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La ciencia ¿Un camino hacia Dios?  Realizado por: María José Fernandez Guzmán Olga Toribio Rueda Francisco Jesús Oliva Herrerías
  En 1943 Nicolás Copernico publica revolución de las orbitas celestes, ¿en que iba en contra de la teoría católica de la creación? ¿Por qué?   La  teoría heliocéntrica  sostiene que la Tierra y los demás planetas giran alrededor del Sol (Estrella del Sistema Solar). El heliocentrismo, fue propuesto en la antigüedad por el griego Aristarco de Samos, quien se basó en medidas sencillas de la distancia entre la Tierra y el Sol, determinando un tamaño mucho mayor para el Sol que para la Tierra. Por esta razón, Aristarco propuso que era la tierra la que giraba alrededor del Sol y no a la inversa, como sostenía la teoría geocéntrica de Ptolomeo e Hiparco, comúnmente aceptada en esa época y en los siglos siguientes, acorde con la visión antropocéntrica imperante. Más de un milenio más tarde, en el siglo XVI, la teoría volvería a ser formulada, esta vez por Nicolás Copérnico, uno de los más influyentes astrónomos de la historia, con la publicación en 1543 del libro  De Revolutionibus Orbium Coelestium . La diferencia fundamental entre la propuesta de Aristarco en la antigüedad y la teoría de Copérnico es que este último emplea cálculos matemáticos para sustentar su hipótesis. Precisamente a causa de esto, sus ideas marcaron el comienzo de lo que se conoce como la revolución científica. No sólo un cambio importantísimo en la astronomía, sino en las ciencias en general y particularmente en la cosmovisión de la civilización. A partir de la publicación de su libro y la refutación del sistema geocéntrico defendido por la astronomía griega, la civilización rompe con la idealización del saber incuestionable de la antigüedad y se lanza con mayor ímpetu en busca del conocimiento.
La Biblia responde a cuestiones como ¿Por qué existe el universo? ¿Por qué esta evolución? ¿Por qué el hombre?¿Cómo ha creado Dios al hombre?   Apropósito de las excavaciones en Atapuerca (Burgos) y que merecen sin duda admiración, se han hecho afirmaciones que van más allá de lo que compete a un científico. En el homo antecesor ahí encontrado, se ha visto el antecesor del homo neandertal y del hombre moderno o Cromagnon. Las teorías actuales sobre los antecedentes de la aparición del homo sapiens están continuamente sometidas a revisión, y de ellas la teología no tiene nada que decir. El mismo Arsuaga, director de las excavaciones de Atapuerca, es consciente de la complejidad científica del problema cuando dice que “cuanto mejor conocemos la evolución humana, más nos damos cuenta de lo extraordinariamente compleja en número de ramas que fue”; pero, a partir de ahí, él mismo tiende a hacer afirmaciones que no le competen como científico: “La ciencia ya ha resuelto las cuestiones fundamentales: sabemos que procedemos de un primate, es decir, que no hemos sido creados por ningún ser superior, que somos producto de una evolución biológica”. Y añade: “Lo que hay que tener claro es que la evolución no se propone nada, no es nadie, no responde a ningún plan, a ningún propósito, no se dirige a ninguna parte”. Recientemente, ha venido a decir que, si la evolución lo explica todo, la vida carece de sentido (puesto que no podríamos hablar ni de Dios ni del más allá). Son afirmaciones que van más allá de la ciencia. No cabe duda de que el relato del Génesis sobre el origen del cosmos y del hombre parece, a primera vista, estar en contra de lo que la ciencia enseña. Pero nada más lejos de la realidad. La Biblia no entra en cuestiones de tipo científico, sino que nos quiere transmitir verdades últimas a las que la ciencia no puede llegar, y que se enseñan con un ropaje literario acomodado para las gentes a las que se dirigía. La primera verdad que transmite el Génesis es que todo ha sido creado por Dios. Ésta es una verdad a la que no llegó la filosofía de Platón y de Aristóteles. El Génesis utiliza un verbo, bará, que ya no es modelar una materia eterna (yasar), sino dar la existencia a lo que no existía. Es verdad que el relato, en su ropaje literario, utiliza la imagen de la creación en seis días, pues lo escribe un sacerdote del siglo VI a. C. con la intención de inculcar el trabajo en seis días y dedicar el séptimo en honor del Creador. Evidentemente, Dios no necesita seis días para crear. Asimismo, la imagen de la costilla tomada de Adán para formar la mujer sólo tiene la intención de hacer comprender a los hombres de aquel tiempo que la mujer no es un objeto de trabajo o de placer, sino que ha sido creada con la misma dignidad que el hombre. Y lo más impresionante del relato de la creación es que el hombre (y la mujer) es creado a imagen y semejanza de Dios, con una dignidad personal que lo convierte en interlocutor del mismo Dios y dueño de la creación. Hay, por fin, una última verdad que se enseña: el pecado histórico cometido por el primer hombre (Adán) consistió en comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, es decir, en pretender determinar por sí mismo el bien y el mal, ciencia que compete sólo a Dios. El hombre pierde así la armonía que tenía consigo y con la naturaleza introduciendo un pecado de fatales consecuencias para la Humanidad.
