1. Reflexiones sobre la Calidad de la Democracia en México.
Alberto J. Olvera
Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales
Universidad Veracruzana
Introducción.
En tiempos muy recientes hemos empezado a discutir en México el tema de la
calidad de la democracia. En realidad lo novedoso es el uso de este concepto,
porque en la práctica desde que se inauguró la transición a la democracia en
nuestro país hemos debatido, de una manera o de otra, el problema del mal
funcionamiento de nuestra democracia y las formas en que se puede mejorar.
Ciertamente, este debate se había limitado durante muchos años al terreno
electoral. Se trataba, en el imaginario colectivo, de garantizar la limpieza de los
procesos electorales y el respeto del voto de los ciudadanos, como fórmula
mágica que al llevarse a la práctica habría de garantizar la llegada de una
especie de virtud cívica al gobierno. Habíamos depositado expectativas
excesivamente elevadas en la democracia electoral.
A un alto costo aprendimos que las sucesivas reformas electorales que
experimentamos desde 1977 no eran suficientes para garantizar un cambio
político verdadero. No en la teoría, sino en la práctica, los mexicanos
aprendimos que la democracia electoral es limitada en cuanto a sus
capacidades de transformación y que no es suficiente con tener una alternancia
de partidos en el gobierno para garantizar una verdadera democratización de la
vida pública. El primer gobierno de alternancia a nivel federal, presidido por
Vicente Fox, fue la mejor escuela para entender que la democracia electoral no
garantiza una transición de régimen. Como muchos apuntamos
oportunamente1, el nuevo gobierno no podía transformar la naturaleza del
Estado y mucho menos cambiar la cultura política hegemónica
(antidemocrática y verticalista) ni las relaciones más generales entre el estado
y la sociedad.
La transición política quedó inconclusa puesto que el gobierno
democráticamente electo no tocó los principios jurídicos, institucionales y
culturales del viejo régimen. Experimentamos ante todo una pluralización
política de un régimen no democrático. Ciertamente, el pilar central de ese viejo
régimen, el presidencialismo, fue fuertemente golpeado, por lo cual puede
decirse que su principio organizacional dejó de operar. Pero desde el punto de
vista constitucional e institucional los cimientos siguieron virtualmente intocados
debido a la fuerza de los intereses creados y de los llamados poderes fácticos,
que han impedido transformaciones reales y profundas en la operación de las
empresas públicas, como PEMEX, y del funcionamiento de los campos
centrales de la política pública, como es la educación.
1
Ver Olvera, 2003ª y Olvera 2003b
2. Sirva esto como corolario para entender que la discusión sobre la calidad de la
democracia tiene una gran importancia en México porque permite pasar de una
discusión repetitiva y agotada, que gira en círculos en torno a la reforma
electoral, para tratar de introducir nuevos criterios de evaluación acerca de
cómo funciona nuestra imperfecta democracia. Es así que el concepto de
calidad democrática debería permitir un juicio integral sobre el estado de los
derechos de ciudadanía. En efecto, como apuntan los teóricos principales de
esta corriente, Morlino (2005) y O´Donnell (2004), lo central en cualquier
análisis de la calidad de la democracia es entender la correlación que existe
entre régimen, Estado y ciudadanía.
En las páginas que siguen discutiremos estas ideas desde una doble
perspectiva: primero, una discusión teórica sobre las implicaciones de concebir
la calidad de la democracia de esta forma; y segundo, una breve reflexión
sobre la calidad de la democracia en México desde esta lectura. No se trata de
un diagnóstico, sino apenas de una provocación para iniciar un largo trabajo
que debe abrir uno más de los campos en que se libra la disputa por la
construcción de la democracia en México.
La discusión teórica.
El gran politólogo argentino Guillermo O´Donnell ha desarrollado una teoría
muy elaborada acerca de la calidad de la democracia, informado por la
experiencia práctica que uno de sus alumnos ha implementado en Costa Rica2.
