1. Rubén
Salió coronado con un sombrero de paja toquilla. Y tocó con él las primeras tres canciones. (Un
homenaje y un regalo, dijo). Sigue siendo su voz la misma de siempre. Aunque Blades empieza a
avistar el respetable abuelo salsero que será en el futuro, su voz permanece joven, límpida y
digna. Aún le rodea un aura de humildad, cuyo símbolo son aquellas dos maracas, como dos frutos
del Edén, colgadas del pedestal del micrófono. El escenario (que tardaron treinta minutos en
arreglar luego de la presentación de Azuquito), abarrotado de instrumentos, cables, micrófonos,
bailarines y salseros durante la presentación de la orquesta quiteña, quedó libre, limpio para este
señor de la salsa. Blades lo recorrió a pasos cortos, bailando con pasitos cortos, o caminando
distraído, concentrado en el texto de la canción, y detrás de él, una escalera que parecía
descender del cielo, por donde subió cuantas veces pudo a juntarse a los percusionistas para tocar
sus maracas.
Con ese sombrero, aquella barba de médico antiguo, el traje oscuro de la misma índole, los lentes
de sabio y la voz caribeña, Blades pone a bailar —para mal— a la gente que no escucha sus letras o
no las entiende, y pone a pensar —para bien— a aquellos que lo querían solamente sentado en el
banco de un ministerio. (Hay gente a la que le queda muy bien la mueblería de los Ministerios,
pero a Blades lo que mejor le queda es la orquesta detrás, el micrófono delante, y una oreja que
oiga pa’ que entienda). El digno Blades es la dignidad de la salsa, ya sacada de ese estercolero
bailable al que la llevaron algún día.