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AROCHONES
José Luis Lobo Moriche
AROCHONES
José Luis Lobo Moriche
JOSÉ L. LOBO MORICHE
Arochones
Prólogo: Juan Díaz Banda y Antonio Carlos Ruiz
Cortegana, invierno de 2012
A la memoria de Dantón Lobo, mi padre
9
Impresiones a modo de prólogo
De tu amigo Juan
Creo que no soy la persona más indicada para ha-
cer algún comentario a un libro de mi amigo Pepe
Luis Lobo; sin embargo, cuando él me lo ha pedido,
algo podré aportar. No me importa decir que él me
enseñó mucho y, refiriéndome a la caza mayor, con
él aprendí una parte muy importante de las cosas
que sé, fueron muchas mis correrías a su lado. Con él
aprendí a distinguir la pisada de un ciervo de la de
una cabra, la de un jabato de la de un cochino man-
so, a andar de noche, a reconocer las trochas, las co-
ladas…. En fin, parte de todo lo que cualquier caza-
dor sabe sobre la caza -como hace referencia en su
libro- fue aprendido también de otros grandes caza-
dores y rececheros.
Este libro de Pepe Luis gustará mucho a cazado-
res y no cazadores, por su forma de expresar con
tanta claridad y sencillez todas sus vivencias, por sus
conversaciones con esas personas tan sencillas con
las que convivió y que yo atestiguo que es así por
haber conocido y convivido también con algunas de
ellas. Son interesantes, incluso para sus íntimos ami-
gos, conocer otras vivencias no contadas hasta ahora,
10
aunque sus continuas andadas en las noches durante
las cuatro estaciones del año a todos nos suenan.
A la hora de hablar del autor, debido a nuestra
amistad y confianza, quizás no sea yo el más apro-
piado para echarle flores, aunque no tengo más re-
medio.
Sólo pedirte que ya que has cogido la racha de
practicar la otra afición de tu vida, la literatura, que
no la abandones. Tienes tiempo de seguir apren-
diendo y deleitarnos de vez en cuando con otro libro
sorpresa. La ayuda de tu familia y de tus amigos, co-
mo siempre, no te va a faltar.
Juan Díaz Banda
11
A nuestra vieja amistad
Si quieres conocer a una persona, debes escuchar
cuando habla o escribe de su infancia, de su niñez o
de su juventud. Seguro que te dirá cosas que, aunque
con algunas mentirijillas piadosas, saldrán de lo más
profundo de sus entrañas y se convertirán en mara-
villosos relatos de los que se sentirá orgulloso. Esto
es lo que -con toda seguridad- le ha ocurrido al autor
de este nuevo libro sobre el arte de la cinegética que
él ha titulado AROCHONES.
Hace mucho, nuestro amigo Pepe Luis, en una de
las expediciones al campo, (¡Maldita vejez que no nos
deja juntarnos!) nos dijo a la luz de los troncos de
encina ardiendo en la chimenea:
‘Cuando mis piernas o mi mente no tengan fuerzas para salir
al campo, cogeré mi escopeta y la romperé en mil cachos sobre el
risco más grande que haya en Valconejo’.
Esta frase fue motivo de una larga velada en la que
cada uno expuso su propio criterio. Cuando nos reti-
ramos a dormir, todos pensábamos lo mismo: las pa-
siones de Pepe Luis son la familia, los amigos, la edu-
cación…, y la caza. Por tanto, lo que había comen-
tado no tenía mucho sentido, y el paso del tiempo
nos dio la razón.
12
El papel de plata, que colocaba en el punto de mira
para sortear la oscuridad de la noche, le ha servido
para describir -con una gran maestría- las claras
noches de luna llena en nuestras sierras.
Los cañones le han servido de inspiración para
recordar todos los viejos barrancos y trochas que lle-
gó a conocer mejor que los propios arochones.
Los gatillos han sido los latidos de su corazón en el
momento más importante del relato.
La culata era la mullida almohada para soñar en las
largas esperas con lances de recechos que sólo un
buen cazador puede imaginar.
Las balas eran los recursos literarios que llegan a lo
más profundo del corazón.
La funda era el descanso, la tranquilidad y el sosiego
de una larga y dura noche.
Cortegana, invierno de 2012
A la memoria de Dantón Lobo, mi padre
15
Prólogo……………….9
Mis primeros pasos 17
De cachorro 63
Con Churubito 69
Berenjenales 85
Ayudas 97
Magia 107
Pasión y destrezas 119
¡Tranquilo, Churubito! 135
Instinto, razón oído y vista 139
Juego de luces 153
Esfuerzos 159
Nieblas 163
Peligros 169
Macarenos y carrasqueños 193
Epílogo………………225
17
Los primeros pasos
-¡Pepe Luis, no te imaginas dónde comen estos aro-
chones de Mazaroco! -me contaba, hace medio siglo,
Diego el Montesino.
-No sé, ¿en La Peramora?
-¡Qué va! Ya estaba hasta la coronilla de esperarlos
en Los Baños y en Las Cortecillas, noches enteras sin
haber barruntado siquiera un taramazo; así que, un
amanecer, cogí la burra de cabestro dispuesto a se-
guir el rastro de estos gandules encamados en el pim-
pollar de Teodora. Me suponía que como mínimo
irían a parar al pinar de Mahoma o al encinar de La
Peramora, pero dejaban atrás Vegalucera, cruzaban la
rivera Doña María y tomaban solana arriba hasta la
cumbre de El Vínculo. Allí los dejé a su aire, ¡se des-
colgaban ciegos al castañar de la umbría!
-Diego, ¡mucha huebra para una embozada de
bellotas y de castañas! ¡Hablas de quince kilómetros
o más!
José Luis Lobo Moriche
18
-Pues ya sabes qué hacen estos trotones cuando se
les antoja, ¡al castañar de El Vínculo sin pararse en
las encinas pegadas a sus camas!
Conocí a Diego el Montesino de las manos de su
hijo Quiterio y de su consuegro ‘Daniel el del cer-
cado Forero’, y fue él quien despertó en mí la cu-
riosidad sobre el campeo y los encames de los jaba-
líes, jabatos para los serranos de Huelva. Era yo un
jovenzuelo de diecisiete años, cuando me contó esta
historia junto a la chimenea de un cortijillo abando-
nado en Los Baños, una noche alunada de octubre
de 1966. ¿Cómo es posible que tengan que des-
plazarse tan lejos para pelar una docena de castañas?
Con más edad y experiencia fui hilvanando algunas
observaciones: eran tiempos en que miles de palomas
dormían en los eucaliptos de El Vínculo, ocasión que
aprovechaban algunos palomeros para llenar de tor-
caces sus mochilas, tras haberle cogido las vueltas al
guarda ‘Mateo el de El Hurón’ cuando buscaba a los
furtivos palomeros montado en una jaca blanca.
Franciscón y sus compinches eran diestros en esqui-
var la vigilancia de Mateo: que el guarda coge un lo-
mero arriba o abajo, el furtivo cazador se aplasta en
medio de una barrancada mientras haya luz del día.
Palomas posadas y lluvia de munición encima de las
reses encamadas. Así atardecer tras atardecer, que los
palomeros avanzan sierra a sierra con sus canutazos,
Arochones
19
ellos se encaman más lejos. Diego me enseñó que el
encame y el campeo de las reses por las dehesas de
encinas y alcornoques son querencias muy distintas.
Aquella piara de su terruño abría los primeros erizos
del castañar más occidental de estas sierras de Huel-
va, La Pimpollosa, en el paraje que desde Aroche lle-
va -a través del camino de Castilla y de Sierra Pelada-
hasta las minas de San Telmo. Los jabalíes de Maza-
roco no estaban dispuestos a que nadie les impidiese
que siguieran comiéndose las tempranas castañas y el
instinto los llevó hasta un sitio tranquilo pero lejano
de su natural hábitat de campeo, un lugar libre de to-
da intromisión del ser humano y que ellos habían en-
contrado a quince kilómetros del castañar de El Vín-
culo.
Aprendí del Montesino que, si una encina estaba
bien tomada por los jabalíes desde hacía ya varios
días y si no había síntomas de que algún mal cazador
les hubiese echado el viento la noche anterior o de
cualquier otro espanto, era cuestión de tener culo y
continuar a la espera. Si me bajo, se me desinflarán
las emociones, porque ni en la cama ni en el bar se
mata nada. Que la noche no se convierta en caduca,
porque mientras estoy en tensión, sentado sobre la
trepa de un árbol, gozo de mi existencia y me olvido
de todo lo demás. Cazar es vivir, vivir la caza apasio-
nadamente y ganarle la partida al tiempo perdido. Así
Arochones
21
quejigos de La Torre y luego se violentan en los ba-
jos de los cerros cabriles de Maribarba. ¿Quién no ha
oído historias o vivido lances de monterías celebra-
das en El Galindo, Maribarba, Huerto Antón, Curtía,
Los Lobo, Terrazos, Los Benitos, Aliserillas, Pico de
los Ballesteros, Cabezo Verde, Corte Sunobre y
Agujos? Las aguas de estas manchas llegarán, en la
junta de Los Lobo, a la gran rivera serrana que nace
en Cortegana, que enseguida forma suaves revueltas
en los llanos de Aroche y busca hacerse frontera con
Portugal: la rivera Chanza. Antes habrá recogido por
su orilla derecha las aguas de Tejadilla, Las Camorras,
La Pava y después Las Cabezas, Valdesotella, Puerto
Nogal, Bejarano, Chocitas, Las Bañitas, El Cebro,
Monteblanco, Umbrizo, El Brueco, La Venta, Las
Tabacas y Pasada del Abad. Por la izquierda vierten
aguas El Cañuelo y La Caballona.
La rivera La Alcalaboza nace en el puerto de Las
Veredas de Almonaster, y recoge aguas de Los
Alcalabocinos, Umbría Valera, Antón Pérez, La Pe-
ñita, Estercadillas, Valdipuerca, Aulagar del Hurón,
Vínculo, Puerto Cañón, umbría de La Caldera, Pasos
de Juan Gordo y espera en el puente de La Peramora
a la rivera Doña María, que se inicia en el puerto de
La Venta, cercano a la aldea de Gil Márquez. Antes
de la unión ha recogido barrancos de La Bájena Alta,
El Recio, Limones, Timones, Juanablanca y Cama de
José Luis Lobo Moriche
22
la Loba, El Puchero, Mojonato, Las Cabras, solana
de La Caldera, Los Ciríes, Vegalucera, Potrico. Las
dos riveras unidas tomarán el nombre de la mayor:
La Alcalaboza , que enseguida recibirá aguas de Las
Cañadas, Los Rasos, Manuela, Peramora, Bibián,
Los Puntales, Las Peñas, La Naranja y se adentrará
en tierras de Rosal, donde le llegarán por detrás de
Las Peñas correnteras de Mahoma, Las Cortecillas,
Barranquito Llano, Cumbre del Mármol, La Carras-
cosa, Mazaroco, Los Baños, Teodora, y algunos ba-
rrancos que se inician en la cumbre del poblado fo-
restal de El Mustio: unos, como Palomarejo, Carba-
llar, Carballarejo y Conejo se inclinarán hacia la co-
marca de Andévalo; y otros, como Los Melones,
Aserrador y Peñasierpes buscarán el baldío de Rosal.
El río Múrtiga en sus inicios, por tierras de Gala-
roza y de Las Chinas, es manso y amigo de hortela-
nos; después se hace más bravío con barrancos que
lamen las orillas de muchas manchas de La Nava, de
las tres Cumbres y de Encinasola: Arrumiaos, Poci-
tos, Guacho, El Moro, Los Campillos, La Moña, Las
Torrecillas, Picureña, Castillo de Torre, Maijuanes, El
Cañito, Los Valles, El Casco, Gonzalo Gil, El Se-
rrechón, El Boquerón, La Breña, El Bravo, Las Ale-
grías, El Basto, Sierra del Hoyo, Las Contiendas, y
hermanado con Ardila se hace río portugués junto al
castillo de Noudar.
Arochones
23
En tierras del Odiel, andevaleñas y serranas, están
El Saltillo, La Junta de Mazo, Pagos, Las Bañas, El
Mojón, El Cerquijo, La Lima, El Moro, El Potroso,
Valdelaniña.
Todos estos parajes tuvieron su cazador román-
tico, conocí a algunos de estos singulares hombres y
con ellos compartí sufrimientos, sacrificios y peli-
gros; pero también, gracias a ellos, me discipliné co-
mo cazador. Campearon semejantes al macareno de
chairas desafiantes y de molaeras alunadas, que se
amaga entre la charamusca del monte y espera acu-
lado al perro puntero. Por tierras del barranco Aro-
chete se azorró El Máquina; por los valles de la Al-
calaboza cazucheó mi amigo ‘Daniel el del cercado
Forero’; del Montesino y de su hijo Quiterio fue
territorio vedado La Peramora; en las sierras de Gil
Márquez y La Bájena fue fantasma de la noche Eu-
logio; El Marra en La Corte de los Llanos, Félix
Pasión en Valdelamusa, y desde el pico de La Go-
londrina hasta el baldío de Rosal siempre oí historias
casi místicas de Santos Boza. Conservo restos de sus
historias románticas y el precioso cuchillo lenguado de
monte, con empuñadura de hueso, hecho por él.
Cada territorio siempre tuvo un cazador extraordi-
nario, un cazador que acepta o no la presencia a su
lado de un escudero, pero que no lo precisa porque
se vale por sí mismo.
José Luis Lobo Moriche
24
A través de esos seis tentáculos de riveras y barran-
cos que me llevaban hasta las sierras más recónditas
cambiaba constantemente mi ser, la personalidad,
aunque nunca diré que busqué la diversión. ‘¿Adón-
de anduvo anoche Pepe Luis, que llegó a casa tan
tarde?’, preguntaba la alcahueta vecina a mi mujer.
‘En el campo’, contestaba ella con colores subidos.
¡No!, ¡yo no estaba en el campo ni con nadie! ¡Yo era
campo!, ¡en él me adentraba para ser elemento del
paisaje! El campo, para un cazador como Pepe Luis,
no tiene amo ni llave que lo cierre. Iba adonde nadie
iba, a tierras prohibidas porque me atraía lo prohi-
bido. Encaramado en alto árbol y desafiando la ley
de la gravedad me recostaba en el vacío de una ba-
rrancada para hablar conmigo del tema más trans-
cendental: la caza. ‘Gente de cacería, gente perdía’,
decía el gilí de turno; a ellos, que nunca perdieron
tiempo de su raquítica vida en la caza, dedico estas
aventuras y desventuras cinegéticas. A ellos que con-
sideran que no lo malgastan cuando hablan de polí-
tica, hacen cola en una oficina, rellenan un impreso
oficial o que nunca descuentan los segundos desa-
provechados en no existir. En parte llevan razón, yo
no fui un cazador al uso, dediqué la vida a cazar apa-
sionadamente, porque no fui hombre centrado, que
lo fui de los extremos, ¡eso que el gilí llama un vi-
cioso de la caza! Sería un hecho imposible que yo no
hubiese sido un cazador por mí mismo, siempre re-
9
Impresiones a modo de prólogo
De tu amigo Juan
Creo que no soy la persona más indicada para ha-
cer algún comentario a un libro de mi amigo Pepe
Luis Lobo; sin embargo, cuando él me lo ha pedido,
algo podré aportar. No me importa decir que él me
enseñó mucho y, refiriéndome a la caza mayor, con
él aprendí una parte muy importante de las cosas
que sé, fueron muchas mis correrías a su lado. Con él
aprendí a distinguir la pisada de un ciervo de la de
una cabra, la de un jabato de la de un cochino man-
so, a andar de noche, a reconocer las trochas, las co-
ladas…. En fin, parte de todo lo que cualquier caza-
dor sabe sobre la caza -como hace referencia en su
libro- fue aprendido también de otros grandes caza-
dores y rececheros.
Este libro de Pepe Luis gustará mucho a cazado-
res y no cazadores, por su forma de expresar con
tanta claridad y sencillez todas sus vivencias, por sus
conversaciones con esas personas tan sencillas con
las que convivió y que yo atestiguo que es así por
haber conocido y convivido también con algunas de
ellas. Son interesantes, incluso para sus íntimos ami-
gos, conocer otras vivencias no contadas hasta ahora,
José Luis Lobo Moriche
26
pólvora quemada, ayudarle a enfundarla, a trans-
portársela hasta el coche que lo llevaba a La Con-
tienda. Crecí al lado de un padre que había educado
su carácter ejerciendo la actividad gozosa de la caza,
nos hicimos más amigos y me olvidaba de los juegos
infantiles, embobado con su palabra mientras habla-
ba de gentes humildes como Gollito, Pedrero, Juani-
quí, Romana… Pastores amigos de don Dantón, a
quien le ayudaban a hacer un aguardo de monte o
corrían hacia él para anunciarle dónde tenía la que-
rencia una collera de perdices. No sé si vendrá a cola-
ción contar una anécdota de esta relación suya con
gentes sencillas: en una de mis escapadas a Bejarano
en pos de una piara de jabalinas, varios perros siguie-
ron el rastro de una res zorreada y se adentraron en
Portugal. Muchos soplidos a la caracola de cabezo en
cabezo, pero ningún campanilleo oí. Hice las gestio-
nes oportunas, y me llegaron noticias de que un ve-
cino de Santo Aleixo había cogido uno de mis pe-
rros. Me desplacé al pueblo portugués, y efectiva-
mente en el corral de una casa estaba atada la perra
que yo buscaba. Faltaba un cachorro de orejas blan-
das, que no las envelaba sino en los momentos en que
oía la ladra de agarre. El tono de su piel tiraba a cho-
colate, de ahí su nombre. Que si por La Contienda
portuguesa habían visto un perro sin amo de los que
llaman balduendo, que sí era marrón oscuro… En
aquellas tierras portuguesas estuve un día, caracola va
Arochones
27
y caracola viene de cabezo en cabezo otra vez, ¡nada,
ni rastro de mi Chocolate, que lo perdí para siempre!
Pero, a lo que íbamos, a la relación de mi padre con
gente humilde. Por delante de un cortijo de La Con-
tienda portuguesa pastoreaba un rebaño de cabras y
ovejas, detuve mi Suzuki y busqué al pastor. De
aquel cortijo, casi derrumbado como un majano, sa-
lió un hombre octogenario, curtido en mil batallas de
sierras, de lobos y de subsistencia.
-¿De qué pueblo de España eres? -me preguntó con
una perfecta habla de labriego serrano.
-Soy de Cortegana. No sé si usted sabrá dónde está
ese pueblo.
-¿Cortegana? ¡Allí vivía don Dantón!
-¡Don Dantón era mi padre! -le contesté emociona-
do.
Se enjugó las lágrimas y me besó. Seguro que aquel
atardecer el pastor portugués sacó la petaca, echó
tabaco y recordó con nostalgia los atardeceres de
febrero cuando se encontraba con mi padre -perdi-
gón a la espalda- en los collados salpicados con sa-
laíllos de brezos rojos, allá en tierras fronterizas de
Las Alpiedras.
José Luis Lobo Moriche
28
Era yo demasiado niño todavía para acompañarlo
en correrías cinegéticas y me conformaba con tocar -
aún no sabía leer- las notas que escribía con su Un-
derwood referentes a los pertrechos necesarios para
los días de caza; y a él me pegaba, cuando contaba
sus aventuras a mi tío José Lobo. Creo que aprendí a
leer más rápido que otros colegiales, llevado por las
ganas de atrapar el misterio de sus notas: ‘Con este
cartucho y dos más maté un jabato de más de siete
arrobas en la era de tío Severo, en La Nava’, ‘Bajo el
naranjo del corral está enterrado mi mejor pájaro:
Gollito’. Tocaba sus cosas de caza como si fuesen
mías: un mechero de yesca labrado a navaja por un
pastor -hijo del Montesino- en madera de brezo
blanco, su escopeta del calibre 16 marca Perdiz, la
navaja, la petaca, las polainas, la canana y sobre todo
acariciaba los cartuchos de cartón recargados por él.
Luego, llegaron los días de montería.
----------------------
Durante los años cincuenta, en la Sierra Occiden-
tal de Huelva, sólo existía la ‘Peña montera de Cor-
tegana’. Estaba formada por unos veinticinco so-
cios, capitaneados por Martín Delicado, un hombre
muy conocedor de los parajes de la Sierra y que alter-
naba sus quehaceres como propietario de una me-
diana hacienda con tareas de postor, de marcador de
las armadas y responsable de las decisiones de la
Arochones
29
suelta de perros y demás estrategias para la caza de la
res fantasma que los aldeanos de El Hurón creían
que deambulaba por la Umbría de Valera o por El
Vínculo. Al despacho de mi padre llegaba un huro-
nero, como cazador agonía, a anunciarle la noticia:
-¡Don Dantón, que Mateo ha cogido el rastro de un
buen cochino! ¡Que las bañas de Valdipuerca están
muy tomadas! ¡Que el castañar de Espejito huele a
berrenchina! ¡Que en el castillete que está junto a la
choza de la Caporra se le arrancó por delante de su
jaca un jabato!
Ahí tienes a una veintena de hombres en busca de
esos animales fantasmas que nunca aparecían. Mon-
terías de siete u ocho horas, batiendo con una doce-
na de perros sierras que hoy día dan para cuatro o
cinco jornadas de caza. Todo se hacía pausadamente:
la ida a pie -Martín montaba su Espléndida y mi pa-
dre un mulo-, los perros iban acollarados y los mon-
teros más afortunados en el camión del amo de El
Vínculo. Empecé a acompañarle en estas monterías
que se organizaban en horas y que se celebraban
durante todo un día en las sierras aledañas a la aldea
de El Hurón. Casi todos los ahuchadores, corredores o
jaleadores eran de esta aldea: Antonio Terreros, Ma-
teo y sus hijos Domingo y Fermín, Reyes, Julián
Vázquez, el alcalde de Los Alcalabocinos, su her-
mano Tórtolo, Pintaína, Andana y los aficionados de
José Luis Lobo Moriche
30
Las Veredas: Evaristo, Ernesto, Celestino..., otros de
Cortegana: Daniel, Carmelo Boza, Maufa… Eran los
lazos familiares, de vecindad y de amistad los que
trababan a estos hombres infatigables que, hurga de
martillo en mano y cartuchos rellenos de pólvora ne-
gra, batían con ahínco todas las barrancadas de las
sierras. Una sola voz los animaba: la palabra sabia y
práctica de Mateo, el capitán de los corredores. Hu-
mareda de pólvora negra y el perro puntero que tras-
tea la primera barrancada, la segunda y no sé cuántas
más hasta que cada jaleador llega extenuado a las
puertas de la última armada, que tienen el viento de
pico o que caprichosamente se ha puesto rabón. A so-
pié de la armada aguarda el capitán de los monteros:
-¡Rematad bien los acules!
Si el perro puntero latía, más de veinte corazones
se inquietaban esperando oír:
-¡Ahí lo llevas, derecho al colmenar del barranco!
¡Qué desilusión!, nada más que los asustadizos mir-
los se levantaban de los barrancos y sólo algún zorro
iba chanteado por delante de los perros.
Era muy difícil coger encamados una cochina vieja
y sus bermejos, pues tenían que patear muchas sie-
rras para partir una bellota recién caída y fresca; casi
siempre se conformaban con el cascajo y los secos
Arochones
31
cascabullos ocultos debajo de la charabasca. Ni me
desalenté ni me aburrí de tanta escasez de piezas ma-
yores. Al contrario, antes de que mi padre golpeara
en la puerta de mi habitación, ya estaba yo en pie con
mi mochililla preparada. Llegó el día en que Martín y
sus afanosos monteros mataron una res en Antón
Pérez. Arranqué algunas cerdas, las coloqué liadas en
mi gorra y manché por primera vez mis manos con la
sangre de una jabalina, alguien puso también sus ma-
nos ensangrentadas sobre mi cara. Olí la caza mayor
muerta y comí parte de las asaduras y de los riñones
fritos.
Me entusiasmé con una escopeta del calibre 12 y
un cañón reductor de doce milímetros acoplado a
ella y sentí las alegrías del niño más feliz del mundo
con un arma encarada tras las totovías de los rastro-
jales, las avefrías de los llanos helados o tras un escu-
rridizo martín pescador en los barrancos de El Vín-
culo. Por primera vez metí en el reductor un car-
tuchillo que contenía dos balines, y me senté sobre
una piedra detrás de mi progenitor. No sabía yo aún
qué emociones siente el cazador apostado en la vega
de Doña María, frente a la barrera asolanada de La
Cama de la Loba, cuando oye a los corredores que
tocan trompetas y caracolas en las cumbres, alertan-
do a las puertas de que los perros han levantado una
piara de jabalinas o que un cochino se ha atrancado
10
aunque sus continuas andadas en las noches durante
las cuatro estaciones del año a todos nos suenan.
A la hora de hablar del autor, debido a nuestra
amistad y confianza, quizás no sea yo el más apro-
piado para echarle flores, aunque no tengo más re-
medio.
Sólo pedirte que ya que has cogido la racha de
practicar la otra afición de tu vida, la literatura, que
no la abandones. Tienes tiempo de seguir apren-
diendo y deleitarnos de vez en cuando con otro libro
sorpresa. La ayuda de tu familia y de tus amigos, co-
mo siempre, no te va a faltar.
Juan Díaz Banda
Arochones
33
una segunda oportunidad. Con la ligereza de un niño
eso debí intuir, ni siquiera miré cómo él apuntaba en-
tre los cepellones de la corriente, me encaré mi es-
copeta y apunté a un bulto que había dejado atrás la
rivera. Sonaron varios estruendos bajo los alisos y la
res les dio el culo a dos cazadores. Seguí callado por-
que sabía las consecuencias de mi precipitación y me
sentía culpable de que nos fuéramos tarugos. Llegaron
perros y perreros que nos anunciaron que en la ar-
mada de cierre habían matado mi res. Digo mía, por-
que me pertenecía desde que asomó entre los alisos.
Después, para sorpresa de todos los monteros, el
cochino alojaba dos balines, que apenas se habían in-
crustado varios dedos en el corato seboso. La ley oral
que corría por las sierras onubenses otorgaba la cabe-
za de la res muerta al cazador que primero le hubiese
hecho sangre. Esta vez fui yo, con mi reductor de 12
milímetros, un montero de apenas diez años, quien
había cumplido con el precepto de la tradición.
