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Nuestra historia, como jamás te la contaron 
Asesores: Gerardo Caetano y José Rilla 
Ilustraciones: Alfredo Soderguit
© 2001, Roy Berocay, Gerardo Caetano y José Rilla 
© 2002, Roy Berocay, Gerardo Caetano y José Rilla 
© De esta edición: 
2011, Ediciones Santillana, SA 
Juan Manuel Blanes 1132. 11200. Montevideo, Uruguay 
Teléfono: 24107342 
edicion@santillana.com.uy 
www.prisaediciones.com/uy 
•Grupo Santillana de Ediciones, SA (Alfaguara) 
Torrelaguna, 60. 28043 Madrid, España. 
•Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, SA 
Leandro N. Alem 720. C1001AAP Buenos Aires, Argentina. 
•Santillana de Ediciones SA 
Av. Arce 2333, La Paz, Bolivia. 
•Aguilar Chilena de Ediciones, Ltda. 
Dr. Ariztía 1444, Providencia, Santiago de Chile, Chile. 
•Santillana, SA 
Av. Venezuela 276, Asunción, Paraguay. 
•Santillana, SA 
Av. Primavera 2160, Lima, Perú. 
•Editora Objetiva 
Rua Cosme Velho 103, Rio de Janeiro, Brasil. 
•Editora Objectiva 
Estrada da Outurela 118, 2794-084 Carnaxide, Portugal. 
Ilustraciones: Alfredo Soderguit 
Diseño de cubierta: Lucía Sánchez Miraballes 
ISBN: 978-9974-95-483-0 
Hecho el depósito que indica la ley. 
Impreso en Uruguay. 
Primera edición: junio de 2011, 1.000 ejemplares. 
Todos los derechos reservados. 
Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, 
ni registrada en, o transmitida por un sistema de recuperación 
de información, en ninguna forma, ni por ningún medio, sea mecánico, 
fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia 
o cualquier otro medio conocido o por conocer, sin el permiso previo 
por escrito de la editorial.
En el cruce de caminos 
Es­te 
li­bro 
es­tá 
es­cri­to 
en un cru­ce 
de ca­mi­nos. 
Allí fue 
don­de 
un na­rra­dor 
y dos his­to­ria­do­res 
nos pu­si­mos 
a con­ver­sar 
acer­ca 
del Uru­guay 
y sus his­to­rias, 
con­vo­ca­dos 
por la 
gran aven­tu­ra 
que nos per­mi­tie­ra 
con­tár­se­las 
de un mo­do 
di­fe­ren­te 
a los ni­ños, 
a sus pa­dres 
y maes­tros. 
Lo pri­me­ro 
que apren­di­mos 
con Roy Be­ro­cay 
es que na­rrar 
es un tra­ba­jo 
apa­sio­nan­te 
y que ha­cer­lo 
bien es muy 
di­fí­cil. 
Por otro la­do, 
una vez más nos di­mos 
cuen­ta 
de que 
por suer­te 
no hay una so­la 
ma­ne­ra 
de ha­blar 
y es­cri­bir 
acer­ca 
del pa­sa­do, 
que no hay una his­to­ria 
si­no 
mu­chas 
his­to­rias. 
Así pues, es me­jor 
que los lec­to­res 
to­men 
es­te 
li­bro 
co­mo 
lo pen­sa­mos 
des­de 
un prin­ci­pio 
en aquel cru­ce 
de ca­mi­nos: 
es mu­cho 
me­nos 
un li­bro 
de His­to­ria 
y mu­cho 
más un li­bro 
de re­la­tos, 
de cuen­tos 
y na­rra­cio­nes, 
de his­to­rias 
que 
ocu­rrie­ron 
(¡o que po­drían 
ha­ber 
ocu­rri­do!) 
a lo lar­go 
de 
cua­tro­cien­tos 
años, en­tre 
1500 y 1900. Es una in­vi­ta­ción 
a 
co­no­cer­nos, 
re­cor­dar­nos, 
di­bu­jar­nos 
e ima­gi­nar­nos, 
des­de 
una mo­da­li­dad 
que, con se­gu­ri­dad, 
se acer­ca 
bas­tan­te 
más 
al ofi­cio 
de Roy que al nues­tro. 
Fue uno de los maes­tros 
de nues­tra 
ge­ne­ra­ción, 
Car­los 
Real de Azúa, quien es­cri­bien­do 
acer­ca 
del Uru­guay 
mo­der­no 
lla­mó 
a es­ta, 
nues­tra 
co­mu­ni­dad, 
“el país de las cer­ca­nías”. 
5
Y lo de­cía 
sin nos­tal­gia 
de la al­dea, 
to­man­do 
la ins­pi­ra­ción 
de uno de nues­tros 
ma­yo­res 
poe­tas, 
quien des­cri­bió 
al Uru­guay 
co­mo 
una tie­rra 
“a la ma­no 
del hom­bre”. 
Era tal vez el 
mis­mo 
sen­ti­mien­to 
que pro­vo­ca­ra 
aquel fa­mo­so 
di­cho 
de un 
pai­sa­no 
de los tiem­pos 
de la “tie­rra 
pur­pú­rea”, 
quien an­te 
un 
in­mi­gran­te 
in­ten­tó 
ex­pli­car 
el país que por en­ton­ces 
se for­ma­ba 
co­mo 
una tie­rra 
en la que “nai­des 
es más que nai­des”. 
Por cier­to 
que esas in­vo­ca­cio­nes 
han si­do 
(y si­guen 
sien­do) 
más un ho­ri­zon­te 
a con­quis­tar, 
un sen­ti­do 
de brú­ju­la 
en 
tan­to 
“co­mu­ni­dad 
ima­gi­na­da”, 
que una esen­cia 
con­ge­la­da 
o la ex­pre­sión 
de un éxi­to 
lo­gra­do 
de una vez y pa­ra 
siem­pre. 
No to­do 
fue fá­cil 
y bue­no 
en esa his­to­ria. 
¿Cuán­to 
nos 
cos­tó? 
¿Có­mo 
lo apren­di­mos? 
¿Qué ga­na­mos 
y tam­bién 
que 
per­di­mos 
con es­ta 
for­ma 
de ha­cer 
las co­sas, 
con es­te 
mo­do 
de dis­cu­tir, 
de acor­dar, 
de or­ga­ni­zar 
una so­cie­dad 
en la que, 
co­mo 
de­cía 
al­guien 
en el si­glo 
xix, “to­dos 
se sien­ten 
con 
igua­les 
de­re­chos”? 
Des­de 
el de­sa­fío 
de un mun­do 
y un país en­fren­ta­dos 
a 
cam­bios 
ver­ti­gi­no­sos, 
si es­te 
li­bro 
ayu­da­ra 
a con­tes­tar 
es­tas 
pre­gun­tas 
y, me­jor 
aun, si nos in­vi­ta­ra 
a nue­vas 
pre­gun­tas 
y 
con­ver­sa­cio­nes 
acer­ca 
de no­so­tros 
mis­mos, 
ha­brá 
cum­pli­do 
con lo que se pro­po­ne. 
6 
G.C. y J.R. 
Mar­zo, 
2001
1. Seres extraños en el mar 
Ha­cía 
tiem­po 
que Joa­quín 
no vi­si­ta­ba 
a su abue­lo. 
No 
era que no qui­sie­ra 
ha­cer­lo, 
pe­ro 
sus pa­dres 
ra­ra 
vez te­nían 
tiem­po 
pa­ra 
lle­var­lo 
y el pro­pio 
abue­lo 
era un hom­bre 
muy 
ocu­pa­do; 
siem­pre 
es­ta­ba 
me­ti­do 
en al­gún 
pro­yec­to, 
es­tu­dio, 
o sim­ple­men­te 
aga­rra­ba 
su au­to 
me­dio 
abo­lla­do 
y se iba por 
ahí a re­co­rrer 
al­gu­na 
zo­na 
del país que le in­te­re­sa­ba 
por su 
tra­ba­jo. 
