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Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía-
AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012)


                  La interminable crisis de la regulación pro-competitiva:
          Orígenes, desarrollo y desenlaces recientes de un modelo teórico
                                                                                Alberto Ruiz Ojeda
                                                                           Profesor Jean Monnet(*)
                                                                           (Universidad de Málaga)



Resumen:
Esta comunicación recoge principalmente los resultados de un rastreo por la literatura que ha analizado
con sentido crítico los fundamentos teóricos de la regulación pro-competitiva, con la intención de mostrar
sus insuperables deficiencias. La quiebra del sistema de ideas de este programa de políticas públicas ha
llevado, como aquí se intenta poner de manifiesto, a formular propuestas que han sido aplicadas en la vida
real de los sectores regulados en red, concretamente en telecomunicaciones, con resultados contrarios a la
innovación tecnológica y al dinamismo creativo de los operadores. Se presta atención al monopolio
natural como justificación inicial de la regulación y su posterior redefinición, dentro del perímetro
doctrinal de la economía neoclásica, por la propuesta de Baumol de los mercados contestables. La tesis
central del trabajo consiste en la irreplicabilidad de la competencia mediante regulación, que queda
ratificada desde los inicios mismos del movimiento antitrust hasta las más recientes experiencias de
introducción de competencia en sectores regulados. Se concluye que, a día de hoy, la única explicación
disponible de la regulación es su finalidad redistributiva.

Abstract:
This paper mainly sums up the results of the review of the literature that has critically analyzed the
theoretical foundations of pro-competitive regulation, aimed to show its insurmountable deficiencies. The
breakdown of the system of ideas endorsing those public policies has led, as argued, to make proposals
actually applied in regulated network industries, e.g. in telecoms, that have brought out severe counter-
effects in terms of technological innovation and creative operators’ dynamics. Attention is paid to the
initial justification of regulation by the natural monopoly theory and its later redefinition by Baumol’s
contestable markets proposal. The central idea of this article consists of upholding that competition
cannot be replicated through regulation, as ratified since the very beginning of the antitrust movement up
to the most recent experiences of competition enhancement in regulated industries. It is concluded that, at
the moment, the only available explanation of regulation lies on its redistributive purpose.




SUMARIO:
1. Enfoque de partida y planteamiento del trabajo; 2. El debate sobre el sentido de la regulación;
3. Del monopolio natural a los monopolios contestables: respuestas a una competencia perfecta
y que nunca existe; 3.1. Uno de los mitos más increíbles jamás teorizados; 3.2. A la
competencia mediante la regulación: las dos leyes del Senador Sherman; 3.3. Mercados
contestables y monopolios incontestables: Baumol y las bases teóricas de la regulación pro-
competitiva; 4. La regulación pro-competitiva en la vida real: el caso de las telecomunicaciones.
Breve recorrido por sus orígenes, desarrollo y estado actual; 4.1. Regulación y competencia en
las telecomunicaciones: breve relato del caso estadounidense; 4.2. El monopolista incumbente y
los nuevos entrantes en el sector de las telecomunicaciones; 4.3. La falta de competencia en la
provisión y operación de redes propias y el bloqueo a la innovación tecnológica; 5. Reflexiones
finales.




(*) Jean Monnet Module, “Regulation and Regulated Sectors within the European Integration Process”
Ref. 2008-2686.

                                                                                                         1
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    1. Enfoque de partida y planteamiento del trabajo


Cabría preguntarse hacia dónde se dirige y a qué causas obedece ese programa general
denominado regulación pro-competitiva. En esta comunicación pretendo ofrecer
algunas reflexiones críticas sobre la regulación para la competencia1, primero a través
del escrutinio de sus soportes teóricos que, a mi juicio, no son otros que los de la
economía neoclásica y, segundo, mediante el análisis de algunas de sus consecuencias
más destacables en ciertos ámbitos que han servido de banco de pruebas de la
promoción de la competencia mediante regulación, concretamente en el sector de las
telecomunicaciones. Se contienen aquí algunos resultados, parciales y provisionales, de
un trabajo de investigación más amplio, uno de cuyos puntos centrales es la revisión
crítica de los postulados sobre los que se fundamenta habitualmente, entre los
iuspublicistas cercanos al análisis económico del derecho, el manejo pro-competitivo de
la regulación.

Enseñaba Gonzalo Redondo que la primera ley de la Historia, como disciplina
científica, es que “la Historia no sirve para nada, pero el que no sabe Historia no sabe
nada”2. Esto me parece más verdadero aún, si cabe, cuando nos referimos a la historia
de las ideas y a su interconexión constante con la dinámica social como contexto de la
acción humana. Los flujos y reflujos entre la teoría y la práctica son tan
extremadamente ágiles que, en la mayoría de las ocasiones, se nos escapa determinar si
el hecho es efecto de la idea o si, en realidad, sucede al revés, ya que la conclusión que
saquemos en este sentido fácilmente resulta volteada de inmediato, en el siguiente
envite.

Dar por sentado que las concepciones predominantes sobre la regulación y la
competencia -aplicadas en la práctica a través de herramientas técnicas- cuentan con el
respaldo de un robusto aparato teórico ha contribuido eficazmente, según pienso, a
soslayar el análisis crítico de esos fundamentos. Es así como se ha perdido gran parte de
la capacidad para someter a escrutinio un largo reguero de situaciones no ya
paradójicas, sino disfuncionales y, en ocasiones, hasta gravemente lesivas. La tarea que,
con toda modestia, afronto aquí es la de contribuir a la restauración del sentido crítico
que, como tendré ocasión de señalar, otros más autorizados que yo promueven desde
hace algún tiempo. Esta carencia me parece evidente y la prueba más clara está, a mi
juicio, en la deriva utilitarista de la regulación pro-competitiva, que se nos presenta
frecuentemente como la vía media con la que evitar los desagradables excesos de unos y
otros: se trataría de competir y de regular, pero con moderación. A modo de orientación
de soluciones prácticas, el planteamiento puede ser razonable, pero esto no nos puede
llevar a elevarlo a la categoría de plétora explicativa, ya que no proporciona claves
causales. Quiero decir con esto que la vena principal del discurso de la regulación para
la competencia tiene, a mi modo de ver, una configuración meramente sintomática que,
en demasiadas ocasiones, incluso renuncia a dar cuenta de en qué consisten la
regulación y la competencia, o sea, qué son y a qué se deben.




1
  Pueden encontrarse algunos argumentos y desarrollos complementarios en tres de mis trabajos previos:
Ruiz Ojeda (2011a), (2011b) y (2011c).
2
  A. Ferrari Ojeda, “Gonzalo Redondo: erudición y pasión por la historia”, El Mundo, 26 de abril de 2006.

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Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía-
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No veo la regulación exclusivamente como manifestación de la intervención
gubernamental o administrativa ni, mucho menos, como normación o reglamentación.
Además, la competencia tiene para mí un sentido estrictamente procedimental, un
método de descubrimiento abierto a la rivalidad para producir resultados que ni quedan
ni pueden quedar establecidos de antemano ya que, si así fuera, la competencia no
existiría. Así pues, concibo la regulación como un conjunto de instrumentos de
gobernanza o de acción colectiva, que denominaré instituciones, con los que se dirigen
intencionalmente los intercambios y los procesos productivos hacia determinados
resultados redistributivos. Las instituciones regulatorias tienen en común incidir
deliberadamente sobre la configuración existente de los derechos de propiedad y/o sobre
los costes de las transacciones.

El tratamiento que ofrezco de ciertos fundamentos de la regulación y la competencia
hace uso, en cierta medida, de la contraposición entre la escuela neoclásica y la escuela
austriaca. Debo puntualizar que, aunque hay puntos básicos y no tan básicos en los que
se da una verdadera confrontación de contrarios, estimo ambas perspectivas valiosas y
enriquecedoras, y esto para nada me impide reconocer mi alineamiento austriaco.

En primer término, intento explorar el sentido nuclear de la regulación. En segundo
lugar, presto atención al gran debate de fondo sobre la competencia dentro del que, a mi
modo de ver, han de entenderse los pilares sobre los que se han asentado las principales
técnicas regulatorias. En tercer lugar, dedico un apartado a analizar algunos de los
resultados de la regulación pro-competitiva en el sector de las telecomunicaciones, sin
intención alguna de dar razón, ni siquiera mínimamente completa, de dicho sector. El
epígrafe final contiene las acostumbradas conclusiones. La estructura del ensayo se
sustenta en un repaso de algunas de las aportaciones que me han parecido más
relevantes de la literatura sobre la regulación y la competencia, con la intención de dejar
para otra ocasión una exposición más sistemática y la producción de un mayor volumen
de masa crítica propia.



    2. El debate sobre el sentido de la regulación


Si aceptamos, entre las varias que hay disponibles, la bien conocida exposición de G.L.
Priest (1993)3 sobre los orígenes de la regulación de actividades económicas y las
teorías sobre la regulación, diríamos que el iniciador del intenso debate fue G.J. Stigler,
con su artículo de 1971 “The Theory of Economic Regulation”, en el que proponía una
interpretación totalmente desconocida hasta entonces: la regulación es un recurso más
del mercado, de tal manera que lo que puede obtenerse de una autoridad o comisión
reguladora está sujeto al juego de la oferta y la demanda. Pero fue tres años después, en
1974, cuando el debate se planteó formalmente, en concreto con el trabajo de R.A.
Posner “Theories of Economic Regulation”. Posner hacía el contraste de las dos
aproximaciones alternativas a los fundamentos de la regulación, la más generalmente
aceptada, del interés público, que justifica la regulación en la corrección de los fallos
del mercado por la Administración para beneficio de los consumidores y la mejora del


3
 Otro buen resumen del itinerario de las teorías sobre la regulación puede encontrarse en Berg y
Tschirhart (2008: 286-291).

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Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía-
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bienestar social; y la abierta por Stigler -que Posner redenomina de manera más cruda-,
o teoría de la captura de la agencia reguladora cuyo comportamiento, si bien está
inicialmente orientado hacia fines de interés público, termina por caer bajo la influencia
dominante de los regulados. Concluía Posner que ninguna da razón completa de la
regulación, pero estimaba que la línea de Stigler era la más prometedora para futuras
investigaciones. La manera en que Posner planteó el debate ha tenido una influencia
decisiva en todo el análisis posterior y en el desarrollo de las políticas públicas,
concretamente en el movimiento hacia la desregulación de los sectores económicos y la
aproximación crítica a la legislación antitrust, en el que se puede concentrar la
aportación más significativa la economía estadounidense durante la segunda mitad del
siglo XX. El Journal of Law and Economics recibió el testigo de esta tarea, desde su
fundación misma por A. Director y su sucesor al frente de la Revista, R.H. Coase4, que
promovieron, con sus propios trabajos, una agenda de investigación dirigida a
desmontar la idea entonces dominante de que la intervención de la Administración,
tanto mediante regulación como de vigilancia de la competencia, está al servicio de
amplios fines de interés general, para dirigir la atención sobre la crítica de la economía
socialista y planificada.

Los sucesivos números del JLE desgranaron la estrategia con enorme energía y notable
éxito, tanto en el tratamiento de sectores específicos como del funcionamiento de las
agencias reguladoras. Con mucho, la crítica más afilada e influyente de la regulación
fue la realizada por los estudios centrados, no en la regulación de industrias
competitivas, sino en aquellos sectores sujetos a regulación sobre la base de la idea de
monopolio natural, sobre todo en cuanto al axioma de la tarificación con arreglo al
coste marginal. G.J. Stigler y C. Friedland ya habían realizado un estudio demoledor
(1962) en el que demostraron que la actuación de las comisiones reguladoras no tuvo
efecto apreciable alguno sobre los precios de la electricidad, al que siguió el de H.
Demsetz (1968), en el que formuló la idea5 de que, cuando se dan condiciones de
monopolio natural, no es necesario establecer una regulación mediante agencia, sino
que puede seguirse una regulación a través de franquicia, idea que fue incorporada por
Stigler en su artículo de 1971, ya citado, así como por el de Posner de 1974, también
citado. La escuela de la Public Choice contribuyó decisivamente, por su parte, al
reforzamiento de este modo de plantear el debate sobre la regulación. Las razones por
las que se censuró la regulación mediante agencia fueron, básicamente, tres:

    • El establecimiento de agencias reguladoras, como organizaciones dotadas de
      estructura y misiones permanentes, es la analogía más cercana a la planificación
      administrativa propia de las economías socialistas, por tanto, bajo la superficie
      del debate sobre los efectos beneficiosos o perjudiciales de la regulación
      mediante agencia se encuentra, en definitiva, el de socialismo versus
      capitalismo.
    • En general, la mayoría de los sectores regulados mediante agencia son
      considerados monopolios naturales, pero los que no tienen tal característica,

4
  Los orígenes del Journal of Law and Economics aparecen muy bien relatados en el jugoso intercambio
de recuerdos entre sus protagonistas, en tono de conversación informal, recogido por escrito por E.W.
Kitch (2005).
5
  Priest (1993: 290) otorga la paternidad de la idea a Demsetz, al decir que la formuló “por primera vez en
la historia del pensamiento económico”. En realidad, esto no es así, como el propio Demsetz reconoce
(1968: 57, nota 7), ya que el origen de la competition for the market mediante franquicia pública o
concesión es de E. Chadwick (1859).

                                                                                                         4
Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía-
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        también son regulados de este modo ya que, por razones de interés general, se
        intentan evitar efectos semejantes a los del monopolio natural.
      • Debe darse otra fundamentación económica a la regulación mediante agencia
        distinta de la del interés público derivado de la noción de monopolio natural:
        resulta, en efecto, difícil de creer que las características de costes marginales
        decrecientes empezaran a manifestarse en el primer tercio del siglo XX, que fue
        cuando se establecieron por doquier agencias reguladoras.

Stigler y Friedland demostraron en su trabajo de 1962 que los precios de la electricidad
no sufrieron variación real entre la etapa previa a la generalización de las comisiones
reguladoras y la posterior porque la electricidad estaba sujeta, de un modo u otro, a la
competencia de otras fuentes alternativas de energía. Por su parte, Demsetz sostuvo que
no hay razón para postular la superioridad de la regulación mediante agencia para
optimizar el bienestar social, ya que la actuación mediante la licitación de franquicias
para la gestión de los servicios públicos consigue el funcionamiento de la competencia,
concretamente por el mercado. Las limitaciones de las agencias son tales, que las
ventajas del mecanismo de las licitaciones le parecen evidentes; quiere esto decir que,
para Demsetz, no existe un vínculo necesario entre monopolio natural y regulación
mediante agencia. G.A. Jarrell, por su parte, abundó en la línea propuesta por Stigler al
demostrar, en su estudio sobre la regulación eléctrica (1978), que la competencia entre
compañías anterior al establecimiento de las comisiones reguladoras de los Estados
conllevó una reducción más efectiva de los precios que en el escenario posterior, lo cual
quería decir que la creación de las agencias obedecía a los intereses de las empresas y
no al interés público.

Priest6 ofrece un estudio de la situación en que se encontraban las actividades luego
consideradas como servicios públicos (public utilities) en el periodo previo a la
generalización de las agencias reguladoras. Así, los municipios organizaban sus
servicios públicos, desde principios del siglo XIX, de la manera en que Demsetz lo
concibió, mediante el otorgamiento de franquicias. Pero lo único que podían ofrecer
entonces a las empresas era conferir derechos de ocupación o de paso sobre vías
públicas, ya que no tenían potestades para garantizar una prestación en exclusiva de los
servicios. A cambio del otorgamiento de esos derechos, los municipios establecían en el
contrato de franquicia todo un conjunto de condiciones y, conforme la duración de los
contratos se alargaba, se incrementaron los problemas de administración de la relación y
se establecía una forma de regulación que, materialmente, se asemeja a la regulación
mediante agencia. En relación con el establecimiento de franquicias y su desarrollo
como forma de regulación, Priest destaca tres aspectos:

          a) El fundamento jurídico de la regulación mediante franquicias municipales y
             sus implicaciones. Explica Priest que la razón por la que se emplearon las
             franquicias en el ámbito municipal es mucho más mundana y simple que la
             que da la teoría de la captura: las empresas se sometieron voluntariamente a
             la regulación con la exclusiva finalidad de obtener los derechos de ocupación
             de espacios públicos y negociaron con los ayuntamientos los términos en que
             debería llevarse a cabo tal ocupación y en que debería prestarse el servicio a
             los usuarios. En este sentido, la teoría de Demsetz parte de dos presupuestos:
             que los ayuntamientos tenían la posibilidad legal de decidir quién podía

6
    (1993: 300-320).

                                                                                                 5
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                prestar el servicio y quién no y que dichos ayuntamientos eran propietarios
                de las instalaciones básicas para su prestación, de manera que se limitaban a
                concesionar la gestión. Pero la estructura de los derechos de propiedad en el
                siglo XIX presentaba algunos problemas que no permiten ser tratados
                mediante el régimen de franquicia que propuso Demsetz. En primer lugar, ni
                los municipios tenían el monopolio legal de los servicios ni podían impedir a
                nadie su prestación, de manera que su posición se limitaba exclusivamente al
                otorgamiento de derechos de uso de espacios públicos; en segundo lugar, los
                municipios de aquel tiempo tenían que confiar enteramente en el capital
                privado para la implantación de las infraestructuras y la realización de
                inversiones y, de hecho, las concesiones incluían necesariamente inversiones
                intensivas en capital a cargo del concesionario. El otorgamiento por los
                ayuntamientos de derechos de ocupación de espacios públicos resultaba
                fundamental para los concesionarios, ya que conllevaba unos costes de
                transacción mucho más reducidos que la negociación por vía privada de
                dichos derechos con los propietarios afectados. Por este motivo, cuando no
                había tales ahorros en costes de transacción, la negociación de las franquicias
                era mucho más complicada. Al modelo de franquicia de Demsetz se podrían
                añadir ciertas especificaciones iniciales en cuanto a las características de las
                obras e instalaciones, pero esto multiplica las dificultades de control ex post
                de la actividad de concesionario. En definitiva, en el mundo real, dirá Priest,
                “una vez que el servicio había sido puesto en marcha, el concesionario y la
                Administración entraban en una situación estable que tal vez se asemeje más
                propiamente a un monopolio bilateral”7.

           b) Las previsiones básicas de las concesiones municipales eran:
              • La duración del contrato, normalmente de largo plazo.
              • El establecimiento de precios con arreglo a estándares muy generales
                 que, posteriormente, adquirieron una mayor especialidad, con
                 previsiones para su adaptación a cambios futuros y, más adelante, se
                 remitieron a comités arbitrales, instancias municipales más o menos
                 independientes o, incluso, se sometieron a control judicial.
              • Fijación de especificaciones técnicas de calidad del servicio con arreglo a
                 parámetros generales que, como en el caso anterior, adquirieron
                 progresivamente una mayor especificidad, hasta incluir cláusulas de
                 progreso.
              • Previsión de mecanismos de renegociación.
              • El otorgamiento de derechos de exclusiva era muy raro al principio de
                 manera que, muchas veces, se permitía la convivencia de varios
                 concesionarios.
              • Más que una subsidiación cruzada sistemática y consciente, se fijaban
                 preferencias para algunos grupos de usuarios, o incluso la gratuidad para
                 ciertos usuarios (bibliotecas y jardines públicos, p.e.).

           c) La historia de las concesiones de electricidad. El otorgamiento de
              concesiones para la prestación del servicio de suministro eléctrico siguió la
              dinámica descrita, hasta que un proceso de concentración territorial llevó a la
              introducción de agencias reguladoras que sustituyeron el régimen de

7
    Priest (1993: 308), la cursiva es mía.

                                                                                                 6
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             franquicias, concretamente, la Comisión Reguladora Eléctrica de Colorado,
             que fue el primer caso, en 1917. El abastecimiento de agua aparece
             históricamente como una excepción, ya que se daba la propiedad municipal
             de las obras y de las instalaciones, con prestación directa del servicio por la
             Administración local.