Aquel reductor me resultó pronto insignificante, y
ascendí en la escala de calibres con un escopetón del
20 de un solo cañón. ¡Qué importante me sentía en
Los Alcalabocinos, detrás de aquellos monteros, su-
biendo el camino empinado de Espejito! Una hilera
de perros acollarados con traíllas de dos mosqueto-
nes, una jaca espléndida y un rosario de hombres
ilusionados: Jara, Chicuelo, Hilacrio, Navarro, Ricar-
José Luis Lobo Moriche
34
do, Sota, Juanage, los Vaca, los Bahones, Luis Cor-
tes, Calamita, Cordobés, Librero… Rara vez se oía la
trompeta del alcalde del Hurón achuchándole sus
cachorros a una res levantada. Si amagaba entre los
brezos de un venaje, allí estaba él para romper su gar-
ganta con ánimos de buen perrero. Nunca le vi matar
una pieza de caza ni tampoco gestos de desespera-
ción.
----------------------
Mientras escribo estas notas de historia cinegética,
tengo ante mí la cabeza disecada de uno de aquellos
fantasmas que campearon de sierra en sierra buscan-
do una hembra celosa para que la especie no se per-
diera: tres arrobas, pero sorprende la longitud de sus
afiladísimas navajas. Es más, yo diría que este autén-
tico arochón fue todo navajas. Lo observo bien y me
imagino que nada tuviera proporcionado, demasiado
macizo y robusto para tan pocas arrobas, parece que
nació sin cuello y que todos sus miembros fueron ru-
dimentarios. No sé en dónde los zoólogos incluirían
sus características morfológicas, quizás como ‘Sus
scrofa baeticus’, un auténtico arochón. Mi abuelo
Miguel Lobo lo mató en Las Peñas de Aroche, allá
por 1888, el año de los tiros, y luego lo disecó per-
sonalmente, una época en la que el hombre con su
razón no desequilibró el arte de la caza mayor, sim-
plemente porque escaseaba.
Arochones
35
A los trece años rematé una jabalina por primera
vez, una cochina como los serranos acostumbramos
decir. Ahora comprendo por qué mi padre me ani-
mó, quería tantear mi decisión ante el peligro. La
ocasión no podía ser más propicia: a unos doscientos
metros de nuestra puerta, varios perros habían trin-
cado a dientes una res, que gruñía insistentemente.
-¿Te atreves a rematarla?
-¡Ahora mismo!
-¡Ten cuidado con los perros! ¡Postas no!
Demás sabía que era una marranchona que estaba
dando las últimas boqueadas de vida ante aquellos
perros de tanta ley. La advertencia necesaria al nova-
to rematador: ‘¡Los perros, cuidado!’. Sintiéndome un
montero, cumplí con el precepto del deber de
rematar una res y encebar a los perros cachorros en
la sangre. De pronto me quedé embarbascado entre
un matorral espesísimo de viejas jaras retorcidas que,
a cada paso que yo iniciaba, me tiraban hacia atrás.
Aquí me caigo, aquí me levanto, allí quedo colgado,
cada vez estaba más cerca de la pieza herida. Hoy sé
que un niño también sufre taquicardia, aunque yo
sólo notaba que mi boca y mi lengua estaban como
cristalizadas, cuando con un lenguaje casi humano
los perros insistían en que ellos habían trincado el
José Luis Lobo Moriche
36
animal codiciado. Me tentó para que yo emprendiera
el largo camino de una técnica de difícil aprendizaje.
Si hubiera sido un cochino atrancado, mi padre ha-
bría encontrado a su hijo hecho papilla; le entré a la
res herida al contrario de lo que mandan los cánones
de la Cinegética, como entran los monteros inútiles
que desconocen el peligro que conlleva rematar un
jabalí ofreciéndole la posibilidad de que corra cuesta
abajo. Apenas gruñía ya; eran los últimos segundos
que le quedaban de vida a la marranchona. Un perro
de capa blanquecina con orejas bailonas y blandas la
tenía presa entre sus dientes y otro canelo bocinegro
se apartó de la res al verme. Tuve la paciencia de un
cazador mayor y esperé a que la soltara. A aquella
marranchona casi ya muerta le endilgué un tiro de re-
mate. Estiró las patas y emitió un ronquido de muer-
te. Entonces me sentí más espigado e importante
ante aquel cadáver que ya sólo era algo inerte; imité
al alcalde del Hurón: ‘¡Perros ahí, valientes!’, y la
arrastré barrera abajo hasta la rivera.
¡Tenía que matar y maté! No sé cuánto mi padre se
enorgulleció de que su hijo hubiese superado las
pruebas de arrojo y decisión. Ascendí otro escalón en
mi carrera de montero y me sorprendió con que mi
próxima arma de caza sería el Tigre del 44.
----------------------
11
A nuestra vieja amistad
Si quieres conocer a una persona, debes escuchar
cuando habla o escribe de su infancia, de su niñez o
de su juventud. Seguro que te dirá cosas que, aunque
con algunas mentirijillas piadosas, saldrán de lo más
profundo de sus entrañas y se convertirán en mara-
villosos relatos de los que se sentirá orgulloso. Esto
es lo que -con toda seguridad- le ha ocurrido al autor
de este nuevo libro sobre el arte de la cinegética que
él ha titulado AROCHONES.
Hace mucho, nuestro amigo Pepe Luis, en una de
las expediciones al campo, (¡Maldita vejez que no nos
deja juntarnos!) nos dijo a la luz de los troncos de
encina ardiendo en la chimenea:
‘Cuando mis piernas o mi mente no tengan fuerzas para salir
al campo, cogeré mi escopeta y la romperé en mil cachos sobre el
risco más grande que haya en Valconejo’.
Esta frase fue motivo de una larga velada en la que
cada uno expuso su propio criterio. Cuando nos reti-
ramos a dormir, todos pensábamos lo mismo: las pa-
siones de Pepe Luis son la familia, los amigos, la edu-
cación…, y la caza. Por tanto, lo que había comen-
tado no tenía mucho sentido, y el paso del tiempo
nos dio la razón.
José Luis Lobo Moriche
38
-¡Llévate a Pepe Luis y ponlo en la huida de la Majá! -
le dijo Martín Delicado al postor.
Por primera vez me vi solo en medio de una sierra
con la responsabilidad de cubrir una puerta. Soltaron
los perros a las diez de la mañana; eran ya las tres de
la tarde y aún estaba yo en tensión, esperando que
cualquiera de las matas de jaras cervunas que tenía
frente a mí se transfigurara de repente en una pieza
de caza mayor. A este ejercicio mental juega a menu-
do el cazador, esperando que la mente atraiga lo que
elementos menos espirituales no consiguen. Otros
gastan estos momentos de larga espera observando el
vuelo -en varios planos- de una mariposa, el picoteo
de un petirrojo o astillan un palo.
Mientras monteo nunca gasto los segundos en ob-
servaciones paisajísticas, y aquí me tienes -hecho una
madroñera- pendiente de las voces de los corredores
y del trasteo de los perros en la barrera de solana, en
ese estado de desánimo al saber que todas mis emo-
ciones están ya goteando. Aún falta el remate final de
la mancha, los acules. Uno de esos sabios perros, que
conocen todas las triquiñuelas de las que los animales
huidizos se valen para buscarse amparo entre el rodeo
de matorral más espeso, aligera los pasos, y con de-
cisión busca uno de estos pegujones de brezos blancos
que muestran los indicios de que en el viciar nace un
venaje de agua. Un campanilleo acompaña al perro ta-
Arochones
39
pado por la espesura, y el tintineo cada vez más ner-
vioso me anuncia que él levantará la res achantada
entre las charamuscas. En medio de la barrera asolana-
da aflora como una especie de corazón vegetal for-
mado por dos pequeños venajes de brezos blancos y
lilas entreverados, el sitio apropiado para que cual-
quier animal zorreado se haya aplastado allí. Ha sido
un ladrido seco y grave, el habla del perro de buenos
vientos que sabe que un jabalí está ahí.
-¡Anda valiente! -y un corredor que está sentado so-
bre un risco próximo al castillete del cerro levanta su
hurga y dispara un cartucho de fogueo con intención
de animar a dos perros para que se adentren en la es-
pesura del corazón vegetal.
Los ladridos se hacen menos graves y más segui-
dos; los perros forman una especie de danza circular
campanilleada tras la res, mientras el corredor sube
hasta el mismo pico del castillete y foguea mancha
abajo. Un vareteo de monte abierto anuncia a los
monteros del barranco que un bicho se ha levantado
y que ha iniciado la carrera. Enseguida los ladridos se
aceleran tanto que se unen en hipa, y mi corazón se
me sale por la boca. Por dos jaras entreclaras se cuela
un sombreado vivo. Levanto el rifle a la altura de mi
cara sin saber a qué debo apuntar, pues sólo son mis
oídos los únicos testigos del atrabanque de los tres
perros con la res. Echo el aliento y retrocede obli-
José Luis Lobo Moriche
40
gado por el aire sureño que sopla de frente. Domino
toda la barrera y tengo la certeza de que mi rifle al-
canzará cualquier punto de la misma con tres o cua-
tro disparos. El hilo de monte se abre y se cierra en-
seguida. Contengo las prisas. La quietud del barran-
quillo de la solana es soliviantada por el eco ahonda-
do de sucesivos ladridos agudos y silbantes.
-¡Las puertas del barranco!, ¡ahí lo lleváis que va a sal-
tar a la umbría! ¡Que es un cochino!
Ahora sí que gozaré de la oportunidad de cogerlo
con el punto de mira y descargar en el jabalí le-
vantado toda la tensión acumulada. En efecto, aun-
que no viene zorreado ni mosqueando, entra de bue-
nas maneras por una trocha que está muy pateada. Se
presenta de hocico y espero que enseñe los codillos.
Acompaño la mano para cogerlo bien entre la ranura
del punto; y, cuando creo que he detenido el instante
propicio, disparo. Noto algo extraño en el animal,
que sigue la carrera como si no hubiese sido con él.
Cuando se me tapa entre el espeso matorral, disparo
dos veces más al husillo que va dejando tras de sí, sin
saber aún que los tiros se están quedando traseros.
¿Qué habrá pasado?, ¿ni un pelo cortado? Me es-
peranzo en los tres perros que vienen latiendo, pasan
la trocha entacados y se adentran en la umbría que da a
mis espaldas. Bajo el rifle y me quedo con cara de
tontorrón. Me avergüenzo, la escena ha sido con-
Arochones
41
templada por uno de los corredores y no tendré ante
él una justificación posible de la mancornada. Simulo
los pasos del animal en la trocha, y mi cuerpo entra
en caja cuando veo el tronco y las ramillas de unos
jaguarzos salpicados de sangre. Silbo insistentemente
al perrero, mientras agito al aire mi gorra para que
baje al barranco.
-¿Dónde lo has tirado? -me pregunta Daniel, que
llega a mí acompañado de un par de cachorros que
no se mueven de sus pies.
-¡Ahí donde usted está, lo he tirado atravesado! ¡Va
dando sangre!
-¡Ven para acá! Aquí va, la trocha adelante. ¡Huy!, ¡un
tiro en las agujas! ¡Y no es tan chico!
-Daniel, ¿darán los perros con él?
-¡No sé, lleva camino de los encames de la Majá de
La Caldera! ¡Lo malo es que las tardes son muy cor-
tas y como se haya metido en ese matracal tan vie-
jo…! ¡Coge el camino abajo y espera al postor en la
junta del barranco, que yo voy a seguir el rastro hasta
la cumbre de la umbría! ¡A ver si oigo las campa-
nillas!
¡Qué pronto se fue la luz de la tarde y con cuánto
desasosiego esperé a Daniel!
12
El papel de plata, que colocaba en el punto de mira
para sortear la oscuridad de la noche, le ha servido
para describir -con una gran maestría- las claras
noches de luna llena en nuestras sierras.
Los cañones le han servido de inspiración para
recordar todos los viejos barrancos y trochas que lle-
gó a conocer mejor que los propios arochones.
Los gatillos han sido los latidos de su corazón en el
momento más importante del relato.
La culata era la mullida almohada para soñar en las
largas esperas con lances de recechos que sólo un
buen cazador puede imaginar.
Las balas eran los recursos literarios que llegan a lo
más profundo del corazón.
La funda era el descanso, la tranquilidad y el sosiego
de una larga y dura noche.
Arochones
43
de la efectividad de la liga de plomo y cera. Llegó el
domingo, la oportunidad de comprobar la eficacia
de las balas de Félix Pasión: a primeras horas de la
mañana la cuerda formada por veinte monteros, diez
corredores, veinte perros y Martín Delicado con su
Espléndida salió desde El Calvario y tomó el callejón
de Valderrana. Los ladridos de los perros de los cer-
cados que dan al camino nos acompañaron hasta que
dejamos atrás el pilar del callejón y tomamos el carril
que desde el puerto de Las Veredas lleva a las cum-
bres de las sierras de Los Alcalabocinos. La luz del
amanecer clareaba ya por el castillo de Cortegana,
cuando Martín Delicado mandó que en la hondo-
nada que hace el camino antes de alcanzar la cumbre
nos parásemos, para no avistar la mancha de El Sal-
tillo, un bosque de viejos pinos apretadísimos. La
mancha linda con la cumbre de Los Alcalabocinos,
busca el sur por Gil Márquez y se cierra por el puen-
te de Tres Fuentes y la línea férrea. En medio está la
casa forestal de La Madroña y el sendero que lleva a
Gil Márquez. (Bien memorizada tengo esta mancha
del término municipal de Almonaster, pero no ade-
lantaré las causas). Martín le dio las órdenes oportu-
nas a Julián como nuevo capitán de los corredores y
le entregó una bolsa con cartuchos de fogueo:
-Julián, ¡haced las cosas bien! ¡Soltad los perros a las
diez y media y coged la mancha a mano, que nadie se
José Luis Lobo Moriche
44
adelante, y dadles tiempo a los perros en los encames
del barranco! ¡Que no os dejéis volver las reses!
-¡Descuida, Martín, que se coge bien! ¡Voy a mandar a
Antonio Terreros para que vaya puntero por los
manchones cercanos a la vía, y que entre él y los dos
niños de Mateo suelten tus perros, verás cómo el
Tigre, Nerón y el Turco se van enseguida a los enca-
mes!
-¡Léele la cartilla al tunante de Pintaína, que se deje
de zorrearse de lomero en lomero y que se meta en la
mancha! ¡Mira, Julián, voy a cerrar por la cumbre de
Gil Márquez, allí pondré dos puertas y yo estaré en la
junta de los dos regajos! ¡Me llevaré al niño de don
Dantón y lo pondré cerca de mí!
Hechas las advertencias al capitán de los perreros,
Martín repartió los monteros entre los tres postores.
Yo seguía tras los pasos de la jaca, ajeno a las mara-
villosas vistas que desde la cumbre se abren a tierras
andevaleñas. Recuerdo que en un punto de la cum-
bre, próximo al pilar de El Saltillo, Martín giró brus-
camente, dibujando la muleta de cierre. En el inicio de
aquella singular curva señaló mi puesto:
-¡Aquí vas a quedarte, es un sitio muy bueno! ¡Ten
cuidado, que pueden entrar regajo arriba! ¡Mira cómo
Arochones
45
tienen de tomada la cañada! ¡Aquí achantado hasta
que yo te recoja!
Martín y la Espléndida desaparecen de la cañada y
yo desenfundo mi Hércules del 12. La hoya está muy
sombría, los altos pinos impiden que entre en ella la
luminosidad de un día casi despejado de nubes. Car-
go la escopeta con dos cartuchos de plomo y cera y
la dejo apoyada sobre el troncón de un pino. Busco
dos piedras grandes, las calzo para que no se muevan
y tercio entre ellas una laja de pizarra negra que sirva
de asiento. Un ritual que apenas celebro, porque des-
de mis inicios como montero prefiero permanecer de
pie, para que ninguna pieza de caza me coja la vez.
Saco de la fiambrera dos chuletas empanadas y en un
minuto las engullo, una naranja, un buche de agua, ¡y
de pie! Aún no son las diez de la mañana y ya he al-
morzado.
Justo a las diez y media, muy lejano y bajero, oigo
dos tiros que se me antojan de fogueo, tan huecos y
diáfanos que ningún animalillo se inquieta en los
montes que tengo a mis espaldas, no se mueven las
copas de los pinos y todo -incluido yo- se mantiene
en penumbra. Parece como si la cañada estuviese au-
sente de la vida; ningún bicho -ni grande, mediano o
insignificante- se adentra en ella. Sólo los picotazos
que un alcaudón real le da al pajarillo que tiene pin-
chado en un galapero y el silbido del tren, al entrar
José Luis Lobo Moriche
46
en el túnel, quiebran tanta quietud. Entretengo mi
mente en animar la cañada: miro hacia el frezadero
donde unos marranchones han cagado las bolas de
sus frezas y los imagino roncando y abriendo -en lar-
gas hozaduras- la capa húmica del pinar, buscando
los grillos y gusanos o astillando las piñas como fieles
colaboradores en hacer el pinar más espeso. En una
de estas monterías, que deberíamos llamar mudas
por el silencio que las envuelve, los segundos se alar-
gan demasiado y me esfuerzo por mantener la ten-
sión necesaria que se requiere en cualquier acto de
caza. A las doce del mediodía suenan otros dos tiros,
a los que sitúo en tino del puente de Tres Fuentes.
Aún permanezco levantado junto al sillar de piedras,
a pesar de la sensación tediosa producida por la falta
de vida en la cañada. Han sonado demasiado segui-
dos como para que fueran fogueo de los corredores y
el tono parece más expansivo y retumbante. Borro
los imaginarios marranchones que hozaban sobre el
tapiz de la cañada y miro con más tesón hacia las ve-
ras del barranquillo que se inicia a mis pies.
Viene de callada -de soniche dicen algunos aficio-
nados cordobeses-, se ha presentado tan de im-
proviso que no hay tiempo de palpitaciones ni de que
me entre la fiebre de cañón. Con paso trotón y sin for-
mar estrebejí asoma, adelantando el hocico por el final
de la cañada, una cochina de tamaño mediano. No
13
Su escopeta ha sido el hijo al que le ha contado
ciento de veces historias que jamás habrían salido de
su boca, pero que afortunadamente ha sido el hilo
conductor que ha hecho que apareciera una nueva
pasión, la cual ha permitido plasmar sobre unas hojas
de papel blanco sus propias vivencias de caza, que
para todo el buen aficionado y lector serán un ver-
dadero deleite.
Antonio Carlos Ruiz
Septiembre 2012
José Luis Lobo Moriche
48
da ni tampoco que la cochina haya dejado señales de
que va herida, porque ni siquiera llevo sus mismos
pasos. Como un novato, no busco referencia alguna
de donde se han movido las jaras, voy fuera de tiesto.
Quiere el azar o quien sea que me dé de jeta con la
res tiesa y metida la cabeza entre un troncón de jara
con forma de manilla.
Aún hoy, cuarenta y ocho años después, soy inca-
paz de expresar mis ánimos de felicidad. Tiré de las
patas y la saqué de la manilla para asegurarme de que
no era un macho y que no tendría que usar la navaja
para caparlo. No me importaba que fuese hembra, y
hasta pasé mis manos por sus tetillas, ¡ahora era mía!
Miré mi reloj: las doce y media. La cacería ya estaba
hecha; besé la escopeta y regresé a la cañada. Sobre
media hora después, dos perros traían los mismos
pasos de la jabalina. Oí las campanillas antes de que
asomaran al barranquillo, venían sin latir y apenas le-
vantaron sus hocicos cuando atravesaban la cañada.
Uno de ellos era el famoso Tigre, un perro de capa
negra, mediano talle y pelo sedeño; detrás un perro
moracho cuatrojos iba a remolque del perro viejo y
experto. La cochina estaba ya tan fría que ni siquiera
ladraron; barrunté que uno de ellos la mordía sin mu-
cho ahínco, y luego se ocultaron en el tumbaviso del
cerro.
Arochones
49
Nadie había sido espectador de mi proeza, necesi-
taba a alguien en quien descargar tantas emociones;
estaba más pendiente del sitio por donde Martín se
había ido que de la montería. No sé cuántas veces
miré mi reloj ni cuántas recreé en mi mente la apa-
rición de la cochina en la cañada, que tenía yo per-
fectamente retratada, incluido el tufo a montuno y la
aspereza de las cerdas. Me pareció que había transcu-
rrido una eternidad, cuando asomó Martín con su ja-
ca de cabestro. No le hice ninguna señal de aspa-
viento, descargué la escopeta y me colgué la mochila.
-¿Qué ha pasado? ¿Y esos dos tiros?
-¡Martín, que la he matado!
-¡Ole tus cojones! ¿ Dónde está?
-¡Ahí la tengo panza arriba! -y le señalé el cerro don-
de había espichado.
-¡Dame la mano! ¡Qué tío estás hecho!
¡Cuántas emociones sentí, cuando iba delante del
capitán de los monteros dispuesto a mostrarle mi
trofeo! Lo que ocurrió parecía cosa de brujos y no sé
si fueron mis nervios los causantes de que no la en-
contrara.
-¡Por aquí está, Martín! -y ‘el por aquí’ no aparecía
por parte alguna. ¡Si está aquí, si tiene que estar aquí!
José Luis Lobo Moriche
50
-Chiquillo, ¿pero por qué no le has pegado otro tiro?
-Pero, ¡si está muerta! ¡Que sí, Martín, que está muer-
ta!
-¿Cómo te la has dejado levantar? ¡Otro tiro, ‘joío’!
-Pero, ¡si está muerta! ¡Tiene que estar aquí! ¡Si el
Tigre y otro perro la han estado mordiendo!
Reencontrarla me hizo aún más feliz, y esta vez sí
liberé gritos de desahogo y alivio:
-¡Aquí está, aquí está! ¡Mírala, Martín! -y nos fundi-
mos en un abrazo.
Que aquel día sólo se matara una jabalina provocó
que me sintiera más gozoso e importante cada vez
que alguien venía a estrechar mi mano; y era tan mía
que, durante el camino de regreso a casa, apenas me
separaba de ella. Una vez retazada, se hicieron treinta
partes de carne -casi todo era pistraje- y al matador le
correspondió el honor de recoger la cabeza como
trofeo.
----------------------
Empezaron a ser más frecuentes las cobras de jaba-
líes, y las consiguientes disputas entre los monteros
obligaban a que ‘los prácticos’ decidieran a quiénes
correspondían las reses abatidas, que solían tener el
Arochones
51
cuerpo como un colador a causa del reiterado uso de
los cartuchos de balines o de las balas caseras que
frecuentemente caían a pocos metros del tirador.
Martín, como capitán de los monteros y Julián, co-
mo mandamás de los jaleadores, eran quienes tenían
la última palabra y sus veredictos eran de obligado
cumplimiento, después de que los interesados teatra-
lizaran ante todo el grupo de monteros los detalles
de cómo había entrado la res y en qué posición y a
qué distancia habían jarreado castaña.
Acompañaba al Montesino y a Daniel por tierras
cercanas al baldío de Rosal, en noches de luna, a la
espera en aguardos nocturnos. En la Sierra de Huel-
va a este tipo de caza se le llama rececho, que en na-
da tiene que ver con la denominación que dan a esta
palabra en el resto de nuestro país. Eran cazadores
muy persistentes, sobre todo Diego el Montesino,
que se pasaba la noche entera sentado sobre la trepa
de una encina.
-Daniel, ¡otra vez entraron las cochinas!
-Pues, ¡culo ahí!
Me refirió que, en una de esas noches de espera, a
las tres de la madrugada se bajó silenciosamente de la
encina, fue a la zahúrda donde había dejado hecha
candela y llenó un latón con brasas, dispuesto a
Arochones
53
gros, rastreé el barranco Umbrizo que casi hace de
frontera. Me gustaron unas bañas de barro blanque-
cino y fui seducido por la altura que tenían las jaras
embarradas.
-¡Esta noche me cargo un jabato! -le dije al maestro de
escuela que me acompañaba.
-¡Lo malo es la caseta de los civiles!
-¡Todo se andará!
Invité a Daniel pero se mostró receloso por la pro-
ximidad de la caseta.
-¡A mí me da cangui!, ¡y más con un coche!
-¡Tú no te preocupes, que yo me encargaré de que no
pase nada! ¡Llévate una buena manta!
Comprometí a un guardia civil para que nos acom-
pañara hasta Umbrizo. El pobre hombre era amigo
mío desde la infancia, una bellísima persona que de
cazador tenía poco y que se vio en el aprieto de no
defraudarme. Se presentó con una camisa y un chale-
quillo de lana, nula protección para guarecerse de las
pelonas terrizas. Como si tal cosa fuesen las noches
heladas de febrero, se apostó a mi lado, en la terraza
de la umbría más cercana a las bañas de la ladera aso-
lanada que sube a la frontera con Portugal. Los repe-
José Luis Lobo Moriche
54
lucos y tiritones que daba el guardia civil presagiaban
que a las bañas no se acercaría ni un chucho.
-¡Es mejor que cojas el barranco arriba y vuelvas al
coche, porque si no vas a palmar de frío!
Mi amigo vio el cielo abierto, y ya con el sol puesto
se refugió en el coche. Roncaba, cuando una pareja
de guardias civiles que hacía servicio de frontera co-
torreó los cristales de la ventanilla.
-Pero, ¿qué coño haces tú aquí a estas horas?
-¡La madre que me parió!, ¡que Pepe Luis Lobo me
ha hecho venir a estos sitios de Dios a cazar jabatos!;
¡yo ya estaba arrecido y hasta los huevos de tanto tiri-
tar en ese barranco, y me he venido al coche! ¡Esto
nada más que se le ocurre a un chalado como yo!
-¡Bueno, querido, pues sigue durmiendo; nosotros
nos vamos ya para casita! -allí nos esperó aquel buen
amigo hasta bien pasadas las doce.
