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LAS ESTRELLAS DEL VERANO
Acosta repasó por última vez la partitura, los tenues reflejos del crepúsculo
morían tras la cordillera. Se hacía tarde y no quería que el tráfico le jugase una
mala pasada. Tapó el piano con la funda, se levantó para acicalarse el cabello
frente al espejo de la sala de su apartamento, también se ajustó el corbatín
negro. La función de ese viernes en el Hotel Schwartz era especial, no todos los
días se interpretaba a Serguéi Prokófiev. Desde su reloj inteligente pidió un taxi,
cerró la puerta y tomó el ascensor desde el piso doce hasta el vestíbulo del
condominio. Saludó al guardia de turno y avanzó hacia la calle. Eran las ocho
menos diez, su presentación iniciaba a las nueve.
El taxi llegó sin contratiempo al condominio. Acosta se sentó en el asiento
trasero. La conductora lo miró por el retrovisor y le dijo que evitarían la avenida
Galarza, pues la aplicación sugería tomar calles alternas. Él asintió con la cabeza
y perdió sus ojos en el paisaje de la noche. Pensó en los años trabajados de aquí
para allá en hoteles de la ciudad. Después vinieron a su mente los recuerdos de
la época, ya lejana, cuando fue uno de los más brillantes prospectos del
conservatorio. Por lo menos tenía un empleo en el que hacía lo que más
disfrutaba. Aunque de un tiempo acá, le faltaban fuerzas para esmerarse. Por
eso se retó con las sonatas de Prokófiev.
Sintió frío y le pidió a la joven que apagara el aire acondicionado y que
abriera las ventanas de atrás. Ella accedió y le preguntó si deseaba escuchar
algo de música. Él sonrió y le dijo que no. Después de varios minutos
zigzagueando por calles menos transitadas, el taxi retomó una de las vías
troncales que llevaban hasta el hotel; se pegó ahí a una larga fila de autos. Aún
tendría que cruzar tres semáforos antes de enfilar por la avenida Fray Bartolomé
de las Casas. Mientras el auto aguardaba la luz verde en uno de los cruces,
Acosta se asomó a la ventana y reparó en uno de los hologramas, se anunciaba
la pelea del campeón mundial de los pesos ligeros contra un androide coreano
de última generación. De reojo, la chofer también vio el holograma.
—¿Cree que el robot tumbe al campeón? 1—preguntó ella.
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Escrito por Álvaro Cálix. Cuento finalista del IV Premio Literario Ciudad de Sevilla 2021.
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Acosta no sabía qué contestar, no sabía nada de boxeo y tampoco de
androides.
—No tengo la menor idea.
—El robot va invicto en su gira, cinco victorias al hilo… —Por el carril
contrario, la sirena de una ambulancia ahogó la voz de la mujer.
El pianista no quería seguir hablando del combate. Vio el reloj y se alegró
de que llegaría a tiempo.
—Me parece que no la había visto antes… ¿Es nueva en la cooperativa
de taxis? —preguntó él.
—Sí, señor. Voy a cumplir dos meses. No es que me guste tanto, pero ni
modo, por ahora le hago a la taxiada. Este año no hubo lana para la universidad.
—Ah, entiendo—dijo Acosta, sin querer escarbar más.
La ruta parecía libre en el último tramo, la joven aprovechó para acelerar
la marcha. El aire que entraba por la ventana refrescó el interior del coche. Poco
tiempo después, el taxi arribó y se estacionó bajó la marquesina del hotel. Acosta
bajó con solemnidad y se alisó el frac. La entrada lucía más concurrida que de
costumbre; a un costado, dos autobuses desembarcaban pasajeros que venían
del aeropuerto. A lo largo del acceso principal se oía el traqueteo de maletas
rodando por las baldosas. Él se abrió paso entre la gente y cruzó apurado la
puerta giratoria. Fue al baño por un momento, el pis de rutina. Al salir se fue a
sentar a uno de los sofás del vestíbulo, había pocos puestos vacíos. Observó el
estante con los periódicos del día; podía escoger entre los de papel y las
ediciones digitales en las tabletas. Prefería siempre los impresos. Cogió uno al
azar. En la primera plana sobresalían las imágenes de las inundaciones en China
y de los incendios en la costa oeste de los Estados Unidos. Al hojear las páginas
interiores, miró con grata sorpresa el anuncio de que el pianista Pérez Floristán
se presentaría el mes siguiente en Bellas Artes. Pocas veces había visto una
interpretación del Concierto para piano para la mano izquierda de Ravel como la
que hacia Floristán. Mientras leía la noticia, el administrador se acercó para
saludarlo.
