1. UN INSTANTE DE MÁS
La luz que manaba de la farola más cercana al número 19 de la calle Porvera fue
suficiente para intuir la magnitud de la lucha que había tenido lugar en aquella estancia
unas horas antes. La voz de alarma la dio una vecina octogenaria de increíble vigor y
lucidez, acostumbrada a pegar el ojo y el oído a la cristalera por aquello de “mantenerse
al tanto” de lo que acontecía en el por otro lado tranquilo vecindario. Fue ella la que –
según se supo más tarde- vio entrar al relojero acompañado de dos hombres embutidos
en sendos abrigos y que abandonaron la casa a la carrera tras lo que había sonado como
una fuerte discusión.
La crueldad y la violencia resbalaban por las paredes del destartalado salón y se
esparcían por el suelo ocupándolo todo, sin dejar casi espacio para el aliento que hacía
tiempo había dejado de brotar del relojero. Por toda la estancia había diseminadas piezas
de carísimos relojes de coleccionista que algún día habían permanecido unidos a lo más
selecto de la sociedad europea por medio de cadenillas de oro y plata. Eran los de
faltriquera los más abundantes, pero también aparecían desperdigados por aquí y por
allá algunos ejemplares de Patek Phillipe o Rolex. Era eso precisamente lo que hacía de
aquella situación un sinsentido al que habría de enfrentarse el inspector Meseguer, que
acababa de entrar en la vivienda acordonada minutos antes por la policía. La caja fuerte
había sido abierta con la colaboración, voluntaria o no del hombre que yacía sobre la
alfombra y todo hacía pensar que quienes quisiera que hubiesen provocado aquel caos
no habían encontrado lo que buscaban, y que tras torturar al obeso infortunado habían
abandonado el lugar a toda prisa, dándole por muerto.
-Antonio Ibáñez. Cincuenta y ocho años. Divorciado y sin hijos. De profesión relojero
como podrá usted comprobar inspector Meseguer. –Le informó un agente consultando
un bloc de notas-. No hemos podido contactar con ningún familiar. Según la vecina que
nos avisó, su exmujer marchó a Canadá tras el divorcio hará unos cinco años y nunca
más se supo de ella. Hora posible de la muerte, en torno a las seis y media de la tarde.
Fue a las seis cuando la señora vio entrar al difunto acompañado de otros dos hombres.
2. Sobre la pared estucada sonó por pura inercia, consciente quizás de que serían ya otras
manos las que lo afinaran y pusieran en hora, el carrillón de un valioso ejemplar marca
Mauthe fabricado en los cincuenta del siglo anterior.
-Las nueve ya –maldijo para sí el inspector, pensando que le resultaría imposible acudir
a la representación de La Bohème prevista para aquella noche en el Teatro Villamarta, y
donde tenía reservados dos asientos para toda la temporada lírica.
Con guantes de látex y poniendo un extremo cuidado en no pisar el rastro de sangre que
el coleccionista había dejado mientras su último aliento escapaba de una boca paralizada
en una desgarradora mueca de dolor, el inspector Meseguer llevó a cabo un examen
superficial del cadáver. Antes de eso, el cuerpo había sido fotografiado minuciosamente
desde distintos ángulos por un técnico de la policía científica. La autopsia establecería
posteriormente la hora en la que tuvo lugar la muerte, así como las causas, más que
evidentes, vistas las heridas punzantes que se apreciaban en el pecho y el cuello del
finado. Alguien lo había cosido a puñaladas. Quizás una por cada una de las
campanadas que habían sonado a la hora de su muerte, que el ojo ya habituado del
fotógrafo había estimado en torno a dos horas y media antes del descubrimiento del
cadáver y que corroboraba la estimación de su compañero.
El día anterior a su visita a Córdoba habían predicho mal tiempo con algunos intervalos
soleados a media tarde. Por si acaso, tomó su gabardina y la colgó sobre su antebrazo
izquierdo; embutido en un traje color beige y tras ajustarse convenientemente el nudo de
la corbata, salió a la calle donde la mañana se le presentó húmeda en efecto, pero de
temperatura agradable. Aferrado a su mano derecha, un maletín de cuero ajado por el
paso del tiempo.