Autonomía de la ciencia, e ideología La Biblia quiere transmitir esas cuatro verdades fundamentales y no entra en cuestiones de tipo científico. La Iglesia respeta, por ello, la autonomía de la ciencia y acepta la explicación de la evolución respecto al cuerpo humano, sosteniendo que el alma no puede proceder por evolución. Ningún problema, por tanto, entre la ciencia y la fe. Ahora bien, si un filósofo o teólogo tiene que respetar la autonomía del método científico, el científico ha de precaverse de entrar en el campo de la filosofía y de la teología, que tienen un método diferente y que permite hacerse las preguntas últimas sobre el mundo y el hombre. De otro modo, el científico ya no hace ciencia, sino ideología. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, a. J. Monod cuando pretende explicar la evolución por mutaciones genéticas que ocurren al azar. Aparte de que la ciencia no conoce mutaciones genéticas que cambien de especie, recurrir al azar es hacer filosofía, y mala filosofía. De azar se podría hablar cuando se trata de un orden convencional: el orden alfabético, por ejemplo. Si echamos al aire las 28 letras del alfabeto, cabe la posibilidad, al menos teórica, de que salgan ordenadas. Pero esto no vale cuando se trata de un orden objetivo. En todo caso, la ciencia podría un día explicar cómo ha tenido lugar la evolución, buscando cómo se han desarrollado las mutaciones genéticas y qué leyes las han presidido. Lo que no podrá nunca explicar el científico es por qué existe el orden en lugar del caos.
Las últimas preguntas A las últimas preguntas sólo puede responder la filosofía o la teología. Recientemente se ha descifrado el genoma humano, y hemos sabido que el hombre tiene 30.000 genes, poco más que un ratón. Nos han explicado que el gen es una unidad funcional de pares de bases que son la adenina, la timina, la guanina y la citosina. Y algunos han aprovechado para sentenciar que el hombre no es más que eso. ¿Así que el hombre es poco más que un ratón? Evidentemente que no. Aquí comienza la filosofía trascendiendo el método científico de verificación empírica. Hay en el hombre algo que es la libertad, y la libertad significa autodeterminación; lo cual quiere decir que los genes nos condicionan, sí (nos dan más o menos salud, por ejemplo), pero no nos determinan, dado que soy yo el que me determino a mí mismo. Esto quiere decir que en el hombre hay un ámbito espiritual (alma) que trasciende lo genético. Hace tiempo se convirtió el célebre premio Nobel de Medicina Eccles, al caer en la cuenta de que los gemelos, que tienen el mismo código genético, tiene cada uno una experiencia de un yo irrepetible y radicalmente original. Esa experiencia no se puede deber a la genética, porque es la misma y sólo se explica por un principio espiritual. Son muchas las pruebas que se podrían dar de la existencia del alma. Sólo una más. Cuando entramos en una cueva prehistórica y vemos pintadas en la pared figuras de caballos, y bisontes, deducimos que las ha pintado un hombre, porque nadie pinta un caballo si no tiene el concepto abstracto de caballo. Por eso no pintan los animales. Sólo el hombre es capaz de operaciones que trascienden lo sensible. Y observaba santo Tomás que esa alma trascendente, por ser simple y espiritual, no la podemos recibir por generación de nuestros padres, porque sólo se puede generar lo que se puede dividir. Es creada directamente por Dios. Eccles, en su conversión, siguió este mismo razonamiento. La ciencia nos dice hoy que el mundo ha evolucionado a partir de una explosión (big bang), que tuvo lugar hace 15.000 millones de años. Ante eso, el filósofo se pregunta: ¿cómo es posible que una partícula tan pequeña haya tendido a la realización de proyectos, como el hombre, el caballo, etc., sin conocerlos? Nadie tiende a un proyecto si no lo conoce. El orden convencional se puede explicar por azar; pero el orden objetivo, que implica la realización de un diseño, no. Nadie admitiría que la catedral de Burgos se formó por azar, porque responde a un diseño, y todo diseño exige una inteligencia que lo haya diseñado. ¿Y no es el hombre un diseño infinitamente superior al de una catedral? A principios del siglo pasado, se hizo una encuesta en USA, con 1.000 profesores de 100 Universidades, en torno a la fe en Dios, el alma, etc. Sólo la mitad decía creer en Dios. El autor de la encuesta se atrevió así a profetizar que, a finales del siglo, los científicos norteamericanos no creerían en Dios. Alguien ha tenido la idea de repetir la misma encuesta con 1.000 científicos de las mismas Universidades; el resultado es que ahora el porcentaje de creyentes ha subido al 75 por ciento. Podríamos recordar aquí a todos los científicos de fama que, en cuanto hombres de pensamiento, han creído en Dios. Uno de ellos, Pasteur, decía: “Por haber estudiado mucho a lo largo de mi vida, tengo la fe de un bretón. Si hubiese estudiado más, tendría la fe de una bretona”. No se sabe por qué extraño destino, cuando en España pensamos estar a la última, estamos casi siempre a la penúltima y terminamos haciendo el ridículo.