—Maestro Acosta, ¿qué tal sus vacaciones?
—Bien. No salí, me quedé en la ciudad —respondió—. Mucha gente hoy
por aquí...
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—Casi estamos en temporada alta. Por cierto, el gerente quiere verlo
durante la pausa. Una reunión corta en la sala de juntas del segundo piso.
—Gracias. También vi el mensaje en mi teléfono.
—Me alegro de verlo, Maestro. Que tenga una buena noche. —Se alejó y
le dejó las llaves del piano.
El músico volvió a poner el diario en el anaquel. Se dirigió al fondo del
lobby donde estaba el piano, el más lujoso que poseía la cadena hotelera en la
ciudad. Abrió la tapa y se sentó en el banco de caoba. Detrás de él sobresalía,
imponente, la pintura digital del mes; en esa ocasión la obra elegida fue Olas
Rompiendo de Monet, con efectos que mostraban el movimiento encrespado del
mar. Acosta comprobó la afinación de las teclas. Después de tres semanas, era
un encanto estar de nuevo frente al gran piano de cola Steinway, recién
importado de Nueva York.
En breve inició su repertorio de bienvenida. Alternó piezas de Anne Duldey
con las de Pau Viguer, incluyendo una de sus favoritas, Waves in the morning.
Un grupillo de gente se acercó, varios se acomodaron en los sillones laterales
para escucharlo o para apreciar el cuadro de Monet. Mientras tocaba, con el
rabillo del ojo veía el semblante distraído de su audiencia; él se consolaba con
saber que las notas musicales se esparcían por todo el lobby, amenizando a los
huéspedes. En el fondo sabía que él y el piano eran solo parte del decorado, un
mosaico más en la estética del hotel. Pensó en lo que dejó de hacer para que,
en un soplo, muriera el sueño de convertirse en pianista de alguna orquesta que
se precie, con aplausos y una solemnidad que jamás encontraría en este salón
imponente pero yermo del Hotel Schwartz.
En la pausa fue al bar por su vaso de limonada con menta y unas
brochetas de queso. Se quedó de pie frente a la barra. Miró de soslayo las
pantallas de televisión en las paredes del bar. La pantalla más cercana a él
retransmitía un partido de fútbol de la liga inglesa, otra presentaba el noticiero de
un famoso canal internacional. Detuvo su atención en la que pasaba un reportaje
sobre el viaje de los salmones rojos. La cámara enfocaba los enormes saltos de
estos peces, río arriba, en su odisea desde el océano hasta su lugar de
nacimiento. La encargada del bar ofreció llenarle el vaso con más limonada.
Acosta meneó la cabeza en gesto de rechazo. Apresuró los bocados, debía
acudir a la reunión con Vílchez. Siguió el pasillo hasta dar con las gradas que
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conducían de la planta baja al segundo piso. Entró a la pequeña sala. Una mesa
de nogal con ocho sillas acolchadas dominaba el espacio, enfrente había una
pantalla empotrada en la pared. En una de las sillas ya estaba sentado el
administrador. El pianista escogió el puesto más cercano a la puerta, cruzó las
manos sobre la mesa. En la pantalla grande, apareció Vílchez. El saludo fue
breve y de inmediato el ejecutivo fue al grano. Le dijo que la junta de directores
adoptaría nuevas políticas en la cadena hotelera.