Había decidido desde que acordaron el encuentro que no iría en coche, por lo que tras
callejear receloso de que alguien pudiera ir tras sus pasos, enfiló la calle Medina en
dirección a la estación de ferrocarril.
El relojero frisaba los sesenta años y su cintura rebasaba con creces el límite deseable
para un hombre de su edad. No era persona confiada. Su oficio le había llevado a través
de los años a calibrar a sus interlocutores de la misma forma que examinaba cada pieza
que tocaban sus manos, unas manos sorprendentemente delgadas y a simple vista
3. suaves, propias de su profesión, y que permanentemente mantenía cruzadas ante
cualquiera que se dirigiera a él, a modo de barrera entre su oronda persona y el mundo.
Un mundo del que recelaba y que observaba a través de unos ojos fríos aunque
tranquilos, que estudiaban cada gesto, cada parpadeo, cada bocanada de aire tomada y
exhalada. Papada prominente –que tenía tendencia a resaltar cuando estaba de buen
humor y le daba por silbar la 40 sinfonía de Mozart- y piernas más bien cortas daban al
personaje un aire un tanto desangelado.
Pronto el tren se hizo visible a lo lejos procedente de la estación de El Puerto de Santa
María. Una vez en el vagón correspondiente, tomó asiento y de una rápida ojeada contó
diez viajeros además de él. Siete en el sentido de la marcha y tres de espaldas a esta.
Nada le pareció fuera de lo normal a no ser por un curioso tatuaje que lucía un hombre
de unos cuarenta y pocos años y que estaba conformado por letras itálicas de pequeño
cuerpo. Algo acerca de la “ignorancia” que el relojero no alcanzaba a leer. Nada que ver
en suma –pensó- con el huevo de Núremberg que le llevaba aquel mediodía a adentrarse
en el territorio andaluz.
Empleó las dos horas y media largas que tardaba el tren en su recorrido en simular la
lectura de un libro que versaba acerca de la inacabable crisis que como un vendaval
azotaba al país. En esas estaba cuando despierto, “soñó” que paseaba por la ribera del
Guadalquivir, que cruzaba el Puente de San Rafael y recreaba la vista en el molino del
mismo nombre. Una locución lo sacó de su ensoñación. “Próxima parada… Córdoba”.
Cerró el libro, tomó su gabardina y el maletín y enfiló junto con el resto de pasajeros la
salida de la estación. No quiso tomar ningún taxi, decidido como estaba a no dejar rastro
de su paso por la ciudad califal.
El viento del invierno sacudía unas hojas que se habían aferrado a las ramas de los
árboles algunas semanas más allá de lo habitual debido a una climatología cada vez más
trastornada por la acción del hombre. Si caían las arrastraba y tras producir un remolino
las depositaba al pie de algún seto, coche o naranjo, aunque sólo el tiempo necesario
para tomar nuevas fuerzas y ponerlas otra vez a danzar en un frenético vuelo.
El relojero, embozado en la gabardina gris, como su ralo pelo, avanzaba contra ese
mismo viento desde la estación. Movido por su firme decisión de ultimar en el mayor de
los secretos unos de los negocios más suculentos de su vida. Intentaba hacerse desde
hacía más de tres meses en el mercado negro, con uno de los conocidos como huevos de
4. Núremberg, cuya fabricación se remontaba al siglo XVI. Caminó unos setenta metros
contra la corriente de aire y torció a su derecha con lo que la pared del edificio de la
estación le ofreció cobijo. Aprovechó el doblar la esquina para, resguardado en un
portal, comprobar que nadie le seguía. Caminó así a lo largo de la Avenida de América
hasta la calle Osario volviéndose de tanto en tanto con el pretexto de curiosear en algún
escaparate. Al llegar al edificio que albergaba la Diputación Provincial alzó la vista
hasta el reloj de sol en un guiño a la tarea que le había llevado a la capital cordobesa
desde su fronterizo Jerez. El gnomon proyectaba debido a las nubes su débil sombra
sobre las líneas de la pared indicando las tres y cinco aproximadamente. La puntualidad
era requisito imprescindible para llevar a cabo la operación y el grueso especialista en
precisión mecánica era consciente de ello, por lo que consultó el lujoso Rolex que vestía
su muñeca. A las tres y quince minutos exactamente, el jerezano se separó del muro
junto al que había aguardado los últimos dos minutos y cruzando una calzada apenas
transitada, llamó al número 42. Leve roce de pasos sobre el suelo instantes antes de que
una mirilla se deslizase con sonido metálico en la puerta de cerezo.