Juan Pablo II, en octubre del  1979 sentó  las bases para ver que relación existía entre  la ciencia y la fe, como conmemoración del  centenario del nacimiento de Eisntein: 
¿Tiene libertad la ciencia?  La investigación de la verdad es la tarea de la ciencia fundamental. El investigador que se mueve en esta primera vertiente de la ciencia siente toda la fascinación de las palabras de San Agustín: «Intellectum valde ama»  (Epist. 120,  3,13: PL 33,459): ama mucho la inteligencia, y la función de conocer la verdad que le es propia. La ciencia pura es un bien digno de gran estima, pues es conocimiento, y, por tanto, perfección del hombre en su inteligencia. Ya antes de las aplicaciones técnicas se la debe honrar por sí misma, como parte integrante de la cultura. La ciencia fundamental es un bien universal que todo pueblo debe tener posibilidad de cultivar con plena libertad respecto de toda forma de servidumbre internacional o de colonialismo intelectual. La investigación fundamental debe ser libre ante los poderes político y económico, que han de cooperar a su desarrollo sin entorpecer su creatividad o manipularla para sus propios fines. Pues al igual que todas las demás verdades, la verdad científica no tiene efectivamente que rendir cuentas más que a sí misma y a la Verdad suprema, que es Dios, creador del hombre y de todas las cosas.
¿A que está al servicio la ciencia?  Al servicio de la humanidad En la segunda vertiente, la ciencia se proyecta a aplicaciones practicas, que encuentran su desarrollo pleno en las diversas tecnologías. En la fase de sus realizaciones concretes la ciencia es necesaria a la humanidad pare satisfacer las exigencias legitimas de la vida y vencer los males varios que la amenazan. No hay duda de que la ciencia aplicada ha prestado y seguirá prestando inmenso servicio al hombre por poco inspirada que esté en el amor, regulada por la sabiduría, acompañada de valentía que la defienda contra la injerencia indebida de todos los poderes tiránicos. La ciencia aplicada debe aliarse con la conciencia a fin de que en el trinomio cienciatecnologíaconciencia se preste servicio a la causa del auténtico bien del hombre.
¿Qué relación tiene el hombre con Dios y Dios con el hombre?   Como tuve ocasión de decir en mi Encíclica  Redemptor hominis,  desgraciadamente «el hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce... En esto parece consistir el capítulo principal del drama de la existencia humane contemporánea» (n. 15). El hombre debe salir victorioso de este drama, que amenaza degenerar en tragedia, y debe volver a encontrar su realeza auténtica sobre el mundo y su dominio pleno sobre las cosas que produce. Como escribí en la misma Encíclica, en la hora actual «el sentido esencial de esta 'realeza' y este 'dominio' del hombre sobre el mundo visible, asignado a él como cometido por el mismo Creador, consiste en la prioridad de la ética sobre la técnica, en el primado de la persona sobre las cosas, en la superioridad del espíritu sobre la materia» (n. 16). Esta triple superioridad se mantiene en la medida en que se conserve el sentido de la trascendencia del hombre sobre el mundo y de Dios sobre el hombre. Al ejercer su misión de guardiana y abogada de una y otra trascendencia, la Iglesia piensa que está ayudando a la ciencia a conservar su pureza ideal en la vertiente de la investigación fundamental y a desempeñar su servicio al hombre en la vertiente de las aplicaciones prácticas.
¿Qué piensa hoy la Iglesia de Galileo Galilei?   Señor Presidente: con toda razón ha dicho usted en su discurso que Galileo y Einstein caracterizaron una época. La grandeza de Galileo es de todos conocida, como la de Einstein; pero a diferencia del que honramos hoy ante el Colegio Cardenalicio en el Palacio Apostólico, el primero tuvo que sufrir mucho—no sabríamos ocultarlo—de parte de hombres y organismos de la Iglesia. El Concilio Vaticano II reconoció y deploró ciertas intervenciones indebidas: «Permítasenos deplorar —está escrito en el numero 36 de la Constitución conciliar  Gaudium et spes—  ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la autonomía legítima de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos. Actitudes que seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer oposición entre la ciencia y la fe». La referencia a Galileo se expresa claramente en la note ad junta a este texto, la cual cite el volumen  Vita e opere di Galileo Galilei,  de Mons. Pio Paschini, editado por la Pontificia Academia de las Ciencias Para ir más allá de esta tome de posición del Concilio, deseo que teólogos, sabios e historiadores, animados de espíritu de colaboración sincera, examinar a fondo el caso de Galileo y, reconociendo lealmente los desaciertos vengan de 1a parte que vinieren, hagan desaparecer los recelos que aquel asunto todavía suscita en muchos espíritus contra la concordia provechosa entre ciencia y fe, entre Iglesia y mundo. Doy todo mi apoyo a esta tarea, que podrá hacer honor a la verdad de la. fe y de la ciencia y abrir la puerta a futuras colaboraciones.