—Entre otras medidas, vamos a renovar los espectáculos. Cancelaremos
sus actuaciones en los tres hoteles de la ciudad—dijo, sin aspavientos—. No se
preocupe, queremos mantenerlo con nosotros, solo que en un concepto
diferente.
La frase “en un concepto diferente” taladró los sesos de Acosta. Se
encogió de hombros y esperó a que Vilches soltara lo peor.
—Le compramos dos androides a una empresa japonesa. Son pianistas
con repertorio variado, clásico pero también moderno, para todo público. —Hizo
una pausa. Quedó viendo a Acosta para ver su reacción—. Nos dieron un precio
de ganga. Es un modelo a punto de ser reemplazado por otro, aún más
impresionante. Pero para nuestro hotel… va de perlas. Lisa y Tony serán la
sensación, ambos cubrirán las seis funciones semanales que usted hace.
A cada frase del gerente, el administrador asentía con la cabeza. Acosta
permanecía mudo. Quizás ya era tiempo de cerrar su ciclo en la empresa.
También sabía que no iba a ser puntada fácil conseguir trabajo de un día para
otro.
—En cuanto a usted, mi estimado Acosta, a partir del otro mes queremos
enviarlo al Piano Bar del hotel del este —siguió diciendo Vílchez—. Cinco
presentaciones, y ya no tendría que moverse por los tres hoteles. La misma paga
y le daríamos transporte de regreso a casa.
El pianista frunció los labios. Recordó las noches cuando le tocó cubrir el
Piano Bar, la atmósfera pegajosa y los gritos chirriantes de los parroquianos que
ahogaban la voz de Felicia. Peor aún, soportar las nubes de humo de cigarro y
el tufillo a cerveza. No, eso no era lo suyo; aunque, claro, necesitaba el trabajo.
—Señor Vílchez, no es que desee entrometerme —intervino Acosta—,
¿están seguros de…?
—¿De qué?
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—Entiendo que los androides son impecables en la ejecución técnica,
pero… no poseen conciencia tonal—discutió Acosta—. No interiorizan el
sentimiento que exige cada obra.
—Quizás tenga usted razón, en el caso de conciertos exigentes. Para
amenizar en el lobby… basta y sobra —sentenció Vílchez—. Ya los vimos en
hoteles de Tailandia. Y pensamos en grande, talvez en dos o tres años hagamos
un pedido de androides cantores. Bien… ¿Qué piensa del traslado al Piano Bar?
El pianista sudaba; volvió a ver la expresión impasible del administrador.
Dentro de pocos minutos debería iniciar la segunda parte de su presentación, la
que tanto ensayó durante las vacaciones, una serie de fragmentos de las
Sonatas de Guerra de Sergéi Prokófiev, en especial el movimiento Vivace de la
No. 8. Pero la mente se le puso en blanco y temía equivocarse. Tuvo que hacer
un gran esfuerzo para engranar sus ideas. La pregunta del gerente flotaba en la
sala de juntas.
—Gracias por la oferta —Tomó aire. Se secó las gotas de sudor de la
frente con el dorso de la mano— Pero, si no hay otra opción…, renuncio al
trabajo.
—¿Escuché mal o ha dicho que renuncia?
—Eso dije, señor.
Un silencio de hierro se paseó por la sala. Vílchez no se inmutó.
—Estimado Acosta, no se ofenda. Usted es parte de la casa. ¡Ah, ya sé!,
detesta la juerga del Piano Bar, ¿es eso?
—No es el tipo de ambiente que preferiría.
—Ya se acostumbrará. El cambio va a ayudarle a renovar su repertorio…
Usted sabe, estar más atento a los gustos del público. Además, va a
acompañarlo Felicia, nuestra cantante estrella en el hotel del este. Ella entona
muy bien.
Vílchez veía su reloj con insistencia. Acosta también deseaba que la
reunión terminase pronto, no quería echarse para atrás.