Aquella noche me comporté como si fuese ya un
‘práctico’ en materia de aguardos, sin embargo no
sentía los ímpetus predatorios de un cazador, pues
había necesitado la protección de un guardia civil pa-
ra estar apostado sin miedo. No obstante cazaba en
la noche sin testigos y, embarrancado en la oscuri-
dad, esperaba convencerme de mis destrezas como
Arochones
55
rastreador. Había cumplido las enseñanzas de los dos
consuegros y había desafiado a los instintos de super-
vivencia con la elección del aguardo sin haber dejado
huellas que soliviantaran a los jabalíes, ninguna rama
corté, entré barranco abajo sorteando el barrizal de
las bañas porque quería vivir la emoción de un ins-
tante elegido ahora por mí.
Así sucedió: confieso que será la única vez en mi
vida que cometa este desliz, que para paliar la frial-
dad de mi cuerpo, a eso de las once de la noche,
tengo en mis manos una taza de café caliente echado
de un pequeño termo. He bebido varios sorbos,
cuando unos pasos apenas perceptibles me sobre-
saltan. Sopla un suave aire barranco abajo; y la luna
menguante de febrero ilumina, con más negruras que
claros, las bañas de la terraza. Permanezco sentado y
dejo la taza de café en el suelo. Una piara de cochinas
se desbarra al barranco desde la media solana. Repen-
tinamente han dado una revolaina y vienen flechadas
hacia las bañas. En segundos una de las cochinas,
quizás la guía, se ha desmanchado y presentado de
cara, veinte metros nos separan. Levanto a tirones la
escopeta, me la encaro y espero a que la res se atra-
viese. Meto el bulto entre los dos rabones de la palo-
meta de papel de plata que encierran el punto de mi-
ra; y, cuando creo que está cogida, disparo. Disparar
y no verla más ha sucedido al mismo tiempo, sin em-
José Luis Lobo Moriche
56
bargo la trapatiesta que forma, enrollada entre el
matorral, indica que está bien tocada. Dejo de oír los
ruidos artificiosos del animal fuera de trocha, y bebo
el resto de café que queda en la taza. Enseguida sue-
nan los pasos de Daniel en la curva del barranco.
-¿Te la has cargado?, ¿no?
-¡En el tiro no se ha quedado, pero creo que va bien
agarrada! ¡Ahora veremos! ¿Trae usted linterna?
-¡Sí, y llega bastante! -Daniel echa la luz a las terrazas
de la solana. ¡Quédate aquí y alumbra el sitio donde
la has tirado!
-¡Ahí, dos metros por delante de sus pies!
-¡Aquí hay sangre! ¡La has agarrado en el bandeo!
-¿En el bandeo?
-¡Sí, en el vientre! ¡El color de la sangre es menos ro-
ja! ¡Hay que esperar hasta mañana, ahora no pode-
mos hacer nada!
Llegamos al coche y mi amiguito del alma estaba
arrutado, ni se inmutó cuando le conté la historia de la
jabalina. Antes de que amaneciera aquel sábado de
febrero, ya tenía aparcado mi R6 a las puertas de la
caseta de Aguzaderas. Daniel sacó del coche un pe-
rro blanco, corucho, cruzado de podenco y mastín,
15
Prólogo……………….9
Mis primeros pasos 17
De cachorro 63
Con Churubito 69
Berenjenales 85
Ayudas 97
Magia 107
Pasión y destrezas 119
¡Tranquilo, Churubito! 135
Instinto, razón oído y vista 139
Juego de luces 153
Esfuerzos 159
Nieblas 163
Peligros 169
Macarenos y carrasqueños 193
Epílogo………………225
José Luis Lobo Moriche
58
-Daniel, ¿qué raro que no se haya quedado en esta
barrera?
-¡Son muy pijoteros!, ¡mientras tengan vida! ¡Lo ma-
lo es que haya transmontado y esté en Portugal! ¿Y
tanta tripa enrollada en los garranchos? ¿Habíais de-
sembuchado algunos conejos?
-¡No, si sólo estuvimos endiñando castañas a las perdi-
ces!
-¡Qué extraño que sin tripas se suba esta pechuga!
¡Es una tontería que registremos esta mancha! ¡Va-
mos a tiro hecho a la cumbre, por donde ha salido el
perro!
Presentí que no sería mi primera pieza mayor de
rececho, que no la apuntaría como trofeo de noche
ni tampoco escribiría las notas narrativas del cobro,
que toda la historia del termo de café sería sólo un
borrón en mi vida como recechero. Estábamos a esca-
sos metros de la caseta Aguzaderas. Aligeré los pa-
sos, estaba cerrada. Muy cerca del marco fronterizo
1006 oí un leve tintineo metálico, ¡el perro de Daniel
mordía la cochina! Nunca olvidaría que una res heri-
da de muerte necesita alpear porque, cuando termine
la cuesta iniciada, morirá sin remedio.
----------------------
Arochones
59
Me entusiasmé con tío Daniel y su yerno Quiterio
en aguardos de noche por tierras de Barranquito
Llano y frecuenté con ellos las tierras fronterizas de
Alpiedras. En Portugal estaba vedada la caza del ja-
balí y si a ello unimos que una de sus grandes reser-
vas de caza mayor lindaba con La Raya, serían causas
suficientes para que proliferaran en tierras de Al-
piedras. Hacia allí acompañé a mis dos amigos una
noche de luna llena del mes de febrero. Fue Daniel
quien me acercó al cortijo de Gregorio Cañado, un
campesino de Aroche, que tenía una finca a escasos
metros de la frontera. Cañado frecuentaba los aguar-
dos de espera en compañía de un sobrino suyo; pero
enseguida supe que no era peligro alguno para los ja-
balíes, porque los ataques de tos lo delataban clara-
mente en medio del encinar. A media tarde nos to-
mamos una taza de café torrefactado y Cañado dis-
tribuyó los puestos. Me colocó en medio del encinar,
a doscientos metros de su cortijo y a la vera de unas
parideras de guarros casi caídas. Me llevé una desi-
lusión con que me dejara en aquel majadal, un lugar
demasiado limpio.
Amparado por una marrá de coscojas, me he sen-
tado sobre unas piedras sabiendo que serán horas
perdidas. Una luna llenísima engrandece el encinar y
lo anima: ha pasado un zorro con la cabeza apenas
levantada en busca de alguna pieza y constato la
José Luis Lobo Moriche
60
atracción tan fuerte que ejerce el celo de las liebres,
no sé si son seis o siete las que siguen los mismos pa-
sos de la primera. Todas ellas -o más bien, serán
ellos- van diligentes, como si no quisiesen que un in-
truso se adelante en el banquete sexual. Las liebres
ni siquiera cazan mariposas ni tampoco agreden. Pre-
siento que el claro encinar no será escenario de mu-
chas emociones, una plaza sin matorral me privará de
imaginar los instantes previos al lance, porque sólo
trabaja mi vista, un bulto andando al que le doy for-
ma de jabalí. Son las ensoñaciones de un joven caza-
dor en un escenario de encinas encendidas. La dehe-
sa ha perdido vida pero al pasto aún le queda el brillo
reflejado por la luna. Se adormecen los ensueños y
me acurruco en la manta, sin olvidar que yo -en la
noche plateada- soy un predador.
Sobre las diez, en uno de los rincones del inmenso
encinar, un tiro hace añicos tanta quietud. Arrojo la
manta hacia atrás y me levanto presuroso, alertado
por la carrera veloz de un caballo, sin ser caballo, que
trota a mis espaldas. Temo que el cerril animal arro-
lle la marrá donde me escondo y se lleve por delante
al cazador. Pero no, un enorme jabalí -semejante a
un bisonte que se ha arrancado de estampía- la sortea
y se adentra en el iluminado encinar que yo domino.
No sé cuál sería el verbo adecuado para describir sus
salvajes movimientos: correr, saltar, brincar, esqui-
Arochones
61
var… El escenario es demasiado amplio y limpio pa-
ra que la bestia fugitiva alcance tan rápido la oscuri-
dad del monte. Es una escena que muchos hombres
del Paleolítico contemplaron: un toro indómito, un
bisonte o un impresionante jabalí achuchado, en
noche de luna, para que caiga en la trampa que le ha
tendido un ser que empieza a pensar. Sí, un aconte-
cimiento representado -en las lóbregas paredes de
una caverna- por un humano que ha descubierto el
misterio de la caza, el rito de su celebración y la emo-
ción religiosa que siente el cazador. No ha cambiado
la pieza y apenas el acechador, sólo la escopeta del
calibre 16 de mi padre estorba en el mágico escenario
del encinar. Casi todos los aguardos nocturnos están
llenos de inmovilidad: la del recechero aplastado detrás
de una mata o sentado sobre la trepa de un árbol y los
leves movimientos de un cochino, que ‘Aquí parto
una bellota y ahora permanezco tan estático que el
cazador se crea que he desaparecido del trágico es-
cenario’. Este acto se me ofrece distinto, nunca ha-
bía sido testigo directo de tanta movilidad en la no-
che. Palpito, sí. Pero mi corazón les da tregua a tan-
tas excitaciones, porque en la escena no se dibuja
únicamente un instante. Me resulta difícil apuntar
con la escopeta al salvaje animal. Entonces, como
sosegado cazador, corro la mano, me dejo ir con la
pieza para que la bala disparada compense la veloz
carrera. Simplemente ha llegado el momento de que
63
De cachorro
En aquellos años de juventud, erróneamente, creía
que el motivo principal de la caza era matar y en ese
fin concentraba la razón. Practicaba todas las triqui-
ñuelas aprendidas para aprovecharme de las piezas
huidizas de las monterías y me desenvolví con cierta
soltura a la hora de elegir la puerta. Así ocurrió en una
batida celebrada en Los Campillos; acabada la jor-
nada de palomas torcaces, me paré en un cortijo y el
cortijero me informó de que la peña de mi padre
montearía por la tarde las umbrías que lindan con el
barranco El Moro.
-Pues, ¡esta tarde me cargo un jabato! -le dije a mi
compañero.
-¡Chiquillo, no te metas en medio de esas manchas
sin saber dónde están las puertas!
-¡Tú, si quieres, vente conmigo! ¡Hay que ponerse ya!
José Luis Lobo Moriche
64
Así lo hicimos, subimos a las umbrías por las maja-
das de las cabras y opté por la barrancada de los
pinos que precede a El Moro como la más adecuada
para cortarles el paso a los animales huidizos, en
unos entalles muy tomados y querenciosos; ya sólo
nos quedaba esperar a que en la mancha hubiese algo
y ‘ese algo’, para nosotros los cazadores, es todo.
Cargo mi Garbi con dos cartuchos de bala y entro
en tensión. El sol castiga de frente, agacho la visera
de mi gorra y observo una por una todas las matas de
una pequeña barrera de umbría. Una vez memoriza-
do cada rincón de la laderilla, cojo la escopeta entre
mis manos y quedo convertido en jara. Llevo en esta
posición estática y muerta media hora; con un ner-
vioso vareteo, una res abre la pata de monte que une
dos pegujones espesísimos de jaras. Enseguida surge
otro vareteo, y otro y otros más. Toda la barrera se
abre como si fuera un abanico. Entre estos vaivenes
ningún jabalí me enseña la cara. Me inquieto hasta
que, por fin, se me descubre desparramada una piara
de jabalinas. Mis nervios no son de acero, sin em-
bargo aguanto el tirón. La cochina guía toma el venaje
abajo, tapándose como le manda su instinto de con-
servación. Sigo con la mirada el primer husillo que pa-
sará por unas cornicabras frente a mí, apunto a ese
matorral menos tupido; y en el momento en que se
oscurece, aprieto el gatillo. Los demás husillos se vuel-
Arochones
65
ven veloces carreras y la cochina madriza encara los
entalles y se encuentra con los cañones de mi escopeta
sobre sus costillares. No sé qué ha sido primero, si el
terrible gruñido de muerte o la detonación a boca-
jarro. Mi compañero me dice que sólo oyó un grito
de terror. A un metro de mis pies se queda muda y
aún los corredores no han soltado los perros. Las
demás cochinas zorreadas alcanzan el barranco El
Moro y la mancha queda vacía.
----------------------
A estos éxitos se unían los fracasos, sobre todo de
noche. La caza no es siempre exitosa, si así fuese per-
dería su encanto; predomina la frustración, para que
en momentos de fortuna me sienta verdaderamente
feliz con la pieza cobrada. Antes tengo que esforzar-
me; después, si no surgen los constantes inconve-
nientes que conlleva el rececho, vendrá la escena en
que pueda mostrar mis destrezas. Salía de la escuela a
las cinco de la tarde y a las seis ya estaba colocado -al
tuntún- en cualquier sitio querencioso de las dehesas
que conocía. Hoy toca Las Alpiedras, mañana El
Vínculo, La Bájena, Maribarba o cualquier rincón de
los encinares de La Peramora. Cazar sin haber regis-
trado previamente las zonas de campeo de los jaba-
líes origina muchos desengaños; pero también me fa-
vorece para que desarrolle un instinto o intuición que
no recibí como humano. Memorizo el campo, co-
José Luis Lobo Moriche
66
nozco la encina que cura las bellotas más dulces, las
entradas, las salidas, qué hace el viento del norte en
las umbrías, cómo cambia caprichosamente a la hora
de la puesta de sol, dónde se hace revocón.
He elegido el apostadero en plena oscuridad, aun-
que ahora tenga que ayudarme con la luz artificial de
una linterna. ¡Sí!, otra vez la razón está incordiando y
provoca desequilibrios entre el cazador y la pieza
deseada. Sin estar convencido de la eficacia de los
haces de luz, amarro este trasto sobre una pequeña
plancha de corcho sujeta a los bajos de los cañones,
pero en estas noches de espera a ciegas raramente
tengo éxitos en los lances.
La palabra lance es chocante, me retiene estático
demasiado tiempo entre el paisaje. A veces soy de-
masiado avaricioso al pretender matar dos jabalíes
con un único tiro. Sin linterna amarrada a la caña de
la escopeta los espero pacientemente, subido a una
altísima encina de una dehesa próxima al barranco
Safareja, estimulado porque una piara de jabalinas es-
tá encebada en las brevas de alcornoque. La cercanía
a la reserva portuguesa arrastra mi mente a nuevas
fantasías, ¡sí, a media tarde, lo tomarán! No ocurre
tan pronto como deseo; sobre las once de la noche la
plaza de los tres alcornoques se ha llenado de co-
chinas que se mueven con tanta soltura que me resul-
ta imposible contarlas: dos, tres, cuatro, cinco, siete y
17
Los primeros pasos
-¡Pepe Luis, no te imaginas dónde comen estos aro-
chones de Mazaroco! -me contaba, hace medio siglo,
Diego el Montesino.
-No sé, ¿en La Peramora?
-¡Qué va! Ya estaba hasta la coronilla de esperarlos
en Los Baños y en Las Cortecillas, noches enteras sin
haber barruntado siquiera un taramazo; así que, un
amanecer, cogí la burra de cabestro dispuesto a se-
guir el rastro de estos gandules encamados en el pim-
pollar de Teodora. Me suponía que como mínimo
irían a parar al pinar de Mahoma o al encinar de La
Peramora, pero dejaban atrás Vegalucera, cruzaban la
rivera Doña María y tomaban solana arriba hasta la
cumbre de El Vínculo. Allí los dejé a su aire, ¡se des-
colgaban ciegos al castañar de la umbría!
-Diego, ¡mucha huebra para una embozada de
bellotas y de castañas! ¡Hablas de quince kilómetros
o más!
69
Con Churubito
Fue en el otoño de 1978 cuando un cazador
excepcional se cruzó en mi vida: Fernando Ruiz
‘Churubito’. Unas circunstancias especiales para que,
a partir de aquel año, Churubito y Pepe Luis Lobo
compartiéramos inseparablemente todos los actos de
caza venideros. Éramos de la misma quinta, linderos
de pequeñas explotaciones y ahora amigos.
Quedé impresionado por su bondad, modales,
prudencia, puntualidad, educación natural, la pasión
con que contaba una historia de caza insignificante
que él convertía en magnífica, su intuición y sabidu-
ría para adentrarse en las fragosas barrancadas… No
sigo describiendo sus aptitudes, es preferible que lo
conozcas a mi lado o yo al suyo. Gracias a él fui de-
purando la técnica necesaria para no malograr la
oportunidad que la caza brinda y conseguir que mu-
tuamente nos aprovecháramos de nuestras propias
habilidades. Churubito era todo oído y yo vista, re-
cursos necesarios para formar una especie de bi-
José Luis Lobo Moriche
70
cho raro, híbrido de pájaro y lobo. Su agudísimo oí-
do me animó a que yo fuera más salvaje, a que ca-
minase más seguro en la noche. Fue en una de nues-
tras primeras entradas, como collera de cazadores
nocturnos, en el territorio de Maribarba, cuando me
mostró su capacidad de audición. Dominábamos una
extensa ladera de montaña cuya cimbra estaba atra-
vesada por una estrecha trocha. Sobre la una de la
madrugada sentí cómo mi amigo se resbalaba por el
tronco de la encina donde estaba subido y que ense-
guida venía a mi encuentro.
-¿Has barruntado algo?
-¡No estoy seguro, un reguereteo en los quejigos de la
umbría!
-¡Por la cimbra, poco más de las doce, pasaron unas
cochinas sin apenas poner las pezuñas en tierra, en
las chaparrillas de la revuelta se paró una a cagar!
¿Quieres creer que oí el mojón?
-¡Ni tanto ni tan…! ¿A más de trescientos metros?
¡No seas exagerado!
-¿Que no? ¡Ya lo verás, vámonos por la cumbre y te
convencerás!
Dicho y hecho, caminillo adelante llegamos a la re-
vuelta que daba la trocha para salvar un pequeño ris-
Arochones
71
cal. Alumbró bajo el vuelo de una chaparrilla medio
seca y el mojón, testigo de su excepcional facultad,
estaba aún tierno y humeante.
----------------------
En contraste con Churubito mi punto débil era el
oído, pero compensaba esta terrible deficiencia con
la fenomenal agudeza de mi vista. También muy
pronto le mostré mis capacidades.
-¡Coge los achiperres, que esta tarde tiramos para
Valdesotella!
-¡Mételos en el Suzuki mientras ordeño la vaca!
Observa lector, un solo reclamo y el pájaro Churu-
bito responde, ¡un cazador dispuesto e ilusionado!
-¡Cuando quieras! - me dice Fernando. ¡Ya mismo es-
tamos en Valdesotella!
Curva tras curva de la pista forestal que sale desde
el pantano de Aroche llegamos a la casa monte de
Ezequiel, situada a escasos metros del barranco Val-
desotella. Allí nos acoge este ermitaño que pasa las
heladas tardes de invierno pegado a las taramas en-
cendidas a pie de uno de los muros de su habitáculo
de piedra y adobe, y las noches tendido sobre un
jergón relleno con hojas de maíz. En ese maravilloso
paraje de Valdesotella vive nuestro amigo desafiando
José Luis Lobo Moriche
18
-Pues ya sabes qué hacen estos trotones cuando se
les antoja, ¡al castañar de El Vínculo sin pararse en
las encinas pegadas a sus camas!
Conocí a Diego el Montesino de las manos de su
hijo Quiterio y de su consuegro ‘Daniel el del cer-
cado Forero’, y fue él quien despertó en mí la cu-
riosidad sobre el campeo y los encames de los jaba-
líes, jabatos para los serranos de Huelva. Era yo un
jovenzuelo de diecisiete años, cuando me contó esta
historia junto a la chimenea de un cortijillo abando-
nado en Los Baños, una noche alunada de octubre
de 1966. ¿Cómo es posible que tengan que des-
plazarse tan lejos para pelar una docena de castañas?
Con más edad y experiencia fui hilvanando algunas
observaciones: eran tiempos en que miles de palomas
dormían en los eucaliptos de El Vínculo, ocasión que
aprovechaban algunos palomeros para llenar de tor-
caces sus mochilas, tras haberle cogido las vueltas al
guarda ‘Mateo el de El Hurón’ cuando buscaba a los
furtivos palomeros montado en una jaca blanca.
Franciscón y sus compinches eran diestros en esqui-
var la vigilancia de Mateo: que el guarda coge un lo-
mero arriba o abajo, el furtivo cazador se aplasta en
medio de una barrancada mientras haya luz del día.
Palomas posadas y lluvia de munición encima de las
reses encamadas. Así atardecer tras atardecer, que los
palomeros avanzan sierra a sierra con sus canutazos,
Arochones
73
Por supuesto que llevábamos nuestras escopetas car-
gadas y dispuestas para usarlas. Desde el barranco
Valdesotella las sierras se encadenan una tras otra en
sentido ascendente hasta que alcanzan la cumbre de
La Contienda. Aún estábamos en la primera barran-
cada de esta cadena de solanas, y si fracasábamos en
el intento de encontrar el trocherío de las reses desde
sus encames hasta los pinares de La Contienda, nos
vendríamos a casa sin habernos puesto de rececho e
intacto el gusanillo interior que muerde constantemen-
te a los cazadores.
Estas solanas de Valdesotella están calvas de ár-
boles autóctonos, sólo algunos alcornoques pelochos
resisten los violentos ataques de los eucaliptos y del
matorral que los asfixian. Hemos alcanzado un filón
de pizarras que asoman la cresta de este a oeste y nos
sentamos sobre unas lajas para comprobar de dónde
sopla el viento: por el tejado vano del monte de Eze-
quiel sale una humareda blanquecina que busca el
poniente. Ahora mi amigo y yo estamos metidos en
el silencio, porque en medio de una sierra salvaje el
silencio se hace espacio, y siento en este momento el
mismo estado de soledad que un eremita. Hablo con-
migo y no con Churubito, mis ojos se esfuerzan en
contar los troncos de jaras, escobones y murtas que
tapan las medias umbrías. Pienso que la tarde ya está
hecha, que será noche mal gastada. Mientras tanto él
José Luis Lobo Moriche
74
mantiene las orejas tiesas, batiendo todos los en-
trantes y salientes de la barrancada.
-¡He oído un taramazo!
-¿Dónde?
-¡En aquellas sombras donde se juntan los dos re-
gajos!
-¡Dios mío, qué oído! ¡Quieto que, como mueva una
mata, lo veo!
-¿Desde aquí?
-¿No te lo dije?, ¡un cochino! ¡Huy, qué pavo!
-¿Dónde, dónde?
¡Fíjate en la última madroñera! ¿No hace la mancha
un cordón?
-¡Sí, sí!
-¡Pues en tino del cordón, a la derecha está!
-¡Ya lo vi! ¡Hostia!, ¡qué penco!
-¡Sssss! ¡No está solo, está tanteando una cochina!
¡Mira cómo la trompea! ¡Tienen intención de salir
por la media cañada!
-¡En el regajo suenan las demás!, ¡vamos a cogerles
las vueltas!
Arochones
75
-¿En dónde?
-¡La cañadilla aquella es muy buena para esperarlas!
-¡Vámonos por el filo de estas lajas; cuando se den
cuenta, nos tendrán encima!
Es el momento de nuestra máxima animalización,
encorvo mi cuerpo, creyendo que esa media cuarta
que he menguado me transformará en jara; levanto
los pasos enraizados y apenas caigo el tronco sobre
las punteras de las botas; tiro del correaje de la mo-
chila hacia adelante, ¡decisión y coraje en el lenguaje
del cazador! Ahora la intuición y maestría me guían:
‘Fernando, ¡yo me quedo aquí!’.
Las cochinas no celosas se muestran resabiadas por
los saltos del macho que, insistentemente, intenta cu-
brir la jabalina más caliente. En ese juego amoroso
se queda enredado entre los brezos de la junta de dos
venajes y despreocupado de las intenciones de las de-
más cochinas. Suena un tiro seco, de esos que llama-
mos de carne. Otro. Las sombras y el silencio se tra-
gan a los dos danzantes enamorados. Suena un tercer
tiro, que resulta tardío y a destiempo.
-¿Y ese tercer tiro?
-¡Con la nervia, que no acertaba a cerrar la escopeta
porque estaba metiendo el pañuelo!
José Luis Lobo Moriche
76
-¿A la vejez viruelas?
-¡Claro, yo no apartaba la vista del sitio donde pa-
teaba la cochina y no veía con qué la estaba cargan-
do!
-Pero ¡qué cobardes! ¿Sólo habéis matado uno? -fue
el saludo de bienvenida que nos hizo Ezequiel.
-¡Ahí la dejamos, para que te pringues los bigotes!
----------------------
Aquel cochino huidizo fue culpable de que, duran-
te más de un mes, Churubito y yo no pensáramos en
otra cosa. ¿Dónde estaría achantado el granuja? Se-
guro que habría mudado el hato, y lo más probable
sería que hubiese abandonado los encames de la so-
lana y estuviese echado en las barrancadas de la um-
bría de Valdesotella o hubiese huido a Las Chocitas o
incluso a La Contienda. Durante algunos atardeceres,
arrimados a la lumbre de su cortijo, discutíamos
acerca de cómo echaríamos mano a aquel navajero.
La discusión conlleva dudas, que esencian al buen
cazador. El azar tendría que ser nuestro único guía
porque estos navajeros han barruntado a demasiados
rececheros, y rechazan tanto los engaños con luces arti-
ficiales como la comida que huela a humano.
Arochones
19
ellos se encaman más lejos. Diego me enseñó que el
encame y el campeo de las reses por las dehesas de
encinas y alcornoques son querencias muy distintas.
Aquella piara de su terruño abría los primeros erizos
del castañar más occidental de estas sierras de Huel-
va, La Pimpollosa, en el paraje que desde Aroche lle-
va -a través del camino de Castilla y de Sierra Pelada-
hasta las minas de San Telmo. Los jabalíes de Maza-
roco no estaban dispuestos a que nadie les impidiese
que siguieran comiéndose las tempranas castañas y el
instinto los llevó hasta un sitio tranquilo pero lejano
de su natural hábitat de campeo, un lugar libre de to-
da intromisión del ser humano y que ellos habían en-
contrado a quince kilómetros del castañar de El Vín-
culo.
