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En torno al amor y la felicidad en el
matrimonio
(Entrevista realizada a Tomás Melendo por José Pedro
González Alcón y María Mercedes Álvarez Pérez para el
programa de radio Con las zapatillas puestas)
—Hay parejas que se quieren, pero que dudan si casarse o
iniciar una convivencia juntos. ¿Hay alguna diferencia?
Pienso que la diferencia es abismal. Aunque entiendo que a
veces no sea fácil captarla porque, culturalmente, el
matrimonio se encuentra hoy vaciado de contenido. Lo han
conseguidos las leyes y los usos sociales. No me refiero solo a
que en muchos países se encuentre fiscalmente desprotegido
o a las consecuencias económicas del divorcio, sin duda más
gravosas que las de la separación tras una simple convivencia.
Aludo, sobre todo, a que la posibilidad legal de divorciarse
elimina la seguridad de que se luchará por mantener el vínculo;
la aceptación social y jurídica de «aventuras»
extramatrimoniales, que incluso se llegan a considerar como
algo «simpático», suprimen la exigencia de fidelidad; y la
difusión de contraceptivos quita importancia a los hijos.
Entonces, ¿qué queda de la grandeza y belleza del
matrimonio?, ¿para qué casarse? Muchos sostienen, a la vista
de todo ello, que lo importante es que nos queramos… y es
verdad. Pero precisamente aquí es donde hay que profundizar.
Porque para poderse querer bien, a fondo, con auténticas
perspectivas de éxito, hay que estar casados.
Esto puede asombrar, pero no es tan extraño. En todos los
ámbitos de la vida humana hay que aprender y capacitarse.
¿Por qué no en el del amor? Jacinto Benavente afirmaba que
«el amor tiene que ir a la escuela». Y es cierto. Para poder
amar hay que aprender y ejercitarse, hacer actos notables de
amor: igual que, por ejemplo, hay que templar los músculos
para ser un buen atleta.
Pues bien, la boda habilita para amar de una manera real,
efectiva, muy superior, insuperable. El matrimonio no se acaba
de entender bien: se lo contempla como una ceremonia, un
contrato, un compromiso… Y no es que todo ello sea falso,
pero sí un tanto pobre. La boda es, en su esencia, un acto
libérrimo de amor. El sí es un acto profundísimo, inigualable,
único, por el que me entrego plenamente a otra persona y nos
decidimos a amarnos de por vida. Es amor de amores: amor
sublime que permite amar. Ese acto tan impresionante me
pone en condiciones de amar bien: fortalece mi voluntad y la
faculta para amar a otro nivel, me sitúa en otra esfera. Si no
me caso, sin ese acto radical de amor, estoy incapacitado —
aunque yo no lo advierta— para amar de veras a mi cónyuge,
como quien no se entrena o no aprende un idioma, por más
que lo desee, no puede sobresalir en un deporte o hablar esa
lengua con fluidez.
No puedo detenerme más, pero vale la pena pensar sobre todo
ello.
—¿Existen implicaciones psicológicas que aconsejen el
matrimonio sobre la simple convivencia?
También, y muy claras. El ser humano sólo es feliz cuando
lleva a cabo algo grande, algo que merezca ser realizado. Y lo
más impresionante que un hombre o una mujer pueden hacer
es amar. Vale la pena dedicar toda la vida a amar y a amar
cada vez mejor y más intensamente. En realidad, es lo único
que vale la pena: todo lo demás, todo, debería ser tan sólo un
medio para amar mejor.
Cuando me caso, establezco las condiciones adecuadas para
dedicarme a la tarea de amar. Si simplemente vivimos juntos,
todo el esfuerzo tendré que dirigirlo, aunque no sea consciente
de ello, a «defender las posiciones» alcanzadas, a no «perder
lo ganado».
El problema más grave, y el que origina los demás problemas,
es entonces la inseguridad: la relación puede romperse en
cualquier momento; no tengo certeza de que el otro se va a
empeñar seriamente en quererme y superar las dificultades:
¿por qué habría de hacerlo yo?; no puedo bajar la guardia,
mostrarme de verdad como soy… no sea que mi pareja
advierta defectos que no le gustan y considere que es
preferible no seguir adelante; ante los obstáculos y
contrariedades que necesariamente surgirán, la tentación de
abandonar el empeño está muy cerca, puesto que nada lo
impide…
En resumen, la simple convivencia sin entrega definitiva crea
un clima en el que la finalidad fundamental y entusiasmante del
matrimonio —hacer crecer y madurar el amor y, con él, la
felicidad— resulta muy comprometida.
—"El amor es lo importante, no los papeles". ¿Qué hay de
verdad en esta
aseveración?
Mucho, muchísimo, incluso me atrevería a decir que todo. El
amor es efectivamente lo importante. No hay que tener miedo
a esta idea. Pero ya he explicado que no puede haber amor
cabal sin mutua entrega, sin casarse. Los papeles, el
reconocimiento social, no son de ningún modo lo importante…
pero resultan imprescindibles. ¿Por qué?
Desde el punto de vista social, porque mi matrimonio tiene
repercusiones civiles claras: la familia es —¡debería ser!— la
clave del ordenamiento jurídico y el fundamento de la salud y
el correcto desarrollo de una sociedad: resulta imprescindible,
por tanto, que se sepa que otra persona y yo hemos decidido
cambiar de estado y constituir una familia. No somos versos
sueltos, seres aislados; mónadas cerradas, sin puertas ni
ventanas, que diríamos los filósofos.
Pero, sobre todo, la dimensión pública del matrimonio —
ceremonia religiosa y civil, fiesta con familiares y amigos,
participaciones del acontecimiento, anuncio en los medios si es
el caso, etc.— deriva de la enorme relevancia que lo que están
llevando a cabo tiene para los cónyuges: si eso va a cambiar
radicalmente mi vida para mejor, si me va a permitir algo que
es una auténtica y extraordinaria aventura… me gustará que
quede constancia: igual que anuncio con bombo y platillo las
restantes buenas noticias.
Igual, no. Mucho más, porque no hay nada comparable a
casarse: me pone en una situación inmejorable para crecer
personalmente, para ser mejor persona y alcanzar así la
felicidad… al tiempo y en la medida en se la procuro a mi
cónyuge.
—Muchos quieren vivir juntos antes de casarse para
conocerse, para saber si congenian, etc. ¿Esta forma de
plantearse el inicio de la vida en común da resultados buenos?
Supongo que en ese vivir juntos está incluido también dormir
juntos, tener relaciones sexuales.
Pues bien, las estadísticas manifiestan con claridad que
semejante convivencia prácticamente nunca produce efectos
beneficiosos. Aporto sólo un par de datos. El primero, que los
divorcios son mucho más frecuentes entre quienes han
convivido antes de contraer matrimonio. Después, que entre
los jóvenes, cuando empiezan a mantener relaciones, la
actitudes cambian notablemente, empeoran: se tornan más
posesivos, más celosos, más irritables… Por eso quienes
poseen un poco de experiencia advierten de inmediato cuando
un par de chicos ha iniciado ese trato íntimo.
Pero se puede ir más al fondo: no es serio ni honrado «probar»
a las personas, como si se tratara de caballos, de coches o de
instrumentos de música; a las personas se las respeta, se las
venera, se las ama; por ellas arriesga uno la vida, «se juega —
como decía Marañón— a cara o cruz, el porvenir del propio
corazón».
Y todavía cabe aportar otro motivo: no se puede (es
materialmente imposible, aunque parezca lo contrario) hacer
esa prueba, porque la boda cambia muy profundamente a los
novios; no sólo desde el punto de vista psicológico, al que ya
me he referido, sino en su mismo ser: los modifica
hondamente; en cierto modo los hace otros, distintos; los
transforma en esposos; les permite amar de veras: ¡antes no
es posible hacerlo!, como ya dije.
Se trata de un tema apasionante, que me encantaría
desarrollar, pero no es éste el momento: la clave estaría en
entender de veras en qué consiste la libertad como capacidad
de autotransformarse y autoconstruirse… hasta desplegar le
entera riqueza de una persona cabal y plena.
—Da la impresión que lo del amor sin papeles o sin ataduras
cuadra más con la visión masculina del amor, ¿es así? Si es
afirmativo ¿resultaría la mujer más perjudicada en una relación
libre?
Quizás esa afirmación sea aplicable a lo peor del estereotipo
de «macho» que reina en nuestra cultura (y tal vez no sin
motivo). Gracias a Dios, muchísimos hombres no son así:
personalmente, no me reconozco en absoluto en esa imagen.
Pero no deja de ser cierto que el varón que no quiere amar en
serio se encuentra «más a gusto» en una relación sin
compromisos. La mujer, a veces, también, o al menos así lo
aparenta; pero de hecho, y hasta cierto punto, se halla
efectivamente más indefensa ante la posibilidad de una
ruptura; además, sobre todo si ha habido hijos, queda mucho
más marcada y con más responsabilidades.
De todos modos, me gustaría insistir en que, con total
independencia de lo que más tarde suceda, los perjudicados
son los dos, que no pueden amar de veras ni mejorar ni ser
felices. Perdonad que insista en este punto, pero es capital
para enfocar bien las cosas.
La relación entre amor y felicidad es otro de los grandes
temas… que parece que ahora también hay que dejar en
barbecho. Lo trataremos, si queréis, en otra ocasión.
—¿Por qué aquellos que no quieren un amor "con papeles"
ahora los están pidiendo, e incluso que se regule su situación
como pareja de hecho?
Kierkegaard decía que lo que más aterra al ser humano, más
que ninguna otra cosa, es la soledad. Y se refería
principalmente a ese ser distinto a los demás, a quedarse
aislado, por ejemplo, defendiendo una opinión que no es la de
todos, la que hoy llamaríamos políticamente correcta. A eso
tenemos auténtico pavor.
Pero, mal que bien, y a pesar de toda la publicidad y la
legislación en contra, el matrimonio sigue gozando en la
actualidad de claro prestigio como situación normal. No
extraña, por eso, aunque pueda parecer contradictorio, que
una pareja de hecho reclame el amparo del derecho, que
quiera igualar su situación con los casados: ser «como los
otros», según la también conocida expresión de Kierkegaard,
que es uno de los modos más típicos de huir de la ansiedad y
el descontento, como bien explica la psiquiatría.
—Dentro del matrimonio ¿existen diferencias entre contraer un
matrimonio civil o un matrimonio religioso?
Primero insistiría en que cualquier auténtico matrimonio válido
es ya algo sagrado. De hecho, en prácticamente todas las
culturas se ha acentuado esa dimensión sacra. Y es que es
muy serio que dos personas decidan amarse de por vida y
pongan en juego su capacidad de traer al mundo
adecuadamente —como consecuencia directa y natural de su
amor— nuevas personas humanas.
Pero eso, conviene aclararlo, es pertinente para todo
matrimonio válido, real. Y, para los católicos, que es el caso
más frecuente en España hoy por hoy, un matrimonio solo civil
sencillamente no es matrimonio. Es cuestión de coherencia
con los propios principios. No es lógico llamarse católico y no
actuar como tal. Ni la fe ni la gracia son «complementos» de
quita y pon.
Además, el matrimonio-sacramento lleva consigo unas gracias
especiales que facilitan grandemente el amor mutuo y ayudan
a superar los momentos malos que existen incluso en las
parejas mejor avenidas.
—Ante el matrimonio, ¿cómo yo me puedo comprometer a
algo para toda la vida, si no sé qué cosas pueden pasarme, o
si elijo bien a la pareja?
Antes que nada, diría que para eso esta el noviazgo, una
«institución» —por llamarla de algún modo— muy
desprestigiada en nuestros días. Es un período imprescindible,
que ofrece la oportunidad de conocer al otro y darme a
conocer a él, seriamente, de modo que sí puedo empezar a
vislumbrar cómo será la vida en común.
Añadiría que ningún ser humano, en ningún ámbito de su vida,
puede saber lo que le deparará el futuro. Eso sería jugar al
«superhombre», a ser «como dioses». Toda decisión respecto
al porvenir implica un cierto riesgo, que incrementa su carácter
de aventura y que uno afronta con ese espíritu deportivo,
audaz y un tanto arriesgado… si es que tiene un mínimo de
agallas. El ejemplo más claro son tal vez los buenos
empresarios.
