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Noches de Cementerio.
Manuel A. Zúñiga Sandoval. Marzo de 2014
Ocurrió hace unos días, en medio de las visitas nocturnas que el Departamento
de Cultura realizó durante este verano al Cementerio Municipal Almendral de San
Felipe, un suceso digno de mencionar y que, apelando a su buen juicio y
discreción, me atrevo a verter en este artículo.
Las consabidas visitas al Cementerio, tenían como idea principal que los
convocados apreciaran la arquitectura del lugar, que recordasen a los personajes
ilustres y populares que han tenido en el camposanto su última morada; en fin, en
un horario poco habitual asistir a la necrópolis Municipal, entre otras cosas, con el
fin de repasar la historia de San Felipe en un sitio distinto, huyendo del sofocante
calor aconcagüino.
A poco andar, entre las jornadas en que se realizaron las visitas, comenzaron a
emerger relatos o narraciones extraordinarias -parafraseando al eximio maestro de
los relatos cortos y de terror, Edgar Allan Poe-, las que desde mi posición de guía
serio y objetivo, escuchaba con desdén; puesto que los comentarios de los
visitantes iban desde seres extraños hasta sucesos inexplicables de los cuales
ellos habían sido testigos.
La Despedida del Dr. Iturra.
La caravana de visitantes es conducida hasta la tumba del doctor Segismundo
Iturra, personaje querido y recordado de la zona. La noche ha avanzado a paso
firme. Una mujer de pelo canoso comenta que ella estuvo el día que sepultaron al
señor Iturra.
"Esa tarde, ocurrió algo muy extraño- hace una pausa, toma aire- habían ya
terminado los discursos de las autoridades y la gente del cementerio estaba
introduciendo el cajón, cuando al meter la urna – hace otra pausa, esta vez todo
está en silencio, continúa- de forma imprevista…, un tremendo ventarrón se
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levantó, era un viento fuerte y muy frío". El guía no se atrevió a interrumpirla.
Nuevo silencio. “Quizás así se quiso despedir el doctor"-agregó el guía. La mujer
lo miró un tanto perpleja y sentenció categórica: "Así fue".
Luego que junto al grupo retomamos la marcha hacia nuestra próxima parada, se
me ocurrió mirar la fecha de sepultación del honorable y “considerado” doctor
Iturra: mayo de 2011. Esbocé una sonrisa de escepticismo y sarcasmo y mi mente
gatilló una racional contraofensiva, murmuré entre dientes: "ventarrón gélido…, en
mayo es toda una extrañeza".
¿Culebrón sanfelipeño o andino?
En otra oportunidad, después de pasar frente al mausoleo de Juri, fundador del
periódico El Trabajo, un visitante señaló al conjunto de asistentes que él había
trabajado muchos años atrás en el mismo Cementerio Almendral. Que había
preferido renunciar después de un muy raro acontecimiento que le habría ocurrido
a él y a otros dos compañeros de labores. "Aquí creo que fue- dijo, señalando una
tumba- sí, parece que esta es". El hombre de tez morena y pelo canoso captó
nuestra atención. "Teníamos que reducir un cuerpo, no me acuerdo bien, pero
llegamos y tuvimos que picar la loza que estaba pegada con cemento- el hombre
hizo la pantomima de picar el suelo- cuando terminamos de despegar la loza, algo
raro vimos los tres. Uno de mis compañeros digo haber visto una tela de araña
muy gruesa y blanca; el otro dijo que había visto la cola de un gato blanco y yo...,
yo creo que vi al Culebrón". Hubo silencio. Luego la pausa se rompió con un
sonoro "Sí, es cierto", dijeron varias personas a coro. "Aquí vivía el culebrón".
¿Qué es eso del culebrón? inquirí. Una mujer comentó que había oído de ese raro
animal. "Una culebra con cabeza de guagua, capaz de comerse a un hombre".
Quien nos había llevado originalmente hasta el dominio de aquel asunto, retomó
la palabra: "Creo que fue por la década del ´40 o del '50. Había mucho temor por
el Culebrón y la gente no venía al cementerio. Incluso las floristas tuvieron que ir
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a hablar con el Alcalde para que este dijera que no existía tal cosa, ya que la
gente no venía y el negocio de las flores se moría".