Nos referimos a la Auditoria Ciudadana de la Calidad de la Democracia, que se
ha llevado a cabo en Costa Rica en los años 2001 a 2003. O´Donnell defiende
una posición teórica en este campo que llama la atención por su originalidad y
por su radicalidad. En el libro llamado La Calidad de la Democracia (2004),
nuestro autor demuestra que hablar de una evaluación de la democracia
realmente existente implica no solo establecer un horizonte normativo que
juzgue la realidad por contraste frente a una serie de parámetros considerados
como mínimos deseables, sino también el reconocimiento de nuestro
aprendizaje histórico en materia democrática.
Esto quiere decir que establecer un largo listado de las condiciones y requisitos
que debe llenar un verdadero régimen democrático, es decir, un régimen en el
cual se respeten los derechos civiles, políticos y sociales de los ciudadanos, se
toleran las diferencias, se procesan los conflictos de una manera civilizada y se
crean los espacios públicos necesarios para debatir los conflictos y las
diferencias, es decir, una lista de condiciones y prerrequisitos para el
funcionamiento de una democracia ideal, no es en manera alguna un ejercicio
suficiente. A diferencia de Morlino (2005), quien considera que puede y debe
establecerse justamente ese listado de condiciones básicas, las cuales emanan
de la construcción histórica del estado de derecho democrático en Occidente,
el cual define los derechos de ciudadanía aceptados hoy universalmente,
O´Donnell entiende que estos principios, si bien existen como un horizonte
2
Ver Proyecto Estado de la Nación, 2003, y Vargas Cullell 2004.
3. normativo, son leídos, interpretados y vividos de diferente forma en cada país,
dependiendo de las circunstancias históricas.
Esto no significa que la evaluación contrafactual de los derechos ciudadanos y
de las características de los estados democráticos de derecho no constituya
un ejercicio útil e interesante. Por el contrario, este ejercicio, que se refiere a lo
que O´Donnell denomina “factores externos de la evaluación de la calidad de
la democracia”, es sin duda alguna un elemento básico de todo análisis de este
tipo. Pero mal haríamos si no entendiéramos que las democracias realmente
existentes son el resultado histórico aleatorio de diversos procesos de lucha
política que han permitido la implementación de derechos bajo ciertas
condiciones y alcances, mientras, al mismo tiempo, no han dado lugar a que
otros derechos prosperen de la misma manera.
Para ser más explícitos, es necesario reconocer que la construcción de los
estados democráticos de derecho en los países del sur, léase de América
Latina, Asia y África, es un proceso histórico relativamente reciente e
inacabado, que no ha logrado materializar, desde el punto práctico, el
horizonte completo de los derechos de ciudadanía desarrollados
históricamente en Occidente. De una manera parcial y fragmentada, los
derechos se han puesto en práctica, a pesar de que en el plano constitucional
se hayan establecido pautas de imitación jurídica que han puesto las
constituciones latinoamericanas en un nivel comparable con las de los países
desarrollados. Más aún, en algunos países de América Latina existen
constituciones más avanzadas normativamente que las constituciones de
países considerados universalmente democráticos, incluidos los europeos.
Esto nos debe indicar que el divorcio entre el país legal y el país real, tan
señalado por los historiadores del siglo XIX como una característica definitoria
de los países de América Latina, continua hasta la fecha presidiendo la vida
pública, bajo nuevas formas y bajo nuevas circunstancias, precisamente
porque la enunciación constitucional de los derechos se no ha correspondido
con su respectiva aplicación.
Este hecho plantea un enorme dilema a la hora de evaluar la democracia. Si
en efecto, nos guiáramos solamente por el criterio del grado de cumplimiento
de los derechos estatuidos a nivel constitucional para juzgar la calidad de la
democracia, nos daríamos cuenta de inmediato que ninguno de los países de
América Latina llena los requisitos necesarios para considerarlos democráticos.