-¿Qué desea?- preguntó la voz de un hombre poco más joven que el relojero desde el
interior de la casa.
-Creo que tenemos un asunto de interés común.
Tras la mirilla un ojo impaciente observó durante unos segundos al experto relojero.
-Adelante, pase, no se detenga más de lo necesario en la puerta. –Le conminó un fornido
personaje desde la puerta ya abierta de la vivienda-. Con toda seguridad le vigilan y no
deben relacionarnos bajo ningún concepto -advirtió el hombre con quién se había
citado. – ¿Ha traído todo el dinero tal y como le expuse en mi última carta?
-Todo tal y como usted dijo- Respondió el jerezano- Aunque ya puestos, le diré que no
me pareció el método más seguro para comunicarse conmigo. En cuanto al
fraccionamiento de los billetes y el hecho de que sean usados, no me extraña. Es lo
habitual en estos casos. Al menos en la ficción.
-¡Bah! ¡Tonterías! Nadie prestaría atención a la carta echada al correo por un simple
ciudadano. A fin de cuentas, la forma en la que el huevo llegó a mi poder no pudo ser
más inesperada. Nadie puede sospechar que soy yo quien le ha traído a Córdoba. Si
siguen un rastro caliente es el de usted, no el mío.
5. Sin mediar más palabra el cordobés mostró al de la frontera un pequeño saquito de
terciopelo negro, del cual éste extrajo un hermoso reloj de forma ovalada. Con sumo
cuidado, acariciándolo, admirado ante su belleza, el jerezano pensó que había merecido
la pena ir hasta allí y embarcarse en semejante aventura sólo por el placer que le
otorgaba aquel instante. Satisfecho, entregó la cantidad acordada y ofreció su mano al
de Córdoba, quien se la estrechó descubriendo –sorprendido- una fuerza y energía
impropias de la fisonomía del personaje venido del sur.
Al cerrar la puerta el fornido cordobés pudo oír del otro lado los primeros compases de
la 40 sinfonía de Mozart, silbados por un relojero que creía flotar de felicidad en aquel
momento. Su papada y sus carrillos se inflaban y desinflaban al son de los acordes que
él mismo iba desgranando en la tarde cordobesa.
Como tenía previsto, la vuelta a Jerez sí la hizo en taxi. Un silencioso vehículo híbrido
que le acercó hasta la sevillana Utrera, donde tomó un tren de cercanías con el objeto de
asegurar aún más que nadie seguía su camino.
A pesar de la estación del año y de que la habitación estaba orientada al nordeste, el
taller estaba caldeado debido al reflejo del sol sobre la superficie acristalada del edificio
situado frente a él, un sol que llegaba a deslumbrar al relojero, por lo que optó por
correr las cortinas y trabajar a la luz de una lámpara de sobremesa. Además, aquel gesto
le ponía a resguardo de posibles miradas indiscretas desde el otro lado de la calle. A
aquellas alturas cualquier precaución que tomara era insuficiente. Ibáñez sacó de la tela
que lo protegía el huevo de Núremberg y abrió su tapa pasando con delicadeza extrema
un dedo curioso sobre la inscripción que figuraba en la parte cóncava del reloj. “La
ignorancia es la madre de la maldad y de todos los demás vicios”.
El siguiente paso no dependía de él. Alguien habría de ponerse en contacto con él de
forma absolutamente imprevisible y por unos cauces sólo determinados por su futuro o
futuros interlocutores. Tan solo cabía pues poner a buen recaudo la pieza y esperar
llevando una actividad diaria lo más parecida posible a la habitual. Nada de despertar
sospechas ni hacer ningún tipo de exhibición del valioso reloj habían sido las únicas
exigencias del mensaje que le habían hecho llegar. Todo debía llevarse a cabo con la
más absoluta discreción.
6. Las aspas de los molinos danzaban con el viento de levante. Barcos en el Estrecho
dibujaban estelas irregulares sobre la mar rizada. África se asomaba frente al extremo
sur de Europa y a la izquierda se podía ver ya el Peñón de Gibraltar. El Seat del relojero
se deslizaba cuesta abajo con suavidad, cortando el mismo aire que hacía mover los
brazos de los enormes molinos.
