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En el principio era el poeta
Mientras algunos venimos haciendo solamente poesía del ombligo, Adoum intentó la literatura
con la cara pegada contra la ventana: la mirada clavada en el exterior. No siempre acertó.
Aquellas extensas memorias suyas —De lejos y de cerca—, en largos pasajes, dejan traslucir la
aureola del mito, el yeso seco que se va quebrando para descubrir la estatua autolevantada al
cielo. Pero sobre esos acostumbrados gigantismos de nuestra literatura, sigue mirando su
tiempo, su testimonio, su entorno, y resplandece con el contacto que tuvo con los obreros de
las palabras que conoció. Alguna vez reconoció que las jóvenes generaciones literarias tienen
derecho a practicar el parricidio, siempre y cuando no sean hijos de probeta o clones de un
solo huevo. Lo último lo dijo en otras palabras, pero para el caso, la lección es la misma.
Nosotros, la verdad verdad, nacimos huérfanos de referentes literarios nacionales. Dicen que
en los setenta y ochenta aparecieron aquí unos cuántos escritores, ahora carcamales en
silencio, pero esos, solitos, sin necesidad de los tzántzicos, redujeron sus cabezas hasta quedar
en silencio o en un escritorio de la burocracia. Llegaron cargados de sueños, como todos, y en
la primera esquina que se les cruzó un poste, se les hicieron trizas, como un jarroncito de
mucho brillo y ninguna flor adentro.
A Adoum lo vimos como el abuelo literario que era: ni padre al que matar, ni momia que
olvidar. Era el que fue: el poeta que practicó la poesía de vanguardia levantada sobre la
tradición, sin escupir al oficio, a la lengua o a la memoria de los escritores imperecederos.
Dando pasitos para alejarse de Neruda, avanzó lo que ya había avanzado César Dávila Andrade
y puntualizó donde la mirada omnímoda de Carrera Andrade trazó el paisaje. De ahí para acá,
lo que hacemos todos no es más que intentar.
Uno puede o no comulgar con su concepción de la literatura y de la política, pero no puede
dejar de reconocer su trabajo militante en la poesía, la certeza de mucha de su obra narrativa
o la sabrosura de sus ensayos. Siguió creyendo en lo que predicaba, salvo por esa catastrófica
participación suya en las siete armonías que escribió para Mahuad, con autodefensa incluida
en su “Ecuador: señas particulares”, quedó flotando la imagen del bardo que puso melodía al
introito de una cantata derechona y banquera.
Hubo una época en que, los que en nuestra adolescencia soñábamos con hacernos escritores,
conseguíamos, con el placer del que persigue cromos para su álbum de futbolistas, las revistas
Diners para leer las crónicas golosas de Esteban Michelena, los dibujos desdibujados de Bonil y
los ensayos narrativos con mayor condumio de Adoum. Era la época en que la Diners valía la
pena leer, y parecía una auténtica revista de cultura y no un híbrido del Vistazo y
Cosmopolitan. Sus artículos de entonces —muchos de ellos reunidos en su libro Mirando a
todas partes, el mismo nombre de la sección en la que los publicaba— repasaban todo y eran
un viaje a los libros de los otros, a los iconos de la cultura occidental, a los entretelones del
arte, al homenaje de sus héroes, que era una especie de homenaje a sí mismo.
Se murió con el silencio de la nación que le importa más el muerto del barrio que un hombre
de letras. Los periódicos tuvieron ese día los titulares ocupados en otras cosas más decentes
que la muerte de un poeta.

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