco más: "arrestos arbitrarios, encarcelamientos, requisiciones domiciliarias, forzamiento de cajas, todo se ponía en práctica", informaba Alphonse Danó.8 Las personas acaudaladas, primero víctimas de secuestros domiciliarios, terminaban en las mazmorras de Santiago Tlaltelolco, donde se les impedía incluso el paso de alimentos para arrancarles las sumas deseadas. La ciudad se hallaba sitiada tan estrechamente, "que ni las provisiones pueden entrar en ella, ni el agua de los acueductos interiores, que han sido cortados”, escribía el Ministro español.9 El mismo Jiménez de Sandoval describía los excesos de Márquez, y sus diabólicas palabras: “Necesitamos dinero —dijo—, búsquese y tráigase de la manera que sea. Yo tengo la fuerza, y el que resista morirá de hambre en la prisión, si no paga, o en las trincheras, a donde lo mandaré”. Tal era el “plan económico” del último gabinete imperial, “cuya tiranía no se borrará fácilmente de la memoria de los habitantes 6 PORFIRIO DÍAZ, op. cit., loc. cit., supra. 7 PORFIRIO DÍAZ a Benito Juárez: Guadalupe Hidalgo, 18 de mayo de 1867, en: caja 18 doc. 37, del Archivo Juárez de la Biblioteca Nacional de México. En lo sucesivo se mencionará este archivo bajo la sigla A.J.B.N. 8 ALPHONSE DANÓ al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 5 de Mayo de 1867. A. M. A. E. Fonds. Mexique Vol. 69, f. f. 101 – 106. 9 J. JIMÉNEZ DE SANDOVAL al Ministro de Estado, Despacho 52, México, 25 de Abril de 1867 en Archivo de la Legación de España, caja 148
  • 9. de México”, concluía el Ministro de España.10 Todos los días morían de hambre más o menos cincuenta personas, cuyos cadáveres recogía y sepultaba el Ayuntamiento. "Sólo una población inerte, como la de México, puede tolerar semejante tortura sin sublevarse", apuntaba Danó.11 Era un vivo contraste con la vecina Tacubaya, donde los carruajes conseguían apenas circular por las calles, llenas de puestos improvisados. Sarapes o petates sobre las aceras, y en ellos ropa, semillas, mercería, artículos de lujo, mientras la población, multiplicada, se entregaba “al comercio, al paseo, y a todos los goces de la vida”.12 Las gestiones de los pulqueros tuvieron éxito, y los soldados republicanos recibieron dos raciones diarias de a libra. El ejército sitiador se componía de 25,000 hombres satisfechos, entre ellos 9,000 de a caballo. "Están bien resguardadas todas las salidas, y sucederá lo mismo que en Querétaro: nadie se nos escapará", apuntaba el héroe del 2 de abril.13 Amenazados en personas e intereses, los comerciantes extranjeros resolvieron cerrar sus negocios, y colocarse bajo la protección de sus cónsules. Uno de ellos se atrevió a protestar en presencia de Márquez, quien no se anduvo con rodeos: “Hasta ahora México ha sido un pozo de oro para los extranjeros — le contestó—, pero a partir de hoy será un lago de sangre”.14 Así hasta el 15 de mayo, cuando Porfirio recibió un telegrama urgente de Escobedo. Querétaro había caído en poder de los republicanos, y el Emperador y sus generales se hallaban prisioneros. En notas breves, envueltas como cigarrillos, cruzó la noticia las trincheras de la plaza, y esa noche, entre cohetes, salvas y luces, se dobló la ración de pulque en el campo republicano. En la capital, mientras tanto, circulaban cien versiones: que si la noticia era o no falsa; que si los cohetes y las luces formaban parte de un plan para debilitar la resistencia; que si el Emperador regresaba ya, victorioso, para caer sobre Porfirio. “Han transcurrido así diez días —informaba Danó— sin que sea posible descubrir la verdad entre tantas afirmaciones 10 J. JIMÉNEZ DE SANDOVAL al Ministro de Estado, Despacho 64, México, 26 de Mayo de 1867 en Archivo de la Legación de España, caja 148. 11 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, New York, 1° de Septiembre de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f. 190 – 201. 12 PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 53, Edic. Cit. 13 PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 55, Edic. Cit. 14 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 5 de Mayo de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f. 101 - 106.