Después, y esto no es en absoluto una salida de tono, si soy
como debo ya sé bastante de lo que va a pasar cuando me
case: sé, en concreto, que voy a poner toda la carne en el
asador para amar a la otra persona y procurar hacerla muy
feliz. Y si ese propósito es serio y conozco mínimamente al
otro, será compartido por él o ella: el amor llama al amor.
Podemos, por tanto, tener la certeza de que vamos a intentarlo
por todos los medios. Y entonces no es nada fácil que el
matrimonio fracase.
La clave está siempre en uno mismo, en la disposición firme de
amar sin componendas. Si es sincera, suele contagiar al otro.
—Ante estos interrogantes, ¿cuánto hay que pensárselo?
No creo que la pregunta clave sea el «cuánto». Eso depende
de muchas circunstancias. No es lo mismo un noviazgo a los
16 años que a los 25 o a los 32: hay más madurez en los
últimos casos y más capacidad para conocer con mayor
celeridad al otro.
Pero lo importante son más bien los rasgos que tengo que
tener en cuenta. Por ejemplo, si «me veo» viviendo durante el
resto de mis días con esa persona; también, y antes, cómo
actúa en su trabajo, en las relaciones con su familia, con los
amigos; si sabe controlar sus impulsos sexuales (pues nadie
me asegura que sea capaz de hacerlo, si no, cuando estemos
casados y se encapriche con otro u otra); si me gustaría que
mis hijos se parecieran a él o a ella… porque de hecho se van
a parecer, lo quiera o no; si lo «veo» como el padre o madre
adecuado para mis hijos; si sabe estar más pendiente de mi
bien (y del suyo) que de sus caprichos…
En definitiva, atender más a lo que es; después, a lo que
efectivamente hace, a cómo se comporta (no solo con uno,
sino sobre todo, según acabo de apuntar, en las restantes
esferas de su actividad: en la familia, en el trabajo, en su vida
social, con los amigos, en el trato con Dios…); y en tercer
lugar, a lo que dice o promete, que sólo tendrá valor cuando
concuerde con lo que es y con su conducta.
—¿De qué cosas conviene estar bien seguro antes de dar el
paso? ¿Estas cosas cruciales cómo se pueden conocer? (Da
la impresión de que hablando solamente es un método muy
débil, pues pueden engañar)
Buena parte de esta pregunta la he contestado ya. Resumo,
pues: de lo que debo estar seguro es de que se trata de una
buena persona o de que puede llegar a serlo y está dispuesta
a luchar para conseguirlo… y comienza ese combate ya antes
del matrimonio (uno de los engaños más perniciosos a este
respecto es la convicción, más frecuente tal vez en las
mujeres, de que al casarse conmigo va a «cambiar»). Y,
también, de que efectivamente me ama: que va a colocar mi
bien real y el bien real de nuestros hijos por encima de sus
intereses y sus antojos. Y, obviamente, que yo estoy dispuesto
o dispuesta a hacer otro tanto.
—La longitud de los noviazgos hoy, sin prisa alguna para
casarse. ¿A qué es debido?
Estimo que las razones son múltiples y que en cada caso
influyen unas u otras, por lo que es difícil generalizar. No
habría que descartar la simple costumbre: el hombre y la mujer
tienden a imitar lo que los demás hacen y hoy es bastante
común ese retraso al que os referís.
Si queremos ir más al fondo de la cuestión, cabría embocar
una vía optimista. Algunos jóvenes son conscientes de que,
por muy diversos motivos, no están todavía preparados para
asumir las cargas —gozosas pero costosas— del matrimonio y
los hijos. Y prefieren madurar antes de dar un paso tan
decisivo.
Pero también hay, de ordinario sin plena conciencia, motivos
menos positivos: un cierto miedo al compromiso, el afán de
seguridad tan caracterizador de nuestra época y tan
«neurotizante», la tranquilidad de estar viviendo al amparo —¡y
a costa!— de papá y mamá, incluso la pretensión un tanto
ingenua —porque acaba por convertirse en lo contrario de lo
que buscan— de «aprovechar» lo mejor del amor sin cargar
con sus consecuencias desagradables (y esto suele
acrecentarse cuando los novios hacen ya la mal llamada «vida
de pareja»)…
—Otras cuestiones que se plantean las parejas es la de tener
o no hijos. Estos primeros años de vida en común: "vamos a
esperar para tener niños, queremos conocernos, disfrutar un
poco". ¿Son los hijos un inconveniente para el mutuo
conocimiento y la felicidad de la pareja?
Todo lo contrario: los hijos son uno de los medios más
impresionantes para mejorar la relación entre los esposos.
Aquí acudiría a mi experiencia y a la de muchos matrimonios
en circunstancias similares. Puedo decir con plena sinceridad
que el efecto más grandioso de la llegada a casa de cada
nuevo hijo ha sido el de incrementar palpablemente el amor —
y también la atracción, incluida la sexual— entre mi mujer y yo.
Todo esto tiene fundamentos filosóficos muy profundos que no
puedo desarrollar, como que el hijo es la encarnación vital del
amor de mi mujer y mío, como una síntesis de ambos y que,
por tanto, al quererlo a él estoy queriendo «dos veces», y con
mayor intensidad, a mi mujer y a mí mismo… y muchas otras
cuestiones estupendas sobre las que se debería reflexionar.
Pero sería entrar en honduras impropias de una entrevista.
Acudo, por tanto, de nuevo, a mi testimonio personal. Incluso,
venciendo un natural pudor y exclusivamente para que
comprueben que no es una respuesta inventada ahora para
salir del paso, me atrevería a brindarles un soneto que
compuse para mi mujer —para ella sola— después del
nacimiento de nuestro séptimo y último hijo. Pido perdón por la
temeridad y también a los que la poesía no sea de su agrado:
Siete veces, mujer, has transcendido,
siete veces con Dios te has tuteado,
siete veces mi amor has condensado,
siete veces el mundo has resumido.
Siete veces, mujer, he presentido
siete abismos que en carne has substanciado,
y en las siete, al nacer, he comprobado
que mi pasión por ti había crecido.
No fue sólo cariño lo ganado,
ni fue hondura de amor comprometido,
materia del espíritu señero;
también mi ardor rugió multiplicado,
también vibró mi cuerpo enardecido:
fue exaltación total del hombre entero.
—Otras personas esperan a resolver su situación económica,
laboral, de vivienda, etc. ¿Cuándo es el momento idóneo para
empezar a tener hijos?
En cuanto uno se ha casado. El amor, todo amor, es
naturalmente fecundo. Platón lo definió como un «afán de
engendrar en la belleza». El amor conyugal tiene una especial
fecundidad, que es dar la vida a nuevas personas. Limitar o
impedir la fecundidad de cualquier amor, también del conyugal,
es cortarle las alas y, con ello, poner claros obstáculos para la
propia felicidad. Vale la pena el esfuerzo innegable que lleva
aparejado cada hijo, entre otros motivos, porque eso supone
una mejora del amor recíproco. La clave de todo el asunto,
como vengo repitiendo, es el amor.
Por otra parte, a pesar de los cambios notables e innegables
que la sociedad ha experimentado, sigue siendo cierto aquel
conocido dicho de que «cada hijo trae un pan bajo el brazo».
Aquí el problema, y lo digo sin ironía, es que para muchos de
nuestros hijos, ¡y para nosotros mismos, sobre todo!, el «pan»
ya no nos parece suficiente. Aspiramos a un nivel de vida tan
repleto de realidades superfluas que la «oportunidad» de
concebir y traer a la existencia a un nuevo hijo se ve
profundamente mermada… para después condenarnos y
condenarlos a una insatisfacción endémica, derivada
justamente de «tener demasiado de todo».
En cualquier caso, si efectivamente las circunstancias no
permitieran tenerlos, mi consejo es que retrasen la boda hasta
que la coyuntura mejore. Pero repito la advertencia anterior:
las pretensiones de comodidad actuales para llegar al
matrimonio son desmesuradas. Un hijo vale infinitamente más
que el coche, la televisión, la vivienda bien amueblada…: es
una fuente incomparablemente mayor de felicidad y dicha.
—Una pareja "va a por el hijo" cuando ya ha conseguido un
nivel de bienestar, por ejemplo, y a los pocos meses se
produce un revés económico o se quedan sin trabajo, y con el
niño recién nacido o de camino. ¿Con qué actitud hay que
esperar a los hijos para que no nos afecten los cambios que
suceden en la vida y que no podemos prever?
Esos cambios tienen que afectarnos: no somos de piedra.
Pienso que tu pregunta se refiere más bien a que no
produzcan en nosotros unos efectos desproporcionados o nos
lleven a actuar de forma de la que más tarde nos tengamos
que arrepentir.
La adecuada actitud ante el hijo es considerarlo como lo que
es —una persona— y, por eso, con independencia de toda
circunstancia, como un gran bien: lo más perfecto que existe
en la naturaleza, que decían los clásicos, o un hijo de Dios, si
todavía quieres verlo más claro. Una persona, además, que es
el fruto de nuestro amor y que va a incrementarlo, como antes
decía, aun en medio de sacrificios personales.
Aquí entraría otro tema de capital importancia en la cultura de
hoy: entendemos la felicidad como total ausencia de
dificultades, de esfuerzo, de dolor… Pero no es así. Como ya
apuntaba, la felicidad es proporcional —exclusivamente
proporcional, me atrevería a añadir— al amor. Y el amor se
templa y mejora, se pule, crece… precisamente mediante el
sacrificio (y también sabiendo aprovechar a fondo las alegrías
de la vida conyugal y familiar, que superan en mucho a las
contrariedades).
El que hoy pretendamos evitar a toda costa cualquier tipo de
molestia o sufrimiento constituye una de las causas de tanta
infelicidad… y de tantas neurosis, como bien experimentado
tienen los psiquiatras.
—¿Es la "parejita" el número ideal de hijos?
Estimo que, así, en abstracto, no hay un número ideal de hijos.
Lo determinante es la actitud de los padres entre sí y para con
la posible descendencia. Y la alternativa es, ya desde antes de
la llegada de la descendencia e incluso desde antes del
noviazgo, o amor real al otro… o egoísmo. Si mi novia o mi
novio, si mi mujer o mi marido es más importante que yo, y él o
ella me corresponde de la misma forma, estamos poniendo las
bases para que nuestro matrimonio sea dichosísimo.
Nos queremos de veras y querremos, también de veras, el
fruto natural de ese amor. Sean uno, dos, muchos o ninguno,
los hijos constituirán siempre una prueba de amor mutuo, al
mismo tiempo que el término o el fruto de ese amor conjunto.
Propiamente, el hijo ni se busca ni se evita. De lo que se trata
es de amar con auténtica pasión al cónyuge, asumiendo todas
las consecuencias que de ahí se deriven. Si, como resultado
de ese amor, vienen muchos hijos, pues magnífico: también
ellos serán amados. Si vienen sólo uno o dos, también
estupendo. E igual, exactamente igual, si no llega ninguno.
De todos modos, por mi experiencia y la comparación con la
de amigos míos que tienen menos, puedo afirmar con pleno
convencimiento que educar a siete hijos, como es mi caso,
plantea muchísimos menos problemas que educar a uno o
dos. El hijo único está normalmente en inferioridad de
condiciones; y la parejita equivale tantas veces a dos hijos
únicos. (En este sentido, hay quienes afirman con gracia que
hoy buena parte de los niños occidentales son «un poco
huérfanos» —al menos de padre, que apenas se ocupa de
ellos— y «un poco hijos únicos», por cuanto se los trata como
tales también cuando son dos).
Una persona es lo más grande que existe en el mundo y que
podemos ofrecer a otra: en realidad, lo único digno de serle
ofrecida. El trato con los hermanos presenta muchas más
ventajas que todas las comodidades, atenciones y mimos que
podamos los padres brindar a nuestros hijos a cambio de esos
hermanos.
—Muchos padres no tienen más hijos porque piensan que van
a perjudicar a los que ya tienen, ¿dónde está el equilibrio entre
el número de hijos, el bienestar y la atención de los padres?