Como se acaba de ver, fue el propio Priest quien, al explicar que el planteamiento del
debate en tales términos no daba, a su juicio, razón de las relaciones dinámicas que, en
el largo plazo, se dan entre los reguladores y los regulados, formuló su no poco
influyente doctrina del regulatory contract. Según él, la atención sobre la regulación
mediante agencia está mal orientada, ya que las diferencias entre regulación mediante
agencia y mediante franquicia es mucho menos relevante de lo que se suele pensar: “la
interacción entre el regulador y las empresas o industrias reguladas es difícil de
distinguir de un contrato de larga duración, dominado por previsibles problemas de
ajuste unilateral o bilateral con los que se pretende responder a condiciones
cambiantes”8. La idea del contrato regulatorio se presenta, según Priest, como una
exigencia del modelo de regulación mediante contrato sugerido por Demsetz, ya que la
franquicia exige la administración de un contrato incompleto a lo largo del tiempo.
Priest consideró que el sistema de regulación mediante franquicias licitadas
periódicamente no es un instrumento eficiente de mejora del bienestar social; el precio y
la calidad del servicio pueden ser controladas mediante contrato, pero con muy serias
dificultades. Todo el énfasis y el entusiasmo puestos en la defensa de la regulación
mediante contrato proceden de las reticencias hacia la regulación mediante agencias,
que han sido vistas como una simple versión de la economía socialista, intervenida o
planificada. Una de las conclusiones a las que llega Priest -de considerable importancia
para nosotros- en relación con cualquier forma de regulación es que, si lo que se
pretende es conseguir la determinación del precio con arreglo al coste marginal, sea por
la vía que sea, entonces no se deja a los potenciales competidores beneficio alguno que
ofrecer a los consumidores para entrar al mercado. A modo de reflexión final, Priest
indica que las dos teorías de la regulación (interés público y captura) entienden
incorrectamente las relaciones subyacentes que definen el comportamiento regulatorio y
que, por tanto, es la idea de contrato regulatorio -posteriormente desarrollada por Sidak
y Spluber9- la que mejor permite entenderlo y explicarlo10. Conviene apuntar, como
hace O.E. Williamson, que las dificultades planteadas por la institución de monopolios
regulados mediante franquicia, como vía media o modalidad híbrida entre el monopolio
público y el privado, hicieron que la creación de agencias regulatorias -que, en
definitiva, ejercen una especie de mediación entre el monopolista y los usuarios- fuese
una solución eminentemente pragmática: la experiencia enseña que no se puede confiar
exclusivamente en un documento escrito y, por tal motivo, la regulación por contrato (la
franquicia) no elimina la regulación sucesiva, sino que la reclama para administrar el
contrato regulatorio11.



    3. Del monopolio natural a los monopolios contestables: respuestas a una
       competencia perfecta y que nunca existe

8
  Priest (1993: 294).
9
  Cfr. Sidak y Spluber (1996) y (1997).
10
   Cfr. Priest (1993: 322-323).
11
   Cfr. Williamson (1996: 1011).

                                                                                                 7
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Además de ser innecesario, nos llevaría demasiado lejos exponer con detalle la
secuencia histórica de formación y desarrollo del paradigma neoclásico, el equilibrio
competitivo o modelo de competencia perfecta. Nos referiremos a él sólo en sus guías
básicas y en relación con lo que aquí más directamente nos interesa, la conexión entre
regulación y competencia a través de la regulación pro-competitiva. Aunque hablaremos
de ellas, tampoco podremos abundar en las conexiones intrínsecas del modelo
neoclásico de competencia perfecta con la Economía del Bienestar, que han sido
expuestas con extensión y rigor, como es bien sabido12.

No soy el primero -y espero no ser tampoco el último- que recuerde que la teoría
económica ha ido muchas veces a remolque de la práctica real de la organización y
funcionamiento de los sectores productivos en lo que a la regulación y a la competencia
se refiere. Como regla general, la teoría económica ha bendecido a posteriori lo que
políticos, legisladores y hombres de negocios decidieron hacer y, de hecho, hicieron;
esta regla es particularmente válida en los orígenes y sólo en tiempos muy recientes las
soluciones alumbradas por los economistas se han empleado para definir pautas reales
de comportamiento de los agentes económicos. Pasamos a comprobarlo con la noción
de monopolio natural, fundamento primigenio de la regulación y, posteriormente, con el
tratamiento de alguna de las principales corrientes teóricas de introducción de
competencia en los sectores de actividad tradicionalmente calificados como
naturalmente monopolísticos.


        3.1. Uno de los mitos más increíbles jamás teorizados

“Es un mito pensar -dice DiLorenzo en un ensayo más que recomendable- que la teoría
del monopolio natural fue primero desarrollada por los economistas y posteriormente
empleada por los legisladores para justificar la concesión de monopolios. La verdad es
que los monopolios fueron creados décadas antes de que la teoría fuera formalizada por
economistas intelectualmente favorables al intervencionismo, que emplearon la teoría
como un fundamento ex post de la intervención administrativa. En el momento en que
se otorgaron las primeras concesiones de monopolios, la gran mayoría de los
economistas entendía que la producción a gran escala y con inversiones intensivas en
capital no llevaba al monopolio, sino que era un aspecto absolutamente deseable del
proceso competitivo”13. La teoría del monopolio natural no es sólo falsa, sino
ahistórica: no hay ni una sola evidencia de que, en algún momento y en algún lugar, un
solo productor que se haya convertido en un monopolista permanente por el hecho de
haber conseguido en el largo plazo unos costes medios más bajos que cualquier otro; es
exactamente lo contrario, “originariamente, en muchos de los sectores denominados
como servicios públicos había, a finales del siglo XVIII y principios del XIX,
literalmente, docenas de competidores”14. En efecto, sostener que la producción en
régimen de economías de escala -costes marginales decrecientes y costes medios
igualmente decrecientes- aboca necesariamente a una posición de monopolio es tan
absurdo como afirmar que la música de Wagner provocó la invasión de Polonia. En sus

12
   Véanse, entre otros estudios, el de Mishan (1960) -verdaderamente completo- y los de Ruggles (1949-
1950a) y (1949-1950b), estos últimos traducidos al español.
13
   DiLorenzo (1996: 43).
14
   DiLorenzo (1996: 44).

                                                                                                    8
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dos célebres estudios, A.D. Chandler demostró dos cosas fundamentales: en primer
lugar, que las economías de escala y de alcance son el corazón de la producción
eficiente en una economía competitiva o, simplemente, de mercado15; en segundo lugar,
que sólo la acción concertada entre los empresarios, en tanto que tolerada o respaldada
por el poder político, puede hacer prevalecer las posiciones de monopolio o de
restricción de la competencia16.

El concepto de public utility, versión transatlántica del servicio público europeo-
continental, se asentó en Estados Unidos entre finales del XIX y principios del XX,
basado, según relata H.M. Gray, en el criterio de que “el interés público sería mejor
satisfecho mediante el otorgamiento de privilegios especiales a personas y
corporaciones privadas”17, que irían acompañados de otros beneficios en la forma de
patentes, subvenciones, capacidad para operar como bancos y aranceles. Esta estrategia,
inicialmente adoptada por el Gobierno federal, fue luego asumida por los Estados y los
municipios. El resultado final fue “el monopolio, la explotación y la corrupción
política”; la situación llegó a tal punto que se reclamó el establecimiento de
restricciones legislativas, que vinieron de la mano de las leyes Granger18, la Interstate
Commerce y la Sherman. Estas leyes, de diferente formato, contenido y alcance
respondían a la desilusión generalizada por la idea de que los privilegios privados
pueden ser reconciliados con el interés público mediante la alquimia de la regulación
pública19. Gray denominó esta situación, siguiendo a T.W. Arnold, como “capitalismo
monopólico”; fue, precisamente, la legislación antitrust la que vino a excluir del control
antimonopolio a las empresas designadas como public utilities, y dice: “La mano
invisible de Adam Smith fue sustituida por la mano visible de la regulación pública y,
según se pensó, la gestión continuada de la regulación sería suficiente para mantener un
equilibrio perfecto entre el interés privado y el público”20. Aunque, en general, se
consideraba que la competencia es algo beneficioso y que, por tanto, debía ser
preservada, enseguida se admitió que, al menos en ciertos sectores, la competencia es
indeseable y, por tanto, debía ser erradicada mediante la acción pública; de esta manera,
entre 1907 y 1938, la política de monopolios creados y protegidos se consolidó
plenamente en una porción significativa de la economía y se convirtió en la piedra
angular de la regulación, de tal forma que se asumía que “el estatuto de public utility era
el paraíso de refugio de todo aspirante al monopolio que encontraba demasiado difícil,
costosa o precaria su pervivencia como monopolista mediante la sola acción privada” y,
por tal motivo, buscaron el abrigo del poder para protegerse de los rivales con tal de
que, por supuesto, “la Administración no les impusiera un precio demasiado alto por sus
favores bajo la forma de una regulación restrictiva”21.



15
   Cfr. Chandler (1990).
16
   Cfr. Chandler (1977).
17
   Gray (1940: 7).
18
   Las Leyes Granger reciben esta denominación por ser fruto de la presión ejercida por la National
Grange of the Order of Patrons of Husbandry. Grange significa grano (de cereal) y granger granero. Esta
organización fue fundada en 1867, tras la Guerra Civil americana, como grupo de interés aglutinante de
los agricultores para ejercer presión a favor del control de los precios de los ferrocarriles para el
transporte de productos agrícolas. La organización pervive hoy día y es uno de los grupos de presión más
activos.
19
   Cfr. Gray (1940: 8).
20
   Gray (1940: 9, con nota 2), cursivas en el original.
21
   Gray (1940, loc. cit.).

                                                                                                      9
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A partir de aquí, algo que se llevó a la práctica sin un planteamiento teórico explícito de
respaldo, pasó a ser racionalizado y así se elaboró la noción de monopolio natural: las
empresas que suministran gas, electricidad, transporte urbano, agua y telefonía son
monopolios de manera inherente o natural, en virtud de unas características intrínsecas
que llevan a estas industrias a ser inevitablemente monopólicas22. Y así se concentró el
soporte nocional de la actuación pública: estos monopolios son diferentes, son naturales,
a diferencia de los demás, que son artificiales; son monopolios buenos, mientras que los
otros son malos. En consecuencia, continúa Gray, “aquellos que consagran su
propiedad a esta buena causa están legitimados para invocar en su hombre el poder del
Estado para asegurarse una justa retribución”. Así pues, “si bien quedaban sujetos
ocasionalmente a la indulgente propensión hacia los precios excesivos y al trato
discriminatorio –aberraciones todas ellas dominadas por la regulación-, estos
monopolistas organizarían la producción de manera eficiente, utilizarían los recursos de
la mejor forma, emplearían las mejores técnicas disponibles, mantendrían altos
estándares de servicio, desarrollarían los mercados por completo, asegurarían las
inversiones al menor coste y, en general, gestionarían sus empresas para el mejor interés
del público a cuyo servicio han puesto a disposición su propiedad. El afán de lucro,
aunque restringido, sería como en los ámbitos competitivos, dado el incentivo hacia el
desempeño eficiente. El papel del Estado sería enteramente negativo, su interferencia se
limitaría a prevenir unos precios excesivos y el trato discriminatorio”23.

La evitación de los precios excesivos y de la discriminación es un objeto laudable pero,
detrás de él, se esconden las “fuerzas siniestras” del privilegio privado y del monopolio,
que buscaban “inmunidad frente al control de la legislación antitrust, la validación legal
de sus privilegios y propiedades, la protección del Estado para sus monopolios y una
relativa mano libre para la extensión de su poder económico. Todos estos objetivos
fueron logrados mediante el estatuto de public utility. Además, se aseguraron


22
   Gray hizo una recensión del libro de Brown en la American Economic Review, Vol. 26, No. 3
(septiembre de 1936), p. 535, que es la siguiente:
         BROWN, G. T., The Gas Light Company of Baltimore. A Study of Natural Monopoly. Johns
         Hopkins University Studies in History and Political Science, Baltimore, Johns Hopkins Press
         1936, 112 pp. “This study traces the development of gas supply in Baltimore from the founding
         of the first company in 1816 through the passage of the state public service commission law in
         1910. It shows how recurrent competition was extinguished by consolidation until one concern
         finally controlled both gas and electric service. Public dissatisfaction with rates and service was
         manifest as early as 1833 and continued intermittently thereafter. Numerous attempts at local
         control proved ineffective and, after eighteen years of agitation, state commission regulation was
         established. The material is drawn largely from newspapers, investment circulars, ordinances,
         contracts and statutes. There is relatively little documentation from the private records of
         corporations. Likewise there is a dearth of source material concerning the political activities of
         these aspiring monopolists. Presumably these two types of evidence were inaccessible, but their
         absence makes impossible a complete account of what transpired in Baltimore. The author shows
         how the observed tendency for competition to yield to monopoly in the gas business led to the
         formulation of the theory of natural monopoly. The writings of J. S. Mill, T. H. Farrar, H. C.
         Adams, R. T. Ely, E. J. James, and Albert Shaw are cited in this connection. The inevitable trend
         toward monopoly is based on decreasing cost which, in turn, is traceable to technological factors.
         This analysis fails to give proper weight to the institutional factors involved. Franchises, way-
         leaves, contracts, charters, patents, secret agreements, injunctions, dummy corporations, cut-
         throat competition, newspaper and banking influences, and political corruption are the
         institutional ingredients from which monopoly was forged by skilful and unscrupulous
         manipulators. A critical evaluation of these elements might have shed considerable doubt upon
         the naturalness of this and similar monopolies” (la cursiva es mía).
23
   Gray (1940: 10), la cursiva es mía.

                                                                                                         10
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gratuitamente algo igualmente importante, la aceptación pública y el reconocimiento
legal de la ficción económica del monopolio natural”24.

Tras la Primera Guerra Mundial, la idea de monopolio natural sirvió para proteger los
precios de los monopolistas sobre la base de la salvaguarda del razonable beneficio
empresarial y de los derechos adquiridos, de manera que ya no se protegía tanto a los
consumidores como los intereses de los monopolistas. Esto supuso, además, un
entorpecimiento del desarrollo tecnológico, ya que no se permitía la implantación de
técnicas con las que atender necesidades cambiantes, y esto supuso una evidente
decadencia institucional. El ejemplo más claro de esta estrategia lo encontramos en los
ferrocarriles, que pidieron protección frente a las líneas de transporte por autobús o por
camión, a las que se exigía la obtención de licencia, severamente restringida por la
presión de las compañías ferroviarias, o sea, convertir también a los posibles
competidores en prestatarios de servicios públicos sujetos a una autorización
administrativa no reglada. Esto mismo sucedió en la electricidad, radiodifusión,
vivienda, producción láctea25, sector aéreo, carbón bituminoso y el sector agrícola26.
Esta perversión y decadencia institucional del concepto de servicio público es, a juicio
de Gray, inevitable en el capitalismo: “igual que, en el Imperio, todos los caminos
conducían a Roma, en una sociedad capitalista todas las formas de control social llevan
en última instancia a la protección por el Estado de los intereses dominantes”27.


        3.2. A la competencia mediante la regulación: las dos leyes del Senador
             Sherman

Si analizamos, aunque sólo sea someramente, el contexto histórico e intelectual de la
Sherman Act de 1890, estaremos en condiciones de desmontar la mayoría de los
convencionalismos que se manejan sobre la así llamada Carta Magna de la libre
empresa. Hay pruebas suficientes para decir que la Ley Sherman no iba dirigida a
promover la competencia; básicamente, fue una respuesta legislativa a las presiones
proteccionistas de los grupos de interés estadounidenses de finales del siglo XIX, más
cercana al actual clamor a favor de una política industrial diseñada para la protección de
empresas ineficientes28.

Como es sabido, los promotores principales de la Ley Sherman fueron los granjeros y
los agricultores, a través de organizaciones tales como la Grangers and the Farmers’
Alliance, que dirigieron sus protestas contra dos objetivos: los grandes latifundios de
cereales, a quienes llamaban monopolios de la tierra y los precios de las compañías de
ferrocarriles. Acusaban a los grandes propietarios de provocar la bajada de los precios
agrícolas mediante la monopolización de este sector productivo. En este ámbito, los
agricultores también protestaron contra la pérdida de cuota del algodón (producto
predominante en el Mid-West) frente a la yuta. Por lo que concierne a los precios de los
ferrocarriles, resulta sorprendente comprobar en qué medida las protestas eran

24
   Gray (1940: 11), cursivas en el original.
25
   Esta referencia no es una broma ni una excentricidad norteamericana: las centrales lecheras fueron
consideradas como servicio público es España, como bien explicaron Meilán Gil (1970) y Rivero Ysern
(1970).
26
   Cfr. Gray (1940: 11-15).
27
   Gray (1940: 15).
28
   Cfr. DiLorenzo (1985: 74).

                                                                                                  11
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infundadas ya que, justo antes de 1887 -año de creación de la Interstate Commerce
Commission (ICC)-, dichos precios habían bajado de manera notable -esto beneficiaba,
obviamente, a todos los productores, incluidos los pequeños-, lo que sucedía es que las
compañías otorgaban los descuentos más cuantiosos, como es lógico, a los grandes
productores, que coincidían con los grandes propietarios agrícolas y ganaderos, contra
quienes bramaban los pequeños y a los que pretendían privar, mediante regulación de
las tarifas ferroviarias, de tales descuentos. Como bien demuestra DiLorenzo, los
fundamentos reales de todo este fenómeno de lobby están del todo distorsionados: entre
1865 y 1900, los precios agrícolas bajaron menos que los precios en el resto de los
sectores, lo cual suponía una evidente ventaja, aunque también hay que decir que los
precios agrícolas se mostraron siempre muy volátiles e inestables. A los agricultores y
granjeros se sumaron otros comerciantes pequeños hasta que, finalmente, la prensa
progresista empezó a respaldar el movimiento y presentó la situación como un juego
suma cero en el que un puñado de grandes empresarios exitosos se enriquecían a costa
de los agricultores, ganaderos, trabajadores y consumidores y, en consecuencia, era
necesaria la intervención del Gobierno para imponer una redistribución29. En toda esta
tormenta de protestas secundada periodísticamente, algún historiador llegó a decir que
los monopolistas, además de corromper a los legisladores, disfrutaban de privilegios
como la protección de tarifas y expulsaban a los competidores mediante bajadas de
precios y abusaban de los consumidores mediante subidas de precios (las dos cosas al
mismo tiempo, lo cual es ciertamente increíble). Como señala DiLorenzo, la corrupción
es un problema de la Administración y de la legislación, la bajada de precios es una
consecuencia beneficiosa para los consumidores, mientras que el argumento de que, al
mismo tiempo, los precios subían y bajaban es del todo absurda. Estamos ante la
dinámica natural de la competencia, por lo que considerar que el cierre de empresas y el
consiguiente desplazamiento de recursos hacia aplicaciones más eficientes como algo
contrario a la competencia, es algo que carece de sentido. El contexto en que fue
tramitada y aprobada la Ley Sherman coincide con la reacción masiva de grupos
disconformes con el rápido cambio en las estructuras productivas que entonces tenía
lugar30.

El argumento principal de Sherman y de los que se alinearon con él fue que las grandes
empresas y sus asociaciones restringían la producción y esto provocaba una subida de
precios. Los datos disponibles desmienten tal cosa. Salvo en productos tales como las
cerillas y el aceite de castor, en todos los demás se dio un espectacular crecimiento de la
producción, no sólo en el último decenio del siglo XIX, sino también durante los
primeros años del XX, lo cual provocó el consiguiente descenso de los precios; este
crecimiento fue acompañado de una tendencia a la concentración empresarial, lo cual
contradice por completo la idea de Sherman de que las compañías grandes tienden a
reducir la producción y a incrementar los precios. Lo curioso es que el Congreso
admitió que esto estaba ocurriendo (concretamente con el azúcar y el petróleo), pero a
costa de que los “los menos eficientes (y más pequeños) empresarios (hombres
honestos) eran expulsados de la industria”31.