No se trata de poner en evidencia lo obvio, lo que ya todo mundo conoce, sino
de entender históricamente, es decir, situadamente en el tiempo y en el
espacio, las razones por las cuales estos derechos no han sido debidamente
extendidos a toda la ciudadanía. Al mismo tiempo, es preciso saber cómo la
sociedad misma entiende esta circunstancia histórica.
Los creadores del informe llamado “El Estado de la Nación”, en Costa Rica, y
posteriores desarrolladores de la Auditoria Ciudadana de la Calidad de la
Democracia, especialmente Jorge Vargas Cullell (2004), nos han enseñado
que un elemento esencial en la evaluación de la calidad de la democracia es
adoptar una “perspectiva interna”, es decir, propia de los actores involucrados
en el proceso constructivo de la democracia, puesto que de otra forma sería
4. imposible entender el horizonte simbólico dentro del cual se produce el
ejercicio. En otras palabras, no basta con establecer la serie de enunciados
normativos basados en los derechos universalmente reconocidos, como los
derechos de ciudadanía, sino que es necesario interpretar claramente cómo los
propios ciudadanos, en sus distintos grupos y estratos socio-culturales,
perciben la situación misma en la que viven y a qué tipo de correcciones
aspiran dentro del horizonte histórico en que les toca vivir.
Esta perspectiva interpretativa, aun no plenamente desarrollada por los
intelectuales costarricenses ni por el propio O´Donnell, nos plantearía una
interesante aproximación a un verdadero ejercicio de análisis de la calidad de
la democracia. O´Donnell (2004) acepta que son necesarias perspectivas tanto
internas como externas para juzgar la calidad de la democracia en un país
determinado. Las “externas” nos permiten apropiarnos del aprendizaje
normativo en el mundo occidental en el campo de los derechos de ciudadanía
al momento actual (no solamente al nivel histórico- formativo de la democracia,
sino lo que se ha aprendido hasta el arranque del siglo XXI). Desde la
perspectiva “interna”, o sea, las formas en que los propios actores civiles y
ciudadanos en general entienden su inserción dentro de la vida pública en un
tiempo y espacio determinados, es algo que tiene que analizarse también, si
hemos de situar a los ciudadanos en su contexto y entender las motivaciones
de su acción, así como la naturaleza de los conflictos políticos, sociales y
culturales en que se ven insertos. Es justamente la naturaleza de sus conflictos
y aspiraciones realmente vividas, lo que nos permite entender mejor los
verdaderos horizontes simbólicos dentro de los cuales se libra la disputa por
la democracia, entendida ésta como una lucha por la ampliación de los
derechos de ciudadanía, con todo lo que esto implica en términos de avances
en el control ciudadano sobre el ejercicio del gobierno, y por supuesto, en la
transparencia y en la rendición de cuentas, como corresponde a un moderno
estado democrático de derecho.
Llegados a este punto es necesario acotar nuestra búsqueda teórica. No es
preciso construir nuevas aproximaciones en la medida en que el debate que
han abierto O´Donnell y sus colegas en Estados Unidos y América Latina, así
como desde la perspectiva europea Morlino, Schmitter (2005) y otros, está
básicamente resuelto. De una parte, tenemos que entender que la calidad de la
democracia es un ejercicio evaluativo externo, que se juzga contra los
estándares normativos que derivan de la democratización de la vida pública al
final del siglo XX y principios del siglo XXI. Se trata de criterios internacionales.
Esto no implica que tengamos que resolver el tema de qué tan universales son
los derechos civiles concebidos en el mundo occidental. En efecto, como bien
apunta el propio O´Donnell, es importante reconocer que en un debate de
naturaleza normativa no se puede partir más que del principio de que el eje
articulador de la vida pública y de toda discusión sobre derechos es el
ciudadano como agente, es decir, desde la perspectiva individual propia del
liberalismo democrático. La perspectiva del actor como agente competente,
que es la que informa a toda evaluación en función de derechos de ciudadanía,
es un principio rector inevitable para el análisis normativo-prescriptivo de la
calidad de la democracia.