Aho­ra, 
mien­tras 
Joa­quín 
su­bía 
la es­ca­le­ra 
ha­cia 
la 
bi­blio­te­ca 
y se dis­po­nía 
a pa­sar 
el fin de se­ma­na 
con el vie­jo, 
pen­sa­ba 
en las his­to­rias 
que su pa­dre 
le con­ta­ba 
de cuan­do 
el abue­lo 
ha­bía 
si­do 
jo­ven. 
¿Qué cla­se 
de per­so­na 
de­ja­ba 
una 
ca­rre­ra 
co­mo 
ju­ga­dor 
de fút­bol 
pa­ra 
es­tu­diar 
his­to­ria? 
Pa­ra 
Joa­quín 
la elec­ción 
ha­bría 
si­do 
muy di­fe­ren­te: 
el fút­bol 
era di­ver­ti­do 
y la his­to­ria, 
se sa­be, 
al­go 
muy pe­ro 
muy 
abu­rri­do. 
Por eso, cuan­do 
abrió la puer­ta 
y lo vio sen­ta­do 
7
fren­te 
a la com­pu­ta­do­ra, 
ro­dea­do 
de es­tan­tes 
con li­bros 
y 
pa­re­des 
con fo­tos 
de cuan­do 
era ju­ga­dor, 
de­ci­dió 
que ya era 
ho­ra 
de ave­ri­guar, 
de ha­cer 
esa pre­gun­ta 
que arras­tra­ba 
des­de 
ha­cía 
años. 
El abue­lo 
de­jó 
de es­cri­bir 
y son­rió. 
Am­bos 
se sa­lu­da­ron 
y con­ver­sa­ron 
un ra­to 
acer­ca 
de la es­cue­la, 
de la fa­mi­lia, 
de 
es­to 
y aque­llo. 
Al fi­nal, 
cuan­do 
ya no que­da­ba 
na­da 
nue­vo 
por con­tar, 
Joa­quín 
se ani­mó. 
8
—¿Pue­do 
pre­gun­tar­te 
al­go? 
—Sí, cla­ro, 
lo que quie­ras. 
Joa­quín 
mi­ró 
las fo­tos 
en la pa­red. 
Des­pués 
se fi­jó 
en esos 
li­bros 
gor­dos 
api­la­dos 
por to­das 
par­tes. 
—¿Por qué de­jas­te 
el fút­bol 
pa­ra 
es­tu­diar 
his­to­ria? 
El abue­lo 
vol­vió 
a son­reír. 
—¡Pa­ra 
co­no­cer­te 
me­jor! 
—di­jo 
imi­tan­do 
la voz del lo­bo 
de Ca­pe­ru­ci­ta. 
—¿A mí? ¿Y yo qué ten­go 
que ver con la his­to­ria? 
—¿Y vos quién sos­? 
—retrucó el vie­jo. 
La pre­gun­ta 
lo sor­pren­dió: 
“¿Có­mo 
que quién soy?”. 
—Soy tu nie­to, 
Joa­quín. 
—Sí, eso ya lo sé; pe­ro, 
¿sa­bés 
quién sos o có­mo 
lle­gas­te 
a ser lo que sos? 
—Bue­no... 
yo... mis pa­dres 
me tu­vie­ron 
y... 
—¿Lo ves? Por eso me de­di­qué 
a es­to 
—ex­pli­có 
el vie­jo 
con to­no 
mis­te­rio­so 
y apa­gó 
la com­pu­ta­do­ra—. 
Sa­bía 
que 
al­gún 
día ten­dría 
un nie­to 
y que­ría 
po­der 
con­tar­le 
su his­to­ria, 
su ver­da­de­ra 
his­to­ria, 
una his­to­ria 
que es me­jor 
que cual­quie­ra 
de esas pe­lí­cu­las 
con ex­plo­sio­nes 
y efec­tos 
es­pe­cia­les. 
¿Que­rés 
co­no­cer­la? 
—Sí... cla­ro 
—Joa­quín 
no es­ta­ba 
se­gu­ro, 
pe­ro 
siem­pre 
le ha­bía 
gus­ta­do 
que le con­ta­ran 
cuen­tos. 
El abue­lo 
le hi­zo 
se­ñas 
de que se acer­ca­ra 
y am­bos 
se aco­mo­da­ron 
en el vie­jo 
si­llón. 
—En rea­li­dad 
se po­dría 
de­cir 
que tu his­to­ria 
co­men­zó 
ha­ce 
mi­les 
de años, pe­ro 
va­mos 
a dar un sal­to 
en el tiem­po 
y de­di­car­nos 
so­lo 
a tu his­to­ria 
en es­tas 
tie­rras 
del sur, una 
his­to­ria 
que bien po­dría­mos 
em­pe­zar 
un día cual­quie­ra 
ha­ce 
cien­tos 
de años... 
9
Llo­vía, 
llo­vía 
mu­cho 
y de tal ma­ne­ra 
como ese ni­ño 
al 
que lla­ma­ban 
Bi­lu 
nun­ca 
ha­bía 
vis­to. 
El vien­to 
pa­re­cía 
sa­cu­dir 
los ce­rros 
y crea­ba 
olas en las ra­mas 
de los ár­bo­les 
sal­va­jes 
del bos­que, 
cer­ca 
del arro­yo, 
don­de 
acam­pa­ban 
unos tres­cien­tos 
10 
cha­rrúas. 
Bi­lu 
es­ta­ba 
acu­rru­ca­do 
den­tro 
de una cho­za 
he­cha 
con 
ra­mas 
y cue­ros 
de ve­na­do. 
La llu­via 
ha­bía 
apa­ga­do 
el fue­go 
y na­die 
ha­bla­ba 
mien­tras 
el vien­to 
sil­ba­ba 
fu­rio­so. 
La ma­dre 
de Bi­lu 
ti­ri­ta­ba 
en si­len­cio 
en­vuel­ta, 
igual que él, en su piel 
de ve­na­do. 
Su pa­dre, 
el gue­rre­ro, 
per­ma­ne­cía 
sen­ta­do, 
si­len­cio­so, 
ca­si 
co­mo 
una fi­gu­ra 
de pie­dra 
que los re­lám­pa­gos 
ilu­mi­na­ban 
de vez en cuan­do.
Cuan­do 
es­ta­lla­ba 
un true­no, 
Bi­lu 
se asus­ta­ba 
y se acer­ca­ba 
un po­co 
a su ma­dre, 
pe­ro 
tra­ta­ba 
de que su te­mor 
no se 
no­ta­ra. 
Ella tam­bién 
pa­re­cía 
asus­ta­da, 
pe­ro 
no su pa­dre: 
los 
gue­rre­ros 
no de­bían 
te­mer. 
Bi­lu 
so­ña­ba 
con el día en que él 
tam­bién 
lle­ga­ría 
a ser co­mo 
su pa­dre: 
un día en que po­dría 
sa­lir 
jun­to 
con el sol a ca­zar 
ve­na­dos 
y ñan­dúes, 
ca­mi­nar 
por 
el bos­que 
os­cu­ro 
y den­so 
con pi­sa­das 
tan si­len­cio­sas 
co­mo 
el ai­re, 
en­sar­tar 
peces en el agua en ape­nas 
un mo­vi­mien­to 
y tam­bién, 
ca­da 
tan­to, 
ir a pe­lear 
con las otras tri­bus, 
pa­ra 
vol­ver 
con co­mi­da, 
ar­mas, 
mu­je­res 
y ni­ños. 