Me vais a permitir que vuelva a lo mismo: el equilibrio está en
el amor y en su consecuencia natural: la alegría, por un lado
(vuelvo a subrayarlo), y el sacrificio, por otro, que es el que
ahora nos interesa. Aunque no acabara de encuadrar bien esa
afirmación, Freud decía que el amor torna vulnerables. Cuando
amo, tengo que estar dispuesto a sufrir… aunque con la
conciencia clara de que ese dolor no sólo no es incompatible
con la felicidad, sino más bien uno de sus componentes aquí
en la tierra. Si esto se acepta —y la mentalidad
contemporánea tiende a rechazarlo casi visceralmente—, el
equilibrio ya está conseguido. Ahora solo se trata de aplicarlo a
mi situación concreta.
Tomás Melendo Granados
Catedrático de Filosofía (Metafísica)
Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la
Familia
Universidad de Málaga (UMA), España
tmelendo@masterenfamilias.com
www.masterenfamilias.com
www.masterenfamilias.com
¿Vale la pena casarse?
Fuente: mujernueva.org
Autor: Tomás Melendo, Catedrático de Metafísica
(Filosofía) de la Universidad de Málaga
Bastantes jóvenes aseguran hoy que no ven razón
alguna para contraer matrimonio. Se quieren, y en ello
encuentran una justificación sobrada para vivir juntos.
Estimo que están equivocados, pero los comprendo
perfectamente.
Y es que las leyes y los usos sociales han arrebatado al
matrimonio todo su sentido:
a) la admisión del divorcio elimina la seguridad de que
se luchará por mantener el vínculo;
b) la aceptación social de «devaneos»
extramatrimoniales suprime la exigencia de fidelidad; y
c) la difusión de contraceptivos desprovee de
relevancia y valor a los hijos.
¿Qué queda, entonces, de la grandeza de la unión
conyugal?, ¿qué de la arriesgada aventura que siempre
ha sido?, ¿con qué objeto «pasar por la iglesia o por el
juzgado»? Vistas así las cosas, a quienes sostienen la
absoluta primacía del amor habría que comenzar por
darles la razón… para después hacerles ver algo de
capital importancia: que es imposible quererse bien, a
fondo, sin estar casados.
Hacerse capaz de amar
Aunque pueda suscitar cierto estupor, lo que acabo de
sostener no es nada extraño. En todos los ámbitos de
la vida humana hay que aprender y capacitarse. ¿Por
qué no en el del amor, que es a la par la más
gratificante y difícil de nuestras actividades? Jacinto
Benavente afirmaba que «el amor tiene que ir a la
escuela». Y es cierto. Para poder querer de veras hay
que ejercitarse, igual que, por ejemplo, hay que
templar los músculos para ser un buen atleta.
Pues bien, la boda capacita para amar de una manera
real y efectiva. Nuestra cultura no acaba de entender el
matrimonio: lo contempla como una ceremonia, un
contrato, un compromiso… Algo que, sin ser falso,
resulta demasiado pobre. En su esencia más íntima, la
boda constituye una expresión exquisita de libertad y
amor. El sí es un acto profundísimo, inigualable, por el
que dos personas se entregan plenamente y deciden
amarse de por vida. Es amor de amores: amor sublime
que me permite «amar bien», como decían nuestros
clásicos: fortalece mi voluntad y la habilita para querer
a otro nivel; sitúa el amor recíproco en una esfera más
alta. Por eso, si no me caso, si excluyo ese acto de
donación total, estaré imposibilitado para querer de
veras a mi cónyuge: como quien no se entrena o no
aprende un idioma resulta incapaz de hablarlo.
A su joven esposa, que le había escrito: «¿Me olvidarás
a mí, que soy una provincianita, entre tus princesas y
embajadoras?», Bismark le respondió: «¿Olvidas que
te he desposado para amarte?». Estas palabras
encierran una intuición profunda: el «para amarte» no
indica una simple decisión de futuro, incluso
inamovible; equivale, en fin de cuentas, a «para
poderte amar» con un querer auténtico, supremo,
definitivo.
Casarse o «convivir»
No se trata de teorías. Cuanto acabo de exponer tiene
claras manifestaciones en el ámbito psicológico. El ser
humano sólo es feliz cuando se empeña en algo
grande, que efectivamente compense el esfuerzo. Y lo
más impresionante que un varón o una mujer pueden
hacer es amar. Vale la pena dedicar toda la vida a
amar cada vez mejor y más intensamente. En realidad,
es lo único que merece nuestra dedicación: todo lo
demás, todo, debería ser tan sólo un medio para
conseguirlo.
Pues bien, cuando me caso establezco las condiciones
para consagrarme sin reservas a la tarea de amar. Por
el contrario, si simplemente vivimos juntos, y aunque
no sea consciente de ello, todo el esfuerzo tendré que
dirigirlo, a «defender las posiciones» alcanzadas, a no
«perder lo ganado».
Todo, entonces, se torna inseguro: la relación puede
romperse en cualquier momento. No tengo certeza de
que el otro se va a esforzar seriamente en quererme y
superar los roces y conflictos del trato cotidiano: ¿por
qué habría de hacerlo yo? No puedo bajar la guardia,
mostrarme de verdad como soy… no sea que mi pareja
advierta defectos «insufribles» y decida no seguir
adelante. Ante las dificultades que por fuerza han de
surgir, la tentación de abandonar la empresa se
presenta muy cercana, puesto que nada impide esa
deserción…
En resumen, la simple convivencia sin entrega
definitiva crea un clima en el que la finalidad
fundamental y entusiasmante del matrimonio —hacer
crecer y madurar el amor y, con él, la felicidad— se ve
muy comprometida.
¿Amor o «papeles»?
Todo lo cual parece avalar la afirmación de que «lo
importante» es quererse. Me parece correcto. El amor
es efectivamente lo importante. No hay que tener
miedo a esta idea. Pero ya he explicado que no puede
haber amor cabal sin donación mutua y exclusiva, sin
casarse. Los papeles, el reconocimiento social, no son
de ningún modo lo importante… pero, en cuanto
confirmación externa de la mutua entrega, resultan
imprescindibles.
¿Por qué?
Desde el punto de vista social, porque mi matrimonio
tiene repercusiones civiles claras: la familia es ¡debería ser!- la clave del ordenamiento jurídico y el
fundamento de la salud de una sociedad: es
indispensable, por tanto, que se sepa que otra persona
y yo hemos decidido cambiar de estado y constituir una
familia.
Pero, sobre todo, la dimensión pública del matrimonio
-ceremonia religiosa y civil, fiesta con familiares y
amigos, participaciones del acontecimiento, anuncio en
los medios si es el caso, etc.- deriva de la enorme
relevancia que lo que están llevando a cabo tiene para
los cónyuges. Si eso va a cambiar radicalmente mi vida
para mejor, si me va a permitir algo que es una
auténtica y maravillosa aventura… me gustará que
quede constancia: igual que anuncio con bombo y
platillo las restantes buenas noticias. Igual, no. Mucho
más, porque no hay nada comparable a casarse: me
pone en una situación inigualable para crecer
interiormente, para ser mejor persona y alcanzar así la
felicidad. ¿Cómo no pregonar, entonces, mi alegría?
¿Anticipar el futuro?
Es verdad que, a la vista de lo expuesto, bastantes se
preguntan: ¿cómo puedo yo comprometerme a algo
para toda la vida, si no sé lo que ésta me deparará?,
¿cómo puedo estar seguro de que elijo bien a mi
pareja?
A todos ellos les diría, antes que nada, que para eso
esta el noviazgo: un período imprescindible, que ofrece
la oportunidad de conocerse mutuamente y empezar a
entrever cómo se desarrollará la vida en común.
Después, si soy como debo ya sé bastante de lo que
pasará cuando me case: sé, en concreto, que voy a
poner toda la carne en el asador para querer a la otra
persona y procurar que sea muy feliz. Y si ese
propósito es serio, será compartido por el futuro
cónyuge: el amor llama al amor. Podemos, por tanto,
tener la certeza de que vamos a intentarlo por todos
los medios. Y entonces es muy difícil que el matrimonio
fracase.
Observar y reflexionar
Ciertamente, esa decisión radical de entrega no basta
para dar un paso de tanta trascendencia. Hay que
considerar también algunos rasgos del futuro cónyuge.
Por ejemplo, si «me veo» viviendo durante el resto de
mis días con aquella persona; también, y antes, cómo
actúa en su trabajo, trata a su familia, a sus amigos; si
sabe controlar sus impulsos sexuales (porque, de lo
contrario, nadie me asegura que será capaz de hacerlo
cuando estemos casados y se encapriche con otro u
otra); si me gustaría que mis hijos se parecieran a él o
a ella… porque de hecho, lo quiera o no, se van a
parecer; si sabe estar más pendiente de mi bien (y del
suyo) que de sus antojos…
En definitiva, atender más a lo que es; después, a lo
que efectivamente hace, a cómo se comporta; y en
tercer lugar, a lo que dice o promete, que sólo tendrá
valor cuando concuerde con su conducta.
Relaciones anti-matrimoniales
Y aquí suele plantearse una de las cuestiones más
decisivas y sobre las que impera una mayor confusión.
La necesidad de conocerse, de saber si uno y otra
congenian, ¿no aconseja vivir un tiempo juntos, con
todo lo que esto implica?
Se trata de un asunto muy estudiado y sobre el que
cada vez se va arrojando una luz más clara. Un buen
resumen del status quaestionis sería el que sigue: está
estadísticamente comprobado que la convivencia a que
acabo de aludir nunca -nunca!- produce efectos
beneficiosos. Por ejemplo: a) los divorcios son mucho
más frecuentes entre quienes han convivido antes de
contraer matrimonio; b) las actitudes de los jóvenes
que empiezan a tener trato íntimo empeoran
notablemente y a ojos vista… desde ese mismo
momento: se tornan más posesivos, más celosos y
controladores, más desconfiados e irritables…
La causa, aunque profunda, no es difícil de intuir. El
cuerpo humano es, en el sentido más hondo de la
palabra, personal; y quizá muy especialmente sus
dimensiones sexuales. En consecuencia, la sexualidad
sólo sabe hablar un idioma: el de la entrega plena y
definitiva.
Mas en las circunstancias que estamos considerando
esa total disponibilidad resulta contradicha por el
corazón y la cabeza, que, con mayor o menor
conciencia, la rechazan, al evitar un compromiso de
por vida. Surge así un ruptura interior en cada uno de
los novios, que se manifiesta psíquicamente por un
obsesivo y angustioso afán de seguridad, cortejado de
recelos, temores, suspicacias… que acaban por
envenenar la vida en común.
De ahí que a este tipo de relaciones, en contra del uso
habitual, prefiera llamarlas «anti-matrimoniales».
Para conocerse de veras
Por otro lado, resulta ingenua la pretensión de decidir
la viabilidad de un matrimonio por la «capacidad
sexual» de sus componentes: ¡como si toda una vida
en común dependiera o pudiera sustentarse en unos
actos que, en condiciones normales, suman unos pocos
minutos a la semana!
Pero es que la mejor manera de conocer a nuestro
futuro cónyuge en ese ámbito consiste, como antes
sugería, en observarlo en los demás aspectos de su
vida, y tal vez principalmente en los no se relacionan
directamente con nosotros: reflexionar sobre el modo
cómo se comporta en su familia, en el trabajo o
estudio, con sus amigos o conocidos. Si en esas
circunstancias es generoso, afable, paciente, servicial,
tierno, desprendido…, puede asegurarse, sin temor al
engaño, que a la larga esa será su actitud en las
relaciones íntimas. Mientras que la «comprobación
directa», e incluso la forma de tratarnos, por responder
a una situación claramente «excepcional» -el noviazgono sólo no proporciona datos fiables sobre su vida
futura, sino que en muchos casos más bien los
enmascara.
¿Probar a las personas?
Pero se puede ir más al fondo: no es serio ni honrado
«probar» a las personas, como si se tratara de
caballos, de coches o de ordenadores. A las personas
se las respeta, se las venera, se las ama; por ellas
arriesga uno la vida, «se juega -como decía Marañóna cara o cruz, el porvenir del propio corazón».