La Ley Sherman puede ser considerada como un caso de norma favorable a intereses
especiales en un doble sentido: a) al aislar a ciertos grupos, especialmente a los


29
   Cfr. DiLorenzo (1985: 75-76).
30
   Cfr. DiLorenzo (1985: 77).
31
   Cfr. DiLorenzo (1985: 80-81).

                                                                                                12
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pequeños empresarios, de los rigores de la competencia; b) al satisfacer a amplios
sectores del electorado que sentían envidia del éxito económico de otros empresarios y
que se veían superados por la rapidez en el descenso de los niveles relativos de precios y
salarios. Dice con razón DiLorenzo que las evidencias disponibles demuestran que es
sencillamente irracional e imposible que las grandes compañías pusieran en práctica
durante más de una década un sistema de precios predatorios para restringir la
competencia. Es más, todo hace pensar que una de las funciones de la Ley Sherman fue
distraer la atención del público del hecho de que la principal fuente de poder
monopólico es el Estado; la ICC fue creada en 1887 como un instrumento de
cartelización de las compañías ferroviarias y, por tanto, era la regulación la que
provocaba las restricciones de la competencia y la concertación entre grandes empresas.
Con su proyecto de ley, Sherman ganó apoyos políticos y aportaciones para sus
campañas políticas, mientras que los votantes medios carecían de incentivos financieros
para descubrir el verdadero coste del proteccionismo; el propio Sherman dijo en un
debate del Senado que los trusts “subvierten el sistema de precios; socavan la política
del Gobierno para proteger a las empresas americanas mediante el establecimiento de
aranceles a los bienes importados”. Curioso argumento en boca del campeón de la libre
empresa32.

Pero la sorpresa más grande nos la llevamos si conocemos la otra Ley Sherman, que fue
aprobada por el Senado y promovida por el propio Sherman, Presidente del Comité de
Finanzas, la Campaign Contributors’ Tariff Bill (así denominada por el New York
Times: Ley de Aranceles para los Contribuyentes a la Campaña [republicana]). Hay que
aclarar que Sherman no ha sido reconocido como autor de la Ley de Aranceles de 1890,
sino que la autoría se atribuye normalmente a su paisano, también nacido en Ohio,
William McKinley, Jr., por entonces miembro del Congreso, que algo más tarde se
convirtiera en el 25º Presidente de Estados Unidos (1897-1901) y que nombró a
Sherman Secretario de Estado (1897-1898). En efecto, en un artículo del New York
Times del 1 de octubre de 1890 se dice que “La así llamada Ley Antitrust fue aprobada
para engañar a la gente y dejar el camino expedito para la promulgación de la Ley de
Aranceles”. Este episodio es realmente interesante si se quiere entender bien el contexto
político y legislativo. Explica DiLorenzo que no es improbable que la Ley Sherman
fuera tramitada para desviar la atención de la opinión pública del proceso real de
monopolización de la economía que estaba teniendo lugar, precisamente mediante la
imposición de innumerables barreras de entrada (aranceles fronterizos, cuotas,
autorizaciones, concesiones y cláusulas de protección del status quo o grandfathering),
de las que los propios legisladores eran los principales beneficiarios. La Ley Antitrust
fue apoyada por los pequeños productores, pero la Ley de Aranceles lo fue por todos,
tanto grandes como pequeños. La Ley de Aranceles de 1890 vino, en definitiva, a
establecer una protección aduanera a las principales industrias estadounidenses frente a
los productos extranjeros. Los legisladores americanos se convirtieron claramente en
brokers legislativos, en intermediarios del tráfico de intereses y portadores de intereses
por sí mismos33.

Los economistas profesionales de la época no estuvieron presentes ni fueron oídos en el
debate que acompañó a la aprobación de la Ley Antitrust. Los principales economistas
de la época no pensaban en absoluto que la competencia estuviera en peligro en Estados


32
     Cfr. DiLorenzo (1985: 81-82).
33
     Cfr. DiLorenzo (1985: 82-83).

                                                                                                13
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Unidos y, además, consideraban que los procesos de concentración eran el resultado
afortunado de una evolución natural del funcionamiento competitivo del mercado,
entendido como un proceso dinámico. Concretamente, George Gunton escribió: “Si
hablamos en sentido estricto, la concentración de capital no expulsa a los pequeños
capitalistas del mercado sino que, simplemente, los integra en sistemas de producción
más grandes y complejos, en los que son capaces de producir más barato para la
comunidad y de obtener ellos mismos mayores rentas (…). La competencia entre
grandes conglomerados [trusts] tiende naturalmente a reducir los beneficios a márgenes
más estrechos que la competencia entre empresas, por la sencilla razón de que, cuanto
mayor sea el volumen de transacciones en un sector, más bajo será el porcentaje de
beneficio necesario para obtener éxito. Por tanto, en lugar de destruir la competencia, la
concentración de capital provoca lo contrario (…). Mediante el uso de un capital mayor,
una maquinaria mejorada y mejores instalaciones, los grandes conglomerados pueden y,
de hecho, venden a precios más bajos que las empresas más pequeñas”34. En definitiva,
los grandes productores no provocan al público perjuicio alguno; los productores que
buscan la protección que les procuran las alianzas o concentraciones son mucho más
eficientes que los productores pequeños que se ven desplazados del mercado. Es
sorprendente comprobar que, en la doctrina económica de aquella época, incluso los
más acérrimos enemigos del laissez-faire, como es el caso de Richard T. Ely, fundador
de la American Economic Association, no se oponían a los trust por el hecho de que
fueran monopolios, sino porque explotaban a la clase trabajadora y, por tal motivo,
recomendaba la nacionalización de las industrias y el establecimiento de reglas que
humanizaran las condiciones de trabajo. En cualquier caso, una amplia mayoría de
economistas americanos de aquel tiempo tenían una concepción conductual o dinámica
de la competencia, en lugar de un estado en el que el proceso de competencia encuentra
su fin. La doctrina económica americana del siglo XIX veía en las concentraciones unas
técnicas competitivas dirigidas a capitalizar las nuevas tecnologías emergentes de
producción a gran escala; del mismo modo, las fusiones eran consideradas como
mecanismos de competencia en la búsqueda de eficiencia para la producción masiva;
por tanto, las restricciones legislativas a estos mecanismos se consideraron por parte de
los economistas como un retroceso en el desarrollo económico. No es extraño que los
promotores de la Ley Antitrust no quisieran oír a los economistas de entonces en el
procedimiento de tramitación; todo lo contrario de lo que sucede hoy, cuando los
economistas están tan profundamente involucrados (y bien pagados, como dijo Stigler)
en la aplicación del Derecho de la competencia. Todo el problema parece estar en que
los trust son una desviación en relación con el ideal neoclásico de la competencia
perfecta y atomizada; los economistas actuales no son capaces de darse cuenta de que el
modelo competitivo (de competencia perfecta) no dice nada sobre la competencia. “Pero
si uno acepta la visión alternativa de que la competencia es un proceso dinámico y de
rivalidad, entonces el simple número de empresas en un sector productivo no
necesariamente tiene que afectar a la competencia” y, por tanto, los trust serían vistos
como lo hicieron los economistas del XIX, como “una parte del proceso normal de
evolución de los mercados competitivos”35.

La consideración de la Ley Sherman como garantía de los mercados competitivos es, en
suma, un artículo de fe, contrario a las evidencias que presentan los datos de la época:
los precios de los productos de las supuestamente industrias monopolizadas bajaron, no


34
     Cit. por S.D. Gordon (1963: 165).
35
     DiLorenzo (1985: 84-86).

                                                                                                14
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subieron. Sherman, simplemente, sacó adelante primero la Ley Antitrust como una pura
maniobra política para desviar la atención de la Ley de Aranceles del mismo año, que el
propio Sherman promovió. La doctrina económica de aquel tiempo enseñaba lo que
ahora parece como una nueva enseñanza: que la concentración industrial es más una
fuente de eficiencia que de monopolización. La doctrina económica sobre las bondades
de la Ley fueron construidas una vez que ésta fue promulgada, lo que quiere decir que
los legisladores tienen siempre fuertes incentivos para promover leyes proteccionistas
que, curiosamente, han sido respaldadas por la doctrina económica. Los políticos
aprovecharon la tendencia del mercado competitivo a la concentración para, mediante la
regulación, proteger, blindar y fomentar tal concentración y, de este modo, alumbrar
monopolios permanentes buenos, naturales, exentos de la legislación antitrust. La
diferencia es muy importante: en el verdadero mercado, toda posición de monopolio es
precaria, permanentemente amenazada; en el nirvana de la competencia neoclásica, los
monopolios son permanentes, regulados.


        3.3. Mercados contestables y monopolios incontestables: Baumol y las bases
             teóricas de la regulación pro-competitiva

Según sabemos, la corriente neoclásica predominante concibe la competencia perfecta
como una competencia atomizada, o sea, consiste en la existencia de muchos
compradores y de muchos vendedores, incapaces cada uno por sí solo para incidir sobre
la formación de precios, de tal manera que cualquier mecanismo de concertación entre
compradores y entre vendedores es completamente ajeno a este modelo y, por tanto, es
considerado como monopolístico y anticompetitivo. Los intentos de la economía
neoclásica por tomarle la delantera a los hechos consumados de la regulación y fijar, en
la medida de lo posible, ciertas pautas normativas tienen uno de sus mejores
representantes en la muy influyente formulación llevada a cabo por Baumol, Panzar y
Willig36 sobre los mercados contestables.

Al fundamento ya conocido del monopolio natural, la propuesta de los mercados
contestables añade una noción importante, distinta pero complementaria de la de costes
marginales decrecientes, que es la de subaditividad. La existencia de economías de
escala era la fundamentación temprana o inicial del monopolio natural que, según una
formulación posterior y más elaborada por parte de A.E. Kahn, pasó a denominarse
subaditividad: los costes medios decrecientes provocan que la producción sea llevada a
cabo por una única empresa37. Según Baumol38, la función de costes de una empresa es
subaditiva cuando es capaz de producir cualquier cantidad y combinación de una cesta
de servicios a un coste inferior al que se obtendría si estos servicios fueran producidos
por distintas empresas. La subaditividad de costes es una condición suficiente para la
existencia de un monopolio natural. Antes de que Baumol, Panzar y Willig introdujeran
el concepto de subaditividad, se creía que la estructura de mercado monopolística era la
más eficiente en los sectores con economías de escala. Sin embargo, la introducción del
concepto de subaditividad supuso un giro importante en el análisis de las funciones de
costes y, en consecuencia, en las políticas regulatorias de muchos países. La
subaditividad implica que, además de los ahorros de costes generados por las economías

36
   Baumol, Panzar y Willig (1982).
37
   Cfr. (1970-1971, vol. 2: 172ss).
38
   Véase, Baumol (1977), así como el libro publicado junto J.C. Panzar y R.D. Willig (1982), cuyo
contenido se encuentra resumido por el propio Baumol (1982).

                                                                                                15
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de escala, también existen ahorros obtenidos gracias a la elaboración simultánea de
distintos productos. Este último tipo de ahorro se conoce con el nombre de economías
de alcance. Desde la década de los ochenta del siglo XX, los tests de subaditividad
propuestos por la literatura económica demostraron que muchos de los mercados no
tenían características de monopolio natural, lo cual llevó, en algunos casos, a
liberalizarlos. Pero la condición de monopolio natural es distinta en el caso de empresas
uniproducto que en las multiproducto. En las uniproducto, la presencia de economías de
escala es considerada como condición suficiente, pero no necesaria, para probar la
existencia de un monopolio natural; es decir, la existencia de economías de escala
implica subaditividad de costes, pero no al revés. En el caso de una empresa
multiproducto, las economías de escala no es una condición ni necesaria ni suficiente
para probar la existencia de un monopolio natural; deben darse economías de alcance,
que reflejan la interdependencia entre los costes de producción de los distintos servicios.

Baumol consideraba que, en contraste con el modelo de competencia perfecta -en tanto
que estándar estructural y conductual de maximización de riqueza- su análisis
proporciona una generalización del concepto de mercado en competencia perfecta, que
ellos denominan mercado perfectamente contestable. La contestabilidad perfecta “sirve
primariamente no tanto como una descripción de la realidad, sino como referencia
(benchmark) para una organización industrial deseable que se presenta mucho más
flexible y que puede ser aplicada con mucha mayor amplitud que la que hasta la fecha
ha estado disponible”39. Es necesario recordar, según Baumol, que, “en los mercados
reales, raramente se da la contestabilidad perfecta, si es que esto sucede alguna vez. La
contestabilidad es simplemente un amplio ideal, una referencia (benchmark) de
aplicabilidad más amplia que la de la competencia perfecta”40.

El mercado contestable es aquél “en el que la entrada es absolutamente libre y la salida
se produce absolutamente sin costes”. La libertad de entrada debe entenderse no en el
sentido de que sea sin coste o con total facilidad, sino de que el entrante no padece
desventaja alguna en términos de condiciones técnicas de producción o de calidad del
producto en relación con el incumbente, de manera que los potenciales entrantes puedan
evaluar correctamente la rentabilidad de la entrada en las mismas condiciones que
tendría el incumbente. En definitiva, el requisito básico de la contestabilidad es que no
existan costes discriminatorios contra los entrantes. Para Baumol, la absoluta libertad
de entrada es una manera de referirse a la garantía de libertad de entrada, entendiendo
por esto que cualquier empresa puede dejar el mercado sin impedimento, o sea, que en
el proceso de salida puede recuperar cualquier coste en el que haya incurrido al entrar.
Así, si todas las inversiones pueden ser vendidas o reutilizadas sin pérdidas distintas de
las del uso normal de los recursos y de la depreciación, entonces se elimina cualquier
riesgo de entrada. Ahora bien, Baumol aclara que competencia perfecta y
contestabilidad perfecta no son lo mismo: “un mercado perfectamente competitivo es
necesariamente perfectamente contestable, pero no al revés”; por esto, “el rasgo crucial
de un mercado contestable es su vulnerabilidad a la entrada en régimen de golpea y
corre [hit and run]”41.




39
   Baumol (1982: 2).
40
   Baumol (1982: 3).
41
   Baumol (1982: 4).

                                                                                                16
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Los héroes de los mercados contestables, es decir, de los monopolios atacables, son los
potenciales y anónimos entrantes, que ejercen una suerte de disciplina sobre el
incumbente, disciplina que es más efectiva cuando la entrada es libre. Así pues, el
monopolista contestable debe comportarse de manera eficiente ya que cualquier
desviación del buen comportamiento económico le hará instantáneamente vulnerable a
la entrada mediante la estrategia de golpea y corre. En consecuencia, la visión de
Baumol viene, simplemente, a reforzar la idea de que sobre la decisión de establecer
cualquier posible barrera de entrada regulatoria debe pesar, por principio, un criterio
restrictivo42. La posición de Baumol sobre los mercados contestables ha influido
enormemente en la orientación de la regulación pro-competitiva de las
telecomunicaciones y, en general, de los sectores en red. La idea de que los nuevos
entrantes han de contar con unas condiciones tales que puedan salirse cuando lo deseen
y sin coste alguno tiene un origen claramente baumoliano.

Como pasamos a ver enseguida, la noción de mercado contestable de Baumol pretendía
haber demostrado que la existencia de una amenaza creíble de entrada de competidores
lleva al monopolista a una verdadera autodisciplina, de manera que la ausencia de
competidores no sería un defecto, sino una virtud. Esta idea se ha aplicado a ambos
lados del Atlántico, en Estados Unidos mediante la Telecommunications Act de 1996,
norma que fue literalmente clonada en la Unión Europea mediante las así llamadas
Directivas de liberalización de las telecomunicaciones, de 1997.



       4. La regulación pro-competitiva en la vida real: el caso de las
          telecomunicaciones. Breve recorrido por sus orígenes, desarrollo y estado
          actual


           4.1. Regulación y competencia en las telecomunicaciones: breve relato del caso
                estadounidense

El proceso de elaboración de la Telecommunications Act de 1996, provocó en Estados
Unidos intensos debates sobre la desregulación de los sectores productivos en red, o sea,
de las public utilities. Estimo interesante para lo que aquí nos ocupa ofrecer una visión
de conjunto de la evolución de este sector, por lo bien que refleja el hecho de el
monopolio es siempre resultado de la acción política, en el caso estadounidense,
coordinada entre los reguladores federal y estatales, de manera que la razón por la que la
competencia no se desarrolló fue, sencillamente, el no haber sido permitida. En este
proceso de monopolización de las telecomunicaciones en Estados Unidos
distinguiríamos tres fuerzas principales43:

       •   La eliminación intencional de aquello que se consideró como una competencia
           duplicativa y derrochadora de recursos a través de políticas de licencias
           excluyentes, decisiones equivocadas de interconexión, la protección del estatus
           monopolístico de los operadores dominantes y la garantía de ingresos para los
           operadores regulados.

42
     Cfr. Baumol (1982: 14-15).
43
     Sigo aquí a Thierer (1994).

                                                                                                17
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       •   La imposición de una política de servicio universal que, de modo implícito,
           requería un proveedor único para ser llevada a cabo.
       •   La regulación de precios mediante la fijación de precios uniformes y
           subvenciones cruzadas para sostener económicamente el objetivo del servicio
           universal.

Esto fue suficiente para liquidar la competencia en una industria que, como pasamos a
ver a continuación, fue realmente competitiva durante una primera etapa.

Las evidencias históricas refutan con toda contundencia la suposición de que las
telecomunicaciones son una industria esencialmente monopolística. Es cierto que las
empresas tienden a excluir a sus competidores, pero lo que no se dice por parte de
quienes defienden la doctrina del monopolio natural es que, tanto el Gobierno federal
como el de los Estados, incentivaron y apoyaron la formación del monopolio de la
compañía fundada por Graham Bell, AT&T, a partir de principios del siglo XX. La
patente de Bell fue registrada en 1876 y expiró en 1894. Mientras duró este derecho de
exclusiva, el teléfono no fue demasiado exitoso; el incremento exponencial del uso del
servicio se produjo, precisamente, a partir del momento en que la patente expiró (1894-
1913), con el desarrollo de una creciente competencia entre AT&T y los nuevos
entrantes, que prestaban servicios en áreas geográficas sin cobertura o con cobertura
deficiente, hasta llegar a un total de más de 3.000 compañías. El resultado fue un
sistema con más de 6 millones de terminales, repartidos desigualmente entre AT&T y
sus competidores y, por tanto, con un servicio que resultaba asequible a cualquiera que
lo deseara. Significa esto que la expansión del teléfono durante este decenio fue
impresionante, con unos costes muy eficientes y unos precios bajos para los
consumidores. Además, la oferta estaba muy atomizada, no había signos de
concentración, sino justamente de lo contrario. Y es que las economías de escala son
sólo una parte de la teoría del monopolio natural; las barreras de entrada son la otra, y
esto es exactamente lo que sucedió en la realidad, que la intervención gubernamental
comenzó a impedir el acceso al mercado44.