  • 10. contradictorias”.15 Márquez, enloquecido, negaba. "Ni la circunstancia de que se me pidiera permiso para que salieran de la plaza sitiada los defensores nombrados por el Archiduque fue suficiente para que el enemigo reconociera la verdad de la noticia", escribió Porfirio.16 Y el Ministro de Francia confirmaba su queja: “La noticia de la rendición de Querétaro, y del cautiverio del emperador Maximiliano, propalada en el campo liberal, era desmentida por las autoridades imperiales de México”.17 El 29 de mayo, finalmente, el ministro de Prusia recibió un telegrama depositado en Querétaro el 25. Era del Emperador, prisionero ya. Le invitaba a trasladarse cerca de él, llevando consigo a los abogados Riva palacio y Martínez de la Torre, a quienes encomendaba su defensa. El ministro habló con Díaz, y éste consultó con Juárez el asunto. Los defensores y el de Prusia podían pasar. Pero Márquez y Lacunza declararon falso el telegrama, y opusieron obstáculos al viaje de Magnus y los abogados,18 hasta que el l9 de junio se les permitió emprender el viaje. A los defensores del Emperador solamente, ya que Márquez, en persona, impidió que salieran los defensores del general Miramón.19 Se marchó también el Ministro de Austria, por el canal de la Viga, y el de Bélgica disfrazado, sin pasaporte. A Curtopassi, de Italia, con un pasaporte de Porfirio en el bolsillo, no le faltaron embarazos. Pero todos llegaron a Querétaro sin embargo. En México no contaba Márquez con los austríacos desde que su jefe, Kevenhüller, recibió por conducto de Magnus una nota del Emperador, quien le ordenaba evitar toda nueva efusión de sangre.20 Kevenhüller pidió entonces salir de la plaza y embarcar sus efectivos en Veracruz, mas Díaz rehusó el salvoconducto, y el jefe austríaco acuarteló a sus hombres en los patios del Palacio.21 Todavía disponía Márquez de unos doce mil soldados de todas las armas, fuerza respetable con la cual, sin embargo, no llegó a intentar operaciones dignas de nota. 15 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 25 de Mayo de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f. 112 - 113. 16 PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 46, Edic. Cit. 17 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 27 de junio de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f. 124 - 134. 18 J. Jiménez de Sandoval al Ministro de Estado, en A. L. E. Loc. Cit. Supra. 19 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 27 de junio de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f. 124 - 134. 20 El Baron Del Lago en una carta a Kevenhüler, fechada en Tacubaya el 15 de junio, le menciona la nota que Maximiliano le envió por medio de Magnus. Véase Francisco de Paula Arrangóiz “México desde 1808 hasta 1867”, T. IV capitulo XVI pág. 344, Madrid, 1872. 21 PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 56, Edic. Cit.
  • 11. Apenas si el 9 de junio atacó el punto de La Piedad con tres o cuatro mil hombres, mas Porfirio, apoyado por Terán, Naranjo y Félix Díaz, frustró el intento, y los defensores dejaron en el campo, con sus muertos, la última esperanza. Mientras, en el Cuartel general de Tacubaya se tomaban las últimas providencias. Díaz no quería apoderarse de la ciudad por asalto, dijo al Marqués de la Ribera, por temor a los excesos de su tropa. Prefería reducirla por hambre, o por un medio parecido al que determinó la caída de Querétaro,22 pero Márquez no descansaba en sus añagazas, y el 15 de junio, entre cohetes y campanas, el Diario Oficial aseguraba que el general Ramírez de Arellano llegaba con la buena nueva de que el ejército imperial, con el Emperador a la cabeza, volaba en auxilio de la capital. Pero la verdad era otra, y Márquez la conocía, Cuatro días más tarde, en su representación, el general Tavera se entrevistaba con Porfirio en Tacubaya, en un último intento de ajustar la rendición de la plaza bajo ciertas condiciones, sólo que Díaz, en presencia del general Alatorre "porque había muchas versiones vulgares, en las cuales no quería aparecer complicado",23 reiteró que la capital tendría que capitular a discreción. Al siguiente día desapareció Márquez, oculto en algún lugar de la ciudad, y Tavera envió al Cuartel republicano un nuevo emisario, ahora el cónsul americano Mr. Otterbourg, portador de ciertas condiciones para hacer entrega de la plaza. Porfirio Díaz recibió a Mr. Otterbourg en la puerta de Chapultepec, y ni siquiera le permitió bajar de su carruaje:24 regresó el Cónsul, y principió el ataque con vivo fuego de artillería. El humo y el polvo impedían ver el telégrafo de señales, más de pronto un vigía advirtió que alguna bandera blanca ondeaba en la catedral. El General en Jefe dio la orden de cesar el fuego cuando un carruaje, con bandera blanca, tomaba por la calzada del Emperador, camino de Chapultepec, y en él los generales Pina, Palafox y Díaz de la Vega, que llegaban a rendir la ciudad sin condiciones. Era el 20 de junio de 1867 cuando el carruaje volvió a la capital. Regresó por el mismo camino, o sea por la calzada del Emperador, que se llamaba ya de la Reforma. En la capital, esa del 20 de junio fue una noche terrible. Movimientos silenciosos. Apagadas voces de mando. Las últimas fuerzas del Imperio cruzaban las calles para internarse, 22 J. JIMÉNEZ DE SANDOVAL al Ministro de Estado, Tacubaya en Archivo de la Legación de España, 16 de junio de 1867, despacho 66 caja 148. 23 PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 61, Edic. Cit. 24 PORFIRIO DÍAZ, Op. Cit. Supra. T. III, Pág. 62, Edic. Cit.