Cruzar la verja que separaba el territorio español del de la colonia británica le llevó para
su desesperación más de hora y media, de tal forma que cuando aparcó su automóvil en
el espacio reservado para los clientes del hotel su nerviosismo era palpable. Gotas de
sudor perlaban su frente a pesar de los rigores de la estación del año en la que se
encontraban. Agarró su maletín con ambas manos y lo cruzó sobre su pecho a modo de
escudo. Titubeante, preguntó en recepción por el señor Andrew Morris y una delgada
recepcionista le respondió con acento andaluz que mister Morris hacía más de una hora
que le aguardaba en el bar contiguo al hall del vetusto hotel.
El vestido de Claire dejaba ver una tersa espalda que ella lucía con indolencia y
sensualidad al mismo tiempo. Antonio era testigo de las miradas indiscretas de todos
aquellos que se cruzaban en el vestíbulo del hotel con la hermosa británica, mientras
que Andrew, su esposo o cómplice desde hacía menos de un año, sobrellevaba aquel
comportamiento con estoicismo no exento de cierto orgullo. Era la gibraltareña su
particular “joya de la Corona” y como tal, era algo parecido a un mórbido placer para él
que los demás hombres y alguna que otra mujer se volviesen al verla pasar
contoneándose y abriéndose paso al ritmo de sus tacones. Unos tacones que la hacían
contemplar el mundo desde una perspectiva aventajada, lo que en el caso del relojero no
era necesario debido al carácter más bien asustadizo y apocado de éste.
Lo contempló con desdén desde su refugio en la barra del bar el londinense mientras su
mujer se acercaba a ellos y de un solo trago apuró el vaso de bourbon. Sobre la
superficie barnizada un ejemplar de una de las más prestigiosas revistas especializadas
en subastas de arte antiguo aparecía abierta por una página dedicada a relojes del siglo
XVIII. En el aire flotaba la música de John Dowland que se mezclaba con el olor de la
leña en la enorme chimenea y la tibieza que emanaba del cuerpo de Claire.
-Llega tarde señor Ibáñez- le espetó de forma arisca el inglés al relojero en un castellano
un tanto arrastrado debido a las altas dosis de alcohol ingerido-. Es chocante que
teniendo la profesión que tiene no sea un poco más riguroso a la hora de cumplir con
7. sus compromisos de forma puntual. No sé usted, pero tanto la señora como yo tenemos
otros asuntos de los que ocuparnos y perder el tiempo no es algo que nos agrade. Espero
que al menos pueda cumplir su compromiso de entregarnos la pieza. Porque… supongo
que la habrá traído. ¿No es así mister Ibáñez?
-Ante todo, quiero pedirles disculpas –manifestó titubeante el jerezano-. Ya saben, la
política en la Verja es cada vez más estricta. Las colas son considerablemente largas en
las últimas semanas y a pesar de los controles, he podido llegar antes de que ustedes
abandonen la ciudad. Soy consciente de que el tiempo no juega a mi favor. Espero que
comprendan mi situación. Traté de hablar con ustedes por teléfono. Les envié un correo.
Ya ve, no me ha sido posible hablar con ustedes hasta este momento.
-Déjese de palabras y de disculpas. Hicimos un trato hace catorce días. Cumpla con su
parte. Nosotros corresponderemos de la misma manera. Si no tenemos el huevo de
Núremberg en nuestras manos hoy mismo como acordamos, serán los suyos los que nos
llevaremos. Volarán en formol esta misma tarde por gentileza de British Airways.
Bussiness class. Todo un lujo tratándose de sus pelotas.
-Tranquilo my darling. There is no need de perder la calma. El señor Ibáñez cumplirá
con su parte del trato. ¿No es así?-terció la gibraltareña.
-Por… por supuesto que lo haré- balbuceó el relojero-. Ya les digo que he tratado estos
dos últimos días de ponerme en contacto con ustedes. Su teléfono no se encontraba
disponible y en recepción no han sabido darme razón de su paradero.