La época que condujo a la nacionalización de AT&T se inauguró en 1913, y en ella jugó
un papel fundamental Theodore Vail, con su regreso a la presidencia de la compañía en
1907. Sus principales propósitos no eran otros que la eliminación de sus competidores,
el mantenimiento de relaciones amistosas con legisladores y reguladores y la expansión
del servicio telefónico al público general. En el Informe Anual de la compañía de 1910
se decía expresamente que “Una competencia agresiva y efectiva y la regulación y el
control son incompatibles entre sí y no pueden existir al mismo tiempo”. Un anuncio de
prensa de AT&T de 1908 ya había expresado con claridad la política de Vail: “One
Policy, One System, Universal Service”. Ante esta estrategia, el Gobierno federal le
hizo saber con discreción que no resultaba demasiado respetuosa con las leyes antitrust
ya vigentes. Con toda astucia, Vail inició una aproximación para evitar la amenaza de
un troceamiento de la compañía y consiguió alcanzar un acuerdo, denominado el
Compromiso de Kingsbury, en honor de Natham C. Kingsbury, próspero hombre de
negocios en el sector que, posteriormente, en 1911, fue nombrado primer
Vicepresidente de AT&T, el principal negociador y, por tanto, protagonista del éxito
final de la operación. El acuerdo consistió en que AT&T se comprometía a vender los
30M$ que tenía en el capital de Western Union, la principal compañía de telégrafos, a

44
     Cfr. Thierer (1994: 269-271).

                                                                                                18
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no adquirir ninguna otra compañía telefónica y a permitir la apertura de sus redes para
la interconexión de otros operadores. No obstante, este último compromiso fue
interpretado por los reguladores de la siguiente forma: AT&T no tenía prohibido
adquirir otras compañías telefónicas, sino que, si lo hacía, debía vender una
participación equivalente a un operador independiente, para que no creciera demasiado
de tamaño. Esto permitió que AT&T hiciera permutas de monopolios locales con otros
monopolistas locales para homogeneizar geográficamente las zonas de predominio: esta
interpretación casaba perfectamente con la lógica de la interconexión que, al propio
tiempo, garantizaba un entendimiento entre las compañías, que condujo a una pérdida
de independencia y desincentivaba el funcionamiento competitivo de la telefonía a larga
distancia. Se trataba, en suma, de un apartheid competitivo, caracterizado por la
segregación y la cuarentena: Western Union se mantenía como monopolista telegráfico,
los monopolios pequeños como monopolistas locales y AT&T como monopolista en
larga distancia; por esto, AT&T no tenía que ser el propietario de todo, le bastaba con
ser el principal y con que no existiera competencia entre estos tres niveles. Ésta fue la
situación en el corto plazo pero, en el medio y largo, el resultado fue bien distinto del
que se esperaba (evitar la formación de un monopolista único). A partir de aquí, el
lenguaje de los responsables gubernamentales y legisladores quedó alineado con el de
Vail: se trata de un monopolio natural, la competencia es “duplicativa”, “destructiva” y
“derrochadora”, y esto se trasladó al nivel de los Estados. La migración hacia el sistema
único y el servicio universal era la contrapartida lógica a la erradicación de la
competencia. El Informe Anual de AT&T de 1921 decía que “Una combinación de
actividades asimilables bajo un adecuado control y regulación haría que el servicio al
público fuese mejor, más progresivo, eficiente y económico que un sistema
competitivo”. AT&T se abrazó a la regulación tras una época en la que sus márgenes y
beneficios se habían estrechado severamente por causa de la creciente competencia.
Esto era un viaje sin retorno, no sólo hacia el servicio universal, sino también hacia los
beneficios del monopolio45.

       •   Durante la Primera Guerra Mundial, el 1 de agosto de 1918, AT&T fue
           intervenida provisionalmente (sólo durante un año, hasta el 1 de agosto de 1919)
           y de forma negociada, por medio de un acuerdo enormemente ventajoso para la
           compañía, que era operada teóricamente por el Gobierno federal pero, de hecho,
           por los mismos gestores. El incremento de los precios de interconexión fue la
           primera medida adoptada, además de estar prevista en el contrato, y se
           incrementaron de manera imparable y alarmante. Al terminar la intervención,
           AT&T fue beneficiada por nuevas compensaciones dinerarias. Pero mucho más
           letal que esto para la competencia fue la severa y extensa regulación de precios,
           verdadero clavo en el ataúd. La subsidiación cruzada se basó en unos precios
           medios y uniformes, que llevaban a que los usuarios urbanos y las empresas
           financiasen a los rurales, lo cual hizo que la estructura tarifaria sustentara la idea
           inicial de Vail del monopolio telefónico.

El efecto global de estas medidas de regulación supuso la sustitución de la
incertidumbre del mercado por unas rentabilidades limitadas, pero garantizadas, y con
una amplia libertad de gestión para los monopolistas. Nadie estaba en condiciones de
competir o de oponerse a la estrategia de AT&T46.

45
     Cfr. Thierer (1994: 271-275).
46
     Cfr. Thierer (1994: 275-278).

                                                                                                19
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Todo esto tuvo lugar en Estados Unidos sin soporte legal alguno, hasta llegar a la
Communications Act de 1934, que creó la célebre Federal Communications
Commission (FCC). La Ley buscaba la prestación de un servicio universal con precios
baratos para los usuarios y confirió a la FCC la potestad de restringir el acceso al
mercado mediante un certificado de oportunidad pública y necesidad, dirigida a evitar
la duplicidad derrochadora y la competencia innecesaria. La FCC también regulaba las
comunicaciones inalámbricas y, por tanto, gestionaba el espectro radioeléctrico
(nacionalizado mediante la Radio Act de 1927). AT&T había entrado también en esta
actividad al poner en funcionamiento la primera radio comercial en Nueva York en
1922, pero dejó de hacerlo en 1926 para pasar a ser el common carrier del sector. La
monopolización del espectro radioeléctrico supuso un enorme lastre para el desarrollo
de tecnologías inalámbricas, al prohibir la Ley de 1927 la titularidad conjunta de
empresas de telefonía y de emisión de radio. Un ejemplo excelente de cómo el interés
público es identificado por los reguladores con el interés de las empresas reguladas47.


        4.2. El monopolista incumbente y los nuevos entrantes en el sector de las
             telecomunicaciones

Según acabamos de decir, la reforma pro-competitiva de las telecomunicaciones en
Estados Unidos, concretada en la Ley de 1996, planteó sin ambages el problema más
arduo de toda reforma regulatoria: cómo arbitrar la transición sin provocar perjuicios
irreparables, por graves y cuantiosos, a los monopolistas verticalizados ya existentes, al
tiempo que se estimula el acceso a la actividad por parte de nuevos entrantes. Entre los
muchos economistas que abordaron directamente la cuestión, cabe destacar a Sidak y
Spulber, con un trabajo extenso y minucioso48, que abordaba un buen número de
derivaciones a las que, por desgracia, no podemos prestar atención ahora, pese a su
notable interés49. Sidak y Spulber alegan que la apertura de las telecomunicaciones a la
competencia provoca el problema de hacer imposible que los antiguos monopolistas
puedan recuperar las inversiones que llevaron a cabo en su día, lo cual podría vulnerar
la Quinta Enmienda de la Constitución50, al suponer un regulatory taking o confiscación
regulatoria51 (los accionistas de las compañías incumbentes tienen derecho a la
obtención de una tasa de retorno justa [a reasonable, fair rate of investment return]), y,
además, una ruptura de eso que a Sidak y Spulber les gusta denominar como contrato
regulatorio, o sea, el acuerdo implícito que gobierna las relaciones entre el regulador y
el regulado. El problema es denominado como el de las inversiones improductivas
(stranded investment). Sidak y Spulber propusieron que los precios regulados
posteriores a la apertura a la competencia se fijen con arreglo a los costes históricos de
las inversiones, no a los costes de reposición (forward-looking costs) y que, además, se
estableciera con antelación el alcance de la compensación al antiguo monopolista que
sea debida por la introducción de competencia.


47
   Cfr. Thierer (1994: 278-280).
48
   El artículo de Sidak y Spulber (1996) en la New York University Law Review viene acompañado de
otros dos artículos que le sirven de contrapunto, obra de S.F. Williams (1996) y O.E. Williamson (1996).
49
   Sidak y Spulber publicaron posteriormente (1997) una completa monografía donde desarrollan aún más
su postura y que se ha convertido ya en un estudio de referencia en la materia.
50
   Esta Quinta Enmienda es conocida como la takings clause de la Constitución de Estados Unidos: “(…)
nor shall private property be taken for public use, without just compensation”.
51
   Un tratamiento muy sugerente de este orden de problemas puede verse en Yackle (2007).

                                                                                                     20
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Baumol y Merrill52 presentaron una réplica a la posición de Sidak53 y Spulber en la que,
además, tuvieron ocasión de explicar la aplicación de su modelo de mercados
contestables al sector de las telecomunicaciones y de postular la introducción de
competencia. En opinión de Baumol y Merrill, la opción por el alquiler frente a la
implantación de instalaciones propias puede tener unas consecuencias muy relevantes
para evitar la ociosidad sobrevenida de las infraestructuras de los monopolistas
incumbentes: “Si la parte alquilada del sistema local tiene unos precios adecuados, no se
dará el problema de las inversiones ociosas”54. Esta propuesta de incentivar el alquiler
de las redes de los incumbentes como núcleo de la regulación pro-competitiva en este
sector va dirigida a evitar tener que compensar a los antiguos monopolistas
verticalizados por la no recuperación –con arreglo a costes históricos- de sus inversiones
pero, claro, esto obliga a fijar unas tarifas de interconexión bajas que estimulen la
entrada de nuevos operadores mediante alquiler de las infraestructuras, lo cual
desincentivaba, a su vez, la implantación de nuevas redes y, por tanto, la innovación en
servicios de valor añadido. Como es obvio, el principal problema al que hay que
enfrentarse es el de quién y cómo se determina qué precios de alquiler de las redes son
adecuados.

Las ideas que sustentan la propuesta de Baumol y Merrill siguen pegadas a la economía
neoclásica. En su opinión, la Telecommunications Act de 1996 fue concebida para
“nada menos que abrir todos los mercados de comunicaciones electrónicas a una
competencia efectiva para servir al interés público”; así, “el camino más simple para
alcanzar ese resultado sería introducir competencia a lo largo y ancho de todo el
mercado de una sola vez. Pero esto no es posible, al menos en el corto plazo, dado el
alto coste que conlleva reduplicar las instalaciones que constituyen el crítico cuello de
botella del bucle local. En consecuencia, es necesario sustituir la competencia por la
regulación mediante la fijación de los precios por el uso de dichas instalaciones hasta
que la competencia efectiva se establezca de manera segura. Sólo la regulación basada
en el comportamiento del mercado competitivo puede hacer más sencilla la transición
hacia un régimen de competencia, que es el objetivo final de la Ley”. Estamos ante una
de las más claras explicaciones de los fundamentos de la regulación pro-competitiva. Y
continúan: “Para que la regulación provea a los consumidores los beneficios de la
competencia, la regulación debe replicar el comportamiento del mercado competitivo.
Los precios que incorporen beneficios super-competitivos o monopolísticos [los dos
extremos: fruto de una competitividad máximamente eficiente o fruto de una posición
de exclusividad en la oferta, pero que, para los neoclásicos son lo mismo, ya que en
ambos casos hay un único productor] constituyen una clara violación de las reglas de
comportamiento del modelo de mercado competitivo. Tales precios altos invitarían a los
rivales a fijar sus precios por debajo y a llevarse a sus clientes. Por tanto, cualquier regla
sobre precios coherente con el modelo competitivo debe, como mínimo, evitar los
precios super-competitivos y los beneficios monopólicos” 55.

Para Baumol y Merril, “Las fuerzas competitivas del mercado también exigen que las
empresas establezcan sus precios sobre los costes de reposición, es decir, los costes

52
   Baumol y Merrill (1997).
53
   No debe perderse de vista que Baumol y Sidak (1995) habían publicado conjuntamente muy poco antes
de esta polémica un libro sobre materias en gran parte coincidentes con las que ahora debatían.
54
   Baumol y Merrill (1997: 1059).
55
   Baumol y Merrill (1997: 1062).

                                                                                                 21
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actuales y futuros en los que la empresa incurra para proveer bienes y servicios a sus
clientes. Si los precios no cubren dichos costes, claramente no serán compensatorios. En
tanto que la competencia también prohíbe las subvenciones cruzadas, la empresa cuyos
precios no cubran los costes de reposición experimentará dificultades de financiación.
Por otra parte, si la empresa adopta precios que están por encima de los costes de
reposición, permitirá a sus rivales quitarle clientes. Por tanto, los mercados competitivos
fuerzan a las empresas a adaptar sus precios a los costes de reposición. La eficiencia
económica exige tal comportamiento en materia de precios porque sólo los precios
basados en costes de reposición envían las señales correctas a los adquirentes, al
requerirles que paguen por lo que adquieren una cantidad que se corresponde con los
costes realmente causados por tales adquisiciones”. Y siguen: “Por razones similares, el
modelo de mercado competitivo exige que los activos de las empresas sean valorados, a
efectos de determinación de precios, sobre la base de los costes que supondría hoy
replicarlos (coste de reposición), no sobre la base de los costes en los que
originariamente se incurrió para construir las instalaciones existentes, tal y como
aparecen en la contabilidad del incumbente del bucle local. Así es como son valorados
los activos en todo mercado verdaderamente competitivo, ya que cualquier empresa que
desee establecer unos precios que sean más que suficientes para recuperar esa cantidad
se haría a sí misma vulnerable a la competencia de nuevos y eficientes rivales que
pueden ofrecer el producto a un precio más bajo. En consecuencia, los costes
pertinentes de los activos son, por tal motivo, de reposición, no históricos”56. Un
planteamiento como éste suscita toda una serie de objeciones, en concreto dos. La
primera consiste en que resulta muy difícil aceptar la afirmación de que los mercados
competitivos prohíban el sistema de subvención cruzada o de precios de Ramsey; de
hecho son aplicados por las empresas como una estrategia habitual, siempre que las
concretas condiciones del mercado se lo permitan, para que los excedentes obtenidos
con unos precios más altos de los productos con demanda inelástica compensen las
pérdidas en las que se incurre como consecuencia de los precios más bajos para los
productos con demanda elástica. En segundo lugar, sostener que los precios de acceso a
las redes del incumbente basados en costes históricos distorsionan el proceso de
apertura a la competencia al permitir la entrada de operadores ineficientes, mientras que,
si los costes históricos estuvieran cerca de los de reposición, se impediría la entrada de
operadores eficientes, obliga a preguntarse de qué depende que los costes históricos
sean superiores, por mucho o por poco, a los costes de reposición y esto, en general y a
priori, no puede saberse. Baumol y Merrill concluyen que éste es el modelo de
regulación pro-competitiva que la Telecommunications Act incorpora y, por tanto, la
fijación de los precios de interconexión con arreglo a costes de reposición obedece a la
necesidad de evitar, tanto los precios super-competitivos como los beneficios
monopólicos57.

Baumol y Merrill centran su insistencia en la idea de que los accionistas de las empresas
incumbentes sólo pueden tener, frente a la introducción de competencia en un sector
hasta entonces monopólicamente verticalizado como las telecomunicaciones, la garantía
que el modelo de mercado competitivo puede proporcionarles: “todo lo que los
inversores pueden esperar legítimamente es la obtención de una tasa de retorno para sus
inversiones (incluida la recuperación mediante amortización) que sea consistente con el
estándar del mercado competitivo”. Ciertamente, los inversores de una empresa


56
     Baumol y Merrill (1997: 1062-1063), las cursivas son mías.
57
     Cfr. Baumol y Merrill (1997: 1063).

                                                                                                22
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regulada han sido protegidos de las pérdidas en las que incurriría una empresa que
fracase en un entorno competitivo, pero también se les ha vedado disfrutar de las
ganancias de una empresa competitiva altamente exitosa. En su lugar, se les ha dado la
oportunidad de obtener los retornos producidos por una inversión en una empresa
media, con un riesgo comparable y con una rentabilidad también media. La regulación
pro-competitiva no puede prometer al incumbente más que la recuperación de valor de
los activos que, en términos de promedio, proporcionan los mercados en competencia,
es decir, el coste de reposición de dichos activos, no su coste histórico58. Deja
estupefacto a cualquiera la confianza de Baumol y Merrill en el estándar de la “empresa
media” que, como es obvio, obtiene una “rentabilidad media” y en un hipotético
“mercado competitivo” que constituye una remisión en toda regla al paradigma del
regulador omnisciente.

La introducción de competencia en los monopolios regulados en red se ve
irremediablemente obligada a practicar una trabajosísima cirugía industrial. El
principio “la competencia donde sea posible” ha llevado a la orientación de la
desagregación vertical o unbundling, como hemos visto en las telecomunicaciones; pero
el principal problema es que no existe una separación tajante entre dos supuestos
universos diferentes: el mercado para el servicio y el monopolio para las infraestructuras
en red. En concreto, se observa claramente que las actividades monopólicas de gestión y
mantenimiento de la red están fuertemente ligadas -y, por tanto, son difícilmente
separables- de los servicios que las emplean. Obviamente, no se puede hilar tan fino, no
es factible impermeabilizar el monopolio de la competencia en un mismo sector sin
provocar constantes distorsiones que, además, proyectan efectos sistémicos nefastos
sobre todo el sector59. El punto de inflexión marcado por la Telecommunications Act de
1996, asimilada en sus bases fundamentales por las Directivas de la UE de 1997,
consistió en que la regulación dejó de centrarse exclusiva y directamente en el control
de los precios minoristas para dirigir su atención hacia los precios mayoristas, tanto de
interconexión como de acceso al bucle local (última milla) del operador dominante o
incumbente. Se trató, por tanto, de regular los precios de alquiler de las redes ya
existentes, de manera que se abriera el sector a nuevos entrantes que, conforme se
consolidaran, fueran capaces de acometer inversiones en su propia red, proceso y
objetivo que quedan descritos a través de la idea de escalera de inversión o stepping
stone60. Se pretendía, pues, promover una competencia en precios finales a los usuarios,

58
   Cfr. Baumol y Merrill (1997: 1067).
59
   Sigo aquí a Glachant y Pérez (2008: 345-354).
60
   La idea de la escalera de inversión (ladder of investment) fue inicialmente formulada por M. Cave
(2006a y 2006b), posteriormente asumida por la normativa de la UE, si bien con una versión distinta. Con
arreglo a ella, el operador entrante sube la escalera por sucesivos peldaños, cada vez con mayor valor
añadido, mayores beneficios y más clientes, inicialmente mediante el alquiler de redes ajenas y, poco a
poco, mediante inversiones o adquisiciones de activos, hasta que finalmente consigue una red propia. Esta
concepción parte de la base de que la competencia en servicios en el corto plazo iría acompasada con una
competencia entre infraestructuras en el largo plazo, como objetivo último pretendido por la regulación
para combinar la eficiencia estática con la dinámica. La Comisión Europea no tuvo en cuenta un aspecto
fundamental de la propuesta de Cave: establecer una limitación temporal o plazo a partir del cual los
nuevos entrantes ya no tendrían acceso a las redes mediante precios regulados, o bien una gradiente
ascendente de los precios de acceso, lo cual introducía el decisivo factor de las opciones de riesgo que los
operadores deben afrontar. Esta idea de la escalera tuvo un éxito rotundo y se incorporó, en la versión
indicada, a las Directivas sobre Telecomunicaciones de 2002, con el éxito ya conocido de producir el
efecto contrario al buscado, o sea, que los nuevos entrantes no invirtieron en redes propias. El propio
Cave (2010) planteó una nueva visión de su escalera para dar una pauta de reforma regulatoria de cara a
las redes de la denominada Next Generation Access (NGA); según Cave, la dicotomía está entre la

                                                                                                         23
Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía-
AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012)


con unos servicios que eran prácticamente los mismos, lo cual es en sí mismo un
contraincentivo a la innovación, ya que se supone que los aspectos cualitativos de la
oferta son idénticos y, consecuencia, la competencia sólo es posible, por principio, en
los precios61.


        4.3. La falta de competencia en la provisión y operación de redes propias y el
             bloqueo a la innovación tecnológica

La teoría marginalista, en su versión inicialmente formulada -con innegable elegancia-
por Walras (1870) mediante su Teoría General del Equilibrio, es un nutriente
fundamental de la visión neoclásica sobre la regulación y la competencia. Este
equilibrio se refiere a la totalidad del sistema económico, no sólo al equilibrio relacional
o entre individuos, y se basa en una dotación fija de recursos escasos (idea de la riqueza
como fondo) y bajo condiciones de competencia perfecta: los precios son consecuencia
de acciones de los sujetos económicos, de manera que cada uno de ellos se limita a
aceptar el precio (price-takers) como algo dado, en lo que no puede influir. Los
supuestos generales del mercado de competencia perfecta son: a) hay muchos oferentes
y demandantes; b) no hay barreras de entrada ni de salida; c) la información de los
agentes sobre el mercado es perfecta; d) los productos y servicios son homogéneos. En
el escenario walrasiano de equilibrio no hay beneficios ni pérdidas para el productor o
empresario, pues ambos nos indican que nos hemos salido del punto de equilibrio; en
consecuencia, el riesgo, como factor clave que asume quien emprende y que justifica la
obtención de ganancias, está del todo ausente. Las teorías de Walras y de Pareto son
ajenas a la innovación, a la inversión y a la financiación, es un modelo estático, no
contempla los beneficios, no considera las inversiones en un planteamiento de futuro
para el progreso tecnológico. En directa conexión con el equilibrio general walrasiano
se sitúa la Economía del Bienestar de Marshall (1890) y Pigou (1920). El primero
redescubrió la noción de excedente del consumidor para plantear que el bienestar social
puede aumentar más allá de lo que es capaz de dar el laissez-faire, a lo que Pigou añadió
que tal aumento se consigue mediante la intervención pública. Sobre estas bases,
Samuelson (1952) consagró el principio de que el coste marginal tiene propiedad
optimizadora, con lo que reafirma lo mantenido anteriormente, entre otros, por Lerner
(1934), Hotelling (1938) y Meade y Fleming (1944): la parte de costes del productor
que no se cubren como consecuencia de la fijación de precios con arreglo al coste
marginal deben ser sufragados mediante subvenciones con cargo a impuestos.