En to­do 
eso 
pen­sa­ba 
Bi­lu 
an­tes 
de que­dar­se 
dor­mi­do. 
A la ma­ña­na, 
el cie­lo 
in­ver­nal 
es­ta­ba 
des­pe­ja­do 
y los hom­bres 
y las mu­je­res 
ya le­van­ta­dos 
se ocu­pa­ban 
de sus ta­reas. 
Los hom­bres 
es­ta­ban 
pron­tos 
pa­ra 
ir de ca­ce­ría, 
las mu­je­res 
tra­ba­ja­ban 
los cue­ros, 
cui­da­ban 
el fue­go, 
ha­cían 
la co­mi­da 
y vi­gi­la­ban 
a los ni­ños, 
mien­tras 
los vie­jos, 
sen­ta­dos, 
jun­tos, 
ha­bla­ban 
de los tiem­pos 
le­ja­nos. 
Bi­lu 
se le­van­tó 
y se acer­có 
a los otros ni­ños. 
Es­cu­cha­ba 
el 
can­to 
de los pá­ja­ros 
y po­día 
ver, más allá, al­zán­do­se 
con pe­re­za, 
el pe­que­ño 
ce­rro 
don­de 
ha­cía 
muy po­co 
ha­bían 
en­te­rra­do 
al pa­dre 
de su pa­dre. 
Re­cor­da­ba 
la muer­te 
del an­cia­no 
y la ca­ra 
se­ria 
de su hi­jo, 
su mi­ra­da 
ape­nas 
hú­me­da. 
Tam­bién 
re­cor­da­ba 
có­mo 
su pa­dre, 
pa­ra 
ex­pre­sar 
su do­lor, 
se ha­bía 
cor­ta­do 
la pun­ta 
de un de­do, 
apre­tan­do 
los dien­tes, 
le­van­tan­do 
lue­go 
su ma­no 
en­san­gren­ta­da 
pa­ra 
que to­dos 
la vie­ran. 
Bi­lu 
sa­bía 
que al­gún 
día él ten­dría 
que ha­cer 
lo mis­mo 
y 
que en­ton­ces 
ten­dría 
que de­mos­trar 
la va­len­tía 
de un gue­rre­ro. 
Pe­ro 
aho­ra, 
con la pra­de­ra 
ex­ten­di­da 
co­mo 
una al­fom­bra 
man­sa, 
blan­quea­da 
por la he­la­da, 
só­lo 
pen­sa­ba 
en ju­gar 
con 
los otros ni­ños. 
Abri­ga­dos 
con sus cue­ros, 
con ra­mas 
que 
11
imi­ta­ban 
lan­zas 
de ver­dad 
o con bo­lea­do­ras 
he­chas 
con jun­cos 
y pie­dras, 
ellos sa­lie­ron 
a re­co­rrer 
la zo­na. 
Sa­bían 
que no de­bían 
ale­jar­se, 
los ma­yo­res 
eran es­tric­tos 
con eso. Po­día 
ha­ber 
pe­li­gros 
ace­chan­do 
de­trás 
de las ro­cas: 
pu­mas 
o ja­gua­res 
que, aun­que 
so­lían 
asus­tar­se 
an­te 
la pre­sen­cia 
de los in­dios 
y pre­fe­rían 
co­rrer 
de­trás 
de los mi­les 
de ve­na­dos 
que po­bla­ban 
el cam­po, 
eran bi­chos 
trai­cio­ne­ros. 
Tam­bién 
es­ta­ban 
las ví­bo­ras 
que po­dían 
ma­tar 
de una so­la 
mor­di­da. 
No, los ni­ños 
no de­bían 
ale­jar­se 
de­ma­sia­do, 
pe­ro 
sí po­dían 
tra­tar 
de ca­zar 
mu­li­tas 
o pá­ja­ros, 
es­piar 
en­tre 
las ma­le­zas 
a los osos hor­mi­gue­ros 
o ju­gar 
a las pe­que­ñas 
gue­rras 
en 
las que, imi­tan­do 
a sus pa­dres, 
siem­pre 
ven­cían. 
Por­que 
los 
ni­ños 
del cam­pa­men­to 
creían lo que en­se­ña­ban 
los ma­yo­res: 
los cha­rrúas 
siem­pre 
de­bían 
ven­cer 
y pa­ra 
eso te­nían 
que ga­nar­le 
12 
al mie­do.
Esa no­che, 
cuan­do 
Bi­lu 
se re­sis­tía 
a dor­mir 
y el frío vol­vía 
a caer co­mo 
un man­to 
blan­co 
so­bre 
las cho­zas, 
es­cu­chó 
a 
los hom­bres 
quie­nes, 
co­mo 
to­das 
las no­ches, 
es­ta­ban 
sen­ta­dos 
al­re­de­dor 
del fue­go. 
El ca­ci­que 
ha­bla­ba 
de ata­car 
a una 
tri­bu 
cer­ca­na. 
Ya ha­bían 
lle­ga­do 
al­gu­nos 
en­via­dos 
de otros 
cam­pa­men­tos 
cha­rrúas, 
por lo que to­do 
es­ta­ría 
pron­to 
pa­ra 
el día si­guien­te: 
un gran ata­que 
—rá­pi­do, 
mor­tal—, 
con­tra 
los gua­ra­níes 
pa­ra 
es­ta­ble­cer 
así quié­nes 
eran los amos de ese 
te­rri­to­rio. 
Bi­lu 
ha­bía 
vis­to 
otros cam­pa­men­tos 
cha­rrúas 
pa­re­ci­dos 
al 
su­yo. 
Al­gu­na 
vez, cuan­do 
avan­za­ban 
en bus­ca 
de un nue­vo 
si­tio 
don­de 
acam­par, 
se ha­bían 
cru­za­do 
a la dis­tan­cia 
con 
otro gru­po 
de has­ta 
seis­cien­tos 
in­dios 
que tam­bién 
bus­ca­ban 
cam­biar 
su ho­gar 
y lu­ga­res 
de ca­za. 
Si to­do 
es­ta­ba 
bien, los 
ca­ci­ques 
se sa­lu­da­ban, 
ha­bla­ban 
bre­ve­men­te 
y lue­go 
se­guían 
su ca­mi­no. 
Otras ve­ces 
las co­sas 
no eran así y ha­bía 
lu­cha 
en­tre 
los pro­pios 
cha­rrúas 
pa­ra 
con­se­guir 
ali­men­tos, 
cue­ros, 
un me­jor 
lu­gar 
don­de 
acam­par 
o ro­bar 
mu­je­res. 
Por eso, los 
ni­ños 
sa­bían 
que si avis­ta­ban 
otro gru­po, 
te­nían 
que es­con­der­se 
y tra­tar 
de avi­sar 
a los ma­yo­res. 
13
Pe­ro 
esa no­che 
se no­ta­ba 
que al­go 
di­fe­ren­te 
su­ce­día. 
Ha­bía 
allí gen­te 
de otros cam­pa­men­tos 
y eso no era co­mún. 
Los 
hom­bres 
ha­bla­ron 
más que de cos­tum­bre; 
po­día 
ser que el 
frío los obli­ga­ra 
a que­dar­se 
un ra­to 
más cer­ca 
del fue­go 
o que 
el ata­que 
iba a ser gran­de. 
Esa no­che 
su pa­dre 
no dur­mió 
con ellos, ya que de­bía 
vi­gi­lar 
el cam­pa­men­to. 
A la ma­ña­na 
si­guien­te 
Bi­lu 
des­per­tó 
y sa­lió 
de la cho­za: 
los hom­bres 
ya no es­ta­ban; 
la ta­rea 
de vi­gi­lar 
era aho­ra 
de los 
vie­jos. 