Además, la desconfianza que implica el ponerlas a
prueba no sólo crea un permanente estado de tensión
difícil de soportar, sino que se opone frontalmente al
amor incondicionado que está en la base de cualquier
buen matrimonio.
A lo que cabe añadir otro motivo, todavía más
determinante: no se puede (es materialmente
imposible, aunque parezca lo contrario) hacer esa
prueba, porque la boda cambia muy profundamente a
los novios; no sólo desde el punto de vista psicológico,
al que ya me he referido, sino en su mismo ser: los
modifica hondamente, los transforma en esposos, les
permite amar de veras: ¡antes no es posible hacerlo!,
como ya apunté.
Pero esta es una cuestión de tanta trascendencia que
quizá merezca, íntegro, un nuevo escrito.
¿Por qué la familia?
Tomás Melendo Granados
Catedrático de Metafísica
Universidad de Málaga
Para querer más… ser mejor
Hace algunos meses impartí una conferencia a un grupo de
empresarios bastante selecto, bastante internacional… y
bastante atípico. Tan atípico como para pedirme, justo como
empresarios —lo único que los unía—, que les hablara del
amor conyugal.
Al terminar la exposición, un mexicano inició algo a caballo
entre una pregunta y una reflexión pública:
«Si no he entendido mal, la calidad del amor entre los esposos
no se juega solo dentro del matrimonio. Quien quiera amar de
veras tiene que esforzarse por mejorar en toda su vida».
Un sexto sentido me llevó a contener las ganas de responderle
y a permanecer en silencio. Y, en efecto, prosiguió:
«Solo si voy siendo mejor persona podré querer más a mi
mujer, pues tendré mucho más que darle cada vez que me
entregue a ella».
Resistí de nuevo la tentación de intervenir… y añadió:
«Presiento además que si no encamino ese perfeccionarme a
la entrega, en el fondo lo estoy despilfarrando. Y me parece
que eso constituye un claro deber: cuanto mejor voy siendo,
más obligado estoy a darme a mi mujer y a mis hijos».
El silencio se tornó más denso, acaso porque ni por él mismo
ni por los que le estaban oyendo —todos volcados en cuerpo y
alma en los negocios—, se atrevía a sacar la conclusión
inevitable. Pero lo hizo:
«Lo cual quiere decir que mi verdadera y más radical
realización no la encuentro en la empresa, sino en mi familia».
Una inversión definitiva
Audaz, además de agudo. Sabía lo que se estaba jugando y
sabía de lo que hablaba: de la necesidad de instaurar una
modificación profunda en el modo de entender y vivir las
relaciones entre familia y persona (y, como consecuencia,
muchas otras, como las propiamente laborales).
Durante bastante tiempo, aunque no de manera exclusiva, la
necesidad de la familia se ha explicado enfatizando la múltiple
y clara precariedad del hombre. Por ejemplo, respecto a la
mera supervivencia venía a decirse que, mientras la dotación
instintiva permite a los animales manejarse desde muy pronto
por sí mismos, el niño abandonado a sus propios recursos
perecería inevitablemente. O se aducían razones psicológicas,
como la ineludible conveniencia de superar la soledad, de
distribuir las funciones en casa, el trabajo o los ámbitos del
saber para lograr una mayor eficacia…
Siendo todo esto cierto, me parece que no alcanza el núcleo
de la cuestión. Si desde antiguo se considera la persona como
lo más perfecto que existe en la naturaleza (perfectissimum in
tota natura); si hoy es difícil hablar del ser humano sin subrayar
su dignidad y su grandeza… ¿no resulta extraño que los
animales no necesiten familia, mientras que al hombre le sea
imprescindible solo o principalmente en función de su
«inferioridad» respecto a ellos?
El cambio radical que pretendo subrayar con estas líneas es
que toda persona requiere de la familia justamente en virtud de
su eminencia o valía: de lo que en términos metafísicos podría
llamarse su excedencia en el ser.
Un-ser-para-el-amor
Por eso la persona está llamada a darse; por eso puede
definirse como principio (y término) de amor… siendo la
entrega el acto en que ese amor culmina.
Las plantas y los animales, por su misma escasez de realidad,
actúan de forma casi exclusiva para asegurarse la propia
pervivencia y la de su especie. Porque gozan de poco ser,
cabría decir, tienen que dirigir toda su actividad a conservarlo y
protegerlo: se cierran en sí mismos o en su especie en cuanto
suya.
A la persona, por el contrario, justo por la nobleza que su
condición implica, «le sobra ser». De ahí que su operación más
propia, precisamente en cuanto persona, consista en darse, en
amar. (Y de ahí que solo cuando ama en serio y se entrega sin
tasa —«la medida del amor es amar sin medida»—, alcanza la
felicidad).
La persona como regalo
En esto tenía razón mi contertulio mexicano. Y también al unir
esa exigencia de entrega con la familia. Porque para que
alguien pueda darse es menester otra realidad capaz y
dispuesta a recibirlo o, mejor, a aceptarlo libremente. Y «eso»
sólo puede ser otro alguien, otra persona.
A menudo explico que, a pesar de la conciencia que solemos
tener de la propia pequeñez y de la ruindad de algunos de
nuestros pensamientos y acciones, es tanta la grandeza de
nuestra condición de personas que nada resulta digno de
sernos regalado… excepto otra persona. Cualquier otra
realidad, incluso el trabajo o la obra de arte más excelsa, se
demuestra escasa para acoger la sublimidad ligada a la
condición personal: ni puede ser «vehículo» de mi persona, ni
está a la altura de aquella a la que pretendo entregarme.
De ahí que, con total independencia de su valor material, el
regalo sólo cumple su cometido en la medida en que yo me
comprometo —me «integro»— en él. («¿Regalo, don, entrega?
/ Símbolo puro, signo / de que me quiero dar», escribió
magistralmente Salinas).
Pero decía que, además de ser capaz, la otra persona tiene
que estar dispuesta a acogerme de manera incondicional: de lo
contrario, mi entrega quedaría en mera ilusión, en una especie
de aborto. Si nadie me acepta, por más que me empeñe,
resulta imposible entregarme (actio est in passo, podría
afirmarse tras las huellas de Aristóteles: la acción de la entrega
«está» —se cumple o actualiza— en la medida en que el otro
me acepta gustoso).
El porqué de la familia
Pues bien, el ámbito natural donde se acoge al ser humano sin
reservas, por el mero hecho de ser persona, es justo la familia.
En cualquier otra institución —en una empresa, pongo por
caso— resulta legítimo, y a menudo necesario, que se tengan
en cuenta determinadas cualidades o aptitudes, sin que al
rechazarme por carecer de ellas se lesione en modo alguno mi
dignidad (el igualitarismo que hoy intenta imponerse para
«evitar la discriminación» sería aquí lo radicalmente injusto).
Por el contrario, una familia genuina acepta a cada uno de sus
miembros teniendo en cuenta, sí, su condición de persona,
como el resto de las instituciones (de ahí el famoso precepto
kantiano); y además… su condición de persona. Y basta. Y, al
acogerlos, les permite entregarse y cumplirse como personas.
Por eso cabe afirmar que sin familia no puede haber persona
o, al menos, persona cumplida, llevada a plenitud. Y ello,
según acabo de sugerir, no primariamente a causa de carencia
alguna, sino al contrario, en virtud de la propia excedencia, que
«nos obliga» a entregarnos… o quedar frustrados, por no llevar
a término lo que demanda nuestra naturaleza, nuestro ser.
Estimo que esta inversión de perspectivas (que no niega la
verdad del punto de vista complementario), tiene abundantes
repercusiones.
Por ejemplo, en el ámbito doméstico, explica que la familia no
sea una institución «inventada» para los débiles y desvalidos
(niños, enfermos, ancianos…); sino que, al contrario, cuanto
más perfección alcanza un ser humano, cuanto más maduro
es el padre o la madre, más precisa de su familia, justamente
para crecer como persona, dándose y siendo aceptado:
amando… con la guardia baja, sin necesidad de «demostrar»
nada para ser querido.
Una buena teoría… para una vida buena
Por otra parte, esta forma de comprender a la persona
repercute en el modo de legislar, en la política, en el trabajo…
Solo si se tiene en cuenta la grandeza impresionante del ser
humano podrán establecerse las condiciones para que se
desarrolle adecuadamente… y sea feliz.
A menudo se oye que el problema del hombre de hoy es el
orgullo de querer ser como Dios. No lo niego. Pero estimo que
es más honda la afirmación opuesta: el gran handicap del
hombre contemporáneo es la falta de conciencia de su propia
valía, que le lleva a tratarse y tratar a los otros de una manera
bufa y absurdamente infrahumana.
Schelling afirmaba que «el hombre se torna más grande en la
medida en que se conoce a sí mismo y a su propia fuerza». Y
añadía: «Proveed al hombre de la conciencia de lo que
efectivamente es y aprenderá enseguida a ser lo que debe;
respetadlo teóricamente y el respeto práctico será una
consecuencia inmediata». Para concluir: «el hombre debe ser
bueno teóricamente para devenirlo también en la práctica».
¿Exageración de un joven escritor? Estimo que no, si el
conocer lo entendemos adecuadamente, de modo que algo no
llega a saberse (simplemente a saberse) hasta que uno lo
hace vida de la propia vida.
En lo estrictamente humano, como quería de nuevo
Aristóteles, la teoría —¡encaminada al amor!— ostenta una
prioridad absoluta.
«Mini-personas»… que ni conocen ni aman
Ahora bien, el modelo que rige buena parte de las
Constituciones de los países «desarrollados» de nuestro
entorno resulta a menudo una suerte de mini-hombre, de
persona reducida, casi contrahecha.
Quiero decir que, con más frecuencia de la deseada, al
hombre de hoy se le niegan —teórica y vitalmente: en la
legislación y en la estructura social— justo las características
que definen la grandeza de su humanidad; por ejemplo, la
capacidad de conocer, de manera siempre imperfecta, pero
real.
Desde tal punto de vista, una democracia auténtica tendría
como base, junto con el reconocimiento de la limitación del
entendimiento humano, y mucho más fuerte que él, la
convicción de que la realidad es cognoscible. Por eso estaría
basada en el diálogo auténtico, genuino, de unos ciudadanos
persuadidos de que con la suma de las aportaciones de
muchos podrán llegar a descubrir lo que cada realidad
efectivamente es y, por tanto, el comportamiento que reclama.
Por el contrario, bastantes democracias actuales parecen
basarse en un relativismo escéptico: en la casi contradictoria
convicción de que la realidad no puede conocerse y, como
consecuencia, en la apelación al simple número y, con él, —
mientras no se corrija el planteamiento, que puede y debe
corregirse— en el más tiránico y sutil de los totalitarismos.
¿Otros ejemplos de lo que acabo de calificar como modelo
«constitucional» de mini-persona?
Apenas se concibe que el hombre actual pueda amar a fondo,
con un compromiso de por vida, jugándose a cara o cruz, a
una sola carta, como Marañón expusiera, el porvenir del propio
corazón (de ahí el avance de la admisión legal del divorcio,
que impide casarse de por vida); o que sea capaz de dar
sentido al dolor, no por masoquismo, sino porque el sufrimiento
es parte integrante de la vida del hombre, y, cuando se
rechaza visceral y obsesivamente, junto con él se suprime la
propia vida humana, cuyo núcleo más noble lo constituye la
capacidad de amar… (en el estado actual, el sufrimiento es
parte ineludible del amor: negado a ultranza el «derecho» a
padecer, se invalida simultáneamente la posibilidad de amar
de veras).
Conclusión
Lo que acabo de apuntar refuerza tres de mis más arraigadas
convicciones.
a) La primera, una fe absoluta en el ser humano, en su
capacidad de rectificar el rumbo y superarse a sí mismo. No
debe confundirse el diagnóstico con la terapia. Como la
filosofía, el diagnóstico no es nunca optimista o pesimista, ni
debería ser interesante o despreciable o lucrativo o
desdeñable… sino solo verdadero o falso. ¡Qué daños traería
consigo el «optimismo» que lleva a diagnosticar y tratar como
simple cefalea un tumor cerebral maligno!
b) En segundo término, que el hombre actual necesita advertir
su propia excelsitud para actuar de acuerdo con ella… y
alcanzar la propia perfección y la dicha consiguiente.
c) Por fin, que el «lugar natural» para «aprender a ser
persona», el único verdaderamente imprescindible y suficiente,
es la familia. No solo el niño, sino el adolescente que aparenta
negarlo, el joven ante el que se abre un abanico de
posibilidades deslumbrante, el adulto en plenitud de facultades,
el anciano que parece declinar…, todos ellos forjan y rehacen
su índole personal, día tras día, en el seno del propio hogar.