Como bien explica Plaza Bayón, el modelo long-run incremental costs (LRIC) de costes
incrementales a largo plazo, aplicado para la determinación de las tarifas de
interconexión en telecomunicaciones, no es sino una versión moderna de los precios
igualados a los costes marginales: “se define una nueva empresa desde una construcción
de una red teórica imaginaria, o soi-disant máximo eficiente, en la que se introduce el
progreso técnico de una manera instantánea y total en la red, lo que supone definir los
costes de la red como si la red estuviera estructurada con la tecnología más moderna y
fuera además máximo eficiente con la tecnología más actual, y, sobre todo, con las
economías de escala de las empresas históricamente establecidas”. Obviamente, esto no


competencia en servicios minoristas y la competencia en infraestructuras: esta última promueve la
inversión, cosa que no se consigue mediante la primera si se mantienen precios mayoristas bajos.
61
   Cfr. Plaza Bayón (2011: p. 23).

                                                                                                24
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Interminable crisis de la regulación pro-competitiva

  • 1. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) La interminable crisis de la regulación pro-competitiva: Orígenes, desarrollo y desenlaces recientes de un modelo teórico Alberto Ruiz Ojeda Profesor Jean Monnet(*) (Universidad de Málaga) Resumen: Esta comunicación recoge principalmente los resultados de un rastreo por la literatura que ha analizado con sentido crítico los fundamentos teóricos de la regulación pro-competitiva, con la intención de mostrar sus insuperables deficiencias. La quiebra del sistema de ideas de este programa de políticas públicas ha llevado, como aquí se intenta poner de manifiesto, a formular propuestas que han sido aplicadas en la vida real de los sectores regulados en red, concretamente en telecomunicaciones, con resultados contrarios a la innovación tecnológica y al dinamismo creativo de los operadores. Se presta atención al monopolio natural como justificación inicial de la regulación y su posterior redefinición, dentro del perímetro doctrinal de la economía neoclásica, por la propuesta de Baumol de los mercados contestables. La tesis central del trabajo consiste en la irreplicabilidad de la competencia mediante regulación, que queda ratificada desde los inicios mismos del movimiento antitrust hasta las más recientes experiencias de introducción de competencia en sectores regulados. Se concluye que, a día de hoy, la única explicación disponible de la regulación es su finalidad redistributiva. Abstract: This paper mainly sums up the results of the review of the literature that has critically analyzed the theoretical foundations of pro-competitive regulation, aimed to show its insurmountable deficiencies. The breakdown of the system of ideas endorsing those public policies has led, as argued, to make proposals actually applied in regulated network industries, e.g. in telecoms, that have brought out severe counter- effects in terms of technological innovation and creative operators’ dynamics. Attention is paid to the initial justification of regulation by the natural monopoly theory and its later redefinition by Baumol’s contestable markets proposal. The central idea of this article consists of upholding that competition cannot be replicated through regulation, as ratified since the very beginning of the antitrust movement up to the most recent experiences of competition enhancement in regulated industries. It is concluded that, at the moment, the only available explanation of regulation lies on its redistributive purpose. SUMARIO: 1. Enfoque de partida y planteamiento del trabajo; 2. El debate sobre el sentido de la regulación; 3. Del monopolio natural a los monopolios contestables: respuestas a una competencia perfecta y que nunca existe; 3.1. Uno de los mitos más increíbles jamás teorizados; 3.2. A la competencia mediante la regulación: las dos leyes del Senador Sherman; 3.3. Mercados contestables y monopolios incontestables: Baumol y las bases teóricas de la regulación pro- competitiva; 4. La regulación pro-competitiva en la vida real: el caso de las telecomunicaciones. Breve recorrido por sus orígenes, desarrollo y estado actual; 4.1. Regulación y competencia en las telecomunicaciones: breve relato del caso estadounidense; 4.2. El monopolista incumbente y los nuevos entrantes en el sector de las telecomunicaciones; 4.3. La falta de competencia en la provisión y operación de redes propias y el bloqueo a la innovación tecnológica; 5. Reflexiones finales. (*) Jean Monnet Module, “Regulation and Regulated Sectors within the European Integration Process” Ref. 2008-2686. 1
  • 2. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) 1. Enfoque de partida y planteamiento del trabajo Cabría preguntarse hacia dónde se dirige y a qué causas obedece ese programa general denominado regulación pro-competitiva. En esta comunicación pretendo ofrecer algunas reflexiones críticas sobre la regulación para la competencia1, primero a través del escrutinio de sus soportes teóricos que, a mi juicio, no son otros que los de la economía neoclásica y, segundo, mediante el análisis de algunas de sus consecuencias más destacables en ciertos ámbitos que han servido de banco de pruebas de la promoción de la competencia mediante regulación, concretamente en el sector de las telecomunicaciones. Se contienen aquí algunos resultados, parciales y provisionales, de un trabajo de investigación más amplio, uno de cuyos puntos centrales es la revisión crítica de los postulados sobre los que se fundamenta habitualmente, entre los iuspublicistas cercanos al análisis económico del derecho, el manejo pro-competitivo de la regulación. Enseñaba Gonzalo Redondo que la primera ley de la Historia, como disciplina científica, es que “la Historia no sirve para nada, pero el que no sabe Historia no sabe nada”2. Esto me parece más verdadero aún, si cabe, cuando nos referimos a la historia de las ideas y a su interconexión constante con la dinámica social como contexto de la acción humana. Los flujos y reflujos entre la teoría y la práctica son tan extremadamente ágiles que, en la mayoría de las ocasiones, se nos escapa determinar si el hecho es efecto de la idea o si, en realidad, sucede al revés, ya que la conclusión que saquemos en este sentido fácilmente resulta volteada de inmediato, en el siguiente envite. Dar por sentado que las concepciones predominantes sobre la regulación y la competencia -aplicadas en la práctica a través de herramientas técnicas- cuentan con el respaldo de un robusto aparato teórico ha contribuido eficazmente, según pienso, a soslayar el análisis crítico de esos fundamentos. Es así como se ha perdido gran parte de la capacidad para someter a escrutinio un largo reguero de situaciones no ya paradójicas, sino disfuncionales y, en ocasiones, hasta gravemente lesivas. La tarea que, con toda modestia, afronto aquí es la de contribuir a la restauración del sentido crítico que, como tendré ocasión de señalar, otros más autorizados que yo promueven desde hace algún tiempo. Esta carencia me parece evidente y la prueba más clara está, a mi juicio, en la deriva utilitarista de la regulación pro-competitiva, que se nos presenta frecuentemente como la vía media con la que evitar los desagradables excesos de unos y otros: se trataría de competir y de regular, pero con moderación. A modo de orientación de soluciones prácticas, el planteamiento puede ser razonable, pero esto no nos puede llevar a elevarlo a la categoría de plétora explicativa, ya que no proporciona claves causales. Quiero decir con esto que la vena principal del discurso de la regulación para la competencia tiene, a mi modo de ver, una configuración meramente sintomática que, en demasiadas ocasiones, incluso renuncia a dar cuenta de en qué consisten la regulación y la competencia, o sea, qué son y a qué se deben. 1 Pueden encontrarse algunos argumentos y desarrollos complementarios en tres de mis trabajos previos: Ruiz Ojeda (2011a), (2011b) y (2011c). 2 A. Ferrari Ojeda, “Gonzalo Redondo: erudición y pasión por la historia”, El Mundo, 26 de abril de 2006. 2
  • 3. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) No veo la regulación exclusivamente como manifestación de la intervención gubernamental o administrativa ni, mucho menos, como normación o reglamentación. Además, la competencia tiene para mí un sentido estrictamente procedimental, un método de descubrimiento abierto a la rivalidad para producir resultados que ni quedan ni pueden quedar establecidos de antemano ya que, si así fuera, la competencia no existiría. Así pues, concibo la regulación como un conjunto de instrumentos de gobernanza o de acción colectiva, que denominaré instituciones, con los que se dirigen intencionalmente los intercambios y los procesos productivos hacia determinados resultados redistributivos. Las instituciones regulatorias tienen en común incidir deliberadamente sobre la configuración existente de los derechos de propiedad y/o sobre los costes de las transacciones. El tratamiento que ofrezco de ciertos fundamentos de la regulación y la competencia hace uso, en cierta medida, de la contraposición entre la escuela neoclásica y la escuela austriaca. Debo puntualizar que, aunque hay puntos básicos y no tan básicos en los que se da una verdadera confrontación de contrarios, estimo ambas perspectivas valiosas y enriquecedoras, y esto para nada me impide reconocer mi alineamiento austriaco. En primer término, intento explorar el sentido nuclear de la regulación. En segundo lugar, presto atención al gran debate de fondo sobre la competencia dentro del que, a mi modo de ver, han de entenderse los pilares sobre los que se han asentado las principales técnicas regulatorias. En tercer lugar, dedico un apartado a analizar algunos de los resultados de la regulación pro-competitiva en el sector de las telecomunicaciones, sin intención alguna de dar razón, ni siquiera mínimamente completa, de dicho sector. El epígrafe final contiene las acostumbradas conclusiones. La estructura del ensayo se sustenta en un repaso de algunas de las aportaciones que me han parecido más relevantes de la literatura sobre la regulación y la competencia, con la intención de dejar para otra ocasión una exposición más sistemática y la producción de un mayor volumen de masa crítica propia. 2. El debate sobre el sentido de la regulación Si aceptamos, entre las varias que hay disponibles, la bien conocida exposición de G.L. Priest (1993)3 sobre los orígenes de la regulación de actividades económicas y las teorías sobre la regulación, diríamos que el iniciador del intenso debate fue G.J. Stigler, con su artículo de 1971 “The Theory of Economic Regulation”, en el que proponía una interpretación totalmente desconocida hasta entonces: la regulación es un recurso más del mercado, de tal manera que lo que puede obtenerse de una autoridad o comisión reguladora está sujeto al juego de la oferta y la demanda. Pero fue tres años después, en 1974, cuando el debate se planteó formalmente, en concreto con el trabajo de R.A. Posner “Theories of Economic Regulation”. Posner hacía el contraste de las dos aproximaciones alternativas a los fundamentos de la regulación, la más generalmente aceptada, del interés público, que justifica la regulación en la corrección de los fallos del mercado por la Administración para beneficio de los consumidores y la mejora del 3 Otro buen resumen del itinerario de las teorías sobre la regulación puede encontrarse en Berg y Tschirhart (2008: 286-291). 3
  • 4. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) bienestar social; y la abierta por Stigler -que Posner redenomina de manera más cruda-, o teoría de la captura de la agencia reguladora cuyo comportamiento, si bien está inicialmente orientado hacia fines de interés público, termina por caer bajo la influencia dominante de los regulados. Concluía Posner que ninguna da razón completa de la regulación, pero estimaba que la línea de Stigler era la más prometedora para futuras investigaciones. La manera en que Posner planteó el debate ha tenido una influencia decisiva en todo el análisis posterior y en el desarrollo de las políticas públicas, concretamente en el movimiento hacia la desregulación de los sectores económicos y la aproximación crítica a la legislación antitrust, en el que se puede concentrar la aportación más significativa la economía estadounidense durante la segunda mitad del siglo XX. El Journal of Law and Economics recibió el testigo de esta tarea, desde su fundación misma por A. Director y su sucesor al frente de la Revista, R.H. Coase4, que promovieron, con sus propios trabajos, una agenda de investigación dirigida a desmontar la idea entonces dominante de que la intervención de la Administración, tanto mediante regulación como de vigilancia de la competencia, está al servicio de amplios fines de interés general, para dirigir la atención sobre la crítica de la economía socialista y planificada. Los sucesivos números del JLE desgranaron la estrategia con enorme energía y notable éxito, tanto en el tratamiento de sectores específicos como del funcionamiento de las agencias reguladoras. Con mucho, la crítica más afilada e influyente de la regulación fue la realizada por los estudios centrados, no en la regulación de industrias competitivas, sino en aquellos sectores sujetos a regulación sobre la base de la idea de monopolio natural, sobre todo en cuanto al axioma de la tarificación con arreglo al coste marginal. G.J. Stigler y C. Friedland ya habían realizado un estudio demoledor (1962) en el que demostraron que la actuación de las comisiones reguladoras no tuvo efecto apreciable alguno sobre los precios de la electricidad, al que siguió el de H. Demsetz (1968), en el que formuló la idea5 de que, cuando se dan condiciones de monopolio natural, no es necesario establecer una regulación mediante agencia, sino que puede seguirse una regulación a través de franquicia, idea que fue incorporada por Stigler en su artículo de 1971, ya citado, así como por el de Posner de 1974, también citado. La escuela de la Public Choice contribuyó decisivamente, por su parte, al reforzamiento de este modo de plantear el debate sobre la regulación. Las razones por las que se censuró la regulación mediante agencia fueron, básicamente, tres: • El establecimiento de agencias reguladoras, como organizaciones dotadas de estructura y misiones permanentes, es la analogía más cercana a la planificación administrativa propia de las economías socialistas, por tanto, bajo la superficie del debate sobre los efectos beneficiosos o perjudiciales de la regulación mediante agencia se encuentra, en definitiva, el de socialismo versus capitalismo. • En general, la mayoría de los sectores regulados mediante agencia son considerados monopolios naturales, pero los que no tienen tal característica, 4 Los orígenes del Journal of Law and Economics aparecen muy bien relatados en el jugoso intercambio de recuerdos entre sus protagonistas, en tono de conversación informal, recogido por escrito por E.W. Kitch (2005). 5 Priest (1993: 290) otorga la paternidad de la idea a Demsetz, al decir que la formuló “por primera vez en la historia del pensamiento económico”. En realidad, esto no es así, como el propio Demsetz reconoce (1968: 57, nota 7), ya que el origen de la competition for the market mediante franquicia pública o concesión es de E. Chadwick (1859). 4
  • 5. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) también son regulados de este modo ya que, por razones de interés general, se intentan evitar efectos semejantes a los del monopolio natural. • Debe darse otra fundamentación económica a la regulación mediante agencia distinta de la del interés público derivado de la noción de monopolio natural: resulta, en efecto, difícil de creer que las características de costes marginales decrecientes empezaran a manifestarse en el primer tercio del siglo XX, que fue cuando se establecieron por doquier agencias reguladoras. Stigler y Friedland demostraron en su trabajo de 1962 que los precios de la electricidad no sufrieron variación real entre la etapa previa a la generalización de las comisiones reguladoras y la posterior porque la electricidad estaba sujeta, de un modo u otro, a la competencia de otras fuentes alternativas de energía. Por su parte, Demsetz sostuvo que no hay razón para postular la superioridad de la regulación mediante agencia para optimizar el bienestar social, ya que la actuación mediante la licitación de franquicias para la gestión de los servicios públicos consigue el funcionamiento de la competencia, concretamente por el mercado. Las limitaciones de las agencias son tales, que las ventajas del mecanismo de las licitaciones le parecen evidentes; quiere esto decir que, para Demsetz, no existe un vínculo necesario entre monopolio natural y regulación mediante agencia. G.A. Jarrell, por su parte, abundó en la línea propuesta por Stigler al demostrar, en su estudio sobre la regulación eléctrica (1978), que la competencia entre compañías anterior al establecimiento de las comisiones reguladoras de los Estados conllevó una reducción más efectiva de los precios que en el escenario posterior, lo cual quería decir que la creación de las agencias obedecía a los intereses de las empresas y no al interés público. Priest6 ofrece un estudio de la situación en que se encontraban las actividades luego consideradas como servicios públicos (public utilities) en el periodo previo a la generalización de las agencias reguladoras. Así, los municipios organizaban sus servicios públicos, desde principios del siglo XIX, de la manera en que Demsetz lo concibió, mediante el otorgamiento de franquicias. Pero lo único que podían ofrecer entonces a las empresas era conferir derechos de ocupación o de paso sobre vías públicas, ya que no tenían potestades para garantizar una prestación en exclusiva de los servicios. A cambio del otorgamiento de esos derechos, los municipios establecían en el contrato de franquicia todo un conjunto de condiciones y, conforme la duración de los contratos se alargaba, se incrementaron los problemas de administración de la relación y se establecía una forma de regulación que, materialmente, se asemeja a la regulación mediante agencia. En relación con el establecimiento de franquicias y su desarrollo como forma de regulación, Priest destaca tres aspectos: a) El fundamento jurídico de la regulación mediante franquicias municipales y sus implicaciones. Explica Priest que la razón por la que se emplearon las franquicias en el ámbito municipal es mucho más mundana y simple que la que da la teoría de la captura: las empresas se sometieron voluntariamente a la regulación con la exclusiva finalidad de obtener los derechos de ocupación de espacios públicos y negociaron con los ayuntamientos los términos en que debería llevarse a cabo tal ocupación y en que debería prestarse el servicio a los usuarios. En este sentido, la teoría de Demsetz parte de dos presupuestos: que los ayuntamientos tenían la posibilidad legal de decidir quién podía 6 (1993: 300-320). 5
  • 6. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) prestar el servicio y quién no y que dichos ayuntamientos eran propietarios de las instalaciones básicas para su prestación, de manera que se limitaban a concesionar la gestión. Pero la estructura de los derechos de propiedad en el siglo XIX presentaba algunos problemas que no permiten ser tratados mediante el régimen de franquicia que propuso Demsetz. En primer lugar, ni los municipios tenían el monopolio legal de los servicios ni podían impedir a nadie su prestación, de manera que su posición se limitaba exclusivamente al otorgamiento de derechos de uso de espacios públicos; en segundo lugar, los municipios de aquel tiempo tenían que confiar enteramente en el capital privado para la implantación de las infraestructuras y la realización de inversiones y, de hecho, las concesiones incluían necesariamente inversiones intensivas en capital a cargo del concesionario. El otorgamiento por los ayuntamientos de derechos de ocupación de espacios públicos resultaba fundamental para los concesionarios, ya que conllevaba unos costes de transacción mucho más reducidos que la negociación por vía privada de dichos derechos con los propietarios afectados. Por este motivo, cuando no había tales ahorros en costes de transacción, la negociación de las franquicias era mucho más complicada. Al modelo de franquicia de Demsetz se podrían añadir ciertas especificaciones iniciales en cuanto a las características de las obras e instalaciones, pero esto multiplica las dificultades de control ex post de la actividad de concesionario. En definitiva, en el mundo real, dirá Priest, “una vez que el servicio había sido puesto en marcha, el concesionario y la Administración entraban en una situación estable que tal vez se asemeje más propiamente a un monopolio bilateral”7. b) Las previsiones básicas de las concesiones municipales eran: • La duración del contrato, normalmente de largo plazo. • El establecimiento de precios con arreglo a estándares muy generales que, posteriormente, adquirieron una mayor especialidad, con previsiones para su adaptación a cambios futuros y, más adelante, se remitieron a comités arbitrales, instancias municipales más o menos independientes o, incluso, se sometieron a control judicial. • Fijación de especificaciones técnicas de calidad del servicio con arreglo a parámetros generales que, como en el caso anterior, adquirieron progresivamente una mayor especificidad, hasta incluir cláusulas de progreso. • Previsión de mecanismos de renegociación. • El otorgamiento de derechos de exclusiva era muy raro al principio de manera que, muchas veces, se permitía la convivencia de varios concesionarios. • Más que una subsidiación cruzada sistemática y consciente, se fijaban preferencias para algunos grupos de usuarios, o incluso la gratuidad para ciertos usuarios (bibliotecas y jardines públicos, p.e.). c) La historia de las concesiones de electricidad. El otorgamiento de concesiones para la prestación del servicio de suministro eléctrico siguió la dinámica descrita, hasta que un proceso de concentración territorial llevó a la introducción de agencias reguladoras que sustituyeron el régimen de 7 Priest (1993: 308), la cursiva es mía. 6