¿Qué colaboración debe haber entre ciencia y religión?   Séame permitido, señores, presentar a vuestra atención y reflexión algunos puntos que me parecen importantes para volver a enfocar en su luz verdadera el asunto Galileo, en el que las concordancias entre religión y ciencia son más numerosas y, sobre todo, más importantes que las incomprensiones de las que surgió el conflicto áspero y doloroso, que se. prolongó en los siglos siguientes. El hombre que con justo título ha sido calificado de fundador de la física moderna, declaró explícitamente que las dos verdades, la de la fe y la de la ciencia, no pueden contradecirse jamás: «la Escritura santa y la naturaleza, al proceder ambas del Verbo divino, la primera en cuanto dictada por el Espíritu Santo, y la segunda, en cuanto ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios», según escribió en la carta al Hermano Benedetto Castelli el 21 de diciembre de 1613 (ed. nacional de. las obras de Galileo, t. 5 p.282-285). El Concilio Vaticano II no se expresa de modo diferente; incluso emplea expresiones semejantes cuando enseña: «La investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será realmente contraria a la fe, porque las realidades profanes y las de la fe tienen origen en un mismo Dios»  (Gaudium et spes  36). En su investigación científica, Galileo siente la presencia del Creador, que le estimula, prepara y ayuda a sus intuiciones, actuando en lo más hondo de su espíritu. A propósito de la invención de la lente de aproximación, escribe al comienzo del  Sidereus Nuncius , recordando algunos de sus descubrimientos astronómicos: «Quae omnia ope Perspicilli a me excogitati divina prius illuminante gratia, paucis abhinc diebus reperta, que observata fuerunt»  (Sidereus Nuncius  [Venetiis, apud Thomas Baglionum, MDCX] fol.4). «Todo esto se ha descubierto y observado estos días gracias al 'telescopio', que he inventado después de haber sido iluminado por la gracia divina» La confesión galileica de la iluminación divina sobre el espíritu del científico encuentra eco en el texto ya citado de la Constitución conciliar sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo: «Quien se esfuerza con perseverancia y humildad por penetrar en los secretos de la realidad, aun sin saberlo, está como llevado por la mano de Dios» ( l.c. ). La humildad en que insiste el texto conciliar es una virtud del espíritu tan necesaria en la investigación científica como en la adhesión a la fe. La humildad crea un clima favorable al diálogo entre el creyente y el científico y atrae la luz de Dios, conocido ya o todavía desconocido, pero amado tanto en un cave como en el otro por quien busca humildemente la verdad.
¿Son incompatibles la evolución y la  creación? Señor Presidente y señores académicos: Ante los eminentísimos cardenales aquí presentes, el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, los ilustres sabios y todas las personalidades que asisten a esta sesión académica, quisiera declarar que la Iglesia universal y la Iglesia de Roma, en unión con todas las que están en el mundo, conceder gran importancia a la función de la Pontificia Academia de las Ciencias. El título de Pontificia conferido a esta Academia da a entender—y vosotros no lo ignoráis—el interés y aliento Je la Iglesia, que se manifiestan de modos bien diferentes, por cierto, de los del antiguo mecenazgo, pero no por ello son menos profundos y eficaces. Como escribía el insigne y llorado Presidente de vuestra Academia Mons. Lemaître: «¿Podría, acaso, la Iglesia tener necesidad de la ciencia? No por cierto; la cruz y el Evangelio le bastan. Pero al cristiano nada humano le es ajeno. ¿Cómo podría desinteresarse la Iglesia de la más noble de las ocupaciones estrictamente humanas, la investigación de la verdad ?» (O. GODART-M. HELLER,  Les relations entre la science et la foi chez Georges Lemaître,  Pontificia Academia Scientiarum, Commentarii, vol.I n.21 p.7). En esta Academia, que es vuestra y mía, colaboran sabios creyentes y no creyentes, de acuerdo en la investigación de la verdad científica y en el respeto de las creencias ajenas. Séame permitido citar aquí de nuevo una página luminosa de monseñor Lemaître: «Los dos [el sabio creyente y el sabio no creyente] se esfuerzan por descifrar el palimpsesto profusamente imbricado de la naturaleza, donde las huellas de las distintas etapas de la larga evolución del mundo se han superpuesto y entremezclado. Acaso el creyente goza de la ventaja de saber que el enigma tiene solución, que la escritura subyacente es, en fin de cuentas, obra de un ser inteligente, y, por ello, que el problema planteado por la naturaleza ha sido planteado pare ser resuelto y que su dificultad está en proporción, sin dude, con la capacidad actual o futura de la humanidad. Es posible que esto no le aporte recursos nuevos en la investigación, pero contribuirá a mantenerlo en ese sano optimismo, sin el que no se puede mantener largo tiempo un esfuerzo sostenido» (o.c., p.11). Deseo a todos este optimismo sano de que habla Mons. Lemaître, optimismo que tiene su origen misterioso y a la vez real en el Dios en que han puesto la fe o en el Dios desconocido, al que tiende la verdad, objeto de sus investigaciones esclarecidas. Que la ciencia de que hacen profesión ustedes, señores académicos y señores científicos, en el terreno de la investigación pura y en el de la investigación aplicada, ayude a la humanidad, con el apoyo de la religión y de acuerdo con ella, a volver a encontrar el camino de la esperanza y alcanzar la mete final de la paz y la fe.