Y, así templados y reconstituidos, son capaces de darle la
vuelta al mundo, de humanizarlo.
Por eso la familia.
Tomás Melendo Granados
Catedrático de Filosofía
Director de los Estudios Universitarios sobre la Familia
Universidad de Málaga
tmelendo@eresmas.net
www.masterenfamilias.com

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Tomás Melendo. El amor y la felicidad en el matrimonio 2

  • 1. En torno al amor y la felicidad en el matrimonio (Entrevista realizada a Tomás Melendo por José Pedro González Alcón y María Mercedes Álvarez Pérez para el programa de radio Con las zapatillas puestas) —Hay parejas que se quieren, pero que dudan si casarse o iniciar una convivencia juntos. ¿Hay alguna diferencia? Pienso que la diferencia es abismal. Aunque entiendo que a veces no sea fácil captarla porque, culturalmente, el matrimonio se encuentra hoy vaciado de contenido. Lo han conseguidos las leyes y los usos sociales. No me refiero solo a que en muchos países se encuentre fiscalmente desprotegido o a las consecuencias económicas del divorcio, sin duda más gravosas que las de la separación tras una simple convivencia. Aludo, sobre todo, a que la posibilidad legal de divorciarse elimina la seguridad de que se luchará por mantener el vínculo; la aceptación social y jurídica de «aventuras» extramatrimoniales, que incluso se llegan a considerar como algo «simpático», suprimen la exigencia de fidelidad; y la difusión de contraceptivos quita importancia a los hijos. Entonces, ¿qué queda de la grandeza y belleza del matrimonio?, ¿para qué casarse? Muchos sostienen, a la vista de todo ello, que lo importante es que nos queramos… y es verdad. Pero precisamente aquí es donde hay que profundizar. Porque para poderse querer bien, a fondo, con auténticas perspectivas de éxito, hay que estar casados. Esto puede asombrar, pero no es tan extraño. En todos los ámbitos de la vida humana hay que aprender y capacitarse. ¿Por qué no en el del amor? Jacinto Benavente afirmaba que «el amor tiene que ir a la escuela». Y es cierto. Para poder amar hay que aprender y ejercitarse, hacer actos notables de amor: igual que, por ejemplo, hay que templar los músculos para ser un buen atleta. Pues bien, la boda habilita para amar de una manera real, efectiva, muy superior, insuperable. El matrimonio no se acaba de entender bien: se lo contempla como una ceremonia, un contrato, un compromiso… Y no es que todo ello sea falso,
  • 2. pero sí un tanto pobre. La boda es, en su esencia, un acto libérrimo de amor. El sí es un acto profundísimo, inigualable, único, por el que me entrego plenamente a otra persona y nos decidimos a amarnos de por vida. Es amor de amores: amor sublime que permite amar. Ese acto tan impresionante me pone en condiciones de amar bien: fortalece mi voluntad y la faculta para amar a otro nivel, me sitúa en otra esfera. Si no me caso, sin ese acto radical de amor, estoy incapacitado — aunque yo no lo advierta— para amar de veras a mi cónyuge, como quien no se entrena o no aprende un idioma, por más que lo desee, no puede sobresalir en un deporte o hablar esa lengua con fluidez. No puedo detenerme más, pero vale la pena pensar sobre todo ello. —¿Existen implicaciones psicológicas que aconsejen el matrimonio sobre la simple convivencia? También, y muy claras. El ser humano sólo es feliz cuando lleva a cabo algo grande, algo que merezca ser realizado. Y lo más impresionante que un hombre o una mujer pueden hacer es amar. Vale la pena dedicar toda la vida a amar y a amar cada vez mejor y más intensamente. En realidad, es lo único que vale la pena: todo lo demás, todo, debería ser tan sólo un medio para amar mejor. Cuando me caso, establezco las condiciones adecuadas para dedicarme a la tarea de amar. Si simplemente vivimos juntos, todo el esfuerzo tendré que dirigirlo, aunque no sea consciente de ello, a «defender las posiciones» alcanzadas, a no «perder lo ganado». El problema más grave, y el que origina los demás problemas, es entonces la inseguridad: la relación puede romperse en cualquier momento; no tengo certeza de que el otro se va a empeñar seriamente en quererme y superar las dificultades: ¿por qué habría de hacerlo yo?; no puedo bajar la guardia, mostrarme de verdad como soy… no sea que mi pareja advierta defectos que no le gustan y considere que es preferible no seguir adelante; ante los obstáculos y contrariedades que necesariamente surgirán, la tentación de abandonar el empeño está muy cerca, puesto que nada lo impide…
  • 3. En resumen, la simple convivencia sin entrega definitiva crea un clima en el que la finalidad fundamental y entusiasmante del matrimonio —hacer crecer y madurar el amor y, con él, la felicidad— resulta muy comprometida. —"El amor es lo importante, no los papeles". ¿Qué hay de verdad en esta aseveración? Mucho, muchísimo, incluso me atrevería a decir que todo. El amor es efectivamente lo importante. No hay que tener miedo a esta idea. Pero ya he explicado que no puede haber amor cabal sin mutua entrega, sin casarse. Los papeles, el reconocimiento social, no son de ningún modo lo importante… pero resultan imprescindibles. ¿Por qué? Desde el punto de vista social, porque mi matrimonio tiene repercusiones civiles claras: la familia es —¡debería ser!— la clave del ordenamiento jurídico y el fundamento de la salud y el correcto desarrollo de una sociedad: resulta imprescindible, por tanto, que se sepa que otra persona y yo hemos decidido cambiar de estado y constituir una familia. No somos versos sueltos, seres aislados; mónadas cerradas, sin puertas ni ventanas, que diríamos los filósofos. Pero, sobre todo, la dimensión pública del matrimonio — ceremonia religiosa y civil, fiesta con familiares y amigos, participaciones del acontecimiento, anuncio en los medios si es el caso, etc.— deriva de la enorme relevancia que lo que están llevando a cabo tiene para los cónyuges: si eso va a cambiar radicalmente mi vida para mejor, si me va a permitir algo que es una auténtica y extraordinaria aventura… me gustará que quede constancia: igual que anuncio con bombo y platillo las restantes buenas noticias. Igual, no. Mucho más, porque no hay nada comparable a casarse: me pone en una situación inmejorable para crecer personalmente, para ser mejor persona y alcanzar así la felicidad… al tiempo y en la medida en se la procuro a mi cónyuge. —Muchos quieren vivir juntos antes de casarse para conocerse, para saber si congenian, etc. ¿Esta forma de plantearse el inicio de la vida en común da resultados buenos?
  • 4. Supongo que en ese vivir juntos está incluido también dormir juntos, tener relaciones sexuales. Pues bien, las estadísticas manifiestan con claridad que semejante convivencia prácticamente nunca produce efectos beneficiosos. Aporto sólo un par de datos. El primero, que los divorcios son mucho más frecuentes entre quienes han convivido antes de contraer matrimonio. Después, que entre los jóvenes, cuando empiezan a mantener relaciones, la actitudes cambian notablemente, empeoran: se tornan más posesivos, más celosos, más irritables… Por eso quienes poseen un poco de experiencia advierten de inmediato cuando un par de chicos ha iniciado ese trato íntimo. Pero se puede ir más al fondo: no es serio ni honrado «probar» a las personas, como si se tratara de caballos, de coches o de instrumentos de música; a las personas se las respeta, se las venera, se las ama; por ellas arriesga uno la vida, «se juega — como decía Marañón— a cara o cruz, el porvenir del propio corazón». Y todavía cabe aportar otro motivo: no se puede (es materialmente imposible, aunque parezca lo contrario) hacer esa prueba, porque la boda cambia muy profundamente a los novios; no sólo desde el punto de vista psicológico, al que ya me he referido, sino en su mismo ser: los modifica hondamente; en cierto modo los hace otros, distintos; los transforma en esposos; les permite amar de veras: ¡antes no es posible hacerlo!, como ya dije. Se trata de un tema apasionante, que me encantaría desarrollar, pero no es éste el momento: la clave estaría en entender de veras en qué consiste la libertad como capacidad de autotransformarse y autoconstruirse… hasta desplegar le entera riqueza de una persona cabal y plena. —Da la impresión que lo del amor sin papeles o sin ataduras cuadra más con la visión masculina del amor, ¿es así? Si es afirmativo ¿resultaría la mujer más perjudicada en una relación libre? Quizás esa afirmación sea aplicable a lo peor del estereotipo de «macho» que reina en nuestra cultura (y tal vez no sin motivo). Gracias a Dios, muchísimos hombres no son así: personalmente, no me reconozco en absoluto en esa imagen.
  • 5. Pero no deja de ser cierto que el varón que no quiere amar en serio se encuentra «más a gusto» en una relación sin compromisos. La mujer, a veces, también, o al menos así lo aparenta; pero de hecho, y hasta cierto punto, se halla efectivamente más indefensa ante la posibilidad de una ruptura; además, sobre todo si ha habido hijos, queda mucho más marcada y con más responsabilidades. De todos modos, me gustaría insistir en que, con total independencia de lo que más tarde suceda, los perjudicados son los dos, que no pueden amar de veras ni mejorar ni ser felices. Perdonad que insista en este punto, pero es capital para enfocar bien las cosas. La relación entre amor y felicidad es otro de los grandes temas… que parece que ahora también hay que dejar en barbecho. Lo trataremos, si queréis, en otra ocasión. —¿Por qué aquellos que no quieren un amor "con papeles" ahora los están pidiendo, e incluso que se regule su situación como pareja de hecho? Kierkegaard decía que lo que más aterra al ser humano, más que ninguna otra cosa, es la soledad. Y se refería principalmente a ese ser distinto a los demás, a quedarse aislado, por ejemplo, defendiendo una opinión que no es la de todos, la que hoy llamaríamos políticamente correcta. A eso tenemos auténtico pavor. Pero, mal que bien, y a pesar de toda la publicidad y la legislación en contra, el matrimonio sigue gozando en la actualidad de claro prestigio como situación normal. No extraña, por eso, aunque pueda parecer contradictorio, que una pareja de hecho reclame el amparo del derecho, que quiera igualar su situación con los casados: ser «como los otros», según la también conocida expresión de Kierkegaard, que es uno de los modos más típicos de huir de la ansiedad y el descontento, como bien explica la psiquiatría. —Dentro del matrimonio ¿existen diferencias entre contraer un matrimonio civil o un matrimonio religioso? Primero insistiría en que cualquier auténtico matrimonio válido es ya algo sagrado. De hecho, en prácticamente todas las
  • 6. culturas se ha acentuado esa dimensión sacra. Y es que es muy serio que dos personas decidan amarse de por vida y pongan en juego su capacidad de traer al mundo adecuadamente —como consecuencia directa y natural de su amor— nuevas personas humanas. Pero eso, conviene aclararlo, es pertinente para todo matrimonio válido, real. Y, para los católicos, que es el caso más frecuente en España hoy por hoy, un matrimonio solo civil sencillamente no es matrimonio. Es cuestión de coherencia con los propios principios. No es lógico llamarse católico y no actuar como tal. Ni la fe ni la gracia son «complementos» de quita y pon. Además, el matrimonio-sacramento lleva consigo unas gracias especiales que facilitan grandemente el amor mutuo y ayudan a superar los momentos malos que existen incluso en las parejas mejor avenidas. —Ante el matrimonio, ¿cómo yo me puedo comprometer a algo para toda la vida, si no sé qué cosas pueden pasarme, o si elijo bien a la pareja? Antes que nada, diría que para eso esta el noviazgo, una «institución» —por llamarla de algún modo— muy desprestigiada en nuestros días. Es un período imprescindible, que ofrece la oportunidad de conocer al otro y darme a conocer a él, seriamente, de modo que sí puedo empezar a vislumbrar cómo será la vida en común. Añadiría que ningún ser humano, en ningún ámbito de su vida, puede saber lo que le deparará el futuro. Eso sería jugar al «superhombre», a ser «como dioses». Toda decisión respecto al porvenir implica un cierto riesgo, que incrementa su carácter de aventura y que uno afronta con ese espíritu deportivo, audaz y un tanto arriesgado… si es que tiene un mínimo de agallas. El ejemplo más claro son tal vez los buenos empresarios. Después, y esto no es en absoluto una salida de tono, si soy como debo ya sé bastante de lo que va a pasar cuando me case: sé, en concreto, que voy a poner toda la carne en el asador para amar a la otra persona y procurar hacerla muy feliz. Y si ese propósito es serio y conozco mínimamente al otro, será compartido por él o ella: el amor llama al amor.