  • 7. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) franquicias, concretamente, la Comisión Reguladora Eléctrica de Colorado, que fue el primer caso, en 1917. El abastecimiento de agua aparece históricamente como una excepción, ya que se daba la propiedad municipal de las obras y de las instalaciones, con prestación directa del servicio por la Administración local. Como se acaba de ver, fue el propio Priest quien, al explicar que el planteamiento del debate en tales términos no daba, a su juicio, razón de las relaciones dinámicas que, en el largo plazo, se dan entre los reguladores y los regulados, formuló su no poco influyente doctrina del regulatory contract. Según él, la atención sobre la regulación mediante agencia está mal orientada, ya que las diferencias entre regulación mediante agencia y mediante franquicia es mucho menos relevante de lo que se suele pensar: “la interacción entre el regulador y las empresas o industrias reguladas es difícil de distinguir de un contrato de larga duración, dominado por previsibles problemas de ajuste unilateral o bilateral con los que se pretende responder a condiciones cambiantes”8. La idea del contrato regulatorio se presenta, según Priest, como una exigencia del modelo de regulación mediante contrato sugerido por Demsetz, ya que la franquicia exige la administración de un contrato incompleto a lo largo del tiempo. Priest consideró que el sistema de regulación mediante franquicias licitadas periódicamente no es un instrumento eficiente de mejora del bienestar social; el precio y la calidad del servicio pueden ser controladas mediante contrato, pero con muy serias dificultades. Todo el énfasis y el entusiasmo puestos en la defensa de la regulación mediante contrato proceden de las reticencias hacia la regulación mediante agencias, que han sido vistas como una simple versión de la economía socialista, intervenida o planificada. Una de las conclusiones a las que llega Priest -de considerable importancia para nosotros- en relación con cualquier forma de regulación es que, si lo que se pretende es conseguir la determinación del precio con arreglo al coste marginal, sea por la vía que sea, entonces no se deja a los potenciales competidores beneficio alguno que ofrecer a los consumidores para entrar al mercado. A modo de reflexión final, Priest indica que las dos teorías de la regulación (interés público y captura) entienden incorrectamente las relaciones subyacentes que definen el comportamiento regulatorio y que, por tanto, es la idea de contrato regulatorio -posteriormente desarrollada por Sidak y Spluber9- la que mejor permite entenderlo y explicarlo10. Conviene apuntar, como hace O.E. Williamson, que las dificultades planteadas por la institución de monopolios regulados mediante franquicia, como vía media o modalidad híbrida entre el monopolio público y el privado, hicieron que la creación de agencias regulatorias -que, en definitiva, ejercen una especie de mediación entre el monopolista y los usuarios- fuese una solución eminentemente pragmática: la experiencia enseña que no se puede confiar exclusivamente en un documento escrito y, por tal motivo, la regulación por contrato (la franquicia) no elimina la regulación sucesiva, sino que la reclama para administrar el contrato regulatorio11. 3. Del monopolio natural a los monopolios contestables: respuestas a una competencia perfecta y que nunca existe 8 Priest (1993: 294). 9 Cfr. Sidak y Spluber (1996) y (1997). 10 Cfr. Priest (1993: 322-323). 11 Cfr. Williamson (1996: 1011). 7
  • 8. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) Además de ser innecesario, nos llevaría demasiado lejos exponer con detalle la secuencia histórica de formación y desarrollo del paradigma neoclásico, el equilibrio competitivo o modelo de competencia perfecta. Nos referiremos a él sólo en sus guías básicas y en relación con lo que aquí más directamente nos interesa, la conexión entre regulación y competencia a través de la regulación pro-competitiva. Aunque hablaremos de ellas, tampoco podremos abundar en las conexiones intrínsecas del modelo neoclásico de competencia perfecta con la Economía del Bienestar, que han sido expuestas con extensión y rigor, como es bien sabido12. No soy el primero -y espero no ser tampoco el último- que recuerde que la teoría económica ha ido muchas veces a remolque de la práctica real de la organización y funcionamiento de los sectores productivos en lo que a la regulación y a la competencia se refiere. Como regla general, la teoría económica ha bendecido a posteriori lo que políticos, legisladores y hombres de negocios decidieron hacer y, de hecho, hicieron; esta regla es particularmente válida en los orígenes y sólo en tiempos muy recientes las soluciones alumbradas por los economistas se han empleado para definir pautas reales de comportamiento de los agentes económicos. Pasamos a comprobarlo con la noción de monopolio natural, fundamento primigenio de la regulación y, posteriormente, con el tratamiento de alguna de las principales corrientes teóricas de introducción de competencia en los sectores de actividad tradicionalmente calificados como naturalmente monopolísticos. 3.1. Uno de los mitos más increíbles jamás teorizados “Es un mito pensar -dice DiLorenzo en un ensayo más que recomendable- que la teoría del monopolio natural fue primero desarrollada por los economistas y posteriormente empleada por los legisladores para justificar la concesión de monopolios. La verdad es que los monopolios fueron creados décadas antes de que la teoría fuera formalizada por economistas intelectualmente favorables al intervencionismo, que emplearon la teoría como un fundamento ex post de la intervención administrativa. En el momento en que se otorgaron las primeras concesiones de monopolios, la gran mayoría de los economistas entendía que la producción a gran escala y con inversiones intensivas en capital no llevaba al monopolio, sino que era un aspecto absolutamente deseable del proceso competitivo”13. La teoría del monopolio natural no es sólo falsa, sino ahistórica: no hay ni una sola evidencia de que, en algún momento y en algún lugar, un solo productor que se haya convertido en un monopolista permanente por el hecho de haber conseguido en el largo plazo unos costes medios más bajos que cualquier otro; es exactamente lo contrario, “originariamente, en muchos de los sectores denominados como servicios públicos había, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, literalmente, docenas de competidores”14. En efecto, sostener que la producción en régimen de economías de escala -costes marginales decrecientes y costes medios igualmente decrecientes- aboca necesariamente a una posición de monopolio es tan absurdo como afirmar que la música de Wagner provocó la invasión de Polonia. En sus 12 Véanse, entre otros estudios, el de Mishan (1960) -verdaderamente completo- y los de Ruggles (1949- 1950a) y (1949-1950b), estos últimos traducidos al español. 13 DiLorenzo (1996: 43). 14 DiLorenzo (1996: 44). 8
  • 9. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) dos célebres estudios, A.D. Chandler demostró dos cosas fundamentales: en primer lugar, que las economías de escala y de alcance son el corazón de la producción eficiente en una economía competitiva o, simplemente, de mercado15; en segundo lugar, que sólo la acción concertada entre los empresarios, en tanto que tolerada o respaldada por el poder político, puede hacer prevalecer las posiciones de monopolio o de restricción de la competencia16. El concepto de public utility, versión transatlántica del servicio público europeo- continental, se asentó en Estados Unidos entre finales del XIX y principios del XX, basado, según relata H.M. Gray, en el criterio de que “el interés público sería mejor satisfecho mediante el otorgamiento de privilegios especiales a personas y corporaciones privadas”17, que irían acompañados de otros beneficios en la forma de patentes, subvenciones, capacidad para operar como bancos y aranceles. Esta estrategia, inicialmente adoptada por el Gobierno federal, fue luego asumida por los Estados y los municipios. El resultado final fue “el monopolio, la explotación y la corrupción política”; la situación llegó a tal punto que se reclamó el establecimiento de restricciones legislativas, que vinieron de la mano de las leyes Granger18, la Interstate Commerce y la Sherman. Estas leyes, de diferente formato, contenido y alcance respondían a la desilusión generalizada por la idea de que los privilegios privados pueden ser reconciliados con el interés público mediante la alquimia de la regulación pública19. Gray denominó esta situación, siguiendo a T.W. Arnold, como “capitalismo monopólico”; fue, precisamente, la legislación antitrust la que vino a excluir del control antimonopolio a las empresas designadas como public utilities, y dice: “La mano invisible de Adam Smith fue sustituida por la mano visible de la regulación pública y, según se pensó, la gestión continuada de la regulación sería suficiente para mantener un equilibrio perfecto entre el interés privado y el público”20. Aunque, en general, se consideraba que la competencia es algo beneficioso y que, por tanto, debía ser preservada, enseguida se admitió que, al menos en ciertos sectores, la competencia es indeseable y, por tanto, debía ser erradicada mediante la acción pública; de esta manera, entre 1907 y 1938, la política de monopolios creados y protegidos se consolidó plenamente en una porción significativa de la economía y se convirtió en la piedra angular de la regulación, de tal forma que se asumía que “el estatuto de public utility era el paraíso de refugio de todo aspirante al monopolio que encontraba demasiado difícil, costosa o precaria su pervivencia como monopolista mediante la sola acción privada” y, por tal motivo, buscaron el abrigo del poder para protegerse de los rivales con tal de que, por supuesto, “la Administración no les impusiera un precio demasiado alto por sus favores bajo la forma de una regulación restrictiva”21. 15 Cfr. Chandler (1990). 16 Cfr. Chandler (1977). 17 Gray (1940: 7). 18 Las Leyes Granger reciben esta denominación por ser fruto de la presión ejercida por la National Grange of the Order of Patrons of Husbandry. Grange significa grano (de cereal) y granger granero. Esta organización fue fundada en 1867, tras la Guerra Civil americana, como grupo de interés aglutinante de los agricultores para ejercer presión a favor del control de los precios de los ferrocarriles para el transporte de productos agrícolas. La organización pervive hoy día y es uno de los grupos de presión más activos. 19 Cfr. Gray (1940: 8). 20 Gray (1940: 9, con nota 2), cursivas en el original. 21 Gray (1940, loc. cit.). 9
  • 10. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) A partir de aquí, algo que se llevó a la práctica sin un planteamiento teórico explícito de respaldo, pasó a ser racionalizado y así se elaboró la noción de monopolio natural: las empresas que suministran gas, electricidad, transporte urbano, agua y telefonía son monopolios de manera inherente o natural, en virtud de unas características intrínsecas que llevan a estas industrias a ser inevitablemente monopólicas22. Y así se concentró el soporte nocional de la actuación pública: estos monopolios son diferentes, son naturales, a diferencia de los demás, que son artificiales; son monopolios buenos, mientras que los otros son malos. En consecuencia, continúa Gray, “aquellos que consagran su propiedad a esta buena causa están legitimados para invocar en su hombre el poder del Estado para asegurarse una justa retribución”. Así pues, “si bien quedaban sujetos ocasionalmente a la indulgente propensión hacia los precios excesivos y al trato discriminatorio –aberraciones todas ellas dominadas por la regulación-, estos monopolistas organizarían la producción de manera eficiente, utilizarían los recursos de la mejor forma, emplearían las mejores técnicas disponibles, mantendrían altos estándares de servicio, desarrollarían los mercados por completo, asegurarían las inversiones al menor coste y, en general, gestionarían sus empresas para el mejor interés del público a cuyo servicio han puesto a disposición su propiedad. El afán de lucro, aunque restringido, sería como en los ámbitos competitivos, dado el incentivo hacia el desempeño eficiente. El papel del Estado sería enteramente negativo, su interferencia se limitaría a prevenir unos precios excesivos y el trato discriminatorio”23. La evitación de los precios excesivos y de la discriminación es un objeto laudable pero, detrás de él, se esconden las “fuerzas siniestras” del privilegio privado y del monopolio, que buscaban “inmunidad frente al control de la legislación antitrust, la validación legal de sus privilegios y propiedades, la protección del Estado para sus monopolios y una relativa mano libre para la extensión de su poder económico. Todos estos objetivos fueron logrados mediante el estatuto de public utility. Además, se aseguraron 22 Gray hizo una recensión del libro de Brown en la American Economic Review, Vol. 26, No. 3 (septiembre de 1936), p. 535, que es la siguiente: BROWN, G. T., The Gas Light Company of Baltimore. A Study of Natural Monopoly. Johns Hopkins University Studies in History and Political Science, Baltimore, Johns Hopkins Press 1936, 112 pp. “This study traces the development of gas supply in Baltimore from the founding of the first company in 1816 through the passage of the state public service commission law in 1910. It shows how recurrent competition was extinguished by consolidation until one concern finally controlled both gas and electric service. Public dissatisfaction with rates and service was manifest as early as 1833 and continued intermittently thereafter. Numerous attempts at local control proved ineffective and, after eighteen years of agitation, state commission regulation was established. The material is drawn largely from newspapers, investment circulars, ordinances, contracts and statutes. There is relatively little documentation from the private records of corporations. Likewise there is a dearth of source material concerning the political activities of these aspiring monopolists. Presumably these two types of evidence were inaccessible, but their absence makes impossible a complete account of what transpired in Baltimore. The author shows how the observed tendency for competition to yield to monopoly in the gas business led to the formulation of the theory of natural monopoly. The writings of J. S. Mill, T. H. Farrar, H. C. Adams, R. T. Ely, E. J. James, and Albert Shaw are cited in this connection. The inevitable trend toward monopoly is based on decreasing cost which, in turn, is traceable to technological factors. This analysis fails to give proper weight to the institutional factors involved. Franchises, way- leaves, contracts, charters, patents, secret agreements, injunctions, dummy corporations, cut- throat competition, newspaper and banking influences, and political corruption are the institutional ingredients from which monopoly was forged by skilful and unscrupulous manipulators. A critical evaluation of these elements might have shed considerable doubt upon the naturalness of this and similar monopolies” (la cursiva es mía). 23 Gray (1940: 10), la cursiva es mía. 10
  • 11. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) gratuitamente algo igualmente importante, la aceptación pública y el reconocimiento legal de la ficción económica del monopolio natural”24. Tras la Primera Guerra Mundial, la idea de monopolio natural sirvió para proteger los precios de los monopolistas sobre la base de la salvaguarda del razonable beneficio empresarial y de los derechos adquiridos, de manera que ya no se protegía tanto a los consumidores como los intereses de los monopolistas. Esto supuso, además, un entorpecimiento del desarrollo tecnológico, ya que no se permitía la implantación de técnicas con las que atender necesidades cambiantes, y esto supuso una evidente decadencia institucional. El ejemplo más claro de esta estrategia lo encontramos en los ferrocarriles, que pidieron protección frente a las líneas de transporte por autobús o por camión, a las que se exigía la obtención de licencia, severamente restringida por la presión de las compañías ferroviarias, o sea, convertir también a los posibles competidores en prestatarios de servicios públicos sujetos a una autorización administrativa no reglada. Esto mismo sucedió en la electricidad, radiodifusión, vivienda, producción láctea25, sector aéreo, carbón bituminoso y el sector agrícola26. Esta perversión y decadencia institucional del concepto de servicio público es, a juicio de Gray, inevitable en el capitalismo: “igual que, en el Imperio, todos los caminos conducían a Roma, en una sociedad capitalista todas las formas de control social llevan en última instancia a la protección por el Estado de los intereses dominantes”27. 3.2. A la competencia mediante la regulación: las dos leyes del Senador Sherman Si analizamos, aunque sólo sea someramente, el contexto histórico e intelectual de la Sherman Act de 1890, estaremos en condiciones de desmontar la mayoría de los convencionalismos que se manejan sobre la así llamada Carta Magna de la libre empresa. Hay pruebas suficientes para decir que la Ley Sherman no iba dirigida a promover la competencia; básicamente, fue una respuesta legislativa a las presiones proteccionistas de los grupos de interés estadounidenses de finales del siglo XIX, más cercana al actual clamor a favor de una política industrial diseñada para la protección de empresas ineficientes28. Como es sabido, los promotores principales de la Ley Sherman fueron los granjeros y los agricultores, a través de organizaciones tales como la Grangers and the Farmers’ Alliance, que dirigieron sus protestas contra dos objetivos: los grandes latifundios de cereales, a quienes llamaban monopolios de la tierra y los precios de las compañías de ferrocarriles. Acusaban a los grandes propietarios de provocar la bajada de los precios agrícolas mediante la monopolización de este sector productivo. En este ámbito, los agricultores también protestaron contra la pérdida de cuota del algodón (producto predominante en el Mid-West) frente a la yuta. Por lo que concierne a los precios de los ferrocarriles, resulta sorprendente comprobar en qué medida las protestas eran 24 Gray (1940: 11), cursivas en el original. 25 Esta referencia no es una broma ni una excentricidad norteamericana: las centrales lecheras fueron consideradas como servicio público es España, como bien explicaron Meilán Gil (1970) y Rivero Ysern (1970). 26 Cfr. Gray (1940: 11-15). 27 Gray (1940: 15). 28 Cfr. DiLorenzo (1985: 74). 11
  • 12. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) infundadas ya que, justo antes de 1887 -año de creación de la Interstate Commerce Commission (ICC)-, dichos precios habían bajado de manera notable -esto beneficiaba, obviamente, a todos los productores, incluidos los pequeños-, lo que sucedía es que las compañías otorgaban los descuentos más cuantiosos, como es lógico, a los grandes productores, que coincidían con los grandes propietarios agrícolas y ganaderos, contra quienes bramaban los pequeños y a los que pretendían privar, mediante regulación de las tarifas ferroviarias, de tales descuentos. Como bien demuestra DiLorenzo, los fundamentos reales de todo este fenómeno de lobby están del todo distorsionados: entre 1865 y 1900, los precios agrícolas bajaron menos que los precios en el resto de los sectores, lo cual suponía una evidente ventaja, aunque también hay que decir que los precios agrícolas se mostraron siempre muy volátiles e inestables. A los agricultores y granjeros se sumaron otros comerciantes pequeños hasta que, finalmente, la prensa progresista empezó a respaldar el movimiento y presentó la situación como un juego suma cero en el que un puñado de grandes empresarios exitosos se enriquecían a costa de los agricultores, ganaderos, trabajadores y consumidores y, en consecuencia, era necesaria la intervención del Gobierno para imponer una redistribución29. En toda esta tormenta de protestas secundada periodísticamente, algún historiador llegó a decir que los monopolistas, además de corromper a los legisladores, disfrutaban de privilegios como la protección de tarifas y expulsaban a los competidores mediante bajadas de precios y abusaban de los consumidores mediante subidas de precios (las dos cosas al mismo tiempo, lo cual es ciertamente increíble). Como señala DiLorenzo, la corrupción es un problema de la Administración y de la legislación, la bajada de precios es una consecuencia beneficiosa para los consumidores, mientras que el argumento de que, al mismo tiempo, los precios subían y bajaban es del todo absurda. Estamos ante la dinámica natural de la competencia, por lo que considerar que el cierre de empresas y el consiguiente desplazamiento de recursos hacia aplicaciones más eficientes como algo contrario a la competencia, es algo que carece de sentido. El contexto en que fue tramitada y aprobada la Ley Sherman coincide con la reacción masiva de grupos disconformes con el rápido cambio en las estructuras productivas que entonces tenía lugar30. El argumento principal de Sherman y de los que se alinearon con él fue que las grandes empresas y sus asociaciones restringían la producción y esto provocaba una subida de precios. Los datos disponibles desmienten tal cosa. Salvo en productos tales como las cerillas y el aceite de castor, en todos los demás se dio un espectacular crecimiento de la producción, no sólo en el último decenio del siglo XIX, sino también durante los primeros años del XX, lo cual provocó el consiguiente descenso de los precios; este crecimiento fue acompañado de una tendencia a la concentración empresarial, lo cual contradice por completo la idea de Sherman de que las compañías grandes tienden a reducir la producción y a incrementar los precios. Lo curioso es que el Congreso admitió que esto estaba ocurriendo (concretamente con el azúcar y el petróleo), pero a costa de que los “los menos eficientes (y más pequeños) empresarios (hombres honestos) eran expulsados de la industria”31. La Ley Sherman puede ser considerada como un caso de norma favorable a intereses especiales en un doble sentido: a) al aislar a ciertos grupos, especialmente a los 29 Cfr. DiLorenzo (1985: 75-76). 30 Cfr. DiLorenzo (1985: 77). 31 Cfr. DiLorenzo (1985: 80-81). 12