Cruzaba sus brazos ante su pecho el de Jerez en ademán protector, mientras el británico
iba incrementando su impaciencia debido a que aquel no daba ninguna señal de ir a
cumplir su parte del pacto. Al menos en aquel momento. Todo le indicaba al londinense
que el sudoroso personaje que tenía enfrente no llevaba consigo el ejemplar tras el que
iba desde hacía en torno a un lustro. Con una rotunda ira en sus ojos, aferró al relojero
por el cuello ante la presencia cómplice del camarero del hotel, que fingía dar brillo a
los vasos. Apretaba tanto el londinense que a punto estuvo Ibáñez de perder el
conocimiento y caer desplomado al suelo.
-Stop it!- dijo Claire a Andrew en voz baja aunque indignada. You will cacht the
atention of somebody!
8. Con su mano derecha ahogando aún al sorprendido y casi desmayado jerezano, Andrew
miró por un interminable momento a Claire y poco a poco fue aflojando la presión de
sus dedos.
La pelirroja abrazó a Ibáñez, quien se desplomó sobre el cálido cuerpo de ella, que lo
sostuvo con una fuerza que sorprendió al camarero atento a lo que pasaba aunque fingía
seguir puliendo la cristalería.
-All right mister Ibáñez. Tranquilo. Salgamos un momento a la terraza. El aire fresco del
Estrecho le sentará bien.
Pasando un brazo alrededor de la espalda del jerezano, Claire lo acompañó hasta la
terraza del hotel desde donde se divisaba el tráfico lento de numerosas naves por el
Estrecho. El viento fue reanimando poco a poco al relojero, quien aún sorprendido por
la reacción del inglés tomó a sorbos inseguros un café sólo con el que la gibraltareña
pretendía despabilarle tras el desvanecimiento al borde del que había estado.
-Mire, esto es lo que haremos… Mi marido se marcha hoy mismo para London, but, yo
no tengo que estar allí hasta el próximo weekend. Se lo voy a poner más fácil aún. Yo
misma iré a recoger el reloj a su ciudad pasado mañana. Hace tiempo que no me tomo
un sherry como es debido en Arenal Square. De esta forma, tiene usted dos días más
para hacer la entrega y con mi marido lejos de su cuello todo estará más tranquilo.
Sin dar oportunidad a Morris de arremeter de nuevo contra el infeliz jerezano, Claire
hizo salir a éste por una puerta lateral de la terraza y acompañándolo hasta su vehículo
acordó con él su próxima cita en Jerez para dos días más tarde en un parque del
extrarradio.
Para alivio de Antonio Ibáñez, el encuentro en Jerez fue cordial. Nada hacía presagiar
que todo acabaría con la fatalidad con la que finalmente acabó. Él la aguardaba paciente
en un banco de la Laguna de Torrox, mirando indolente parejas que deambulaban
cogidas de la mano, niños a la carrera y abuelos en amistosa conversación. El invierno
se derramaba poco a poco sobre el suelo, empapando el prado. En los almendros se
pintaba el blanco en las ramas y algún que otro perro corría tras las torcaces. Intrépidas
gaviotas que se aventuraban cada vez más en tierra firme daban cuenta de alguna que
otra pitanza.
9. Vestida de lana verde, con gorro a juego, gafas negras y botas del mismo color, Claire
hacía ondular su pelo asomando bajo el verde que cubría su cabeza al caminar hacia
Antonio, quien la vio acercarse en la prudente distancia que había puesto entre el punto
de encuentro acordado y la posible vía de escape.
-Hi! Buenos días mister Ibáñez. –Saludó la llanita al relojero- Espero que se encuentre
usted recuperado de lo sucedido en La Roca. Discúlpeme, pero le aseguro que me fue
absolutamente imposible evitar el altercado del pasado lunes. Tiene usted que
comprender que mi marido está muy nervioso por el retraso en la entrega. Está
acostumbrado a la puntualidad británica. You know, don´t you?
-Estoy bien, estoy bien, no es nada. Tan solo un ligero hematoma que irá
desapareciendo poco a poco. –Respondió Ibáñez, que cubría la señal dejada en su cuello
con una bufanda-. Sólo deseo acabar cuanto antes todo este asunto y salir de un
embrollo en el que nunca debí meterme. Lo mío es la mecánica de la relojería,
compréndame. Yo nunca me he dedicado, ni volveré a hacerlo tras esta desagradable
experiencia, al negocio del contrabando y el mercado negro.