  • 7. Podemos, por tanto, tener la certeza de que vamos a intentarlo por todos los medios. Y entonces no es nada fácil que el matrimonio fracase. La clave está siempre en uno mismo, en la disposición firme de amar sin componendas. Si es sincera, suele contagiar al otro. —Ante estos interrogantes, ¿cuánto hay que pensárselo? No creo que la pregunta clave sea el «cuánto». Eso depende de muchas circunstancias. No es lo mismo un noviazgo a los 16 años que a los 25 o a los 32: hay más madurez en los últimos casos y más capacidad para conocer con mayor celeridad al otro. Pero lo importante son más bien los rasgos que tengo que tener en cuenta. Por ejemplo, si «me veo» viviendo durante el resto de mis días con esa persona; también, y antes, cómo actúa en su trabajo, en las relaciones con su familia, con los amigos; si sabe controlar sus impulsos sexuales (pues nadie me asegura que sea capaz de hacerlo, si no, cuando estemos casados y se encapriche con otro u otra); si me gustaría que mis hijos se parecieran a él o a ella… porque de hecho se van a parecer, lo quiera o no; si lo «veo» como el padre o madre adecuado para mis hijos; si sabe estar más pendiente de mi bien (y del suyo) que de sus caprichos… En definitiva, atender más a lo que es; después, a lo que efectivamente hace, a cómo se comporta (no solo con uno, sino sobre todo, según acabo de apuntar, en las restantes esferas de su actividad: en la familia, en el trabajo, en su vida social, con los amigos, en el trato con Dios…); y en tercer lugar, a lo que dice o promete, que sólo tendrá valor cuando concuerde con lo que es y con su conducta. —¿De qué cosas conviene estar bien seguro antes de dar el paso? ¿Estas cosas cruciales cómo se pueden conocer? (Da la impresión de que hablando solamente es un método muy débil, pues pueden engañar) Buena parte de esta pregunta la he contestado ya. Resumo, pues: de lo que debo estar seguro es de que se trata de una buena persona o de que puede llegar a serlo y está dispuesta a luchar para conseguirlo… y comienza ese combate ya antes del matrimonio (uno de los engaños más perniciosos a este
  • 8. respecto es la convicción, más frecuente tal vez en las mujeres, de que al casarse conmigo va a «cambiar»). Y, también, de que efectivamente me ama: que va a colocar mi bien real y el bien real de nuestros hijos por encima de sus intereses y sus antojos. Y, obviamente, que yo estoy dispuesto o dispuesta a hacer otro tanto. —La longitud de los noviazgos hoy, sin prisa alguna para casarse. ¿A qué es debido? Estimo que las razones son múltiples y que en cada caso influyen unas u otras, por lo que es difícil generalizar. No habría que descartar la simple costumbre: el hombre y la mujer tienden a imitar lo que los demás hacen y hoy es bastante común ese retraso al que os referís. Si queremos ir más al fondo de la cuestión, cabría embocar una vía optimista. Algunos jóvenes son conscientes de que, por muy diversos motivos, no están todavía preparados para asumir las cargas —gozosas pero costosas— del matrimonio y los hijos. Y prefieren madurar antes de dar un paso tan decisivo. Pero también hay, de ordinario sin plena conciencia, motivos menos positivos: un cierto miedo al compromiso, el afán de seguridad tan caracterizador de nuestra época y tan «neurotizante», la tranquilidad de estar viviendo al amparo —¡y a costa!— de papá y mamá, incluso la pretensión un tanto ingenua —porque acaba por convertirse en lo contrario de lo que buscan— de «aprovechar» lo mejor del amor sin cargar con sus consecuencias desagradables (y esto suele acrecentarse cuando los novios hacen ya la mal llamada «vida de pareja»)… —Otras cuestiones que se plantean las parejas es la de tener o no hijos. Estos primeros años de vida en común: "vamos a esperar para tener niños, queremos conocernos, disfrutar un poco". ¿Son los hijos un inconveniente para el mutuo conocimiento y la felicidad de la pareja? Todo lo contrario: los hijos son uno de los medios más impresionantes para mejorar la relación entre los esposos. Aquí acudiría a mi experiencia y a la de muchos matrimonios en circunstancias similares. Puedo decir con plena sinceridad que el efecto más grandioso de la llegada a casa de cada
  • 9. nuevo hijo ha sido el de incrementar palpablemente el amor — y también la atracción, incluida la sexual— entre mi mujer y yo. Todo esto tiene fundamentos filosóficos muy profundos que no puedo desarrollar, como que el hijo es la encarnación vital del amor de mi mujer y mío, como una síntesis de ambos y que, por tanto, al quererlo a él estoy queriendo «dos veces», y con mayor intensidad, a mi mujer y a mí mismo… y muchas otras cuestiones estupendas sobre las que se debería reflexionar. Pero sería entrar en honduras impropias de una entrevista. Acudo, por tanto, de nuevo, a mi testimonio personal. Incluso, venciendo un natural pudor y exclusivamente para que comprueben que no es una respuesta inventada ahora para salir del paso, me atrevería a brindarles un soneto que compuse para mi mujer —para ella sola— después del nacimiento de nuestro séptimo y último hijo. Pido perdón por la temeridad y también a los que la poesía no sea de su agrado: Siete veces, mujer, has transcendido, siete veces con Dios te has tuteado, siete veces mi amor has condensado, siete veces el mundo has resumido. Siete veces, mujer, he presentido siete abismos que en carne has substanciado, y en las siete, al nacer, he comprobado que mi pasión por ti había crecido. No fue sólo cariño lo ganado, ni fue hondura de amor comprometido, materia del espíritu señero; también mi ardor rugió multiplicado, también vibró mi cuerpo enardecido: fue exaltación total del hombre entero. —Otras personas esperan a resolver su situación económica, laboral, de vivienda, etc. ¿Cuándo es el momento idóneo para empezar a tener hijos? En cuanto uno se ha casado. El amor, todo amor, es naturalmente fecundo. Platón lo definió como un «afán de engendrar en la belleza». El amor conyugal tiene una especial fecundidad, que es dar la vida a nuevas personas. Limitar o
  • 10. impedir la fecundidad de cualquier amor, también del conyugal, es cortarle las alas y, con ello, poner claros obstáculos para la propia felicidad. Vale la pena el esfuerzo innegable que lleva aparejado cada hijo, entre otros motivos, porque eso supone una mejora del amor recíproco. La clave de todo el asunto, como vengo repitiendo, es el amor. Por otra parte, a pesar de los cambios notables e innegables que la sociedad ha experimentado, sigue siendo cierto aquel conocido dicho de que «cada hijo trae un pan bajo el brazo». Aquí el problema, y lo digo sin ironía, es que para muchos de nuestros hijos, ¡y para nosotros mismos, sobre todo!, el «pan» ya no nos parece suficiente. Aspiramos a un nivel de vida tan repleto de realidades superfluas que la «oportunidad» de concebir y traer a la existencia a un nuevo hijo se ve profundamente mermada… para después condenarnos y condenarlos a una insatisfacción endémica, derivada justamente de «tener demasiado de todo». En cualquier caso, si efectivamente las circunstancias no permitieran tenerlos, mi consejo es que retrasen la boda hasta que la coyuntura mejore. Pero repito la advertencia anterior: las pretensiones de comodidad actuales para llegar al matrimonio son desmesuradas. Un hijo vale infinitamente más que el coche, la televisión, la vivienda bien amueblada…: es una fuente incomparablemente mayor de felicidad y dicha. —Una pareja "va a por el hijo" cuando ya ha conseguido un nivel de bienestar, por ejemplo, y a los pocos meses se produce un revés económico o se quedan sin trabajo, y con el niño recién nacido o de camino. ¿Con qué actitud hay que esperar a los hijos para que no nos afecten los cambios que suceden en la vida y que no podemos prever? Esos cambios tienen que afectarnos: no somos de piedra. Pienso que tu pregunta se refiere más bien a que no produzcan en nosotros unos efectos desproporcionados o nos lleven a actuar de forma de la que más tarde nos tengamos que arrepentir. La adecuada actitud ante el hijo es considerarlo como lo que es —una persona— y, por eso, con independencia de toda circunstancia, como un gran bien: lo más perfecto que existe en la naturaleza, que decían los clásicos, o un hijo de Dios, si todavía quieres verlo más claro. Una persona, además, que es
  • 11. el fruto de nuestro amor y que va a incrementarlo, como antes decía, aun en medio de sacrificios personales. Aquí entraría otro tema de capital importancia en la cultura de hoy: entendemos la felicidad como total ausencia de dificultades, de esfuerzo, de dolor… Pero no es así. Como ya apuntaba, la felicidad es proporcional —exclusivamente proporcional, me atrevería a añadir— al amor. Y el amor se templa y mejora, se pule, crece… precisamente mediante el sacrificio (y también sabiendo aprovechar a fondo las alegrías de la vida conyugal y familiar, que superan en mucho a las contrariedades). El que hoy pretendamos evitar a toda costa cualquier tipo de molestia o sufrimiento constituye una de las causas de tanta infelicidad… y de tantas neurosis, como bien experimentado tienen los psiquiatras. —¿Es la "parejita" el número ideal de hijos? Estimo que, así, en abstracto, no hay un número ideal de hijos. Lo determinante es la actitud de los padres entre sí y para con la posible descendencia. Y la alternativa es, ya desde antes de la llegada de la descendencia e incluso desde antes del noviazgo, o amor real al otro… o egoísmo. Si mi novia o mi novio, si mi mujer o mi marido es más importante que yo, y él o ella me corresponde de la misma forma, estamos poniendo las bases para que nuestro matrimonio sea dichosísimo. Nos queremos de veras y querremos, también de veras, el fruto natural de ese amor. Sean uno, dos, muchos o ninguno, los hijos constituirán siempre una prueba de amor mutuo, al mismo tiempo que el término o el fruto de ese amor conjunto. Propiamente, el hijo ni se busca ni se evita. De lo que se trata es de amar con auténtica pasión al cónyuge, asumiendo todas las consecuencias que de ahí se deriven. Si, como resultado de ese amor, vienen muchos hijos, pues magnífico: también ellos serán amados. Si vienen sólo uno o dos, también estupendo. E igual, exactamente igual, si no llega ninguno. De todos modos, por mi experiencia y la comparación con la de amigos míos que tienen menos, puedo afirmar con pleno convencimiento que educar a siete hijos, como es mi caso, plantea muchísimos menos problemas que educar a uno o
  • 12. dos. El hijo único está normalmente en inferioridad de condiciones; y la parejita equivale tantas veces a dos hijos únicos. (En este sentido, hay quienes afirman con gracia que hoy buena parte de los niños occidentales son «un poco huérfanos» —al menos de padre, que apenas se ocupa de ellos— y «un poco hijos únicos», por cuanto se los trata como tales también cuando son dos). Una persona es lo más grande que existe en el mundo y que podemos ofrecer a otra: en realidad, lo único digno de serle ofrecida. El trato con los hermanos presenta muchas más ventajas que todas las comodidades, atenciones y mimos que podamos los padres brindar a nuestros hijos a cambio de esos hermanos. —Muchos padres no tienen más hijos porque piensan que van a perjudicar a los que ya tienen, ¿dónde está el equilibrio entre el número de hijos, el bienestar y la atención de los padres? Me vais a permitir que vuelva a lo mismo: el equilibrio está en el amor y en su consecuencia natural: la alegría, por un lado (vuelvo a subrayarlo), y el sacrificio, por otro, que es el que ahora nos interesa. Aunque no acabara de encuadrar bien esa afirmación, Freud decía que el amor torna vulnerables. Cuando amo, tengo que estar dispuesto a sufrir… aunque con la conciencia clara de que ese dolor no sólo no es incompatible con la felicidad, sino más bien uno de sus componentes aquí en la tierra. Si esto se acepta —y la mentalidad contemporánea tiende a rechazarlo casi visceralmente—, el equilibrio ya está conseguido. Ahora solo se trata de aplicarlo a mi situación concreta. Tomás Melendo Granados Catedrático de Filosofía (Metafísica) Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la Familia Universidad de Málaga (UMA), España tmelendo@masterenfamilias.com www.masterenfamilias.com www.masterenfamilias.com