Cuando comenzaba a creer que las indicaciones sobre aquel ente se terminaban,
una mujer que hasta ese minuto permanecía en silencio y con la mirada de quien
ausculta y sopesa cada una de las opiniones vertidas, agregó: "Saben, yo cuando
chica iba con mis abuelos al cementerio de Los Andes, porque yo soy andina de
nacimiento- nos aclaró- y mis abuelos me mandaban a buscar agua para las
flores a un pequeño pozo. Siempre me decían que tuviese mucho cuidado con el
Culebrón. Así que el Culebrón es de Los Andes".
Para evitar diferencias de “paternidad”, intenté retomar la atención del grupo y me
dirigí con ellos hasta el mausoleo de los veteranos de la Guerra del Pacífico.
El Hombre Cabeza de Chancho.
Ocurrió durante la última visita. El grupo que se congregó a las 21:00hrs era un
tanto menor que el de otras noches, pero muy entusiasta. Desde el comienzo, un
hombre de unos 50 años se mostró muy conversador y nos dejó en claro que
venía desde Llay Llay. “¿Hasta allá ha llegado la difusión de nuestras
actividades?”, comenté, queriendo distender el ambiente. "No. Siempre visito
cementerios"- contestó el quincuagenario hombre- Me gustan", agregó.
Ya casi terminábamos la visita, cuando pasamos cerca de un conjunto de muy
antiguos nichos, algunos a punto de derrumbarse. Aproveché la escenografía
para comentar el tipo de construcción de tales nichos: “Con arena, cal y clara de
huevos. Así se hizo el famoso Puente de Cal y Canto", les dije con aire docto.
Como no escuché mayores comentarios, pensé que aquel dato ya sería muy
conocido. Entonces el llaillaíno se me acercó. "¿Y qué pasó con los cuerpos que
estaban en estos nichos?-consultó. "Creo que algunos fueron reubicados, si sus
parientes los reclamaban, otros terminaron en la fosa común"- clarifiqué. "¿Y
dónde está ese lugar?", insistió. "Por allá", le respondí vagamente.
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Cuando llegamos a la entrada del camposanto, y procedía a despedirme de la
concurrencia, noté que mi interlocutor llaillaíno no nos acompañaba. No quise
importunar a los demás visitantes. Les agradecí su participación y me despedí de
ellos.
Volví sobre mis pasos, alumbrando el camino con mi pequeña linterna.
Caminaba por medio de unos oscuros pasillos cuando logré encontrar al hombre.
Con algo de molestia, le señalé que la visita ya había terminado. Me pide excusas
por los problemas ocasionados. "Estaba maravillándome con este recinto"- dice
con aire de arrepentimiento.
Lo conduje hasta la puerta. Fue entonces que el hombre se me acerca como quien
necesita confesarse y me comenta con un dejo de superioridad: "Usted conoce
muchas historias, pero no ha escuchado la del hombre-chancho". Lo miré
incrédulo y casi por decirle algo y terminar de despedirlo, agregué: "Tiene razón,
no la he oído". Como quien no escucha, continuó su relato. "Ocurrió en mis tierras,
en Llay Llay. Un fuerte terremoto echó por tierra un conjunto de nichos muy
viejos, serían de inicios del siglo XIX. En uno de ellos estaba esa criatura. Había
sido enterrado vivo y las fuerzas telúricas lo liberaron. Desde entonces recorre los
cementerios, comiendo carne humana… Esa es su condena". La voz del hombre
había adquirido un tono triste al igual que su mirada. "¿Pero usted no cree en esas
historias, verdad amigo Manuel?".
Nos despedimos.
Al caminar hacia mi auto, me pregunté si aquel sujeto tendría en qué irse. Lo
busqué con la mirada, pero no lo hallé. "¿Cómo dijo que se llamaba?", me
pregunté. Y mientras me sentaba al volante y abrochaba el cinturón, una duda
fría me recorrió la espalda: "¿En qué minuto le dije mi nombre?".