Aprendí del Montesino que, si una encina estaba
bien tomada por los jabalíes desde hacía ya varios
días y si no había síntomas de que algún mal cazador
les hubiese echado el viento la noche anterior o de
cualquier otro espanto, era cuestión de tener culo y
continuar a la espera. Si me bajo, se me desinflarán
las emociones, porque ni en la cama ni en el bar se
mata nada. Que la noche no se convierta en caduca,
porque mientras estoy en tensión, sentado sobre la
trepa de un árbol, gozo de mi existencia y me olvido
de todo lo demás. Cazar es vivir, vivir la caza apasio-
nadamente y ganarle la partida al tiempo perdido. Así
José Luis Lobo Moriche
78
de la candela, por ello le hice las advertencias opor-
tunas:
-¡Mete las taramas que necesites para encandelar; pe-
ro, a partir de la puesta de sol, achantado aquí den-
tro! ¡No vayas a joder la marrana!
-¡Ay, Pepe Luis! ¡Como lo mates!
Las seis de la tarde y ya llevo una hora subido al
quejigo con escopeta, linterna y demás avíos, domi-
nando las trochas más claras y pateadas. Ezequiel
empieza obediente y mete un haz de taramas dentro
del cortijillo; cierra la puerta y entorna el postigo. Me
olvido del ermitaño del barranco y centro mi pensa-
miento en la función venidera, en esos momentos
previos de telón levantado. Aúno mis energías para
transformarme en imán que atraiga hasta debajo de
mí la pieza soñada. Varios chamarices vuelan vega
arriba y vega abajo. Sólo una collera de mirlos se in-
quieta, quizás algún predador haya pasado por debajo
de la madroñera donde la pareja se cobija. Sigue un
nervioso mirleo que me anuncia el comienzo de la
función. Para que no falte de nada, una menuda llu-
via deja caer los primeros goterones de agua sobre el
escenario del quejigal.
¡Ahí estaba su majestad, echado a trescientos me-
tros de Ezequiel, en un manchón umbrío de media
Arochones
79
cuartilla de tierra! ¡Qué sabia es la vejez! ¿A quién se
le ocurriría buscarlo en un vericueto alejado de las
manchas de monterías?
Oigo su paso, no sus pasos. No da dos seguidos.
No lo veo, pero seguro que enfila su hocico hacia el
barranco. Una arrancada o -tal vez- sólo un intento.
Quizás no haya quedado ningún mirlo en las marrás
de la umbría y sólo estemos él y yo. Este juego de
dudas y engaños dura mucho tiempo, demasiado co-
mo para que no cometa un error chirriando mis pies
sobre la corteza del árbol o rozando la escopeta en la
rama inoportuna. Lo mejor es dejarla en reposo so-
bre las rodillas y yo en tensión, que todas mis ener-
gías lo arrastren y me una a él, como si de una unión
espiritual o mística se tratase. Él, en cambio, tiende a
separarse, a mimetizarse como mata o aguacero.
Hoy, igual que cada atardecer, pretenderá una vez
más sacar partido de su animalidad.
Dudo si es la nariz del cochino arrastrada sobre el
tapiz de la hojarasca o son varias gotas de agua
encadenadas, ¡otra vez las dudas del sabio! ‘Ahora sí
viene’, me dice no sé quién. Levanto la escopeta y
miro la palometa de papel de plata para comprobar si
están erguidas las puntas, ¡todo a punto! Sólo falta
que inicie el encuentro y deje de reapretarse. ¡No, se
ha atrancado repentinamente y su nariz ya no hurga
entre la hojarasca! Ningún espetonazo de miedo como
José Luis Lobo Moriche
80
indicio de haberme sacado el viento. Giro mi cuerpo
hacia la vega del barranco y veo la señal evidente de
su resabio: una lucecilla de candil se mueve oscilante
delante de la casa monte de Ezequiel.
----------------------
-Pepe, ¡ese puto tiene que caer!
-¡Se las sabe todas! ¡Hay que ser duro con él!
-¡Cuando tú quieras, al ataque!
-Este sábado es buen día, registraremos por la maña-
na la vega, dejamos preparados algunos aguardos, co-
memos, y por la tarde...
-¡Me parece bien!; si hubiese que buscarlo herido,
tendríamos todo el domingo por delante.
Aquel sábado, en su cortijo, Churubito me reveló
un sueño, ¡el molondro de más de ocho arrobas de
Valdesotella le había entrado a placer!
-¡Qué noche! ¡Disparos van y disparos vienen y las
balas no llegaban al cochino, que no dejaba de andar!
-¡Buenos augurios! ¡Esta noche será tuyo!
Hemos registrado el barranco y casualmente nos
hemos topado con las enormes pezuñas clavadas en
los barrizales de la vega.
Arochones
81
-¡Pepe, aquí va su majestad!
-¡Cruzó la vega y mira por dónde se ha enrochado! Esta
noche, ¡tú allá con el molondro!
-¡Espera, que voy a revolcarme! -y Churubito simula
los movimientos de un jabalí mientras se barrea en
una baña. Luego, se levanta y sacude los hombros
como si de un cochino se tratara.
Churubito acostumbra a ese tipo de animalización
primitiva, llevado por la creencia de que -restregando
el culo en un árbol barreado por un cochino- lo hará
suyo. En sí es la misma magia que usaban los pinto-
res de Altamira, aunque éstos no tuvieran la capa-
cidad de abstracción de mi amigo.
La luna inicia la fase creciente y poco tiempo de luz
natural tendrá Churubito para echarle el punto de
mira de su escopeta a un cochino que nombraría co-
mo rey de Valdesotella, un buen cuco que empieza a
sabérselas todas. Fernando ha situado su aguardo en
un terraplén, haciendo tiro al caminillo más pateado
que tiene aquella mole, justo en donde descubrirá
tenuemente el lomo. Un fogonazo fallido de su lin-
terna ocasionaría que se quedara sin él. El espacio de
vega, por donde acostumbra atravesarla, es tan corto
que me obliga a situarme a veinte metros de Fernan-
do. Busco un aguardo transversal a él; el aire soplará
José Luis Lobo Moriche
20
que ¡a aguantar una hora más en la pingorota! Des-
pués dos, tres o incluso armarme de paciencia hasta
la contemplación de los primeros rayos del día.
Me animalicé durante las noches de espera, moti-
vado por las apasionantes historias de caza contadas
por estos dos consuegros. Como todo animal tuve
mis querencias nocturnas y los lugares de campeo
preferidos. Son las grandes riveras delimitadoras de
las aguas vertientes de las sierras y de los respectivos
parajes y manchas: el barranco Arochete, La Alca-
laboza, Doña María, Múrtiga, Chanza y Odiel. En las
manchas entreveradas de jaras, charnecas, coscojas,
madroños, tojos, aulagas, carquesas y los sotobos-
ques de encinas, alcornoques, quejigos, pinos, casta-
ños, alisos, chopos y otras especies de la flora medi-
terránea gocé, durante más de cuarenta años, de la
libertad de un ser primitivo que disparaba -no como
hago en estos momentos con palabras hilvanadas en
frases- sino con fervor y entusiasmo de cazador. Hoy
me inquieto por hallar la palabra justa que describa
las escenas vividas; ayer me fatigaba sin desánimo
hasta que levantara la res aplastada o contemplara,
sobre la tierra barreada, los atrinques del animal fan-
tasma que mi mente hubiera dibujado en los escena-
rios de caza que tanto frecuenté.
El topónimo Arochete se refiere al pueblo de Aro-
che, sus aguas corren mansas en la gran dehesa de
Arochones
83
un canutazo terrero que suena a mi izquierda, ¡no sé si
he visto o figurado que una masa negruzca y gigan-
tesca acaba de saltar a la solana!
-¡El jabato más grande que he visto en mi vida! ¡Me
ha cogido la vez! Cuando reaccioné, estaba ya en me-
dio de la vega. ¡No es un jabato, es un toro! ¡Ni tiem-
po de echarle la luz! ¡Verlo y no verlo fue lo mismo!
¡Lo he tirado al rebujo! ¡Hombre, a la fuerza lo he te-
nido que pringar! ¿Quién no le va a dar a esa…?
-Pues ya sabes, ¡mañana será otro día! ¡Si no se ha
quedado en esos manchones de la solana, despídete
de él! ¡A ver el tiro, alumbra aquí!
-¡Ahí lo he tirado! ¡La distancia es la propia!, ¡malo,
de dos botes se saltó la vega!
-¡Aquí va! ¡En el tiro no ha dado sangre! ¡Alumbra la
torronta! ¡Aquí hay una goterilla de sangre! ¡Agarrarlo,
por lo menos, lo has agarrado!, ¡pero no va haciendo
ningún extraño!
Aquel imponente cochino nos ganó esta última ba-
talla. A la mañana siguiente mi perro Colorado cruzó
sin mucha viveza las solanas, como si nos hubiese
querido mostrar que sólo llevaba un calentón, insu-
ficiente herida para no haber buscado cobijo en la
reserva portuguesa.
85
Berenjenales
A veces nos acompañaba un amigo que no estaba
curtido en pasar la noche en una barrancada, un pa-
nadero del pueblo que se entusiasmaba mucho. Chu-
rubito y yo éramos de la misma opinión, ¡si alguien
viene como invitado, tiene preferencia para apostarse
en el mejor lugar! Cada vez que el panadero se subió
a un árbol fue arrollado por los jabalíes. Contaré dos
historias: aquella noche nos adentramos en la Umbría
de Valera y dejamos a nuestro invitado en una hon-
donada de alcornoques muy querenciosa. Según nos
contó después, se acojonó al verse solo en medio de
un oscuro bosque con árboles enormes. Sintió miedo
de que no lo recogiéramos y de algo más. Pero a lo
que vamos, le entraron unas cochinas entre las ne-
gruras del alcornocal y para allá les arreó candela.
Cuando llegamos a él, respiró aliviado; estaba nervio-
so y apesadumbrado porque la cochina le había di-
cho adiós. Enseguida le hice las preguntas de rigor:
-¿Dónde la has tirado? ¿Para dónde ha corrido?
José Luis Lobo Moriche
86
-¡Debajo de ese alcornoque y corrió…!
-¡No te preocupes, que la has matado! ¡Ha buscado el
limpio! ¡Eso es señal de muerte!
Encendí la linterna, cogí del suelo un finísimo pali-
llo y mostrándoselo le dije:
-¡Sí, por aquí va! ¿No ves que ha roto este…? ¡La has
agarrado bien! -y tomé del suelo una hoja de alcor-
noque con una manchita de ese color que no tiene
nombre y que toma la sangre mezclada con la hoja-
rasca.
Puso cara de escamado, como si estuviese mofán-
dome de él. Aún faltaba la mostración más palpable
de mi pericia, con linterna en mano anduve veinte
metros sin titubeos y le dije:
-¡Ven para acá! -y alumbré la cochina muerta.
Se quedó empicado, y en el casino del pueblo en-
salzó mis cualidades de cazador, sobre todo la faci-
lidad con que yo veía de noche.
----------------------
Hay que reírse de los cazadores que dicen llamarse
‘prácticos’. Pusimos al panadero en una vaguada muy
próxima al callejón de la aldea abandonada de El
Hurón y le hicimos las clásicas advertencias:
Arochones
21
quejigos de La Torre y luego se violentan en los ba-
jos de los cerros cabriles de Maribarba. ¿Quién no ha
oído historias o vivido lances de monterías celebra-
das en El Galindo, Maribarba, Huerto Antón, Curtía,
Los Lobo, Terrazos, Los Benitos, Aliserillas, Pico de
los Ballesteros, Cabezo Verde, Corte Sunobre y
Agujos? Las aguas de estas manchas llegarán, en la
junta de Los Lobo, a la gran rivera serrana que nace
en Cortegana, que enseguida forma suaves revueltas
en los llanos de Aroche y busca hacerse frontera con
Portugal: la rivera Chanza. Antes habrá recogido por
su orilla derecha las aguas de Tejadilla, Las Camorras,
La Pava y después Las Cabezas, Valdesotella, Puerto
Nogal, Bejarano, Chocitas, Las Bañitas, El Cebro,
Monteblanco, Umbrizo, El Brueco, La Venta, Las
Tabacas y Pasada del Abad. Por la izquierda vierten
aguas El Cañuelo y La Caballona.
La rivera La Alcalaboza nace en el puerto de Las
Veredas de Almonaster, y recoge aguas de Los
Alcalabocinos, Umbría Valera, Antón Pérez, La Pe-
ñita, Estercadillas, Valdipuerca, Aulagar del Hurón,
Vínculo, Puerto Cañón, umbría de La Caldera, Pasos
de Juan Gordo y espera en el puente de La Peramora
a la rivera Doña María, que se inicia en el puerto de
La Venta, cercano a la aldea de Gil Márquez. Antes
de la unión ha recogido barrancos de La Bájena Alta,
El Recio, Limones, Timones, Juanablanca y Cama de
José Luis Lobo Moriche
88
zar La Alcalaboza. De rivera para allá, en una de las
umbrías más umbría que conozco, Daniel tenía seña-
lados los aguardos. ¡Alguien se nos había adelantado!:
un cazador iba a tiro hecho hacia el rincón de nues-
tros apostaderos. Le silbé e hice señas con mi gorra
para que nos esperara. Que si sí, que si no, el pobre
muchacho -más que desconfiado, paralizado de mie-
do- se detuvo. Llegados a él, sólo tuve que decirle
para que nos dejara el campo libre:
-¡Mirad lo bien que se coge a un furtivo!
Empezó a castañear sus dientes, y enseguida tuve
que asegurarle que era una broma. Por si acaso, tomó
las de Villadiego y nos dejó libre aquel rincón de El
Vínculo.
----------------------
Como Churubito y yo estamos en todas partes -la
ubicuidad de los dioses- nos vemos sorprendidos por
los corredores de la montería que descaradamente
hemos invadido, y aquí mal estamos en la cumbre de
La Moña, dominando el barranco principal. En cada
risco, un corredor subido; y en otros dos, Churubito
y yo. Nos hemos encasquetado las gorras e inclinado
la visera hacia la cara; con el fin de evitar que los co-
rredores pasen junto a nosotros, les hacemos adema-
nes dándoles engañosas órdenes para que cojan los
Arochones
89
bancos más alejados de los riscos que ambos hemos
usurpado. Ahora, ¡al suelo!, ¡a convertirnos en ma-
droñera o jara cervuna porque un perro late tras una
res! ¡Esta vez no he fallado el disparo! Tiempo de es-
pera, de desembucharla, de arrancar el Suzuki y
ocultar la pieza abatida en sitio seguro hasta la ma-
drugada.
----------------------
Aquellos monteros trataban de llevarnos por las
sendas del orden, pero Churubito y yo éramos dos
indomables animales y nos sentíamos a gusto fuera
del redil. En esta ocasión mi amigo y yo hemos sido
enviados a una sierra como vigilantes de las manchas
que montearemos mañana. ¿A quién se le ocurriría
poner dos zorros como vigilantes de un gallinero sin
que provoquen la traición? A media tarde hemos lle-
gado, con Suzuki incluido, al cortijo de la finca. Co-
mo trastos de vigilancia cogemos nuestras mochilas,
mantas y escopetas. Una cuadrilla de furtivos receche-
ros prepara también sus avíos. Evitamos los enfrenta-
mientos, les decimos que somos los guardas del coto,
que tengamos la fiesta de la madrugada en paz. Antes
de las diez tocan a retirada y nos dejan libre el campo
de batalla.
Nos hemos puesto a la salida de un monte muy
prieto de escobones. Sobre las doce mi Churubito le
José Luis Lobo Moriche
90
arrea candela a una cochina, que no se queda en el tiro.
Suponemos que lleva un chispazo bajo, ¡se nos pre-
senta a los dos una buena papeleta!
-Fernando, ¡ésta hay que cobrarla como sea! ¡Mira
que mañana los perros darán con la cochina herida!
-¡No podemos dejarla en la mancha!
Media madrugada detrás de ella. Aquí se echa, allí
se levanta, aquí se aplasta. Menos mal que los hilos
de sangre sobre los escobones nos guían. Por fin el
animal, sintiéndose en las últimas, se echa definitiva-
mente. Amanece y aún no hemos salido de la sierra.
-Fernando, ¡que yo voy de postor! ¡Tengo que hacer
una jugarreta, porque los monteros verán el rastro
por dónde la hemos sacado!
-¡No, si te parece, los llevas a que vean el sitio donde
la hemos rematado!
----------------------
Siempre estábamos metidos en sucios berenjenales:
aquel domingo no sé qué le pasó a mi amigo Fernan-
do para que no se viniera conmigo. Monteaban Los
Benitos, unas solanas de empinadas barreras que lle-
gan hasta la rivera Chanza, frente a Aroche. A las
solanas les eché el ojo. Dejé el coche en el cortijo de
un amigo, junto a un pantano.
Arochones
91
-Tomás, ¡prepárate; que nos vamos a cargar un jabato!
-¿Qué van a montear?
-¡Por detrás de las solanas de Las Cabezas!
-¡De ese tino está entrando un buen cochino a las
encinas de la majada de las cabras! ¡Me he puesto
varias noches seguidas, y siempre lo barruntaba por
encima del collado!
-¡Pues, hoy le llegó el día a ese tunante!
Hemos cogido una trocha tan vertical que apenas
podemos sortear las lajas de la solana; pasamos por
una baña que yo desconocía que estuviese emplazada
en este viciar de brezos blancos. Me entusiasmo con
su situación tan cercana al pizarral de la cumbre y
con el lugar tan solitario en que se halla, aunque tiene
muy mal apostadero. Si yo fuera el cortijero, la ten-
dría más que preparada y reservada para mí. Por fin
alcanzamos los últimos collados y le señalo nuestras
puertas.
-Yo me quedo aquí, en los entalles. Estas vainas son
mías, ¡un buen doblete!
-¿Y yo dónde me pongo?
Sigue la cumbre adelante y súbete en aquel filón de
lajas. Con el rifle dominas la barrera de enfrente.
José Luis Lobo Moriche
22
la Loba, El Puchero, Mojonato, Las Cabras, solana
de La Caldera, Los Ciríes, Vegalucera, Potrico. Las
dos riveras unidas tomarán el nombre de la mayor:
La Alcalaboza , que enseguida recibirá aguas de Las
Cañadas, Los Rasos, Manuela, Peramora, Bibián,
Los Puntales, Las Peñas, La Naranja y se adentrará
en tierras de Rosal, donde le llegarán por detrás de
Las Peñas correnteras de Mahoma, Las Cortecillas,
Barranquito Llano, Cumbre del Mármol, La Carras-
cosa, Mazaroco, Los Baños, Teodora, y algunos ba-
rrancos que se inician en la cumbre del poblado fo-
restal de El Mustio: unos, como Palomarejo, Carba-
llar, Carballarejo y Conejo se inclinarán hacia la co-
marca de Andévalo; y otros, como Los Melones,
Aserrador y Peñasierpes buscarán el baldío de Rosal.
El río Múrtiga en sus inicios, por tierras de Gala-
roza y de Las Chinas, es manso y amigo de hortela-
nos; después se hace más bravío con barrancos que
lamen las orillas de muchas manchas de La Nava, de
las tres Cumbres y de Encinasola: Arrumiaos, Poci-
tos, Guacho, El Moro, Los Campillos, La Moña, Las
Torrecillas, Picureña, Castillo de Torre, Maijuanes, El
Cañito, Los Valles, El Casco, Gonzalo Gil, El Se-
rrechón, El Boquerón, La Breña, El Bravo, Las Ale-
grías, El Basto, Sierra del Hoyo, Las Contiendas, y
hermanado con Ardila se hace río portugués junto al
castillo de Noudar.
Arochones
93
ducho en estos menesteres y que desconocía con
quiénes y en dónde iba a meterse. Varios perros
maestros nos acompañaban. Buscamos amparo en el
cortijo de Juanablanca que, aunque era propiedad de
un amigo, estaba deshabitado. Por aquel tiempo ha-
bían aparecido entre los moradores del valle de La
Bájena las mismas costumbres de absentismo rural
que hubo en Valdesotella, hoy sólo se mantienen in-
tactos el eterno trazado de las correnteras del barran-
co Doña María y la dehesa de encinas paralela a él.
Lo demás es un inmenso bosque de eucaliptos.
-¡Venga, escopetas a la mancha! ¡Iros de puerta, que
yo soltaré los perros en los manchones de La Cama
de la Loba! Fernando, ¡poneros en las huidas de El
Ciego que, como haya algo, los tenéis de momento
encima!
Todo preparado, espero el tiempo suficiente. De
momento la corrida de perros y jabalíes, dos tiros y el
silencio quebrado en un regajo. Nuestro invitado le
ha pegado un chispazo a una cochina, que está ya aga-
rrada por los perros. La remato, y entre los tres la
arrastramos hasta el cortijo. Hasta ahora la chipichanga
de la mañana va bien, ¡un jabalí muerto más! Ni cor-
to ni perezoso, ambiciono que batamos otras man-
chas.
José Luis Lobo Moriche
94
-¡Esto no ha hecho más que empezar! ¡Ahora a por la
barrancada grande de La Bájena! ¡Aquí no hay nadie
vigilando, todas estas sierras son hoy nuestras!
-Pepe, ¡iros vosotros dos a la salida de los mancho-
nes, que yo suelto los tres perros! ¡Coged los puntos
claves!
-¡Vale!, ¡espera media hora!
Las puertas debidamente puestas, el perrero a los
pies del encinar, el aire de frente, señales halagüeñas
de que la mancha está llena de jabalíes y las escope-
tas cargadas. De pronto, múltiples latidos y voces es-
tremecen el matorral de la barrancada, ¡en los bajos
de la sierra nos espera el guarda del coto!
-Pepe Luis, ¡me cago en diez! ¡Que me buscáis una
ruina! ¿No tenéis bastante con La Cama de la Loba?
-¡Hombre, Bomba! ¡No sabíamos que andabas vigi-
lando! ¡Nos vamos y ya está!
-¿Y ahora qué? ¡Que llevo aquí toda la semana para
que no se meta nadie, y vienes tú…! ¡Que la echan
este domingo! ¡Y ahí no ha quedado ni un rabo! ¡Me
voy por coño para Aroche!
Por las buenas, cogemos nuestra res muerta y de-
jamos en paz las sierras vigiladas por Bomba. Des-
Arochones
95
vergonzadamente ni siquiera me preocupé de cómo
escaparon los monteros.
----------------------
Hemos invadido, sin Suzuki, territorios vedados de
La Contienda: el pico La Mojosa y la sierra San Pe-
dro. Nuestro acompañante ha aparcado su furgone-
tilla en un majadal, ¡quizás demasiado atrevimiento!
Mi puesto está a pocos metros de una cañada; y, en
estos momentos de la puesta de sol, oigo el ronroneo
del motor de un todoterreno que acaba de llegar a
ella. ¡Peligro! Desconozco dónde estarán apostados
mis compañeros. Pienso que la noche ya está hecha y
que la madrugada será muy movida. Que alguien ha-
ya arrancado el coche tan tarde me desconcierta. Di-
bujo en mi mente el paisaje por donde tendré que
caminar hasta que alcance mi casa, más de veinti-
cinco kilómetros nos separa. Si inicio la salida a las
once, abriré la puerta con el sol bien asentado. No
me importa, es preferible antes que ser achantado.
Espero a que mis compañeros regresen. El conduc-
tor se acerca precavidamente al majadal y se encuen-
tra con que dos ruedas de su coche han sido pincha-
das por el visitante de media tarde, ¡esta madrugada
no seré un descamino!
-¿Cómo nos pinchaste el coche la otra tarde? -le
pregunté al iracundo vaquero de La Contienda.
José Luis Lobo Moriche
96
-¡Pepe Luis, no me digas!, ¿has cambiado el Suzuki
amarillo?
Arochones
23
En tierras del Odiel, andevaleñas y serranas, están
El Saltillo, La Junta de Mazo, Pagos, Las Bañas, El
Mojón, El Cerquijo, La Lima, El Moro, El Potroso,
Valdelaniña.
Todos estos parajes tuvieron su cazador román-
tico, conocí a algunos de estos singulares hombres y
con ellos compartí sufrimientos, sacrificios y peli-
gros; pero también, gracias a ellos, me discipliné co-
mo cazador. Campearon semejantes al macareno de
chairas desafiantes y de molaeras alunadas, que se
amaga entre la charamusca del monte y espera acu-
lado al perro puntero. Por tierras del barranco Aro-
chete se azorró El Máquina; por los valles de la Al-
calaboza cazucheó mi amigo ‘Daniel el del cercado
Forero’; del Montesino y de su hijo Quiterio fue
territorio vedado La Peramora; en las sierras de Gil
Márquez y La Bájena fue fantasma de la noche Eu-
logio; El Marra en La Corte de los Llanos, Félix
Pasión en Valdelamusa, y desde el pico de La Go-
londrina hasta el baldío de Rosal siempre oí historias
casi místicas de Santos Boza. Conservo restos de sus
historias románticas y el precioso cuchillo lenguado de
monte, con empuñadura de hueso, hecho por él.
Cada territorio siempre tuvo un cazador extraordi-
nario, un cazador que acepta o no la presencia a su
lado de un escudero, pero que no lo precisa porque
se vale por sí mismo.
José Luis Lobo Moriche
98
chote cubre la salida de la jabalina y un segundo en-
tra a rematarla con soltura y maestría, un espectáculo
colmado de belleza y plasticidad: agilidad, viveza, de-
cisión y valor armonizados.
-¡Ole vuestros cojones! -exclama Churubito.
-¡Cómo va usted a quitarnos el jabato! ¡Si es el pri-
mero que matamos!
-¿El primero? ¡Menudos cucharas estáis hechos los
dos! ¡Anda, anda, coged la cochina y que nadie se
entere!
Es la hora de la siembra de las semillas, luego llega-
rán los días de la recogida del grano; el cortijillo de
Tronca formará parte de nuestros lugares de amparo
y los hermanos y su padre serán actores conjuntos de
muchas de nuestras escenas.
(Mimábamos a los cabreros y ovejeros con los que
nos topábamos. Como agradecimiento a tanta pro-
tección, recuerdo al pastor solitario de El Galindo.
Verlo y parada obligada para que Churubito le ofre-
ciera tabaco. Luego, las preguntas de rigor: ¿Hay no-
vedad? ¿Cómo está la cosa? ¿Se oyen tiros?).