Las mu­je­res 
tra­ba­ja­ban 
en sus ta­reas. 
Bi­lu 
se acer­có 
a su 
ma­dre 
y la ob­ser­vó 
un ra­to, 
vien­do 
có­mo 
ablan­da­ba 
un cue­ro 
gol­peán­do­lo 
con una pie­dra 
gran­de. 
Ella ha­bla­ba 
muy po­co, 
al igual que to­dos 
los cha­rrúas, 
pe­ro 
es­ta 
vez te­nía 
al­go 
di­fe­ren­te 
en la ca­ra. 
Bi­lu 
no sa­bía 
qué. Qui­zá 
pen­sa­ra 
en su hom­bre, 
allá, quién sa­be 
dón­de, 
pe­lean­do 
a ma­tar 
o mo­rir. 
Qui­zá 
pen­sa­ra 
que él no iba a vol­ver. 
De pron­to 
ella de­jó 
a un la­do 
la pie­dra 
con la que ma­cha­ca­ba 
el cue­ro, 
es­ti­ró 
su bra­zo 
y le to­có 
la ca­ra 
con ter­nu­ra. 
Lue­go 
son­rió. 
Es­ta­ba 
or­gu­llo­sa 
de él, por eso le ha­bía 
da­do 
ese nom­bre, 
Bi­lu, 
que que­ría 
de­cir 
“her­mo­so”. 
Él sen­tía 
las dos co­sas, 
su amor y tam­bién 
la preo­cu­pa­ción 
que le nu­bla­ba 
los ojos os­cu­ros. 
Al­gún 
día, cuan­do 
él se 
con­vir­tie­ra 
en hom­bre 
es­ta­ría 
más or­gu­llo­sa 
aun. 
Cua­tro 
so­les 
y cua­tro 
lu­nas 
su­bie­ron 
y ba­ja­ron 
del cie­lo, 
has­ta 
que una tar­de, 
cuan­do 
los ni­ños 
per­se­guían 
con pa­los 
una cu­le­bra 
por la lo­ma, 
vie­ron 
a la dis­tan­cia 
el gru­po 
de gue­rre­ros 
14 
que re­gre­sa­ba. 
Cuan­do 
el gru­po 
se acer­có, 
avan­zan­do 
en fi­la, 
Bi­lu 
re­co­no­ció 
a su pa­dre 
y se sin­tió 
fe­liz. 
Pe­ro 
otros gue­rre­ros 
a quie­nes 
co­no­cía 
bien ya no es­ta­ban, 
ha­bían 
que­da­do 
allá, se­gu­ra­men­te 
caí­dos 
en un com­ba­te 
te­rri­ble. 
De­trás 
de los hom­bres, 
que
traían pie­les 
y otros ob­je­tos, 
ve­nía 
un gru­po 
de mu­je­res 
si­len­cio­sas, 
ata­das, 
con la ca­be­za 
ga­cha, 
y a su cos­ta­do, 
con ca­ras 
de 
mie­do, 
un gru­po 
de ni­ños. 
Siem­pre 
era así. Se­gún 
lo creían mu­chos, 
era im­por­tan­te 
con­ser­var 
a las mu­je­res 
pa­ra 
ase­gu­rar­se 
el na­ci­mien­to 
de más 
ni­ños 
y ni­ñas. 
Los ni­ños 
cap­tu­ra­dos 
pron­to 
apren­de­rían 
las 
cos­tum­bres 
cha­rrúas 
y se con­ver­ti­rían 
tam­bién 
en sus igua­les. 
Así era la pa­la­bra 
de los más vie­jos: 
solo se ma­ta­ba 
a los 
otros gue­rre­ros, 
a los ene­mi­gos, 
a los que re­sis­tían, 
pe­ro 
nun­ca 
a los vie­jos, 
mu­je­res 
o ni­ños. 
Esa era la ley que se­guían 
des­de 
el prin­ci­pio 
de los tiem­pos. 
Esa era la ra­zón 
por la que 
se­guían 
exis­tien­do. 
Cuan­do 
el gru­po 
en­tró 
vic­to­rio­so 
al cam­pa­men­to, 
hu­bo 
gri­tos 
de jú­bi­lo 
y to­dos, 
an­cia­nos, 
mu­je­res 
y ni­ños, 
de­ja­ron 
de ha­cer 
sus ta­reas 
y se acer­ca­ron 
a ver a los pri­sio­ne­ros, 
a 
to­car­los, 
a oler­los. 
15
Bi­lu 
vio a un ni­ño 
gua­ra­ní 
co­mo 
de su mis­ma 
edad. Era 
fuer­te, 
co­mo 
él, con el pe­lo 
ne­gro 
ca­yén­do­le 
so­bre 
los hom­bros 
an­chos, 
y al­to, 
muy al­to. 
En po­co 
tiem­po 
Bi­lu 
y el ni­ño 
al que lla­ma­ron 
Imau, 
por­que 
te­nía 
gran­des 
ore­jas, 
se hi­cie­ron 
ami­gos 
y lo­gra­ron 
co­mu­ni­car­se. 
En­ton­ces, 
una tar­de, 
en la que ya en otro lu­gar 
y le­jos 
del 
in­vier­no 
am­bos 
se zam­bu­llían 
en el agua fres­ca 
del río, Imau 
le con­tó 
una his­to­ria 
in­creí­ble; 
una his­to­ria 
que ha­bía 
es­cu­cha­do 
a los hom­bres 
de su tri­bu 
du­ran­te 
una no­che 
de fo­ga­ta. 
Un pri­sio­ne­ro 
de otro cam­pa­men­to 
gua­ra­ní 
les ha­bía 
con­ta­do 
que un día, ha­cía 
tiem­po, 
cuan­do 
avan­za­ban 
por 
los ce­rros 
de are­na 
fren­te 
al agua gran­de, 
ha­bían 
vis­to 
una 
mon­ta­ña 
en el ho­ri­zon­te. 
Esa mon­ta­ña 
cre­ció 
y cre­ció, 
acer­cán­do­se 
más y más, has­ta 
que es­con­di­dos 
y lle­nos 
de pa­vor, 
pu­die­ron 
ver a unos se­res 
ex­tra­ños 
y blan­cos, 
con pe­los 
en 
la ca­ra 
co­mo 
los car­pin­chos. 
Ellos bri­lla­ban 
ba­jo 
el sol, con 
un bri­llo 
nue­vo, 
una luz que ha­cía 
da­ño 
a los ojos cuan­do 
se mo­vían. 
En­ton­ces 
to­dos 
su­pie­ron 
que se tra­ta­ba 
de al­go 
des­co­no­ci­do, 
se­res 
sa­li­dos 
del agua. Ni si­quie­ra 
es­ta­ban 
se­gu­ros 
de 
qué eran aque­llos 
ex­tra­ños, 
si eran hom­bres 
igual que ellos o 
bes­tias. 
Así que es­pe­ra­ron 
en si­len­cio 
y se pre­pa­ra­ron. 
De a 
po­co 
fue­ron 
ro­dean­do 
la are­na 
y los bos­ques 
y si­guie­ron 
es­pe­ran­do. 
Los hom­bres 
con pe­los 
en la ca­ra 
lle­ga­ron 
a la cos­ta 
en pe­que­ñas 
lan­chas 
y cuan­do 
pu­sie­ron 
pie so­bre 
la are­na, 
cuan­do 
sus cuer­pos 
bri­lla­ron 
otra vez con esa luz te­rri­ble, 
se 
lan­zó 
el ata­que. 
El com­ba­te 
fue fe­roz. 