  • 13. ¿Vale la pena casarse? Fuente: mujernueva.org Autor: Tomás Melendo, Catedrático de Metafísica (Filosofía) de la Universidad de Málaga Bastantes jóvenes aseguran hoy que no ven razón alguna para contraer matrimonio. Se quieren, y en ello encuentran una justificación sobrada para vivir juntos. Estimo que están equivocados, pero los comprendo perfectamente. Y es que las leyes y los usos sociales han arrebatado al matrimonio todo su sentido: a) la admisión del divorcio elimina la seguridad de que se luchará por mantener el vínculo; b) la aceptación social de «devaneos» extramatrimoniales suprime la exigencia de fidelidad; y c) la difusión de contraceptivos desprovee de relevancia y valor a los hijos. ¿Qué queda, entonces, de la grandeza de la unión conyugal?, ¿qué de la arriesgada aventura que siempre ha sido?, ¿con qué objeto «pasar por la iglesia o por el juzgado»? Vistas así las cosas, a quienes sostienen la absoluta primacía del amor habría que comenzar por darles la razón… para después hacerles ver algo de capital importancia: que es imposible quererse bien, a fondo, sin estar casados. Hacerse capaz de amar Aunque pueda suscitar cierto estupor, lo que acabo de sostener no es nada extraño. En todos los ámbitos de la vida humana hay que aprender y capacitarse. ¿Por qué no en el del amor, que es a la par la más
  • 14. gratificante y difícil de nuestras actividades? Jacinto Benavente afirmaba que «el amor tiene que ir a la escuela». Y es cierto. Para poder querer de veras hay que ejercitarse, igual que, por ejemplo, hay que templar los músculos para ser un buen atleta. Pues bien, la boda capacita para amar de una manera real y efectiva. Nuestra cultura no acaba de entender el matrimonio: lo contempla como una ceremonia, un contrato, un compromiso… Algo que, sin ser falso, resulta demasiado pobre. En su esencia más íntima, la boda constituye una expresión exquisita de libertad y amor. El sí es un acto profundísimo, inigualable, por el que dos personas se entregan plenamente y deciden amarse de por vida. Es amor de amores: amor sublime que me permite «amar bien», como decían nuestros clásicos: fortalece mi voluntad y la habilita para querer a otro nivel; sitúa el amor recíproco en una esfera más alta. Por eso, si no me caso, si excluyo ese acto de donación total, estaré imposibilitado para querer de veras a mi cónyuge: como quien no se entrena o no aprende un idioma resulta incapaz de hablarlo. A su joven esposa, que le había escrito: «¿Me olvidarás a mí, que soy una provincianita, entre tus princesas y embajadoras?», Bismark le respondió: «¿Olvidas que te he desposado para amarte?». Estas palabras encierran una intuición profunda: el «para amarte» no indica una simple decisión de futuro, incluso inamovible; equivale, en fin de cuentas, a «para poderte amar» con un querer auténtico, supremo, definitivo. Casarse o «convivir» No se trata de teorías. Cuanto acabo de exponer tiene claras manifestaciones en el ámbito psicológico. El ser humano sólo es feliz cuando se empeña en algo grande, que efectivamente compense el esfuerzo. Y lo más impresionante que un varón o una mujer pueden hacer es amar. Vale la pena dedicar toda la vida a amar cada vez mejor y más intensamente. En realidad,
  • 15. es lo único que merece nuestra dedicación: todo lo demás, todo, debería ser tan sólo un medio para conseguirlo. Pues bien, cuando me caso establezco las condiciones para consagrarme sin reservas a la tarea de amar. Por el contrario, si simplemente vivimos juntos, y aunque no sea consciente de ello, todo el esfuerzo tendré que dirigirlo, a «defender las posiciones» alcanzadas, a no «perder lo ganado». Todo, entonces, se torna inseguro: la relación puede romperse en cualquier momento. No tengo certeza de que el otro se va a esforzar seriamente en quererme y superar los roces y conflictos del trato cotidiano: ¿por qué habría de hacerlo yo? No puedo bajar la guardia, mostrarme de verdad como soy… no sea que mi pareja advierta defectos «insufribles» y decida no seguir adelante. Ante las dificultades que por fuerza han de surgir, la tentación de abandonar la empresa se presenta muy cercana, puesto que nada impide esa deserción… En resumen, la simple convivencia sin entrega definitiva crea un clima en el que la finalidad fundamental y entusiasmante del matrimonio —hacer crecer y madurar el amor y, con él, la felicidad— se ve muy comprometida. ¿Amor o «papeles»? Todo lo cual parece avalar la afirmación de que «lo importante» es quererse. Me parece correcto. El amor es efectivamente lo importante. No hay que tener miedo a esta idea. Pero ya he explicado que no puede haber amor cabal sin donación mutua y exclusiva, sin casarse. Los papeles, el reconocimiento social, no son de ningún modo lo importante… pero, en cuanto confirmación externa de la mutua entrega, resultan imprescindibles. ¿Por qué?
  • 16. Desde el punto de vista social, porque mi matrimonio tiene repercusiones civiles claras: la familia es ¡debería ser!- la clave del ordenamiento jurídico y el fundamento de la salud de una sociedad: es indispensable, por tanto, que se sepa que otra persona y yo hemos decidido cambiar de estado y constituir una familia. Pero, sobre todo, la dimensión pública del matrimonio -ceremonia religiosa y civil, fiesta con familiares y amigos, participaciones del acontecimiento, anuncio en los medios si es el caso, etc.- deriva de la enorme relevancia que lo que están llevando a cabo tiene para los cónyuges. Si eso va a cambiar radicalmente mi vida para mejor, si me va a permitir algo que es una auténtica y maravillosa aventura… me gustará que quede constancia: igual que anuncio con bombo y platillo las restantes buenas noticias. Igual, no. Mucho más, porque no hay nada comparable a casarse: me pone en una situación inigualable para crecer interiormente, para ser mejor persona y alcanzar así la felicidad. ¿Cómo no pregonar, entonces, mi alegría? ¿Anticipar el futuro? Es verdad que, a la vista de lo expuesto, bastantes se preguntan: ¿cómo puedo yo comprometerme a algo para toda la vida, si no sé lo que ésta me deparará?, ¿cómo puedo estar seguro de que elijo bien a mi pareja? A todos ellos les diría, antes que nada, que para eso esta el noviazgo: un período imprescindible, que ofrece la oportunidad de conocerse mutuamente y empezar a entrever cómo se desarrollará la vida en común. Después, si soy como debo ya sé bastante de lo que pasará cuando me case: sé, en concreto, que voy a poner toda la carne en el asador para querer a la otra persona y procurar que sea muy feliz. Y si ese propósito es serio, será compartido por el futuro
  • 17. cónyuge: el amor llama al amor. Podemos, por tanto, tener la certeza de que vamos a intentarlo por todos los medios. Y entonces es muy difícil que el matrimonio fracase. Observar y reflexionar Ciertamente, esa decisión radical de entrega no basta para dar un paso de tanta trascendencia. Hay que considerar también algunos rasgos del futuro cónyuge. Por ejemplo, si «me veo» viviendo durante el resto de mis días con aquella persona; también, y antes, cómo actúa en su trabajo, trata a su familia, a sus amigos; si sabe controlar sus impulsos sexuales (porque, de lo contrario, nadie me asegura que será capaz de hacerlo cuando estemos casados y se encapriche con otro u otra); si me gustaría que mis hijos se parecieran a él o a ella… porque de hecho, lo quiera o no, se van a parecer; si sabe estar más pendiente de mi bien (y del suyo) que de sus antojos… En definitiva, atender más a lo que es; después, a lo que efectivamente hace, a cómo se comporta; y en tercer lugar, a lo que dice o promete, que sólo tendrá valor cuando concuerde con su conducta. Relaciones anti-matrimoniales Y aquí suele plantearse una de las cuestiones más decisivas y sobre las que impera una mayor confusión. La necesidad de conocerse, de saber si uno y otra congenian, ¿no aconseja vivir un tiempo juntos, con todo lo que esto implica? Se trata de un asunto muy estudiado y sobre el que cada vez se va arrojando una luz más clara. Un buen resumen del status quaestionis sería el que sigue: está estadísticamente comprobado que la convivencia a que acabo de aludir nunca -nunca!- produce efectos beneficiosos. Por ejemplo: a) los divorcios son mucho más frecuentes entre quienes han convivido antes de contraer matrimonio; b) las actitudes de los jóvenes
  • 18. que empiezan a tener trato íntimo empeoran notablemente y a ojos vista… desde ese mismo momento: se tornan más posesivos, más celosos y controladores, más desconfiados e irritables… La causa, aunque profunda, no es difícil de intuir. El cuerpo humano es, en el sentido más hondo de la palabra, personal; y quizá muy especialmente sus dimensiones sexuales. En consecuencia, la sexualidad sólo sabe hablar un idioma: el de la entrega plena y definitiva. Mas en las circunstancias que estamos considerando esa total disponibilidad resulta contradicha por el corazón y la cabeza, que, con mayor o menor conciencia, la rechazan, al evitar un compromiso de por vida. Surge así un ruptura interior en cada uno de los novios, que se manifiesta psíquicamente por un obsesivo y angustioso afán de seguridad, cortejado de recelos, temores, suspicacias… que acaban por envenenar la vida en común. De ahí que a este tipo de relaciones, en contra del uso habitual, prefiera llamarlas «anti-matrimoniales». Para conocerse de veras Por otro lado, resulta ingenua la pretensión de decidir la viabilidad de un matrimonio por la «capacidad sexual» de sus componentes: ¡como si toda una vida en común dependiera o pudiera sustentarse en unos actos que, en condiciones normales, suman unos pocos minutos a la semana! Pero es que la mejor manera de conocer a nuestro futuro cónyuge en ese ámbito consiste, como antes sugería, en observarlo en los demás aspectos de su vida, y tal vez principalmente en los no se relacionan directamente con nosotros: reflexionar sobre el modo cómo se comporta en su familia, en el trabajo o estudio, con sus amigos o conocidos. Si en esas circunstancias es generoso, afable, paciente, servicial, tierno, desprendido…, puede asegurarse, sin temor al
  • 19. engaño, que a la larga esa será su actitud en las relaciones íntimas. Mientras que la «comprobación directa», e incluso la forma de tratarnos, por responder a una situación claramente «excepcional» -el noviazgono sólo no proporciona datos fiables sobre su vida futura, sino que en muchos casos más bien los enmascara. ¿Probar a las personas? Pero se puede ir más al fondo: no es serio ni honrado «probar» a las personas, como si se tratara de caballos, de coches o de ordenadores. A las personas se las respeta, se las venera, se las ama; por ellas arriesga uno la vida, «se juega -como decía Marañóna cara o cruz, el porvenir del propio corazón». Además, la desconfianza que implica el ponerlas a prueba no sólo crea un permanente estado de tensión difícil de soportar, sino que se opone frontalmente al amor incondicionado que está en la base de cualquier buen matrimonio. A lo que cabe añadir otro motivo, todavía más determinante: no se puede (es materialmente imposible, aunque parezca lo contrario) hacer esa prueba, porque la boda cambia muy profundamente a los novios; no sólo desde el punto de vista psicológico, al que ya me he referido, sino en su mismo ser: los modifica hondamente, los transforma en esposos, les permite amar de veras: ¡antes no es posible hacerlo!, como ya apunté. Pero esta es una cuestión de tanta trascendencia que quizá merezca, íntegro, un nuevo escrito.