  • 12. UNAS PALABRAS, PARA TERMINAR. CONCLUYE CON ESTE LIBRO una serie de cuatro, destinada sobre todo a relatar y analizar la actuación de Juárez en el marco de su tiempo. Primero fue Juárez y los Estados Unidos, que apareció en 1960, y cuenta ya cuatro ediciones; luego Juárez y la Intervención, publicado en 1962, y por último, en 1963, Juárez y el Imperio. Para terminar, Juárez y la República aspiran a la misma acogida benévola que favoreció a sus predecesores. Entre los acreedores de Juárez y la República debo mencionar a la señorita Lee Benson, por sus acostumbradas atenciones en la Universidad de Texas, y sobre todo a mi reciente y querido amigo el ingeniero Jorge L. Tamayo, quien generosamente me proporcionó copias mecanográficas de los millares de documentos que forman los archivos de Juárez en la Biblioteca Nacional de México, Archivo General de la Nación, Secretaría de Relaciones Exteriores, y fondos del Banco de México. Reconozco tener contraída, con el ingeniero Tamayo, una deuda difícil de saldar. Las más importantes fuentes primarias de este libro fueron los archivos de Juárez que se mencionan, el archivo del general Porfirio Díaz, las notas de los ministros americanos en México al Departamento de Estado, en los Archivos Nacionales de Washington, y por último los archivos Riva Palacio, y las colecciones de periódicos mexicanos de la época, en los fondos de la Universidad de Texas. Sólo ocasionalmente, como en el caso de los libros anteriores, utilicé en éste fuentes secundarias. He convivido durante tantos años con Juárez, que ahora siento cordialmente su muerte. Cuando se tiene el propósito de hacer historia viva, se ha de lograr primero que vivan los personajes del relato, para convivir luego a su lado. Es el único medio, al alcance de los hombres ordinarios, para superar el concepto de la historia como tiempo ido y vivido por una sola vez. Entre los riesgos graves que se ciernen sobre la tarea de
  • 13. llenar formalidades, los adquirentes de bienes nacionalizados ele acuerdo con las Leyes de Reforma habían de recuperarlos, y el oaxaqueño dio un plazo de cuarenta y ocho horas para que religiosos y religiosas desocuparan los conventos. Tocaron a su fin las veinticuatro horas del plazo para que se presentaran en Santa Brígida y la Antigua Enseñanza los servidores del Imperio, y no aparecieron por allí los dirigentes. Hasta que una semana más tarde cayó preso Vidaurri, denunciado por el mismo americano que lo escondió en su casa de la calle de San Camilo. Se dice que el yanqui lo explotó primero, en pago de su silencio, y lo entregó cuando el de Nuevo León no pudo darle más. Hasta la Diputación lo llevaron por las calles, "descalzo y con las manos atadas", 27 y esa misma tarde, a las cuatro, lo fusilaron en la plaza de Santo Domingo. Así terminó sus días este padre de sus pueblos neoleoneses. El gran señor de Lampazos, que fue y dejó de ser todo casi: liberal, republicano, gobernador, espada de la Reforma, enemigo de Juárez, Lugarteniente del Imperio. Fue y renunció a todo en política para conservarse como Santiago Vidaurri. Ahora Juárez le despojaba de eso también, lo único que le quedaba. Cuando llegó a la plaza de Santo Domingo, una murga ejecutaba valses y polkas. Le colocaron con la cara frente a un muro, y le dispararon mientras la banda tocaba “Mamá Carlota”. Aún oyó las detonaciones, siete como una sola, que apagaron las coplas chinacas. El 12 de julio estaba Juárez en Chapultepec. Llegaba de Querétaro, donde estuvo de las once de la noche del 7 de julio al amanecer del siguiente día, en que salió para México. Permaneció lo necesario para echar un vistazo al cadáver de Fernando Max, a quien halló hermoso, según dicen, pero sobre todo muerto, que era lo que le importaba. Ya en Chapultepec, los organizadores de la recepción le pidieron posponer su entrada hasta la mañana del 15, “porque no es posible que antes concluyan los preparativos para la recepción, que quieren que sea lo mejor posible”,28 y así lo hizo Juárez, entre cohetes y repique de campanas. Veinticinco mil hombres formaron valla a la comitiva, en cuyo primer carruaje iba el Presidente. Frente al 27 ALPHONSE DANÓ Al Ministro de Negocios Extranjeros, México, 8 de julio de 1867, en A. M. A. E. Fonds Mexique, Vol. 69, f. f. 159 - 163. 28 BENITO JUÁREZ a PEDRO SANTACILIA; Chapultepec, 13 de Julio de 1867 en Archivo Juárez de la Biblioteca Nacional doc. 193. También SEBASTIÁN LERDO DE TEJADA a Antoñita Revilla; México, 17 de Julio de 1867, Archivo Juárez del autor.