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La ciencia & Fe

  • 1. La ciencia ¿Un camino hacia Dios? Realizado por: María José Fernandez Guzmán Olga Toribio Rueda Francisco Jesús Oliva Herrerías
  • 2.   En 1943 Nicolás Copernico publica revolución de las orbitas celestes, ¿en que iba en contra de la teoría católica de la creación? ¿Por qué? La teoría heliocéntrica sostiene que la Tierra y los demás planetas giran alrededor del Sol (Estrella del Sistema Solar). El heliocentrismo, fue propuesto en la antigüedad por el griego Aristarco de Samos, quien se basó en medidas sencillas de la distancia entre la Tierra y el Sol, determinando un tamaño mucho mayor para el Sol que para la Tierra. Por esta razón, Aristarco propuso que era la tierra la que giraba alrededor del Sol y no a la inversa, como sostenía la teoría geocéntrica de Ptolomeo e Hiparco, comúnmente aceptada en esa época y en los siglos siguientes, acorde con la visión antropocéntrica imperante. Más de un milenio más tarde, en el siglo XVI, la teoría volvería a ser formulada, esta vez por Nicolás Copérnico, uno de los más influyentes astrónomos de la historia, con la publicación en 1543 del libro De Revolutionibus Orbium Coelestium . La diferencia fundamental entre la propuesta de Aristarco en la antigüedad y la teoría de Copérnico es que este último emplea cálculos matemáticos para sustentar su hipótesis. Precisamente a causa de esto, sus ideas marcaron el comienzo de lo que se conoce como la revolución científica. No sólo un cambio importantísimo en la astronomía, sino en las ciencias en general y particularmente en la cosmovisión de la civilización. A partir de la publicación de su libro y la refutación del sistema geocéntrico defendido por la astronomía griega, la civilización rompe con la idealización del saber incuestionable de la antigüedad y se lanza con mayor ímpetu en busca del conocimiento.
  • 3. La Biblia responde a cuestiones como ¿Por qué existe el universo? ¿Por qué esta evolución? ¿Por qué el hombre?¿Cómo ha creado Dios al hombre?  Apropósito de las excavaciones en Atapuerca (Burgos) y que merecen sin duda admiración, se han hecho afirmaciones que van más allá de lo que compete a un científico. En el homo antecesor ahí encontrado, se ha visto el antecesor del homo neandertal y del hombre moderno o Cromagnon. Las teorías actuales sobre los antecedentes de la aparición del homo sapiens están continuamente sometidas a revisión, y de ellas la teología no tiene nada que decir. El mismo Arsuaga, director de las excavaciones de Atapuerca, es consciente de la complejidad científica del problema cuando dice que “cuanto mejor conocemos la evolución humana, más nos damos cuenta de lo extraordinariamente compleja en número de ramas que fue”; pero, a partir de ahí, él mismo tiende a hacer afirmaciones que no le competen como científico: “La ciencia ya ha resuelto las cuestiones fundamentales: sabemos que procedemos de un primate, es decir, que no hemos sido creados por ningún ser superior, que somos producto de una evolución biológica”. Y añade: “Lo que hay que tener claro es que la evolución no se propone nada, no es nadie, no responde a ningún plan, a ningún propósito, no se dirige a ninguna parte”. Recientemente, ha venido a decir que, si la evolución lo explica todo, la vida carece de sentido (puesto que no podríamos hablar ni de Dios ni del más allá). Son afirmaciones que van más allá de la ciencia. No cabe duda de que el relato del Génesis sobre el origen del cosmos y del hombre parece, a primera vista, estar en contra de lo que la ciencia enseña. Pero nada más lejos de la realidad. La Biblia no entra en cuestiones de tipo científico, sino que nos quiere transmitir verdades últimas a las que la ciencia no puede llegar, y que se enseñan con un ropaje literario acomodado para las gentes a las que se dirigía. La primera verdad que transmite el Génesis es que todo ha sido creado por Dios. Ésta es una verdad a la que no llegó la filosofía de Platón y de Aristóteles. El Génesis utiliza un verbo, bará, que ya no es modelar una materia eterna (yasar), sino dar la existencia a lo que no existía. Es verdad que el relato, en su ropaje literario, utiliza la imagen de la creación en seis días, pues lo escribe un sacerdote del siglo VI a. C. con la intención de inculcar el trabajo en seis días y dedicar el séptimo en honor del Creador. Evidentemente, Dios no necesita seis días para crear. Asimismo, la imagen de la costilla tomada de Adán para formar la mujer sólo tiene la intención de hacer comprender a los hombres de aquel tiempo que la mujer no es un objeto de trabajo o de placer, sino que ha sido creada con la misma dignidad que el hombre. Y lo más impresionante del relato de la creación es que el hombre (y la mujer) es creado a imagen y semejanza de Dios, con una dignidad personal que lo convierte en interlocutor del mismo Dios y dueño de la creación. Hay, por fin, una última verdad que se enseña: el pecado histórico cometido por el primer hombre (Adán) consistió en comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, es decir, en pretender determinar por sí mismo el bien y el mal, ciencia que compete sólo a Dios. El hombre pierde así la armonía que tenía consigo y con la naturaleza introduciendo un pecado de fatales consecuencias para la Humanidad.