5. En el caso de México nos enfrentamos, sin embargo, con el dilema de que no
todos los ciudadanos de este país pudieran asimilarse culturalmente en un
modelo liberal democrático. Es preciso hacerse cargo de los derechos
colectivos de los pueblos indígenas, por no mencionar una gama mucho más
amplia de los llamados derechos culturales. Así, la universalización teórica de
los derechos, concebidos desde la perspectiva liberal, se enfrentaría con un
límite fáctico, dado por la existencia de otros horizontes culturales no liberales,
y uno conceptual, ubicado en el contexto del multiculturalismo.
Sin embargo, hemos aprendido de los debates abiertos por el multiculturalismo
y por la defensa de los derechos colectivos que para poder juzgar la calidad de
una democracia es menester aceptar que su principio normativo esencial
radica precisamente en los derechos de ciudadanía. Ante todo, los derechos
civiles, que protegen precisamente la autonomía y dignidad del individuo, son
una base fundamental e irrenunciable de los derechos políticos y de la vida
colectiva misma. No es posible renunciar a este principio normativo, por lo que
el debate sobre el multiculturalismo ha propiciado una combinación entre la
perspectiva liberal y la derivada del respeto a la diferencia y el reconocimiento
de los derechos colectivos. Si esto es así, entonces O´Donnell tiene razón al
decir que un debate sobre la calidad de la democracia debe basarse en la idea
del agente ciudadano como un actor competente, portador de derechos, de
dignidades y de capacidades de acción consciente.
A pesar de que el eje articulador del debate sobre la democracia es el
ciudadano visto desde la perspectiva individual, una interpretación
constructivista de la democracia, que la entienda como proceso inacabado,
como edificio en construcción permanente, hará notar que la lucha por los
derechos constituye un horizonte abierto. En efecto, la enunciación de los
derechos universales no agota la necesidad de explicar cómo, en primer lugar;
se les define; en segundo, cómo se lucha por ellos y en tercer lugar; como se
les estatuye jurídicamente. La lucha por los derechos es una lucha de carácter
ciertamente universal, pero que adquiere características históricas específicas.
Si bien en un nivel normativo siempre hubo una globalización, ya que desde la
revoluciones norteamericana y francesa los derechos del hombre y del
ciudadano quedaron establecidos con el horizonte normativo de occidente,
esto no significó que en la práctica estos derechos fueran verdaderamente
llevados a la práctica en ningún país, a pesar de estar establecidos firmemente
en el plano constitucional. Es la particularidad histórica de los procesos lo que
nos permite entender la naturaleza diferenciada de la ciudadanía país por
país, región por región.
Para poder analizar de una manera sensible y útil la calidad de la democracia,
es preciso situar cada estudio en el contexto histórico específico que nos toca
vivir, y este ejercicio debe convertirse en un instrumento de la propia
transformación de la realidad, es decir, en un insumo al cual puedan recurrir los
actores en la construcción de una democracia más profunda. Si somos
congruentes con esta línea de pensamiento, se entenderá que el estudio de la
calidad de la democracia no puede limitarse a un ejercicio académico de
análisis de los múltiples campos en los cuales se define la efectividad de la
ciudadanía -por más que cualquier informe sobre el estado de los derechos y la
6. ciudadanía sea extraordinariamente útil- ya que sin el elemento interpretativo
de los propios sujetos ciudadanos cualquier análisis quedaría incompleto.