----------------------
Arochones
99
Nombrar El Bravo es referirse al paraíso de la caza
mayor, y ya sabemos a quiénes están reservados los
cielos terrenales. Como nadie nos invitaba a cazar
allí, yo mismo me premiaba. El excesivo número de
guardas dificulta la invasión de sus adentros porque
desde las cumbres dominan los movimientos de los
coches que se aproximan a las altas alambradas del
perímetro de la finca, así que había que idear algo
nuevo. Me valí de amigos no aficionados a la caza y
que, con el sol puesto, nos dejaban en el puente de
El Casco, muy cercano a la carretera de Encinasola.
¡Trepar la alambrada y El Bravo para nosotros!
¡Qué fácil y qué difícil! A Churubito, en estos tran-
ces, le costaba arrancar y me ponía algunas excusas;
pero, una vez iniciado el salto, se sentía como en su
cortijo de Jabaca. Este tipo de caza a cojones suele
traicionar al cazador testarudo. De ahí que sólo de
sopetón nos atreviéramos a invadir aquel terruño tan
peligroso.
En El Basto, tierras de Los Campillos Bajos, se
unen las manchas de La Contienda de Encinasola, La
Alegría y El Bravo. El cortijo de El Basto era nues-
tra guarida preferida para desde allí saltar al paraíso
reservado de la caza mayor. Varios días en aquel cor-
tijo significaba que Churubito y yo habíamos alcan-
zado durante varias jornadas cinegéticas la gloria de
los cazadores. Y en busca de ella íbamos con Suzuki,
Los primeros pasos de un cazador: aprendiendo del Montesino Diego
Los primeros pasos de un cazador: aprendiendo del Montesino Diego
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Los primeros pasos de un cazador: aprendiendo del Montesino Diego

  • 1. AROCHONES José Luis Lobo Moriche AROCHONES José Luis Lobo Moriche
  • 2. JOSÉ L. LOBO MORICHE Arochones Prólogo: Juan Díaz Banda y Antonio Carlos Ruiz
  • 3. Cortegana, invierno de 2012 A la memoria de Dantón Lobo, mi padre
  • 4.
  • 5. 9 Impresiones a modo de prólogo De tu amigo Juan Creo que no soy la persona más indicada para ha- cer algún comentario a un libro de mi amigo Pepe Luis Lobo; sin embargo, cuando él me lo ha pedido, algo podré aportar. No me importa decir que él me enseñó mucho y, refiriéndome a la caza mayor, con él aprendí una parte muy importante de las cosas que sé, fueron muchas mis correrías a su lado. Con él aprendí a distinguir la pisada de un ciervo de la de una cabra, la de un jabato de la de un cochino man- so, a andar de noche, a reconocer las trochas, las co- ladas…. En fin, parte de todo lo que cualquier caza- dor sabe sobre la caza -como hace referencia en su libro- fue aprendido también de otros grandes caza- dores y rececheros. Este libro de Pepe Luis gustará mucho a cazado- res y no cazadores, por su forma de expresar con tanta claridad y sencillez todas sus vivencias, por sus conversaciones con esas personas tan sencillas con las que convivió y que yo atestiguo que es así por haber conocido y convivido también con algunas de ellas. Son interesantes, incluso para sus íntimos ami- gos, conocer otras vivencias no contadas hasta ahora,
  • 6. 10 aunque sus continuas andadas en las noches durante las cuatro estaciones del año a todos nos suenan. A la hora de hablar del autor, debido a nuestra amistad y confianza, quizás no sea yo el más apro- piado para echarle flores, aunque no tengo más re- medio. Sólo pedirte que ya que has cogido la racha de practicar la otra afición de tu vida, la literatura, que no la abandones. Tienes tiempo de seguir apren- diendo y deleitarnos de vez en cuando con otro libro sorpresa. La ayuda de tu familia y de tus amigos, co- mo siempre, no te va a faltar. Juan Díaz Banda
  • 7. 11 A nuestra vieja amistad Si quieres conocer a una persona, debes escuchar cuando habla o escribe de su infancia, de su niñez o de su juventud. Seguro que te dirá cosas que, aunque con algunas mentirijillas piadosas, saldrán de lo más profundo de sus entrañas y se convertirán en mara- villosos relatos de los que se sentirá orgulloso. Esto es lo que -con toda seguridad- le ha ocurrido al autor de este nuevo libro sobre el arte de la cinegética que él ha titulado AROCHONES. Hace mucho, nuestro amigo Pepe Luis, en una de las expediciones al campo, (¡Maldita vejez que no nos deja juntarnos!) nos dijo a la luz de los troncos de encina ardiendo en la chimenea: ‘Cuando mis piernas o mi mente no tengan fuerzas para salir al campo, cogeré mi escopeta y la romperé en mil cachos sobre el risco más grande que haya en Valconejo’. Esta frase fue motivo de una larga velada en la que cada uno expuso su propio criterio. Cuando nos reti- ramos a dormir, todos pensábamos lo mismo: las pa- siones de Pepe Luis son la familia, los amigos, la edu- cación…, y la caza. Por tanto, lo que había comen- tado no tenía mucho sentido, y el paso del tiempo nos dio la razón.
  • 8. 12 El papel de plata, que colocaba en el punto de mira para sortear la oscuridad de la noche, le ha servido para describir -con una gran maestría- las claras noches de luna llena en nuestras sierras. Los cañones le han servido de inspiración para recordar todos los viejos barrancos y trochas que lle- gó a conocer mejor que los propios arochones. Los gatillos han sido los latidos de su corazón en el momento más importante del relato. La culata era la mullida almohada para soñar en las largas esperas con lances de recechos que sólo un buen cazador puede imaginar. Las balas eran los recursos literarios que llegan a lo más profundo del corazón. La funda era el descanso, la tranquilidad y el sosiego de una larga y dura noche.
  • 9. Cortegana, invierno de 2012 A la memoria de Dantón Lobo, mi padre
  • 10.
  • 11. 15 Prólogo……………….9 Mis primeros pasos 17 De cachorro 63 Con Churubito 69 Berenjenales 85 Ayudas 97 Magia 107 Pasión y destrezas 119 ¡Tranquilo, Churubito! 135 Instinto, razón oído y vista 139 Juego de luces 153 Esfuerzos 159 Nieblas 163 Peligros 169 Macarenos y carrasqueños 193 Epílogo………………225
  • 12.
  • 13. 17 Los primeros pasos -¡Pepe Luis, no te imaginas dónde comen estos aro- chones de Mazaroco! -me contaba, hace medio siglo, Diego el Montesino. -No sé, ¿en La Peramora? -¡Qué va! Ya estaba hasta la coronilla de esperarlos en Los Baños y en Las Cortecillas, noches enteras sin haber barruntado siquiera un taramazo; así que, un amanecer, cogí la burra de cabestro dispuesto a se- guir el rastro de estos gandules encamados en el pim- pollar de Teodora. Me suponía que como mínimo irían a parar al pinar de Mahoma o al encinar de La Peramora, pero dejaban atrás Vegalucera, cruzaban la rivera Doña María y tomaban solana arriba hasta la cumbre de El Vínculo. Allí los dejé a su aire, ¡se des- colgaban ciegos al castañar de la umbría! -Diego, ¡mucha huebra para una embozada de bellotas y de castañas! ¡Hablas de quince kilómetros o más!
  • 14. José Luis Lobo Moriche 18 -Pues ya sabes qué hacen estos trotones cuando se les antoja, ¡al castañar de El Vínculo sin pararse en las encinas pegadas a sus camas! Conocí a Diego el Montesino de las manos de su hijo Quiterio y de su consuegro ‘Daniel el del cer- cado Forero’, y fue él quien despertó en mí la cu- riosidad sobre el campeo y los encames de los jaba- líes, jabatos para los serranos de Huelva. Era yo un jovenzuelo de diecisiete años, cuando me contó esta historia junto a la chimenea de un cortijillo abando- nado en Los Baños, una noche alunada de octubre de 1966. ¿Cómo es posible que tengan que des- plazarse tan lejos para pelar una docena de castañas? Con más edad y experiencia fui hilvanando algunas observaciones: eran tiempos en que miles de palomas dormían en los eucaliptos de El Vínculo, ocasión que aprovechaban algunos palomeros para llenar de tor- caces sus mochilas, tras haberle cogido las vueltas al guarda ‘Mateo el de El Hurón’ cuando buscaba a los furtivos palomeros montado en una jaca blanca. Franciscón y sus compinches eran diestros en esqui- var la vigilancia de Mateo: que el guarda coge un lo- mero arriba o abajo, el furtivo cazador se aplasta en medio de una barrancada mientras haya luz del día. Palomas posadas y lluvia de munición encima de las reses encamadas. Así atardecer tras atardecer, que los palomeros avanzan sierra a sierra con sus canutazos,
  • 15. Arochones 19 ellos se encaman más lejos. Diego me enseñó que el encame y el campeo de las reses por las dehesas de encinas y alcornoques son querencias muy distintas. Aquella piara de su terruño abría los primeros erizos del castañar más occidental de estas sierras de Huel- va, La Pimpollosa, en el paraje que desde Aroche lle- va -a través del camino de Castilla y de Sierra Pelada- hasta las minas de San Telmo. Los jabalíes de Maza- roco no estaban dispuestos a que nadie les impidiese que siguieran comiéndose las tempranas castañas y el instinto los llevó hasta un sitio tranquilo pero lejano de su natural hábitat de campeo, un lugar libre de to- da intromisión del ser humano y que ellos habían en- contrado a quince kilómetros del castañar de El Vín- culo. Aprendí del Montesino que, si una encina estaba bien tomada por los jabalíes desde hacía ya varios días y si no había síntomas de que algún mal cazador les hubiese echado el viento la noche anterior o de cualquier otro espanto, era cuestión de tener culo y continuar a la espera. Si me bajo, se me desinflarán las emociones, porque ni en la cama ni en el bar se mata nada. Que la noche no se convierta en caduca, porque mientras estoy en tensión, sentado sobre la trepa de un árbol, gozo de mi existencia y me olvido de todo lo demás. Cazar es vivir, vivir la caza apasio- nadamente y ganarle la partida al tiempo perdido. Así
  • 16.
  • 17. Arochones 21 quejigos de La Torre y luego se violentan en los ba- jos de los cerros cabriles de Maribarba. ¿Quién no ha oído historias o vivido lances de monterías celebra- das en El Galindo, Maribarba, Huerto Antón, Curtía, Los Lobo, Terrazos, Los Benitos, Aliserillas, Pico de los Ballesteros, Cabezo Verde, Corte Sunobre y Agujos? Las aguas de estas manchas llegarán, en la junta de Los Lobo, a la gran rivera serrana que nace en Cortegana, que enseguida forma suaves revueltas en los llanos de Aroche y busca hacerse frontera con Portugal: la rivera Chanza. Antes habrá recogido por su orilla derecha las aguas de Tejadilla, Las Camorras, La Pava y después Las Cabezas, Valdesotella, Puerto Nogal, Bejarano, Chocitas, Las Bañitas, El Cebro, Monteblanco, Umbrizo, El Brueco, La Venta, Las Tabacas y Pasada del Abad. Por la izquierda vierten aguas El Cañuelo y La Caballona. La rivera La Alcalaboza nace en el puerto de Las Veredas de Almonaster, y recoge aguas de Los Alcalabocinos, Umbría Valera, Antón Pérez, La Pe- ñita, Estercadillas, Valdipuerca, Aulagar del Hurón, Vínculo, Puerto Cañón, umbría de La Caldera, Pasos de Juan Gordo y espera en el puente de La Peramora a la rivera Doña María, que se inicia en el puerto de La Venta, cercano a la aldea de Gil Márquez. Antes de la unión ha recogido barrancos de La Bájena Alta, El Recio, Limones, Timones, Juanablanca y Cama de
  • 18. José Luis Lobo Moriche 22 la Loba, El Puchero, Mojonato, Las Cabras, solana de La Caldera, Los Ciríes, Vegalucera, Potrico. Las dos riveras unidas tomarán el nombre de la mayor: La Alcalaboza , que enseguida recibirá aguas de Las Cañadas, Los Rasos, Manuela, Peramora, Bibián, Los Puntales, Las Peñas, La Naranja y se adentrará en tierras de Rosal, donde le llegarán por detrás de Las Peñas correnteras de Mahoma, Las Cortecillas, Barranquito Llano, Cumbre del Mármol, La Carras- cosa, Mazaroco, Los Baños, Teodora, y algunos ba- rrancos que se inician en la cumbre del poblado fo- restal de El Mustio: unos, como Palomarejo, Carba- llar, Carballarejo y Conejo se inclinarán hacia la co- marca de Andévalo; y otros, como Los Melones, Aserrador y Peñasierpes buscarán el baldío de Rosal. El río Múrtiga en sus inicios, por tierras de Gala- roza y de Las Chinas, es manso y amigo de hortela- nos; después se hace más bravío con barrancos que lamen las orillas de muchas manchas de La Nava, de las tres Cumbres y de Encinasola: Arrumiaos, Poci- tos, Guacho, El Moro, Los Campillos, La Moña, Las Torrecillas, Picureña, Castillo de Torre, Maijuanes, El Cañito, Los Valles, El Casco, Gonzalo Gil, El Se- rrechón, El Boquerón, La Breña, El Bravo, Las Ale- grías, El Basto, Sierra del Hoyo, Las Contiendas, y hermanado con Ardila se hace río portugués junto al castillo de Noudar.
  • 19. Arochones 23 En tierras del Odiel, andevaleñas y serranas, están El Saltillo, La Junta de Mazo, Pagos, Las Bañas, El Mojón, El Cerquijo, La Lima, El Moro, El Potroso, Valdelaniña. Todos estos parajes tuvieron su cazador román- tico, conocí a algunos de estos singulares hombres y con ellos compartí sufrimientos, sacrificios y peli- gros; pero también, gracias a ellos, me discipliné co- mo cazador. Campearon semejantes al macareno de chairas desafiantes y de molaeras alunadas, que se amaga entre la charamusca del monte y espera acu- lado al perro puntero. Por tierras del barranco Aro- chete se azorró El Máquina; por los valles de la Al- calaboza cazucheó mi amigo ‘Daniel el del cercado Forero’; del Montesino y de su hijo Quiterio fue territorio vedado La Peramora; en las sierras de Gil Márquez y La Bájena fue fantasma de la noche Eu- logio; El Marra en La Corte de los Llanos, Félix Pasión en Valdelamusa, y desde el pico de La Go- londrina hasta el baldío de Rosal siempre oí historias casi místicas de Santos Boza. Conservo restos de sus historias románticas y el precioso cuchillo lenguado de monte, con empuñadura de hueso, hecho por él. Cada territorio siempre tuvo un cazador extraordi- nario, un cazador que acepta o no la presencia a su lado de un escudero, pero que no lo precisa porque se vale por sí mismo.
  • 20. José Luis Lobo Moriche 24 A través de esos seis tentáculos de riveras y barran- cos que me llevaban hasta las sierras más recónditas cambiaba constantemente mi ser, la personalidad, aunque nunca diré que busqué la diversión. ‘¿Adón- de anduvo anoche Pepe Luis, que llegó a casa tan tarde?’, preguntaba la alcahueta vecina a mi mujer. ‘En el campo’, contestaba ella con colores subidos. ¡No!, ¡yo no estaba en el campo ni con nadie! ¡Yo era campo!, ¡en él me adentraba para ser elemento del paisaje! El campo, para un cazador como Pepe Luis, no tiene amo ni llave que lo cierre. Iba adonde nadie iba, a tierras prohibidas porque me atraía lo prohi- bido. Encaramado en alto árbol y desafiando la ley de la gravedad me recostaba en el vacío de una ba- rrancada para hablar conmigo del tema más trans- cendental: la caza. ‘Gente de cacería, gente perdía’, decía el gilí de turno; a ellos, que nunca perdieron tiempo de su raquítica vida en la caza, dedico estas aventuras y desventuras cinegéticas. A ellos que con- sideran que no lo malgastan cuando hablan de polí- tica, hacen cola en una oficina, rellenan un impreso oficial o que nunca descuentan los segundos desa- provechados en no existir. En parte llevan razón, yo no fui un cazador al uso, dediqué la vida a cazar apa- sionadamente, porque no fui hombre centrado, que lo fui de los extremos, ¡eso que el gilí llama un vi- cioso de la caza! Sería un hecho imposible que yo no hubiese sido un cazador por mí mismo, siempre re-
  • 21. 9 Impresiones a modo de prólogo De tu amigo Juan Creo que no soy la persona más indicada para ha- cer algún comentario a un libro de mi amigo Pepe Luis Lobo; sin embargo, cuando él me lo ha pedido, algo podré aportar. No me importa decir que él me enseñó mucho y, refiriéndome a la caza mayor, con él aprendí una parte muy importante de las cosas que sé, fueron muchas mis correrías a su lado. Con él aprendí a distinguir la pisada de un ciervo de la de una cabra, la de un jabato de la de un cochino man- so, a andar de noche, a reconocer las trochas, las co- ladas…. En fin, parte de todo lo que cualquier caza- dor sabe sobre la caza -como hace referencia en su libro- fue aprendido también de otros grandes caza- dores y rececheros. Este libro de Pepe Luis gustará mucho a cazado- res y no cazadores, por su forma de expresar con tanta claridad y sencillez todas sus vivencias, por sus conversaciones con esas personas tan sencillas con las que convivió y que yo atestiguo que es así por haber conocido y convivido también con algunas de ellas. Son interesantes, incluso para sus íntimos ami- gos, conocer otras vivencias no contadas hasta ahora,
  • 22. José Luis Lobo Moriche 26 pólvora quemada, ayudarle a enfundarla, a trans- portársela hasta el coche que lo llevaba a La Con- tienda. Crecí al lado de un padre que había educado su carácter ejerciendo la actividad gozosa de la caza, nos hicimos más amigos y me olvidaba de los juegos infantiles, embobado con su palabra mientras habla- ba de gentes humildes como Gollito, Pedrero, Juani- quí, Romana… Pastores amigos de don Dantón, a quien le ayudaban a hacer un aguardo de monte o corrían hacia él para anunciarle dónde tenía la que- rencia una collera de perdices. No sé si vendrá a cola- ción contar una anécdota de esta relación suya con gentes sencillas: en una de mis escapadas a Bejarano en pos de una piara de jabalinas, varios perros siguie- ron el rastro de una res zorreada y se adentraron en Portugal. Muchos soplidos a la caracola de cabezo en cabezo, pero ningún campanilleo oí. Hice las gestio- nes oportunas, y me llegaron noticias de que un ve- cino de Santo Aleixo había cogido uno de mis pe- rros. Me desplacé al pueblo portugués, y efectiva- mente en el corral de una casa estaba atada la perra que yo buscaba. Faltaba un cachorro de orejas blan- das, que no las envelaba sino en los momentos en que oía la ladra de agarre. El tono de su piel tiraba a cho- colate, de ahí su nombre. Que si por La Contienda portuguesa habían visto un perro sin amo de los que llaman balduendo, que sí era marrón oscuro… En aquellas tierras portuguesas estuve un día, caracola va
  • 23. Arochones 27 y caracola viene de cabezo en cabezo otra vez, ¡nada, ni rastro de mi Chocolate, que lo perdí para siempre! Pero, a lo que íbamos, a la relación de mi padre con gente humilde. Por delante de un cortijo de La Con- tienda portuguesa pastoreaba un rebaño de cabras y ovejas, detuve mi Suzuki y busqué al pastor. De aquel cortijo, casi derrumbado como un majano, sa- lió un hombre octogenario, curtido en mil batallas de sierras, de lobos y de subsistencia. -¿De qué pueblo de España eres? -me preguntó con una perfecta habla de labriego serrano. -Soy de Cortegana. No sé si usted sabrá dónde está ese pueblo. -¿Cortegana? ¡Allí vivía don Dantón! -¡Don Dantón era mi padre! -le contesté emociona- do. Se enjugó las lágrimas y me besó. Seguro que aquel atardecer el pastor portugués sacó la petaca, echó tabaco y recordó con nostalgia los atardeceres de febrero cuando se encontraba con mi padre -perdi- gón a la espalda- en los collados salpicados con sa- laíllos de brezos rojos, allá en tierras fronterizas de Las Alpiedras.
  • 24. José Luis Lobo Moriche 28 Era yo demasiado niño todavía para acompañarlo en correrías cinegéticas y me conformaba con tocar - aún no sabía leer- las notas que escribía con su Un- derwood referentes a los pertrechos necesarios para los días de caza; y a él me pegaba, cuando contaba sus aventuras a mi tío José Lobo. Creo que aprendí a leer más rápido que otros colegiales, llevado por las ganas de atrapar el misterio de sus notas: ‘Con este cartucho y dos más maté un jabato de más de siete arrobas en la era de tío Severo, en La Nava’, ‘Bajo el naranjo del corral está enterrado mi mejor pájaro: Gollito’. Tocaba sus cosas de caza como si fuesen mías: un mechero de yesca labrado a navaja por un pastor -hijo del Montesino- en madera de brezo blanco, su escopeta del calibre 16 marca Perdiz, la navaja, la petaca, las polainas, la canana y sobre todo acariciaba los cartuchos de cartón recargados por él. Luego, llegaron los días de montería. ---------------------- Durante los años cincuenta, en la Sierra Occiden- tal de Huelva, sólo existía la ‘Peña montera de Cor- tegana’. Estaba formada por unos veinticinco so- cios, capitaneados por Martín Delicado, un hombre muy conocedor de los parajes de la Sierra y que alter- naba sus quehaceres como propietario de una me- diana hacienda con tareas de postor, de marcador de las armadas y responsable de las decisiones de la
  • 25. Arochones 29 suelta de perros y demás estrategias para la caza de la res fantasma que los aldeanos de El Hurón creían que deambulaba por la Umbría de Valera o por El Vínculo. Al despacho de mi padre llegaba un huro- nero, como cazador agonía, a anunciarle la noticia: -¡Don Dantón, que Mateo ha cogido el rastro de un buen cochino! ¡Que las bañas de Valdipuerca están muy tomadas! ¡Que el castañar de Espejito huele a berrenchina! ¡Que en el castillete que está junto a la choza de la Caporra se le arrancó por delante de su jaca un jabato! Ahí tienes a una veintena de hombres en busca de esos animales fantasmas que nunca aparecían. Mon- terías de siete u ocho horas, batiendo con una doce- na de perros sierras que hoy día dan para cuatro o cinco jornadas de caza. Todo se hacía pausadamente: la ida a pie -Martín montaba su Espléndida y mi pa- dre un mulo-, los perros iban acollarados y los mon- teros más afortunados en el camión del amo de El Vínculo. Empecé a acompañarle en estas monterías que se organizaban en horas y que se celebraban durante todo un día en las sierras aledañas a la aldea de El Hurón. Casi todos los ahuchadores, corredores o jaleadores eran de esta aldea: Antonio Terreros, Ma- teo y sus hijos Domingo y Fermín, Reyes, Julián Vázquez, el alcalde de Los Alcalabocinos, su her- mano Tórtolo, Pintaína, Andana y los aficionados de
  • 26. José Luis Lobo Moriche 30 Las Veredas: Evaristo, Ernesto, Celestino..., otros de Cortegana: Daniel, Carmelo Boza, Maufa… Eran los lazos familiares, de vecindad y de amistad los que trababan a estos hombres infatigables que, hurga de martillo en mano y cartuchos rellenos de pólvora ne- gra, batían con ahínco todas las barrancadas de las sierras. Una sola voz los animaba: la palabra sabia y práctica de Mateo, el capitán de los corredores. Hu- mareda de pólvora negra y el perro puntero que tras- tea la primera barrancada, la segunda y no sé cuántas más hasta que cada jaleador llega extenuado a las puertas de la última armada, que tienen el viento de pico o que caprichosamente se ha puesto rabón. A so- pié de la armada aguarda el capitán de los monteros: -¡Rematad bien los acules! Si el perro puntero latía, más de veinte corazones se inquietaban esperando oír: -¡Ahí lo llevas, derecho al colmenar del barranco! ¡Qué desilusión!, nada más que los asustadizos mir- los se levantaban de los barrancos y sólo algún zorro iba chanteado por delante de los perros. Era muy difícil coger encamados una cochina vieja y sus bermejos, pues tenían que patear muchas sie- rras para partir una bellota recién caída y fresca; casi siempre se conformaban con el cascajo y los secos
  • 27. Arochones 31 cascabullos ocultos debajo de la charabasca. Ni me desalenté ni me aburrí de tanta escasez de piezas ma- yores. Al contrario, antes de que mi padre golpeara en la puerta de mi habitación, ya estaba yo en pie con mi mochililla preparada. Llegó el día en que Martín y sus afanosos monteros mataron una res en Antón Pérez. Arranqué algunas cerdas, las coloqué liadas en mi gorra y manché por primera vez mis manos con la sangre de una jabalina, alguien puso también sus ma- nos ensangrentadas sobre mi cara. Olí la caza mayor muerta y comí parte de las asaduras y de los riñones fritos. Me entusiasmé con una escopeta del calibre 12 y un cañón reductor de doce milímetros acoplado a ella y sentí las alegrías del niño más feliz del mundo con un arma encarada tras las totovías de los rastro- jales, las avefrías de los llanos helados o tras un escu- rridizo martín pescador en los barrancos de El Vín- culo. Por primera vez metí en el reductor un car- tuchillo que contenía dos balines, y me senté sobre una piedra detrás de mi progenitor. No sabía yo aún qué emociones siente el cazador apostado en la vega de Doña María, frente a la barrera asolanada de La Cama de la Loba, cuando oye a los corredores que tocan trompetas y caracolas en las cumbres, alertan- do a las puertas de que los perros han levantado una piara de jabalinas o que un cochino se ha atrancado
  • 28. 10 aunque sus continuas andadas en las noches durante las cuatro estaciones del año a todos nos suenan. A la hora de hablar del autor, debido a nuestra amistad y confianza, quizás no sea yo el más apro- piado para echarle flores, aunque no tengo más re- medio. Sólo pedirte que ya que has cogido la racha de practicar la otra afición de tu vida, la literatura, que no la abandones. Tienes tiempo de seguir apren- diendo y deleitarnos de vez en cuando con otro libro sorpresa. La ayuda de tu familia y de tus amigos, co- mo siempre, no te va a faltar. Juan Díaz Banda
  • 29. Arochones 33 una segunda oportunidad. Con la ligereza de un niño eso debí intuir, ni siquiera miré cómo él apuntaba en- tre los cepellones de la corriente, me encaré mi es- copeta y apunté a un bulto que había dejado atrás la rivera. Sonaron varios estruendos bajo los alisos y la res les dio el culo a dos cazadores. Seguí callado por- que sabía las consecuencias de mi precipitación y me sentía culpable de que nos fuéramos tarugos. Llegaron perros y perreros que nos anunciaron que en la ar- mada de cierre habían matado mi res. Digo mía, por- que me pertenecía desde que asomó entre los alisos. Después, para sorpresa de todos los monteros, el cochino alojaba dos balines, que apenas se habían in- crustado varios dedos en el corato seboso. La ley oral que corría por las sierras onubenses otorgaba la cabe- za de la res muerta al cazador que primero le hubiese hecho sangre. Esta vez fui yo, con mi reductor de 12 milímetros, un montero de apenas diez años, quien había cumplido con el precepto de la tradición. Aquel reductor me resultó pronto insignificante, y ascendí en la escala de calibres con un escopetón del 20 de un solo cañón. ¡Qué importante me sentía en Los Alcalabocinos, detrás de aquellos monteros, su- biendo el camino empinado de Espejito! Una hilera de perros acollarados con traíllas de dos mosqueto- nes, una jaca espléndida y un rosario de hombres ilusionados: Jara, Chicuelo, Hilacrio, Navarro, Ricar-
  • 30. José Luis Lobo Moriche 34 do, Sota, Juanage, los Vaca, los Bahones, Luis Cor- tes, Calamita, Cordobés, Librero… Rara vez se oía la trompeta del alcalde del Hurón achuchándole sus cachorros a una res levantada. Si amagaba entre los brezos de un venaje, allí estaba él para romper su gar- ganta con ánimos de buen perrero. Nunca le vi matar una pieza de caza ni tampoco gestos de desespera- ción. ---------------------- Mientras escribo estas notas de historia cinegética, tengo ante mí la cabeza disecada de uno de aquellos fantasmas que campearon de sierra en sierra buscan- do una hembra celosa para que la especie no se per- diera: tres arrobas, pero sorprende la longitud de sus afiladísimas navajas. Es más, yo diría que este autén- tico arochón fue todo navajas. Lo observo bien y me imagino que nada tuviera proporcionado, demasiado macizo y robusto para tan pocas arrobas, parece que nació sin cuello y que todos sus miembros fueron ru- dimentarios. No sé en dónde los zoólogos incluirían sus características morfológicas, quizás como ‘Sus scrofa baeticus’, un auténtico arochón. Mi abuelo Miguel Lobo lo mató en Las Peñas de Aroche, allá por 1888, el año de los tiros, y luego lo disecó per- sonalmente, una época en la que el hombre con su razón no desequilibró el arte de la caza mayor, sim- plemente porque escaseaba.