  • 13. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) pequeños empresarios, de los rigores de la competencia; b) al satisfacer a amplios sectores del electorado que sentían envidia del éxito económico de otros empresarios y que se veían superados por la rapidez en el descenso de los niveles relativos de precios y salarios. Dice con razón DiLorenzo que las evidencias disponibles demuestran que es sencillamente irracional e imposible que las grandes compañías pusieran en práctica durante más de una década un sistema de precios predatorios para restringir la competencia. Es más, todo hace pensar que una de las funciones de la Ley Sherman fue distraer la atención del público del hecho de que la principal fuente de poder monopólico es el Estado; la ICC fue creada en 1887 como un instrumento de cartelización de las compañías ferroviarias y, por tanto, era la regulación la que provocaba las restricciones de la competencia y la concertación entre grandes empresas. Con su proyecto de ley, Sherman ganó apoyos políticos y aportaciones para sus campañas políticas, mientras que los votantes medios carecían de incentivos financieros para descubrir el verdadero coste del proteccionismo; el propio Sherman dijo en un debate del Senado que los trusts “subvierten el sistema de precios; socavan la política del Gobierno para proteger a las empresas americanas mediante el establecimiento de aranceles a los bienes importados”. Curioso argumento en boca del campeón de la libre empresa32. Pero la sorpresa más grande nos la llevamos si conocemos la otra Ley Sherman, que fue aprobada por el Senado y promovida por el propio Sherman, Presidente del Comité de Finanzas, la Campaign Contributors’ Tariff Bill (así denominada por el New York Times: Ley de Aranceles para los Contribuyentes a la Campaña [republicana]). Hay que aclarar que Sherman no ha sido reconocido como autor de la Ley de Aranceles de 1890, sino que la autoría se atribuye normalmente a su paisano, también nacido en Ohio, William McKinley, Jr., por entonces miembro del Congreso, que algo más tarde se convirtiera en el 25º Presidente de Estados Unidos (1897-1901) y que nombró a Sherman Secretario de Estado (1897-1898). En efecto, en un artículo del New York Times del 1 de octubre de 1890 se dice que “La así llamada Ley Antitrust fue aprobada para engañar a la gente y dejar el camino expedito para la promulgación de la Ley de Aranceles”. Este episodio es realmente interesante si se quiere entender bien el contexto político y legislativo. Explica DiLorenzo que no es improbable que la Ley Sherman fuera tramitada para desviar la atención de la opinión pública del proceso real de monopolización de la economía que estaba teniendo lugar, precisamente mediante la imposición de innumerables barreras de entrada (aranceles fronterizos, cuotas, autorizaciones, concesiones y cláusulas de protección del status quo o grandfathering), de las que los propios legisladores eran los principales beneficiarios. La Ley Antitrust fue apoyada por los pequeños productores, pero la Ley de Aranceles lo fue por todos, tanto grandes como pequeños. La Ley de Aranceles de 1890 vino, en definitiva, a establecer una protección aduanera a las principales industrias estadounidenses frente a los productos extranjeros. Los legisladores americanos se convirtieron claramente en brokers legislativos, en intermediarios del tráfico de intereses y portadores de intereses por sí mismos33. Los economistas profesionales de la época no estuvieron presentes ni fueron oídos en el debate que acompañó a la aprobación de la Ley Antitrust. Los principales economistas de la época no pensaban en absoluto que la competencia estuviera en peligro en Estados 32 Cfr. DiLorenzo (1985: 81-82). 33 Cfr. DiLorenzo (1985: 82-83). 13
  • 14. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) Unidos y, además, consideraban que los procesos de concentración eran el resultado afortunado de una evolución natural del funcionamiento competitivo del mercado, entendido como un proceso dinámico. Concretamente, George Gunton escribió: “Si hablamos en sentido estricto, la concentración de capital no expulsa a los pequeños capitalistas del mercado sino que, simplemente, los integra en sistemas de producción más grandes y complejos, en los que son capaces de producir más barato para la comunidad y de obtener ellos mismos mayores rentas (…). La competencia entre grandes conglomerados [trusts] tiende naturalmente a reducir los beneficios a márgenes más estrechos que la competencia entre empresas, por la sencilla razón de que, cuanto mayor sea el volumen de transacciones en un sector, más bajo será el porcentaje de beneficio necesario para obtener éxito. Por tanto, en lugar de destruir la competencia, la concentración de capital provoca lo contrario (…). Mediante el uso de un capital mayor, una maquinaria mejorada y mejores instalaciones, los grandes conglomerados pueden y, de hecho, venden a precios más bajos que las empresas más pequeñas”34. En definitiva, los grandes productores no provocan al público perjuicio alguno; los productores que buscan la protección que les procuran las alianzas o concentraciones son mucho más eficientes que los productores pequeños que se ven desplazados del mercado. Es sorprendente comprobar que, en la doctrina económica de aquella época, incluso los más acérrimos enemigos del laissez-faire, como es el caso de Richard T. Ely, fundador de la American Economic Association, no se oponían a los trust por el hecho de que fueran monopolios, sino porque explotaban a la clase trabajadora y, por tal motivo, recomendaba la nacionalización de las industrias y el establecimiento de reglas que humanizaran las condiciones de trabajo. En cualquier caso, una amplia mayoría de economistas americanos de aquel tiempo tenían una concepción conductual o dinámica de la competencia, en lugar de un estado en el que el proceso de competencia encuentra su fin. La doctrina económica americana del siglo XIX veía en las concentraciones unas técnicas competitivas dirigidas a capitalizar las nuevas tecnologías emergentes de producción a gran escala; del mismo modo, las fusiones eran consideradas como mecanismos de competencia en la búsqueda de eficiencia para la producción masiva; por tanto, las restricciones legislativas a estos mecanismos se consideraron por parte de los economistas como un retroceso en el desarrollo económico. No es extraño que los promotores de la Ley Antitrust no quisieran oír a los economistas de entonces en el procedimiento de tramitación; todo lo contrario de lo que sucede hoy, cuando los economistas están tan profundamente involucrados (y bien pagados, como dijo Stigler) en la aplicación del Derecho de la competencia. Todo el problema parece estar en que los trust son una desviación en relación con el ideal neoclásico de la competencia perfecta y atomizada; los economistas actuales no son capaces de darse cuenta de que el modelo competitivo (de competencia perfecta) no dice nada sobre la competencia. “Pero si uno acepta la visión alternativa de que la competencia es un proceso dinámico y de rivalidad, entonces el simple número de empresas en un sector productivo no necesariamente tiene que afectar a la competencia” y, por tanto, los trust serían vistos como lo hicieron los economistas del XIX, como “una parte del proceso normal de evolución de los mercados competitivos”35. La consideración de la Ley Sherman como garantía de los mercados competitivos es, en suma, un artículo de fe, contrario a las evidencias que presentan los datos de la época: los precios de los productos de las supuestamente industrias monopolizadas bajaron, no 34 Cit. por S.D. Gordon (1963: 165). 35 DiLorenzo (1985: 84-86). 14
  • 15. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) subieron. Sherman, simplemente, sacó adelante primero la Ley Antitrust como una pura maniobra política para desviar la atención de la Ley de Aranceles del mismo año, que el propio Sherman promovió. La doctrina económica de aquel tiempo enseñaba lo que ahora parece como una nueva enseñanza: que la concentración industrial es más una fuente de eficiencia que de monopolización. La doctrina económica sobre las bondades de la Ley fueron construidas una vez que ésta fue promulgada, lo que quiere decir que los legisladores tienen siempre fuertes incentivos para promover leyes proteccionistas que, curiosamente, han sido respaldadas por la doctrina económica. Los políticos aprovecharon la tendencia del mercado competitivo a la concentración para, mediante la regulación, proteger, blindar y fomentar tal concentración y, de este modo, alumbrar monopolios permanentes buenos, naturales, exentos de la legislación antitrust. La diferencia es muy importante: en el verdadero mercado, toda posición de monopolio es precaria, permanentemente amenazada; en el nirvana de la competencia neoclásica, los monopolios son permanentes, regulados. 3.3. Mercados contestables y monopolios incontestables: Baumol y las bases teóricas de la regulación pro-competitiva Según sabemos, la corriente neoclásica predominante concibe la competencia perfecta como una competencia atomizada, o sea, consiste en la existencia de muchos compradores y de muchos vendedores, incapaces cada uno por sí solo para incidir sobre la formación de precios, de tal manera que cualquier mecanismo de concertación entre compradores y entre vendedores es completamente ajeno a este modelo y, por tanto, es considerado como monopolístico y anticompetitivo. Los intentos de la economía neoclásica por tomarle la delantera a los hechos consumados de la regulación y fijar, en la medida de lo posible, ciertas pautas normativas tienen uno de sus mejores representantes en la muy influyente formulación llevada a cabo por Baumol, Panzar y Willig36 sobre los mercados contestables. Al fundamento ya conocido del monopolio natural, la propuesta de los mercados contestables añade una noción importante, distinta pero complementaria de la de costes marginales decrecientes, que es la de subaditividad. La existencia de economías de escala era la fundamentación temprana o inicial del monopolio natural que, según una formulación posterior y más elaborada por parte de A.E. Kahn, pasó a denominarse subaditividad: los costes medios decrecientes provocan que la producción sea llevada a cabo por una única empresa37. Según Baumol38, la función de costes de una empresa es subaditiva cuando es capaz de producir cualquier cantidad y combinación de una cesta de servicios a un coste inferior al que se obtendría si estos servicios fueran producidos por distintas empresas. La subaditividad de costes es una condición suficiente para la existencia de un monopolio natural. Antes de que Baumol, Panzar y Willig introdujeran el concepto de subaditividad, se creía que la estructura de mercado monopolística era la más eficiente en los sectores con economías de escala. Sin embargo, la introducción del concepto de subaditividad supuso un giro importante en el análisis de las funciones de costes y, en consecuencia, en las políticas regulatorias de muchos países. La subaditividad implica que, además de los ahorros de costes generados por las economías 36 Baumol, Panzar y Willig (1982). 37 Cfr. (1970-1971, vol. 2: 172ss). 38 Véase, Baumol (1977), así como el libro publicado junto J.C. Panzar y R.D. Willig (1982), cuyo contenido se encuentra resumido por el propio Baumol (1982). 15
  • 16. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) de escala, también existen ahorros obtenidos gracias a la elaboración simultánea de distintos productos. Este último tipo de ahorro se conoce con el nombre de economías de alcance. Desde la década de los ochenta del siglo XX, los tests de subaditividad propuestos por la literatura económica demostraron que muchos de los mercados no tenían características de monopolio natural, lo cual llevó, en algunos casos, a liberalizarlos. Pero la condición de monopolio natural es distinta en el caso de empresas uniproducto que en las multiproducto. En las uniproducto, la presencia de economías de escala es considerada como condición suficiente, pero no necesaria, para probar la existencia de un monopolio natural; es decir, la existencia de economías de escala implica subaditividad de costes, pero no al revés. En el caso de una empresa multiproducto, las economías de escala no es una condición ni necesaria ni suficiente para probar la existencia de un monopolio natural; deben darse economías de alcance, que reflejan la interdependencia entre los costes de producción de los distintos servicios. Baumol consideraba que, en contraste con el modelo de competencia perfecta -en tanto que estándar estructural y conductual de maximización de riqueza- su análisis proporciona una generalización del concepto de mercado en competencia perfecta, que ellos denominan mercado perfectamente contestable. La contestabilidad perfecta “sirve primariamente no tanto como una descripción de la realidad, sino como referencia (benchmark) para una organización industrial deseable que se presenta mucho más flexible y que puede ser aplicada con mucha mayor amplitud que la que hasta la fecha ha estado disponible”39. Es necesario recordar, según Baumol, que, “en los mercados reales, raramente se da la contestabilidad perfecta, si es que esto sucede alguna vez. La contestabilidad es simplemente un amplio ideal, una referencia (benchmark) de aplicabilidad más amplia que la de la competencia perfecta”40. El mercado contestable es aquél “en el que la entrada es absolutamente libre y la salida se produce absolutamente sin costes”. La libertad de entrada debe entenderse no en el sentido de que sea sin coste o con total facilidad, sino de que el entrante no padece desventaja alguna en términos de condiciones técnicas de producción o de calidad del producto en relación con el incumbente, de manera que los potenciales entrantes puedan evaluar correctamente la rentabilidad de la entrada en las mismas condiciones que tendría el incumbente. En definitiva, el requisito básico de la contestabilidad es que no existan costes discriminatorios contra los entrantes. Para Baumol, la absoluta libertad de entrada es una manera de referirse a la garantía de libertad de entrada, entendiendo por esto que cualquier empresa puede dejar el mercado sin impedimento, o sea, que en el proceso de salida puede recuperar cualquier coste en el que haya incurrido al entrar. Así, si todas las inversiones pueden ser vendidas o reutilizadas sin pérdidas distintas de las del uso normal de los recursos y de la depreciación, entonces se elimina cualquier riesgo de entrada. Ahora bien, Baumol aclara que competencia perfecta y contestabilidad perfecta no son lo mismo: “un mercado perfectamente competitivo es necesariamente perfectamente contestable, pero no al revés”; por esto, “el rasgo crucial de un mercado contestable es su vulnerabilidad a la entrada en régimen de golpea y corre [hit and run]”41. 39 Baumol (1982: 2). 40 Baumol (1982: 3). 41 Baumol (1982: 4). 16
  • 17. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) Los héroes de los mercados contestables, es decir, de los monopolios atacables, son los potenciales y anónimos entrantes, que ejercen una suerte de disciplina sobre el incumbente, disciplina que es más efectiva cuando la entrada es libre. Así pues, el monopolista contestable debe comportarse de manera eficiente ya que cualquier desviación del buen comportamiento económico le hará instantáneamente vulnerable a la entrada mediante la estrategia de golpea y corre. En consecuencia, la visión de Baumol viene, simplemente, a reforzar la idea de que sobre la decisión de establecer cualquier posible barrera de entrada regulatoria debe pesar, por principio, un criterio restrictivo42. La posición de Baumol sobre los mercados contestables ha influido enormemente en la orientación de la regulación pro-competitiva de las telecomunicaciones y, en general, de los sectores en red. La idea de que los nuevos entrantes han de contar con unas condiciones tales que puedan salirse cuando lo deseen y sin coste alguno tiene un origen claramente baumoliano. Como pasamos a ver enseguida, la noción de mercado contestable de Baumol pretendía haber demostrado que la existencia de una amenaza creíble de entrada de competidores lleva al monopolista a una verdadera autodisciplina, de manera que la ausencia de competidores no sería un defecto, sino una virtud. Esta idea se ha aplicado a ambos lados del Atlántico, en Estados Unidos mediante la Telecommunications Act de 1996, norma que fue literalmente clonada en la Unión Europea mediante las así llamadas Directivas de liberalización de las telecomunicaciones, de 1997. 4. La regulación pro-competitiva en la vida real: el caso de las telecomunicaciones. Breve recorrido por sus orígenes, desarrollo y estado actual 4.1. Regulación y competencia en las telecomunicaciones: breve relato del caso estadounidense El proceso de elaboración de la Telecommunications Act de 1996, provocó en Estados Unidos intensos debates sobre la desregulación de los sectores productivos en red, o sea, de las public utilities. Estimo interesante para lo que aquí nos ocupa ofrecer una visión de conjunto de la evolución de este sector, por lo bien que refleja el hecho de el monopolio es siempre resultado de la acción política, en el caso estadounidense, coordinada entre los reguladores federal y estatales, de manera que la razón por la que la competencia no se desarrolló fue, sencillamente, el no haber sido permitida. En este proceso de monopolización de las telecomunicaciones en Estados Unidos distinguiríamos tres fuerzas principales43: • La eliminación intencional de aquello que se consideró como una competencia duplicativa y derrochadora de recursos a través de políticas de licencias excluyentes, decisiones equivocadas de interconexión, la protección del estatus monopolístico de los operadores dominantes y la garantía de ingresos para los operadores regulados. 42 Cfr. Baumol (1982: 14-15). 43 Sigo aquí a Thierer (1994). 17
  • 18. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) • La imposición de una política de servicio universal que, de modo implícito, requería un proveedor único para ser llevada a cabo. • La regulación de precios mediante la fijación de precios uniformes y subvenciones cruzadas para sostener económicamente el objetivo del servicio universal. Esto fue suficiente para liquidar la competencia en una industria que, como pasamos a ver a continuación, fue realmente competitiva durante una primera etapa. Las evidencias históricas refutan con toda contundencia la suposición de que las telecomunicaciones son una industria esencialmente monopolística. Es cierto que las empresas tienden a excluir a sus competidores, pero lo que no se dice por parte de quienes defienden la doctrina del monopolio natural es que, tanto el Gobierno federal como el de los Estados, incentivaron y apoyaron la formación del monopolio de la compañía fundada por Graham Bell, AT&T, a partir de principios del siglo XX. La patente de Bell fue registrada en 1876 y expiró en 1894. Mientras duró este derecho de exclusiva, el teléfono no fue demasiado exitoso; el incremento exponencial del uso del servicio se produjo, precisamente, a partir del momento en que la patente expiró (1894- 1913), con el desarrollo de una creciente competencia entre AT&T y los nuevos entrantes, que prestaban servicios en áreas geográficas sin cobertura o con cobertura deficiente, hasta llegar a un total de más de 3.000 compañías. El resultado fue un sistema con más de 6 millones de terminales, repartidos desigualmente entre AT&T y sus competidores y, por tanto, con un servicio que resultaba asequible a cualquiera que lo deseara. Significa esto que la expansión del teléfono durante este decenio fue impresionante, con unos costes muy eficientes y unos precios bajos para los consumidores. Además, la oferta estaba muy atomizada, no había signos de concentración, sino justamente de lo contrario. Y es que las economías de escala son sólo una parte de la teoría del monopolio natural; las barreras de entrada son la otra, y esto es exactamente lo que sucedió en la realidad, que la intervención gubernamental comenzó a impedir el acceso al mercado44. La época que condujo a la nacionalización de AT&T se inauguró en 1913, y en ella jugó un papel fundamental Theodore Vail, con su regreso a la presidencia de la compañía en 1907. Sus principales propósitos no eran otros que la eliminación de sus competidores, el mantenimiento de relaciones amistosas con legisladores y reguladores y la expansión del servicio telefónico al público general. En el Informe Anual de la compañía de 1910 se decía expresamente que “Una competencia agresiva y efectiva y la regulación y el control son incompatibles entre sí y no pueden existir al mismo tiempo”. Un anuncio de prensa de AT&T de 1908 ya había expresado con claridad la política de Vail: “One Policy, One System, Universal Service”. Ante esta estrategia, el Gobierno federal le hizo saber con discreción que no resultaba demasiado respetuosa con las leyes antitrust ya vigentes. Con toda astucia, Vail inició una aproximación para evitar la amenaza de un troceamiento de la compañía y consiguió alcanzar un acuerdo, denominado el Compromiso de Kingsbury, en honor de Natham C. Kingsbury, próspero hombre de negocios en el sector que, posteriormente, en 1911, fue nombrado primer Vicepresidente de AT&T, el principal negociador y, por tanto, protagonista del éxito final de la operación. El acuerdo consistió en que AT&T se comprometía a vender los 30M$ que tenía en el capital de Western Union, la principal compañía de telégrafos, a 44 Cfr. Thierer (1994: 269-271). 18