—Es mi última palabra. Me voy.
El pianista se enderezó y miró a Vílchez sin pestañear. Llevó el pulso
hasta las últimas consecuencias.
—En ese caso, mi querido Acosta, entiéndase con el administrador para
la liquidación. Lo lamentamos, no podemos imponerle nada. Muchas gracias por
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estos años, ojalá encuentre un trabajo que le guste. Si ocupa referencias, no
dude en pedírnoslas —Cerró la partida el gerente. —¡Ah!, una cosa más…
Estamos iniciando la segunda quincena, esperaríamos que usted concluya el
mes.
Acosta hubiese querido tener el valor de largarse y dejar hablando solo a
Vílchez. Tomó un sorbo de agua de uno de los vasos que estaban en la bandeja
sobre la mesa. También había una jarra de café, un par de tasas, endulzante y
un plato con galletas acaparado por el administrador.
—Señor, gracias por todo. Por supuesto, vendré los días que faltan. Solo
un favor, no me siento bien, quisiera salir y tomar aire fresco. ¿Podría irme sin
cumplir la segunda parte?
El gerente se acarició la barbilla.
—Manuelito, no hay problema con que Acosta se retire antes. Ponga el
repertorio automático del piano, algo de jazz estará bien.
La pantalla se apagó. El administrador esperó a que Acosta saliera para
cerrar la puerta. Segundos después lo alcanzó en el pasillo y le dijo:
—Maestro, me olvidaba… esta noche teníamos una cortesía para usted.
Contratamos una empresa de taxis no tripulados, hoy comienza el servicio de
prueba. Le envío ahorita el enlace a su teléfono. Puede pedirlo cuando quiera.
La compañía cubre la ruta a su casa. Otro día hablamos de la liquidación.
Le dio las gracias a Manuelito y se dirigió al baño, remojó su cara con
agua fría y se acicaló el cabello. Tomó un poco de papel toalla para secarse las
manos. Se encaminó hacia la salida del hotel, no sin antes ver de reojo, cuando
pasó por el salón, el movimiento libre de las teclas del Stainway.
Al salir del edificio, atravesó el sendero de piedra flanqueado por cipreses
y se internó en la avenida principal. Deambuló varias cuadras. En el fondo quería
seguir caminando, ir más allá de los límites de la burbuja que habitaba. Sentía
curiosidad por husmear la “otra ciudad”, la de callejones oscuros y paredes
cuarteadas, promontorios de basura y vahos fétidos, la de mendigos y borrachos
acurrucados en las aceras. Se preguntaba qué podría hacer allá un pianista con
frac y zapatos de charol. De cualquier manera, carecía de fuerzas para un
recorrido tan largo. Ni siguiera anduvo un kilómetro cuando cruzó la calle en la
esquina y se fue a meter a uno de los centros comerciales de la zona.
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Avanzó por el pasaje de la entrada hasta la plaza principal, rodeada por
el patio de comidas. La plaza tenía forma de diamante, el piso ajedrezado en
tonos crema y marrón y un techo de cristal con reflejos turquesa. Acosta divisó
el piano para músicos de ocasión. Nadie lo tocaba en ese rato; se acercó y se
sentó frente al instrumento, un Yamaha bastante funcional, mucho mejor que el
que tenía en su piso. Vio a la multitud que iba y venía. Se compuso el frac y
comenzó a tocar Gymnopédie No 1 de Satie. Calibraba bien el tempo de la pieza,
lent et douloureux, y las caprichosas disonancias del pianista francés, pero la
dejó a medio camino porque caía en un pozo sin fondo y porque lo que quería
ejecutar era Piano Sonata No 8 de Prokófiev. Sin más, se precipitó en la cascada
de notas de la obra; la partitura se mantuvo firme en su memoria.