Ahora bien, la discusión sobre la calidad de la democracia exige que la
democracia se situé no solo en el horizonte de los derechos de ciudadanía,
sino también de lo que se ha dado en llamar el Desarrollo Humano. El título en
español del libro de Guillermo O´Donnell, Jorge Vargas y Oswaldo Iazzetta
(2003), que hemos citado anteriormente, es mucho más preciso que el título en
inglés, en tanto que incorpora justamente las dimensiones de la ciudadanía y
del desarrollo humano a la calidad de la democracia. Como es sabido, la idea
del desarrollo humano se funda también en características esenciales,
atribuibles a los individuos como agentes competentes de su propio futuro. El
concepto de desarrollo humano ha permitido una crítica a todos los conceptos
del desarrollo económico que ignoraban a los hombres y mujeres de carne y
hueso en sus análisis. La problemática del desarrollo económico, tan cara a
los economistas, y que se funda prioritariamente en la búsqueda de grandes
metas macroeconómicas, fue criticada en una forma magistral por Amartya Sen
al establecer que el desarrollo económico carecía de sentido si no se
transformaba en un desarrollo humano, es decir, en un mejoramiento sustancial
de la calidad de vida de los ciudadanos. Esta perspectiva ha permitido el
análisis y la construcción de indicadores muy precisos, hoy comúnmente
aceptados a nivel internacional, que incluyen distintas variables que atienden
no solo los derechos básicos que ya hemos mencionado, sino el bienestar y la
calidad de vida de los individuos. Es así que la dimensión normativa de la
ciudadanía se empieza a traducir en indicadores cuantificables de desarrollo
humano. No se podría juzgar la pertinencia y la actualización de los derechos
de ciudadanía, si no se estudiaran al mismo tiempo los indicadores del
desarrollo humano.
Es así que el análisis de la calidad de la democracia conjuga los principios
normativos del estado de derecho democrático (perspectiva estatal) y los de la
ciudadanía democrática (perspectiva societal), con los criterios establecidos
contemporáneamente por el desarrollo humano. Así, la calidad de la
democracia va más allá de la evaluación de la relación entre el estado y los
ciudadanos y se sitúa también en el ámbito material de los procesos políticos y
las políticas públicas. Idealmente, la acción concertada del estado y la sociedad
debe permitir que los ciudadanos vivan en una forma decente, es decir, que
logren que los derechos estatuidos y sus formas de relación con el estado se
traduzcan en una vida digna.
Puede alegarse que hay una subjetividad inmanente en una discusión que
apela a la dignidad y a la decencia en la vida pública. En efecto, son
características valorativas occidentales, que sin embargo, nos remiten a
horizontes simbólicos diferentes de país a país, pero que en todos los casos
apelan a los criterios que socialmente se establecen como el mínimo aceptable
para la vida colectiva en una determinada nación. No es extraño, en este
contexto, que el Foro Social Mundial apele precisamente a esta ideas de la
vida digna y de la vida decente como una especie de horizonte normativo
mínimo, y que sería la manera en la que expresamos nuestra aspiración a vivir
7. con los mínimos de bienestar establecidos en los índices de desarrollo
humano, entendidos como el piso de la convivencia colectiva.
LA CALIDAD DE LA DEMOCRACIA EN MÉXICO
En México hemos avanzado sustancialmente en la evaluación externa de la
democracia, pero muy poco en lo que se refiere en la perspectiva interna de la
misma. A nivel externo, afortunadamente en años recientes se han producido
nuevos estudios que nos permiten tener una idea mucho más precisa de la
condición en que vivimos los mexicanos en diferentes estratos socioculturales.
Por ejemplo, el Diagnóstico sobre la Situación de los Derechos Humanos en
México (2003), coordinado por la oficina del Alto Comisionado de las Naciones
Unidas para los Derechos Humanos en México. Es un ejercicio notable, que
recorre los distintos derechos de la ciudadanía y establece no sólo un balance,
así sea tentativo, de cada uno de ellos, sino también hace propuestas
específicas que podrían conducir al mejoramiento de los indicadores de
cumplimiento de esos derechos. Hay en este estudio una pretensión amplia,
abarcadora de los distintos derechos de ciudadanía, y si bien se reflejan en él
los desniveles de conocimiento social que tenemos en este país, no obstante la
radiografía generada es absolutamente relevante. Por otra parte, en un
ejercicio más reciente, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo,
en su sede México, llevó a cabo un estudio sobre Indicadores de Desarrollo
Humano y Género en México, que es notable también en su capacidad de
llevar hasta niveles micro, es decir, municipales, la medición de índices de
desarrollo humano. Además, en un ejercicio loable, el estudio analiza los
problemas que bloquean la equidad de género deseable y necesaria para
transformar la cultura de la vida pública y de la vida privada en nuestro país.