  • 14. Palacio, el recién llegado izó la gran bandera que para esa ocasión mandó confeccionar Porfirio. La capital tenía un mes en manos de éste, y ninguna bandera había ondeado sin embargo en el asta del Palacio. Era una satisfacción que el caudillo oaxaqueño deparaba a su paisano, el hombre de la carroza negra. Se la deparaba para ese momento, sublime en verdad. Cualquier hombre habría dado su vida por él. Juárez estaba de vuelta. Su ausencia se prolongó durante cuatro años y cuarenta y cinco días, pero estaba de vuelta. Personalmente izó la bandera. “La República ha consumado su triunfo, y sólo falta que sus hijos aseguremos este triunfo con nuestras virtudes y nuestro respeto a la ley”, escribió a Bernardo Revilla. 29 Casi al mismo tiempo aseguraba que “el respeto al derecho ajeno era la paz”. 2. EL MUERTO SE VA "Ya habrá visto usted la impresión que ha causado en el mundo la muerte de Maximiliano —escribía a Juárez, de Nueva York, Francisco Zarco—. Gentes educadas bajo el despotismo, se han espantado de que, para los republicanos de México, un filibustero de regia estirpe no sea más que un filibustero más. Pero el caso es que todos conocen su impotencia para vengar lo que llaman nuestra barbarie, y lo único que puede hacer Europa es mandar un buque a Veracruz, a recoger el muerto. 30 El buque llegó a Veracruz efectivamente, y en él un comisionado extraoficial del Emperador de Austria: el vicealmirante Guillermo de Tegethoff, quien el 3 de septiembre se apersonó en el despacho del Ministro de Relaciones Exteriores. Nadie ponía en duda la autenticidad de su misión, demasiado informal sin embargo para que Juárez y Lerdo no comprendieran que, al obrar de ese modo, en Viena se pretendía no dar, al de la República, el tratamiento de un gobierno. Pero ni Juárez ni Lerdo parecían dispuestos a entregar el cuerpo de Fernando Max como el de una víctima caída en tierra de nadie, y así lo confirmó Tegethoff al siguiente día, cuando el Ministro le dijo que si la familia imperial, “por un natural sentimiento de piedad” pretendía la entrega de los restos, el gobierno accedería tan pronto como se le 29 BENITO JUAREZ a BERNARDO REVILLA, México 16 de junio de 1867, Archivo Juárez del autor. 30 FRANCISCO ZARCO a BENITO JUÁREZ; New York 25 de julio de 1867 en Archivo Juárez de la Biblioteca Nacional doc. 338.
  • 15. reclamara oficialmente, por parte de la familia misma o del gobierno austríaco. Mientras, el cadáver permanecería en México, embalsamado y guardado “con el decoro que merece, por los mismos sentimientos naturales de piedad”.31 En Europa, durante mucho tiempo, se dio crédito a la especie de que Juárez rehusaba la entrega del cuerpo con el propósito de lograr ventajas políticas, e incluso historiadores como César Cantú y Egon Conté Corti apoyaron la versión según la cual, y "aunque en vano”, el hombre de Guelatao explotaba la ocasión "para obtener del emperador de Austria el reconocimiento del nuevo régimen”.32 Es obvio que ciertos hechos autorizaban esa sospecha, sobre todo la circunstancia de que Juárez declinara entregarlo cuando los ministros de Austria y Prusia hicieron la gestión,33 y sin embargo, que no se pusieran trabas al embalsamiento del cadáver, era un indicio de que el gobierno no pretendía conservarlo indefinidamente.34 En rigor 31 Minuta de las conversaciones entre el Barón GUILLERMO DE TEGETHOFF y SEBASTIÁN LERDO DE TEJADA, el 3 de septiembre de 1867, en el Diario Oficial del 9 de septiembre, Vol. I, Num. 21. También El Siglo XIX del 11 de Septiembre, Vol. V, núm. 59 Colección Latinoamericana de la Universidad de Texas. Las minutas se encuentran en Archivo Juárez de la Biblioteca Nacional. 32 CAÉSAR EGON CONTE CORTI, Maximiliano y Carlota. Capitulo XII, pag. 625, México. 1924 33 MARIANO ESCOBEDO A BENITO JUÁREZ; San Luis Potosí, 24 de Febrero de 1868; en op. Cit. Supra, caja 25, doc. 47. 34 DUBLAN Y LOZANO, op. Cit. Supra, T. X pág. 233 edic. cit.
  • 16. la situación era menos compleja de lo que se pensó en Europa, y se reducía a que, no obstante haberse dado a Maximiliano el tratamiento de forajido en las filas chinacas, no era cosa de entregar sus restos como los de un salteador de caminos. Pocos días antes de que el vicealmirante: Tegethoff se presentara en México, en Salzburgo se reunieron los emperadores de Francia y Austria. La derrota de Sadowa y el fracaso de México unían moralmente a Napoleón y a Francisco José. Por un instante la sombra de la víctima de ambos oscureció la reunión, y hablaron de Fernando Max y de Querétaro, pero fue sólo un momento, ya que luego se ocuparon de la amenaza que sobre ambos cernía el Imperio Alemán, el gigante recién nacido. Únicamente la archiduquesa Sofía no acudió a la reunión. Ella era la madre, y no quiso prestar su mano para que la besara quién engañó a su hijo miserablemente, y como quiera lo empujó a la muerte. Elizabeth sí extendió la suya a Napoleón, y Francisco José besó la de Eugenia de Montijo. ¡Mediaban tan poderosas razones de estado! Ciertamente de mayor envergadura que las que mantenían en México a Tegethoff, en espera de las nuevas instrucciones de Viena. El vicealmirante no permanecía ocioso por lo demás, e invertía su tiempo en gestionar la libertad de prisioneros austríacos, en poder del gobierno todavía, y sobre todo en visitar los restos de Fernando Max, depositados en el hospital de la iglesia de San Andrés. Su primera visita resultó conmovedora. No le veía desde Viena. En su ataúd de palo de rosa, era el mismo Fernando Max, con su distinción natural y sus bellas barbas rubias. Un poco más delgado si se quiere, vestido de negro, entre almohadones de terciopelo, y muerto por supuesto. Pero era el mismo Fernando Max.
