1. Arzobispado de Arequipa
Domingo 15
de mayo
de 2016
PENTECOSTÉS
Hoy celebramos la solemnidad de Pentecostés,
el día en que Jesucristo resucitado, después de
ascender al Cielo, junto con su Padre envía a la
Iglesia naciente el don del Espíritu Santo. De
esta manera Dios cumple lo que había
anunciado desde antiguo a través del profeta
Joel: “derramaré mi Espíritu en toda carne”, y lo
que el mismo Jesús había confirmado a sus
apóstoles: “el Espíritu Santo, que el Padre os
enviará en mi nombre, os lo enseñará todo” (Jn
14,26), y también: “seréis bautizados en el
Espíritu Santo” (Hch 1,5). El Espíritu Santo, la
tercera persona de la Trinidad, es el gran don
que Dios había prometido a su pueblo y que
desde Pentecostés no deja de enviarnos. A
través de Él, Dios cumple también otra de sus
promesas: “pondré mi Ley en sus corazones, yo
seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (cfr. Jer
31,33).
Como sabemos, la Ley de Dios se resume en
dos frases: amarlo a Él y amar al prójimo. El
Espíritu Santo introduce esta Ley en nuestro
corazón, es decir que, en la medida en que lo
acogemos, transforma lo profundo de nuestro
ser y hace posible que amemos a Dios sobre
todas las cosas y al prójimo como a nosotros
mismos. El Espíritu Santo es la Persona Amor;
en Él convergen el amor del Padre y del Hijo. Es
este Espíritu el que Dios nos envía hoy desde lo
alto del Cielo, para conducirnos de regreso a la
Casa del Padre, de la cual el hombre se aleja a
causa del pecado que es la antítesis del amor. El
Espíritu Santo nos concede la gracia de tener los
mismos sentimientos de Jesús y de amar como
Él nos ha amado, hasta dar la vida por nosotros.
Y si tenemos en cuenta que los hombres hemos
sido creados por amor y para el amor, entonces
comprenderemos que el Espíritu Santo es quien
hace posible que esa vocación al amor no quede
frustrada y que nosotros no vivamos
insatisfechos sin poder amar como realmente
deseamos. El Espíritu Santo es ese fuego de
amor al que Jesús se refirió cuando dijo: “He
venido a arrojar un fuego sobre la tierra, y
¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! (Lc
12,49). Las Sagradas Escrituras narran que el
día de Pentecostés descendieron sobre los
apóstoles unas lenguas como de fuego “y todos
quedaronllenosdelEspírituSanto”(Hch 2,4).
Desde entonces, Dios no ha dejado de enviar
ese fuego a su Iglesia y la principal misión de la
Iglesia es hacerlo presente, hacer presente el
amor y la misericordia de Dios para con todos
los hombres. Esta misión de la Iglesia de todos
los tiempos se hace, tal vez hoy más que nunca,
urgente. En un mundo cada vez más dividido y
violento, ante un número cada vez mayor de
personas fracturadas en su propio interior
porque no quieren ser imagen de Dios sino sólo
de sí mismos, los cristianos estamos llamados a
dar testimonio del amor y del perdón.
“Misericordiosos como el Padre”, es el lema
que el Papa Francisco nos ha puesto para este
año 2016. No es la violencia ni la opresión, no
son las riquezas ni el poder, los insultos ni la
intolerancia los que pueden conducir al hombre
hacia su verdadera realización. Sólo el amor y la
misericordia son capaces de curar las heridas
más profundas de la humanidad y llevar a los
hombres a la plenitud para la que han sido
creados.
+ Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa
LA ColumnA
De Mons. Javier Del Río Alba