Los hom­bres 
pá­li­dos 
ha­cían 
so­nar 
true­nos 
con unos pa­los 
que traían, pe­ro 
la llu­via 
de fle­chas, 
16
las lan­zas 
que vo­la­ban 
des­de 
to­das 
par­tes, 
los hi­cie­ron 
caer 
uno a uno, has­ta 
que la are­na 
que­dó 
ro­ja 
y aquel ce­rro 
de 
ma­de­ra 
que flo­ta­ba 
más allá de la rom­pien­te 
co­men­zó 
a ale­jar­se 
de la cos­ta. 
Los cuer­pos 
fue­ron 
car­ga­dos 
has­ta 
el cam­pa­men­to 
co­mo 
prue­ba 
de la exis­ten­cia 
de esos de­mo­nios 
del mar. Los ex­tra­ños, 
ve­ni­dos 
de la na­da, 
ha­bían 
muer­to 
y sus cuer­pos 
se­rían 
co­mi­dos. 
Así mu­rie­ron 
to­dos; 
to­dos 
me­nos 
uno, ca­si 
un ni­ño, 
blan­co 
co­mo 
las nu­bes, 
el úni­co 
que fue to­ma­do 
pri­sio­­­­­ne­ro: 
por­que 
es la pa­la­bra 
de los más vie­jos 
que no se ma­ta 
a los 
vie­jos, 
ni a las mu­je­res, 
ni a los ni­ños... 
17
Joa­quín 
es­cu­cha­ba 
con los ojos bien abier­tos, 
ca­si 
te­nía 
mie­do 
de pre­gun­tar 
e in­te­rrum­pir 
a su abuelo, pe­ro 
al fi­nal 
su cu­rio­si­dad 
pu­do 
más y pre­gun­tó 
por aque­llos 
hom­bres 
de 
pe­lo 
en la ca­ra 
y aquel ni­ño 
que se sal­vó. 
—Así fue co­mo 
mu­rió 
Juan Díaz de So­lís. 
Du­ran­te 
mu­cho 
tiem­po 
se cre­yó 
que lo ma­ta­ron 
los cha­rrúas, 
pe­ro 
se 
sa­be, 
ca­si 
con se­gu­ri­dad, 
que fue­ron 
los gua­ra­níes, 
que por 
esa épo­ca 
ha­bi­ta­ban 
en dis­tin­tos 
lu­ga­res 
de es­ta 
tie­rra. 
Fi­ja­te 
que la ma­yo­ría 
de los nom­bres 
in­dí­ge­nas 
que nos que­da­ron 
son en rea­li­dad 
gua­ra­níes 
co­mo, 
por ejem­plo, 
Uru­guay, 
Ta­cua­rem­bó... 
Lo que se sa­be 
con certeza es que hu­bo 
un 
mu­cha­cho, 
de ca­tor­ce 
años, ca­si 
un ni­ño, 
que ve­nía 
con la 
ex­pe­di­ción 
co­mo 
gru­me­te, 
al­go 
así co­mo 
un apren­diz, 
y que 
se sal­vó 
y vi­vió 
mu­cho 
tiem­po 
con los in­dios. 
Se lla­ma­ba 
Fran­cis­co 
del Puer­to. 
—¿Y qué le pa­só 
a él?, ¿se lo co­mie­ron 
des­pués? 
18
El abue­lo 
rió. 
—Ah, bue­no 
—con­tes­tó—. 
Si te in­te­re­sa, 
me­jor 
pon­go 
agua a ca­len­tar 
pa­ra 
unos ma­tes 
por­que, 
al igual que Bi­lu, 
es­te 
mu­cha­cho 
Fran­cis­co 
tam­bién 
es par­te 
de tu his­to­ria. 
—¿De la mía? ¿Y por qué? 
—¡Ya lo vas a ver! Te­né 
un po­co 
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Primeras paginas-pais-cercanias

  • 1. Nuestra historia, como jamás te la contaron Asesores: Gerardo Caetano y José Rilla Ilustraciones: Alfredo Soderguit
  • 2. © 2001, Roy Berocay, Gerardo Caetano y José Rilla © 2002, Roy Berocay, Gerardo Caetano y José Rilla © De esta edición: 2011, Ediciones Santillana, SA Juan Manuel Blanes 1132. 11200. Montevideo, Uruguay Teléfono: 24107342 edicion@santillana.com.uy www.prisaediciones.com/uy •Grupo Santillana de Ediciones, SA (Alfaguara) Torrelaguna, 60. 28043 Madrid, España. •Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, SA Leandro N. Alem 720. C1001AAP Buenos Aires, Argentina. •Santillana de Ediciones SA Av. Arce 2333, La Paz, Bolivia. •Aguilar Chilena de Ediciones, Ltda. Dr. Ariztía 1444, Providencia, Santiago de Chile, Chile. •Santillana, SA Av. Venezuela 276, Asunción, Paraguay. •Santillana, SA Av. Primavera 2160, Lima, Perú. •Editora Objetiva Rua Cosme Velho 103, Rio de Janeiro, Brasil. •Editora Objectiva Estrada da Outurela 118, 2794-084 Carnaxide, Portugal. Ilustraciones: Alfredo Soderguit Diseño de cubierta: Lucía Sánchez Miraballes ISBN: 978-9974-95-483-0 Hecho el depósito que indica la ley. Impreso en Uruguay. Primera edición: junio de 2011, 1.000 ejemplares. Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma, ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro medio conocido o por conocer, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
  • 3. En el cruce de caminos Es­te li­bro es­tá es­cri­to en un cru­ce de ca­mi­nos. Allí fue don­de un na­rra­dor y dos his­to­ria­do­res nos pu­si­mos a con­ver­sar acer­ca del Uru­guay y sus his­to­rias, con­vo­ca­dos por la gran aven­tu­ra que nos per­mi­tie­ra con­tár­se­las de un mo­do di­fe­ren­te a los ni­ños, a sus pa­dres y maes­tros. Lo pri­me­ro que apren­di­mos con Roy Be­ro­cay es que na­rrar es un tra­ba­jo apa­sio­nan­te y que ha­cer­lo bien es muy di­fí­cil. Por otro la­do, una vez más nos di­mos cuen­ta de que por suer­te no hay una so­la ma­ne­ra de ha­blar y es­cri­bir acer­ca del pa­sa­do, que no hay una his­to­ria si­no mu­chas his­to­rias. Así pues, es me­jor que los lec­to­res to­men es­te li­bro co­mo lo pen­sa­mos des­de un prin­ci­pio en aquel cru­ce de ca­mi­nos: es mu­cho me­nos un li­bro de His­to­ria y mu­cho más un li­bro de re­la­tos, de cuen­tos y na­rra­cio­nes, de his­to­rias que ocu­rrie­ron (¡o que po­drían ha­ber ocu­rri­do!) a lo lar­go de cua­tro­cien­tos años, en­tre 1500 y 1900. Es una in­vi­ta­ción a co­no­cer­nos, re­cor­dar­nos, di­bu­jar­nos e ima­gi­nar­nos, des­de una mo­da­li­dad que, con se­gu­ri­dad, se acer­ca bas­tan­te más al ofi­cio de Roy que al nues­tro. Fue uno de los maes­tros de nues­tra ge­ne­ra­ción, Car­los Real de Azúa, quien es­cri­bien­do acer­ca del Uru­guay mo­der­no lla­mó a es­ta, nues­tra co­mu­ni­dad, “el país de las cer­ca­nías”. 5