  • 17. reconstruir la historia, acecha sobre todo el de convertirla en pasado estéril, o cuando menos en pura prehistoria con base en fémures y molares de especies liquidadas. La historia es más que eso ciertamente, más que un paisaje triste de volcanes apagados. Es secreto dolor de impotencia reincidente, y a la vez victoria sobre la muerte. Es, en pocas palabras, vida incesante en el orden del tiempo. Si estos cuatro libros sobre Juárez y su época logran la meta ambicionada — historia viva—, distará de ser inútil la inversión de varios años que reclamaron. Si no es así; si ese millar de páginas fracasan en su gran propósito, guardaré no obstante la satisfacción de haberlo intentado, y la de haber hallado en Salvador Abascal y Editorial Jus un respaldo eficaz para la esperanza. Parque Nacional de Majalca, verano de 1965. José Fuentes Mares.
  • 18. 13 de junio, en que lo sentenciaron a muerte. Un día 13 absolutamente vul¬gar, como otro cualquiera. El 25 llegaron a Veracruz, y Tegethoff, con los miembros de la comisión y las autoridades del puerto, abrieron el ataúd para certificar que Fernando Max estaba allí, y que nada, salvo la vida, le faltaba. El cadáver se encontraba en perfecto estado, “a no ser aquellas alteraciones naturales que sobre¬vienen después de la cesación de la vida”, informaban los dia¬rios.37 “Estaba bien conservado, si bien con el aspecto de mo¬mia, y ennegrecido completamente el rostro”, escribió el doctor Basch.38 Por lo visto, Fernando Max había escapado a la descomposición, una de sus viejas preocupaciones. “Tarda más el cuerpo en descomponerse que la memoria del muerto m borrarse”, escribió en 18.61.39 Y alguna satisfacción le que¬daría por morir como Emperador, una forma muy humana de la ambición. “Hasta los 30 años se vive para el amor —pensaba—; de los 30 a los 40 para la ambición; de los 50 ai adelante para el estómago y los recuerdos”.40 Cayó pre- íisamente entre los 30 y los 40, a la mitad del camino en la ídad de la ambición. El 16 de enero llegó a Trieste la fragata Novara con su car¬gamento. Nada menos que la Novara, la misma que lo trajo v Veracruz el 31 de mayo de 1864, un barco “cuyo nombre, lara un austríaco, era de buen agüero”, escribió Maximiliano ilgunos años antes. Por las calles de Viena, en medio de una valla de lacayos que portaban hachones, cruzó el cortejo. Era de noche, y nevaba intensamente. A la puerta del palacio imperial esperaba la familia: la madre, los hermanos, la em¬peratriz. Francisco José pálido y adusto. La archiduquesa Sofía, como una madre plebeya, se arrojó sobre el ataúd cu¬bierto de nieve. Un nuevo Querétaro, donde las campanas no doblaron el día de su muerte. A la media noche se colocó el ataúd en la capilla del pa¬lacio “sobre un soberbio catafalco, forrado con riquísimos paños negros, rodeado por doscientos cirios colocados en altos candelabros de plata”, observaba José Luis Blasio, el único mexicano presente en las estaciones del calvario, desde México y Querétaro hasta el Hofburg de Viena.41 Al día siguiente tuvo el pueblo acceso a la capilla. “Los suizos, los alabarderos de la guardia imperial, y los dragones, apenas podían con¬tener a la multitud que se apiñaba para contemplar, por úl- tima vez, el cadáver de su Archiduque”.42 Por última vez, antes de llevarlo a la Kaisergrust, la
  • 19. gruta de la iglesia de los capuchinos que guarda, hasta hoy, las cenizas de los reyes, príncipes y princesas de la Casa de Austria. El mismo Blasio recuerda que un recinto capuchino, en Querétaro, le sirvió de última prisión, y otro, en Viena, de reposo definitivo. El 20 de enero se le llevó a la Kaisergrust. Abría marcha el vicealmirante Tegethoff, con su Estado Mayor. Ocho ca¬ballos, cubiertos de paños negros, tiraban del coche fúnebre a continuación. Cerraba la marcha una comitiva de diplomá¬ticos, dignatarios de la Corte, chambelanes y pueblo. A la puerta de la Kapuzinerkirche estaban el Emperador y la fa¬milia imperial. En el interior de la gruta se celebraron las últimas ceremonias, mientras la gente permanecía silenciosa en la plaza del Mercado Nuevo. Se retiraron todos por último, y le dejaron solo, como está todavía en su féretro de zinc, con un águila mexicana, y la inscripción: Fernandas Maximilianus. Archicluc Austriae Natus in Schocnbrunn VI — Iulii — MDCCCXXXII Qui Impeirator mexicanorum anno MDCCCLXIV electus. Dirá et cruenta nece Queretari XIX Iunii MDCCCLXVII Fidem ac vitam religiosissime confessus. Heroica cum virtute interiit H. S. E. Todavía hoy, los mexicanos que llegan a Viena visitan la iglesia de capuchinos, en Neuer Markplatz. 