  • 20. ¿Por qué la familia? Tomás Melendo Granados Catedrático de Metafísica Universidad de Málaga Para querer más… ser mejor Hace algunos meses impartí una conferencia a un grupo de empresarios bastante selecto, bastante internacional… y bastante atípico. Tan atípico como para pedirme, justo como empresarios —lo único que los unía—, que les hablara del amor conyugal. Al terminar la exposición, un mexicano inició algo a caballo entre una pregunta y una reflexión pública: «Si no he entendido mal, la calidad del amor entre los esposos no se juega solo dentro del matrimonio. Quien quiera amar de veras tiene que esforzarse por mejorar en toda su vida». Un sexto sentido me llevó a contener las ganas de responderle y a permanecer en silencio. Y, en efecto, prosiguió: «Solo si voy siendo mejor persona podré querer más a mi mujer, pues tendré mucho más que darle cada vez que me entregue a ella». Resistí de nuevo la tentación de intervenir… y añadió: «Presiento además que si no encamino ese perfeccionarme a la entrega, en el fondo lo estoy despilfarrando. Y me parece que eso constituye un claro deber: cuanto mejor voy siendo, más obligado estoy a darme a mi mujer y a mis hijos». El silencio se tornó más denso, acaso porque ni por él mismo ni por los que le estaban oyendo —todos volcados en cuerpo y alma en los negocios—, se atrevía a sacar la conclusión inevitable. Pero lo hizo:
  • 21. «Lo cual quiere decir que mi verdadera y más radical realización no la encuentro en la empresa, sino en mi familia». Una inversión definitiva Audaz, además de agudo. Sabía lo que se estaba jugando y sabía de lo que hablaba: de la necesidad de instaurar una modificación profunda en el modo de entender y vivir las relaciones entre familia y persona (y, como consecuencia, muchas otras, como las propiamente laborales). Durante bastante tiempo, aunque no de manera exclusiva, la necesidad de la familia se ha explicado enfatizando la múltiple y clara precariedad del hombre. Por ejemplo, respecto a la mera supervivencia venía a decirse que, mientras la dotación instintiva permite a los animales manejarse desde muy pronto por sí mismos, el niño abandonado a sus propios recursos perecería inevitablemente. O se aducían razones psicológicas, como la ineludible conveniencia de superar la soledad, de distribuir las funciones en casa, el trabajo o los ámbitos del saber para lograr una mayor eficacia… Siendo todo esto cierto, me parece que no alcanza el núcleo de la cuestión. Si desde antiguo se considera la persona como lo más perfecto que existe en la naturaleza (perfectissimum in tota natura); si hoy es difícil hablar del ser humano sin subrayar su dignidad y su grandeza… ¿no resulta extraño que los animales no necesiten familia, mientras que al hombre le sea imprescindible solo o principalmente en función de su «inferioridad» respecto a ellos? El cambio radical que pretendo subrayar con estas líneas es que toda persona requiere de la familia justamente en virtud de su eminencia o valía: de lo que en términos metafísicos podría llamarse su excedencia en el ser. Un-ser-para-el-amor Por eso la persona está llamada a darse; por eso puede definirse como principio (y término) de amor… siendo la entrega el acto en que ese amor culmina. Las plantas y los animales, por su misma escasez de realidad, actúan de forma casi exclusiva para asegurarse la propia pervivencia y la de su especie. Porque gozan de poco ser,
  • 22. cabría decir, tienen que dirigir toda su actividad a conservarlo y protegerlo: se cierran en sí mismos o en su especie en cuanto suya. A la persona, por el contrario, justo por la nobleza que su condición implica, «le sobra ser». De ahí que su operación más propia, precisamente en cuanto persona, consista en darse, en amar. (Y de ahí que solo cuando ama en serio y se entrega sin tasa —«la medida del amor es amar sin medida»—, alcanza la felicidad). La persona como regalo En esto tenía razón mi contertulio mexicano. Y también al unir esa exigencia de entrega con la familia. Porque para que alguien pueda darse es menester otra realidad capaz y dispuesta a recibirlo o, mejor, a aceptarlo libremente. Y «eso» sólo puede ser otro alguien, otra persona. A menudo explico que, a pesar de la conciencia que solemos tener de la propia pequeñez y de la ruindad de algunos de nuestros pensamientos y acciones, es tanta la grandeza de nuestra condición de personas que nada resulta digno de sernos regalado… excepto otra persona. Cualquier otra realidad, incluso el trabajo o la obra de arte más excelsa, se demuestra escasa para acoger la sublimidad ligada a la condición personal: ni puede ser «vehículo» de mi persona, ni está a la altura de aquella a la que pretendo entregarme. De ahí que, con total independencia de su valor material, el regalo sólo cumple su cometido en la medida en que yo me comprometo —me «integro»— en él. («¿Regalo, don, entrega? / Símbolo puro, signo / de que me quiero dar», escribió magistralmente Salinas). Pero decía que, además de ser capaz, la otra persona tiene que estar dispuesta a acogerme de manera incondicional: de lo contrario, mi entrega quedaría en mera ilusión, en una especie de aborto. Si nadie me acepta, por más que me empeñe, resulta imposible entregarme (actio est in passo, podría afirmarse tras las huellas de Aristóteles: la acción de la entrega «está» —se cumple o actualiza— en la medida en que el otro me acepta gustoso). El porqué de la familia
  • 23. Pues bien, el ámbito natural donde se acoge al ser humano sin reservas, por el mero hecho de ser persona, es justo la familia. En cualquier otra institución —en una empresa, pongo por caso— resulta legítimo, y a menudo necesario, que se tengan en cuenta determinadas cualidades o aptitudes, sin que al rechazarme por carecer de ellas se lesione en modo alguno mi dignidad (el igualitarismo que hoy intenta imponerse para «evitar la discriminación» sería aquí lo radicalmente injusto). Por el contrario, una familia genuina acepta a cada uno de sus miembros teniendo en cuenta, sí, su condición de persona, como el resto de las instituciones (de ahí el famoso precepto kantiano); y además… su condición de persona. Y basta. Y, al acogerlos, les permite entregarse y cumplirse como personas. Por eso cabe afirmar que sin familia no puede haber persona o, al menos, persona cumplida, llevada a plenitud. Y ello, según acabo de sugerir, no primariamente a causa de carencia alguna, sino al contrario, en virtud de la propia excedencia, que «nos obliga» a entregarnos… o quedar frustrados, por no llevar a término lo que demanda nuestra naturaleza, nuestro ser. Estimo que esta inversión de perspectivas (que no niega la verdad del punto de vista complementario), tiene abundantes repercusiones. Por ejemplo, en el ámbito doméstico, explica que la familia no sea una institución «inventada» para los débiles y desvalidos (niños, enfermos, ancianos…); sino que, al contrario, cuanto más perfección alcanza un ser humano, cuanto más maduro es el padre o la madre, más precisa de su familia, justamente para crecer como persona, dándose y siendo aceptado: amando… con la guardia baja, sin necesidad de «demostrar» nada para ser querido. Una buena teoría… para una vida buena Por otra parte, esta forma de comprender a la persona repercute en el modo de legislar, en la política, en el trabajo… Solo si se tiene en cuenta la grandeza impresionante del ser humano podrán establecerse las condiciones para que se desarrolle adecuadamente… y sea feliz. A menudo se oye que el problema del hombre de hoy es el orgullo de querer ser como Dios. No lo niego. Pero estimo que
  • 24. es más honda la afirmación opuesta: el gran handicap del hombre contemporáneo es la falta de conciencia de su propia valía, que le lleva a tratarse y tratar a los otros de una manera bufa y absurdamente infrahumana. Schelling afirmaba que «el hombre se torna más grande en la medida en que se conoce a sí mismo y a su propia fuerza». Y añadía: «Proveed al hombre de la conciencia de lo que efectivamente es y aprenderá enseguida a ser lo que debe; respetadlo teóricamente y el respeto práctico será una consecuencia inmediata». Para concluir: «el hombre debe ser bueno teóricamente para devenirlo también en la práctica». ¿Exageración de un joven escritor? Estimo que no, si el conocer lo entendemos adecuadamente, de modo que algo no llega a saberse (simplemente a saberse) hasta que uno lo hace vida de la propia vida. En lo estrictamente humano, como quería de nuevo Aristóteles, la teoría —¡encaminada al amor!— ostenta una prioridad absoluta. «Mini-personas»… que ni conocen ni aman Ahora bien, el modelo que rige buena parte de las Constituciones de los países «desarrollados» de nuestro entorno resulta a menudo una suerte de mini-hombre, de persona reducida, casi contrahecha. Quiero decir que, con más frecuencia de la deseada, al hombre de hoy se le niegan —teórica y vitalmente: en la legislación y en la estructura social— justo las características que definen la grandeza de su humanidad; por ejemplo, la capacidad de conocer, de manera siempre imperfecta, pero real. Desde tal punto de vista, una democracia auténtica tendría como base, junto con el reconocimiento de la limitación del entendimiento humano, y mucho más fuerte que él, la convicción de que la realidad es cognoscible. Por eso estaría basada en el diálogo auténtico, genuino, de unos ciudadanos persuadidos de que con la suma de las aportaciones de muchos podrán llegar a descubrir lo que cada realidad efectivamente es y, por tanto, el comportamiento que reclama.
  • 25. Por el contrario, bastantes democracias actuales parecen basarse en un relativismo escéptico: en la casi contradictoria convicción de que la realidad no puede conocerse y, como consecuencia, en la apelación al simple número y, con él, — mientras no se corrija el planteamiento, que puede y debe corregirse— en el más tiránico y sutil de los totalitarismos. ¿Otros ejemplos de lo que acabo de calificar como modelo «constitucional» de mini-persona? Apenas se concibe que el hombre actual pueda amar a fondo, con un compromiso de por vida, jugándose a cara o cruz, a una sola carta, como Marañón expusiera, el porvenir del propio corazón (de ahí el avance de la admisión legal del divorcio, que impide casarse de por vida); o que sea capaz de dar sentido al dolor, no por masoquismo, sino porque el sufrimiento es parte integrante de la vida del hombre, y, cuando se rechaza visceral y obsesivamente, junto con él se suprime la propia vida humana, cuyo núcleo más noble lo constituye la capacidad de amar… (en el estado actual, el sufrimiento es parte ineludible del amor: negado a ultranza el «derecho» a padecer, se invalida simultáneamente la posibilidad de amar de veras). Conclusión Lo que acabo de apuntar refuerza tres de mis más arraigadas convicciones. a) La primera, una fe absoluta en el ser humano, en su capacidad de rectificar el rumbo y superarse a sí mismo. No debe confundirse el diagnóstico con la terapia. Como la filosofía, el diagnóstico no es nunca optimista o pesimista, ni debería ser interesante o despreciable o lucrativo o desdeñable… sino solo verdadero o falso. ¡Qué daños traería consigo el «optimismo» que lleva a diagnosticar y tratar como simple cefalea un tumor cerebral maligno! b) En segundo término, que el hombre actual necesita advertir su propia excelsitud para actuar de acuerdo con ella… y alcanzar la propia perfección y la dicha consiguiente. c) Por fin, que el «lugar natural» para «aprender a ser persona», el único verdaderamente imprescindible y suficiente, es la familia. No solo el niño, sino el adolescente que aparenta
  • 26. negarlo, el joven ante el que se abre un abanico de posibilidades deslumbrante, el adulto en plenitud de facultades, el anciano que parece declinar…, todos ellos forjan y rehacen su índole personal, día tras día, en el seno del propio hogar. Y, así templados y reconstituidos, son capaces de darle la vuelta al mundo, de humanizarlo. Por eso la familia. Tomás Melendo Granados Catedrático de Filosofía Director de los Estudios Universitarios sobre la Familia Universidad de Málaga tmelendo@eresmas.net www.masterenfamilias.com