  • 4. Y lo de­cía sin nos­tal­gia de la al­dea, to­man­do la ins­pi­ra­ción de uno de nues­tros ma­yo­res poe­tas, quien des­cri­bió al Uru­guay co­mo una tie­rra “a la ma­no del hom­bre”. Era tal vez el mis­mo sen­ti­mien­to que pro­vo­ca­ra aquel fa­mo­so di­cho de un pai­sa­no de los tiem­pos de la “tie­rra pur­pú­rea”, quien an­te un in­mi­gran­te in­ten­tó ex­pli­car el país que por en­ton­ces se for­ma­ba co­mo una tie­rra en la que “nai­des es más que nai­des”. Por cier­to que esas in­vo­ca­cio­nes han si­do (y si­guen sien­do) más un ho­ri­zon­te a con­quis­tar, un sen­ti­do de brú­ju­la en tan­to “co­mu­ni­dad ima­gi­na­da”, que una esen­cia con­ge­la­da o la ex­pre­sión de un éxi­to lo­gra­do de una vez y pa­ra siem­pre. No to­do fue fá­cil y bue­no en esa his­to­ria. ¿Cuán­to nos cos­tó? ¿Có­mo lo apren­di­mos? ¿Qué ga­na­mos y tam­bién que per­di­mos con es­ta for­ma de ha­cer las co­sas, con es­te mo­do de dis­cu­tir, de acor­dar, de or­ga­ni­zar una so­cie­dad en la que, co­mo de­cía al­guien en el si­glo xix, “to­dos se sien­ten con igua­les de­re­chos”? Des­de el de­sa­fío de un mun­do y un país en­fren­ta­dos a cam­bios ver­ti­gi­no­sos, si es­te li­bro ayu­da­ra a con­tes­tar es­tas pre­gun­tas y, me­jor aun, si nos in­vi­ta­ra a nue­vas pre­gun­tas y con­ver­sa­cio­nes acer­ca de no­so­tros mis­mos, ha­brá cum­pli­do con lo que se pro­po­ne. 6 G.C. y J.R. Mar­zo, 2001
  • 5. 1. Seres extraños en el mar Ha­cía tiem­po que Joa­quín no vi­si­ta­ba a su abue­lo. No era que no qui­sie­ra ha­cer­lo, pe­ro sus pa­dres ra­ra vez te­nían tiem­po pa­ra lle­var­lo y el pro­pio abue­lo era un hom­bre muy ocu­pa­do; siem­pre es­ta­ba me­ti­do en al­gún pro­yec­to, es­tu­dio, o sim­ple­men­te aga­rra­ba su au­to me­dio abo­lla­do y se iba por ahí a re­co­rrer al­gu­na zo­na del país que le in­te­re­sa­ba por su tra­ba­jo. Aho­ra, mien­tras Joa­quín su­bía la es­ca­le­ra ha­cia la bi­blio­te­ca y se dis­po­nía a pa­sar el fin de se­ma­na con el vie­jo, pen­sa­ba en las his­to­rias que su pa­dre le con­ta­ba de cuan­do el abue­lo ha­bía si­do jo­ven. ¿Qué cla­se de per­so­na de­ja­ba una ca­rre­ra co­mo ju­ga­dor de fút­bol pa­ra es­tu­diar his­to­ria? Pa­ra Joa­quín la elec­ción ha­bría si­do muy di­fe­ren­te: el fút­bol era di­ver­ti­do y la his­to­ria, se sa­be, al­go muy pe­ro muy abu­rri­do. Por eso, cuan­do abrió la puer­ta y lo vio sen­ta­do 7
  • 6. fren­te a la com­pu­ta­do­ra, ro­dea­do de es­tan­tes con li­bros y pa­re­des con fo­tos de cuan­do era ju­ga­dor, de­ci­dió que ya era ho­ra de ave­ri­guar, de ha­cer esa pre­gun­ta que arras­tra­ba des­de ha­cía años. El abue­lo de­jó de es­cri­bir y son­rió. Am­bos se sa­lu­da­ron y con­ver­sa­ron un ra­to acer­ca de la es­cue­la, de la fa­mi­lia, de es­to y aque­llo. Al fi­nal, cuan­do ya no que­da­ba na­da nue­vo por con­tar, Joa­quín se ani­mó. 8
  • 7. —¿Pue­do pre­gun­tar­te al­go? —Sí, cla­ro, lo que quie­ras. Joa­quín mi­ró las fo­tos en la pa­red. Des­pués se fi­jó en esos li­bros gor­dos api­la­dos por to­das par­tes. —¿Por qué de­jas­te el fút­bol pa­ra es­tu­diar his­to­ria? El abue­lo vol­vió a son­reír. —¡Pa­ra co­no­cer­te me­jor! —di­jo imi­tan­do la voz del lo­bo de Ca­pe­ru­ci­ta. —¿A mí? ¿Y yo qué ten­go que ver con la his­to­ria? —¿Y vos quién sos­? —retrucó el vie­jo. La pre­gun­ta lo sor­pren­dió: “¿Có­mo que quién soy?”. —Soy tu nie­to, Joa­quín. —Sí, eso ya lo sé; pe­ro, ¿sa­bés quién sos o có­mo lle­gas­te a ser lo que sos? —Bue­no... yo... mis pa­dres me tu­vie­ron y... —¿Lo ves? Por eso me de­di­qué a es­to —ex­pli­có el vie­jo con to­no mis­te­rio­so y apa­gó la com­pu­ta­do­ra—. Sa­bía que al­gún día ten­dría un nie­to y que­ría po­der con­tar­le su his­to­ria, su ver­da­de­ra his­to­ria, una his­to­ria que es me­jor que cual­quie­ra de esas pe­lí­cu­las con ex­plo­sio­nes y efec­tos es­pe­cia­les. ¿Que­rés co­no­cer­la? —Sí... cla­ro —Joa­quín no es­ta­ba se­gu­ro, pe­ro siem­pre le ha­bía gus­ta­do que le con­ta­ran cuen­tos. El abue­lo le hi­zo se­ñas de que se acer­ca­ra y am­bos se aco­mo­da­ron en el vie­jo si­llón. —En rea­li­dad se po­dría de­cir que tu his­to­ria co­men­zó ha­ce mi­les de años, pe­ro va­mos a dar un sal­to en el tiem­po y de­di­car­nos so­lo a tu his­to­ria en es­tas tie­rras del sur, una his­to­ria que bien po­dría­mos em­pe­zar un día cual­quie­ra ha­ce cien­tos de años... 9
  • 8. Llo­vía, llo­vía mu­cho y de tal ma­ne­ra como ese ni­ño al que lla­ma­ban Bi­lu nun­ca ha­bía vis­to. El vien­to pa­re­cía sa­cu­dir los ce­rros y crea­ba olas en las ra­mas de los ár­bo­les sal­va­jes del bos­que, cer­ca del arro­yo, don­de acam­pa­ban unos tres­cien­tos 10 cha­rrúas. Bi­lu es­ta­ba acu­rru­ca­do den­tro de una cho­za he­cha con ra­mas y cue­ros de ve­na­do. La llu­via ha­bía apa­ga­do el fue­go y na­die ha­bla­ba mien­tras el vien­to sil­ba­ba fu­rio­so. La ma­dre de Bi­lu ti­ri­ta­ba en si­len­cio en­vuel­ta, igual que él, en su piel de ve­na­do. Su pa­dre, el gue­rre­ro, per­ma­ne­cía sen­ta­do, si­len­cio­so, ca­si co­mo una fi­gu­ra de pie­dra que los re­lám­pa­gos ilu­mi­na­ban de vez en cuan­do.