3. UNA CONVOCATORIA INOCENTE Habían terminado las guerras de Reforma, Intervención e Imperio, hermosa década iluminada por la esperanza. Junto a paredones improvisados o en combate cayeron, diestros en el arte de morir, Arteaga y Miramón, Mejía y Leandro Valle, Robles Pezuela y Salazar, Ocampo y Santos Degollado. Una generación entera se consumió en la lucha a partir del funesto diciembre de 1857, cuando Comonfort, inferior a su respon-sabilidad, atentó por primera vez contra la Constitución re¬cién nacida. Pero esa década terminó: la que se iniciaba exigía otra diversa versión del hombre, adecuada al arte del gobierno democrático, y Juárez, por extraño que parezca, no era de esa clase. El caudillo de una lucha de diez años terminó incli¬nado a la dictadura, un destino que pudo caber a otro cual¬quiera después de tan larga campaña. Juárez pudo llevar la bandera de su partido como un Presidente a salto de mata, por el trópico o el desierto; como un dictador civil cuyo frac ocultaba apenas el malquisto levitón
  • 20. castrense, pero sólo eso. A todos ellos, salvo tal vez a Sebastián Lerdo, la guerra les había incapacitado para la paz. Que Juárez luchó mejor de lo que sabría gobernar es una de las verdades que se imponen por su propia fuerza. Si durante diez años importó sobre todo batirse, llegaba el momento de normalizar la vida política, de volver a los cauces de la ley, de recoger la esperada cosecha de la vida constitu-cional. Sonaba la hora de satisfacer las aspiraciones de la élite, más o menos anónima, que durante esos años luchó por la supervivencia de la Constitución, identificada, en la hora del peligro, con la salvación de la patria misma. La cosa pa¬recía sencilla, y se reducía sobre todo a poner fin al gobierno de un solo hombre; a olvidar el sistema de las “facultades extraordinarias”, un modo de gobernar por encima de la Cons-titución, o sea una forma de la tiranía. Poner término a una década militar, e inaugurar la paz, era dar a la Constitución una oportunidad que iba a ser justamente la primera, ya que no había llegado a imperar. Jurada el 5 de febrero de 1857, entró en vigor el lo. de diciembre, pero su observancia se interrumpió al terminar ese mes, con el Golpe de Estado de Comonfort, que desató la guerra de Reforma por añadidura. Juárez y la Constitución volvieron a la ciudad de México al comenzar enero de 1861, y en junio se celebraron elecciones para sujetar la vida política a la ley fundamental, pero en diciembre de ese año, al principiar la guerra de Intervención, la Carta del 57 cedió nuevamente al régimen de “facultades extraordinarias”, una dictadura virtual que se prolongaba has¬ta hoy, cuando Juárez, en la capital, izaba la bandera que le ofreció Porfirio. El triunfo de los que lucharon por la Constitución se había consumado sin lugar a dudas, mas la Constitución continuaba inédita sin embargo. No había casi mexicano activo que no hubiera luchado por ella o contra ella, mas nadie, empero, había conocido en la práctica sus yerros o sus aciertos. Nadie. La Constitución había sido nada más que un código teórico, bello y noble para los unos, diabólico engendro para los demás. Se recordaba todavía que Comonfort dijo que no se podía gobernar con ella, pero también era cierto que hasta hoy, al cumplir diez años aquella frase, nadie lo había intentado. Nadie hasta Juárez, el primero en el privilegio y la responsa¬bilidad. El tendría que gobernar con ella por primera vez, sin “facultades extraordinarias”, sin decretos castrenses. Con la Constitución solamente, una vieja ilusión embellecida por tantos muertos.