  • 31. Arochones 35 A los trece años rematé una jabalina por primera vez, una cochina como los serranos acostumbramos decir. Ahora comprendo por qué mi padre me ani- mó, quería tantear mi decisión ante el peligro. La ocasión no podía ser más propicia: a unos doscientos metros de nuestra puerta, varios perros habían trin- cado a dientes una res, que gruñía insistentemente. -¿Te atreves a rematarla? -¡Ahora mismo! -¡Ten cuidado con los perros! ¡Postas no! Demás sabía que era una marranchona que estaba dando las últimas boqueadas de vida ante aquellos perros de tanta ley. La advertencia necesaria al nova- to rematador: ‘¡Los perros, cuidado!’. Sintiéndome un montero, cumplí con el precepto del deber de rematar una res y encebar a los perros cachorros en la sangre. De pronto me quedé embarbascado entre un matorral espesísimo de viejas jaras retorcidas que, a cada paso que yo iniciaba, me tiraban hacia atrás. Aquí me caigo, aquí me levanto, allí quedo colgado, cada vez estaba más cerca de la pieza herida. Hoy sé que un niño también sufre taquicardia, aunque yo sólo notaba que mi boca y mi lengua estaban como cristalizadas, cuando con un lenguaje casi humano los perros insistían en que ellos habían trincado el
  • 32. José Luis Lobo Moriche 36 animal codiciado. Me tentó para que yo emprendiera el largo camino de una técnica de difícil aprendizaje. Si hubiera sido un cochino atrancado, mi padre ha- bría encontrado a su hijo hecho papilla; le entré a la res herida al contrario de lo que mandan los cánones de la Cinegética, como entran los monteros inútiles que desconocen el peligro que conlleva rematar un jabalí ofreciéndole la posibilidad de que corra cuesta abajo. Apenas gruñía ya; eran los últimos segundos que le quedaban de vida a la marranchona. Un perro de capa blanquecina con orejas bailonas y blandas la tenía presa entre sus dientes y otro canelo bocinegro se apartó de la res al verme. Tuve la paciencia de un cazador mayor y esperé a que la soltara. A aquella marranchona casi ya muerta le endilgué un tiro de re- mate. Estiró las patas y emitió un ronquido de muer- te. Entonces me sentí más espigado e importante ante aquel cadáver que ya sólo era algo inerte; imité al alcalde del Hurón: ‘¡Perros ahí, valientes!’, y la arrastré barrera abajo hasta la rivera. ¡Tenía que matar y maté! No sé cuánto mi padre se enorgulleció de que su hijo hubiese superado las pruebas de arrojo y decisión. Ascendí otro escalón en mi carrera de montero y me sorprendió con que mi próxima arma de caza sería el Tigre del 44. ----------------------
  • 33. 11 A nuestra vieja amistad Si quieres conocer a una persona, debes escuchar cuando habla o escribe de su infancia, de su niñez o de su juventud. Seguro que te dirá cosas que, aunque con algunas mentirijillas piadosas, saldrán de lo más profundo de sus entrañas y se convertirán en mara- villosos relatos de los que se sentirá orgulloso. Esto es lo que -con toda seguridad- le ha ocurrido al autor de este nuevo libro sobre el arte de la cinegética que él ha titulado AROCHONES. Hace mucho, nuestro amigo Pepe Luis, en una de las expediciones al campo, (¡Maldita vejez que no nos deja juntarnos!) nos dijo a la luz de los troncos de encina ardiendo en la chimenea: ‘Cuando mis piernas o mi mente no tengan fuerzas para salir al campo, cogeré mi escopeta y la romperé en mil cachos sobre el risco más grande que haya en Valconejo’. Esta frase fue motivo de una larga velada en la que cada uno expuso su propio criterio. Cuando nos reti- ramos a dormir, todos pensábamos lo mismo: las pa- siones de Pepe Luis son la familia, los amigos, la edu- cación…, y la caza. Por tanto, lo que había comen- tado no tenía mucho sentido, y el paso del tiempo nos dio la razón.
  • 34. José Luis Lobo Moriche 38 -¡Llévate a Pepe Luis y ponlo en la huida de la Majá! - le dijo Martín Delicado al postor. Por primera vez me vi solo en medio de una sierra con la responsabilidad de cubrir una puerta. Soltaron los perros a las diez de la mañana; eran ya las tres de la tarde y aún estaba yo en tensión, esperando que cualquiera de las matas de jaras cervunas que tenía frente a mí se transfigurara de repente en una pieza de caza mayor. A este ejercicio mental juega a menu- do el cazador, esperando que la mente atraiga lo que elementos menos espirituales no consiguen. Otros gastan estos momentos de larga espera observando el vuelo -en varios planos- de una mariposa, el picoteo de un petirrojo o astillan un palo. Mientras monteo nunca gasto los segundos en ob- servaciones paisajísticas, y aquí me tienes -hecho una madroñera- pendiente de las voces de los corredores y del trasteo de los perros en la barrera de solana, en ese estado de desánimo al saber que todas mis emo- ciones están ya goteando. Aún falta el remate final de la mancha, los acules. Uno de esos sabios perros, que conocen todas las triquiñuelas de las que los animales huidizos se valen para buscarse amparo entre el rodeo de matorral más espeso, aligera los pasos, y con de- cisión busca uno de estos pegujones de brezos blancos que muestran los indicios de que en el viciar nace un venaje de agua. Un campanilleo acompaña al perro ta-
  • 35. Arochones 39 pado por la espesura, y el tintineo cada vez más ner- vioso me anuncia que él levantará la res achantada entre las charamuscas. En medio de la barrera asolana- da aflora como una especie de corazón vegetal for- mado por dos pequeños venajes de brezos blancos y lilas entreverados, el sitio apropiado para que cual- quier animal zorreado se haya aplastado allí. Ha sido un ladrido seco y grave, el habla del perro de buenos vientos que sabe que un jabalí está ahí. -¡Anda valiente! -y un corredor que está sentado so- bre un risco próximo al castillete del cerro levanta su hurga y dispara un cartucho de fogueo con intención de animar a dos perros para que se adentren en la es- pesura del corazón vegetal. Los ladridos se hacen menos graves y más segui- dos; los perros forman una especie de danza circular campanilleada tras la res, mientras el corredor sube hasta el mismo pico del castillete y foguea mancha abajo. Un vareteo de monte abierto anuncia a los monteros del barranco que un bicho se ha levantado y que ha iniciado la carrera. Enseguida los ladridos se aceleran tanto que se unen en hipa, y mi corazón se me sale por la boca. Por dos jaras entreclaras se cuela un sombreado vivo. Levanto el rifle a la altura de mi cara sin saber a qué debo apuntar, pues sólo son mis oídos los únicos testigos del atrabanque de los tres perros con la res. Echo el aliento y retrocede obli-
  • 36. José Luis Lobo Moriche 40 gado por el aire sureño que sopla de frente. Domino toda la barrera y tengo la certeza de que mi rifle al- canzará cualquier punto de la misma con tres o cua- tro disparos. El hilo de monte se abre y se cierra en- seguida. Contengo las prisas. La quietud del barran- quillo de la solana es soliviantada por el eco ahonda- do de sucesivos ladridos agudos y silbantes. -¡Las puertas del barranco!, ¡ahí lo lleváis que va a sal- tar a la umbría! ¡Que es un cochino! Ahora sí que gozaré de la oportunidad de cogerlo con el punto de mira y descargar en el jabalí le- vantado toda la tensión acumulada. En efecto, aun- que no viene zorreado ni mosqueando, entra de bue- nas maneras por una trocha que está muy pateada. Se presenta de hocico y espero que enseñe los codillos. Acompaño la mano para cogerlo bien entre la ranura del punto; y, cuando creo que he detenido el instante propicio, disparo. Noto algo extraño en el animal, que sigue la carrera como si no hubiese sido con él. Cuando se me tapa entre el espeso matorral, disparo dos veces más al husillo que va dejando tras de sí, sin saber aún que los tiros se están quedando traseros. ¿Qué habrá pasado?, ¿ni un pelo cortado? Me es- peranzo en los tres perros que vienen latiendo, pasan la trocha entacados y se adentran en la umbría que da a mis espaldas. Bajo el rifle y me quedo con cara de tontorrón. Me avergüenzo, la escena ha sido con-
  • 37. Arochones 41 templada por uno de los corredores y no tendré ante él una justificación posible de la mancornada. Simulo los pasos del animal en la trocha, y mi cuerpo entra en caja cuando veo el tronco y las ramillas de unos jaguarzos salpicados de sangre. Silbo insistentemente al perrero, mientras agito al aire mi gorra para que baje al barranco. -¿Dónde lo has tirado? -me pregunta Daniel, que llega a mí acompañado de un par de cachorros que no se mueven de sus pies. -¡Ahí donde usted está, lo he tirado atravesado! ¡Va dando sangre! -¡Ven para acá! Aquí va, la trocha adelante. ¡Huy!, ¡un tiro en las agujas! ¡Y no es tan chico! -Daniel, ¿darán los perros con él? -¡No sé, lleva camino de los encames de la Majá de La Caldera! ¡Lo malo es que las tardes son muy cor- tas y como se haya metido en ese matracal tan vie- jo…! ¡Coge el camino abajo y espera al postor en la junta del barranco, que yo voy a seguir el rastro hasta la cumbre de la umbría! ¡A ver si oigo las campa- nillas! ¡Qué pronto se fue la luz de la tarde y con cuánto desasosiego esperé a Daniel!
  • 38. 12 El papel de plata, que colocaba en el punto de mira para sortear la oscuridad de la noche, le ha servido para describir -con una gran maestría- las claras noches de luna llena en nuestras sierras. Los cañones le han servido de inspiración para recordar todos los viejos barrancos y trochas que lle- gó a conocer mejor que los propios arochones. Los gatillos han sido los latidos de su corazón en el momento más importante del relato. La culata era la mullida almohada para soñar en las largas esperas con lances de recechos que sólo un buen cazador puede imaginar. Las balas eran los recursos literarios que llegan a lo más profundo del corazón. La funda era el descanso, la tranquilidad y el sosiego de una larga y dura noche.
  • 39. Arochones 43 de la efectividad de la liga de plomo y cera. Llegó el domingo, la oportunidad de comprobar la eficacia de las balas de Félix Pasión: a primeras horas de la mañana la cuerda formada por veinte monteros, diez corredores, veinte perros y Martín Delicado con su Espléndida salió desde El Calvario y tomó el callejón de Valderrana. Los ladridos de los perros de los cer- cados que dan al camino nos acompañaron hasta que dejamos atrás el pilar del callejón y tomamos el carril que desde el puerto de Las Veredas lleva a las cum- bres de las sierras de Los Alcalabocinos. La luz del amanecer clareaba ya por el castillo de Cortegana, cuando Martín Delicado mandó que en la hondo- nada que hace el camino antes de alcanzar la cumbre nos parásemos, para no avistar la mancha de El Sal- tillo, un bosque de viejos pinos apretadísimos. La mancha linda con la cumbre de Los Alcalabocinos, busca el sur por Gil Márquez y se cierra por el puen- te de Tres Fuentes y la línea férrea. En medio está la casa forestal de La Madroña y el sendero que lleva a Gil Márquez. (Bien memorizada tengo esta mancha del término municipal de Almonaster, pero no ade- lantaré las causas). Martín le dio las órdenes oportu- nas a Julián como nuevo capitán de los corredores y le entregó una bolsa con cartuchos de fogueo: -Julián, ¡haced las cosas bien! ¡Soltad los perros a las diez y media y coged la mancha a mano, que nadie se
  • 40. José Luis Lobo Moriche 44 adelante, y dadles tiempo a los perros en los encames del barranco! ¡Que no os dejéis volver las reses! -¡Descuida, Martín, que se coge bien! ¡Voy a mandar a Antonio Terreros para que vaya puntero por los manchones cercanos a la vía, y que entre él y los dos niños de Mateo suelten tus perros, verás cómo el Tigre, Nerón y el Turco se van enseguida a los enca- mes! -¡Léele la cartilla al tunante de Pintaína, que se deje de zorrearse de lomero en lomero y que se meta en la mancha! ¡Mira, Julián, voy a cerrar por la cumbre de Gil Márquez, allí pondré dos puertas y yo estaré en la junta de los dos regajos! ¡Me llevaré al niño de don Dantón y lo pondré cerca de mí! Hechas las advertencias al capitán de los perreros, Martín repartió los monteros entre los tres postores. Yo seguía tras los pasos de la jaca, ajeno a las mara- villosas vistas que desde la cumbre se abren a tierras andevaleñas. Recuerdo que en un punto de la cum- bre, próximo al pilar de El Saltillo, Martín giró brus- camente, dibujando la muleta de cierre. En el inicio de aquella singular curva señaló mi puesto: -¡Aquí vas a quedarte, es un sitio muy bueno! ¡Ten cuidado, que pueden entrar regajo arriba! ¡Mira cómo
  • 41. Arochones 45 tienen de tomada la cañada! ¡Aquí achantado hasta que yo te recoja! Martín y la Espléndida desaparecen de la cañada y yo desenfundo mi Hércules del 12. La hoya está muy sombría, los altos pinos impiden que entre en ella la luminosidad de un día casi despejado de nubes. Car- go la escopeta con dos cartuchos de plomo y cera y la dejo apoyada sobre el troncón de un pino. Busco dos piedras grandes, las calzo para que no se muevan y tercio entre ellas una laja de pizarra negra que sirva de asiento. Un ritual que apenas celebro, porque des- de mis inicios como montero prefiero permanecer de pie, para que ninguna pieza de caza me coja la vez. Saco de la fiambrera dos chuletas empanadas y en un minuto las engullo, una naranja, un buche de agua, ¡y de pie! Aún no son las diez de la mañana y ya he al- morzado. Justo a las diez y media, muy lejano y bajero, oigo dos tiros que se me antojan de fogueo, tan huecos y diáfanos que ningún animalillo se inquieta en los montes que tengo a mis espaldas, no se mueven las copas de los pinos y todo -incluido yo- se mantiene en penumbra. Parece como si la cañada estuviese au- sente de la vida; ningún bicho -ni grande, mediano o insignificante- se adentra en ella. Sólo los picotazos que un alcaudón real le da al pajarillo que tiene pin- chado en un galapero y el silbido del tren, al entrar
  • 42. José Luis Lobo Moriche 46 en el túnel, quiebran tanta quietud. Entretengo mi mente en animar la cañada: miro hacia el frezadero donde unos marranchones han cagado las bolas de sus frezas y los imagino roncando y abriendo -en lar- gas hozaduras- la capa húmica del pinar, buscando los grillos y gusanos o astillando las piñas como fieles colaboradores en hacer el pinar más espeso. En una de estas monterías, que deberíamos llamar mudas por el silencio que las envuelve, los segundos se alar- gan demasiado y me esfuerzo por mantener la ten- sión necesaria que se requiere en cualquier acto de caza. A las doce del mediodía suenan otros dos tiros, a los que sitúo en tino del puente de Tres Fuentes. Aún permanezco levantado junto al sillar de piedras, a pesar de la sensación tediosa producida por la falta de vida en la cañada. Han sonado demasiado segui- dos como para que fueran fogueo de los corredores y el tono parece más expansivo y retumbante. Borro los imaginarios marranchones que hozaban sobre el tapiz de la cañada y miro con más tesón hacia las ve- ras del barranquillo que se inicia a mis pies. Viene de callada -de soniche dicen algunos aficio- nados cordobeses-, se ha presentado tan de im- proviso que no hay tiempo de palpitaciones ni de que me entre la fiebre de cañón. Con paso trotón y sin for- mar estrebejí asoma, adelantando el hocico por el final de la cañada, una cochina de tamaño mediano. No
  • 43. 13 Su escopeta ha sido el hijo al que le ha contado ciento de veces historias que jamás habrían salido de su boca, pero que afortunadamente ha sido el hilo conductor que ha hecho que apareciera una nueva pasión, la cual ha permitido plasmar sobre unas hojas de papel blanco sus propias vivencias de caza, que para todo el buen aficionado y lector serán un ver- dadero deleite. Antonio Carlos Ruiz Septiembre 2012
  • 44. José Luis Lobo Moriche 48 da ni tampoco que la cochina haya dejado señales de que va herida, porque ni siquiera llevo sus mismos pasos. Como un novato, no busco referencia alguna de donde se han movido las jaras, voy fuera de tiesto. Quiere el azar o quien sea que me dé de jeta con la res tiesa y metida la cabeza entre un troncón de jara con forma de manilla. Aún hoy, cuarenta y ocho años después, soy inca- paz de expresar mis ánimos de felicidad. Tiré de las patas y la saqué de la manilla para asegurarme de que no era un macho y que no tendría que usar la navaja para caparlo. No me importaba que fuese hembra, y hasta pasé mis manos por sus tetillas, ¡ahora era mía! Miré mi reloj: las doce y media. La cacería ya estaba hecha; besé la escopeta y regresé a la cañada. Sobre media hora después, dos perros traían los mismos pasos de la jabalina. Oí las campanillas antes de que asomaran al barranquillo, venían sin latir y apenas le- vantaron sus hocicos cuando atravesaban la cañada. Uno de ellos era el famoso Tigre, un perro de capa negra, mediano talle y pelo sedeño; detrás un perro moracho cuatrojos iba a remolque del perro viejo y experto. La cochina estaba ya tan fría que ni siquiera ladraron; barrunté que uno de ellos la mordía sin mu- cho ahínco, y luego se ocultaron en el tumbaviso del cerro.
  • 45. Arochones 49 Nadie había sido espectador de mi proeza, necesi- taba a alguien en quien descargar tantas emociones; estaba más pendiente del sitio por donde Martín se había ido que de la montería. No sé cuántas veces miré mi reloj ni cuántas recreé en mi mente la apa- rición de la cochina en la cañada, que tenía yo per- fectamente retratada, incluido el tufo a montuno y la aspereza de las cerdas. Me pareció que había transcu- rrido una eternidad, cuando asomó Martín con su ja- ca de cabestro. No le hice ninguna señal de aspa- viento, descargué la escopeta y me colgué la mochila. -¿Qué ha pasado? ¿Y esos dos tiros? -¡Martín, que la he matado! -¡Ole tus cojones! ¿ Dónde está? -¡Ahí la tengo panza arriba! -y le señalé el cerro don- de había espichado. -¡Dame la mano! ¡Qué tío estás hecho! ¡Cuántas emociones sentí, cuando iba delante del capitán de los monteros dispuesto a mostrarle mi trofeo! Lo que ocurrió parecía cosa de brujos y no sé si fueron mis nervios los causantes de que no la en- contrara. -¡Por aquí está, Martín! -y ‘el por aquí’ no aparecía por parte alguna. ¡Si está aquí, si tiene que estar aquí!
  • 46. José Luis Lobo Moriche 50 -Chiquillo, ¿pero por qué no le has pegado otro tiro? -Pero, ¡si está muerta! ¡Que sí, Martín, que está muer- ta! -¿Cómo te la has dejado levantar? ¡Otro tiro, ‘joío’! -Pero, ¡si está muerta! ¡Tiene que estar aquí! ¡Si el Tigre y otro perro la han estado mordiendo! Reencontrarla me hizo aún más feliz, y esta vez sí liberé gritos de desahogo y alivio: -¡Aquí está, aquí está! ¡Mírala, Martín! -y nos fundi- mos en un abrazo. Que aquel día sólo se matara una jabalina provocó que me sintiera más gozoso e importante cada vez que alguien venía a estrechar mi mano; y era tan mía que, durante el camino de regreso a casa, apenas me separaba de ella. Una vez retazada, se hicieron treinta partes de carne -casi todo era pistraje- y al matador le correspondió el honor de recoger la cabeza como trofeo. ---------------------- Empezaron a ser más frecuentes las cobras de jaba- líes, y las consiguientes disputas entre los monteros obligaban a que ‘los prácticos’ decidieran a quiénes correspondían las reses abatidas, que solían tener el
  • 47. Arochones 51 cuerpo como un colador a causa del reiterado uso de los cartuchos de balines o de las balas caseras que frecuentemente caían a pocos metros del tirador. Martín, como capitán de los monteros y Julián, co- mo mandamás de los jaleadores, eran quienes tenían la última palabra y sus veredictos eran de obligado cumplimiento, después de que los interesados teatra- lizaran ante todo el grupo de monteros los detalles de cómo había entrado la res y en qué posición y a qué distancia habían jarreado castaña. Acompañaba al Montesino y a Daniel por tierras cercanas al baldío de Rosal, en noches de luna, a la espera en aguardos nocturnos. En la Sierra de Huel- va a este tipo de caza se le llama rececho, que en na- da tiene que ver con la denominación que dan a esta palabra en el resto de nuestro país. Eran cazadores muy persistentes, sobre todo Diego el Montesino, que se pasaba la noche entera sentado sobre la trepa de una encina. -Daniel, ¡otra vez entraron las cochinas! -Pues, ¡culo ahí! Me refirió que, en una de esas noches de espera, a las tres de la madrugada se bajó silenciosamente de la encina, fue a la zahúrda donde había dejado hecha candela y llenó un latón con brasas, dispuesto a
  • 48.