  • 4. Autonomía de la ciencia, e ideología La Biblia quiere transmitir esas cuatro verdades fundamentales y no entra en cuestiones de tipo científico. La Iglesia respeta, por ello, la autonomía de la ciencia y acepta la explicación de la evolución respecto al cuerpo humano, sosteniendo que el alma no puede proceder por evolución. Ningún problema, por tanto, entre la ciencia y la fe. Ahora bien, si un filósofo o teólogo tiene que respetar la autonomía del método científico, el científico ha de precaverse de entrar en el campo de la filosofía y de la teología, que tienen un método diferente y que permite hacerse las preguntas últimas sobre el mundo y el hombre. De otro modo, el científico ya no hace ciencia, sino ideología. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, a. J. Monod cuando pretende explicar la evolución por mutaciones genéticas que ocurren al azar. Aparte de que la ciencia no conoce mutaciones genéticas que cambien de especie, recurrir al azar es hacer filosofía, y mala filosofía. De azar se podría hablar cuando se trata de un orden convencional: el orden alfabético, por ejemplo. Si echamos al aire las 28 letras del alfabeto, cabe la posibilidad, al menos teórica, de que salgan ordenadas. Pero esto no vale cuando se trata de un orden objetivo. En todo caso, la ciencia podría un día explicar cómo ha tenido lugar la evolución, buscando cómo se han desarrollado las mutaciones genéticas y qué leyes las han presidido. Lo que no podrá nunca explicar el científico es por qué existe el orden en lugar del caos.
  • 5. Las últimas preguntas A las últimas preguntas sólo puede responder la filosofía o la teología. Recientemente se ha descifrado el genoma humano, y hemos sabido que el hombre tiene 30.000 genes, poco más que un ratón. Nos han explicado que el gen es una unidad funcional de pares de bases que son la adenina, la timina, la guanina y la citosina. Y algunos han aprovechado para sentenciar que el hombre no es más que eso. ¿Así que el hombre es poco más que un ratón? Evidentemente que no. Aquí comienza la filosofía trascendiendo el método científico de verificación empírica. Hay en el hombre algo que es la libertad, y la libertad significa autodeterminación; lo cual quiere decir que los genes nos condicionan, sí (nos dan más o menos salud, por ejemplo), pero no nos determinan, dado que soy yo el que me determino a mí mismo. Esto quiere decir que en el hombre hay un ámbito espiritual (alma) que trasciende lo genético. Hace tiempo se convirtió el célebre premio Nobel de Medicina Eccles, al caer en la cuenta de que los gemelos, que tienen el mismo código genético, tiene cada uno una experiencia de un yo irrepetible y radicalmente original. Esa experiencia no se puede deber a la genética, porque es la misma y sólo se explica por un principio espiritual. Son muchas las pruebas que se podrían dar de la existencia del alma. Sólo una más. Cuando entramos en una cueva prehistórica y vemos pintadas en la pared figuras de caballos, y bisontes, deducimos que las ha pintado un hombre, porque nadie pinta un caballo si no tiene el concepto abstracto de caballo. Por eso no pintan los animales. Sólo el hombre es capaz de operaciones que trascienden lo sensible. Y observaba santo Tomás que esa alma trascendente, por ser simple y espiritual, no la podemos recibir por generación de nuestros padres, porque sólo se puede generar lo que se puede dividir. Es creada directamente por Dios. Eccles, en su conversión, siguió este mismo razonamiento. La ciencia nos dice hoy que el mundo ha evolucionado a partir de una explosión (big bang), que tuvo lugar hace 15.000 millones de años. Ante eso, el filósofo se pregunta: ¿cómo es posible que una partícula tan pequeña haya tendido a la realización de proyectos, como el hombre, el caballo, etc., sin conocerlos? Nadie tiende a un proyecto si no lo conoce. El orden convencional se puede explicar por azar; pero el orden objetivo, que implica la realización de un diseño, no. Nadie admitiría que la catedral de Burgos se formó por azar, porque responde a un diseño, y todo diseño exige una inteligencia que lo haya diseñado. ¿Y no es el hombre un diseño infinitamente superior al de una catedral? A principios del siglo pasado, se hizo una encuesta en USA, con 1.000 profesores de 100 Universidades, en torno a la fe en Dios, el alma, etc. Sólo la mitad decía creer en Dios. El autor de la encuesta se atrevió así a profetizar que, a finales del siglo, los científicos norteamericanos no creerían en Dios. Alguien ha tenido la idea de repetir la misma encuesta con 1.000 científicos de las mismas Universidades; el resultado es que ahora el porcentaje de creyentes ha subido al 75 por ciento. Podríamos recordar aquí a todos los científicos de fama que, en cuanto hombres de pensamiento, han creído en Dios. Uno de ellos, Pasteur, decía: “Por haber estudiado mucho a lo largo de mi vida, tengo la fe de un bretón. Si hubiese estudiado más, tendría la fe de una bretona”. No se sabe por qué extraño destino, cuando en España pensamos estar a la última, estamos casi siempre a la penúltima y terminamos haciendo el ridículo.