Un grupo de personas formó un semicírculo, atento a la música. Varios de
los espectadores eran huéspedes del hotel que paseaban por el centro
comercial. La jarra de vidrio junto al piano se llenó de monedas y de uno que otro
billete. Concentrado en los arpegios del tercer y último movimiento de la sonata,
Acosta oía de lejos los elogios de la audiencia, que le auguraba un futuro
promisorio. Al compás de los pasajes más delirantes, su cabeza y sus manos se
movían con gran agitación. Al verlo en trance, no faltaron turistas que le sacaron
fotos con sus lentes cámara o con las pulseras inteligentes. Casi sin aliento,
finalizó la pieza. Alzó la mirada y sonrió a las personas a su alrededor. Una ráfaga
de aplausos lo premió, mientras se preguntaba si alguien habría advertido su
desliz en el tercer tiempo de la pieza. Se levantó del taburete, estiró piernas y
brazos; dejó el dinero intacto en la jarra y se alejó con pasos lentos.
Se fue a caminar por los corredores del primer piso. Respiraba con
dificultad. Poco a poco la vista se le fue nublando con manchones grises, la
cabeza le daba vueltas. Para no caerse, tuvo que apoyarse en la pared mientras
pasaba el vértigo. A tientas alcanzó una de las bancas de madera, cerca de la
fuente de agua. Se quitó los zapatos, los puso debajo de la banca y se recostó
como pudo en el asiento. A pesar del bullicio, oía el susurro del agua cayendo a
saltos por las rocas. Cerró los ojos, solo él y el fluir del agua. Imaginó a los
salmones rojos saltando en la fuente para sortear los chorros de la cascada.
Deseó en ese rato irse a acampar a un claro del bosque, al pie de un arroyo en
algún rincón de la sierra, como antaño, en sus escapadas de fin de semana con
el club de exploradores.
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La rutina de cinco años, de repente y sin remedio, quedó agujereada.
¿Qué haría a partir de fines de mes? A lo mejor más clases virtuales, buscar de
nuevo trabajo en las academias de música. Solo sabía tocar el piano. No es que
quisiera saber algo más, pero era consciente de su insignificancia. Acosta iba a
cumplir treinta y nueve años en un par de semanas. Poseía una cabellera negra,
reluciente, apenas alguna que otra cana en las sienes. Sus ojos vivos y la postura
erguida le daban todavía un aire de prospecto. Aunque, quizás esta noche, había
envejecido un poco.
Abrió los ojos. Despertó de un suave letargo. La música de la fuente
seguía ahí. Casi era medianoche. Con desgano se disolvía ese sábado antesala
del verano. Ya era hora de irse a casa y dejar que la cama y la almohada se lo
llevasen por unas horas. Mañana barajaría mejor sus cartas.
Iba a llamar a la compañía de taxis que solía transportarlo, pero recordó
la cortesía del hotel de la que le habló Manuelito. Nunca había viajado en autos
no tripulados, el servicio apenas se estrenaba en el país. Lo pidió y fue a
esperarlo a la entrada del centro comercial. Las luces de la ciudad, ubicuas, con
su halo retaban las sombras; los hologramas y las pantallas luminosas en los
cristales de los edificios invadían la avenida. Sobre su cabeza, a decenas de
metros de altura, un enjambre de destellos azules se movía sigiloso, en la rutina
de vigilancia de la patrulla de drones. A pesar de que era una noche despejada,
era imposible divisar alguna estrella.
Un auto gris se aparcó a su lado. Acercó su pulsera para que el taxi
comprobara las coordenadas. La puerta posterior se abrió despacio. Acosta
dudó, pero ya no podía hacer nada; subió al automóvil, la puerta se volvió a
cerrar. Recibió un saludo con su nombre y apellido y la dirección a la que se le
conduciría. El interior del taxi cambió de una luz intensa a una muy tenue.
Escuchó con sorpresa los primeros compases de una melodía, de inmediato
reconoció la Gymnopédie No 1. El auto arrancó. Atrás quedaron, borrosos, los
trazos de un día para olvidar. El pianista supo que comenzaba un viaje sin
retorno.