-No debe preocuparse más por Andrew, ha dejado en mis manos la conclusión de este…
llamémoslo así, intercambio. Cree que seré más persuasiva con usted que sus puños y su
mala leche. ¿No es así como dicen ustedes? ¿Mala leche? – Le preguntó Claire al
jerezano mientras cambiaba de lado, seductora, su melena cobriza, que sobresalía bajo
el tocado-. No hay necesidad de ponerse bruscos. Estoy segura de que we can achieve
un arreglo…
-Eso he tratado de hacer desde el primer momento, créame. Lo que pasó hace dos días
en Gibraltar es agua pasada. No mueve molino, como decimos aquí. Lo importante es
que lleguemos a una solución lo antes posible. Puestos a hablar de relojes, que es lo que
nos trae aquí, hemos de coincidir en que tempus fugit… “el tiempo se escapa. Vuela”. Y
el mío es tan valioso como el suyo. Pero… seamos razonables y tomémonos esto con
seriedad y cierta deportividad. Fair play. ¿No es así como dicen ustedes?-El relojero
siguió el juego lingüístico iniciado por la británica.
-En efecto. Fair play. Y para que vea usted que somos gente seria, aquí tiene usted
como deseaba doce mil euros por anticipado. Por nuestra parte, queremos asegurarnos
de que tiene usted el reloj y de que se encuentra en good conditions. –La llanita deslizó
10. sobre el frío banco de hormigón un abultado sobre dentro del cual como pudo
comprobar Ibáñez se encontraba la cantidad requerida por éste como primer pago.
Por su parte, el jerezano sacó de una mochila de cuero marrón un saquito de terciopelo
que contenía un hermoso objeto con forma ovalada y de color plateado que al ser
abierto por el relojero dejó ver una aguja anclada desde hacía más de dos siglos en torno
a las diez y media. No se sabía si de alguna noche o alguna mañana. En el interior de la
tapa plateada podía leerse la inscripción “La ignorancia es la madre de la maldad y de
todos los demás vicios”.
La gibraltareña entrecerró los ojos fríamente, sopesando el valor del ejemplar que tenía
ante sí.
-¿Conoce usted el origen de esta frase mister Ibáñez? –preguntó la pelirroja al relojero.
-Creo que es una cita de Galileo. Sabrá usted que el pisano dio un buen impulso a la
técnica, e incluso llegó a proyectar un reloj de péndulo que posteriormente construiría
Christian Huygens. Un holandés. Fue Galilei, si no estoy mal informado –ironizó el
jerezano- quien hizo grabar su propia cita en el interior del huevo antes de su choque
con la Inquisición. Ya se sabe, el conocimiento y el Tribunal no se llevaban muy bien
allá por el XVII.
-Vaya, veo que es usted todo un experto en la materia. Pensaba que su pericia se
limitaba a la mecánica de los relojes. Anyway, centrémonos. Ya tiene usted la primera
parte del pago que teníamos que hacerle. El resto, como acordamos por teléfono, se le
entregará esta misma tarde una vez nuestro colaborador haya certificado la autenticidad
del objeto que nos trae aquí.
-Claro, claro. ¿Y quién me garantiza a mí que no se esfumará usted con el reloj y lo que
resta de mi dinero?-Inquirió el relojero con un envalentonado tono de voz, sabedor de
que Andrew no estaba cerca para apoyar a la pelirroja-. Mire usted señora Morris,
hagamos las cosas como Dios manda, si me permite la expresión. Esto es lo que
haremos… Yo me llevo el huevo y si usted quiere venir con su… “colaborador”, les
esperaré esta tarde en mi taller. Ya ve, no tengo nada que ocultarles. Conocen de sobra
mi dirección. Es fácil de rastrear. El gran hermano Google les mostrará el camino.
11. -Veo que sigue usted empeñado en poner las cosas más difíciles de lo razonable. Ok.
Don´t worry. Haremos todo como usted desea. Suerte que Andrew se encuentra lejos. Él
no sería tan… ¿condescendiente? ¿Qué le parece si mi tasador y yo nos pasamos por su
casa o taller o whatever you call it a las cuatro y media de esta tarde? Ni un minuto más
ni uno menos por favor. Sea puntual en esta ocasión. Al fin y al cabo hoy no tiene verja
que cruzar.