  • 6. Juan Pablo II, en octubre del  1979 sentó las bases para ver que relación existía entre la ciencia y la fe, como conmemoración del centenario del nacimiento de Eisntein: 
  • 7. ¿Tiene libertad la ciencia? La investigación de la verdad es la tarea de la ciencia fundamental. El investigador que se mueve en esta primera vertiente de la ciencia siente toda la fascinación de las palabras de San Agustín: «Intellectum valde ama» (Epist. 120, 3,13: PL 33,459): ama mucho la inteligencia, y la función de conocer la verdad que le es propia. La ciencia pura es un bien digno de gran estima, pues es conocimiento, y, por tanto, perfección del hombre en su inteligencia. Ya antes de las aplicaciones técnicas se la debe honrar por sí misma, como parte integrante de la cultura. La ciencia fundamental es un bien universal que todo pueblo debe tener posibilidad de cultivar con plena libertad respecto de toda forma de servidumbre internacional o de colonialismo intelectual. La investigación fundamental debe ser libre ante los poderes político y económico, que han de cooperar a su desarrollo sin entorpecer su creatividad o manipularla para sus propios fines. Pues al igual que todas las demás verdades, la verdad científica no tiene efectivamente que rendir cuentas más que a sí misma y a la Verdad suprema, que es Dios, creador del hombre y de todas las cosas.
  • 8. ¿A que está al servicio la ciencia? Al servicio de la humanidad En la segunda vertiente, la ciencia se proyecta a aplicaciones practicas, que encuentran su desarrollo pleno en las diversas tecnologías. En la fase de sus realizaciones concretes la ciencia es necesaria a la humanidad pare satisfacer las exigencias legitimas de la vida y vencer los males varios que la amenazan. No hay duda de que la ciencia aplicada ha prestado y seguirá prestando inmenso servicio al hombre por poco inspirada que esté en el amor, regulada por la sabiduría, acompañada de valentía que la defienda contra la injerencia indebida de todos los poderes tiránicos. La ciencia aplicada debe aliarse con la conciencia a fin de que en el trinomio cienciatecnologíaconciencia se preste servicio a la causa del auténtico bien del hombre.
  • 9. ¿Qué relación tiene el hombre con Dios y Dios con el hombre?  Como tuve ocasión de decir en mi Encíclica Redemptor hominis, desgraciadamente «el hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce... En esto parece consistir el capítulo principal del drama de la existencia humane contemporánea» (n. 15). El hombre debe salir victorioso de este drama, que amenaza degenerar en tragedia, y debe volver a encontrar su realeza auténtica sobre el mundo y su dominio pleno sobre las cosas que produce. Como escribí en la misma Encíclica, en la hora actual «el sentido esencial de esta 'realeza' y este 'dominio' del hombre sobre el mundo visible, asignado a él como cometido por el mismo Creador, consiste en la prioridad de la ética sobre la técnica, en el primado de la persona sobre las cosas, en la superioridad del espíritu sobre la materia» (n. 16). Esta triple superioridad se mantiene en la medida en que se conserve el sentido de la trascendencia del hombre sobre el mundo y de Dios sobre el hombre. Al ejercer su misión de guardiana y abogada de una y otra trascendencia, la Iglesia piensa que está ayudando a la ciencia a conservar su pureza ideal en la vertiente de la investigación fundamental y a desempeñar su servicio al hombre en la vertiente de las aplicaciones prácticas.
  • 10. ¿Qué piensa hoy la Iglesia de Galileo Galilei?  Señor Presidente: con toda razón ha dicho usted en su discurso que Galileo y Einstein caracterizaron una época. La grandeza de Galileo es de todos conocida, como la de Einstein; pero a diferencia del que honramos hoy ante el Colegio Cardenalicio en el Palacio Apostólico, el primero tuvo que sufrir mucho—no sabríamos ocultarlo—de parte de hombres y organismos de la Iglesia. El Concilio Vaticano II reconoció y deploró ciertas intervenciones indebidas: «Permítasenos deplorar —está escrito en el numero 36 de la Constitución conciliar Gaudium et spes— ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la autonomía legítima de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos. Actitudes que seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer oposición entre la ciencia y la fe». La referencia a Galileo se expresa claramente en la note ad junta a este texto, la cual cite el volumen Vita e opere di Galileo Galilei, de Mons. Pio Paschini, editado por la Pontificia Academia de las Ciencias Para ir más allá de esta tome de posición del Concilio, deseo que teólogos, sabios e historiadores, animados de espíritu de colaboración sincera, examinar a fondo el caso de Galileo y, reconociendo lealmente los desaciertos vengan de 1a parte que vinieren, hagan desaparecer los recelos que aquel asunto todavía suscita en muchos espíritus contra la concordia provechosa entre ciencia y fe, entre Iglesia y mundo. Doy todo mi apoyo a esta tarea, que podrá hacer honor a la verdad de la. fe y de la ciencia y abrir la puerta a futuras colaboraciones.