  • 49. Arochones 53 gros, rastreé el barranco Umbrizo que casi hace de frontera. Me gustaron unas bañas de barro blanque- cino y fui seducido por la altura que tenían las jaras embarradas. -¡Esta noche me cargo un jabato! -le dije al maestro de escuela que me acompañaba. -¡Lo malo es la caseta de los civiles! -¡Todo se andará! Invité a Daniel pero se mostró receloso por la pro- ximidad de la caseta. -¡A mí me da cangui!, ¡y más con un coche! -¡Tú no te preocupes, que yo me encargaré de que no pase nada! ¡Llévate una buena manta! Comprometí a un guardia civil para que nos acom- pañara hasta Umbrizo. El pobre hombre era amigo mío desde la infancia, una bellísima persona que de cazador tenía poco y que se vio en el aprieto de no defraudarme. Se presentó con una camisa y un chale- quillo de lana, nula protección para guarecerse de las pelonas terrizas. Como si tal cosa fuesen las noches heladas de febrero, se apostó a mi lado, en la terraza de la umbría más cercana a las bañas de la ladera aso- lanada que sube a la frontera con Portugal. Los repe-
  • 50. José Luis Lobo Moriche 54 lucos y tiritones que daba el guardia civil presagiaban que a las bañas no se acercaría ni un chucho. -¡Es mejor que cojas el barranco arriba y vuelvas al coche, porque si no vas a palmar de frío! Mi amigo vio el cielo abierto, y ya con el sol puesto se refugió en el coche. Roncaba, cuando una pareja de guardias civiles que hacía servicio de frontera co- torreó los cristales de la ventanilla. -Pero, ¿qué coño haces tú aquí a estas horas? -¡La madre que me parió!, ¡que Pepe Luis Lobo me ha hecho venir a estos sitios de Dios a cazar jabatos!; ¡yo ya estaba arrecido y hasta los huevos de tanto tiri- tar en ese barranco, y me he venido al coche! ¡Esto nada más que se le ocurre a un chalado como yo! -¡Bueno, querido, pues sigue durmiendo; nosotros nos vamos ya para casita! -allí nos esperó aquel buen amigo hasta bien pasadas las doce. Aquella noche me comporté como si fuese ya un ‘práctico’ en materia de aguardos, sin embargo no sentía los ímpetus predatorios de un cazador, pues había necesitado la protección de un guardia civil pa- ra estar apostado sin miedo. No obstante cazaba en la noche sin testigos y, embarrancado en la oscuri- dad, esperaba convencerme de mis destrezas como
  • 51. Arochones 55 rastreador. Había cumplido las enseñanzas de los dos consuegros y había desafiado a los instintos de super- vivencia con la elección del aguardo sin haber dejado huellas que soliviantaran a los jabalíes, ninguna rama corté, entré barranco abajo sorteando el barrizal de las bañas porque quería vivir la emoción de un ins- tante elegido ahora por mí. Así sucedió: confieso que será la única vez en mi vida que cometa este desliz, que para paliar la frial- dad de mi cuerpo, a eso de las once de la noche, tengo en mis manos una taza de café caliente echado de un pequeño termo. He bebido varios sorbos, cuando unos pasos apenas perceptibles me sobre- saltan. Sopla un suave aire barranco abajo; y la luna menguante de febrero ilumina, con más negruras que claros, las bañas de la terraza. Permanezco sentado y dejo la taza de café en el suelo. Una piara de cochinas se desbarra al barranco desde la media solana. Repen- tinamente han dado una revolaina y vienen flechadas hacia las bañas. En segundos una de las cochinas, quizás la guía, se ha desmanchado y presentado de cara, veinte metros nos separan. Levanto a tirones la escopeta, me la encaro y espero a que la res se atra- viese. Meto el bulto entre los dos rabones de la palo- meta de papel de plata que encierran el punto de mi- ra; y, cuando creo que está cogida, disparo. Disparar y no verla más ha sucedido al mismo tiempo, sin em-
  • 52. José Luis Lobo Moriche 56 bargo la trapatiesta que forma, enrollada entre el matorral, indica que está bien tocada. Dejo de oír los ruidos artificiosos del animal fuera de trocha, y bebo el resto de café que queda en la taza. Enseguida sue- nan los pasos de Daniel en la curva del barranco. -¿Te la has cargado?, ¿no? -¡En el tiro no se ha quedado, pero creo que va bien agarrada! ¡Ahora veremos! ¿Trae usted linterna? -¡Sí, y llega bastante! -Daniel echa la luz a las terrazas de la solana. ¡Quédate aquí y alumbra el sitio donde la has tirado! -¡Ahí, dos metros por delante de sus pies! -¡Aquí hay sangre! ¡La has agarrado en el bandeo! -¿En el bandeo? -¡Sí, en el vientre! ¡El color de la sangre es menos ro- ja! ¡Hay que esperar hasta mañana, ahora no pode- mos hacer nada! Llegamos al coche y mi amiguito del alma estaba arrutado, ni se inmutó cuando le conté la historia de la jabalina. Antes de que amaneciera aquel sábado de febrero, ya tenía aparcado mi R6 a las puertas de la caseta de Aguzaderas. Daniel sacó del coche un pe- rro blanco, corucho, cruzado de podenco y mastín,
  • 53. 15 Prólogo……………….9 Mis primeros pasos 17 De cachorro 63 Con Churubito 69 Berenjenales 85 Ayudas 97 Magia 107 Pasión y destrezas 119 ¡Tranquilo, Churubito! 135 Instinto, razón oído y vista 139 Juego de luces 153 Esfuerzos 159 Nieblas 163 Peligros 169 Macarenos y carrasqueños 193 Epílogo………………225
  • 54. José Luis Lobo Moriche 58 -Daniel, ¿qué raro que no se haya quedado en esta barrera? -¡Son muy pijoteros!, ¡mientras tengan vida! ¡Lo ma- lo es que haya transmontado y esté en Portugal! ¿Y tanta tripa enrollada en los garranchos? ¿Habíais de- sembuchado algunos conejos? -¡No, si sólo estuvimos endiñando castañas a las perdi- ces! -¡Qué extraño que sin tripas se suba esta pechuga! ¡Es una tontería que registremos esta mancha! ¡Va- mos a tiro hecho a la cumbre, por donde ha salido el perro! Presentí que no sería mi primera pieza mayor de rececho, que no la apuntaría como trofeo de noche ni tampoco escribiría las notas narrativas del cobro, que toda la historia del termo de café sería sólo un borrón en mi vida como recechero. Estábamos a esca- sos metros de la caseta Aguzaderas. Aligeré los pa- sos, estaba cerrada. Muy cerca del marco fronterizo 1006 oí un leve tintineo metálico, ¡el perro de Daniel mordía la cochina! Nunca olvidaría que una res heri- da de muerte necesita alpear porque, cuando termine la cuesta iniciada, morirá sin remedio. ----------------------
  • 55. Arochones 59 Me entusiasmé con tío Daniel y su yerno Quiterio en aguardos de noche por tierras de Barranquito Llano y frecuenté con ellos las tierras fronterizas de Alpiedras. En Portugal estaba vedada la caza del ja- balí y si a ello unimos que una de sus grandes reser- vas de caza mayor lindaba con La Raya, serían causas suficientes para que proliferaran en tierras de Al- piedras. Hacia allí acompañé a mis dos amigos una noche de luna llena del mes de febrero. Fue Daniel quien me acercó al cortijo de Gregorio Cañado, un campesino de Aroche, que tenía una finca a escasos metros de la frontera. Cañado frecuentaba los aguar- dos de espera en compañía de un sobrino suyo; pero enseguida supe que no era peligro alguno para los ja- balíes, porque los ataques de tos lo delataban clara- mente en medio del encinar. A media tarde nos to- mamos una taza de café torrefactado y Cañado dis- tribuyó los puestos. Me colocó en medio del encinar, a doscientos metros de su cortijo y a la vera de unas parideras de guarros casi caídas. Me llevé una desi- lusión con que me dejara en aquel majadal, un lugar demasiado limpio. Amparado por una marrá de coscojas, me he sen- tado sobre unas piedras sabiendo que serán horas perdidas. Una luna llenísima engrandece el encinar y lo anima: ha pasado un zorro con la cabeza apenas levantada en busca de alguna pieza y constato la
  • 56. José Luis Lobo Moriche 60 atracción tan fuerte que ejerce el celo de las liebres, no sé si son seis o siete las que siguen los mismos pa- sos de la primera. Todas ellas -o más bien, serán ellos- van diligentes, como si no quisiesen que un in- truso se adelante en el banquete sexual. Las liebres ni siquiera cazan mariposas ni tampoco agreden. Pre- siento que el claro encinar no será escenario de mu- chas emociones, una plaza sin matorral me privará de imaginar los instantes previos al lance, porque sólo trabaja mi vista, un bulto andando al que le doy for- ma de jabalí. Son las ensoñaciones de un joven caza- dor en un escenario de encinas encendidas. La dehe- sa ha perdido vida pero al pasto aún le queda el brillo reflejado por la luna. Se adormecen los ensueños y me acurruco en la manta, sin olvidar que yo -en la noche plateada- soy un predador. Sobre las diez, en uno de los rincones del inmenso encinar, un tiro hace añicos tanta quietud. Arrojo la manta hacia atrás y me levanto presuroso, alertado por la carrera veloz de un caballo, sin ser caballo, que trota a mis espaldas. Temo que el cerril animal arro- lle la marrá donde me escondo y se lleve por delante al cazador. Pero no, un enorme jabalí -semejante a un bisonte que se ha arrancado de estampía- la sortea y se adentra en el iluminado encinar que yo domino. No sé cuál sería el verbo adecuado para describir sus salvajes movimientos: correr, saltar, brincar, esqui-
  • 57. Arochones 61 var… El escenario es demasiado amplio y limpio pa- ra que la bestia fugitiva alcance tan rápido la oscuri- dad del monte. Es una escena que muchos hombres del Paleolítico contemplaron: un toro indómito, un bisonte o un impresionante jabalí achuchado, en noche de luna, para que caiga en la trampa que le ha tendido un ser que empieza a pensar. Sí, un aconte- cimiento representado -en las lóbregas paredes de una caverna- por un humano que ha descubierto el misterio de la caza, el rito de su celebración y la emo- ción religiosa que siente el cazador. No ha cambiado la pieza y apenas el acechador, sólo la escopeta del calibre 16 de mi padre estorba en el mágico escenario del encinar. Casi todos los aguardos nocturnos están llenos de inmovilidad: la del recechero aplastado detrás de una mata o sentado sobre la trepa de un árbol y los leves movimientos de un cochino, que ‘Aquí parto una bellota y ahora permanezco tan estático que el cazador se crea que he desaparecido del trágico es- cenario’. Este acto se me ofrece distinto, nunca ha- bía sido testigo directo de tanta movilidad en la no- che. Palpito, sí. Pero mi corazón les da tregua a tan- tas excitaciones, porque en la escena no se dibuja únicamente un instante. Me resulta difícil apuntar con la escopeta al salvaje animal. Entonces, como sosegado cazador, corro la mano, me dejo ir con la pieza para que la bala disparada compense la veloz carrera. Simplemente ha llegado el momento de que
  • 58.
  • 59. 63 De cachorro En aquellos años de juventud, erróneamente, creía que el motivo principal de la caza era matar y en ese fin concentraba la razón. Practicaba todas las triqui- ñuelas aprendidas para aprovecharme de las piezas huidizas de las monterías y me desenvolví con cierta soltura a la hora de elegir la puerta. Así ocurrió en una batida celebrada en Los Campillos; acabada la jor- nada de palomas torcaces, me paré en un cortijo y el cortijero me informó de que la peña de mi padre montearía por la tarde las umbrías que lindan con el barranco El Moro. -Pues, ¡esta tarde me cargo un jabato! -le dije a mi compañero. -¡Chiquillo, no te metas en medio de esas manchas sin saber dónde están las puertas! -¡Tú, si quieres, vente conmigo! ¡Hay que ponerse ya!
  • 60. José Luis Lobo Moriche 64 Así lo hicimos, subimos a las umbrías por las maja- das de las cabras y opté por la barrancada de los pinos que precede a El Moro como la más adecuada para cortarles el paso a los animales huidizos, en unos entalles muy tomados y querenciosos; ya sólo nos quedaba esperar a que en la mancha hubiese algo y ‘ese algo’, para nosotros los cazadores, es todo. Cargo mi Garbi con dos cartuchos de bala y entro en tensión. El sol castiga de frente, agacho la visera de mi gorra y observo una por una todas las matas de una pequeña barrera de umbría. Una vez memoriza- do cada rincón de la laderilla, cojo la escopeta entre mis manos y quedo convertido en jara. Llevo en esta posición estática y muerta media hora; con un ner- vioso vareteo, una res abre la pata de monte que une dos pegujones espesísimos de jaras. Enseguida surge otro vareteo, y otro y otros más. Toda la barrera se abre como si fuera un abanico. Entre estos vaivenes ningún jabalí me enseña la cara. Me inquieto hasta que, por fin, se me descubre desparramada una piara de jabalinas. Mis nervios no son de acero, sin em- bargo aguanto el tirón. La cochina guía toma el venaje abajo, tapándose como le manda su instinto de con- servación. Sigo con la mirada el primer husillo que pa- sará por unas cornicabras frente a mí, apunto a ese matorral menos tupido; y en el momento en que se oscurece, aprieto el gatillo. Los demás husillos se vuel-
  • 61. Arochones 65 ven veloces carreras y la cochina madriza encara los entalles y se encuentra con los cañones de mi escopeta sobre sus costillares. No sé qué ha sido primero, si el terrible gruñido de muerte o la detonación a boca- jarro. Mi compañero me dice que sólo oyó un grito de terror. A un metro de mis pies se queda muda y aún los corredores no han soltado los perros. Las demás cochinas zorreadas alcanzan el barranco El Moro y la mancha queda vacía. ---------------------- A estos éxitos se unían los fracasos, sobre todo de noche. La caza no es siempre exitosa, si así fuese per- dería su encanto; predomina la frustración, para que en momentos de fortuna me sienta verdaderamente feliz con la pieza cobrada. Antes tengo que esforzar- me; después, si no surgen los constantes inconve- nientes que conlleva el rececho, vendrá la escena en que pueda mostrar mis destrezas. Salía de la escuela a las cinco de la tarde y a las seis ya estaba colocado -al tuntún- en cualquier sitio querencioso de las dehesas que conocía. Hoy toca Las Alpiedras, mañana El Vínculo, La Bájena, Maribarba o cualquier rincón de los encinares de La Peramora. Cazar sin haber regis- trado previamente las zonas de campeo de los jaba- líes origina muchos desengaños; pero también me fa- vorece para que desarrolle un instinto o intuición que no recibí como humano. Memorizo el campo, co-
  • 62. José Luis Lobo Moriche 66 nozco la encina que cura las bellotas más dulces, las entradas, las salidas, qué hace el viento del norte en las umbrías, cómo cambia caprichosamente a la hora de la puesta de sol, dónde se hace revocón. He elegido el apostadero en plena oscuridad, aun- que ahora tenga que ayudarme con la luz artificial de una linterna. ¡Sí!, otra vez la razón está incordiando y provoca desequilibrios entre el cazador y la pieza deseada. Sin estar convencido de la eficacia de los haces de luz, amarro este trasto sobre una pequeña plancha de corcho sujeta a los bajos de los cañones, pero en estas noches de espera a ciegas raramente tengo éxitos en los lances. La palabra lance es chocante, me retiene estático demasiado tiempo entre el paisaje. A veces soy de- masiado avaricioso al pretender matar dos jabalíes con un único tiro. Sin linterna amarrada a la caña de la escopeta los espero pacientemente, subido a una altísima encina de una dehesa próxima al barranco Safareja, estimulado porque una piara de jabalinas es- tá encebada en las brevas de alcornoque. La cercanía a la reserva portuguesa arrastra mi mente a nuevas fantasías, ¡sí, a media tarde, lo tomarán! No ocurre tan pronto como deseo; sobre las once de la noche la plaza de los tres alcornoques se ha llenado de co- chinas que se mueven con tanta soltura que me resul- ta imposible contarlas: dos, tres, cuatro, cinco, siete y
  • 63. 17 Los primeros pasos -¡Pepe Luis, no te imaginas dónde comen estos aro- chones de Mazaroco! -me contaba, hace medio siglo, Diego el Montesino. -No sé, ¿en La Peramora? -¡Qué va! Ya estaba hasta la coronilla de esperarlos en Los Baños y en Las Cortecillas, noches enteras sin haber barruntado siquiera un taramazo; así que, un amanecer, cogí la burra de cabestro dispuesto a se- guir el rastro de estos gandules encamados en el pim- pollar de Teodora. Me suponía que como mínimo irían a parar al pinar de Mahoma o al encinar de La Peramora, pero dejaban atrás Vegalucera, cruzaban la rivera Doña María y tomaban solana arriba hasta la cumbre de El Vínculo. Allí los dejé a su aire, ¡se des- colgaban ciegos al castañar de la umbría! -Diego, ¡mucha huebra para una embozada de bellotas y de castañas! ¡Hablas de quince kilómetros o más!
  • 64.
  • 65. 69 Con Churubito Fue en el otoño de 1978 cuando un cazador excepcional se cruzó en mi vida: Fernando Ruiz ‘Churubito’. Unas circunstancias especiales para que, a partir de aquel año, Churubito y Pepe Luis Lobo compartiéramos inseparablemente todos los actos de caza venideros. Éramos de la misma quinta, linderos de pequeñas explotaciones y ahora amigos. Quedé impresionado por su bondad, modales, prudencia, puntualidad, educación natural, la pasión con que contaba una historia de caza insignificante que él convertía en magnífica, su intuición y sabidu- ría para adentrarse en las fragosas barrancadas… No sigo describiendo sus aptitudes, es preferible que lo conozcas a mi lado o yo al suyo. Gracias a él fui de- purando la técnica necesaria para no malograr la oportunidad que la caza brinda y conseguir que mu- tuamente nos aprovecháramos de nuestras propias habilidades. Churubito era todo oído y yo vista, re- cursos necesarios para formar una especie de bi-
  • 66. José Luis Lobo Moriche 70 cho raro, híbrido de pájaro y lobo. Su agudísimo oí- do me animó a que yo fuera más salvaje, a que ca- minase más seguro en la noche. Fue en una de nues- tras primeras entradas, como collera de cazadores nocturnos, en el territorio de Maribarba, cuando me mostró su capacidad de audición. Dominábamos una extensa ladera de montaña cuya cimbra estaba atra- vesada por una estrecha trocha. Sobre la una de la madrugada sentí cómo mi amigo se resbalaba por el tronco de la encina donde estaba subido y que ense- guida venía a mi encuentro. -¿Has barruntado algo? -¡No estoy seguro, un reguereteo en los quejigos de la umbría! -¡Por la cimbra, poco más de las doce, pasaron unas cochinas sin apenas poner las pezuñas en tierra, en las chaparrillas de la revuelta se paró una a cagar! ¿Quieres creer que oí el mojón? -¡Ni tanto ni tan…! ¿A más de trescientos metros? ¡No seas exagerado! -¿Que no? ¡Ya lo verás, vámonos por la cumbre y te convencerás! Dicho y hecho, caminillo adelante llegamos a la re- vuelta que daba la trocha para salvar un pequeño ris-
  • 67. Arochones 71 cal. Alumbró bajo el vuelo de una chaparrilla medio seca y el mojón, testigo de su excepcional facultad, estaba aún tierno y humeante. ---------------------- En contraste con Churubito mi punto débil era el oído, pero compensaba esta terrible deficiencia con la fenomenal agudeza de mi vista. También muy pronto le mostré mis capacidades. -¡Coge los achiperres, que esta tarde tiramos para Valdesotella! -¡Mételos en el Suzuki mientras ordeño la vaca! Observa lector, un solo reclamo y el pájaro Churu- bito responde, ¡un cazador dispuesto e ilusionado! -¡Cuando quieras! - me dice Fernando. ¡Ya mismo es- tamos en Valdesotella! Curva tras curva de la pista forestal que sale desde el pantano de Aroche llegamos a la casa monte de Ezequiel, situada a escasos metros del barranco Val- desotella. Allí nos acoge este ermitaño que pasa las heladas tardes de invierno pegado a las taramas en- cendidas a pie de uno de los muros de su habitáculo de piedra y adobe, y las noches tendido sobre un jergón relleno con hojas de maíz. En ese maravilloso paraje de Valdesotella vive nuestro amigo desafiando
  • 68. José Luis Lobo Moriche 18 -Pues ya sabes qué hacen estos trotones cuando se les antoja, ¡al castañar de El Vínculo sin pararse en las encinas pegadas a sus camas! Conocí a Diego el Montesino de las manos de su hijo Quiterio y de su consuegro ‘Daniel el del cer- cado Forero’, y fue él quien despertó en mí la cu- riosidad sobre el campeo y los encames de los jaba- líes, jabatos para los serranos de Huelva. Era yo un jovenzuelo de diecisiete años, cuando me contó esta historia junto a la chimenea de un cortijillo abando- nado en Los Baños, una noche alunada de octubre de 1966. ¿Cómo es posible que tengan que des- plazarse tan lejos para pelar una docena de castañas? Con más edad y experiencia fui hilvanando algunas observaciones: eran tiempos en que miles de palomas dormían en los eucaliptos de El Vínculo, ocasión que aprovechaban algunos palomeros para llenar de tor- caces sus mochilas, tras haberle cogido las vueltas al guarda ‘Mateo el de El Hurón’ cuando buscaba a los furtivos palomeros montado en una jaca blanca. Franciscón y sus compinches eran diestros en esqui- var la vigilancia de Mateo: que el guarda coge un lo- mero arriba o abajo, el furtivo cazador se aplasta en medio de una barrancada mientras haya luz del día. Palomas posadas y lluvia de munición encima de las reses encamadas. Así atardecer tras atardecer, que los palomeros avanzan sierra a sierra con sus canutazos,
  • 69. Arochones 73 Por supuesto que llevábamos nuestras escopetas car- gadas y dispuestas para usarlas. Desde el barranco Valdesotella las sierras se encadenan una tras otra en sentido ascendente hasta que alcanzan la cumbre de La Contienda. Aún estábamos en la primera barran- cada de esta cadena de solanas, y si fracasábamos en el intento de encontrar el trocherío de las reses desde sus encames hasta los pinares de La Contienda, nos vendríamos a casa sin habernos puesto de rececho e intacto el gusanillo interior que muerde constantemen- te a los cazadores. Estas solanas de Valdesotella están calvas de ár- boles autóctonos, sólo algunos alcornoques pelochos resisten los violentos ataques de los eucaliptos y del matorral que los asfixian. Hemos alcanzado un filón de pizarras que asoman la cresta de este a oeste y nos sentamos sobre unas lajas para comprobar de dónde sopla el viento: por el tejado vano del monte de Eze- quiel sale una humareda blanquecina que busca el poniente. Ahora mi amigo y yo estamos metidos en el silencio, porque en medio de una sierra salvaje el silencio se hace espacio, y siento en este momento el mismo estado de soledad que un eremita. Hablo con- migo y no con Churubito, mis ojos se esfuerzan en contar los troncos de jaras, escobones y murtas que tapan las medias umbrías. Pienso que la tarde ya está hecha, que será noche mal gastada. Mientras tanto él
  • 70. José Luis Lobo Moriche 74 mantiene las orejas tiesas, batiendo todos los en- trantes y salientes de la barrancada. -¡He oído un taramazo! -¿Dónde? -¡En aquellas sombras donde se juntan los dos re- gajos! -¡Dios mío, qué oído! ¡Quieto que, como mueva una mata, lo veo! -¿Desde aquí? -¿No te lo dije?, ¡un cochino! ¡Huy, qué pavo! -¿Dónde, dónde? ¡Fíjate en la última madroñera! ¿No hace la mancha un cordón? -¡Sí, sí! -¡Pues en tino del cordón, a la derecha está! -¡Ya lo vi! ¡Hostia!, ¡qué penco! -¡Sssss! ¡No está solo, está tanteando una cochina! ¡Mira cómo la trompea! ¡Tienen intención de salir por la media cañada! -¡En el regajo suenan las demás!, ¡vamos a cogerles las vueltas!
  • 71. Arochones 75 -¿En dónde? -¡La cañadilla aquella es muy buena para esperarlas! -¡Vámonos por el filo de estas lajas; cuando se den cuenta, nos tendrán encima! Es el momento de nuestra máxima animalización, encorvo mi cuerpo, creyendo que esa media cuarta que he menguado me transformará en jara; levanto los pasos enraizados y apenas caigo el tronco sobre las punteras de las botas; tiro del correaje de la mo- chila hacia adelante, ¡decisión y coraje en el lenguaje del cazador! Ahora la intuición y maestría me guían: ‘Fernando, ¡yo me quedo aquí!’. Las cochinas no celosas se muestran resabiadas por los saltos del macho que, insistentemente, intenta cu- brir la jabalina más caliente. En ese juego amoroso se queda enredado entre los brezos de la junta de dos venajes y despreocupado de las intenciones de las de- más cochinas. Suena un tiro seco, de esos que llama- mos de carne. Otro. Las sombras y el silencio se tra- gan a los dos danzantes enamorados. Suena un tercer tiro, que resulta tardío y a destiempo. -¿Y ese tercer tiro? -¡Con la nervia, que no acertaba a cerrar la escopeta porque estaba metiendo el pañuelo!
  • 72. José Luis Lobo Moriche 76 -¿A la vejez viruelas? -¡Claro, yo no apartaba la vista del sitio donde pa- teaba la cochina y no veía con qué la estaba cargan- do! -Pero ¡qué cobardes! ¿Sólo habéis matado uno? -fue el saludo de bienvenida que nos hizo Ezequiel. -¡Ahí la dejamos, para que te pringues los bigotes! ---------------------- Aquel cochino huidizo fue culpable de que, duran- te más de un mes, Churubito y yo no pensáramos en otra cosa. ¿Dónde estaría achantado el granuja? Se- guro que habría mudado el hato, y lo más probable sería que hubiese abandonado los encames de la so- lana y estuviese echado en las barrancadas de la um- bría de Valdesotella o hubiese huido a Las Chocitas o incluso a La Contienda. Durante algunos atardeceres, arrimados a la lumbre de su cortijo, discutíamos acerca de cómo echaríamos mano a aquel navajero. La discusión conlleva dudas, que esencian al buen cazador. El azar tendría que ser nuestro único guía porque estos navajeros han barruntado a demasiados rececheros, y rechazan tanto los engaños con luces arti- ficiales como la comida que huela a humano.