  • 19. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) no adquirir ninguna otra compañía telefónica y a permitir la apertura de sus redes para la interconexión de otros operadores. No obstante, este último compromiso fue interpretado por los reguladores de la siguiente forma: AT&T no tenía prohibido adquirir otras compañías telefónicas, sino que, si lo hacía, debía vender una participación equivalente a un operador independiente, para que no creciera demasiado de tamaño. Esto permitió que AT&T hiciera permutas de monopolios locales con otros monopolistas locales para homogeneizar geográficamente las zonas de predominio: esta interpretación casaba perfectamente con la lógica de la interconexión que, al propio tiempo, garantizaba un entendimiento entre las compañías, que condujo a una pérdida de independencia y desincentivaba el funcionamiento competitivo de la telefonía a larga distancia. Se trataba, en suma, de un apartheid competitivo, caracterizado por la segregación y la cuarentena: Western Union se mantenía como monopolista telegráfico, los monopolios pequeños como monopolistas locales y AT&T como monopolista en larga distancia; por esto, AT&T no tenía que ser el propietario de todo, le bastaba con ser el principal y con que no existiera competencia entre estos tres niveles. Ésta fue la situación en el corto plazo pero, en el medio y largo, el resultado fue bien distinto del que se esperaba (evitar la formación de un monopolista único). A partir de aquí, el lenguaje de los responsables gubernamentales y legisladores quedó alineado con el de Vail: se trata de un monopolio natural, la competencia es “duplicativa”, “destructiva” y “derrochadora”, y esto se trasladó al nivel de los Estados. La migración hacia el sistema único y el servicio universal era la contrapartida lógica a la erradicación de la competencia. El Informe Anual de AT&T de 1921 decía que “Una combinación de actividades asimilables bajo un adecuado control y regulación haría que el servicio al público fuese mejor, más progresivo, eficiente y económico que un sistema competitivo”. AT&T se abrazó a la regulación tras una época en la que sus márgenes y beneficios se habían estrechado severamente por causa de la creciente competencia. Esto era un viaje sin retorno, no sólo hacia el servicio universal, sino también hacia los beneficios del monopolio45. • Durante la Primera Guerra Mundial, el 1 de agosto de 1918, AT&T fue intervenida provisionalmente (sólo durante un año, hasta el 1 de agosto de 1919) y de forma negociada, por medio de un acuerdo enormemente ventajoso para la compañía, que era operada teóricamente por el Gobierno federal pero, de hecho, por los mismos gestores. El incremento de los precios de interconexión fue la primera medida adoptada, además de estar prevista en el contrato, y se incrementaron de manera imparable y alarmante. Al terminar la intervención, AT&T fue beneficiada por nuevas compensaciones dinerarias. Pero mucho más letal que esto para la competencia fue la severa y extensa regulación de precios, verdadero clavo en el ataúd. La subsidiación cruzada se basó en unos precios medios y uniformes, que llevaban a que los usuarios urbanos y las empresas financiasen a los rurales, lo cual hizo que la estructura tarifaria sustentara la idea inicial de Vail del monopolio telefónico. El efecto global de estas medidas de regulación supuso la sustitución de la incertidumbre del mercado por unas rentabilidades limitadas, pero garantizadas, y con una amplia libertad de gestión para los monopolistas. Nadie estaba en condiciones de competir o de oponerse a la estrategia de AT&T46. 45 Cfr. Thierer (1994: 271-275). 46 Cfr. Thierer (1994: 275-278). 19
  • 20. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) Todo esto tuvo lugar en Estados Unidos sin soporte legal alguno, hasta llegar a la Communications Act de 1934, que creó la célebre Federal Communications Commission (FCC). La Ley buscaba la prestación de un servicio universal con precios baratos para los usuarios y confirió a la FCC la potestad de restringir el acceso al mercado mediante un certificado de oportunidad pública y necesidad, dirigida a evitar la duplicidad derrochadora y la competencia innecesaria. La FCC también regulaba las comunicaciones inalámbricas y, por tanto, gestionaba el espectro radioeléctrico (nacionalizado mediante la Radio Act de 1927). AT&T había entrado también en esta actividad al poner en funcionamiento la primera radio comercial en Nueva York en 1922, pero dejó de hacerlo en 1926 para pasar a ser el common carrier del sector. La monopolización del espectro radioeléctrico supuso un enorme lastre para el desarrollo de tecnologías inalámbricas, al prohibir la Ley de 1927 la titularidad conjunta de empresas de telefonía y de emisión de radio. Un ejemplo excelente de cómo el interés público es identificado por los reguladores con el interés de las empresas reguladas47. 4.2. El monopolista incumbente y los nuevos entrantes en el sector de las telecomunicaciones Según acabamos de decir, la reforma pro-competitiva de las telecomunicaciones en Estados Unidos, concretada en la Ley de 1996, planteó sin ambages el problema más arduo de toda reforma regulatoria: cómo arbitrar la transición sin provocar perjuicios irreparables, por graves y cuantiosos, a los monopolistas verticalizados ya existentes, al tiempo que se estimula el acceso a la actividad por parte de nuevos entrantes. Entre los muchos economistas que abordaron directamente la cuestión, cabe destacar a Sidak y Spulber, con un trabajo extenso y minucioso48, que abordaba un buen número de derivaciones a las que, por desgracia, no podemos prestar atención ahora, pese a su notable interés49. Sidak y Spulber alegan que la apertura de las telecomunicaciones a la competencia provoca el problema de hacer imposible que los antiguos monopolistas puedan recuperar las inversiones que llevaron a cabo en su día, lo cual podría vulnerar la Quinta Enmienda de la Constitución50, al suponer un regulatory taking o confiscación regulatoria51 (los accionistas de las compañías incumbentes tienen derecho a la obtención de una tasa de retorno justa [a reasonable, fair rate of investment return]), y, además, una ruptura de eso que a Sidak y Spulber les gusta denominar como contrato regulatorio, o sea, el acuerdo implícito que gobierna las relaciones entre el regulador y el regulado. El problema es denominado como el de las inversiones improductivas (stranded investment). Sidak y Spulber propusieron que los precios regulados posteriores a la apertura a la competencia se fijen con arreglo a los costes históricos de las inversiones, no a los costes de reposición (forward-looking costs) y que, además, se estableciera con antelación el alcance de la compensación al antiguo monopolista que sea debida por la introducción de competencia. 47 Cfr. Thierer (1994: 278-280). 48 El artículo de Sidak y Spulber (1996) en la New York University Law Review viene acompañado de otros dos artículos que le sirven de contrapunto, obra de S.F. Williams (1996) y O.E. Williamson (1996). 49 Sidak y Spulber publicaron posteriormente (1997) una completa monografía donde desarrollan aún más su postura y que se ha convertido ya en un estudio de referencia en la materia. 50 Esta Quinta Enmienda es conocida como la takings clause de la Constitución de Estados Unidos: “(…) nor shall private property be taken for public use, without just compensation”. 51 Un tratamiento muy sugerente de este orden de problemas puede verse en Yackle (2007). 20
  • 21. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) Baumol y Merrill52 presentaron una réplica a la posición de Sidak53 y Spulber en la que, además, tuvieron ocasión de explicar la aplicación de su modelo de mercados contestables al sector de las telecomunicaciones y de postular la introducción de competencia. En opinión de Baumol y Merrill, la opción por el alquiler frente a la implantación de instalaciones propias puede tener unas consecuencias muy relevantes para evitar la ociosidad sobrevenida de las infraestructuras de los monopolistas incumbentes: “Si la parte alquilada del sistema local tiene unos precios adecuados, no se dará el problema de las inversiones ociosas”54. Esta propuesta de incentivar el alquiler de las redes de los incumbentes como núcleo de la regulación pro-competitiva en este sector va dirigida a evitar tener que compensar a los antiguos monopolistas verticalizados por la no recuperación –con arreglo a costes históricos- de sus inversiones pero, claro, esto obliga a fijar unas tarifas de interconexión bajas que estimulen la entrada de nuevos operadores mediante alquiler de las infraestructuras, lo cual desincentivaba, a su vez, la implantación de nuevas redes y, por tanto, la innovación en servicios de valor añadido. Como es obvio, el principal problema al que hay que enfrentarse es el de quién y cómo se determina qué precios de alquiler de las redes son adecuados. Las ideas que sustentan la propuesta de Baumol y Merrill siguen pegadas a la economía neoclásica. En su opinión, la Telecommunications Act de 1996 fue concebida para “nada menos que abrir todos los mercados de comunicaciones electrónicas a una competencia efectiva para servir al interés público”; así, “el camino más simple para alcanzar ese resultado sería introducir competencia a lo largo y ancho de todo el mercado de una sola vez. Pero esto no es posible, al menos en el corto plazo, dado el alto coste que conlleva reduplicar las instalaciones que constituyen el crítico cuello de botella del bucle local. En consecuencia, es necesario sustituir la competencia por la regulación mediante la fijación de los precios por el uso de dichas instalaciones hasta que la competencia efectiva se establezca de manera segura. Sólo la regulación basada en el comportamiento del mercado competitivo puede hacer más sencilla la transición hacia un régimen de competencia, que es el objetivo final de la Ley”. Estamos ante una de las más claras explicaciones de los fundamentos de la regulación pro-competitiva. Y continúan: “Para que la regulación provea a los consumidores los beneficios de la competencia, la regulación debe replicar el comportamiento del mercado competitivo. Los precios que incorporen beneficios super-competitivos o monopolísticos [los dos extremos: fruto de una competitividad máximamente eficiente o fruto de una posición de exclusividad en la oferta, pero que, para los neoclásicos son lo mismo, ya que en ambos casos hay un único productor] constituyen una clara violación de las reglas de comportamiento del modelo de mercado competitivo. Tales precios altos invitarían a los rivales a fijar sus precios por debajo y a llevarse a sus clientes. Por tanto, cualquier regla sobre precios coherente con el modelo competitivo debe, como mínimo, evitar los precios super-competitivos y los beneficios monopólicos” 55. Para Baumol y Merril, “Las fuerzas competitivas del mercado también exigen que las empresas establezcan sus precios sobre los costes de reposición, es decir, los costes 52 Baumol y Merrill (1997). 53 No debe perderse de vista que Baumol y Sidak (1995) habían publicado conjuntamente muy poco antes de esta polémica un libro sobre materias en gran parte coincidentes con las que ahora debatían. 54 Baumol y Merrill (1997: 1059). 55 Baumol y Merrill (1997: 1062). 21
  • 22. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) actuales y futuros en los que la empresa incurra para proveer bienes y servicios a sus clientes. Si los precios no cubren dichos costes, claramente no serán compensatorios. En tanto que la competencia también prohíbe las subvenciones cruzadas, la empresa cuyos precios no cubran los costes de reposición experimentará dificultades de financiación. Por otra parte, si la empresa adopta precios que están por encima de los costes de reposición, permitirá a sus rivales quitarle clientes. Por tanto, los mercados competitivos fuerzan a las empresas a adaptar sus precios a los costes de reposición. La eficiencia económica exige tal comportamiento en materia de precios porque sólo los precios basados en costes de reposición envían las señales correctas a los adquirentes, al requerirles que paguen por lo que adquieren una cantidad que se corresponde con los costes realmente causados por tales adquisiciones”. Y siguen: “Por razones similares, el modelo de mercado competitivo exige que los activos de las empresas sean valorados, a efectos de determinación de precios, sobre la base de los costes que supondría hoy replicarlos (coste de reposición), no sobre la base de los costes en los que originariamente se incurrió para construir las instalaciones existentes, tal y como aparecen en la contabilidad del incumbente del bucle local. Así es como son valorados los activos en todo mercado verdaderamente competitivo, ya que cualquier empresa que desee establecer unos precios que sean más que suficientes para recuperar esa cantidad se haría a sí misma vulnerable a la competencia de nuevos y eficientes rivales que pueden ofrecer el producto a un precio más bajo. En consecuencia, los costes pertinentes de los activos son, por tal motivo, de reposición, no históricos”56. Un planteamiento como éste suscita toda una serie de objeciones, en concreto dos. La primera consiste en que resulta muy difícil aceptar la afirmación de que los mercados competitivos prohíban el sistema de subvención cruzada o de precios de Ramsey; de hecho son aplicados por las empresas como una estrategia habitual, siempre que las concretas condiciones del mercado se lo permitan, para que los excedentes obtenidos con unos precios más altos de los productos con demanda inelástica compensen las pérdidas en las que se incurre como consecuencia de los precios más bajos para los productos con demanda elástica. En segundo lugar, sostener que los precios de acceso a las redes del incumbente basados en costes históricos distorsionan el proceso de apertura a la competencia al permitir la entrada de operadores ineficientes, mientras que, si los costes históricos estuvieran cerca de los de reposición, se impediría la entrada de operadores eficientes, obliga a preguntarse de qué depende que los costes históricos sean superiores, por mucho o por poco, a los costes de reposición y esto, en general y a priori, no puede saberse. Baumol y Merrill concluyen que éste es el modelo de regulación pro-competitiva que la Telecommunications Act incorpora y, por tanto, la fijación de los precios de interconexión con arreglo a costes de reposición obedece a la necesidad de evitar, tanto los precios super-competitivos como los beneficios monopólicos57. Baumol y Merrill centran su insistencia en la idea de que los accionistas de las empresas incumbentes sólo pueden tener, frente a la introducción de competencia en un sector hasta entonces monopólicamente verticalizado como las telecomunicaciones, la garantía que el modelo de mercado competitivo puede proporcionarles: “todo lo que los inversores pueden esperar legítimamente es la obtención de una tasa de retorno para sus inversiones (incluida la recuperación mediante amortización) que sea consistente con el estándar del mercado competitivo”. Ciertamente, los inversores de una empresa 56 Baumol y Merrill (1997: 1062-1063), las cursivas son mías. 57 Cfr. Baumol y Merrill (1997: 1063). 22
  • 23. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) regulada han sido protegidos de las pérdidas en las que incurriría una empresa que fracase en un entorno competitivo, pero también se les ha vedado disfrutar de las ganancias de una empresa competitiva altamente exitosa. En su lugar, se les ha dado la oportunidad de obtener los retornos producidos por una inversión en una empresa media, con un riesgo comparable y con una rentabilidad también media. La regulación pro-competitiva no puede prometer al incumbente más que la recuperación de valor de los activos que, en términos de promedio, proporcionan los mercados en competencia, es decir, el coste de reposición de dichos activos, no su coste histórico58. Deja estupefacto a cualquiera la confianza de Baumol y Merrill en el estándar de la “empresa media” que, como es obvio, obtiene una “rentabilidad media” y en un hipotético “mercado competitivo” que constituye una remisión en toda regla al paradigma del regulador omnisciente. La introducción de competencia en los monopolios regulados en red se ve irremediablemente obligada a practicar una trabajosísima cirugía industrial. El principio “la competencia donde sea posible” ha llevado a la orientación de la desagregación vertical o unbundling, como hemos visto en las telecomunicaciones; pero el principal problema es que no existe una separación tajante entre dos supuestos universos diferentes: el mercado para el servicio y el monopolio para las infraestructuras en red. En concreto, se observa claramente que las actividades monopólicas de gestión y mantenimiento de la red están fuertemente ligadas -y, por tanto, son difícilmente separables- de los servicios que las emplean. Obviamente, no se puede hilar tan fino, no es factible impermeabilizar el monopolio de la competencia en un mismo sector sin provocar constantes distorsiones que, además, proyectan efectos sistémicos nefastos sobre todo el sector59. El punto de inflexión marcado por la Telecommunications Act de 1996, asimilada en sus bases fundamentales por las Directivas de la UE de 1997, consistió en que la regulación dejó de centrarse exclusiva y directamente en el control de los precios minoristas para dirigir su atención hacia los precios mayoristas, tanto de interconexión como de acceso al bucle local (última milla) del operador dominante o incumbente. Se trató, por tanto, de regular los precios de alquiler de las redes ya existentes, de manera que se abriera el sector a nuevos entrantes que, conforme se consolidaran, fueran capaces de acometer inversiones en su propia red, proceso y objetivo que quedan descritos a través de la idea de escalera de inversión o stepping stone60. Se pretendía, pues, promover una competencia en precios finales a los usuarios, 58 Cfr. Baumol y Merrill (1997: 1067). 59 Sigo aquí a Glachant y Pérez (2008: 345-354). 60 La idea de la escalera de inversión (ladder of investment) fue inicialmente formulada por M. Cave (2006a y 2006b), posteriormente asumida por la normativa de la UE, si bien con una versión distinta. Con arreglo a ella, el operador entrante sube la escalera por sucesivos peldaños, cada vez con mayor valor añadido, mayores beneficios y más clientes, inicialmente mediante el alquiler de redes ajenas y, poco a poco, mediante inversiones o adquisiciones de activos, hasta que finalmente consigue una red propia. Esta concepción parte de la base de que la competencia en servicios en el corto plazo iría acompasada con una competencia entre infraestructuras en el largo plazo, como objetivo último pretendido por la regulación para combinar la eficiencia estática con la dinámica. La Comisión Europea no tuvo en cuenta un aspecto fundamental de la propuesta de Cave: establecer una limitación temporal o plazo a partir del cual los nuevos entrantes ya no tendrían acceso a las redes mediante precios regulados, o bien una gradiente ascendente de los precios de acceso, lo cual introducía el decisivo factor de las opciones de riesgo que los operadores deben afrontar. Esta idea de la escalera tuvo un éxito rotundo y se incorporó, en la versión indicada, a las Directivas sobre Telecomunicaciones de 2002, con el éxito ya conocido de producir el efecto contrario al buscado, o sea, que los nuevos entrantes no invirtieron en redes propias. El propio Cave (2010) planteó una nueva visión de su escalera para dar una pauta de reforma regulatoria de cara a las redes de la denominada Next Generation Access (NGA); según Cave, la dicotomía está entre la 23
  • 24. Comunicación presentada a la III Conferencia Anual de la Asociación Española de Derecho y Economía- AEDE (Universitat de València, 28-29 junio 2012) con unos servicios que eran prácticamente los mismos, lo cual es en sí mismo un contraincentivo a la innovación, ya que se supone que los aspectos cualitativos de la oferta son idénticos y, consecuencia, la competencia sólo es posible, por principio, en los precios61. 4.3. La falta de competencia en la provisión y operación de redes propias y el bloqueo a la innovación tecnológica La teoría marginalista, en su versión inicialmente formulada -con innegable elegancia- por Walras (1870) mediante su Teoría General del Equilibrio, es un nutriente fundamental de la visión neoclásica sobre la regulación y la competencia. Este equilibrio se refiere a la totalidad del sistema económico, no sólo al equilibrio relacional o entre individuos, y se basa en una dotación fija de recursos escasos (idea de la riqueza como fondo) y bajo condiciones de competencia perfecta: los precios son consecuencia de acciones de los sujetos económicos, de manera que cada uno de ellos se limita a aceptar el precio (price-takers) como algo dado, en lo que no puede influir. Los supuestos generales del mercado de competencia perfecta son: a) hay muchos oferentes y demandantes; b) no hay barreras de entrada ni de salida; c) la información de los agentes sobre el mercado es perfecta; d) los productos y servicios son homogéneos. En el escenario walrasiano de equilibrio no hay beneficios ni pérdidas para el productor o empresario, pues ambos nos indican que nos hemos salido del punto de equilibrio; en consecuencia, el riesgo, como factor clave que asume quien emprende y que justifica la obtención de ganancias, está del todo ausente. Las teorías de Walras y de Pareto son ajenas a la innovación, a la inversión y a la financiación, es un modelo estático, no contempla los beneficios, no considera las inversiones en un planteamiento de futuro para el progreso tecnológico. En directa conexión con el equilibrio general walrasiano se sitúa la Economía del Bienestar de Marshall (1890) y Pigou (1920). El primero redescubrió la noción de excedente del consumidor para plantear que el bienestar social puede aumentar más allá de lo que es capaz de dar el laissez-faire, a lo que Pigou añadió que tal aumento se consigue mediante la intervención pública. Sobre estas bases, Samuelson (1952) consagró el principio de que el coste marginal tiene propiedad optimizadora, con lo que reafirma lo mantenido anteriormente, entre otros, por Lerner (1934), Hotelling (1938) y Meade y Fleming (1944): la parte de costes del productor que no se cubren como consecuencia de la fijación de precios con arreglo al coste marginal deben ser sufragados mediante subvenciones con cargo a impuestos. Como bien explica Plaza Bayón, el modelo long-run incremental costs (LRIC) de costes incrementales a largo plazo, aplicado para la determinación de las tarifas de interconexión en telecomunicaciones, no es sino una versión moderna de los precios igualados a los costes marginales: “se define una nueva empresa desde una construcción de una red teórica imaginaria, o soi-disant máximo eficiente, en la que se introduce el progreso técnico de una manera instantánea y total en la red, lo que supone definir los costes de la red como si la red estuviera estructurada con la tecnología más moderna y fuera además máximo eficiente con la tecnología más actual, y, sobre todo, con las economías de escala de las empresas históricamente establecidas”. Obviamente, esto no competencia en servicios minoristas y la competencia en infraestructuras: esta última promueve la inversión, cosa que no se consigue mediante la primera si se mantienen precios mayoristas bajos. 61 Cfr. Plaza Bayón (2011: p. 23). 24