El jerezano volvió a guardar el reloj en el terciopelo negro, se levantó y mirando por
primera vez a la pelirroja desde una posición más elevada que la de ella le espetó:
- No trate de intimidarme con la amenaza velada de lo que haría su marido, su cómplice
o whatever you call him. A las cuatro y media. Les espero. Acabemos de una vez con
esto. Ustedes me entregan el dinero, yo les doy el maldito huevo, y… como decimos a
este lado de la verja, “aquí paz y después gloria”.
Envalentonado por una súbita descarga de adrenalina causada por un carácter un tanto
cercano a la bipolaridad, el otrora apocado relojero se permitió un último comentario
jocoso dirigido a la gibraltareña antes de encaminarse a su coche.
-No se moleste en acompañarme. Conozco el camino.
La súbdita británica se quedó sentada en el frío banco gris durante unos minutos,
fumando un cigarrillo mientras veía como se alejaba la obesa figura del relojero.
Aplastando con cierta saña el filtro del cigarrillo sacó un teléfono de su bolso y marcó el
número que le había proporcionado Andrew. La voz de un hombre con acento del sur
respondió al tercer tono.
-“Soluciones 24 horas”. ¿En qué podemos ayudarle?
-Buenas tardes. Verá, he perdido a mi gato. Su nombre es Cheshire. La última vez que
lo vieron merodeaba por el número 19 de la calle Porvera. No hace mucho de eso por lo
que podrían encontrarlo por la zona si se dan prisa. Serán recompensados debidamente.
-Déjelo en nuestras manos. Nos pondremos en contacto con usted en cuanto tengamos
noticias de su gatito. ¿Podemos llamarla a este mismo número?
-Sí, no hay problema.
12. -De acuerdo. Si su gato no esconde uñas muy afiladas lo tendremos en nuestro poder
antes de esta noche. Permanezca atenta a su teléfono.
La conexión se interrumpió. Claire guardó el teléfono en su bolso, se alisó la falda y el
pelo cobrizo bajo el bonete y se dirigió a la linde del parque desde donde tomó un taxi
que la condujo a su plaza favorita en Jerez.
Antonio Ibáñez, alias Cheshire desde hacía pocos minutos condujo su Seat León blanco
entre el denso tráfico de la media tarde hasta un parking cercano a su vivienda en el que
tenía plaza reservada. Tras aparcar, y siempre pendiente de que nadie le siguiese, se
dirigió a un conocido restaurante de la Calle Gaitán del cual era cliente asiduo. Pidió a
la camarera que le atendió una ensalada y dorada a la sal que acompañó con vino
blanco. Barbadillo de la vecina Sanlúcar de Barrameda. En compensación, y sin
intención clara de aumentar el perímetro de su barriga tomó tocino de cielo con nata
como postre y una copa del mejor brandy disponible en el establecimiento, por aquello
de celebrar el sustancioso intercambio que se disponía a realizar una hora más tarde.
Dejó a la camarera una generosa propina y se encaminó a su casa.
La fatalidad quiso que al ir a abrir la puerta de su vivienda cayese en la cuenta de que
había dejado las llaves que normalmente llevaba en el bolsillo derecho de su pantalón
olvidadas en su vehículo. Volvió pues sobre sus pasos hacia el parking subterráneo de la
Plaza del Mamelón. Descendió las escaleras hasta la planta baja del recinto y al abrir la
puerta del coche fue abordado por dos individuos, uno de los cuales esgrimió una
afilada navaja apuntando con ella directamente al hígado del obeso relojero.
-Muy bien señor Ibáñez- dijo con voz fría el de la navaja-. Ahora vamos a ir
tranquilamente hasta su casa. No haga ningún intento de pedir ayuda ni de escapar
porque acabará desangrándose en la calle como el cerdo que está demostrando ser. Sabe
bien lo que vamos buscando, y a no ser que lo lleve encima, suponemos que es en su
caja fuerte donde lo habrá guardado. Ya sabe, colabore y todo acabará en un simple mal
trago. Trate de resistirse y tarde o temprano todos sus relojes se pararán definitivamente
para usted. Mejor dicho, será usted el que se pare por siempre.