  • 73. Arochones 19 ellos se encaman más lejos. Diego me enseñó que el encame y el campeo de las reses por las dehesas de encinas y alcornoques son querencias muy distintas. Aquella piara de su terruño abría los primeros erizos del castañar más occidental de estas sierras de Huel- va, La Pimpollosa, en el paraje que desde Aroche lle- va -a través del camino de Castilla y de Sierra Pelada- hasta las minas de San Telmo. Los jabalíes de Maza- roco no estaban dispuestos a que nadie les impidiese que siguieran comiéndose las tempranas castañas y el instinto los llevó hasta un sitio tranquilo pero lejano de su natural hábitat de campeo, un lugar libre de to- da intromisión del ser humano y que ellos habían en- contrado a quince kilómetros del castañar de El Vín- culo. Aprendí del Montesino que, si una encina estaba bien tomada por los jabalíes desde hacía ya varios días y si no había síntomas de que algún mal cazador les hubiese echado el viento la noche anterior o de cualquier otro espanto, era cuestión de tener culo y continuar a la espera. Si me bajo, se me desinflarán las emociones, porque ni en la cama ni en el bar se mata nada. Que la noche no se convierta en caduca, porque mientras estoy en tensión, sentado sobre la trepa de un árbol, gozo de mi existencia y me olvido de todo lo demás. Cazar es vivir, vivir la caza apasio- nadamente y ganarle la partida al tiempo perdido. Así
  • 74. José Luis Lobo Moriche 78 de la candela, por ello le hice las advertencias opor- tunas: -¡Mete las taramas que necesites para encandelar; pe- ro, a partir de la puesta de sol, achantado aquí den- tro! ¡No vayas a joder la marrana! -¡Ay, Pepe Luis! ¡Como lo mates! Las seis de la tarde y ya llevo una hora subido al quejigo con escopeta, linterna y demás avíos, domi- nando las trochas más claras y pateadas. Ezequiel empieza obediente y mete un haz de taramas dentro del cortijillo; cierra la puerta y entorna el postigo. Me olvido del ermitaño del barranco y centro mi pensa- miento en la función venidera, en esos momentos previos de telón levantado. Aúno mis energías para transformarme en imán que atraiga hasta debajo de mí la pieza soñada. Varios chamarices vuelan vega arriba y vega abajo. Sólo una collera de mirlos se in- quieta, quizás algún predador haya pasado por debajo de la madroñera donde la pareja se cobija. Sigue un nervioso mirleo que me anuncia el comienzo de la función. Para que no falte de nada, una menuda llu- via deja caer los primeros goterones de agua sobre el escenario del quejigal. ¡Ahí estaba su majestad, echado a trescientos me- tros de Ezequiel, en un manchón umbrío de media
  • 75. Arochones 79 cuartilla de tierra! ¡Qué sabia es la vejez! ¿A quién se le ocurriría buscarlo en un vericueto alejado de las manchas de monterías? Oigo su paso, no sus pasos. No da dos seguidos. No lo veo, pero seguro que enfila su hocico hacia el barranco. Una arrancada o -tal vez- sólo un intento. Quizás no haya quedado ningún mirlo en las marrás de la umbría y sólo estemos él y yo. Este juego de dudas y engaños dura mucho tiempo, demasiado co- mo para que no cometa un error chirriando mis pies sobre la corteza del árbol o rozando la escopeta en la rama inoportuna. Lo mejor es dejarla en reposo so- bre las rodillas y yo en tensión, que todas mis ener- gías lo arrastren y me una a él, como si de una unión espiritual o mística se tratase. Él, en cambio, tiende a separarse, a mimetizarse como mata o aguacero. Hoy, igual que cada atardecer, pretenderá una vez más sacar partido de su animalidad. Dudo si es la nariz del cochino arrastrada sobre el tapiz de la hojarasca o son varias gotas de agua encadenadas, ¡otra vez las dudas del sabio! ‘Ahora sí viene’, me dice no sé quién. Levanto la escopeta y miro la palometa de papel de plata para comprobar si están erguidas las puntas, ¡todo a punto! Sólo falta que inicie el encuentro y deje de reapretarse. ¡No, se ha atrancado repentinamente y su nariz ya no hurga entre la hojarasca! Ningún espetonazo de miedo como
  • 76. José Luis Lobo Moriche 80 indicio de haberme sacado el viento. Giro mi cuerpo hacia la vega del barranco y veo la señal evidente de su resabio: una lucecilla de candil se mueve oscilante delante de la casa monte de Ezequiel. ---------------------- -Pepe, ¡ese puto tiene que caer! -¡Se las sabe todas! ¡Hay que ser duro con él! -¡Cuando tú quieras, al ataque! -Este sábado es buen día, registraremos por la maña- na la vega, dejamos preparados algunos aguardos, co- memos, y por la tarde... -¡Me parece bien!; si hubiese que buscarlo herido, tendríamos todo el domingo por delante. Aquel sábado, en su cortijo, Churubito me reveló un sueño, ¡el molondro de más de ocho arrobas de Valdesotella le había entrado a placer! -¡Qué noche! ¡Disparos van y disparos vienen y las balas no llegaban al cochino, que no dejaba de andar! -¡Buenos augurios! ¡Esta noche será tuyo! Hemos registrado el barranco y casualmente nos hemos topado con las enormes pezuñas clavadas en los barrizales de la vega.
  • 77. Arochones 81 -¡Pepe, aquí va su majestad! -¡Cruzó la vega y mira por dónde se ha enrochado! Esta noche, ¡tú allá con el molondro! -¡Espera, que voy a revolcarme! -y Churubito simula los movimientos de un jabalí mientras se barrea en una baña. Luego, se levanta y sacude los hombros como si de un cochino se tratara. Churubito acostumbra a ese tipo de animalización primitiva, llevado por la creencia de que -restregando el culo en un árbol barreado por un cochino- lo hará suyo. En sí es la misma magia que usaban los pinto- res de Altamira, aunque éstos no tuvieran la capa- cidad de abstracción de mi amigo. La luna inicia la fase creciente y poco tiempo de luz natural tendrá Churubito para echarle el punto de mira de su escopeta a un cochino que nombraría co- mo rey de Valdesotella, un buen cuco que empieza a sabérselas todas. Fernando ha situado su aguardo en un terraplén, haciendo tiro al caminillo más pateado que tiene aquella mole, justo en donde descubrirá tenuemente el lomo. Un fogonazo fallido de su lin- terna ocasionaría que se quedara sin él. El espacio de vega, por donde acostumbra atravesarla, es tan corto que me obliga a situarme a veinte metros de Fernan- do. Busco un aguardo transversal a él; el aire soplará
  • 78. José Luis Lobo Moriche 20 que ¡a aguantar una hora más en la pingorota! Des- pués dos, tres o incluso armarme de paciencia hasta la contemplación de los primeros rayos del día. Me animalicé durante las noches de espera, moti- vado por las apasionantes historias de caza contadas por estos dos consuegros. Como todo animal tuve mis querencias nocturnas y los lugares de campeo preferidos. Son las grandes riveras delimitadoras de las aguas vertientes de las sierras y de los respectivos parajes y manchas: el barranco Arochete, La Alca- laboza, Doña María, Múrtiga, Chanza y Odiel. En las manchas entreveradas de jaras, charnecas, coscojas, madroños, tojos, aulagas, carquesas y los sotobos- ques de encinas, alcornoques, quejigos, pinos, casta- ños, alisos, chopos y otras especies de la flora medi- terránea gocé, durante más de cuarenta años, de la libertad de un ser primitivo que disparaba -no como hago en estos momentos con palabras hilvanadas en frases- sino con fervor y entusiasmo de cazador. Hoy me inquieto por hallar la palabra justa que describa las escenas vividas; ayer me fatigaba sin desánimo hasta que levantara la res aplastada o contemplara, sobre la tierra barreada, los atrinques del animal fan- tasma que mi mente hubiera dibujado en los escena- rios de caza que tanto frecuenté. El topónimo Arochete se refiere al pueblo de Aro- che, sus aguas corren mansas en la gran dehesa de
  • 79. Arochones 83 un canutazo terrero que suena a mi izquierda, ¡no sé si he visto o figurado que una masa negruzca y gigan- tesca acaba de saltar a la solana! -¡El jabato más grande que he visto en mi vida! ¡Me ha cogido la vez! Cuando reaccioné, estaba ya en me- dio de la vega. ¡No es un jabato, es un toro! ¡Ni tiem- po de echarle la luz! ¡Verlo y no verlo fue lo mismo! ¡Lo he tirado al rebujo! ¡Hombre, a la fuerza lo he te- nido que pringar! ¿Quién no le va a dar a esa…? -Pues ya sabes, ¡mañana será otro día! ¡Si no se ha quedado en esos manchones de la solana, despídete de él! ¡A ver el tiro, alumbra aquí! -¡Ahí lo he tirado! ¡La distancia es la propia!, ¡malo, de dos botes se saltó la vega! -¡Aquí va! ¡En el tiro no ha dado sangre! ¡Alumbra la torronta! ¡Aquí hay una goterilla de sangre! ¡Agarrarlo, por lo menos, lo has agarrado!, ¡pero no va haciendo ningún extraño! Aquel imponente cochino nos ganó esta última ba- talla. A la mañana siguiente mi perro Colorado cruzó sin mucha viveza las solanas, como si nos hubiese querido mostrar que sólo llevaba un calentón, insu- ficiente herida para no haber buscado cobijo en la reserva portuguesa.
  • 80.
  • 81. 85 Berenjenales A veces nos acompañaba un amigo que no estaba curtido en pasar la noche en una barrancada, un pa- nadero del pueblo que se entusiasmaba mucho. Chu- rubito y yo éramos de la misma opinión, ¡si alguien viene como invitado, tiene preferencia para apostarse en el mejor lugar! Cada vez que el panadero se subió a un árbol fue arrollado por los jabalíes. Contaré dos historias: aquella noche nos adentramos en la Umbría de Valera y dejamos a nuestro invitado en una hon- donada de alcornoques muy querenciosa. Según nos contó después, se acojonó al verse solo en medio de un oscuro bosque con árboles enormes. Sintió miedo de que no lo recogiéramos y de algo más. Pero a lo que vamos, le entraron unas cochinas entre las ne- gruras del alcornocal y para allá les arreó candela. Cuando llegamos a él, respiró aliviado; estaba nervio- so y apesadumbrado porque la cochina le había di- cho adiós. Enseguida le hice las preguntas de rigor: -¿Dónde la has tirado? ¿Para dónde ha corrido?
  • 82. José Luis Lobo Moriche 86 -¡Debajo de ese alcornoque y corrió…! -¡No te preocupes, que la has matado! ¡Ha buscado el limpio! ¡Eso es señal de muerte! Encendí la linterna, cogí del suelo un finísimo pali- llo y mostrándoselo le dije: -¡Sí, por aquí va! ¿No ves que ha roto este…? ¡La has agarrado bien! -y tomé del suelo una hoja de alcor- noque con una manchita de ese color que no tiene nombre y que toma la sangre mezclada con la hoja- rasca. Puso cara de escamado, como si estuviese mofán- dome de él. Aún faltaba la mostración más palpable de mi pericia, con linterna en mano anduve veinte metros sin titubeos y le dije: -¡Ven para acá! -y alumbré la cochina muerta. Se quedó empicado, y en el casino del pueblo en- salzó mis cualidades de cazador, sobre todo la faci- lidad con que yo veía de noche. ---------------------- Hay que reírse de los cazadores que dicen llamarse ‘prácticos’. Pusimos al panadero en una vaguada muy próxima al callejón de la aldea abandonada de El Hurón y le hicimos las clásicas advertencias:
  • 83. Arochones 21 quejigos de La Torre y luego se violentan en los ba- jos de los cerros cabriles de Maribarba. ¿Quién no ha oído historias o vivido lances de monterías celebra- das en El Galindo, Maribarba, Huerto Antón, Curtía, Los Lobo, Terrazos, Los Benitos, Aliserillas, Pico de los Ballesteros, Cabezo Verde, Corte Sunobre y Agujos? Las aguas de estas manchas llegarán, en la junta de Los Lobo, a la gran rivera serrana que nace en Cortegana, que enseguida forma suaves revueltas en los llanos de Aroche y busca hacerse frontera con Portugal: la rivera Chanza. Antes habrá recogido por su orilla derecha las aguas de Tejadilla, Las Camorras, La Pava y después Las Cabezas, Valdesotella, Puerto Nogal, Bejarano, Chocitas, Las Bañitas, El Cebro, Monteblanco, Umbrizo, El Brueco, La Venta, Las Tabacas y Pasada del Abad. Por la izquierda vierten aguas El Cañuelo y La Caballona. La rivera La Alcalaboza nace en el puerto de Las Veredas de Almonaster, y recoge aguas de Los Alcalabocinos, Umbría Valera, Antón Pérez, La Pe- ñita, Estercadillas, Valdipuerca, Aulagar del Hurón, Vínculo, Puerto Cañón, umbría de La Caldera, Pasos de Juan Gordo y espera en el puente de La Peramora a la rivera Doña María, que se inicia en el puerto de La Venta, cercano a la aldea de Gil Márquez. Antes de la unión ha recogido barrancos de La Bájena Alta, El Recio, Limones, Timones, Juanablanca y Cama de
  • 84. José Luis Lobo Moriche 88 zar La Alcalaboza. De rivera para allá, en una de las umbrías más umbría que conozco, Daniel tenía seña- lados los aguardos. ¡Alguien se nos había adelantado!: un cazador iba a tiro hecho hacia el rincón de nues- tros apostaderos. Le silbé e hice señas con mi gorra para que nos esperara. Que si sí, que si no, el pobre muchacho -más que desconfiado, paralizado de mie- do- se detuvo. Llegados a él, sólo tuve que decirle para que nos dejara el campo libre: -¡Mirad lo bien que se coge a un furtivo! Empezó a castañear sus dientes, y enseguida tuve que asegurarle que era una broma. Por si acaso, tomó las de Villadiego y nos dejó libre aquel rincón de El Vínculo. ---------------------- Como Churubito y yo estamos en todas partes -la ubicuidad de los dioses- nos vemos sorprendidos por los corredores de la montería que descaradamente hemos invadido, y aquí mal estamos en la cumbre de La Moña, dominando el barranco principal. En cada risco, un corredor subido; y en otros dos, Churubito y yo. Nos hemos encasquetado las gorras e inclinado la visera hacia la cara; con el fin de evitar que los co- rredores pasen junto a nosotros, les hacemos adema- nes dándoles engañosas órdenes para que cojan los
  • 85. Arochones 89 bancos más alejados de los riscos que ambos hemos usurpado. Ahora, ¡al suelo!, ¡a convertirnos en ma- droñera o jara cervuna porque un perro late tras una res! ¡Esta vez no he fallado el disparo! Tiempo de es- pera, de desembucharla, de arrancar el Suzuki y ocultar la pieza abatida en sitio seguro hasta la ma- drugada. ---------------------- Aquellos monteros trataban de llevarnos por las sendas del orden, pero Churubito y yo éramos dos indomables animales y nos sentíamos a gusto fuera del redil. En esta ocasión mi amigo y yo hemos sido enviados a una sierra como vigilantes de las manchas que montearemos mañana. ¿A quién se le ocurriría poner dos zorros como vigilantes de un gallinero sin que provoquen la traición? A media tarde hemos lle- gado, con Suzuki incluido, al cortijo de la finca. Co- mo trastos de vigilancia cogemos nuestras mochilas, mantas y escopetas. Una cuadrilla de furtivos receche- ros prepara también sus avíos. Evitamos los enfrenta- mientos, les decimos que somos los guardas del coto, que tengamos la fiesta de la madrugada en paz. Antes de las diez tocan a retirada y nos dejan libre el campo de batalla. Nos hemos puesto a la salida de un monte muy prieto de escobones. Sobre las doce mi Churubito le
  • 86. José Luis Lobo Moriche 90 arrea candela a una cochina, que no se queda en el tiro. Suponemos que lleva un chispazo bajo, ¡se nos pre- senta a los dos una buena papeleta! -Fernando, ¡ésta hay que cobrarla como sea! ¡Mira que mañana los perros darán con la cochina herida! -¡No podemos dejarla en la mancha! Media madrugada detrás de ella. Aquí se echa, allí se levanta, aquí se aplasta. Menos mal que los hilos de sangre sobre los escobones nos guían. Por fin el animal, sintiéndose en las últimas, se echa definitiva- mente. Amanece y aún no hemos salido de la sierra. -Fernando, ¡que yo voy de postor! ¡Tengo que hacer una jugarreta, porque los monteros verán el rastro por dónde la hemos sacado! -¡No, si te parece, los llevas a que vean el sitio donde la hemos rematado! ---------------------- Siempre estábamos metidos en sucios berenjenales: aquel domingo no sé qué le pasó a mi amigo Fernan- do para que no se viniera conmigo. Monteaban Los Benitos, unas solanas de empinadas barreras que lle- gan hasta la rivera Chanza, frente a Aroche. A las solanas les eché el ojo. Dejé el coche en el cortijo de un amigo, junto a un pantano.
  • 87. Arochones 91 -Tomás, ¡prepárate; que nos vamos a cargar un jabato! -¿Qué van a montear? -¡Por detrás de las solanas de Las Cabezas! -¡De ese tino está entrando un buen cochino a las encinas de la majada de las cabras! ¡Me he puesto varias noches seguidas, y siempre lo barruntaba por encima del collado! -¡Pues, hoy le llegó el día a ese tunante! Hemos cogido una trocha tan vertical que apenas podemos sortear las lajas de la solana; pasamos por una baña que yo desconocía que estuviese emplazada en este viciar de brezos blancos. Me entusiasmo con su situación tan cercana al pizarral de la cumbre y con el lugar tan solitario en que se halla, aunque tiene muy mal apostadero. Si yo fuera el cortijero, la ten- dría más que preparada y reservada para mí. Por fin alcanzamos los últimos collados y le señalo nuestras puertas. -Yo me quedo aquí, en los entalles. Estas vainas son mías, ¡un buen doblete! -¿Y yo dónde me pongo? Sigue la cumbre adelante y súbete en aquel filón de lajas. Con el rifle dominas la barrera de enfrente.
  • 88. José Luis Lobo Moriche 22 la Loba, El Puchero, Mojonato, Las Cabras, solana de La Caldera, Los Ciríes, Vegalucera, Potrico. Las dos riveras unidas tomarán el nombre de la mayor: La Alcalaboza , que enseguida recibirá aguas de Las Cañadas, Los Rasos, Manuela, Peramora, Bibián, Los Puntales, Las Peñas, La Naranja y se adentrará en tierras de Rosal, donde le llegarán por detrás de Las Peñas correnteras de Mahoma, Las Cortecillas, Barranquito Llano, Cumbre del Mármol, La Carras- cosa, Mazaroco, Los Baños, Teodora, y algunos ba- rrancos que se inician en la cumbre del poblado fo- restal de El Mustio: unos, como Palomarejo, Carba- llar, Carballarejo y Conejo se inclinarán hacia la co- marca de Andévalo; y otros, como Los Melones, Aserrador y Peñasierpes buscarán el baldío de Rosal. El río Múrtiga en sus inicios, por tierras de Gala- roza y de Las Chinas, es manso y amigo de hortela- nos; después se hace más bravío con barrancos que lamen las orillas de muchas manchas de La Nava, de las tres Cumbres y de Encinasola: Arrumiaos, Poci- tos, Guacho, El Moro, Los Campillos, La Moña, Las Torrecillas, Picureña, Castillo de Torre, Maijuanes, El Cañito, Los Valles, El Casco, Gonzalo Gil, El Se- rrechón, El Boquerón, La Breña, El Bravo, Las Ale- grías, El Basto, Sierra del Hoyo, Las Contiendas, y hermanado con Ardila se hace río portugués junto al castillo de Noudar.
  • 89. Arochones 93 ducho en estos menesteres y que desconocía con quiénes y en dónde iba a meterse. Varios perros maestros nos acompañaban. Buscamos amparo en el cortijo de Juanablanca que, aunque era propiedad de un amigo, estaba deshabitado. Por aquel tiempo ha- bían aparecido entre los moradores del valle de La Bájena las mismas costumbres de absentismo rural que hubo en Valdesotella, hoy sólo se mantienen in- tactos el eterno trazado de las correnteras del barran- co Doña María y la dehesa de encinas paralela a él. Lo demás es un inmenso bosque de eucaliptos. -¡Venga, escopetas a la mancha! ¡Iros de puerta, que yo soltaré los perros en los manchones de La Cama de la Loba! Fernando, ¡poneros en las huidas de El Ciego que, como haya algo, los tenéis de momento encima! Todo preparado, espero el tiempo suficiente. De momento la corrida de perros y jabalíes, dos tiros y el silencio quebrado en un regajo. Nuestro invitado le ha pegado un chispazo a una cochina, que está ya aga- rrada por los perros. La remato, y entre los tres la arrastramos hasta el cortijo. Hasta ahora la chipichanga de la mañana va bien, ¡un jabalí muerto más! Ni cor- to ni perezoso, ambiciono que batamos otras man- chas.
  • 90. José Luis Lobo Moriche 94 -¡Esto no ha hecho más que empezar! ¡Ahora a por la barrancada grande de La Bájena! ¡Aquí no hay nadie vigilando, todas estas sierras son hoy nuestras! -Pepe, ¡iros vosotros dos a la salida de los mancho- nes, que yo suelto los tres perros! ¡Coged los puntos claves! -¡Vale!, ¡espera media hora! Las puertas debidamente puestas, el perrero a los pies del encinar, el aire de frente, señales halagüeñas de que la mancha está llena de jabalíes y las escope- tas cargadas. De pronto, múltiples latidos y voces es- tremecen el matorral de la barrancada, ¡en los bajos de la sierra nos espera el guarda del coto! -Pepe Luis, ¡me cago en diez! ¡Que me buscáis una ruina! ¿No tenéis bastante con La Cama de la Loba? -¡Hombre, Bomba! ¡No sabíamos que andabas vigi- lando! ¡Nos vamos y ya está! -¿Y ahora qué? ¡Que llevo aquí toda la semana para que no se meta nadie, y vienes tú…! ¡Que la echan este domingo! ¡Y ahí no ha quedado ni un rabo! ¡Me voy por coño para Aroche! Por las buenas, cogemos nuestra res muerta y de- jamos en paz las sierras vigiladas por Bomba. Des-
  • 91. Arochones 95 vergonzadamente ni siquiera me preocupé de cómo escaparon los monteros. ---------------------- Hemos invadido, sin Suzuki, territorios vedados de La Contienda: el pico La Mojosa y la sierra San Pe- dro. Nuestro acompañante ha aparcado su furgone- tilla en un majadal, ¡quizás demasiado atrevimiento! Mi puesto está a pocos metros de una cañada; y, en estos momentos de la puesta de sol, oigo el ronroneo del motor de un todoterreno que acaba de llegar a ella. ¡Peligro! Desconozco dónde estarán apostados mis compañeros. Pienso que la noche ya está hecha y que la madrugada será muy movida. Que alguien ha- ya arrancado el coche tan tarde me desconcierta. Di- bujo en mi mente el paisaje por donde tendré que caminar hasta que alcance mi casa, más de veinti- cinco kilómetros nos separa. Si inicio la salida a las once, abriré la puerta con el sol bien asentado. No me importa, es preferible antes que ser achantado. Espero a que mis compañeros regresen. El conduc- tor se acerca precavidamente al majadal y se encuen- tra con que dos ruedas de su coche han sido pincha- das por el visitante de media tarde, ¡esta madrugada no seré un descamino! -¿Cómo nos pinchaste el coche la otra tarde? -le pregunté al iracundo vaquero de La Contienda.
  • 92. José Luis Lobo Moriche 96 -¡Pepe Luis, no me digas!, ¿has cambiado el Suzuki amarillo?
  • 93. Arochones 23 En tierras del Odiel, andevaleñas y serranas, están El Saltillo, La Junta de Mazo, Pagos, Las Bañas, El Mojón, El Cerquijo, La Lima, El Moro, El Potroso, Valdelaniña. Todos estos parajes tuvieron su cazador román- tico, conocí a algunos de estos singulares hombres y con ellos compartí sufrimientos, sacrificios y peli- gros; pero también, gracias a ellos, me discipliné co- mo cazador. Campearon semejantes al macareno de chairas desafiantes y de molaeras alunadas, que se amaga entre la charamusca del monte y espera acu- lado al perro puntero. Por tierras del barranco Aro- chete se azorró El Máquina; por los valles de la Al- calaboza cazucheó mi amigo ‘Daniel el del cercado Forero’; del Montesino y de su hijo Quiterio fue territorio vedado La Peramora; en las sierras de Gil Márquez y La Bájena fue fantasma de la noche Eu- logio; El Marra en La Corte de los Llanos, Félix Pasión en Valdelamusa, y desde el pico de La Go- londrina hasta el baldío de Rosal siempre oí historias casi místicas de Santos Boza. Conservo restos de sus historias románticas y el precioso cuchillo lenguado de monte, con empuñadura de hueso, hecho por él. Cada territorio siempre tuvo un cazador extraordi- nario, un cazador que acepta o no la presencia a su lado de un escudero, pero que no lo precisa porque se vale por sí mismo.
  • 94. José Luis Lobo Moriche 98 chote cubre la salida de la jabalina y un segundo en- tra a rematarla con soltura y maestría, un espectáculo colmado de belleza y plasticidad: agilidad, viveza, de- cisión y valor armonizados. -¡Ole vuestros cojones! -exclama Churubito. -¡Cómo va usted a quitarnos el jabato! ¡Si es el pri- mero que matamos! -¿El primero? ¡Menudos cucharas estáis hechos los dos! ¡Anda, anda, coged la cochina y que nadie se entere! Es la hora de la siembra de las semillas, luego llega- rán los días de la recogida del grano; el cortijillo de Tronca formará parte de nuestros lugares de amparo y los hermanos y su padre serán actores conjuntos de muchas de nuestras escenas. (Mimábamos a los cabreros y ovejeros con los que nos topábamos. Como agradecimiento a tanta pro- tección, recuerdo al pastor solitario de El Galindo. Verlo y parada obligada para que Churubito le ofre- ciera tabaco. Luego, las preguntas de rigor: ¿Hay no- vedad? ¿Cómo está la cosa? ¿Se oyen tiros?). ----------------------
  • 95. Arochones 99 Nombrar El Bravo es referirse al paraíso de la caza mayor, y ya sabemos a quiénes están reservados los cielos terrenales. Como nadie nos invitaba a cazar allí, yo mismo me premiaba. El excesivo número de guardas dificulta la invasión de sus adentros porque desde las cumbres dominan los movimientos de los coches que se aproximan a las altas alambradas del perímetro de la finca, así que había que idear algo nuevo. Me valí de amigos no aficionados a la caza y que, con el sol puesto, nos dejaban en el puente de El Casco, muy cercano a la carretera de Encinasola. ¡Trepar la alambrada y El Bravo para nosotros! ¡Qué fácil y qué difícil! A Churubito, en estos tran- ces, le costaba arrancar y me ponía algunas excusas; pero, una vez iniciado el salto, se sentía como en su cortijo de Jabaca. Este tipo de caza a cojones suele traicionar al cazador testarudo. De ahí que sólo de sopetón nos atreviéramos a invadir aquel terruño tan peligroso. En El Basto, tierras de Los Campillos Bajos, se unen las manchas de La Contienda de Encinasola, La Alegría y El Bravo. El cortijo de El Basto era nues- tra guarida preferida para desde allí saltar al paraíso reservado de la caza mayor. Varios días en aquel cor- tijo significaba que Churubito y yo habíamos alcan- zado durante varias jornadas cinegéticas la gloria de los cazadores. Y en busca de ella íbamos con Suzuki,