  • 11. ¿Qué colaboración debe haber entre ciencia y religión?  Séame permitido, señores, presentar a vuestra atención y reflexión algunos puntos que me parecen importantes para volver a enfocar en su luz verdadera el asunto Galileo, en el que las concordancias entre religión y ciencia son más numerosas y, sobre todo, más importantes que las incomprensiones de las que surgió el conflicto áspero y doloroso, que se. prolongó en los siglos siguientes. El hombre que con justo título ha sido calificado de fundador de la física moderna, declaró explícitamente que las dos verdades, la de la fe y la de la ciencia, no pueden contradecirse jamás: «la Escritura santa y la naturaleza, al proceder ambas del Verbo divino, la primera en cuanto dictada por el Espíritu Santo, y la segunda, en cuanto ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios», según escribió en la carta al Hermano Benedetto Castelli el 21 de diciembre de 1613 (ed. nacional de. las obras de Galileo, t. 5 p.282-285). El Concilio Vaticano II no se expresa de modo diferente; incluso emplea expresiones semejantes cuando enseña: «La investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será realmente contraria a la fe, porque las realidades profanes y las de la fe tienen origen en un mismo Dios» (Gaudium et spes 36). En su investigación científica, Galileo siente la presencia del Creador, que le estimula, prepara y ayuda a sus intuiciones, actuando en lo más hondo de su espíritu. A propósito de la invención de la lente de aproximación, escribe al comienzo del Sidereus Nuncius , recordando algunos de sus descubrimientos astronómicos: «Quae omnia ope Perspicilli a me excogitati divina prius illuminante gratia, paucis abhinc diebus reperta, que observata fuerunt» (Sidereus Nuncius [Venetiis, apud Thomas Baglionum, MDCX] fol.4). «Todo esto se ha descubierto y observado estos días gracias al 'telescopio', que he inventado después de haber sido iluminado por la gracia divina» La confesión galileica de la iluminación divina sobre el espíritu del científico encuentra eco en el texto ya citado de la Constitución conciliar sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo: «Quien se esfuerza con perseverancia y humildad por penetrar en los secretos de la realidad, aun sin saberlo, está como llevado por la mano de Dios» ( l.c. ). La humildad en que insiste el texto conciliar es una virtud del espíritu tan necesaria en la investigación científica como en la adhesión a la fe. La humildad crea un clima favorable al diálogo entre el creyente y el científico y atrae la luz de Dios, conocido ya o todavía desconocido, pero amado tanto en un cave como en el otro por quien busca humildemente la verdad.
  • 12. ¿Son incompatibles la evolución y la  creación? Señor Presidente y señores académicos: Ante los eminentísimos cardenales aquí presentes, el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, los ilustres sabios y todas las personalidades que asisten a esta sesión académica, quisiera declarar que la Iglesia universal y la Iglesia de Roma, en unión con todas las que están en el mundo, conceder gran importancia a la función de la Pontificia Academia de las Ciencias. El título de Pontificia conferido a esta Academia da a entender—y vosotros no lo ignoráis—el interés y aliento Je la Iglesia, que se manifiestan de modos bien diferentes, por cierto, de los del antiguo mecenazgo, pero no por ello son menos profundos y eficaces. Como escribía el insigne y llorado Presidente de vuestra Academia Mons. Lemaître: «¿Podría, acaso, la Iglesia tener necesidad de la ciencia? No por cierto; la cruz y el Evangelio le bastan. Pero al cristiano nada humano le es ajeno. ¿Cómo podría desinteresarse la Iglesia de la más noble de las ocupaciones estrictamente humanas, la investigación de la verdad ?» (O. GODART-M. HELLER, Les relations entre la science et la foi chez Georges Lemaître, Pontificia Academia Scientiarum, Commentarii, vol.I n.21 p.7). En esta Academia, que es vuestra y mía, colaboran sabios creyentes y no creyentes, de acuerdo en la investigación de la verdad científica y en el respeto de las creencias ajenas. Séame permitido citar aquí de nuevo una página luminosa de monseñor Lemaître: «Los dos [el sabio creyente y el sabio no creyente] se esfuerzan por descifrar el palimpsesto profusamente imbricado de la naturaleza, donde las huellas de las distintas etapas de la larga evolución del mundo se han superpuesto y entremezclado. Acaso el creyente goza de la ventaja de saber que el enigma tiene solución, que la escritura subyacente es, en fin de cuentas, obra de un ser inteligente, y, por ello, que el problema planteado por la naturaleza ha sido planteado pare ser resuelto y que su dificultad está en proporción, sin dude, con la capacidad actual o futura de la humanidad. Es posible que esto no le aporte recursos nuevos en la investigación, pero contribuirá a mantenerlo en ese sano optimismo, sin el que no se puede mantener largo tiempo un esfuerzo sostenido» (o.c., p.11). Deseo a todos este optimismo sano de que habla Mons. Lemaître, optimismo que tiene su origen misterioso y a la vez real en el Dios en que han puesto la fe o en el Dios desconocido, al que tiende la verdad, objeto de sus investigaciones esclarecidas. Que la ciencia de que hacen profesión ustedes, señores académicos y señores científicos, en el terreno de la investigación pura y en el de la investigación aplicada, ayude a la humanidad, con el apoyo de la religión y de acuerdo con ella, a volver a encontrar el camino de la esperanza y alcanzar la mete final de la paz y la fe.