Permanecía el secuaz del navajero en silencio, atento a cualquier movimiento o ruido
que pudiese alertar a algún testigo de lo que acontecía junto al coche. Se dirigieron de
13. esta forma hacia el 19 de la céntrica calle, simulando mantener una intrascendente
conversación acerca de la marcha de la liga de fútbol.
Tras las cortinas de la vivienda contigua a la del relojero una enjuta viuda que lo había
tenido por vecino desde hacía más de cuarenta años –cuando empezaba a familiarizarse
con los mecanismos de precisión en el taller de un maestro-observó como Antonio
Ibáñez entraba en su vivienda acompañado por dos extraños. Esto no hubiese sido raro
en el comportamiento de Ibáñez de no ser porque uno de ellos parecía empujarle
levemente y apremiarle a la apertura de la puerta.
Tampoco encajaba en la normalidad el posterior volumen excesivo de la música en la
casa de su vecino. Sabía que era éste un melómano amigo de Verdi, Mozart y Bach y
que solía oír su música mientras trabajaba con los relojes, pero aquella tarde la Reina de
la Noche desgranaba su famosa aria en un tono demasiado elevado.
No sospechaba la anciana aquel día que bajo las notas de Der Hölle Rache kocht in
meinem Herzen su vecino gemía e imploraba misericordia mientras uno de sus
asaltantes revolvía la casa y el taller. Por su lado el otro no lo soltaba al mismo tiempo
que punzaba insistente con la navaja el grasiento vientre del jerezano.
Acorralado como estaba, y consciente de que aquellos eran con toda seguridad sus
últimos instantes de vida, el relojero arremetió con todas sus fuerzas contra su captor,
quien sin proponérselo, clavó la navaja en el bazo de Ibáñez. Salió esta bañada en una
sangre que se esparció con rapidez por el suelo del salón y que salpicó muebles y
paredes mientras duró el forcejeo entre ambos. La lucha fue inesperada para el agresor,
quien había subestimado la fuerza que era capaz de desplegar el relojero. Vendió cara su
piel el coleccionista, pues en un gesto confiado del malhechor llegó a clavarle repetidas
veces un pequeño destornillador en la mano con la que sostenía la navaja.
El rufián se dejó llevar por el volumen de la música y mientras multitud de agujas y
carrillones marcaban las seis y media de la tarde su brazo izquierdo empujaba como un
incansable émbolo la navaja albaceteña, que entraba y salía del cuerpo del relojero
desgarrando a su paso músculos y arterias, rompiendo costillas y seccionando para
finalizar la aorta. Ibáñez, que finalmente cedió en su denodada pero vana lucha por
escapar de la presa de su atacante, y se deslizó hasta el suelo resbalando en su propia
14. sangre, murió entre estertores con una desagradable expresión en la cara y quizás con la
satisfacción de saber que se llevaría el secreto del huevo de Núremberg a la tumba.
Tras revolver la casa de arriba abajo, incluida la caja fuerte cuya combinación les había
proporcionado del mismo relojero antes de morir, concluyeron que el huevo de
Núremberg no se encontraba en el 19 de la Calle Porvera. Resignados, abandonaron
precipitadamente el domicilio de Ibáñez siendo observados tras las cortinas por Doña
Juana Bermúdez, viuda, fiel colaboradora de las fuerzas del orden público desde los
tiempos en que su marido fuera brigada de la Guardia Civil. Fue la viuda la que llamó a
la Policía Nacional, que tardó menos de diez minutos en personarse en el número 19.
Para entonces, lo inevitable había sucedido.
Una vez se hubo hecho cargo de la situación, con desgana, Meseguer se despojó de los
guantes estériles y al arreglarse los puños de su camisa, sobre su muñeca izquierda se
pudo leer en pequeñas letras itálicas una antigua cita de Galileo Galilei: “La ignorancia
es la madre de la maldad y de todos los demás vicios”.
Días más tarde, en el número 42 de la Calle Osario de la capital cordobesa se recibió un
aviso de Correos. Un objeto que nunca debió salir de aquel domicilio volvía a su más
reciente origen, como las agujas de un reloj, empeñadas en marcar cada cierto tiempo la
misma hora, en un bucle imposible de deshacer.
La remitente del paquete en el que se enviaba el objeto, una camarera de nombre
desconocido para el fornido destinatario, amiga de recibir generosas propinas.