Menciono estos dos estudios, aunque existen muchos otros ejercicios
diagnósticos relevantes, para hacer notar que en México, de una manera o de
otra, existen elementos que permiten avanzar en el campo de una evaluación
de la calidad de la democracia desde una perspectiva externa.
Estos notables avances se localizan también en otras áreas, por ejemplo, el
Informe sobre los Derechos de la Niñez, que ha producido recientemente la
Red de los Derechos de la Infancia en México. Así, nuestro conocimiento
estadístico y descriptivo de los problemas de los distintos sectores de la
sociedad ha avanzado notablemente en años recientes, gracias a una mayor
sofisticación académica, una mayor disposición de recursos y una pluralización
de los espacios de análisis. Se dispone también de evaluaciones ciudadanas
que demuestran como la mala calidad de la educación profundiza las
desigualdades de ingreso y de condiciones de vida de la población, y hay
asimismo una variedad de diagnósticos relacionados con los derechos civiles,
que demuestran que el país tiene a miles de personas en las cárceles sin
proceso, lo que es una demostración palpable de la ineficacia e inoperancia del
poder judicial en México. No es primordialmente un problema de falta de
conocimiento el que enfrentamos, sino de falta de acción política decida, lo que
a su vez, reflejaría que la distancia entre la clase política y los ciudadanos
afectados por esta desigualdad patente es enorme.
8. Si entendemos la calidad de la democracia como el grado en el cual los
derechos de la ciudadanía son vividos o actualizados en la práctica social,
concluiremos que los informes antes mencionados nos dan una radiografía de
las carencias, es decir, de las profundas desigualdades que padece nuestro
país y por tanto, del carácter fragmentario y parcial de la condición de la
ciudadanía para la inmensa mayoría de los mexicanos. Sin embargo, esto no
es una novedad, pues sabemos desde hace muchos años que México es uno
de los países más desiguales del mundo y es lógico que esta desigualdad se
exprese no sólo en términos de ingreso, sino en todas los ámbitos de la vida
social, entre otros, en el acceso a la educación, a la salud, a la vivienda, a los
servicios básicos, al consumo cultural, a las capacidades reales de gozar la
vida en todos los ámbitos que ésta comprende. Por tanto, la constatación de la
desigualdad en sí misma no constituye una novedad, por más de que una
demostración empírica específica nos permita tener una imagen clara de las
carencias concretas y por tanto, la posibilidad de proponer políticas públicas,
debidamente orientadas en términos temáticos y territoriales, para contrarrestar
la desigualdades así detectadas
El contraste con los estudios de las percepciones de la gente es notable. Es
cierto que, de algunos años a la fecha se ha desarrollado una nueva
generación de encuestas a los ciudadanos, que tratan de entender cómo ellos
asumen la vida en democracia, la perciben y la evalúan. La experiencia abarca
desde el Latinbarómetro, que ha sido una encuesta sumamente conocida y
valorada a nivel internacional y que refleja las percepciones de los ciudadanos
en relación a la democracia y como régimen político, hasta las encuestas
desarrolladas por la Secretaria de Gobernación y por el IFE acerca de los
valores cívicos y democráticos en México. Estos estudios reflejan la existencia
de una decepción ciudadana con la democracia y una especie de
desesperación con sus magros resultados en términos socioeconómicos. Pero
el problema de este tipo de análisis es que, al igual que toda encuesta, reflejan
fotografías momentáneas, expresadas en tendencias macrosociales, de la
enorme diversidad nacional. El problema metodológico de las encuestas es que
crean una media social que en el terreno no existe. En efecto, el porcentaje
medio reflejado en una encuesta es un fenómeno que posiblemente no exista a
nivel de ningún ciudadano individual. Si bien una encuesta agregada a nivel
nacional resulta de relevancia por reflejarnos los fenómenos macro-sociales y
macro-culturales dominantes, ello no nos enseña cómo el gigantesco mosaico
de la inmensa pluralidad nacional llega a producir este notable resultado, a
pesar de que algunas de las encuestas que mencionamos discriminan por
estratos socioeconómicos, por estado y a veces hasta por región. Lo cierto es
que aún dentro de cada uno de estos micro-ámbitos se constituyen también
realidades sociales que se sintetizan en una media estadística, a pesar de que
aluden a procesos profundamente diferenciados, aún en los espacios
regionales y en clases sociales específicas.