  • 21. Todos llevaban prisa. Establecido apenas el gobierno en la capital, y reorganizado el Ministerio con Lerdo en Relaciones, Balcárcel en Fomento, Iglesias en Hacienda y Mejía en Guerra, la prensa exigía volver a la Constitución. “Pasadas las circunstancias que crearon el poder discrecional —decía El Siglo XIX el 22 de julio—, debe acabar éste, y la mayor gloria del C. Juárez consiste en devolver a la República las autorizaciones que le concedió para salvarla de la invasión extranjera”.43 El 5 de agosto, también en El Siglo, reiteraba eso mismo Pantaleón Tovar: “Se desea salir de ese estado violento, en que todo se espera con inquietud; se quiere que acabe la dictadura, y que comience el orden constitucional, y el único medio natural que se tiene para conseguir ese cambio exigido por el derecho y por la opi¬nión es que el gobierno, en quien confía el pueblo, expida pronto la Convocatoria para que la nación elija sus mandatarios”.44 El gobierno, mientras tanto, guardaba silencio. Se ignora la participación que pudo caberle en una “Asociación Zara¬goza”, que se formó en esos días para reclamar una serie de reformas a la Constitución, entre otras la división del Con¬greso en dos cámaras,45 pero oficialmente no se decía una pa¬labra. Hasta que en la tarde del 17 de agosto, en el primer número del Diario Oficial, se publicó la Convocatoria para elegir Presidente de la República, diputados al Congreso de la Unión, y Presidente y Magistrados de la Suprema Corte de Justicia, y la noticia corrió “como una chispa eléctrica” por todos los círculos. Juárez se disponía a cumplir con “el deber sagrado” de entregar el gobierno, un deber que contrajo el 8 de noviembre de 1865 en los famosos decretos de Paso del Norte, pero no era eso todo: además de llamar a elecciones, la Convocatoria encerraba una serie de novedades. Los redac¬tores de El Siglo XIX habían creído, “insensatos”, que la Con¬vocatoria habría de ser sólo un llamamiento a la ciudadanía para elegir a sus nuevos mandatarios, mas ahora, ante la realidad, no se asombraban “del mucho tiempo que se gastó en confeccionar esa ley, ya que contiene porción de combi¬naciones viciosas que era preciso meditar”.48 Los políticos, y todos cuantos sabían leer y escribir eran eso, releían el docu¬mento, y no daban crédito a sus ojos. Los artículos 9o. y 15o., sobre todo, desataban la tormenta:
  • 22. CAPÍTULO PRIMERO. EL FIN Y EL COMIENZO. "La opinión pública recela que cada acto del gobierno sea un paso más hacia la dictadura". Marcus Otterbourg a William H. Seward. 21-IX-1867.
  • 23. • En medio de la tormenta, el cónsul de los Estados Unidos, Mr. Otterbourg, daba una opinión sensata: “Si el gobierno ofrece el primer ejemplo de falta de respeto a la ley, el pueblo no adquirirá jamás hábitos constitucionales... El entusiasmo con que se recibió a Juárez en la capital, hace poco más de un mes, se ha trocado en desconfianza, y la opi¬nión pública, ya prejuiciada por medidas anteriores, recela qn< cada acto del gobierno sea un paso más hacia la dictadura".'1" Para colmo, no se reducían las reformas al propósito de crear dos cámaras, e introducir el veto del Ejecutivo sobre iniciativas aprobadas por la una o la otra. Había algo más todavía, y no menos grave: el artículo 15o., en su última parte sobre todo: “Podrán ser electos diputados, tanto los ciudadanos que per-tenezcan al estado eclesiástico, como también los funcionarios a quienes excluía el artículo 34 de la ley orgánica electoral”. Juárez consideraba que no debían subsistir “las restriccio¬nes opuestas al libre ejercicio de la soberanía del pueblo en la elección de sus representantes”, pero lo cierto fue que en los clubes políticos se recibió agriamente la posibilidad de que sacerdotes y funcionarios públicos federales pudieran ser elec¬tos diputados, puntos en que la oposición centró inmediata¬mente sus ataques.49 Si el liberalismo vencedor acusaba a los sacerdotes, y a la Iglesia misma, de haber sido promotores e instrumentos del Imperio ¿cómo pretendía ahora Juárez con¬cederles el voto pasivo? Y por otra parte, al permitirse que funcionarios de la federación ocuparan curules en el Con¬greso ¿no se buscaba —como decía un editorial de El Siglo XIX— “que el Ejecutivo tuviera servidores en el Cuerpo Legislativo”? 50 El Monitor, El Globo, El Boletín Republicano, todos cla-maban contra la Convocatoria, sin otra excepción que la del Diario Oficial, donde se la justificaba con base en las facul¬tades extraordinarias que la ley del 27 de mayo de 1863 concedió al Ejecutivo. Juárez y Lerdo parecían responsables de alentar siniestros designios contra la Constitución, con el doble propósito de centralizar los poderes en el Ejecutivo y de intentar un asalto sobre la