  • 9. Cuan­do es­ta­lla­ba un true­no, Bi­lu se asus­ta­ba y se acer­ca­ba un po­co a su ma­dre, pe­ro tra­ta­ba de que su te­mor no se no­ta­ra. Ella tam­bién pa­re­cía asus­ta­da, pe­ro no su pa­dre: los gue­rre­ros no de­bían te­mer. Bi­lu so­ña­ba con el día en que él tam­bién lle­ga­ría a ser co­mo su pa­dre: un día en que po­dría sa­lir jun­to con el sol a ca­zar ve­na­dos y ñan­dúes, ca­mi­nar por el bos­que os­cu­ro y den­so con pi­sa­das tan si­len­cio­sas co­mo el ai­re, en­sar­tar peces en el agua en ape­nas un mo­vi­mien­to y tam­bién, ca­da tan­to, ir a pe­lear con las otras tri­bus, pa­ra vol­ver con co­mi­da, ar­mas, mu­je­res y ni­ños. En to­do eso pen­sa­ba Bi­lu an­tes de que­dar­se dor­mi­do. A la ma­ña­na, el cie­lo in­ver­nal es­ta­ba des­pe­ja­do y los hom­bres y las mu­je­res ya le­van­ta­dos se ocu­pa­ban de sus ta­reas. Los hom­bres es­ta­ban pron­tos pa­ra ir de ca­ce­ría, las mu­je­res tra­ba­ja­ban los cue­ros, cui­da­ban el fue­go, ha­cían la co­mi­da y vi­gi­la­ban a los ni­ños, mien­tras los vie­jos, sen­ta­dos, jun­tos, ha­bla­ban de los tiem­pos le­ja­nos. Bi­lu se le­van­tó y se acer­có a los otros ni­ños. Es­cu­cha­ba el can­to de los pá­ja­ros y po­día ver, más allá, al­zán­do­se con pe­re­za, el pe­que­ño ce­rro don­de ha­cía muy po­co ha­bían en­te­rra­do al pa­dre de su pa­dre. Re­cor­da­ba la muer­te del an­cia­no y la ca­ra se­ria de su hi­jo, su mi­ra­da ape­nas hú­me­da. Tam­bién re­cor­da­ba có­mo su pa­dre, pa­ra ex­pre­sar su do­lor, se ha­bía cor­ta­do la pun­ta de un de­do, apre­tan­do los dien­tes, le­van­tan­do lue­go su ma­no en­san­gren­ta­da pa­ra que to­dos la vie­ran. Bi­lu sa­bía que al­gún día él ten­dría que ha­cer lo mis­mo y que en­ton­ces ten­dría que de­mos­trar la va­len­tía de un gue­rre­ro. Pe­ro aho­ra, con la pra­de­ra ex­ten­di­da co­mo una al­fom­bra man­sa, blan­quea­da por la he­la­da, só­lo pen­sa­ba en ju­gar con los otros ni­ños. Abri­ga­dos con sus cue­ros, con ra­mas que 11
  • 10. imi­ta­ban lan­zas de ver­dad o con bo­lea­do­ras he­chas con jun­cos y pie­dras, ellos sa­lie­ron a re­co­rrer la zo­na. Sa­bían que no de­bían ale­jar­se, los ma­yo­res eran es­tric­tos con eso. Po­día ha­ber pe­li­gros ace­chan­do de­trás de las ro­cas: pu­mas o ja­gua­res que, aun­que so­lían asus­tar­se an­te la pre­sen­cia de los in­dios y pre­fe­rían co­rrer de­trás de los mi­les de ve­na­dos que po­bla­ban el cam­po, eran bi­chos trai­cio­ne­ros. Tam­bién es­ta­ban las ví­bo­ras que po­dían ma­tar de una so­la mor­di­da. No, los ni­ños no de­bían ale­jar­se de­ma­sia­do, pe­ro sí po­dían tra­tar de ca­zar mu­li­tas o pá­ja­ros, es­piar en­tre las ma­le­zas a los osos hor­mi­gue­ros o ju­gar a las pe­que­ñas gue­rras en las que, imi­tan­do a sus pa­dres, siem­pre ven­cían. Por­que los ni­ños del cam­pa­men­to creían lo que en­se­ña­ban los ma­yo­res: los cha­rrúas siem­pre de­bían ven­cer y pa­ra eso te­nían que ga­nar­le 12 al mie­do.
  • 11. Esa no­che, cuan­do Bi­lu se re­sis­tía a dor­mir y el frío vol­vía a caer co­mo un man­to blan­co so­bre las cho­zas, es­cu­chó a los hom­bres quie­nes, co­mo to­das las no­ches, es­ta­ban sen­ta­dos al­re­de­dor del fue­go. El ca­ci­que ha­bla­ba de ata­car a una tri­bu cer­ca­na. Ya ha­bían lle­ga­do al­gu­nos en­via­dos de otros cam­pa­men­tos cha­rrúas, por lo que to­do es­ta­ría pron­to pa­ra el día si­guien­te: un gran ata­que —rá­pi­do, mor­tal—, con­tra los gua­ra­níes pa­ra es­ta­ble­cer así quié­nes eran los amos de ese te­rri­to­rio. Bi­lu ha­bía vis­to otros cam­pa­men­tos cha­rrúas pa­re­ci­dos al su­yo. Al­gu­na vez, cuan­do avan­za­ban en bus­ca de un nue­vo si­tio don­de acam­par, se ha­bían cru­za­do a la dis­tan­cia con otro gru­po de has­ta seis­cien­tos in­dios que tam­bién bus­ca­ban cam­biar su ho­gar y lu­ga­res de ca­za. Si to­do es­ta­ba bien, los ca­ci­ques se sa­lu­da­ban, ha­bla­ban bre­ve­men­te y lue­go se­guían su ca­mi­no. Otras ve­ces las co­sas no eran así y ha­bía lu­cha en­tre los pro­pios cha­rrúas pa­ra con­se­guir ali­men­tos, cue­ros, un me­jor lu­gar don­de acam­par o ro­bar mu­je­res. Por eso, los ni­ños sa­bían que si avis­ta­ban otro gru­po, te­nían que es­con­der­se y tra­tar de avi­sar a los ma­yo­res. 13
  • 12. Pe­ro esa no­che se no­ta­ba que al­go di­fe­ren­te su­ce­día. Ha­bía allí gen­te de otros cam­pa­men­tos y eso no era co­mún. Los hom­bres ha­bla­ron más que de cos­tum­bre; po­día ser que el frío los obli­ga­ra a que­dar­se un ra­to más cer­ca del fue­go o que el ata­que iba a ser gran­de. Esa no­che su pa­dre no dur­mió con ellos, ya que de­bía vi­gi­lar el cam­pa­men­to. A la ma­ña­na si­guien­te Bi­lu des­per­tó y sa­lió de la cho­za: los hom­bres ya no es­ta­ban; la ta­rea de vi­gi­lar era aho­ra de los vie­jos. Las mu­je­res tra­ba­ja­ban en sus ta­reas. Bi­lu se acer­có a su ma­dre y la ob­ser­vó un ra­to, vien­do có­mo ablan­da­ba un cue­ro gol­peán­do­lo con una pie­dra gran­de. Ella ha­bla­ba muy po­co, al igual que to­dos los cha­rrúas, pe­ro es­ta vez te­nía al­go di­fe­ren­te en la ca­ra. Bi­lu no sa­bía qué. Qui­zá pen­sa­ra en su hom­bre, allá, quién sa­be dón­de, pe­lean­do a ma­tar o mo­rir. Qui­zá pen­sa­ra que él no iba a vol­ver. De pron­to ella de­jó a un la­do la pie­dra con la que ma­cha­ca­ba el cue­ro, es­ti­ró su bra­zo y le to­có la ca­ra con ter­nu­ra. Lue­go son­rió. Es­ta­ba or­gu­llo­sa de él, por eso le ha­bía da­do ese nom­bre, Bi­lu, que que­ría de­cir “her­mo­so”. Él sen­tía las dos co­sas, su amor y tam­bién la preo­cu­pa­ción que le nu­bla­ba los ojos os­cu­ros. Al­gún día, cuan­do él se con­vir­tie­ra en hom­bre es­ta­ría más or­gu­llo­sa aun. Cua­tro so­les y cua­tro lu­nas su­bie­ron y ba­ja­ron del cie­lo, has­ta que una tar­de, cuan­do los ni­ños per­se­guían con pa­los una cu­le­bra por la lo­ma, vie­ron a la dis­tan­cia el gru­po de gue­rre­ros 14 que re­gre­sa­ba. Cuan­do el gru­po se acer­có, avan­zan­do en fi­la, Bi­lu re­co­no­ció a su pa­dre y se sin­tió fe­liz. Pe­ro otros gue­rre­ros a quie­nes co­no­cía bien ya no es­ta­ban, ha­bían que­da­do allá, se­gu­ra­men­te caí­dos en un com­ba­te te­rri­ble. De­trás de los hom­bres, que