Por tanto, hay una necesidad de crear instancias e instrumentos que permitan
a grupos específicos de ciudadanos analizar, de una manera más crítica y
razonada, su vivencia en la democracia y sistematizar sus expectativas
respecto de la misma. A este propósito deben orientarse los futuros esfuerzos
9. de análisis de la calidad de la democracia, es decir, a producir aquellos
espacios de deliberación en donde las expectativas sociales puedan ser
debidamente construidas y entendidas. Como bien apunta Jorga Vargas Cullell,
“…por calidad de la democracia se entiende el grado en que, dentro de un
régimen democrático, una convivencia política se acerca a las aspiraciones
democráticas de su ciudadanía (2001, pp. 26). Cuando el estudio de la calidad
de la democracia se basa en una observación de esta naturaleza, se
consideran elementos descriptivos, normativos y evaluativos. Por tanto, lo que
tenemos que crear en México son esos espacios evaluativos que no existen,
espacios de debate que, a su vez, deben permitir el inicio de procesos de
aprendizaje colectivo. Este tipo de prácticas evaluativas tendrían que
desarrollarse en sindicatos, en organizaciones campesinas, en espacios
universitarios, en asociaciones civiles y por supuesto, con los militantes de los
partidos políticos, para que de esta manera pudiésemos entender cómo el
horizonte simbólico de la democracia es apropiado por cada sector social y
cómo puede ser desarrollado y sistematizado para producir un compromiso con
una democracia plena.
LA CALIDAD DE LA DEMOCRACIA COMO PROCESO OBJETIVO EN
MÉXICO.
Juzgar la calidad de la democracia en México es un ejercicio relativamente
sencillo desde el punto de vista externo. Como ha quedado de manifiesto
después de las elecciones de julio de 2006, el terreno en el que pensábamos
que habíamos adquirido las mayores garantías posibles, el electoral, ha
resultado ser un espacio en disputa. Como es del dominio público, los propios
partidos políticos y sectores muy relevantes de la opinión pública exigen un
nuevo ciclo de reforma electoral y la izquierda política tiene una petición
expresa de renuncia de los consejeros del IFE y la constitución de un nuevo
órgano electoral confiable. Este hecho, que a nivel nacional ha causado una
verdadera conmoción, es una realidad cotidiana en los estados. El que el IFE,
en su período de gloria, de 1997 a 2003, haya funcionado bien, permitió una
especie de suspensión de la realidad de las elecciones locales en los estados
de la republica, que, en la mayor parte de los casos, siguen sujetas al control
por parte de los gobernadores respectivos o del partido dominante en cada
entidad. El tema de nuestra insuficiente democracia electoral aparece hoy con
más claridad en el horizonte de los mexicanos, no solo como resultado de un
proceso de aprendizaje sumamente doloroso, sino también porque, por primera
vez, es posible entender que los procesos estatales son también parte
constitutiva de los déficit de la ciudadanía política.