  • 24. soberanía de los Estados. La des¬ilusión cundía por la República y la oposición se fortalecía con ella: “Todo se ha perdido en un día; Juárez nos ha trai¬cionado como nos traicionó Comonfort, y como siempre nos traicionó Santa Anna”, escribía de Mazatlán Manuel Már¬quez, un amigo de Porfirio Díaz.51 Hoy parece extraño cuanto resultaba entonces natural. La supremacía de la Constitución era un principio socialmente vivo, en el aire que respiraban todos. Con diversos concep¬tos, mas con idéntica vehemencia reaccionaban el periodista, el antiguo soldado, el político fogueado en lides parlamen¬tarias. La Constitución era un bello sueño, atacado de impro¬viso por las malas artes de Juárez. Como un pedazo de paraíso arrebatado a quienes lo conquistaron con su sangre. Pero sorprende, además, la capacidad de grandes juristas que exhibieron todos, como si se hubieran familiarizado con los graves problemas del derecho público para convertirse en guardianes de las instituciones. Un editorial de Pantaleón To- var, en El Siglo XIX, exhibía esa capacidad extraordinaria: “¿Diremos al Ministerio que estamos verdaderamente asom¬brados con la Convocatoria que ha expedido porque resuelve con ella puntos que sólo el Congreso puede decidir, en los tér¬minos que señala el Código fundamental de la República?... No se trata ahora de si las reformas a la Constitución que con¬tiene la Convocatoria son o no convenientes. Se trata del tras¬torno que sufre nuestro derecho constitucional.. . He ahí lo que nos preocupa a nosotros, amigos del gobierno, pero antes que todo amigos de nuestros principios”.52 El editorial distinguía magistralmente los dos problemas que la Convocatoria planteaba, el de forma y el de fondo. Más importante que averiguar si las reformas eran o no conve¬nientes resultaba admitir que la Constitución, “que en ese largo período (de diez años) nadie ha visto reinar”, fracasaba en el momento de llevarla a la práctica. Nadie podría haberlo dicho mejor, y con menos palabras, ya que el problema no radicaba en saber si el Código de 1857 debía o no reformarse, y en qué puntos, sino en ajustar sus reformas al procedimiento establecido por la
  • 25. Constitución misma, y no mediante aquella extraña apelación directa al pueblo que la Convocatoria in¬troducía, que podía ser lo democrática que se quisiera pero que no era constitucional. Que Juárez y Lerdo no las tenían todas consigo en punto a las consecuencias de la Convocatoria, resulta de las cartas personales que el Presidente dirigió a los Gobernadores de los Estados, confiado en que se haría justicia “a las inten¬ciones del Gobierno, al examinar, sin prevención de ninguna especie, las indicaciones sobre reformas que contiene aquel documento”,53 y se prueba sobre todo con la circular que Lerdo de Tejada acompañó a la Convocatoria. Aquí, el Mi¬nistro esgrimía una serie de argumentos, inteligentes sin duda, que dejaban no obstante intacto el problema fundamental: “Según están organizados en la Constitución —decía la circu¬lar—, el legislativo es todo, y el ejecutivo carece de autoridad propia enfrente del legislativo. Esto puede oponer muy graves dificultades al ejercicio normal de las funciones de ambos po¬deres. .. La marcha normal de la administración exige que no sea todo el poder legislativo, y que ante él no carezca de todo poder propio el ejecutivo. . . Para tiempos normales, el despotismo de una convención puede ser tan malo, o más, que el despotismo de un dictador. . . La paz y el bienestar de la sociedad dependen del equilibrio conveniente en la organización de los poderes públicos. A este grave e importante objeto se refieren los puntos de reforma propuestos en la Convocatoria, cuatro (de los cuales) estaban en la Constitución de 1824, y los cinco restantes en las instituciones de los Estados Unidos de América”.
  • 26.
  • 27. 1.- LOS ÚLTIMOS DISPAROS. UNOS CUANTOS LÉPEROS PIOJOSOS bajo los árboles del Zócalo, indiferentes a los festejos del día, y algunos cohetes silbadores por el viento. Frente al Palacio Imperial principiaron a detenerse carruajes con damas y caballeros cariacontecidos, dispuestos a celebrar el tercer aniversario de la aceptación de la corona por Fernando Max. Era, por supuesto, el 10 de abril de 1867. La última esperanza pendía del destino de Leonardo Márquez, quien pocos días antes cruzó esa misma plaza, con cuatro mil soldados, en un audaz intento de caer sobre la retaguardia de Porfirio, sitiador de Puebla. Sólo cuando el famoso don Leonardo regresó, a la media noche del siguiente día, con los hombres del oaxaqueño pisando sus talones, se conoció la catástrofe de San Lorenzo, y se desvanecieron las últimas ilusiones. El 31 de abril se tendían las primeras líneas republicanas sobre los terraplenes del Río del Consulado. La señora Arrazola de Baz, esposa de Juan José, llevó a Porfirio un mensaje del general Portilla, ministro imperial, quien ofrecía la entrega de la plaza mediante concesiones a él mismo y a los principales jefes y funcionarios, "aunque su primera intención era buscar una fusión entre los ejércitos sobre la base de que, unidos ambos, reconociéndose recíprocamente los empleos que tenían los jefes de cada uno, procedieran de acuerdo para establecer un nuevo orden de cosas, que no fuera el llamado Imperio, ni el gobierno constitucional del señor Juárez”.1 La unión de ambos ejércitos "para establecer un nuevo orden de cosas” sonaba propio de los días del Plan de Zavaleta o del Hospicio, la época dorada del santanismo. El pobre general Portilla había perdido la brújula, y la historia le caía encima. Envejecido en el cuartelazo, tocaba resortes de cuartel con un general que no se formó en ellos. Aunque tampoco Miramón, soldado de carrera, habría aceptado. Eran jóvenes de la bella generación que se dejaba matar por los principios; había pasado el tiempo de los hombres capaces de cualquier infamia con tal de “reconocerse los empleos”. Porfirio despidió a la señora Arrazola, y con pequeñas piezas de artillería montadas en canoas tendió un puente flotante entre San Cristóbal 1 PORFIRIO DÍAZ, Memorias. Archivo General del General Porfirio Díaz. T. III, Pág. 79. México. 1947