  • 13. traían pie­les y otros ob­je­tos, ve­nía un gru­po de mu­je­res si­len­cio­sas, ata­das, con la ca­be­za ga­cha, y a su cos­ta­do, con ca­ras de mie­do, un gru­po de ni­ños. Siem­pre era así. Se­gún lo creían mu­chos, era im­por­tan­te con­ser­var a las mu­je­res pa­ra ase­gu­rar­se el na­ci­mien­to de más ni­ños y ni­ñas. Los ni­ños cap­tu­ra­dos pron­to apren­de­rían las cos­tum­bres cha­rrúas y se con­ver­ti­rían tam­bién en sus igua­les. Así era la pa­la­bra de los más vie­jos: solo se ma­ta­ba a los otros gue­rre­ros, a los ene­mi­gos, a los que re­sis­tían, pe­ro nun­ca a los vie­jos, mu­je­res o ni­ños. Esa era la ley que se­guían des­de el prin­ci­pio de los tiem­pos. Esa era la ra­zón por la que se­guían exis­tien­do. Cuan­do el gru­po en­tró vic­to­rio­so al cam­pa­men­to, hu­bo gri­tos de jú­bi­lo y to­dos, an­cia­nos, mu­je­res y ni­ños, de­ja­ron de ha­cer sus ta­reas y se acer­ca­ron a ver a los pri­sio­ne­ros, a to­car­los, a oler­los. 15
  • 14. Bi­lu vio a un ni­ño gua­ra­ní co­mo de su mis­ma edad. Era fuer­te, co­mo él, con el pe­lo ne­gro ca­yén­do­le so­bre los hom­bros an­chos, y al­to, muy al­to. En po­co tiem­po Bi­lu y el ni­ño al que lla­ma­ron Imau, por­que te­nía gran­des ore­jas, se hi­cie­ron ami­gos y lo­gra­ron co­mu­ni­car­se. En­ton­ces, una tar­de, en la que ya en otro lu­gar y le­jos del in­vier­no am­bos se zam­bu­llían en el agua fres­ca del río, Imau le con­tó una his­to­ria in­creí­ble; una his­to­ria que ha­bía es­cu­cha­do a los hom­bres de su tri­bu du­ran­te una no­che de fo­ga­ta. Un pri­sio­ne­ro de otro cam­pa­men­to gua­ra­ní les ha­bía con­ta­do que un día, ha­cía tiem­po, cuan­do avan­za­ban por los ce­rros de are­na fren­te al agua gran­de, ha­bían vis­to una mon­ta­ña en el ho­ri­zon­te. Esa mon­ta­ña cre­ció y cre­ció, acer­cán­do­se más y más, has­ta que es­con­di­dos y lle­nos de pa­vor, pu­die­ron ver a unos se­res ex­tra­ños y blan­cos, con pe­los en la ca­ra co­mo los car­pin­chos. Ellos bri­lla­ban ba­jo el sol, con un bri­llo nue­vo, una luz que ha­cía da­ño a los ojos cuan­do se mo­vían. En­ton­ces to­dos su­pie­ron que se tra­ta­ba de al­go des­co­no­ci­do, se­res sa­li­dos del agua. Ni si­quie­ra es­ta­ban se­gu­ros de qué eran aque­llos ex­tra­ños, si eran hom­bres igual que ellos o bes­tias. Así que es­pe­ra­ron en si­len­cio y se pre­pa­ra­ron. De a po­co fue­ron ro­dean­do la are­na y los bos­ques y si­guie­ron es­pe­ran­do. Los hom­bres con pe­los en la ca­ra lle­ga­ron a la cos­ta en pe­que­ñas lan­chas y cuan­do pu­sie­ron pie so­bre la are­na, cuan­do sus cuer­pos bri­lla­ron otra vez con esa luz te­rri­ble, se lan­zó el ata­que. El com­ba­te fue fe­roz. Los hom­bres pá­li­dos ha­cían so­nar true­nos con unos pa­los que traían, pe­ro la llu­via de fle­chas, 16
  • 15. las lan­zas que vo­la­ban des­de to­das par­tes, los hi­cie­ron caer uno a uno, has­ta que la are­na que­dó ro­ja y aquel ce­rro de ma­de­ra que flo­ta­ba más allá de la rom­pien­te co­men­zó a ale­jar­se de la cos­ta. Los cuer­pos fue­ron car­ga­dos has­ta el cam­pa­men­to co­mo prue­ba de la exis­ten­cia de esos de­mo­nios del mar. Los ex­tra­ños, ve­ni­dos de la na­da, ha­bían muer­to y sus cuer­pos se­rían co­mi­dos. Así mu­rie­ron to­dos; to­dos me­nos uno, ca­si un ni­ño, blan­co co­mo las nu­bes, el úni­co que fue to­ma­do pri­sio­­­­­ne­ro: por­que es la pa­la­bra de los más vie­jos que no se ma­ta a los vie­jos, ni a las mu­je­res, ni a los ni­ños... 17
  • 16. Joa­quín es­cu­cha­ba con los ojos bien abier­tos, ca­si te­nía mie­do de pre­gun­tar e in­te­rrum­pir a su abuelo, pe­ro al fi­nal su cu­rio­si­dad pu­do más y pre­gun­tó por aque­llos hom­bres de pe­lo en la ca­ra y aquel ni­ño que se sal­vó. —Así fue co­mo mu­rió Juan Díaz de So­lís. Du­ran­te mu­cho tiem­po se cre­yó que lo ma­ta­ron los cha­rrúas, pe­ro se sa­be, ca­si con se­gu­ri­dad, que fue­ron los gua­ra­níes, que por esa épo­ca ha­bi­ta­ban en dis­tin­tos lu­ga­res de es­ta tie­rra. Fi­ja­te que la ma­yo­ría de los nom­bres in­dí­ge­nas que nos que­da­ron son en rea­li­dad gua­ra­níes co­mo, por ejem­plo, Uru­guay, Ta­cua­rem­bó... Lo que se sa­be con certeza es que hu­bo un mu­cha­cho, de ca­tor­ce años, ca­si un ni­ño, que ve­nía con la ex­pe­di­ción co­mo gru­me­te, al­go así co­mo un apren­diz, y que se sal­vó y vi­vió mu­cho tiem­po con los in­dios. Se lla­ma­ba Fran­cis­co del Puer­to. —¿Y qué le pa­só a él?, ¿se lo co­mie­ron des­pués? 18
  • 17. El abue­lo rió. —Ah, bue­no —con­tes­tó—. Si te in­te­re­sa, me­jor pon­go agua a ca­len­tar pa­ra unos ma­tes por­que, al igual que Bi­lu, es­te mu­cha­cho Fran­cis­co tam­bién es par­te de tu his­to­ria. —¿De la mía? ¿Y por qué? —¡Ya lo vas a ver! Te­né un po­co de pa­cien­cia. 19