Un nuevo ciclo de reforma electoral que, como es del dominio público, se
refiere ante todo a la rendición de cuentas del manejo de los recursos públicos,
a los límites de la inversión privada en las campañas electorales, al acceso a
los medios de comunicación, a la regulación de los contenidos de los
mensajes, no puede limitarse únicamente al plano federal, sino también debe
aplicarse en los estados. En otros campos ya se está produciendo esa
conciencia de la necesidad de homogeneizar las garantías de los derechos
ciudadanos. Un ejemplo es la llamada Iniciativa Chihuahua, en el campo de las
10. leyes de transparencia y acceso a la información, mediante la cual los actores
políticos reconocen que un derecho fundamental, el derecho a la información, y
un principio operativo de la vida pública, como la transparencia, deben tener un
piso mínimo nacional garantizado. Pues bien, lo mismo podríamos decir de una
reforma política, que tendría que tener elementos mínimos que fuesen
cumplidos en todos los estados. He aquí uno de los temas pendientes de la
reforma política que debería de conducir a una garantía procesal y legal mucho
más efectiva de los derechos políticos de los ciudadanos y por tanto, a
terminar, esperanzadoramente, con el largo e inacabable ciclo de la
construcción de la democracia electoral en México.
El problema hoy tan visible de los derechos políticos se vuelve
verdaderamente un drama cuando hablamos de los derechos civiles. Tal vez
en ningún otro ámbito de la vida pública pueda hablarse de una violación tan
sistemática de los derechos como en los aparatos que deberían de garantizar
la justicia. El día 26 de febrero, el periódico El Universal, en primera plana,
denuncia cómo la mitad de los presos en este país, más de 150,000 personas,
permanecen en las cárceles sin que hayan sido procesados. Las “bodegas
humanas”, como se les llama a las cárceles mexicanas, reflejan el profundo
desastre del sistema de justicia mexicano, de tal manera que para los sectores
pobres de la población no existe una garantía de los derechos civiles, que son
violados sistemáticamente. En este campo tiene que haber una reforma
sustantiva de instituciones, de prácticas y de cultura, y sin embargo, aunque se
ha avanzado en el reconocimiento del problema, las medidas correctivas están
muy poco consensadas a nivel nacional.
En cuanto a los derechos sociales, es sabido que los pocos bien definidos en la
constitución tampoco se cumplen. Caso paradigmático es el derecho a la
educación, hoy extendido hasta la secundaria, a la cual no accede más de la
mitad de la población; el derecho a la salud, que también está negado para
más del 50% de los mexicanos, que no tiene garantizado ningún sistema de
seguridad en salud; el derecho a la vivienda, que también es apenas
accesible, y eso relativamente, para aproximadamente un 30% de la población;
y así sucesivamente en los demás derechos sociales. Es claro entonces, que
en México esos derechos, muchos de ellos estatuidos a nivel constitucional
desde 1917, han sido letra muerta para todo fin práctico para amplios sectores
de la población, cosa por lo demás común en toda América Latina. La
enunciación del derecho al trabajo parece una broma de mal gusto para una
cantidad importantísima de mexicanos.
La política social no se define en términos de derechos, sino de atención
focalizada a personas en pobreza extrema, por lo que se trata de una política
asistencialista. El déficit en materia de derechos sociales es gigantesco, un
déficit que todos los indicadores de desarrollo humano demuestran
plenamente.
Finalmente una breve mención a los derechos culturales. Los derechos de los
pueblos indígenas de México no están garantizados ni reconocidos
constitucionalmente. Recuérdese que el gran movimiento social protagonizado
esencialmente por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional no concluyó
11. con una reforma constitucional satisfactoria ni mucho menos con una definición
de políticas publicas apropiadas.
CONCLUSIÓN:
El déficit de ciudadanía en México es muy grande y, por tanto, la calidad de su
democracia es sumamente baja y precaria.
Tenemos frente a nosotros una tarea gigantesca, no sólo para evaluar la
calidad de la democracia desde una perspectiva externa, sino en términos de
propiciar las condiciones que permitan una evaluación ciudadana de la
democracia, generando al mismo tiempo capacidades de intervención de los
ciudadanos para modificar esa democracia imperfecta en la cual nos ha tocado
vivir.